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Las rebeliones indígenas en la época colonial
from los mexicanos
Carlos Rubén Ruiz Medrano*
Concluida la conquista del Valle de México encabezada por las huestes del capitán Hernán Cortés y sus aliados indígenas, y sojuzgado el Imperio azteca en el año de 1521, los conquistadores españoles emprendieron de una manera sorprendentemente rápida el complejo proceso de ordenar y dar forma a este Nuevo Mundo que se erigía sobre las ruinas del mundo indígena. Este proceso habría de culminar con el nacimiento de una sociedad genuinamente colonial de carácter trasatlántico, tanto por su carácter dependiente de la lejana Metrópoli, como por su capacidad de generar sus propios órganos e instituciones de ordenamiento social, económico, jurídico y religioso en los territorios que antaño había ocupado el Imperio azteca; un territorio que, en lo sucesivo, sería formalizado como la Nueva España. De igual forma, es importante hacer notar que esta serie de cambios en la organización social necesariamente tuvo consecuencias directas sobre las poblaciones nativas. En efecto: durante los años que van de 1521 a 1541, y que corresponden al establecimiento de la Primera Audiencia de la Nueva España, se llevaron a cabo diversas medidas de orden político y social que buscaban regular la subordinación de las numerosas culturas o “naciones” indígenas —como eran denominadas por los españoles—, que paulatinamente eran absorbidas, conquistadas o asimiladas al régimen colonial. Este hecho, a la postre, implicó situar a los pueblos indios bajo criterios jurídicos que justificaban su dominación y enfatizaban la necesidad de ser adoctrinados en la religión católica. Por ello, si bien fueron reconocidos como vasallos libres del monarca español y con determinados derechos inherentes a su condición de vasallaje, que los facultaban para formar sus propios cabildos (gobiernos locales) y poseer fundos legales (tierras pertenecientes a las comunidades), las llamadas “Leyes de Indias” —establecidas en 1541—, también les asignaron la categoría de “menores”, y por tanto, sujetos a la tutela y protección permanente del monarca. En resumen, es posible afirmar que la permanente posición subordinada que derivó de estas reformas legales no sólo dio lugar a numerosos abusos y formas de presión económica, social y fiscal sobre los grupos nativos, sino que fue moldeada mediante diversas instituciones que le dieron su particular tónica. Por ejemplo, la encomienda (un sistema de explotación que
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* El Colegio de San Luis.
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brindaba a los encomenderos derechos sobre pueblos indios) fue el primer eslabón necesario para canalizar la mano de obra indígena a la economía colonial; junto con ello debemos citar el establecimiento de los pueblos de congregación que facilitaban concentrar a las poblaciones nativas con fines de control social y obtención del pago de tributo. A este contexto corrosivo y de enorme coerción también se deben sumar el desarrollo informal y escasamente controlado de una serie de mecanismos violentos y compulsivos que afectaban la economía de los pueblos nativos y que contribuyeron a su debacle poblacional, como el repartimiento forzoso de mercancías, la pérdida de sus tierras ante el crecimiento de los latifundios y el ser utilizados como mano de obra barata en las empresas económicas de los españoles.
Pero la implantación del sistema de dominación colonial, con sus propias estructuras de gobierno, formas de organización del territorio y dominio sobre las comunidades indígenas, que se sucedió en buena parte del actual territorio mexicano, no implicó, ni mucho menos, el fin de la resistencia indígena a las autoridades, colonos y religiosos hispanos. Es indudable que este entorno de explotación desmedida habría de estimular numerosas formas de descontento social por parte de las comunidades indígenas. A lo largo de los siglos xvi, xvii y xviii, y en diversas regiones de la llamada Nueva España, las sociedades nativas, tanto aquellas formalmente asimiladas al nuevo orden, como las que se localizaban en los márgenes y en los límites fronterizos del Imperio español en América, desarrollaron múltiples formas de resistencia y antagonismo a los distintos agentes del régimen colonial, y lograron articular amplios espacios de rebeldía que, en algunos casos, tardarían varios decenios en poder ser sofocados o eliminados del mapa territorial hispano en América.
Es importante precisar que las formas en las que se manifestó la resistencia nativa mostraron amplias diferencias; tanto por su nivel de radicalidad y antagonismo en contra del orden colonial (lo que habría de determinar la morfología general de los alzamientos), como en la propia naturaleza de sus demandas y los agravios que los indígenas buscaban corregir por medio de la lucha armada. En ellas es posible identificar desde insurrecciones en gran escala que se habrían de prolongar durante varios años, hasta movimientos sociorreligiosos que pugnaban por la expulsión de los españoles y la restauración del mundo prehispánico; y desde guerrillas étnicas (como la “Guerra Chichimeca”), pasando por breves asonadas y tumultos locales en contra de autoridades específicas. A pesar de estas diferencias que presentó la resistencia indígena, es posible establecer una serie de distinciones de carácter general con las que pueden ser divididas, con el fin de entender mejor estos sucesos que acaecieron con relativa frecuencia en toda la Nueva España.
