Antonia Puga Ortiz - FMN
Y camino con ellos Vivencias con enfermos en el รกmbito hospitalario (2007-2017)
Prólogo Presentar, prologar la ópera prima de mi amiga Antonia Puga es para mí un auténtico privilegio. Su libro no es una novela ni un ensayo cualquiera. Habla desde la vida, a partir de su experiencia personal con el dolor y con la muerte, fiel a su vocación de religiosa, desde su entrega incondicional a los demás, a los más pequeños, a los enfermos, seguidora incondicional de la Buena noticia de Jesús: Estuve enfermo y me visitasteis (Mt 25,36). Conozco a Antonia desde hace muchos años, cuando ambos compartíamos nuestros primeros estudios de teología en el Instituto de Teología de Barcelona (posteriormente transformado en Institut Superior de Ciències Religioses de Barcelona, ISCREB). Más tarde nuestras vidas siguieron caminos paralelos: mientras yo continuaba los estudios, especializándome en Sagrada Escritura y dedicándome, con el tiempo, a la docencia y animación bíblica, ella, sin abandonar sus inquietudes teológicas, se «especializó» en la teología de la vida, en llevar a los demás 7
el mensaje del reino de Dios, en proclamar con su vida la alegría del Evangelio. Pero nunca hemos perdido el contacto, la amistad. De lo que nos habla en este ensayo es de su vida, de sus experiencias hospitalarias: de la existencia y visibilidad de tantas personas que se han cruzado en su camino, en los momentos más difíciles; de la Palabra de Dios que se ha hecho carne (cf. Jn 1,14), que continúa «encarnándose» en cada ser humano que sufre o experimenta cualquier tipo de necesidad, que siente la impotencia de su sufrimiento extremo. Y de una manera especial los que rozan la frontera entre la vida y la muerte. Afirma Jesús: Os aseguro que lo que hicisteis con uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis (Mt 25,40). Ella es plenamente consciente de esta aseveración y es capaz de descubrir a Jesús que sufre en cada ser humano con quien se cruza. Es imposible no implicarse en la narración por la que Antonia nos lleva de la mano en su obra, visitando con ella las habitaciones de los enfermos, hablando con ellos y sus familias... Nos adentra en un mundo desconocido para la mayoría de nosotros; desconocido o, al menos, no suficientemente integrado en nuestra existencia. Vivimos en una sociedad en la que el 8
dolor y, más aún, la muerte se invisibiliza, se esconde, se soslaya. Hablar de estos temas, con frecuencia, no es «políticamente correcto». «Visitaremos» las unidades de cuidados paliativos, de neurología, de geriatría… y «dialogaremos» con las personas que padecen diversas enfermedades, muchas de ellas incurables: de sus miedos, de sus ilusiones, de sus frustraciones, de sus esperanzas, de sus dudas, de su fe… «Hablaremos» con los familiares de los enfermos y compartiremos con ellos su dolor, su impotencia, sus desesperanzas… pero, también, su paz, sus esperanzas, sus consuelos… «Conoceremos» el mundo de la salud: médicos, enfermeras y enfermeros, personal auxiliar, religiosas y religiosos, psicólogos…, todos ellos implicados en el bienestar del enfermo, desde diferentes perspectivas, pero todas ellas necesarias y complementarias. La labor de la hermana Antonia Puga es el camino de la Buena noticia de Jesús proclamado con la vida, dirigida a uno de los colectivos más frágiles: los enfermos y, de una forma especial, los enfermos terminales. Es como ella dice, en el título de este opúsculo: «Y camino con ellos». Ella no solo conoce y vive el Evangelio, la Palabra de Dios… sino que «camina» a través 9
de él; lo transforma en vida, en vida entregada a los otros, a quienes más lo necesitan. Os invito a leer el libro con fruición: no quedaréis indiferentes. Estoy convencido. Javier Velasco-Arias
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1 Unidad de Cuidados Paliativos Descálzate, porque el lugar en que estás es tierra santa (Ex 3,5)
Entrar en la Unidad de Cuidados Paliativos es entrar en «tierra sagrada». Aquí la tierra sagrada es el enfermo, su privacidad, dignidad y libertad. Hay que quitarse también las sandalias de los pies, porque cada vida en la que entro es lugar de la presencia de Dios. ¡Descálzate!, me digo al empezar cada jornada; camina sin ruido; desarmada de respuestas fáciles, indicando a los enfermos cómo deben proceder y qué es lo que deben hacer o cambiar, para que todo vaya bien y puedan superar las dificultades. ¡Descálzate! para entrar en la vida de estos enfermos, con delicadeza, serenidad y alegría, abriendo el corazón para escuchar lo que necesitan decir, e incluso cuando dicen: «Ahora no quiero 25
