Me llamo Meriam

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Antonella Napoli

ME LLAMO MERIAM


Ni en ese momento ni nunca Cuando, una calurosa mañana de mayo, el juez pronunció la sentencia que me condenaba a cien latigazos por adulterio y a muerte en la horca por apostasía, no imaginé que iba a convertirme en un símbolo ni aspiraba, ni mucho menos, a convertirme en uno. Me interesaban tan solo mi fe y el respeto por los principios con los que me había criado y en los que creía firmemente. Sabía, es cierto, que decenas, tal vez centenares, o incluso miles de personas en todo el mundo esperaban el veredicto del tribunal conteniendo la respiración, y a la mayoría de ellos les costaba creer que una mujer de veintisiete años, embarazada y madre de un niño, se arriesgara a morir antes que renegar de su propia religión. A pesar de los esfuerzos diplomáticos por parte de Estados Unidos, Gran Bretaña y Holanda, que presionaban al gobierno de Sudán para que se respetase el derecho a la libertad de culto, dentro del cual se incluía el cambio de profesión religiosa, derecho recogido tanto por las legislaciones internacionales como por la Constitución del país, el juez no estaba dispuesto a dar marcha atrás. Al comienzo del proceso, Daniel, mi marido, sudanés de nacimiento pero con ciudadanía estadounidense, estaba plenamente convencido de que se trataba tan solo de un gran malentendido. Sin embargo, con el paso del tiempo, tuvo que enfrentarse a la intransigencia de las autoridades locales, a la indolente y dura actitud encarnada a la perfección por el presidente del Parlamento, que 7


había respondido al llamamiento de los embajadores con una indiferencia cercana a los límites de la «grosería» diplomática, indicando, sencillamente, que el poder judicial era autónomo y distinto del político. En resumen, que no iba a haber ninguna intervención por parte del gobierno. Poco o nada importaba que las acusaciones en mi contra se basaran en la denuncia que había formulado un perfecto desconocido, un hombre que decía ser mi hermano, pero al que yo no había visto en toda mi vida. Mi versión de los hechos no contaba, y como yo ignoraba que era hija de un musulmán (mi padre nos había abandonado a mi madre y a mí cuando yo tenía tan solo seis años), había cometido, además, apostasía: en los países musulmanes la religión se transmite por línea paterna, y el hecho de que yo conociera más o menos la religión de mi padre, y aun así hubiera sido educada en la fe cristiana desde niña, no me hizo menos culpable: la sharia no eximía de la culpa por ignorancia. Además, al haberme casado con un cristiano, era culpable de adulterio: una mujer musulmana solo puede casarse con un musulmán; el matrimonio con un hombre de otra confesión religiosa no solo no se admite, sino que es punible. Un poco antes, una delegación de la Asociación de Eruditos Musulmanes (Muslim Scholar Association), compuesta por un imán y representantes religiosos locales, me habían visitado en prisión. No fueron agresivos ni se comportaron de forma amenazadora, pero sí fueron apremiantes. Me dijeron que podían influir en el tribunal, me invitaron a recitar algunos pasajes del Corán con ellos y afirmaron que el islam era la religión más justa 8


