COMO EL PEZ QUE ESTÁ EN EL MAR La mística, lugar del encuentro
Antonietta Potente
COMO EL PEZ QUE ESTÁ EN EL MAR La mística, lugar del encuentro
Introducción Nuestro conocimiento es imperfecto e imperfecta es nuestra profecía1.
El lugar de cada lugar ¿Por qué escribir un libro sobre mística cuando en realidad hay otras urgencias, con el riesgo de que las palabras escritas se deslicen sobre el papel y, después, bajo los ojos de los lectores, queden eclipsadas o engullidas por la realidad problemática? ¿Qué significa hablar del infinito, cuando la humanidad refleja en sus ojos un universo finito y cada vez menos renovable? ¿Qué quiere decir hablar de energías reconciliadas y que subyace al ser humano y al universo, o de un leve soplo de brisa que presiente una Presencia divina, cuando muchos pueblos y personas –vendidas y compradas como mercancía– parecen abandonadas a sí mismas y a la soledad de desiertos y mares que atraviesan? Me sentiré muy culpable si mi oración, mi estudio, mi escritura y toda mi vida fueran solo un 1. Cf. 1Cor 13,12.
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ejercicio placentero, una distracción, algo más que me gratifique solo a mí y algunos otros y otras. No me gusta pensar que estamos lejos los unos de los otros; me llena de tristeza y me indigna si la sabiduría de mi cultura se mantiene alejada de la de los otros pueblos y religiones. O por el contrario, si las otras sabidurías, culturales y religiosas o simplemente humanas, se mantienen distantes de mi cultura o de la fe a la cual pertenezco. No solo esto: me inquieta un pensamiento científico, tecnológico, filosófico o teológico que esté separado del aquel vivir experiencial y cotidiano de tantas mujeres y hombres especiales, que conocen la vida, la gustan y la sufren, y con su fe creativa permiten a la luz que les salga al encuentro cada día. Para concluir, no me resigno al hecho de que cada uno viva y muera para sí mismo (cf. Rom 14,7-8). Tiene que haber un lugar común, un espacio, un corazón donde vivamos, en la verdad de la diferencia, esta bellísima pertenencia de los unos para los otros, de las unas para las otras. Y sin embargo encuentro profundas sintonías entre el Misterio y la realidad más real, aunque sea difícil de definir. Dos aspectos de la vida que van escuchados y buscados incansablemente, sin separarlos. Para entender el Misterio es necesario caminar hasta llegar a su puerta, después entrar 8
con amor y quedarse dentro; lo mismo hay que hacer con la realidad real. Pero la pregunta que me estimula desde lo más íntimo es esta: «¿Habrá al menos un punto en el universo que unifique toda la vida? ¿La humanidad y el cosmos, lo divino y lo humano, lo increado y la materia?». Para mí ese momento es instantes o tiempos largos, donde la cotidianidad siente que llega a ser misteriosamente universo, es decir, el espacio de todos; donde residen mis afectos, y mis cosas están apenas apoyadas, y en lugar de mis monótonos pensamientos están todos: los pájaros, los lirios del campo, el sol, la luna, los océanos, las altas montañas. Hay niños y niñas, tantas mujeres, hombres y… ninguno igual al otro. En las Escrituras cristianas hay un texto que evoca lo que significa este «lugar distinto», que se encuentra en los Hechos de los Apóstoles, un libro escrito por las primeras comunidades cristianas, donde se describe aquel acontecimiento que dejó atónitos a discípulos y discípulas: la venida del Espíritu, divina presencia. Lo que me parece interesante es que en la descripción de aquel acontecimiento se pasa de un lugar preciso, que parece ser una habitación en la que estaban reunidas pocas personas, a un espacio abierto donde había personas de distintos pueblos. No se dice que aquellas que estaban en la habitación hubieran salido, sino que 9
