ARACELI SOBRINO MARTÍNEZ
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MACARRONES CON TOMATE
ARACELI SOBRINO EDITORIAL SOLDESOL
La amistad verdadera no se busca, sale a tu encuentro
Para Luisa, Elisabeth, Sandra y Soraya Por ser las musas que inspiraron este cuento
Mi agradecimiento a la pintora Odu Carmona (1968) Olula del RĂo, por su generosidad, y sobre todo, por exponer su creatividad en la portada de esta novela.
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LA MATRIARCA asesina
Las decisiones de la matriarca no se discutían, y aquella, la última que había tomado, aunque disparatada, tampoco lo sería. Había decidido que su marido el borrachín, el desdentado, el inútil, el diabético, el medio pelo y jubilado que se levantaba en medio de la noche a fumar: tenía que morir. La ocasión se presentó con los primeros fríos del invierno. El futuro difunto no sospechó que aquel principio de catarro con el que se levantó una mañana lo llevaría a la tumba. Y siguiendo su rutina diaria, después de levantarse, tomó su acostumbrado vaso de leche en polvo con sacarina, encendió un cigarro y se encaminó al bar de la esquina de donde volvió destemplado. Se metió en la cama. Aquel mismo día la matriarca puso su plan en marcha. Lo primero que hizo fue convocar a sus hijos. A la llamada, acudieron todos a excepción de la única nuera a quien llamaba «la puta», no porque lo fuera sino porque era un bellezón que eclipsaba al mequetrefe del marido, a la sazón, su hijo; odiaba que le sacara dos palmos tanto a ella misma como a sus otras hijas y, para colmo, tras los partos recobraba la silueta. Asunto que exasperaba a la matriarca por las comparaciones en el vecindario. Aquel día, después de prevenir al clan sobre la delicada salud del padre y del fatal desenlace que se avecinaba; les encomendó que dispusieran
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el luto e hicieran correr la voz. Ella como abnegada esposa se ocuparía de cuidar al enfermo como era su deber, y para ello se hacía precisa la plena colaboración del clan desde el instante en que se disponía a no separarse de la cabecera del futuro difunto. La ausencia de la nuera motivó que días más tarde la matriarca enviara una delegación en su busca compuesta por sus tres hijas, una hermana del futuro difunto, y una tía de la familia recién llegada de Orán adonde había emigrado en la Guerra Civil española. La misión que llevaban no era otra que pedirle a la «puta» que tuviera a bien visitar al enfermo que en su agonía la nombraba sin cesar. La nuera, que no estaba al corriente de dicha enfermedad terminal porque su marido, el mequetrefe, con el que dormía cada noche no la había puesto al corriente, prometió visitarlo sin demora. A primera hora del día siguiente se presentó la nuera en la casa del moribundo. La puerta estaba abierta, pero hizo sonar el timbre y fue la matriarca, su suegra, quien acudió a su llamada. La invitó a pasar, y con aquellos ojillos de mujer sufrida que solía adoptar en las situaciones solemnes, le echó su particular mirada inquisidora antes de conducirla a la alcoba marital. En la cama el enfermo dormitaba escoltado por sus hijas y hermanas quienes sentadas en círculo alrededor del tálamo, imitaban un velorio entre suspiros y chismes de la comunidad. La presencia de «la puta» hizo que el hombrecillo abriera un ojo, sonriera, y con voz arrastrada le pidiera un cigarrillo. La matriarca se envaró: las cuñadas que sobre las sillas no alcanzaban el suelo con los pies sollozaron cual coro de plañideras; las tías se persignaron para enseguida emprender una letanía rosario en mano. «Delirios, atajó la matriarca, sólo son delirios de muerte», dijo apartando a la nuera del enfermo. La recién llegada después de pasear la