En primera instancia es posible tomar como punto de partida los distintos periodos en los que acaecieron; una consideración con la cual se desarrollará el presente capítulo. En efecto, es claro que, durante el siglo xvi, la mayor parte de las rebeliones indígenas ocurrieron en sociedades nativas que rechazaban ser integradas a la incipiente sociedad colonial que buscaba extenderse sobre sus territorios. Sus manifestaciones de descontento y rebeldía dieron pie a diversas insurrecciones de gran magnitud; aunado a ello, es posible localizar en
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sus expresiones antagónicas una búsqueda consciente por retornar al mundo previo a la conquista, que parecía fortalecer la lucha nativa en contra de los españoles. Ejemplos de estas rebeliones los podemos localizar en la rebelión del Mixtón (1541) llevada a cabo por indígenas caxcanes en lo que ahora corresponde al actual estado de Jalisco; las rebeliones de los lacandones en Chiapas durante los años 1553 a 1556; y la llamada “Guerra Chichimeca” que asoló buena parte del norte de la Nueva España durante la segunda mitad del siglo xvi. Parece ser que este patrón tuvo una continuidad a lo largo del siglo xvii, y las insurrecciones más espectaculares en contra de los españoles ocurrieron en regiones situadas al norte de la colonia, donde grandes naciones indígenas presentaron una férrea resistencia a los intentos de colonización de sus territorios, como la de los indios zuñíes, hopis, teguas (apaches) y navajos en 1680, en el actual Nuevo México, y la de los acaxees, coras y tepehuanes en Durango, Nayarit y Sinaloa, respectivamente.
EL SIGLO XVI
Como se ha señalado, el siglo xvi constituye una etapa formativa en la que se sentaron las bases de la dominación hispana en América y se alentó una ocupación permanente de diversos territorios, algunos de los cuales tenían amplias poblaciones nativas que reaccionaron a los intentos de anexión mediante la vía armada. Debido a que la colonización y lo que esto implicaba era un fenómeno relativamente reciente para estos grupos, sus muestras de rechazo a las imposiciones fiscales y sociales tuvieron un repunte. Un ejemplo claro de este tipo de insurrecciones nativas lo constituyó la rebelión del Mixtón —en alusión al peñol donde se refugiaron los últimos rebeldes encabezados por el cacique caxcán Tenamaxtle—, en 1541. Esta rebelión tuvo su epicentro en el reino de la Nueva Galicia, y en las abruptas regiones serranas de Juchipila (Zacatecas) con esporádicos ataques a las poblaciones cercanas a la ciudad de Guadalajara. Todo indica que esta rebelión fue planificada con tiempo y en ella participaron la mayor parte de los indígenas caxcanes de Juchipila, Tlatenango, Nochistlán y Teocaltiche. Estos grupos, cansados de los abusos que los encomenderos de la Nueva Galicia realizaban de manera cotidiana en su contra, y frente a los intentos violentos de los frailes por erradicar la religión prehispánica que seguía latente entre las comunidades indias, se alzaron en una amplia insurrección. Bajo la guía de su dirigente, el cacique de Nochistlán, Tenamaxtle, los caxcanes realizaron múltiples ataques a los establecimientos hispanos, llegando a amenazar seriamente todo el reino de la Nueva Galicia y, finalmente, frente a la ofensiva española, se refugiaron en la sierra del Mixtón. Los hispanos, por su parte, y ante una rebelión que parecía extenderse en todo el territorio, tuvieron que hacer acopio de su mayor fuerza militar junto con sus aliados indígenas para derrotar a los rebeldes en el Peñol del Mixtón. Dato interesante de esta batalla es que en ella falleció el conquistador Pedro de Alvarado.
Junto con esta enorme insurrección indígena es posible ver otras formas de resistencia india que se desarrollaron en el norte de la colonia, como la llamada “Guerra Chichimeca”, durante los años de 1550 a 1590, aproximadamente.
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Aquí, los españoles tuvieron que enfrentar un tipo de lucha más incierta y parecida a una guerra de guerrillas que realizaban pequeñas bandas de indígenas guachichiles, zacatecos, guamares y guaxabanes (todos ellos agrupados bajo el nombre genérico de “chichimecas”) sobre las rutas que surcaban el norte de la Nueva España. Los ataques de estos grupos nómadas y seminómadas sobre las estancias de ganado, ranchos y colonos en general amenazaron seriamente la economía de la Nueva España; no es casual que en 1561 los oficiales reales de la ciudad de Guadalajara calcularan el número de muertos por estos ataques en más de 200 personas, entre indígenas aliados, españoles, negros y mulatos. En todo caso, mediante una política de alianzas con los caciques chichimecas y la entrega de regalos y otros insumos, las autoridades españolas lograron pacificar a estos grupos y, para fines del siglo xvi, los chichimecas fueron hundidos como entidad étnica y los sobrevivientes de esta guerra se vieron reducidos en pueblos de congregación.
