CONVERSACIONES CON MARÍA
Santiago Chivite Navascués
CONVERSACIONES CON MARÍA
Prólogo Pro-logar es poner una palabra delante del texto, no en lugar del texto. Porque lo importante es el texto del autor, no la palabra previa del prologuista. Es como abrir una puerta para que el lector entre en el texto, se sienta a gusto, con luz suficiente y con ganas de disfrutarlo. Querido lector o lectora, quisiera acertar al abrir la puerta del texto que tienes en tus manos y que con mucho acierto el autor ha titulado Conversaciones con María. Santiago Chivite Navascués avisa: «No soy teólogo ni biblista». Quien avisa no es traidor. Como no es teólogo ni pretende ofrecer un manual de alta teología, el lector debe situarse correctamente frente al texto. No busque grandes dogmas ni formulaciones exageradamente cuidadas de la doctrina cristiana. El texto tiene un cierto candor, una cierta inocencia, un tono muy logrado de sabrosa infancia espiritual. En él no caben ni dogmas ni herejías. Solo cabe el Evangelio de Jesús contado a los sencillos, y contado por testigos de primera mano: María y Juan. ¿Qué más se puede pedir? Y, sin embargo, envuelto en tanta sencillez, hay mucho acierto evangélico. Como tampoco es biblista ni pretende ofrecer un manual de exégesis científica, el lector no debe pedir peras al olmo. No busque complicadas etimologías griegas o arameas, ni disquisiciones arqueológicas para llegar a la fuente última del texto bíblico. El texto supone todo eso y solo quiere librar al mensaje evangélico de todos los 7
aditamentos y la excesiva erudición que a veces lo único que hacen es distraer, dificultar la llegada al meollo del mensaje evangélico. Eso es lo que quiere el autor: ir al meollo del Evangelio, que es donde está el verdadero alimento espiritual, lo que proporciona al alma el gusto y el sabor. Santiago se parece más al catequista, que procura hacer llegar el mensaje en toda su pureza al oyente o al lector. Lo confiesa desde el principio: «Mi voluntad es catequética». Esto explica el carácter cristalino del texto y el tono familiar de la conversación. Por eso el título es tan acertado: Conversaciones con María. Porque esto es lo propio de la catequesis: conseguir un discurso o un texto libre de todo aditamento académico, de toda erudición sobrante, de todo adorno que distraiga en vez de ayudar a la concentración. Hay tan pocos obstáculos de este tipo en el texto que presentamos, que uno se deja llevar suave y fluidamente por la corriente y, cuando se da cuenta, ya está al final y hasta se queda con ganas de más. El autor dice ser «un curioso de la persona de María». No es extraño. La María del Evangelio es una figura seductora y entusiasmante. Ahí nació la idea de escribir este libro: la curiosidad por la persona de María. Pero hasta el mismo autor se vio sorprendido a medida que avanzaba en su trabajo. Atraído por María, resultó que al final acabó centrando la atención en Jesús. Bueno, tampoco debería haber motivo para tanta sorpresa, puesto que la María del Evangelio casi siempre se queda en la sombra para que su hijo Jesús pase a primer plano: «Haced lo que Él os diga». Todo lo que es evangélico lleva a Jesús. Y María es más evangélica que nadie.