hablar» o «no hace falta que vengas a visitarme». Aquí también hay que descalzarse, empleando la prudencia y aceptando que este enfermo no necesita tu ayuda. Entrar en tierra sagrada es, también, aprender a gestionar la angustia y las preguntas difíciles, que muchos pacientes se plantean en este proceso de la enfermedad. «Quitarse las sandalias de los pies» es abandonar toda clase de prejuicios que puedo tener antes de conocer a la persona, la situación en la que está y lo que esconde en su corazón. Siempre tengo presente la experiencia de un gran visitador de enfermos que dijo: «El corazón herido necesita comprensión más que corrección, tiempo para curar más que consejos fáciles». Nunca lo he olvidado, intento ponerlo en práctica, en cada paciente y familia que acompaño. Los enfermos que llegan a esta unidad pasan por etapas muy duras, empiezan a notar una serie de pérdidas que afectan a su quehacer cotidiano: disminución de su autonomía, deterioro físico, dificultad en la comunicación. Se dan cuenta que cada día pierden movilidad; las fuerzas físicas son cada vez más débiles. Cuando llegan a este estado es cuando más necesitan ser acompañados, 26
necesitan ser fortalecidos, aliviados en las pérdidas que van teniendo. Algunos cuando los visito me dicen: «No sé qué está pasando con mi vida, cada vez me encuentro peor, no tengo fuerzas, mis ánimos cada vez son más bajos». Cuando se está ya al final de la vida, el riesgo de soledad y la tentación del egocentrismo traen consigo un fuerte refuerzo de la necesidad de amor, de compañía, de no sentirse solo. Cuando visito a estos enfermos intento hacerlo con todo el respeto y cariño que se merecen; todos necesitamos amar y ser amados, pero cuando se pasa por momentos difíciles, como es una enfermedad grave, irreversible, la necesidad de sentirse amado y acompañado es mayor. Son ellos los que día a día, me van enseñando cómo estar a su lado. Lo paso mal cuando me plantean preguntas que no tienen respuesta: «¿Por qué a mí?», «¿por qué Dios permite que sufra tanto si es Padre?». No encuentro palabras tranquilizadoras; la mejor ayuda que les doy es estar a su lado y compartir su aflicción; rezar con ellos si son creyentes. La mayoría de los que he acompañado dicen ser creyentes; de hecho cuando me despido después de haberles acompañado, muchos dicen: «Reza 27
por mí». En el fondo están diciendo: «Sé que hay Alguien que nos sostiene». En la medida que voy entrando en la vida de cada enfermo voy descubriendo que en la enfermedad y en los momentos difíciles de la vida, todos, con expresiones y nombres diferentes, invocamos a Dios para pedir la gracia de la curación y fortaleza. Una de las veces que visitaba a estos pacientes, saludé a una enferma de otra confesión; no tenía familia en Barcelona, lo que hizo que pasara más tiempo con ella haciéndole compañía y me hablaba mucho de sus hijos, que los tenía fuera. Un día me pidió que la acompañara en la oración, y así lo hicimos; cada una en su credo, convencidas de que las dos nos dirigíamos al mismo y único Dios. Estar al lado de estos enfermos es caminar desde el respeto, el silencio, la comprensión, la ternura y el asombro. Es de admirar cómo afrontan y con qué dignidad desafían la enfermedad. Personas de todas las edades, muchas relativamente jóvenes, con un proyecto de futuro envidiable y que nunca verán realizado, algunos de ellos padres de familia que no verán crecer a sus hijos. Recientemente he acompañado a cuatro 28
enfermos a los que lo único que les angustiaba era no ver crecer a sus hijos. Tengo claro que mi misión con estos enfermos de paliativos, no es la de convertir a nadie, sino ayudar a mejorar la parte emocional y espiritual que vive cada uno. Atendiendo también a sus necesidades religiosas, algunos piden ser atendidos por un sacerdote para recibir la Unción de los enfermos o simplemente para hablar. Recorro con todos el camino del amor sin perder la oportunidad de ofrecer una palabra amable, de una sonrisa, de pequeños gestos que transmitan paz y serenidad. En el proceso del tránsito siempre que puedo estoy a su lado y junto a su familia: son los momentos más difíciles para todos. A muchos enfermos, en esos últimos momentos, les da pánico la soledad, tienen miedo que no haya nadie junto a ellos. Doy gracias a Dios y a mi Congregación por haberme confiado esta misión, de estar al servicio de los enfermos, consolando y aliviando sus padecimientos.
