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“Por no haber una mujer que no sea una verdadera insurgenta”
from los mexicanos
Angélica Noemí Juárez Pérez*
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Las mujeres han participado tenazmente en la construcción de México como nación, no obstante, su presencia en todos los procesos históricos ha sido muchas veces omitida, aunque este silencio no signifique precisamente ausencia. Es paradójico que la representación de la patria sea una imagen femenina, pero se hable poco, o se minimice, lo que las mujeres hicieron para construirla. Sus contribuciones tienen poco eco en los relatos compartidos dentro de la memoria colectiva, además de que los personajes históricos femeninos tienen poca presencia en el espacio público (a través de monumentos, nombres de calles o plazas) y en otros tipos de expresiones y objetos de la memoria. Si sólo construimos nuestra percepción de las mujeres como sujeto histórico a partir de estos recursos nuestra visión resultaría distorsionada con respecto a lo que hicieron.
Esto lo sabemos gracias a la vasta producción académica que en torno a ellas se ha escrito, en algunos casos hace más de un siglo, pero la mayor parte en las últimas décadas. Para averiguarlo, las y los investigadores han ido reuniendo los documentos que demuestran la participación de las mujeres. Pocos fueron escritos por ellas ya que, en aquellos tiempos, la mayor parte de la población vivía en el campo e ignoraba las letras, sobre todo las mujeres. Gran parte de las noticias que hoy tenemos sobre sus acciones se encuentra dispersa en los procesos judiciales a los que fueron sometidas. Algunas pocas referencias más las encontramos en cartas o diarios, escritos por ellas mismas u otras personas, y a veces también en otros documentos, como partes de guerra de los insurgentes y los realistas.
Estas investigaciones han demostrado que, durante la revolución social de Independencia, mujeres de distintos orígenes étnicos, socioeconómicos y geográficos desempeñaron actividades fundamentales. Éstas incluyen funciones como espías, correos, conspiradoras, abastecedoras de recursos y armamento, combatientes, guías de camino, curanderas, en los campos de batalla llevando agua y enfriando cañones, aprovisionando alimentos, cuidando del patrimonio familiar o de la comunidad y como cabecillas de gavillas insurgentes.
* Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México.
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Aunque muchas mujeres participaron indistintamente de su situación social, quienes se adhirieron a la lucha independentista frecuentemente recibieron castigos según el sector social al que pertenecían. Las de alta posición social tenían mayor probabilidad de ser sancionadas con la confiscación de sus bienes, la reclusión en conventos y Casas de Recogidas o con realizar trabajos de servicio en la casa de sus captores. En cambio, las menos afortunadas tenían mayor probabilidad de ser pasadas por las armas; sus cuerpos sin vida podían ser expuestos en las plazas públicas como escarmiento para las demás. Usualmente, las mujeres del medio rural sufrieron la mayor severidad por parte de los realistas y, con el tiempo, quedaron también condenadas a la indiferencia y el olvido.
LAS MUJERES NOVOHISPANAS EN VÍSPERAS DEL CONFLICTO
La Nueva España era una sociedad estamental, en la que la movilidad social era prácticamente nula y la participación política muy reducida. Esto perpetuó el dominio de los peninsulares sobre criollos, indígenas —la población mayoritaria del territorio novohispano— y castas. Pero entre personas de un mismo origen geográfico, étnico o socioeconómico también había un criterio de distinción marcado e insalvable: ser hombre o ser mujer.
Las actividades de las mujeres podían ser muy distintas en buena medida dependiendo del estrato social al que se perteneciera. Las damas de las élites urbanas recibían en su juventud clases de música, bordado o enseñanzas que las preparaban para velar por su hogar y la educación de los hijos; o podían desempeñar tareas como administrar el hogar o integrarse a un convento de monjas. En cambio, para otros sectores urbanos menos privilegiados el trabajo de las mujeres fuera del hogar era común. Podían trabajar como cocineras, sirvientas, nanas, lavanderas, costureras y, en su mayoría, comerciantes. Algunas más trabajaban en obrajes como las cigarreras y textilerías. También hubo mujeres que no se encontraban en una posición tan privilegiada, pero tampoco desfavorecida. Éstas podían ser propietarias de negocios, como las pulperías o misceláneas, administradoras de éstos o desempeñar actividades de confianza para la élite como damas de compañía. Algunas más llegaban a convertirse en maestras en las escuelas “amiga”, donde se formaban en la doctrina cristiana y las buenas costumbres.