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El autor nos ofrece una secuencia bien estructurada de escenas evangélicas que resumen muy bien el itinerario de Jesús, sus enseñanzas, su vida social, su desparrame de misericordia con los necesitados, su trato íntimo con sus íntimos, su palabra oportuna en cada ocasión y para cada oyente, sus encuentros más cordiales y los conflictos más virulentos con los que no soportaban tanta bondad… Van apareciendo por orden y sin tarjeta de invitación todos los personajes del Evangelio. Cada uno recibe el trato y la palabra cálida y sanadora de Jesús y, si es necesario, la palabra crítica y denunciadora. Y lo cuenta con un candor sin igual Juan, el que bebió confidencias recostado en el pecho del Maestro. Y a Juan le ayuda María con sus preguntas y con sus recuerdos. Lo más impactante del relato son sin duda los recuerdos de María, evocando la convivencia hogareña con su hijo. ¡Cuánto amor el de María, incluso, como ella misma reconoce, a veces sin entender nada! Pasa siempre. Lo más impactante es el relato de la madre cuando babea hablando de su hijo. ¡Qué imagen tan humana de Jesús se va desvelando a lo largo del texto! Esto sí que es pura encarnación o humanización de Dios. Pero, a través de un Jesús tan humano se abre un horizonte enorme de trascendencia, de divinidad. Jesús andaba en otra onda: había voces que solo Él podía oír. El texto no se ahorra el final afrentoso del Maestro. María no quiere perderse ni un detalle de ese final. Pide a Juan, su hijo adoptivo o adoptado al pie de la Cruz, que le cuente hasta el último detalle, aunque tenga que escucharlo María con el alma o el corazón partido por medio. Estaba advertida por el anciano Simeón desde hacía mucho tiempo. «¿Cómo fue?», insiste María una 9
y otra vez. Y Juan le va relatando los detalles más dolorosos del final. Pero, gracias a Dios, y nunca mejor dicho, Jesús termina resucitando. Es el gran milagro, el definitivo. Lo decía un grafiti en un muro de una gran ciudad: «Resucitó… de milagro». Este es el gran mensaje capaz de devolver el aliento a la madre y la esperanza a sus seguidores. Ahora María puede ya irse en paz, porque los ojos de su fe han visto a su Hijo glorioso y resucitado. Lector, no te entretengo más. Como decía mi abuela, «ascape», que significa «ya», «rápido», comienza a leer y no te detengas. Como me ha sucedido a mí, te sucederá a ti: al final tendremos que dar las gracias a Santiago Chivite Navascués por habernos regalado un relato de los Evangelios con tanto sabor evangélico. Roma, 15/06/2018 Felicísimo Martínez, O.P.
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La Anunciación María dejó a un lado la labor, mientras se frotaba las sienes para descansar la presión sobre sus ojos del esfuerzo de coser. Tomó un paño húmedo y se refrescó cara y manos. En un lado de la mesa Juan Zebedeo preparaba la tinta para escribir. De vez en cuando leía algo en pergaminos sueltos que tenía ante los ojos. - Oye, madre ‒dijo Juan‒. Muchas veces me pregunto si entendías a Jesús, su forma de ser, su modo de comportarse habitualmente. - Las vivencias con mi hijo siempre fueron como trascendentes, solemnes, llenas de múltiples significados. Era complicado vivir continuamente sabiendo que algo excepcional pasaba ante mis ojos, sin que yo entendiera del todo lo que sucedía. Confié siempre en Él, eso sí, porque, en el fondo, como todas las madres, quise mucho a mi hijo y aceptaba todo lo que venía de Él. - Por cierto, María, ayer me dijiste que hablaríamos sobre cómo te llegó el anuncio de que habías sido elegida para engendrar a Jesús. María suspiró y miró a Juan con cariño. Le contó que por entonces vivía en Nazaret, una pequeña y desconocida aldea galilea, una población que nunca apareció en los libros sagrados judíos. Vivía en una casa baja, de paredes de adobe y piedra, con el tejado hecho de ramas secas y arcilla y con el suelo de tierra apisonada. 19
- Aquel encuentro con el ángel, hace casi treinta y cinco años, cambió toda mi vida. - ¿Cómo ocurrió exactamente? - Recuerdo con todo detalle que yo estaba tranquilamente en casa, sola, cosiendo y recitando salmos aprendidos en la sinagoga. De pronto, oí unas como ráfagas rápidas de viento que entraban por el ventanuco de la habitación. Miré y solo vi luz, mucha luz, pero una luz que no molestaba. Me pareció que el cuarto se agrandaba y toda la pared de un lado de la habitación quedaba abierta al resplandor de la calle. - ¿Viste a alguien, madre? - Al principio no vi a nadie. Sentí una voz dulce y clara que me llamaba «María, María»… Miré hacia la luz mientras dejaba a un lado la labor. «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo» (cf. Lc 1,26ss), escuché. Yo me quedé desconcertada, sin saber qué estaba pasando allí, quién me hablaba, qué quería decir ese saludo, a qué venía. El ángel, que se llamaba Gabriel, dijo: «No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios». Me llamó por mi nombre y me dijo que Dios me conocía, que me amaba especialmente y que por eso me había escogido para destinos muy altos. - ¿Qué sentías por dentro? - Aunque yo seguía sin saber si debía hablar o callar, no estaba angustiada. Te confieso que desde el primer momento sentí una paz inmensa, una paz silenciosa. «Concebirás en tu vientre y darás a luz a un hijo, y le pondrás por nombre Jesús», añadió el enviado. Recuerdo que incliné la cabeza, como bajo un dulcísimo abrazo interior. Y Gabriel siguió dándome detalles de cómo sería