hay un salto silente y transformador, aunque sí confuso del lugar. Como si aquel lugar se hubiera convertido en una plaza-ciudad con mucha gente (cf. He 2,1-13). A ese momento lo llamo experiencia mística, que no llega por un milagro, sino a través de continuas experiencias transformadoras. La experiencia mística lleva consigo esta fuerza particular, junto con la de todas y todos aquellos que antes que nosotros han intuido y comprendido que este lugar no puede ser solo un espacio real, sino un espacio por excelencia, que es realmente morada de todos y que algunos la han deseado y amado tanto hasta llamarlo Tú. Cada uno lo ha hecho, según su cultura, su cosmovisión religiosa, su condición más humana. Es un lugar transfigurado y transfigurante, es decir, capaz de metamorfosis, porque no es solo un lugar, sino también –como diría el filósofo francés Henry Corbin– es el lugar en el que suceden dulcísimas e intensas transformaciones. Es aquí donde encontramos la belleza de las profecías más antiguas, los caminos de mujeres y hombres en el desierto; las sinceras dudas de los ateos, los gestos transparentes de los amantes, los sueños de los humildes, la fuerza de los pacientes, los lobos convertidos. Gestos y símbolos de rituales de iniciación, danzas iniciáticas de los chamanes, nubes que surgen de los alambiques 10
de los alquimistas, junto a elocuentes silencios de los adoradores: es aquí donde se siente el eco de evoluciones, revoluciones y revelaciones. Es, en definitiva, el lugar en el que se percibe la esencia espiritual de cada ser viviente y de cada palabra que se convierte en escritura. Entonces he escrito El libro que tenéis en vuestras manos es «una trama de vivencias e inquietudes». Antes de ser escrito, este texto era un material incandescente de la existencia, de la sed, de la búsqueda de tantas personas. Nace recogiendo las palabras que van de experiencia en experiencia y de sabiduría en sabiduría; palabras y gestos de tantas mujeres y hombres que he encontrado en los lugares más hermosos de mi vida; diálogos interiores y búsquedas comunes entre creyentes y no creyentes, entre personas de mi misma cultura o de culturas y religiones distintas. Presencia contemporánea o simplemente indicios de una vida ya pasada. Libros compartidos y diseminados por aquí y por allá, apuntes tomados a lo largo del camino, que si los hubiera transcrito todos, se podría haber compuesto una obra de varios volúmenes. En el centro de estos diálogos interiores y exteriores se encuentra el tema que ha ocupado mi 11
¿Qué es la mística? Primer diálogo: Carta a mi hermano boliviano Te explicaré cómo llegar y cómo quedarte delante de Él3.
Me preguntas qué es la mística, y yo intento responderte, aunque lo encuentro bastante difícil. Mejor sería leerte versos de poetisas y poetas, o hablarte de geometría fractal, del agua que se transforma en cristal o de la piedra que se convierte en polvo ligero. Probablemente sería más fácil hablarte de personas que considero como tales, es decir místicas, y entonces tendría que decirte muchas cosas; seguramente podría describirte siglos de historia que no son los nuestros, deteniéndome en detalles de la vida, por lo menos hasta donde es posible describirlos, porque la mística forma parte de aquellas experiencias humanas caracterizadas por largos viajes interiores, recorridos de transformación e iniciáticas salidas de sí mismos, para encontrarse cercano al corazón del universo. 3. Muhyī al-Dīn Ibn al-’Arabī, L’epistola dei settanta veli, Voland, Roma 1997, p. 25.
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Vivo sin vivir en mí es el grito de una mujer de la España del siglo XVI: Teresa de Ávila. En otras palabras: salir de sí mismo para vivir dentro de la Vida, es decir, allí donde la vida tiene su sentido originario. «Vivir fuera de sí mismo para estar preparado para volar, listo para cualquier salida»4, comentaría la filósofa María Zambrano. Te das cuenta, entonces, que la mística lleva consigo mismo una fuerza particular, también en lo que respecta a nuestra participación en la vida cotidiana, no solo privada sino también comunitaria, política. Para mí, esencialmente esto es la experiencia mística. Aunque sigue siendo difícil explicar con palabras este acontecimiento existencial. Y sobre todo explicarte, cuándo sucede, en quién, dónde. La mística no tiene confines bien delimitados y sobre todo no es descriptible de modo racional. Según mi modo de ver, entra en aquella práctica y experiencia tan íntima, más de lo que cada uno es íntimo a sí mismo, parafraseando al antiguo filósofo y maestro cristiano Agustín de Hipona; tan íntimo, que conlleva verdaderas y profundas transformaciones interiores, entre entradas y salidas: vivo sin vivir en mí para volver adentro. Entonces, para que tú puedas saborear esta sabiduría 4. M. Zambrano, El hombre y lo divino, Fondo de Cultura Económica de España, Madrid 2007.