No obstante, la mayoría de la población estaba dispersa en el medio rural. En él, las mujeres, además de hacer tareas domésticas se sumaban a las labores agrícolas, una actividad económica sumamente importante para esa sociedad. Aunque, como hemos mencionado, la experiencia de ser mujer podía ser muy variada en la Nueva España, gran parte de las mujeres de aquel entonces llevaron una vida rutinaria en pequeños poblados y rancherías. Sin embargo, los años previos a la revolución de Independencia no transcurrieron sin sobresaltos.
Las reformas borbónicas generaron fuertes reacciones en la sociedad novohispana, hubo protestas por los nuevos impuestos, motines encabezados por los grupos donde aumentó su condición de pobreza; y se agudizaron los conflictos
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entre los sectores sociales que fueron beneficiados y los más afectados. A esto se sumó la fuerte crisis de 1808, cuando los ejércitos franceses irrumpieron en la península ibérica; no quedaba claro cómo debía funcionar la Nueva España en ese momento, ni qué ocurriría en el futuro.
Aunque las mujeres novohispanas tenían roles usualmente anclados en el hogar, eso no significó que los asuntos públicos no fueran de su interés. Además de sus labores cotidianas, las podemos encontrar participando en hechos como los motines contra la expulsión de los jesuitas o por la escasez de alimentos. Aunque estos eventos fueron relativamente efímeros y poco articulados, dieron oportunidad para que muchas mujeres actuaran en la escena pública, oponiéndose a autoridades que las afectaban, por lo que no fue sorprendente que tuvieran interés en participar en el proceso independentista cuando éste tuvo lugar.
LA PARTICIPACIÓN EN LA INSURGENCIA
Sin duda, los eventos que antecedieron al estallido de la guerra debieron causar inquietud, indignación o miedo entre mujeres y hombres en la Nueva España. Con el inicio de la revolución de Independencia, la madrugada del 16 de septiembre de 1810, se abrió un nuevo escenario, especialmente en el bando insurgente, donde ellas podían elegir, actuar y participar en un movimiento social estructurado, armado y de largo alcance, de un modo que no hubieran previsto.
Los eventos de la guerra propiciaron la ruptura de formas y comportamientos, donde las mujeres tuvieron que tomar decisiones. Dependiendo de qué curso tomara la guerra, sus familiares y ellas mismas podrían pasar hambre, perder su fuente de ingresos, sufrir persecución judicial, padecer el destierro u otras calamidades que amenazaban seriamente su bienestar o sus vidas. Hubo quienes participaron en el bando realista, pero como éste estaba anclado en valores y estructuras más tradicionales, era menos frecuente que participaran en el campo de operaciones; en cambio, los insurgentes dependían ampliamente de las labores auxiliares (y a veces de combate) de las mujeres en los embates de la guerra.
Las estrategias que el régimen realista empleaba para controlar y combatir a los insurgentes estaban ancladas en el ámbito público (el campo de las instituciones), por ejemplo: el cuerpo de burócratas a cargo del virrey, un ejército regular, jueces para procesar y condenar, un sistema inquisitorial, las relaciones oficiales con la Metrópoli española o los impuestos que se establecen por medio de una ley. En cambio, el movimiento insurgente debió apropiarse de mecanismos no convencionales, poco explorados por los realistas, para oponerse a ellos: los ejércitos irregulares y partidas guerrilleras, escaramuzas, retiradas, fortificaciones, actividades como espionaje, propaganda y sabotaje a cargo de población civil, redes de correos secretos, actividades de procuración de fondos por medio del convencimiento o la violencia directa, entre otros. Muchas de las actividades de los rebeldes recayeron en las comunidades y redes familiares.