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mi hijo, me aseguró que el Señor Dios le daría el trono de David y que su reino no tendría fin. - El caso es que aceptaste sin reservas lo que el ángel te proponía. - Ante este encargo sobrenatural, ¿qué podía hacer yo? ¿Qué hubieras hecho tú, Juan? - Pues echarme a temblar. - Pues yo no, fíjate, y eso que todo era inmensamente extraordinario. Yo, una humilde mujer, al fin y al cabo, fui a lo práctico. - En ese momento tú estabas prometida a José, pero no te habías casado aún con él. - Efectivamente. Pregunté al ángel cómo sucedería lo que anunciaba, pues no estaba casada aún. Gabriel extendió sus dos manos hacia mí y sonrió levemente: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la fuerza de Dios te cubrirá con su sombra» (cf. Lc 1,35), dijo. Y pensé: Espíritu Santo, sombra, fuerza de Dios... No sé bien qué quieren decir esas palabras, pero a lo mejor no me corresponde a mí entenderlas. «María ‒añadió el ángel‒, el Santo que va a nacer de ti será llamado Hijo de Dios». Lo dijo literalmente así, Juan. Y me dijo que mi prima Isabel se había quedado embarazada, pese a su edad, y que, aunque era estéril, estaba ya de seis meses. - Sigue, María. - Llegados a ese punto yo, María, una joven nazarena, la hija de Joaquín y Ana, una mujer sencilla, muy religiosa, me quedé como rendida ante aquellos acontecimientos que evidentemente eran de origen divino. Caí de rodillas, abrí los brazos, miré a Gabriel, que estaba esperando, atento: «Aquí está la esclava del Señor; hágase 21
en mí según tu palabra (Lc 1,38), dije. Y callé, mientras él desaparecía y dejaba mi cuarto impregnado del olor de su luz. De pronto, María se detuvo y se estiró un poco, enderezando la espalda, que se le había quedado un tanto rígida. - Me has preguntado muchas veces qué entendí yo de todo aquello. Pues la verdad es que poco, Juan. Me anunciaban que iba a quedarme embarazada, pese a no tener marido legal, y la única explicación era que había sido elegida por Dios, que Dios me necesitaba para realizar por medio de mí lo que el pueblo judío venía soñando desde el comienzo de nuestra historia. María paró un momento e hizo un gesto a Juan de que esperase. Continuó después de unos instantes de emoción. - Pensaba: ¿cómo explico yo a la gente que mi embarazo no es producto de lo que todos puedan suponer, sino de la elección divina? ¿Quién me va a creer? Ser madre de Dios… ¿quién es capaz de imaginar una situación como esa? María limpiaba ahora el candil mientras hablaba. - Recuerdo que cuando se marchó el ángel, me levanté y salí al patio común de nuestra casa y miré por si alguien había oído algo, por si había algún tipo de movimiento. Por si se oían voces. Pero no. El patio, que compartíamos con tres familias más, permanecía en silencio. Allí estaba el pequeño molino donde las mujeres triturábamos el grano y el horno, donde todos los vecinos cocíamos el pan. Los aperos de labranza permanecían apoyados, como siempre, en las paredes y ningún niño estaba jugando por allí, ni nadie se asomaba por ninguna ventana. 22
Getsemaní María colocó un cojín de lana en el poyete y se sentó junto a Juan, ocupado en lijar y encolar una banqueta. La tarde languidecía, reflejada en la cúpula dorada del templo de Jerusalén, que resplandecía al otro lado de la ventana de la habitación. - Juan ‒dijo María‒, ¿te puedes creer que aún recuerdo cada detalle de lo que pasó aquel jueves terrible, víspera de la muerte de mi hijo? - Y yo, madre. Te aseguro que lo veo como si estuviera sucediendo ahora mismo. - La verdad ‒continuó María‒ es que debí darme cuenta de que la Pascua del Séder iba a ser ese año algo poco convencional, sobre todo por el detalle con que Jesús preparó la celebración: os envió con tiempo a acondicionar la sala en que íbamos a celebrarla (cf. Lc 22,7ss) y se preocupó de precisar la hora y el lugar exacto. - Pedro y yo llegamos a Jerusalén, donde nos dijo Jesús que encontraríamos a un hombre llevando un cántaro de agua, que le siguiéramos y dijéramos al dueño de la casa que el Maestro preguntaba por la habitación en la que iba a celebrar la Pascua con sus discípulos. Así sucedió: nos enseñaron una sala grande en el piso superior, amueblada con divanes, y allí nos pusimos a preparar todo. - Siempre me he preguntado si alguno de vosotros, antes de que sucediera, sabía que Judas iba a entregarle.
