Sinfonia de humanidad

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Hermano Michael Davide

SinfonĂ­a de humanidad


Prólogo Humanos, pero bastantes humanos El título de este prólogo evoca un paso importante en la reflexión filosófico-existencial de nuestro tiempo. No es difícil, incluso para quien no está interesado por la filosofía, sentir el eco de un texto fundamental de la reflexión en nuestro Occidente, de Friedrich Nietzsche: Humano, demasiado humano. El filósofo alemán miraba a su alrededor para coger y acoger los profundos cambios que tuvieron lugar en su tiempo, no menos fuertes e inquietantes que los que están sucediendo en nuestros días. En estas páginas no queremos discutir el pensamiento de Nietzsche porque, en ese caso, muchos cerrarían este libro y nos arriesgamos a que tengan razón. Lo que intentamos es dar espacio al «filósofo» que habita secretamente 5


también en nuestro corazón: es este el lugar donde debemos interrogarnos sobre la calidad de nuestro camino de humanización. En realidad, si nacemos como hombres y mujeres en este mundo, llegar a ser humanos es una aventura que coincide con toda nuestra vida. El proceso de humanización, que cada uno de nosotros está llamado a realizar con el estilo propio de una vida reconocida como fiable, se juega a dos niveles: el de la intimidad de la propia conciencia y el de la relación con los otros, donde es más exigente el ejercicio de la libertad. Por esta razón debemos dar la palabra al «creyente», que busca en nosotros los caminos y modos de una fidelidad creativa. De una conciencia cada vez más lúcida nace el ejercicio de una libertad responsable, en cuyo surco maduran actitudes y decisiones que tienen el sabor de lo que comúnmente llamamos «humano».

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No se puede olvidar que en los momentos cruciales de la vida la cosa que más nos interesa, para nosotros mismos y para los otros, es poder decir, al fin y al cabo: «¿Es una persona muy humana?». Por el contrario, lo que tememos para nosotros mismos y para los otros es que se diga: «Es competente, pero es inhumana». O todavía más paradójica suena una expresión como esta: «Es una persona muy santa, pero es inhumana». Con sabia humildad Adriano, a través del corazón de Marguerite Yourcenar, en su libro Memorias de Adriano (editado por La Esfera de los Libros), escribe: Me alegraba que nuestras religiones ambiguas y venerables, purificadas de intransigencias y de ritos inhumanos, nos asociaran misteriosamente a los sueños más antiguos del hombre y de la tierra, pero sin inhibirnos en una explicación «laica» de los hechos, una intuición racional de la conducta humana. Me gustaba, en definitiva, que estas mismas palabras, «humanidad», «felicidad», «libertad», 7


no fueran todavía envilecidas por tantas aplicaciones ridículas.

La moneda acuñada por Adriano somos nosotros mismos, y la palabra clave es: humanitas. Como hombres y mujeres, como discípulos del Señor Jesús, no podemos de ninguna manera eludir continuamente la conciencia de si estamos o no a la altura de esa «imagen y semejanza de Dios» (cf. Gén 1,26) que llevamos dentro de nosotros mismos, como don de una conquista cotidiana. Nietzsche se lamentaba de un mundo «humano, demasiado humano» y tenía sus razones. Pero nosotros, como discípulos de Cristo, que buscan acoger y honrar en la propia vida el desafío del Evangelio, solo podemos suspirar por el deseo de ser tan «humanos», que no podamos considerarnos «nunca demasiado humanos», en el sentido de no serlo nunca lo suficiente. Pero en la medida que se nos acerca o nos toca el miedo, ante los cambios epocales que estamos viviendo, y las nuevas amenazas que sentimos inminentes 8


sobre el mito de nuestra seguridad y sobre nuestro privilegio de formar parte de los más afortunados entre los habitantes de nuestro planeta, no podemos sin duda dejarnos dominar por el miedo que nos encierra en nosotros mismos. No podemos y no queremos obstruir el paso de quienes llaman a nuestras puertas, no para forzarlas, sino para que permanezcan abiertas en una acogida de forma tranquila y sincera. Si equivocarse es humano, es necesario sin embargo un examen de conciencia cotidiano para evitar toda forma de deshumanización. Debemos sin duda empeñarnos, cada día, en ser más humanos y, solo por eso, más hijos de Dios y hermanos de todos y para todos. En su mensaje para la Cuaresma de 2017, el papa Francisco no se ha conformado con exhortar, sino que ha denunciado claramente el peligro más sutil y engañoso que puede anidar en el corazón del creyente: el riesgo de atrincherarse. Retomando la parábola lucana del rico y del pobre Lázaro, el papa Francisco