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vista en derredor, abandonó la casa sin despedirse, y regresó minutos más tarde en compañía del médico de cabecera. La presencia inesperada del galeno generó tensión en la matriarca que creció un palmo de lo erguida que atravesó la alcoba, y fulminando a «la puta» con la mirada, atendió llorosa al doctor. Éste, que después de valorar la situación dijo no encontrar motivos para tan adelantado duelo: que todo se solucionaría con el tratamiento prescrito en las dos recetas que acababa de entregar a la nuera. Cuando el médico abandonó la estancia a la matriarca se le infló el pecho cual pavo en cortejo y puesta en puntillas para alcanzar a mirarla a la cara, agarró a «la puta» por las solapas de la chaqueta, y espetó: «¡mi marido se muere, a ver si es que el médico va a saber más que yo. Está decidido, mi esposo morirá en nuestra cama!». En los días siguientes el enfermo no hizo intención alguna de morirse, sino todo lo contrario. El hambre y la falta de nicotina por la abstinencia sometida dispararon los delirios. Las ansias de fumar se le acrecentaron de tal forma que simulaba el ritual aprendido de sus muchos años de fumador. Así, estirando el escuálido brazo, de la mesita recogía una imaginaria cajetilla de la que extraía un cigarro, tembloroso se lo llevaba a los labios donde lo encendía con un mechero inexistente. Los delirios y la falta de novedad hicieron mella en los dolientes. Por la casa habían desfilado vecinos, familiares y algunos conocidos para dar ánimos en tan larga espera. Pero la matriarca no se resignaba: «esto no puede durar, si lo sabré yo...», decía para infundir ánimo a la tropa que en los ratos libres velaba al vivo. La noche anterior de que el «fatal o feliz desenlace» se produjera, al enfermo le dio por encomendarse a la virgen del Carmen, pidiéndole a gritos que viniera en su auxilio. El coro de dolientes plañideras vio en ello la llamada de la muerte del padre, mari-
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do y hermano. Aunque, lejos de ninguna devoción repentina, el delirante y exhausto moribundo lo único que quería era ver a la nuera, que a fuerza de llamarla «la puta» pareciera que todos habían olvidado que se llamaba Carmen. «Pongámosle los pies sobre tierra a este pobre devoto y así podrá descansar en paz», ordenó la matriarca en aquellas horas de la noche. Para tan fácil remedio envió a una nueva delegación, esta vez compuesta por un yerno panzón y el mequetrefe del hijo, para que fuesen a buscar tierra al río. Los dos cuñados partieron sin demora y en un santiamén estuvieron de vuelta con semejante misión cumplida. La matriarca enfiló al cuarto con la mercancía y, con la ayuda de las hijas sacaron al diabético de la cama; le metieron los pies en una palangana traída para tal propósito, y mientras unas sostenían al esqueleto con piel en el que se había transformado aquel cuerpo, las otras, le daban friegas con arena en las huesudas extremidades. El hombrecillo fue devuelto a la cama sin aliento, lívido, y con aquella nariz cayéndole sobre la barbilla, que por la falta de dientes, mal parecía un loro en horas bajas. Acertó la matriarca a ofrecer una taza de manzanilla a su marido que éste bebió con fruición, y minutos más tarde el enfermo pareció recobrar el color. Plácidamente fue sumiéndose en un profundo sueño, no sin antes emitir unos extraños sonidos que debían proceder de sus tripas vacías, y que las presentes reconocieron como los estertores agónicos que preceden a la muerte. Cuando el vivo se quedó dormido, perfectamente parecía muerto. En la boca se le dibujaba una sonrisa maliciosa que dejaba al descubierto la falta de dentadura. La matriarca que lo espiaba con el rabillo del ojo, y tras dejar pasar unos minutos en los que el cuerpo en la cama no emitió señal alguna de vida, soltó un grito desgarrador: «¡Ay compañero de mi vida que te has ido!» y sin encomendarse ni a Dios ni al diablo, en el acto,