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- Pedro y yo lo supimos cuando Jesús nos lo dijo durante aquella cena. - ¿Y por qué no lo impedisteis? - Porque Jesús no nos lo permitió y, como notamos que cuando salió el traidor el Maestro descansó, creímos que el peligro había pasado. - Me comentaron ‒dijo María‒ que Judas se fue derecho al templo, escondiéndose en las callejuelas para que nadie le reconociera. Allí le estaban esperando los que perseguían a mi hijo. Llevaban ya días siguiendo a Jesús, e incluso estuvieron a punto de detenerle cuando echó a los mercaderes del templo. Pero no se atrevieron por miedo a que el pueblo se les enfrentara. - Como recuerdas, fue durante la cena ‒contó Juan‒ cuando Jesús nos confesó en un aparte que había deseado ardientemente estar con nosotros antes de padecer, porque sería la última vez. Juan añadió: - Aquella cena fue especial, María, muy especial. Estábamos todos junto a Él y junto a ti. Jesús habló mucho, con emoción, lentamente, con frases llenas de cariño unas y misteriosas otras, que entonces no entendimos bien. Habló de que se iba al Padre pero que no nos dejaba solos; insistió en que no nos apenáramos, que volvería para llevarnos con Él. Y organizó nuestros encuentros futuros, alrededor de la celebración del pan y del vino: «Haced esto en memoria mía» (Lc 22,19), dijo. Recordó Juan que en un momento determinado respondió a Felipe, que le pedía que les mostrara al Padre, que verle a Él era ver al Padre.
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- Y añadió Jesús: «No os dejaré huérfanos». También insistió en que no se turbaran ni acobardaran nuestros corazones: «Mi paz os dejo, mi paz os doy, no como la da el mundo», dijo también. - Cuando por fin salisteis del comedor ‒dijo María‒, un chico me contó que os habíais ido paseando hacia Getsemaní, que ibais cabizbajos y tristes y que apenas hablabais entre vosotros. - Solíamos ir a aquel huerto con Jesús porque estaba cerca, al otro lado del torrente Cedrón. - Mi hijo os pidió que orarais mientras Él se adentraba un poco más, acompañado de los tres de siempre: tú, Santiago y Pedro. Y os dijo que os quedarais allí y orarais, pero os quedasteis dormidos. A todos os venció el sopor de la hora y la digestión de la cena. Juan no respondió a María. Se quedó con la mirada perdida entre las primeras sombras de la noche, y de sus ojos cayeron, sin él quererlo, unas lágrimas. - Si hubiéramos aguantado despiertos ‒siguió Juan, como hablando para sí mismo‒ hubiéramos visto todo lo que le ocurrió esa noche a Jesús, que sabemos porque nos lo contó un muchacho que nos siguió a escondidas. - Al parecer ‒dijo María‒ Jesús se puso de rodillas y, deshecho de dolor, pidió al Padre que pasara de Él ese cáliz. Así lo dijo. Luego supimos que se refería a todos los sufrimientos y desprecios que le esperaban. Mi hijo estuvo un buen rato rezando, apoyado en una roca, como sosteniéndose para no caer. - En un momento determinado ‒reconoció Juan‒ volvió y, al comprobar que estábamos dormidos, nos recriminó que no hubiéramos sido capaces de vencer el sueño y rezar. 127
- Reanudó la oración ‒continuó María‒, cada vez más angustiado, volvió a pedir a Dios que pasara de Él todo lo que le venía, pero rogó que no se hiciera su voluntad sino la de Yahvé. Y sudó sangre, lo que, según me contó Lucas, que como sabes es médico, fue debido a la angustia que pasó. Mi pobre hijo, todo un hombre, sufriendo tremendamente y yo sin poder hacer nada por Él. Me dijeron que un ángel bajó del cielo y se colocó a su lado y que le abrazó mientras le confortaba. Juan recordó que, en medio de la noche, se oyeron ruidos de gente que se aproximaba con antorchas en las manos. Algunos iban armados con espadas y palos. Eran criados del Sanedrín, acompañados por soldados romanos. - Jesús nos mandó ponernos en pie: «Levantaos, vamos. El que me entrega llega ya» (Mt 26,46), dijo. Venían a por Él. Algunos pusieron sus antorchas cerca de nuestras caras porque buscaban a Jesús y no le reconocían en medio de la noche. Contó Juan que Jesús se dirigió a la turba y dijo: «¡Habéis venido a prenderme como a un ladrón, con espadas y palos! Todos los días estaba sentado en el templo y no me prendisteis» (Mt 26,55). - ¿Y qué hizo exactamente Judas? ‒preguntó María. - Se acercó y le dijo a Jesús: «Hola, Maestro». Y le besó. «Judas, ¿con un beso entregas al hijo del hombre?», le respondió Jesús. Fíjate si Él sabía lo que iba a pasar. Entonces, dirigiéndose a los que le buscaban, les preguntó a quién venían a prender y ellos respondieron que a Jesús Nazareno. «Yo soy», dijo. La cuadrilla se asustó y retrocedió; algunos hasta cayeron al suelo. Y añadió Jesús: «Si me buscáis a mí, dejad que estos se vayan» (Jn 18,8). 128