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ha recordado que: «Lázaro nos enseña que el otro es un don». Toda la vida se nos ha dado para que lleguemos a ser un don para el otro. Parábola musical El papa Francisco, durante la liturgia del Miércoles de Ceniza, después de haber exhortado a los que participaban en la celebración, los ha advertido de un peligro inminente: La Cuaresma es el tiempo de decir «no»; no a la asfixia de una oración que nos tranquilice la conciencia, de una limosna que nos deje satisfechos, de un ayuno que nos haga sentir que hemos cumplido. Cuaresma es el tiempo de decir no a la asfixia que nace de intimismos excluyentes, que quieren llegar a Dios saltándose las llagas de Cristo presentes en las llagas de sus hermanos: esas espiritualidades que reducen la fe a culturas de gueto y exclusión.

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Las palabras del papa Francisco ciertamente no se pueden reducir al tiempo cuaresmal, sino que van dirigidas a aquel proceso constante y global de conversión de una Iglesia en camino y de un pueblo de Dios «en salida» (cf. Evangelii gaudium 20). La toma de conciencia del otro como don y el combate espiritual contra la tentación de aislamiento y de exclusivismo espiritual, son la gracia y el desafío de nuestro momento de Iglesia al servicio de la humanidad. Este es el trabajo espiritual de cada uno de nosotros, si queremos ser dóciles a las llamadas del Espíritu y estar atentos al «grito» (cf. Éx 3,7) que sale desde lo más profundo de nuestro corazón y del corazón de tantos hermanos y hermanas en humanidad. El primer paso es liberarse de la idea de que es suficiente nacer como personas humanas para ser capaces de humanidad. ¡Se puede reafirmar que humanos no se nace, sino que se llega a ser! (cf. Gén 2,7). En la medida que podamos, y aunque algunas veces debamos conformarnos, nunca seremos 11


2 Siete notas de humanidad Hemos descrito el pentagrama necesario para colocar las notas que nos permiten escribir y tocar la música sinfónica de una humanidad compartida. Las melodías son tantas como hombres y mujeres existen sobre esta tierra. Para un discípulo del Evangelio, las siete notas pueden ser identificadas con las virtudes teologales y cardinales: la fe, la esperanza y la caridad, que producen la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza. Estas virtudes son como el mapa de nuestra estructura de criaturas abiertas a la gracia que procede de Dios y que, cada día, nos hace dar testimonio de la lógica y del estilo del Evangelio en el mundo. Un texto del apóstol Pablo (cf. 1Cor 13,11-13) nos puede acompañar en esta aventura.

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Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, razonaba como niño. Cuando llegué a hombre, desaparecieron las cosas de niño. Ahora vemos como por medio de un espejo, confusamente; entonces conoceré de la misma manera que Dios me conoce a mí. Tres cosas hay que permanecen: la fe, la esperanza y el amor. Pero la más grande de las tres es el amor.

Cada uno de nosotros es como un «niño», llamado a crecer para llegar a ser no solo adulto desde el punto de vista biológico, sino cada vez más humano, para sí mismo y para los demás. ¿Cómo no recordar el monólogo de Robert de Niro, en la película La Misión, que retoma este texto paulino? El «humano» que tenemos la gracia de ser por naturaleza, debe crecer a través del camino de una construcción apasionada de una personalidad legible y fiable. ¡A cada uno su camino, a cada uno sus capacidades…! Como discípulos de Cristo, para mantener mejor nuestra humanidad, podemos servirnos de la caja de herramientas

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de las virtudes teologales y cardinales, armonizándolas sabiamente entre ellas. Do. La fe más allá de sí misma Después de más de cuatro siglos del final del Concilio de Trento, solo recientemente, hemos sido capaces de firmar, entre Católicos y Reformados, una declaración común sobre la justificación. Eso no llega en primer lugar por las obras, sino –como subrayaba de forma perspicaz Lutero– por la fe: sola fides. Esto no significa que la fe no necesite de forma urgente y natural, expresarse a través de las obras y de los gestos propios del amor hacia Dios y hacia el prójimo, ¡al contrario! Y sin embargo, ninguna de nuestras obras pueden expresar el misterio de Dios, como el amor que procede de cada acto de amor y lleva a plenitud los anhelos más profundos. Para vivir realmente en esta dinámica es necesario vivir cada día el combate interior, para ser liberados de nuestro egoísmo, cuya raíz remota es la tentación de autosuficiencia. El autor de la Carta a los Hebreos recuerda con realismo: «Todavía no 57