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Experiencias conmovedoras con enfermos, basadas en hechos reales Mi espiritualidad la expreso en los libros Paulo, de 77 años, escritor y filósofo; le gustaba escuchar más que hablar; de mirada transparente, tenía una manera especial de concebir la vida; se autodefinía como inconformista; su afán era la superación en el campo del saber. «La persona, decía, debe razonar y decidir por ella misma». Andaba buscando siempre el sentido de las cosas; enamorado de lo espiritual, la belleza, la escritura… todo lo que le llevase a la paz; le gustaba el silencio y la interioridad. Cada día le visitaba. Los temas de conversación habitual eran los libros. Uno de los días le pregunté qué le había llevado al mundo de la literatura; me contestó: «Los talentos están para ponerlos al servicio de los demás». Reconoció que el suyo era compartir historias, con sus libros. Aprendí mucho de Paulo; sus diálogos eran ricos en experiencias, sabía transmitir lo que quería que aprendiera. Un día me dijo: «Educa la mente y trabaja la memoria, utiliza además de la cabeza tu corazón, si es que deseas ayudar a las personas». Quedé maravillada de la profundidad de su manera de ser. 30
Paulo era una persona muy entrañable, mantuvo su capacidad intelectual hasta el último momento. El día de su fallecimiento me encontraba fuera del hospital, no llegué a despedirme, esto me causó tristeza, ya que tenía muchas preguntas aún por hacerle. Todo parte del amor Lidia tenía 42 años cuando falleció; nunca la olvidaré. Enviudó muy joven, residía en Barcelona desde hacía seis años; vino, como muchos de los que dejan país y familia, para mejorar su nivel de vida. En su caso para ayudar a sus hijos en los estudios que estaban realizando en su país. Su vida se vio truncada cuando le diagnosticaron un cáncer. Aquí empezó su batalla: sola en un país extraño y sin posibilidad de viajar al suyo para despedirse de la familia. La enfermedad le truncó no solo la ilusión de ver la graduación de sus hijos sino el seguir viviendo como ella quería. Una de las veces que le pregunté cómo se encontraba, pues desde su ingreso los dolores eran terribles, me dijo: «Todo parte del amor, el dolor es un misterio que se ha de vivir». Al principio pensé que se refería al amor de los hijos, luego me di cuenta que sí, que eran sus hijos quienes la mantenían en la lucha, pero también su confianza y abandono 31
en las manos de Dios, como expresó en muchas ocasiones. «Sin esta fuerza que recibo gracias a mi fe, decía, no podría llevar mi enfermedad, ni el dolor de no despedirme de la familia, sobre todo de mis hijos». Me edificó la fe de esta mujer. Vivía alimentada de grandes valores que la fortalecieron hasta el último momento. Cuando hablábamos era ella la que me ayudaba a fortalecer mi fe en medio del dolor. En alguna ocasión me dijo: «Cuando estás apoyada por la fe, confías en la trascendencia, te proporciona una gran paz y serenidad en el proceso de la enfermedad rozando ya el final de la vida». Cuando visitaba a Lidia dejaba espacios para que pudiera expresar con libertad sus sentimientos: pasé momentos muy intensos a su lado. Le gustaba leer y me pedía libros que la ayudaran a no sentir miedo ante lo que se acercaba: «El final de su vida». Le gustaba que le hablara de Dios, del sentido de la vida. Me solía preguntar qué idea tenía yo de Dios; hablábamos mucho de ello. Con su paz y alegría, decía: «Yo espero el encuentro con Dios y los que me han precedido, mi padre, mi marido, allí nos daremos el abrazo; la muerte la concibo como un cambio de hogar». 32
Lidia mantuvo su sonrisa hasta el último momento, vivió el proceso final de su enfermedad como era ella, fuerte y luchadora. No me quiero morir, por favor, ayúdame Joel de 54 años, desde hacía siete luchaba contra la enfermedad, con varios ingresos hospitalarios durante ese tiempo. Cuando ingresó en cuidados paliativos, le visitaba cada día. Nos hicimos buenos amigos. De hecho si me retrasaba en ir a visitarle me ponía falta: esto me lo comentaba la esposa, que no se apartó de su lado hasta que falleció. Joel se destacaba por su bondad y sencillez, me lo puso fácil para hablar con él y entrar en su vida. Era una persona muy respetuosa y agradecida con todo el personal sanitario. Amaba mucho a la familia: a su mujer, que no le dejó en ningún momento, a los nietos. Uno de los días que conversábamos me dijo: «Qué pena no poder ver a mis nietos hacerse grandes». Ya casi al final de sus días ‒él era consciente de ello‒ me dijo: «Me estoy muriendo, tengo miedo a morir, es muy duro dejar a mi familia, a mi mujer que tanto amo. No quiero morir, por favor ayúdame, reza a tu Dios para que me deje 33
