Enzo Bianchi
Para mĂ vivir es Cristo Comentario a la Carta a los Filipenses
Introducción
1. Pablo «Saulo, llamado también Pablo» (He 13,9), es un hebreo de la diáspora, nacido en Tarso en torno al 5 d.C., y descendiente de la tribu de Benjamín (cf Rom 11,1; Flp 3,5); su formación es la de un fiel observante de la ley mosaica; es un hombre muy bien formado desde el punto de vista intelectual y religioso, fino conocedor de la Escritura y de la tradición oral de su pueblo, perteneciente a la corriente farisaica (cf He 23,6; 26,5; Flp 3,5). Pero el rasgo que sin duda lo distingue –y que marcará su misma experiencia cristiana– es la intensidad con la que vive su pertenencia religiosa: tiene una relación apasionada con el Dios vivo, el Dios de los padres, está, por decirlo de algún modo, devorado por la fe en el Dios único y «lleno de celo por Dios» (He 22,3), hasta el punto de parecer en determinadas ocasiones radical, rigorista y muy exigente, tanto consigo mismo como con los demás. Es, pues, fácil comprender cómo, una vez que entra en contacto con el movimiento de Jesús, su primera reacción sea la de odiarlo, considerándolo una amenaza para las tradiciones de los padres (cf Gál 1,14); Pablo desprecia a los primeros seguidores de Jesús y siente el deber de perseguir encarnizadamente al nuevo «camino» y a sus adeptos (cf He 8,1-3; 9,1-2; Gál 1,13; Flp 3,6). Es preciso comprender en toda su profundidad el odio de Pablo a los primeros cristianos: si Jesús se había proclamado consciente de su vida y de su predicación hasta el punto de afirmar: «Dichoso el que no se escandalice de mí» (Mt 11,6; Lc 7,23), Pablo experimenta hasta el fondo 7
este escándalo, escándalo que se trueca en feroz horror por un Mesías que muere, según la Escritura, como maldito: «Maldito el que está colgado en un madero» (cf Gál 3,13; Dt 21,23). Y en torno al 35 d.C., en esta situación de aversión radical por parte de Pablo, en ésta su insalvable distancia del Señor Jesús, es el Señor mismo el que se acerca a él camino de Damasco derribándolo del caballo y cegándolo con una luz fulgurante: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?». Yo pregunté: «¿Quién eres, Señor?». Y me dijo: «Yo soy Jesús de Nazaret, a quien tú persigues» (He 22,7-8; cf He 9,3-5; 26,13-15). ¿Cómo comentar los relatos que intentan balbucear la ine-fable experiencia de la muerte de Saulo de Tarso y del concomitante nacimiento de Pablo, «apóstol de los paganos» (Rom 11,13), libre prisionero de Jesucristo? Sintetizando al máximo, podríamos decir esto: Pablo experimenta que es amado y llamado por Dios, a través de Jesús, precisamente mientras le odia con todas sus fuerzas, y este hecho deshace todos sus mecanismos de defensa, hasta convertirlo en otra persona: se convierte y empieza a amar apasionadamente a Jesucristo, «su Señor» (cf Flp 3,8). Ser amado cuando uno es bueno o es brillante, es posible y humanamente bastante normal, pero ser amado siendo pecador, cuando está en la oscuridad, es más, en el momento mismo en que se odia al otro, es inaudito; y, sin embargo, esto es precisamente lo que le permitió experimentar a Pablo en su relación con Jesús, lo que le desconcertó hasta cambiarlo. Ésta es la experiencia fundamental de la que él intentará dar testimonio con toda su vida, el verdadero fundamento de su evangelización, expresada así por el apóstol en su plena madurez: 8
«Pues Cristo, cuando aún éramos nosotros débiles, en el tiempo ya establecido, murió por los malvados. Difícilmente habrá quien esté dispuesto a morir por un hombre justo, aunque por un hombre de bien tal vez alguien lo esté; pero Dios mostró su amor para con nosotros en que, siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros. Con mucha más razón, justificados ahora por su sangre, seremos librados por Él del castigo. Porque si, siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por medio de la muerte de su Hijo, mucho más, una vez reconciliados, seremos salvados por su vida. Más aún: nos alegramos en Dios por nuestro Señor Jesucristo, por medio del cual hemos conseguido la reconciliación» (Rom 5,6-11). Todo esto asume una relevancia personalísima para Pablo, el cual, amado de este modo por el Señor, intentará responderle conformándose con su persona a «Jesucristo, y a Jesucristo crucificado» (1Cor 2,2). Y en la Carta a los Filipenses, poco antes de explayarse en una apasionada confesión de su amor a Cristo (cf Flp 3,7-14), el apóstol sintetizará su propia experiencia con estas palabras simplemente vertiginosas: «Para mí vivir es Cristo» (Flp 1,21). 