y compasiva, y que si abrazaba el culto a Mahoma sería recompensada con una vida llena de satisfacciones. Después de haberme condenado, el juez Abbas Mohammed Al-Khalifa suspendió la sentencia y me ofreció una especie de trato: «Te damos tres días para convertirte al islam», dijo. «Si lo haces, olvidaremos tu condena». Setenta y dos horas más tarde, el 15 de mayo de 2014, se reclama mi presencia. Fue un momento difícil, el más duro desde que tres meses antes, el 17 de febrero, la policía llamara a mi puerta y me condujera a la cárcel junto con mi hijo. El juez, un hombre vestido de negro, con una expresión dura, incapaz de ninguna emoción y, mucho menos, de sentir empatía, me preguntó qué es lo que había decidido, que si había considerado la oferta que me habían hecho. Dije que no. Él insistió. Estuvimos así unos cuarenta minutos, pero yo no dudé ni un solo instante: sabía a lo que me arriesgaba, y qué obtendría si aceptaba su ofrecimiento, pero no podía traicionar mi religión, que me había hecho ser quien era y que daba sentido a mi vida. La fe era mi fuerza, mi apoyo, la luz que iluminaba los momentos más oscuros. Estaba segura de que el Señor no me había abandonado, y que estaría a mi lado hasta mi último respiro. Mientras leía la sentencia, el juez Al-Khalifa subrayó el hecho de que me había concedido tres días para abjurar del cristianismo y que yo me había negado. Por ello, concluyó que por no haber aceptado el ofrecimiento del tribunal y no haberme convertido al islam, merecía un duro castigo. Escuché sus palabras sin bajar la mirada, mientras fuera del tribunal un grupo de extremistas escuchaba la 9


sentencia y lo celebraban exclamando «Allah Akbar», «Dios es grande». En ese momento no sabía que era un símbolo, ni me importaba. Solo pensaba en mi esposo, en el pequeño Martin y en la vida que crecía dentro de mí. Pensaba que bastaba con pronunciar dos palabras para salir de aquella pesadilla y regresar a una vida normal. Pero no quise pronunciarlas. Ni en ese momento ni nunca. Prefería soportar cualquier condena por defender mi dignidad y proteger la libertad de escoger y creer en la religión de cada uno. Fuese la que fuese. (Extracto de la entrevista con Meriam Yehya Ibrahim Ishag, Jartum, 2 de julio de 2014/Roma 28 de julio de 2014).

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los habían alojado temporalmente, estaba en penumbras, y Meriam los miraba a todos y escuchaba su respiración. Era libre. Todavía no podía creerlo. Sabía que ese momento llegaría, lo esperaba, pero ignoraba que fuera a llegar tan pronto. Había sido una gran sorpresa. Como lo había sido también descubrir que aún estaba en peligro, que mientras permaneciera en Jartum cualquiera podría hacerle daño, a ella o a su familia. En Estados Unidos habría sido distinto, no habría tenido que pasar la noche escondida en casa, sino que habría podido pasear bajo un cielo estrellado y respirar la magia del instante. Sí. ¿Cómo sería el cielo en América? ¿Y cómo sería vivir tan lejos de su tierra? Meriam no quería abandonar Sudán. Amaba sus aromas, sus colores, sus sonidos. Formaban parte de ella. Sabía que los echaría terriblemente de menos. Pero si quería vivir, no tenía otra alternativa. ***

«¡Miriam es libre! ¡El tribunal de apelación ha anulado la sentencia!». Khalid no conseguía ocultar su emoción. Tanto él como los activistas de Sudan Change Now habían luchado con uñas y dientes para alcanzar ese resultado, habían dedicado su tiempo y su energía a ello: y saber que había merecido la pena, que lo habían conseguido, les llenaba de una abrumadora satisfacción. Yo entendía y compartía su felicidad. Pero traté de no dejarme llevar por el entusiasmo, de mantener los pies en el suelo. No podía creer que todo había terminado: hasta que estuve segura de que Meriam había salido de la prisión y estaba a salvo no me quedé tranquila. 65