habéis resistido hasta el derramamiento de sangre en la lucha contra el pecado» (Heb 12,4). La fe en Dios llega a ser la raíz de la confianza descubierta en nosotros mismos y en los otros. La confianza que se ha roto en el Jardín del Edén –por instigación de la serpiente que sospecha de Dios, y que genera la misma necesidad de Caín de deshacerse de su hermano Abel– es reconstruida trozo a trozo, con amorosa paciencia, como se hace con un mosaico o con un puzle. Tenemos la idea de la fe como de algo que huele a moho y a sacristía; sin embargo, esa es como el viento que refresca cada mañana nuestra jornada, barriendo las nubes de la desconfianza. Cada amanecer estamos llamados a volver a salir como nuestros padres en la fe (cf. Heb 11), con todos nuestros hermanos y hermanas, con los cuales formamos la caravana humana del éxodo, pasando de las distintas formas de esclavitud a una libertad constructiva. 58


Para empezar con buen pie estamos llamados a hacer un acto de fe en Dios, indisolublemente unido a un acto de confianza en nosotros mismos y en los otros. Como pensaba y enseñaba Lutero hace quinientos años, y recuperando la sugerente imagen de Zundel, la fe no insiste, sino que existe. En efecto, en la fe encontramos cada día nuestro lugar delante del Creador y ante nuestros semejantes, para afrontar los desafíos de la historia con decisión y sencillez. Allí donde pensamos en la fe como algo cerrado y aislado del influjo de la historia, con todas sus riquezas y pobrezas, estamos llamados a descubrir el dinamismo de una fidelidad a Dios capaz de poner alas a la vida, en todas sus exigencias y sus expresiones. De lo que la fe nos libera es de aquel «miedo» (cf. Gén 3,10) que nos empuja a escondernos de la mirada de Dios, hasta hacer madurar en nosotros la violenta necesidad de eliminar la llamada a la acogida, siempre más agobiante, de la diferencia del otro. Es esta llamada la que nos

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obliga a tomar conciencia de nuestra parcialidad y de hacer las cosas con serenidad. Nuestra fe en Dios es auténtica si genera hasta regenerar procesos de «vida» (cf. 1Jn 5,12). Por eso no soporta ninguna forma de segregación del otro, a través del espléndido aislamiento de nosotros mismos en un mundo aparte. Creer en Dios, y creer a partir de aquello que el Señor Jesús nos ha mostrado de su rostro de Padre misericordioso, nos empuja continuamente fuera del templo, de la sacralidad tranquilizadora. Nos obliga a repetir cotidianamente el paso que nos pone en el umbral de la historia, para encontrar y hacernos encontrar por cualquiera que pase delante de nuestra puerta existencial, abierta y sin protección. Quizás hayamos olvidado, y nos arriesgamos a olvidar, la novedad del estilo de la fidelidad bautismal, que está radicada en la lógica del Evangelio: es una fe que se mantiene unida a la vida. Una fe evangélica, que es capaz de vivir las realidades profanas –literalmente: que están fuera del templo– transformándolas en lugar de continua teofanía, a través de una luminosa antropofanía. Por eso la caridad llega 60


a ser la visualización legible de nuestra fe en Dios. La fe, sin duda, empuja siempre más allá de sí misma, para conducirnos más allá de nosotros mismos. En lo concreto de la vida cotidiana Si nuestra fe en Dios nos pone continuamente en la escuela del Evangelio, entonces la caridad, el amor, la apertura, la acogida florecerán con naturalidad en nuestras vidas. El amor a la verdad de la fe solo puede ser autentificado por la verdad del amor. Por eso una fe evangélica bien asentada, en lugar de sobre adornarse de certezas que exhibir o usar a veces como un mazo, es un largo camino de desprendimiento. Este íntimo e ineludible proceso pasa incluso a través del desarme dogmático, que no es relativismo. Al contrario, es la remota preparación de terrenos fecundos de comprensión y de respeto, de aquellas diferencias que son un don de la creación y van liberadas de cualquier forma de competencia. Entonces la fe, que a menudo genera conflictos y llega a ser la máscara de la violencia, que 61