Los motivos de la participación de las mujeres fueron forjados por innumerables circunstancias. No se puede afirmar que todas las mujeres lucharan por
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ideales independentistas; de hecho, todavía es objeto de debate la motivación de muchos personajes históricos, sobre todo al inicio de la contienda. Pero hay testimonios que dan cuenta de que diversas mujeres actuaron con base en una conciencia política patriótica y por convicción propia. María Catalina Gómez de Larrondo, quien en octubre de 1810 mandó a aprehender realistas y escribió a Miguel Hidalgo: “yo quedo gloriosamente satisfecha de haber manifestado mi patriotismo”; o la propia Leona Vicario, quien manifestó: “por lo que a mí toca, sé decir, que mis acciones y opiniones han sido siempre muy libres, nadie ha influido absolutamente en ellas, y en este punto he obrado siempre con total independencia”.
En otros casos, la motivación que sobresale son los lazos de parentesco. Casi todas las mujeres eran madres, esposas, hijas o hermanas, y la participación de sus familias en el bando insurgente podía atraerlas a la lucha. Como la esposa de Carlos María de Bustamante:
Doña Manuela García Villaseñor es mi esposa y compañera en la revolución desde el año de 1813 […] caí preso en Ulúa, donde estuve 13 meses incomunicado […] en todo este tiempo esta virtuosísima mujer me auxilió, socorrió y sostuvo sin [que] me faltase nada, nada, aunque ella sufrió las mayores privaciones y muchos ultrajes […] si alguno leyese esta sencilla exposición, compadezca la suerte de dos esposos víctimas de un amor patriótico.
María Francisca Dolores del Valle fue detenida por ser correo de un hermano insurgente, “y [ser] una mujer vaga”, por lo que las autoridades realistas la condenaron a seis meses de reclusión, en una Casa de Recogimiento. Estos eran lugares de corrección de la llamada “mala vida”, con estilo reformatorio, ubicadas en zonas urbanas. Era común que al sospechar de una mujer que participaba en la insurgencia se le enviara a estos sitios, la finalidad de tales casas era reformar a las mujeres a través del control.
Otros motivos los encontramos en la defensa de lo propio (la tierra y el patrimonio familiar); y el resentimiento acumulado tuvo en la experiencia de la guerra un mecanismo para manifestarse contra lo impuesto. A pesar de las diferencias abismales que podía haber entre unas y otras mujeres en la Nueva España, muchas se vieron envueltas en un proceso de ruptura con el orden colonial. Independientemente de su clase social, origen étnico o localización geográfica, experimentaron en carne propia humillación, segregación, injusticia y discriminación, causas que las condujeron indudablemente al camino de la rebelión.
Ante la violencia desatada en las ciudades, villas, ranchos y haciendas, las mujeres reaccionaron con convicción. Sobre la insurrección en San Miguel el Grande se dijo que “hasta las mujeres se olvidaron de la natural piedad de su sexo, y se llenaron del furor de la insurrección”. En San Andrés Miahuatlán, Oaxaca, en respuesta al reclutamiento para la leva encabezado por el militar Rafael de la Lanza en 1811, un grupo de mujeres decidió dirigirse en la madrugada al cuartel para liberar a sus maridos, ya que iban a ser destinados al ejér-
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cito realista. Entre las participantes se encontraban Cecilia, Ramona y Micaela Bustamante, Romana Jarquín, Rosa “la Patiño”, Pascuala, Mónica González y Pioquinta. El asalto fue perpetrado con palos, picos y piedras, tiraron la puerta y liberaron a los hombres, mientras que los guardias huían por la tapia trasera del cuartel, dejándolas dueñas de la situación.
Tal vez una de las actividades menos visibilizadas pero muy importante en un levantamiento popular es la del acopio de armas. Aquí, encontramos mujeres llevando agua, enfriando cañones, muchas veces con orina o recuperando pertrechos de guerra en los campos de batalla, como Juana María Jiménez, quien fue sentenciada en 1814 a dos años de prisión por habérsele encontrado dos paquetes de cartuchos. En el pueblo de Taxco, Prisca Maquina fue detenida también en 1814 por ser cabecilla insurgente. Se le acusó de presentarse en algunos puntos con sus charreteras y sable, “llena de tanta vanidad y orgullo” que amenazó varias veces a algunos sujetos de este pueblo. Sin saber su nombre y sólo conocida como “la mujer de Albino García”, es descrita montando a caballo como hombre, con sable en mano y a la cabeza de la división de García, y quien entraba la primera a los ataques, animando con su voz y ejemplo. María Fermina Rivera, de quien se refiere tomaba las armas de los insurgentes muertos y se batía en los campos de batalla junto a su esposo en Tlaltizapán, bajo las órdenes de Vicente Guerrero, murió en acción en Chichihualco en 1821.