2. La comunidad de Filipos Filipos es una ciudad de Tracia, situada tierra adentro –en la vía Ignacia, importante calzada romana de conexión entre Oriente y Occidente– que debe su nombre a Filipo II, rey de Macedonia, quien, a mediados del siglo IV a.C. la convirtió en una ciudad fortificada. A lo largo de toda su historia gozó de gran esplendor, bien por la existencia de minas de oro y plata en la región, bien por su posición favorable desde un punto de vista viario, comercial y estratégico, constituyendo casi una puerta que desde Europa se introduce en Asia. 9
Precisamente aquí, en los años 49/50 d.C. se funda la primera comunidad cristiana en territorio europeo por obra de Pablo, Silas y Timoteo (cf He 16,11-40). La comunidad de Filipos, tal como aparece en los Hechos de los apóstoles y el epistolario paulino, se configura como una pequeña realidad, compuesta preferentemente por pagano-cristianos. Una pequeña comunidad, pero exquisitamente atenta con el apóstol, el cual a su vez muestra un gran afecto a los filipenses. En efecto, solícitos a las necesidades y peticiones de Pablo, los cristianos de Filipos le envían ayudas en dinero (cf Flp 4,15-16; 2Cor 11,9), mereciendo ser citados por él como ejemplo para los cristianos de Corinto (cf 2Cor 8,1-5); y cuando Pablo es encarcelado, los filipenses le envían a Epafrodito para proveer a sus necesidades (cf Flp 2,25-30; 4,18). No obstante, la carta que les dirige alude a la presencia de algún problema dentro de la comunidad: existencia de rivalidades entre sus componentes (cf Flp 2,1-4), discordia entre Evodia y Síntique (cf Flp 4,2-3), influencia negativa de algunos misioneros judaizantes que han pasado por la comunidad (cf Flp 3,2). En cualquier caso, se trata de cosas sin importancia comparadas con la alegría que los cristianos de Filipos causan a Pablo, quien no duda en calificarlos de «hermanos míos amados y deseados, mi alegría y mi corona» (Flp 4,1). 3. La Carta a los Filipenses Nos encontramos en seguida frente a un problema: el texto de la Carta a los Filipenses, tal como se presenta a nuestros ojos, ¿forma un solo escrito o más bien se trata de la fusión de varias misivas efectuada por otro redactor? Indudablemente, la primera hipótesis presenta algunas dificultades; aquí me detendré sólo sobre la principal. El tercer capítulo se abre 10
con un imperativo: «Alegraos en el Señor» (Flp 3,1), pero inmediatamente después el tono se vuelve severo y polémico: «¡Cuidado con los perros, cuidado con los malos obreros, cuidado con la mutilación!» (Flp 3,2). Y sin embargo en los dos primeros capítulos y en el cuarto nada hace presagiar la cólera vehemente del apóstol. Si según esta y otras observaciones puede resultar plausible la hipótesis de la fusión de dos (J. Gnilka) o tres (J.F. Collange) misivas compuestas en diversos momentos, no obstante, basándose en puntuales y convincentes análisis literarios, la crítica más reciente opina que nuestra carta constituye un texto unitario de segura paternidad paulina. En particular, Philippe Rolland ha descubierto en ella una estructura precisa, en la cual me inspiro, modificando levemente los títulos de las distintas secciones y la subdivisión de la última parte: 1) PREAMBULO (Flp 1,1-11) a) Dirección y saludo: Flp 1,1-2 b) Acción de gracias y oración: Flp 1,3-11 2) LA CONDICIÓN DE PABLO Y DE LA COMUNIDAD DE FILIPOS (Flp 1,12-2,18) a) Pablo entre la muerte y la vida, frente a las intrigas de sus adversarios: Flp 1,12-26 b) La lucha espiritual de los cristianos de Filipos, invitados a tener los sentimientos de Cristo: Flp 1,27-2,18 3) INTERMEDIO (Flp 2,19-30) a) Misión de Timoteo: Flp 2,19-24 b) Envío de Epafrodito: Flp 2,25-30 4) EL ESTILO DE VIDA DE PABLO, MODELO PARA LOS CRISTIANOS DE FILIPOS (Flp 3,1-4,1) a) Pablo, aferrado por Cristo, frente a las pretensiones de sus adversarios: Flp 3,1-16 11