La encargada de hacer pública la decisión del tribunal sudanés, que había ordenado su puesta en libertad, había sido la agencia de prensa estatal Suna. Una fuente fiable. Pero no era suficiente para mí. Yo necesitaba que Daniel o alguno de los abogados me lo confirmaran. Después de un par de llamadas perdidas, Mohamed contestó por fin y me confirmó que Meriam ya no estaba en prisión, y que los jueces comunicarían las razones de su puesta en libertad al día siguiente. «No me importa ninguna de sus razones, lo importante es que ha salido…–dije aliviada–. Ahora es el momento de celebrarlo». Mohamed se rió entre dientes, pero luego comenzó a hablar en un tono distinto, inesperadamente serio. «Espera un poco antes de celebrar nada» dijo, y añadió que estaba preocupado por lo que podía pasarle después, ahora que Meriam estaba ya en libertad. Los supuestos familiares eran una verdadera amenaza. En particular Al-Hadi, el hermanastro, cuya existencia Meriam desconocía hasta que, sin aviso previo, la había arrastrado hasta los tribunales. Yo seguía preguntándome por qué, a pesar de que las pruebas habían demostrado lo contrario, seguía sosteniendo que la historia de Meriam era inventada, que había traicionado la fe del padre y que debía afrontar su culpa. Y aunque hubiera demostrado estar en lo justo, ¿cómo podía sentir tanto odio hacia su hermana? ¿Cómo podía desear que muriese? Si bien me parecía absurdo que alguien de su misma sangre quisiera verla ahorcada, no me sorprendía que muchos, demasiados en Jartum, quisieran verla ejecutada. Comprendí desde el primer momento el profundo resentimiento que sentía el mundo islámico. Ella no 66


era consciente de ello. Desde el día que se pronunció su sentencia, estaba decidida a ir hasta el final porque sabía que estaba en lo justo. Cinco meses de cárcel no la habían doblegado y, si la condena no hubiera sido anulada, habría tenido que soportar la cárcel para hacer valer sus razones.

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sino que le había iluminado el camino, cuando la oscuridad era más negra y le faltaba casi el aliento. ***

Pasé un día infernal. Desde el punto de vista emocional, debido a la incertidumbre sobre el destino de Meriam, y desde el punto de vista práctico. No sé cuántas veces hablé, por medio de mensajes o llamadas de voz, con sus abogados. Y ellos siempre me contestaban lo mismo: «aún no sabemos nada» y «os mantendremos informados». Las noticias se sucedían, se mezclaban, se contradecían unas a otras; era un continuo pasar de la esperanza al miedo, de la angustia a la ilusión. Me sentía como una náufraga en medio de una tempestad, y cada vez que avistaba tierra llegaba una ola y me lanzaba lejos. El embajador Barucco era uno de los pocos puntos firmes, un puerto seguro y sereno: había estado junto a Meriam desde el primer minuto, así que no iba a abandonarla ahora, después de todas las dificultades que habíamos atravesado y cuando estábamos a pocos pasos de la meta. Actuaba al unísono con el viceministro Pistelli, que en esos días comenzaba su viaje por África y llevaba a cabo una delicada tarea de relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y Sudán que, decía, no tenía el más mínimo interés en prolongar y con quien, ni mucho menos, deseaba buscar un enfrentamiento. «Todos queremos lo mismo», decía, «la liberación de Meriam. Solo tenemos que saber cómo conseguirla». Mohamed llamó de nuevo a las diez de la noche: «Lo hemos conseguido –dijo en un tono que revelaba 78


satisfacción pero también la fatiga acumulada–, la familia de Wani está en la embajada». Me explicó que Estados Unidos se había dejado de preámbulos y había recibido a Daniel, que era ciudadano americano, y a su familia en su sede diplomática. Era una señal fuerte y clara, un paso tangible hacia la dirección correcta. «Espera –añadió–, hay alguien que quiere hablar contigo». «¿Qué?». Me pilló por sorpresa. Pero la voz que comenzó a hablar al otro lado de la línea me dejó totalmente sin palabras. Hasta aquel momento no la había oído hablar nunca. En directo, me refiero. Conocía sus palabras, había leído las transcripciones del proceso y había visto imágenes en internet y en la televisión. Pero nunca habíamos hablado directamente. Aunque se avergonzaba de su inglés, aunque le resultaba difícil ponerse en pie y tenía el corazón y la mente destrozados, aunque estaba desmotivada y enormemente desilusionada, Meriam tenía muchas ganas de hacerlo, de darme las gracias en persona y de hacerme entender lo importante que había sido mi implicación y la de las personas que habían estado junto a ella con palabras, hechos y oraciones. La escuché más con el corazón que con la cabeza, y sus palabras, pronunciadas en un inglés lento, eran como las piezas de un puzle que encuentran el lugar que les corresponde y dan sentido al conjunto. Su voz reflejaba toda la fatiga y la alegría que habíamos experimentado. Y esto nos hacía estar aún más cerca. También Daniel quería hablar conmigo, para darme las gracias y decirme lo feliz que era. Pero él también 79