Conocida también fue Altagracia Mercado, “la heroína de Huichapan”, quien levantó una división de insurgentes y se puso al frente de ella. Se afirma que en una reyerta fue la última insurgente en pie; cuando los realistas la capturaron, su valor y destreza les causó gran impresión, por lo que le perdonaron la vida.
En el valle de San Andrés Chalchicomula, durante la acusación del coronel realista Manuel de la Concha sobre María Josefa Martínez, quien fue detenida en 1817, se hace hincapié en que entre sus principales delitos estuvo el vestirse como hombre (transgrediendo el orden social) y liderar varonilmente una gavilla de 12 rebeldes. Según su juicio, muchos vecinos expresaron a las tropas las más sentidas gracias por la prisión de esta mujer, asegurando que les era más perjudicial que ninguno de los rebeldes, no sólo por la violencia con que les exigía las contribuciones, sino también por la seducción que ejercía en todos. La seducción consistía en convencer a realistas o personas ajenas al conflicto, para volverse insurgentes. Los pobladores afirmaban que María Josefa vejaba agriamente a los que no seguían su partido. Sus captores aseguraron que la ropa de mujer sólo la usaba para entrar en Orizaba, Córdoba y Puebla a observar los movimientos de la tropa y saber las disposiciones de sus respectivos comandantes, para avisar a los insurgentes. Pese a la insistencia del padre, quien justificaba su conducta por ser víctima de reciente viudez, sus jueces afirmaron que Martínez se salvó de la condena que merecían tales actos por ser mujer, pero no por ello dejó de ser reprimida: fue sentenciada a quedar presa todo el tiempo que durara la revolución.
Uno de los casos más destacados de mujeres combatientes es el de María Manuela Molina. El diario de Juan Nepomuceno Rosáins, secretario de José María Morelos y Pavón, refiere que tuvo mando de tropa.
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Día 9. Llegó doña María Manuela Molina, india natural de Taxco, capitana titulada por la Suprema Junta. Esta mujer, llevada del fuego sagrado que inspira el amor de la patria, comenzó a hacer varios servicios a la nación, hasta llegar a acreditarse y levantar su compañía. Se ha hallado en 7 batallas, y entusiasmada con el gran concepto que al señor Generalísimo le han acarreado sus victorias, hizo un viaje de más de 11 leguas por conocerlo, expresando después de lograrlo, que ya moriría gustosa, aunque la despedazara una bomba de Acapulco: ojalá que la décima parte de los americanos tuvieran los mismos sentimientos.
Durante los sitios a ciudades y comunidades se arriesgaron a salir en busca de agua y víveres. Ellas tenían la presión de que su fracaso podía derivar en la desgracia de toda la tropa. Conocido es el caso de Antonia Nava y Catalina González, quienes en el sitio de Jaleaca ofrecieron su cuerpo para que las agotadas tropas se alimentaran. Pese a la determinación de estas mujeres su sacrificio no fue aceptado y continuaron en la lucha.
Pero no todas las historias fueron gloriosas o memorables. Las mujeres y sus hijas e hijos se convirtieron en botines de guerra al ser empleados como monedas de cambio por ambos bandos. Rita Pérez y Pedro Moreno no pudieron recuperar a una de sus hijas; ellos, al transitar por los difíciles caminos de la sierra se vieron obligados a dejar a Guadalupe, de dos años, bajo la custodia del padre Ignacio Bravo en Cañada Grande; sin embargo, el padre y la niña fueron capturados por José Brillanti, quien propuso devolverla a cambio de un sargento realista, a lo que Pedro Moreno respondió que el canje no se podía llevar a cabo porque ya le había dado muerte.