- Me han contado que hubo una trifulca. - Así fue, María ‒reconoció Juan‒. Entonces comenzó una refriega y algunos apóstoles echaron mano de las espadas. Pedro incluso cortó la oreja a un criado del sumo sacerdote, delante de mis ojos. Jesús ordenó a Pedro que guardara la espada «porque quien a hierro mata a hierro muere» y tocó la oreja al criado y le curó. Fue su último milagro antes de ser crucificado. El joven que les seguía escondido, cubierto solo con una sábana, lo vio todo. Le descubrieron y le quisieron apresar, pero él, soltando la sábana, huyó desnudo. - Está claro ‒continuó María‒ que mi hijo se entregó. Sabía con toda certeza el nombre del traidor y el momento de la traición. No solo lo sabía, sino que lo había anunciado horas antes. Y no huyó. Estaba esperando a los que venían a detenerle. Ahora me doy cuenta. Fue hacia el suplicio sabiendo que iba a morir. María recogió la labor que tenía en las manos, dobló unos paños y continuó: - Conocía todo con tanto detalle que en un momento determinado pidió a su Padre que pasara de Él ese dolor. Y pese a todo eso, superada su angustia, acató lo que le iba a venir. Tuvo claro su papel. Aceptó el dolor próximo y empezó a andar Él solo el camino de su propio calvario, que le llevaría de juez en juez hasta la condena a muerte y a la ejecución en una cruz. ¡Qué fuerza tuvo mi hijo, qué serenidad para seguir adelante en medio de la más amarga soledad! María se puso en pie y abrazó a Juan, que la escuchaba asombrado. ¡Hijo mío! ‒suspiró. 129
Índice Prólogo............................................................................. 7 Introducción..................................................................... 11 La Anunciación................................................................ 19 Visita a Isabel................................................................... 23 Nacimiento de Jesús......................................................... 27 Los magos de Oriente...................................................... 33 Huida a Egipto................................................................. 39 José................................................................................... 45 Mi hijo Jesús.................................................................... 51 Juan el Bautista................................................................ 59 El templo.......................................................................... 67 Juan Zebedeo................................................................... 73 María................................................................................ 79 Mujeres............................................................................ 87 Mensaje de Jesús.............................................................. 93 Amigos............................................................................. 103 Maestro............................................................................ 109 Simón Pedro..................................................................... 117 Getsemaní........................................................................ 125 Muerto y sepultado.......................................................... 131 Resurrección.................................................................... 143 Judíos y gentiles............................................................... 151 María se va....................................................................... 159 Bibliografía...................................................................... 165
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