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ancestral de los tiempos y encontrar sintonías en la comprensión experiencial de tu cultura, seguramente es más fácil, para los dos, releer juntos tu experiencia, sobre todo porque tú eres un médico de medicina natural, ancestral. Trabajas con las plantas. Humildemente sales de ti mismo y de tus comunes leyes humanas, para descender hasta el alma nodriza: hasta la raíz, y después volver a subir; después de haber escuchado, después de haber oído la respiración, o quizá… la voz. De alguna manera te han dicho para qué sirven y por qué se encuentran en este lugar en lugar de en otro. Pero, ¿cómo te has acercado a ellas? Con los maestros y las maestras de tu pueblo, de tu familia: tu madre, tu padre. A su vez iniciados por otros y otras. Más ancianos que tú y más familiarizados con la vida. Ellos te han iniciado en este viaje hacia el mundo interior de las plantas, para que tú no conocieras solo su nombre, sino que percibieras humildemente el centro de donde han nacido. Cada vez que sales de ti mismo y vas hacia ellas, las plantas, no solo no las eliminas, sino que permaneces en el «umbral»: tú permaneces tú mismo y ellas también; sin embargo, sin invadirlas, llegáis a ser una sola cosa. Así has sido conducido a escuchar su origen, su alma y su verdadero nombre, y también un poco abandonado 19
a ellas y a sus secretos. Movimiento de escucha perceptivo que va de dentro hacia fuera y viceversa, pero el dentro y el fuera no se encuentran sobre un plano horizontal, sino en el vórtice vertical: de arriba abajo y de abajo hacia arriba. ¿Dónde te lleva este recorrido? A indecibles percepciones y saberes concretos que sirven para vivir y, sobre todo, para curar la vida enferma, pero también a la perfección de otra existencia que se encuentra por encima de todo, pero también dentro de todo. Después vuelves a ti mismo: preguntas a quien las conoce, a quien las ha aplicado para curarse y curar a otros, después estudias para buscar humildemente aquello que todavía no sabes de ellas, al final las recoges sin ser su dueño. Haciendo memoria de la experiencia diseminada aquí y allá, a lo largo de los tiempos, te diré que la mística es la intensidad de la vida o, mejor, la Vida que subyace detrás de la vida; igual que la raíz de las plantas. Para utilizar un cuadro que tú conoces, es esa escucha profunda que se percibe cuando juntos, mientras la noche cae, tú, tu hermana y yo nos encontrábamos sentados en silencio en la puerta de casa, mirábamos aquel fantástico panorama salpicado aquí y allá por las llamas que volvían a su casa. Y entre los siluetas de los montes, el tío Martín desde la otra parte, a la entrada de su casa, 20
entonaba un recitativo canto de oración en aymara. Entre las manos tenía un libro todo estropeado, ¡y sin embargo él estaba casi ciego! ¿No había en ese eco otra dimensión apenas perceptible? ¿Tal vez él, en aquella soledad habitada, no se acercaba a aquel gran Misterio? ¿Un mundo visible en el Invisible? Habitado por todos: Dios, Jesús, los espíritus de los muertos, los santos. La mística es, entre otras cosas, la experiencia del caminar profundo de cada uno de nosotros, cuando nos sentimos humanos y divinos al mismo tiempo, así como «cuidar el jardín» (cf. Gén 2,8). Y esto te lo digo a ti, que sabes muy bien de lo que se trata. A ti y a tu pueblo que, desde el sueño primordial, habéis nacido para esto: para cuidar de la tierra. Tú que amas las plantas hasta hacerlas destilar, utilizándolas después para que a su vez puedan curar y proteger a otros seres vivos. Por eso deberías entenderme. Tú, que has sido iniciado por tus padres y por tus predecesores, los antepasados5, del espíritu de las montañas y de cada lugar, el amor por la vida humilde y profunda, hacia los seres humanos y la tierra. Pero yo te pregunto: 5. Palabra apreciada en las poblaciones indígenas, que según su etimología significa: aquellos que existían incluso antes del tiempo pasado.