con esta no tiene que ver nada, llega a ser la semilla verdadera y duradera de la paz. Lo soñaba Nicola Cusano imaginando la posibilidad de vivir en paz entre religiones distintas. Podemos y debemos soñarlo y realizarlo también nosotros. Cada vez que decimos: «Creo», renovamos nuestra disponibilidad a decir: «Me fio», siempre y en todas partes. Tocamos entonces el «Do» de la fe de forma clara, pero no gritando. Re. La pequeña esperanza La fe en Dios no nos exime del ejercicio de una humana confianza, siempre más convencida y laboriosa. La fe salva precisamente porque amplía las posibilidades de la vida, y empuja más allá de sí misma. La fe abre a una relación siempre más amplia –aquella con Dios– y por eso siempre más solidaria con todos. La fe, formada por la obediencia al Evangelio, genera de forma natural la esperanza como promesa necesaria para vivir una caridad dinámica. Confrontando la esperanza 62


con la caridad, Tomás de Aquino demuestra cómo la caridad precede a la esperanza en el orden de la perfección, mientras la sigue en el orden cronológico. Para Charles Péguy la esperanza es la hermana más pequeña entre las virtudes teologales y, en este sentido, es de la que tenemos más necesidad, para hacer crecer en nosotros el hombre interior, que se conforma cada vez más a la lógica del reino de Dios. La esperanza nos permite asumir la lógica de la pequeñez, de la irrelevancia, de la humildad sabia que es propia del Evangelio y que se encuentra como semilla en todos los saberes humanamente confiables. Un Padre de la Iglesia, Gregorio de Nisa, diría que la esperanza no termina ni siquiera en la vida eterna, porque el amor continúa deseando amar más, y siempre progresará en el amor que, por su naturaleza, está constantemente en crecimiento. En una visión de la vida, y de la vida espiritual, como dinamismo continuo, hecho de deseo y de amor, la virtud de la esperanza es 63


4 En clave evangélica Como hemos recordado, concluyendo su discurso por el nuevo Dicasterio para el Desarrollo Humano Integral y con ocasión del 50º aniversario de la Populorum progressio, el papa Francisco ha dicho: Dios se ha dado a conocer plenamente en Jesucristo: en Él, Dios y hombre no están ni divididos ni separados. Dios se hizo hombre para hacer de la vida humana, tanto personal como social, un camino concreto de salvación. Así, la manifestación de Dios en Cristo –incluyendo sus gestos de curación, de liberación y de reconciliación, que hoy estamos llamados a proponer de nuevo a los muchos heridos al borde del camino–, indica la senda y la manera del servicio que la Iglesia quiere ofrecer al mundo: a su luz 117


se puede entender lo que significa un desarrollo «integral», que no sea contrario ni a Dios ni al hombre, porque asume la entera consistencia de ambos.

Al hacerse hombre como nosotros, Jesús nos interpela a reflexionar si realmente nos podemos llamar hombres y mujeres de verdad. No podemos afirmar que Jesús es «verdadero Dios y verdadero hombre» y seguir modelos de realización humana que están en las antípodas del Evangelio. No se trata ciertamente de mortificar el deseo, sino de realizarlo de forma armoniosa con las exigencias del Evangelio. El desafío transformador del mundo en el que vivimos, no se realiza a través de la elaboración de un rígido inventario de aquello que es bueno y de aquello que es malo, sino transformando continuamente los despliegues y repliegues en renovada confianza. En este sentido la única evangelización que nuestros contemporáneos pueden comprender y soportar pasa a través de la «amorización». En mi 118


tierra de origen, la Puglia, nuestras abuelas usaban este término para hablar del ragu. Sobre todo aquellos días de fiesta cuando la carne y el tomate empezaba a «amorizar» sobre el fuego de leña desde la primera hora de la mañana, llenando las calles y los callejones de perfume de la casa. Hemos puesto a punto el pentagrama indispensable, y aprendido a reconocer las siete notas de la humanidad, sin olvidar la diesis y el bemol. Al final encontramos aquello que normalmente se pone al inicio, para poder leer correctamente una partitura: la clave. Sabemos que en una partitura nos podemos encontrar frente a una clave de sol o de fa. Pero, ¿cuál es la clave de nuestro pentagrama? Nuestro camino de humanización debe ser en clave evangélica; y nuestro testimonio en clave de amor. Se trata de atravesar personalmente el sufrimiento, para encontrar realmente y con 119


empatía el sufrimiento de todos… para reconocerlo y compartirlo. Cuando el sufrimiento vivido o encontrado se sufre incluso en la propia alma, en la propia carne, en el propio cuerpo, esto se convierte en un acontecimiento que cambia la vida e ilumina las relaciones, perfumándolas de Evangelio. Del mismo modo, si el sufrimiento que reconocemos y encontramos en la carne, en el cuerpo, en el alma de nuestros hermanos y hermanas, nos dejara indiferentes, nos encontraríamos, entonces, frente a algo terrible: ¡significaría que hemos perdido la sensibilidad humana! Normalmente cada civilización llega a su cima cuando llega a ser más sensible al sufrimiento. Y esto no es solo una actitud religiosa. In primis es una verdadera y propia actitud que nos une a todos los humanos que sufren y esperan sobre esta tierra. Lo que nos hace más humanos es el hecho de ser capaces o no de corresponder a nuestra 120