Las comunidades consideradas protectoras de rebeldes también eran castigadas brutalmente; muchas veces las mujeres eran las primeras víctimas, como lo refleja el caso de las mujeres de Pénjamo, cuando Agustín de Iturbide, comandante general de las tropas del Bajío, ordenó la detención de un grupo numeroso, aproximadamente 300, en 1814. Las mujeres fueron tomadas por sorpresa en compañía de sus hijos. Una parte fueron trasladadas a Irapuato y otras a Guanajuato; se les encerró por más de dos años en las llamadas Casas de Recogidas, sin que se les formulara causa alguna.
Durante el juicio Iturbide argumentó que la detención se debía a que esta clase de mujeres causaba mayor mal que algunos de los que andaban agavillados, “por más que se quieran alegar leyes en favor de este sexo que, si bien debe considerarse por su debilidad para aplicarle la pena, no puede dejarse en libertad para obrar males, y males de tanta gravedad y trascendencia”. Finalmente fueron liberadas por orden del virrey Juan Ruiz de Apodaca en 1817.
Esta acción es relevante, pues ejemplifica cómo una población es castigada por ser considerada “una comunidad de rebeldes insurgentes”. Iturbide, impedido para controlar la zona, decidió capturar y encerrar a las mujeres del poblado bajo el argumento de que eran parte sustancial de la resistencia y debían aplicarse escarmientos.
Hubo otras tantas que ocultaron en sus casas a los insurgentes perseguidos o prestaron sus viviendas a las tropas rebeldes. Unas más proporcionaron recur-
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sos o al contrario, se deshicieron de ellos para que no pudiesen ser aprovechados por las tropas realistas, como Manuela Herrera, quien quemó sus haciendas antes de que los realistas las tomaran para abastecerse y, unida al contingente insurgente, ayudó a ocultarse y darle alojo al español liberal Francisco Xavier Mina.
Uno de los delitos castigados con más encono fue “la seducción de tropa”. A diferencia de las bajas producidas al enemigo en combate, la seducción de tropa tenía la ventaja de que, al mismo tiempo que se restaban soldados al enemigo, se sumaban manos y fusiles a la causa insurgente. A pesar de ello, quienes ejercían esta peligrosa actividad han sido poco valoradas por la historia. Quienes, en cambio, aquilataron el terrible efecto de esta actividad en la guerra fueron los realistas que las juzgaron, como aseguraba José Francisco Nava:
Nada puede ser más perjudicial a la tropa que el que las mujeres se dediquen a seducir a sus individuos y engañarlos refiriéndoles hechos fabulosos y cooperando a que abandonando sus banderas aumenten el número de los insensatos traidores, por lo que conviene imponer el condigno castigo a la que olvidada de sus deberes haya cometido este crimen.
Uno de los casos, acontecido en Villa de Salamanca en 1814, fue narrado por el propio Iturbide: “se fusiló a María Tomasa Estévez, comisionada para seducir la tropa y habría sacado muchos frutos por su bella figura, a no ser tan acendrado el patriotismo de estos soldados”. Bajo el cargo de infidencia y traición, Carmen Camacho fue fusilada en Acámbaro en 1817, acusada de tratar de seducir a un dragón, quien la delató. En su sentencia se estableció que, además de ser condenada “al último suplicio”, debía colgársele en el pecho un cartelón que evidenciara su delito.
La violencia no necesariamente terminaba con la ejecución, sino que buscaba formas de extenderse en tiempo, espacio y en el número de personas escarmentadas. La ejecución de Carmen Camacho fue planeada como un escarmiento público. Su cuerpo fue colgado y expuesto en la plaza pública de Acámbaro como amenaza de lo que podría pasarle a quien se involucrara en la rebelión. De esta forma, la violencia factual y simbólica buscaba tener un efecto más amplio y duradero.
Otros casos de mujeres detenidas por seducción de tropas fueron Gertrudis Jiménez, María Antonia García y María Gertrudis Bernal. El captor solicitaba que a la mayor brevedad les formara la causa y se hiciera un escarmiento tan público como grande era el atentado; el oficial exaltaba “que aún mayor ha sido la fidelidad del cabo, pues las expresadas mujeres franquearon hasta sus cuerpos [siendo una no mal parecida] al logro de sus ideas, las que se frustraron”. También para las que se solicitó pronta ejecución y escarmiento fue para las “pérfidas seductoras” Juana Barrera, María Josefa Anaya y Luisa Vega. De acuerdo con el oficial realista: “sería oportuno que pusiesen en reclusión, mediante a ser bien parecidas, el papel que representan y lo que pueden influir con su seducción”.