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¿qué buscas tú en las plantas que recoges o en las raíces que descubres después de haber excavado? ¿Qué esperas encontrar recogiendo no en cualquier hora del día, sino por la mañana, cuando el rumor está todavía vivo?6. Tú buscas la esencia de su energía curativa. Eres tú el que me decías que no quieres hablar de extracción, como si este término fuera un gesto violento en relación a las plantas. Este es el motivo por lo que a mí me interesa la mística. Es el «más allá de todo», como diría Dionisio el Areopagita, un autor anónimo, que vivió probablemente en la Siria del siglo V, puede ser que fuera filósofo y teólogo, probablemente monje7. Si después intentamos acercarnos a la mística desde el punto de vista del lenguaje, advertimos que la palabra proviene del griego myō e, que literalmente significa estar cerrado: cerrar los labios, los ojos y también las heridas. Me parece muy hermoso: una palabra que cierra las heridas, espacios que se acercan vacíos, esperas que se llenan y objetos que se encuentran. Si ahondamos todavía un poco más en la lengua madre de los idiomas latinos, el sánscrito, 6. Tiempo en el que la planta tiene mayor cantidad de sustancias necesarias para ser utilizada. 7. Pseudo Dionisio Areopagita, Obras completas, BAC, Madrid 2017.
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El nombre y el lenguaje de los pájaros Tercer diálogo: Carta a mi hermana boliviana Apenas se encuentra este Verdadero, inmediatamente el alma, transportada, se dirige ciegamente hacia eso. Nosotros no lo vemos, pero sentimos que la Naturaleza lo ve33.
En una de las últimas tardes que estuve con vosotros, si te acuerdas, comenzamos una conversación sobre Dios. No tanto sobre su existencia sino sobre su «nombre». De hecho, yo decía que a este gran Misterio que nos envuelve, nosotros normalmente lo llamamos «Dios», pero en realidad no sabemos si tiene un nombre. Tú estabas maravillada de mi duda, tenías miedo de que mi visión debilitara su Presencia en medio de nosotros: su actuar a lo largo de la historia, en la experiencia de las personas, en los acontecimientos y en todo lo que tiene relación con la misma vida. En fin, el hecho que yo dijera que «Dios no tiene un nombre propio», te parecía que dejaba en la 33. Cf. Fulcanelli, Le dimore filosofali, vol. I, p. 97.
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realidad un gran vacío y la fe de las personas sencillas suspendida en el aire. Pero fuera había algunas presencias que nos espiaban, participaban de nuestro diálogo, ocupando su puesto con su trino y juegos en el aire. Recuerdo que yo insistía diciendo que aquella cuestión no atañía a su existencia, sino solo a su «nombre». Puede ser que, para mí, esa tarde, como ahora, la duda de su «nombre» me remite a nuestra posibilidad de conocer a Dios y, sobre todo, de poder «decir algo» sobre él, algo comprensible para nuestras vidas tan frágiles. Me acuerdo que, junto a tu hermano y a una amiga, te decía que nuestra discusión sacaba a la luz el gran problema teológico, aquel que se inicia con la pregunta de si de Dios se puede decir algo, como se preguntaban los teólogos en la antigüedad. No entramos en grandes discusiones, porque a los cuatro nos interesaba el significado de una vida habitada por «otro» fuera de nosotros, y a ti te interesaba sobre todo comprender si aquel nombre era verdaderamente el apropiado, para invocar y agradecer siempre. Porque, como sabes, estoy escribiendo sobre la mística todo aquello que, intensamente, me viene a la memoria después de aquella discusión; en mí se encendieron pequeñas luces que provocan 64