más tiempo con mi familia, quiero ver crecer a mis nietos, no quiero morir». Esto sucedió dos días antes de su fallecimiento; fue muy dura la experiencia que viví a su lado. Ponerse frente a una persona que te dice que tiene miedo y que no quiere morir, hace que tu vida también cambie. Tuve la suerte de que en el momento de hacer el paso definitivo, me encontraba en la habitación, le ayudé a no tener miedo, le cogí la mano y le iba repitiendo al oído que todo estaba en paz, que se encontraba acompañado de personas que le querían mucho, de su familia. Y así se fue apagando poco a poco y su rostro reflejaba paz. En ese proceso de dolor, de despedida, acompañé a la familia: la esposa no aceptaba que a Joel le había llegado el momento de partir para siempre. Son los espacios donde más se practica el silencio, no hay palabras que consuelen, solo permanecer al lado del que llora la despedida del ser que se marcha ya para siempre. Un apretón de manos, un abrazo, es el lenguaje que uso para consolar en estos momentos de dolor.
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Algunos piden rezar, otros prefieren estar en silencio. He comprobado que las dos maneras de «estar» ayudan a que el enfermo que está en este trance, sienta serenidad y bienestar en el proceso final de su vida. Todos estos pacientes me han humanizado con su bondad, amabilidad y fortaleza, sobre todo por la dignidad con la que llevaban la enfermedad. Experiencias de pacientes que he acompañado La tristeza de estar solo Gloria, de 77 años. Cuenta la angustia y soledad que sufrió cuando le comunicaron que tenía que quedarse ingresada en el hospital. Al día siguiente de su ingreso la fui a saludar. En la presentación vi que su rostro reflejaba tristeza, percibí que algo la preocupaba y angustiaba. Le pregunté si le podía ayudar en algo, a lo que respondió: «Por favor, si puede decir a la Trabajadora Social que cuando pueda necesito hablar urgentemente con ella. He dejado un hijo solo en casa, vive conmigo […], tengo tres hijos más, pero […]». Después de escuchar lo que Gloria decía me percaté rápidamente de qué trataba el asunto 69
que la preocupaba. Al despedirme de ella le aseguré que haría el encargo que me había pedido: pasar el aviso a la Trabajadora Social. Dos días después la volví a visitar y encontré su rostro relajado, agradeció que me interesara por su estado de salud y el problema familiar. «La Trabajadora Social ‒decía‒ me ha atendido bien, se ha interesado por la situación de mi hijo, esto me hace estar más tranquila. Me ha transmitido confianza y la seguridad de que mi hijo estará bien atendido». Carolina, de 94 años. No tenía a nadie de familia, yo la visitaba cada día. Un día de los que la fui a ver, me dijo: «Hija, ser mayor y estar sola es muy triste». Esta paciente disfrutaba de una claridad mental increíble. El primer día de estar en el hospital, me pidió que la visitara cada día, decía sentirse muy sola, necesitaba conversar con alguien que la supiera entender. Uno de los días que hablábamos, me abrió su corazón confiándome lo que la preocupaba. Sentía miedo, le angustiaba no ser autónoma para realizar ciertas gestiones personales que tenía pendientes aún por resolver. Conversamos durante varios días del mismo tema: para ella su prioridad era ese asunto. Le 70