b) Los cristianos de Filipos, imitadores de Pablo, invitados a conformarse al cuerpo glorioso de Cristo: Flp 3,17-4,1 5) EXHORTACIONES CONCLUSIVAS (Flp 4,2-9) 6) EPÍLOGO (Flp 4,10-23) a) Acción de gracias por las ayudas recibidas: Flp 4,10-20 b) Saludos y bendición final: Flp 4,21-23. ¿Dónde se halla la cárcel desde la que escribe san Pablo (cf Flp 1,12-17)? La mayor parte de la crítica opina que este lugar habría que situarlo en Éfeso –prefiriendo tal hipótesis a las de Roma y Cesarea– donde, entre otras cosas el apóstol recuerda haber luchado con las fieras (cf 1Cor 15,30-32): aquí habría redactado la Carta a los Filipenses en los años 53-55 d.C., un poco antes de la segunda a los Corintios. Se trata de una carta breve pero intensa, que se caracteriza por un estilo incisivo y un fuerte valor testimonial; en ella «se siente latir el corazón del apóstol» (J. Murphy-O’Connor) en su situación de cautividad, y los tonos son los de una confesión personal, marcada en algunos momentos por un profundo afecto: «Os llevo en el corazón… os busco ardientemente con las entrañas de Cristo Jesús» (Flp 1,7-8). Si se excluye el paréntesis polémico del capítulo 3, el clima que se respira en la carta es sereno, como demuestra el hecho de que la terminología de la alegría –que comprende el sustantivo «alegría», chará, el verbo «alegrarse», chaírein, y su compuesto «alegrarse juntos», synchaírein– aparece nada menos que dieciséis veces en nuestro texto. Otra palabra clave de la carta es koinonía, «comunión» (Flp 1,5; 2,1; 3,10), que acompaña al frecuente recurso de la preposición sýn, «con-, juntos», utilizada por Pablo para expresar el estrecho vínculo que lo une tanto a los cristianos de Filipos como a Cristo. De este modo el apóstol quiere subrayar ante todo que la vida cristiana se caracteriza por el trabajo conjunto, 12
por una dimensión constitutivamente comunional: como reza un antiguo adagio patrístico, unus christianus, nullus christianus, o sea, ¡no puede haber un cristiano solo! Pablo manifiesta además una relación de adhesión personalísima a Cristo Jesús, hasta llegar a llamarlo –caso único en todo el epistolario– «mi Señor» (Flp 3,8). Más precisamente, los dos ámbitos que acabamos de evocar son estrechamente interde-pendientes: vivir una profunda relación con el Señor, «sentir como Él», significa aceptar hacer esto junto con los hermanos. ¿Cuál puede ser la actualidad de este texto? Creo que en la vida actual de un cristiano, y en particular de quien desempeña en la Iglesia funciones pastorales, resulta más necesario que nunca el mensaje de la Carta a los Filipenses como antídoto contra la idolatría de la «militancia cristiana» o de una creciente «burocratización de los ministerios». En efecto, en nuestra carta la figura del que guía a la comunidad está trazada con rasgos que ponen de relieve su profunda vida interior: lejos de estar caracterizado por un desenfrenado activismo o por el rol de mero administrador de lo sagrado, él encuentra la razón de ser de su vocación únicamente en la «comunión con el Evangelio» (Flp 1,5), que se despliega en su relación con él mismo, con el Señor, con la comunidad. En síntesis, tres simples preguntas me parecen desprenderse de esta carta y que nos llega a nosotros como provocación saludable: • ¿Qué es lo que consideramos realmente una «ganancia» (kérdos: Flp 1,21; 3,7) en la vida cristiana? • Nuestra adhesión a Cristo, nuestro amor por Él, ¿cambia realmente algo en nuestra vida diaria? • ¿Seguimos esperando la vida eterna como comunión plena con el Dios de Jesucristo, de suerte que en nuestros labios tienen aún algún sentido afirmaciones como las de Flp 1,21 y 3,20? 13
Antes de dar la palabra a la carta, que presento aquí en una traducción mía, una última precisión. Este libro es fruto de cursos bíblicos y ejercicios espirituales que he predicado en los diez últimos años; como tal, quisiera ser un instrumento para invitar a sus lectores a leer y meditar esta carta, tratando de extraer de la misma luz para su vida cristiana y para la vida de la comunidad en la que viven. He evitado, a propósito, recargar el texto con notas y referencias eruditas, de modo que la atención del lector se centre en lo esencial; la bibliografía mínima colocada al final del libro pretende suplir tal laguna y sugerir ulteriores profundizaciones para quien quiera efectuar una aproximación histórico-crítica al texto. Por fin, aun inspirándome en la estructura descrita arriba, he distribuido el comentario a la carta en seis capítulos, que corresponden a otras tantas lecciones orales sobre esta joya epistolar, autorizada invitación a «tener los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús» (cf Flp 2,5).
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