naturaleza humana, llegando a ser capaces de compartir el camino de las otras criaturas, sobre todo cuando llega a ser más fatigoso. En ciertos aspectos compartimos esta sensibilidad con los otros animales que instintivamente cuidan de los otros: pensemos en una clueca ante la amenaza de un lobo; no abandonaría jamás y por ningún motivo a sus pollitos. Sería bueno decir que para la clueca es un instinto de protección hacia sus pequeños, y también que estamos ya delante de un elemento de animalidad que forma parte de nuestro modo de reaccionar como humanos. Aunque a veces, por el hecho de que nosotros los humanos no somos solo instinto, corremos el peligro de ser menos humanos que los animales. Esto es un peligro que no podemos y no debemos subestimar. En hebreo lo que une a los animales y a los seres humanos es aquella nefesh-respiro vital que nos hace seres sintientes. Esto se manifiesta en la capacidad de sentir compasión, empatía, solidaridad.

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Lo que vivimos en nuestros días es un momento delicado, porque nos exponemos a perder –y a veces renunciando a sabiendas– aquellos valores que hemos conquistado con esfuerzo. Este peligro no depende del progreso; depende de la capacidad o no de mantener, y también de mejorar, el nivel de nuestra valiente disponibilidad a la compasión. Estamos llamados a construir una comunidad humana, para construir juntos la posibilidad real de una esperanza para todos. Toda la vida pública de Jesús fue la puesta en práctica de la predicación en Nazaret (cf. Lc 4,16-21). Este no es un discurso religioso que parte de la Ley: es un discurso que habla solo del ser humano. No es un discurso sobre Dios, es un discurso sobre la persona. No es un discurso de restauración, es un gran mensaje de liberación, que cambia la vida y la pone sobre la pista de la esperanza y de la caridad. Recordaba recientemente monseñor Jacques Gaillot:

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Nos precipitamos hacia un mundo nuevo. Somos testigos del fin del mundo. Testigos también del nacimiento de otro mundo, del que todavía no se sabe cómo será. Nuestro camino revela nuevos horizontes y abre a la novedad. (…) Algunos nos creen ya muertos. Pero aquellos que lo dicen, han olvidado que somos semillas… ¡Semillas de vida! El mañana está todo por hacerse.

Es cierto lo que dice el Concilio Vaticano II: «Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación» (Gaudium et spes 22). Concluimos con unos versos tomados de un poema de Claudio Damiani, no como felicitación, sino para evitar que una cosa así pueda llegar a nuestro corazón, en nuestra realidad de vida, en nuestro mundo siempre con la tentación de ponerse una armadura.

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Para ponerme la armadura hoy he empleado dos horas, la batalla en cambio ha durado pocos minutos; para quitármela he empleado toda la tarde, mañana no me la quito; voy a dormir vestido como en una caja de hierro.

Nosotros, todos nosotros, estamos llamados, en cambio, a desnudarnos serenamente para ser sencillamente humanos, sin que nunca nos sintamos bastante humanos. Nuestra común vocación es escribir juntos sinfonías de humanidad, para tocarla juntos, aun con sonidos diferentes, que son los personales y nunca idénticos matices de cada hermano y hermana en humanidad. Juntos queremos ser el vientre que acoge la divinización del mundo, para colaborar en la transfiguración de la historia.

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Índice Prólogo...................................................... 5 1. El pentagrama indispensable.............. 17 El secreto de la conciencia.................... 21 Escuchar responsablemente.................. 28 La dinámica de la libertad..................... 34 Ser amables........................................... 42 Discernimiento...................................... 49 2. Siete notas de humanidad.................... 55 Do. La fe más allá de sí misma............. 57 Re. La pequeña esperanza..................... 62 Mi. La caridad sin tiempo..................... 68 Fa. La simple prudencia ....................... 75 Sol. Justamente justos........................... 80 La. Dócilmente fuerte............................ 87 Si. La justa medida................................ 93 3. Una diesis y un bemol.......................... 101 Diesis. El virtuoso coraje...................... 103 Bemol: humildad integral...................... 108 4. En clave evangélica.............................. 117 125


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