comuniqué que la persona idónea que le podía orientar y ayudar era la Trabajadora Social. Carolina, que es una mujer inteligente, dijo: «¡Qué bonito es trabajar en equipo como lo estáis haciendo todas vosotras!, esto repercute en bien del paciente. Lo he experimentado en estos días que llevo ingresada». Cuando fue dada de alta agradeció que le hubiéramos ayudado, sobre todo el hecho de no sentirse sola durante los días que permaneció en el hospital. Experiencias como estas me hacen ver que, para realizar cualquier gesto de amabilidad, solo se necesita «ser» y «estar» receptiva a lo que pasa a tu alrededor, concretamente con las personas que, de alguna manera, la providencia nos pone en el camino. Cuando amas desde el corazón y para siempre Ricard, de 87 años, había ingresado en el hospital por un asunto leve, en principio para pocos días. Cuando le fui a saludar lo encontré muy triste, apenas quería hablar; insistí en preguntarle qué le pasaba, pues le veía muy nervioso, tanta fue mi insistencia que me abrió el corazón expresando lo que lo tenía inquieto y triste: su mujer de 86 años padecía Alzheimer desde hacía cinco y él era quien la cuidaba. 71
Ricard me explicaba que llevaban 59 años casados, nunca se habían separado, iban a todos los lugares juntos, pues se querían mucho. «Ahora tengo miedo ‒decía‒ que durante mi permanencia en el hospital, mis hijos ingresen a mi esposa en una residencia y la dejen allí para acabar sus últimos años de vida. Soy tutor de ella, pero ante mi avanzada edad tal vez no pueda impedir que la lleven a la residencia. Será muy triste para mí si lo hacen». Este día pasé mucho rato hablando y consolando a Ricard; en su conversación me preguntaba qué podía hacer él desde el hospital, ya que los hijos no le consultaban nada de las gestiones que estaban llevando a cabo. «Confíe en sus hijos ‒le dije‒, lo que ellos estén haciendo será para su bien y el de su esposa. No se inquiete con acontecimientos que igual son diferentes a lo que su cabeza está elaborando y le están haciendo sufrir». Solo le consolé y no solucioné nada de su problema. El hecho de escucharle y darle espacio para que él compartiera lo que le estaba causando sufrimiento, liberó parte de la angustia y el dolor por el que estaba pasando. Cuando le dieron de alta, lo trasladaron donde estaba la esposa para seguir la convalecencia, él mismo me lo comunicó, me recordó lo 72
que unos días antes le había dicho, que no se inquietara con acontecimientos que igual eran diferentes a lo que su cabeza estaba elaborando. Al despedirnos me agradecía los momentos que se había sentido acompañado y escuchado. Ricard era uno de esos pacientes que se muestran muy agradecidos; me decía al marchar: «Qué suerte he tenido de conocerte, me dabas mucha paz y serenidad cada vez que venías a visitarme. Me dan de alta pero no para casa, sino para la residencia donde está mi mujer. Soy feliz, volvemos a estar juntos, tenías razón, no hay que angustiarse antes de tiempo». Como agente de pastoral, trato de estar cerca de todos, sobre todo de los que más sufren. La soledad de los que sufren pérdida de la memoria Hay pacientes que sufren deterioro cognitivo, son los que más necesitan de compañía y que se les atienda, pues en su lenguaje complicado también expresan sus penas y alegrías. Tienen momentos que son conscientes de que hay alguien que se sienta a su lado para escucharles. Durante el tiempo que les hago compañía, me explican su vida, una mezcla de sentimientos buenos y no tan buenos. Hay pacientes que sufren 73
la falta de cariño y viven con el sentimiento de que estorban. Un enfermo lo expresaba muy bien uno de los días que conversaba con él. Me dijo: «Ahora la familia no me pide mi parecer para realizar cambios en la casa, tengo la sensación de que no valgo para nada. No veo que mi futuro ofrezca ya muchas perspectivas, siento que soy una carga para ellos». Otro paciente, de 89 años, me explicaba con tristeza: «Cuando eres joven todo va de maravilla, no tienes miedo a nada, puedes con todo. A partir de los 80 empieza a cambiarte la vida, pierdes facultades, necesitas ayuda, es cuando entras en el túnel de las grandes limitaciones. Limitaciones que te llevan a depender de otros que piensen y decidan por ti». Cuando escucho a estos enfermos, me doy cuenta que muchos viven una escasa relación con la familia, sienten la falta de afecto, de atención, expresan tristeza y ganas de morir. Es como un sentimiento de frustración que experimentan en su última etapa de la vida, son muchos a los que les oigo decir: «¡Qué triste es la vida cuando llegas a mayor, te planteas muchas cuestiones que te hacen sentir culpable de lo poco que recoges al final de ella!».