reflexiones aún más luminosas y por eso te lo agradezco. Pero si a ti te interesa saber si a quien rezas es verdaderamente el Ser sobre toda criatura, y que tiene el poder de cuidar de todos los que lo invocan, yo tengo otra preocupación. Mi inquietud es que este Nombre no lo dice todo y además no nos dice quién es. Por eso no podemos detenernos sobre un nombre para llegar a ser partícipes de la vida, para cuidarnos y con profunda humildad y paz permanecer en medio de los otros, porque a Dios lo podemos llamar también con otros nombres o, como muchos hacen, no llamarlo con ninguno y, de alguna forma, hacer caso omiso al problema. Recuerdas que te puse el ejemplo de algunos textos bíblicos, tomados tanto de las Escrituras hebreas como de las del primer cristianismo, sobre todo de los Evangelios. Es verdad que los primeros cristianos, en continuidad con la tradición hebrea, sabían que el nombre de Dios no se podía pronunciar en vano (cf. Éx 20,7). Pronunciar su nombre, de hecho, no es la prueba de nuestra salvación, como nos recuerda el evangelista Mateo: «No quien dice Señor, Señor…» (7,21) y menos la seguridad de haber comprendido el Misterio: «¿Hace tanto tiempo que estoy con vosotros y no me conoces Felipe?» (Jn 14,9). 65
La cosa no es tan sencilla, y por eso he pensado escribirte sobre este tema que, después de siglos de reflexión, está todavía sin resolver. Entiendo muy bien tu duda, también porque la vida de quien cree, en la experiencia de todas las religiones, está llena de este nombre: invocado, silenciado, pero amado; proclamado, celebrado y a veces gritado, como lo gritó el Poeta Increado, Jesús de Nazaret (cf. Sal 22,2). No niego la importancia del nombre, pero quisiera que entendieras que no es solo el nombre lo que nos permite acercarnos al Misterio, también porque «Dios» es un nombre que los seres humanos han dado en su fuerte percepción del Misterio, así como en la experiencia cristiana de los primeros siglos se empezó a dirigirse a Dios como Padre, Hijo y Espíritu. Estos tampoco son nombres sino atributos: el Padre es el principio de todas las cosas, paternidad universal de la cual toda paternidad toma su nombre (cf. Ef 3,14-21), y que en el lenguaje humano podría ser también maternidad primordial. Y también es esta experiencia bellísima de un Dios inhabitante (de inhabitación), la que dará la posibilidad a los cristianos de reconocerlo en su emanación –como Hijo (cf. Col 1,15-20) y Espíritu– y soplo vital, que hace posible la inhabitación divina en las infinitas historias del ser humano y de la realidad. Así algunos hombres y 66
algunas mujeres, en el desierto, durante los primeros siglos del cristianismo, dijeron que quien podía ayudar a invocar a Dios, sin convertirlo en un concepto estéril, una costumbre o un fetiche, era el nombre de Jesús. Repetirlo constantemente, en voz baja, susurrando su nombre, era fuente de paz y de liberación del mal. Aquella práctica no era un ejercicio para decir Dios, sino para sentirlo cercano, dentro de uno mismo, su presencia. Si, por el contrario, nos quedamos en torno a este nombre, «Dios», y buscamos su raíz originaria, verás que nos llevará muy lejos, hasta llegar a su significado primigenio: día, luz, cielo, esplendor brillante o, quizá, simplemente Sol, como en muchas experiencias religiosas de la antigüedad. Este es el significado de la palabra «Dios», que usamos siempre en vocativo –como decía Raimon Panikkar– «porque Dios es una invocación». En la experiencia mística no es el nombre lo que cuenta; o mejor, los nombres que los místicos y místicas dan a Dios, pueden ser muchos: el Indecible, el Presente, el Señor, el Maestro, el Misericordioso, el Transparente, el Ebrio de amor… Pero todos saben que no se puede hablar de Dios como se habla de un concepto abstracto, sino solo evocar su delicada presencia.
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Índice Introducción Nuestro conocimiento es imperfecto e imperfecta es nuestra profecía.................... 7 ¿Qué es la mística? Primer diálogo: Carta a mi hermano boliviano....................... 17 El camino interior Segundo diálogo: Carta a una amiga musulmana...................... 39 El nombre y el lenguaje de los pájaros Tercer diálogo: Carta a mi hermana boliviana....................... 63 La cuestión de la mística: Y si Dios no existiese… existirían los cuerpos con su sed Cuarto diálogo: Carta a mi amiga veronesa........................... 81 Mística cotidiana Quinto diálogo: Carta a una amiga veronesa.......................... 95 Los pasos o bien las prácticas Sexto diálogo: Carta a una amiga veneciana........................ 111 Conclusión Como si tuviésemos que concluir…............... 145 151