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anudó un pañuelo desde la barbilla hasta la cabeza del presunto finado, con el fin de evitar que aquella boca desdentada no se quedara abierta. Tras el grito, a la alcoba acudieron en tropel los miembros del clan que aguardaban el anunciado final. La nuera llegó la última. A esa hora todavía seguía enredada en la cocina, lugar en el que la matriarca la tenía confinada con la misión de ocuparse de la intendencia de semejante retén de espera, que más parecía un ejército hambriento al que en plena batalla había que alimentar. Y fue suficiente con que «la puta» pusiera el pie en la puerta de la alcoba para que el supuesto finado, en cuyo cuerpo no había entrado nada sólido en una semana, y quizás, por el olor a fritanga que llegó con ella, que el presunto muerto abriendo los ojos, se llevó una mano a la cara y arrancando el pañuelo que lo embozaba, con voz pastosa, el muerto vivo insistió en pedirle: «dame un cigarrillo». «¡Ha resucitado!» Gritó una voz. Los ayes, antes de pena de las mujeres dentro de la alcoba, se tornaron en histeria y desmayos. Pero «la puta» no perdió la calma; dedicó unos instantes a emparejar a los recién llegados con las allí presentes de tal modo que el trajín rozó el esperpento. Ordenó al cuñado panzón que rescatara a la paticorta de su mujer que desvanecida sobre una silla amenazaba desnucarse. Al mequetrefe le encomendó el bien de su madre quien, cual esposa de Lot, en su huida quedó paralizada. Después llamó al médico al que en dos palabras describió la situación. El galeno llegó provisto de diminutas pastillas que fue introduciendo en la boca de las afectadas de semejante estrés, con la orden, que quién no abandonase la casa se fuese a dormir. Entonces, Carmen usurpó el lugar de la matriarca junto al encamado. A solas los dos «la puta» se dio en complacer al enfermo y le ofreció aquel cigarrillo por el que tanto había clamado. Pero el incauto, que sufría por igual la abstinencia de
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pan que de nicotina, cuando se vio con el cigarro en la mano, lo engulló de un bocado. A Carmen se le cortó el aliento, pero el hombrecillo sonrió satisfecho y con aquella voz pastosa después de toser dijo: «ya que me han sentenciado mejor harto que falto. Vigila. La siguiente eres tú», para acto seguido volverse a dormir de la mano de la nuera que lo acompañó durante la noche. A la mañana siguiente cuando el pelotón de reemplazo ocupó su puesto el enfermo dormía plácidamente. Carmen volvió a la cocina, lugar donde una hora más tarde recibió la noticia del fatal desenlace. Se la dio la matriarca. Quien vestida de riguroso luto le comunicó: «tu suegro murió anoche. El entierro será a las cuatro, antes de que oscurezca». Y antes de abandonar la cocina, llorosa, le encomendó doble ración de macarrones con tomate para el menú del día. La nuera no rechistó. Y sorprendida, observó el caminar altivo de la suegra al abandonar la cocina; mientras tanto, por el pasillo, el mequetrefe y los cuñados cargaban con un ataúd. A las siete de la tarde el asunto estaba despachado. La matriarca sentada en su butaca ya había sustituido el luto por una cómoda boatiné y zapatillas de felpa. Y mostrándose ante sus hijas como el ejemplo a seguir, muy digna les decía: «ya habéis visto mi entrega y desvelo con vuestro padre, aprended, el mío ha sido un matrimonio con final feliz». La nuera, que escuchaba sin atreverse a cruzar dos pasos más allá de la puerta de la calle, se percató de que la luz de la alcoba marital de donde habían sacado al muerto horas antes se hallaba encendida. Pensó que la causa sólo se debiera a que nadie la apagó cuando salieron al entierro. Y maliciosamente, a modo de despedida, antes de marcharse, avisó: «que nadie se alarme, pero la luz de la alcoba acaba de encenderse».
ÍNDICE LA MATRIARCA
asesina
un si acaso
HUIR POR
y bienvenida
DESPEDIDA
UN CAFÉ Y EL CUADRO DOS NIÑOS
de un millón de euros
y un destino
CARRETERA
y...
tiene que empezar
EL SHOW
UN BOTÓN DE MENOS
y una copa de cava de más
CONJUNCIÓN PLANETARIA CINCO MUJERES Y SER RICA CUESTA, CARMEN
una furgoneta roja
y mucho
versus GARGANTA PROFUNDA
ERROR DE PRINCIPIANTE DE DIVA A EL RUSO.
y al estrellato
y...
mafiosa novata
Jaque a la reina
¡COGE LA PASTA,
por dios cógela!
¡UY, QUÉ BELLO ES VIVIR,
sin preocupaciones!
11 17 29 37 55 61 67 75 87 97 107 117 131 141 145 163 169
MACARRONES CON TOMATE Autora: Araceli Sobrino Martínez
© Edita: Soldesol (www.editorialsoldesol.com) Primera edición: marzo de 2016 © Textos: Araceli Sobrino Martínez © Ilustración de portada: Odu Carmona (odu@oducarmona.com) Técnica: Acuarela
Impreso en España
Depósito Legal: al 131–2016 ISBN: 978–84–943873–9–5
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