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Cuando encuentro a pacientes que sufren experiencias de soledad, intento dedicarle más tiempo a la escucha y la compañía. Hago camino con ellos, ayudándoles a encontrar valores que les sostengan y fortalezcan, como puede ser la autoestima, valorar el esfuerzo y cariño que han dado y recibido de la familia y amigos. Al papa Francisco le he oído decir en muchas ocasiones que practiquemos el «apostolado del oído», esto es, «dedicar tiempo a escuchar a los demás». La mejor terapia que podemos emplear para la relación y ayuda a personas en situación de vulnerabilidad, es proporcionarles un espacio para la escucha atenta, en la que tenga cabida la libertad y la confianza, que ayuda a expresar aspectos de los que necesitan liberarse. A veces se trata de experiencias personales que ni la propia familia deberían saber; de ahí la importancia del secreto profesional. Estas personas mayores que sufren con fortaleza, me han enseñado en muchas ocasiones que la práctica de la caridad verdadera es esperar al que va más despacio, el que sigue un ritmo más lento.
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ÍNDICE Prólogo...................................................... 7 Presentación.............................................. 11 1 Unidad de Cuidados Paliativos............ 25 Experiencias conmovedoras con enfermos, basadas en hechos reales...... 30 Mi espiritualidad la expreso en los libros ...................................... 30 Todo parte del amor.......................... 31 No me quiero morir, por favor, ayúdame............................................ 33 No tengo miedo a la muerte.............. 35 Hay que marchar de esta vida, no espero otra................................... 37 No puedo marcharme ahora, mis niños me necesitan..................... 39 He vivido como un ateo.................... 41 2 Unidad de Neurología........................... 45 Experiencia personal en los comienzos. Miedos y logros .................................... 46
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Acompañar en la enfermedad es decir: «No estás solo»..................................... 49 La experiencia de un huracán.......... 52 Experiencias del día a día. «No todo es negativo»....................... 53 Un mundo perfecto............................ 56 Un servicio gratificante.................... 59 Pregunta con respuesta..................... 60 3 Unidad de Geriatría.............................. 63 Experiencias de pacientes que he acompañado............................... 69 La tristeza de estar solo.................... 69 Cuando amas desde el corazón y para siempre................................... 71 La soledad de los que sufren pérdida de la memoria...................... 73 Experiencias que engrandecen ........ 76 Experiencias que hacen pensar........ 77 Anécdota muy común........................ 79 4 Acompañamiento a las familias........... 81 Me resisto a decir «adiós» ............... 86 Los interrogantes de la vida............. 88
Cuando te dicen: «Ha sufrido un ictus»........................ 89 Cuando los planes se tuercen .......... 91 ¡Qué duro es el camino que hay que recorrer!........................ 93 5 Compañeros de trabajo........................ 99 Relato de los comienzos.................... 100 Adelanto una experiencia................. 101 Comparto algunas de las experiencias vividas durante estos diez años ............ 103 Hay gestos que se agradecen............ 103 Todos nos sentimos solidarios con el dolor ajeno............................. 104 Conocer a quien tengo delante ........ 106 Todos somos necesarios en la atención a los enfermos........... 107 Testimonio que fortalece y ayuda..... 108 Maravillosos, amables y cariñosos... 109 Centinelas de los enfermos............... 110 Cómo pagaré…................................. 112 A modo de conclusión.............................. 115