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Retratos
La Muerte, escrita así, con mayúscula, arrastra una vanidad insoportable. La misma que arrastramos Nosotros, escritos así, con mayúscula. Porque estamos hechos a su imagen y semejanza por mucho que intentemos obviarla o negarla.
Te sales del hogar un día de perros agarrado a tu teléfono móvil de última generación, ese tótem de nuestra contemporaneidad, cruzas la calle, que es un río de agua de lluvia. Llegas al malecón y te dispones a hacerte un selfie con una ola de cinco metros antes de que rompa contra las rocas, porque entiendes que la vida es un apetito indestructible y la tecnología su aliado. Tienes el encuadre, la grandeza, el temporal, la adrenalina disparada, y justo cuando vas a hacer la foto de la estúpida vanagloria tecnificada, la Muerte se te cuela en el enfoque y te roba el primer plano. Tú ya no sales. Tú ya estás en el limbo violento del agua agarrado a tu móvil de alta gama. El denominador común es el infantilismo en el que vivimos instalados desde que somos consumidores hastiados. La diferencia es que la Muerte es una niña crudelísima sin empatía y nuestra inocencia infantil es directamente proporcional a nuestra soberbia y certidumbres. A la Muerte como actividad metafísica, como fantasma aburrido, le encantan los primeros planos. Su arrogancia puede superar con creces a la nuestra. Aprovecha cualquier resquicio para colarse en la foto de nuestras vidas, porque le encanta llamar la atención igual que a Nosotros. Le da igual aparecer en la simpleza de un selfie o en la maldad de un coche bomba o anidar en el corazón de una mujer maltratada.
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Tenía 25 años y amaneció dormido, soñado, muerto. Hay días que la Muerte toma la iniciativa y decide Ella hacerse el selfie contigo en la soledad del dormitorio, en el apetitoso silencio con
latidos; en la intimidad de la oscuridad más oscura con el flash de la juventud. Es su foto favorita, con los hijos de los dioses. Y posa como una diva y sale bella y diferente, con un grito de vida en su nueva boca, porque bello y diferente era Antonio Carmona, con un grito de vida en su boca como sinónimo de lucha. La lucha por la vida barojiana. La lucha de clases. Una sociedad sin clases. Siempre ha habido clases. El mito entusiasta y subyugante del comunismo. Y la desgracia que busca su hueco innegociable en un cuerpo recién tallado. La realidad de nuestras vidas, por muy sofisticada que pretendamos hacerla, se comporta como un animal a la intemperie: es amoral.
Los institutos de la ESO proporcionan básicamente dos catálogos de alumnos. Por una lado, alumnos modélicos o prometedores dispuestos a servir cuando crezcan a una sociedad plagada de injusticias y desigualdades. Y por otro lado, alumnos programados casi desde el mismo nacimiento para ser engullidos sin remisión por esa misma sociedad desigual e injusta. Antonio Carmona no pertenecía a ninguno de estos dos catálogos, porque era un rebelde corazón en ristre con los ojos dubitativos entre la rabia de los desterrados y la melancolía de los poetas. La rebeldía es un acto de generosidad, puro y noble, diría que hasta compasivo, que nada tiene que ver con la mala educación, aunque muchos ciudadanos tienden a confundirlas, normalmente, porque les va en ello los intereses creados. De la misma manera que se confunde lo solemne con lo profundo, la visibilidad con la calidad, la información con el conocimiento; la lealtad con el servilismo, la solidaridad con una tendencia de moda o la política con el politiqueo. Es la era que hemos inventado, pese a la digitalización. Es la sociedad que hemos construido, pese a la escolarización universal. Una sociedad digitalizada con un daltonismo moral cada vez más preocupante.
Antonio Carmona se quedó con la parte final del mensaje subliminal que lanzan los institutos de la ESO entre estupideces burocráticas y paternalismo electoralista: “una sociedad plagada de injusticias y desigualdades” a la que no pensaba servir a un bajo precio ni dejarse engullir por ella sin ofrecer una resistencia quijotesca. Desde muy pequeño se dio cuenta de que hacen falta voces que se eleven por encima de los alaridos espeluznantes que da el dinero avasallando a los más desfavorecidos. Grita y asusta demasiado el condenado, y los gobiernos no se atreven a elevar el tono de voz y las políticas de Estado son insuficientes para disminuir la fuerza de su vozarrón y la intensidad de su eco retumbando en las paredes de los hogares más humildes y vulnerables.
Le encantaba a Antonio la Historia de España, especialmente le fascinaba la Segunda República. Le gustaba preguntar sobre aquel periodo histórico. Se empapó de él todo lo que pudo e hizo muy buenas migas con Manuel Díaz, el veterano maestro socialista, que llegó a pasarle algún libro relacionado con el tema. Manuel Díaz le hablaría de Fernando de los Ríos y de las Misiones Pedagógicas.
Yo tengo la suerte de conservar una fotografía del maestro y el discípulo que hice una mañana perdida en la sala de profesores. Hice esa foto con la máquina más sofisticada que posee un ser humano: la memoria individual. Mi selfie verdadero. Mi autofoto. Y la guardo en mi cabeza para contemplarla cada vez que quiera. Antonio Carmona y Manuel Díaz están sentados en unos sillones conversando como dos colegas. El maestro habla apasionado y gesticulante, como deben hablar todos los maestros. El discípulo lo mira muy fijo y le sonríe, con esos ojos dubitativos entre la rabia y la melancolía que ansían mirar a la vida de frente. Seguramente están hablando de la Historia de España, que según Gil de Biedma, es la más triste de todas las historias de la Historia, porque termina mal. Y probablemente también según san Mateo. La Muerte no aparece por ningún lado. Aunque le hubiera encantado salir en la foto posando como una estrella vanidosa y frívola.
El cineasta y escritor Michelangelo Antonioni afirmaba que la observación de la realidad solo es posible poéticamente. Y en ello estoy.