actuaba con precaución. Aparte de la alegría que sentía por estar de nuevo con su mujer, sabía que el gobierno haría todo lo posible por obstaculizar su partida: la redada que les había bloqueado el acceso al aeropuerto no había sido una iniciativa de una misión oculta, sino que había sido autorizada, probablemente por el propio régimen. «La harán sufrir –suspiró– hasta el último momento».

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20 Las últimas veinticuatro horas en Italia estuvieron repletas de compromisos y, sobre todo, de emociones: las últimas compras en el centro comercial, la visita de Lapo Pistelli, la despedida del personal del campus y, en especial, la fiesta de despedida con oficiales y agentes de la unidad de operaciones. Fue conmovedor: el comandante y el resto de los agentes brindaban con la familia, se abrazaban, se deseaban lo mejor… Daniel y Meriam, que estaban convencidos de que después de su encuentro con el Papa no experimentarían jamás una vivencia tan emocionante como aquella, comprendieron que se habían equivocado: esas miradas, esas sonrisas, eran la prueba fehaciente de que la vida ofrece siempre una ocasión para la redención, que nunca dejaba de sorprenderlos o, más banalmente, que el bien es más fuerte que el mal. Las maletas estaban listas, los documentos también… En ese momento lo único que había que hacer era esperar el coche que los llevaría hasta el aeropuerto. Una nueva espera, una espera totalmente diferente. Decidieron esperar en el jardín, la familia Wani y sus ángeles custodios, que -como había prometido el comandante Mainardi- los escoltarían hasta la pista del aeropuerto. Daniel, que llevaba puesto el traje gris oscuro que le habían regalado y la corbata, parecía un hombre de negocios. Meriam, con un vestido de flores, 131


una chaqueta blanca, el pañuelo de siempre y el cabello recogido, parecía una reina. Llegaron a Fiumicino alrededor de las 10:00 y se dirigieron al mostrador de American Airlines, donde se encontraron con el médico y los dos militares, quienes les echaron una mano con los controles y el check-in que, gracias a ellos, fue rápido y sencillo. El comandante Mainardi y sus agentes los acompañaron no solo en la pista, sino hasta el interior del avión, y se aseguraron de que localizaban sus asientos y de que la tripulación los trataría bien. Era una escena insólita, surrealista. Una forma ideal de decirse adiós, algo típicamente italiano. Meriam estrechó a Maya contra su pecho y cerró los ojos. Suspiró: todo había terminado. Ahora había que comenzar de nuevo. ***

Cuando el avión se deslizó por la pista y despegó, sentí que una parte de mí se iba con ellos. Sí, me sentía aliviada de que se fueran, representaba la realización de un sueño que habíamos perseguido y por el que habíamos luchado. Pero, al mismo tiempo, me sentí sola, vacía. Meriam y Daniel se habían convertido en una presencia constante, cotidiana, en mi vida. Con el paso del tiempo habíamos compartido esperanzas, temores, lágrimas, sonrisas, nos habíamos acercado unos a otros y, justo cuando nos habíamos encontrado, debíamos separarnos de nuevo. ¿Cómo sería mi vida sin ellos? ¿Y ellos? ¿Me echarían de menos? ¿Sabrían comenzar de nuevo en un lugar tan lejano del lugar donde habían 132


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