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El siguiente es el caso de Bernarda Espinosa, quien en 1815 se planeó que fuera pasada por las armas, “aunque no se constara su delito”. Pero esta no fue la única irregularidad, pues la ejecución habría sido extrajudicial cuando supuestamente la llevaran camino a una Casa de Recogimiento. Este proceder lo justificaron los realistas diciendo que sería para evitar que los insurgentes arremetieran contras 37 hombres realistas que tenían capturados. Finalmente, fue condenada a una Casa de Recogidas.
Los procedimientos judiciales emprendidos en contra de las protagonistas de estos casos estuvieron permanentemente empapados de juicios morales. Es decir, no sólo se ponderaba si lo que hacían era legal o ilegal, sino que uno de los argumentos más frecuentemente usados era que aquello de lo que se les acusaba no era propio de una mujer decente. Esto lo podemos notar porque no se indica únicamente la conducta, sino que se usaban palabras para descalificarlas y avergonzarlas, y en más de una ocasión estas acusaciones moralistas se usaron para pedir una sentencia en su contra.
En vez de decir que las acusadas habían convencido a soldados realistas de desertar o a cualquier persona de unirse a la insurgencia, las acusaban de usar “cuanto atractivo tienen” para “seducir a toda clase de vivientes”. Como las acusaban de ofrecer sus cuerpos las llamaron “mujeres prostituidas y abandonadas”, aunque en la mayoría de los casos no queda claro con qué pruebas las acusaban de algo semejante. Aunque en algunos procesos judiciales los realistas reconocían que las mujeres actuaban por defender sus ideas, en otros las llamaron pérfidas seductoras, como si aparte de seducir sexualmente a los soldados actuaran no por convicción, sino por pura maldad. Entre las acusaciones más duras para la época estaba también la de olvidar su lealtad con el mejor de los monarcas, por lo que traicionar al rey era una afrenta monstruosa contra lo más sagrado.
Ser parte de la insurgencia sólo fue una conducta más que se añadió a todas aquellas que se relacionaban con ser una mala mujer. Y, como el gobierno y la Iglesia acostumbraban a castigar a las mujeres por no ser (según las creencias de la época) buenas, este argumento también fue usado cuando eran acusadas por ser insurgentes. El caso de Bernarda Espinosa es especialmente explícito en este sentido. En el expediente se acepta que no está comprobado que haya colaborado con los insurgentes, sólo habló bien de su movimiento en público. Sin embargo, las autoridades se dedicaron a averiguar acerca de su vida personal y llegaron a la conclusión de que no era una buena mujer. No importaba si se había salido de su casa para ayudar a los insurgentes, bastaba con que se hubiera salido sin permiso de su marido y se hubiera puesto a hablar en público sobre temas políticos en favor de los insurrectos. Eso la hacía indecente, rebelde, es decir, igual de perjudicial que los insurgentes. Quien la acusó argumentó: “en mi sentir esta mujer nunca será buena”. Eso bastó para justificar su sentencia.
Durante los años que duró la guerra por la Independencia la participación de las mujeres fue reconocida por ambos bandos. Los insurgentes homenajearon a algunas de las que estuvieron luchando por la causa en común, como a Leona Vicario, a quien en el temprano 1813 nombraron “Benemérita de la Patria”. Los realistas, por su parte, reconocieron el peligro que significaban y exaltaron que
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eran una fuerza importante contra la cual combatir, sobre todo las mujeres de las villas o los pueblos. Así lo exponían ante las autoridades realistas, por ejemplo, el oficio que dirigió Francisco Manuel Hidalgo al virrey Juan de Apodaca, en 1817, donde le solicitó mayor firmeza en Sultepec, no sólo por lo expuesto y rebelde de aquel punto, “sino por no haber una mujer que no sea una verdadera insurgenta”.
Desde entonces, y hasta hoy día, las mujeres han formado parte de los procesos que han constituido a la nación mexicana. Mujeres protagonistas de la liberación de un territorio, de revoluciones sociales y, con el tiempo, de sus propias luchas.