El sur de la Nueva España, en lo que correspondería a los actuales estados de Oaxaca y Yucatán, no fue ajeno a periódicas oleadas de malestar y también se presentaron diversas rebeliones de gran amplitud. De esta forma, en el año de 1550 y en las cercanías de la actual ciudad de Oaxaca, los indígenas zapotecos se alzaron en un intento de expulsar a los españoles de sus territorios. Esta rebelión resulta interesante porque demuestra que los zapotecos apelaron al pasado prehispánico como motor de la rebelión; de acuerdo con diversos cronistas, los indígenas zapotecas comenzaron a profetizar la llegada del dios Quetzalcóatl, que habría de derrotar a los españoles y expulsarlos de sus territorios ancestrales. Si bien son pocos los datos en torno a esta rebelión, todo indica que tuvo un carácter masivo y participó un gran número de indígenas de varias comunidades cercanas a la villa de Antequera (actual ciudad de Oaxaca), que llegaron a amenazar a los españoles asentados en la villa de San Ildefonso. Ante estos hechos, el propio virrey Antonio de Mendoza despachó una numerosa fuerza militar que logró sofocar la revuelta a los pocos días.
Junto con esta serie de rebeliones indígenas es menester citar la del año de 1546 en la península de Yucatán. Todo indica que el último intento colonizador de buena parte de Yucatán, junto con las numerosas vejaciones que los encomenderos cometieron en contra de los indígenas mayas, generó un intenso malestar social en toda la región oriental de la península; junto con ello, los intentos de los frailes por erradicar los cultos prehispánicos incrementaron el descontento social. En realidad, parece que buena parte del rechazo a los españoles fue atizado por los propios caciques y sacerdotes mayas, que deseaban expulsarlos de manera definitiva. Una vez iniciada la rebelión, los indígenas realizaron la matanza de numerosos encomenderos, la destrucción de los pueblos más remotos y trataron de sitiar la villa de Valladolid. En esos momentos de apremio, parece que los hispanos residentes en la cercana ciudad de Mérida enviaron numerosos refuerzos militares a la zona. Luego de trabar batalla con los rebeldes, los españoles bajo el mando del capitán Juan Aguilar lograron derrotarlos en una dura batalla. Los últimos focos de la rebelión fueron sofocados al cabo de varios días mediante negociaciones, que permitieron pacificar toda la región.
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EL SIGLO XVII
El siglo xvii en la Nueva España fue un periodo donde finalmente se consolidó un rígido orden jerárquico colonial que habían buscado establecer los primeros soberanos de la dinastía de los Habsburgo. A diferencia de la Metrópoli, que iniciaba una prolongada decadencia, la Nueva España se vio caracterizada por una cierta estabilidad política y social. Prueba de esta vitalidad es que a lo largo de estos años los procesos de expansión y conquista, iniciados desde 1521, siguieron adelante con renovados bríos. A lo largo de este periodo nuevos territorios y naciones indígenas fueron incorporados a la órbita colonial. A mediados del siglo xvii este empuje colonizador habría de llegar hasta el actual Nuevo México, en el suroeste de lo que hoy son los Estados Unidos, así como Florida y California. En todo caso, fue aquí donde ocurrieron las muestras más tajantes de rechazo a los colonizadores españoles. En este sentido, habría que considerar que durante este periodo la mayor parte de los grupos étnicos del Septentrión eran nómadas y seminómadas y por tanto fueron particularmente sensibles a la presión que comenzaron a ejercer sobre ellos los colonos españoles, que no sólo demandaban mano de obra para las minas, sino que comenzaron a exigir diversos productos alimenticios de estas comunidades indígenas. Una de las primeras insurrecciones indígenas que ejemplifica esta situación fue la rebelión de los indígenas acaxees, entre los años de 1601 y 1602. Ubicado en las vertientes serranas del Pacífico de la Sierra Madre Occidental, en los actuales estados de Sonora y Durango, este territorio fue conquistado entre los años de 1564 a 1570 por diversos capitanes españoles. De igual forma, el arribo de numerosos colonos a estas regiones permitió localizar diversos yacimientos de oro y plata en las llamadas sierras de Topia y San Andrés. Para explotar estos yacimientos, los mineros echaron mano de los indígenas; pero también alentaron el despojo directo de los excedentes agrícolas de los pueblos indios, al canalizarlos al sostenimiento de los trabajadores en las minas. Finalmente, junto con el trabajo forzado en las minas y la requisición de las cosechas de sus sementeras, numerosos acaxees fueron sometidos a un régimen de esclavitud lisa y llana, mientras que otros tantos eran congregados de manera forzada en numerosos pueblos de misión establecidos por los franciscanos. No es casual que en este contexto de violencia irrestricta en su contra y de enorme presión social, los acaxees tomaran el camino de la rebelión. Así, en el año 1601, unos 50 indígenas acaxees fugados del asentamiento minero de Topia iniciaron una revuelta que pronto se extendió entre diversas comunidades hasta integrar casi 5 000 guerreros. A lo largo de varias semanas, los rebeldes centraron sus ataques en el extermino de los colonos españoles, los indígenas cristianizados y la quema de las iglesias. Incluso lograron destruir el Real de Minas de Topia, cercano a las misiones de San Pablo y San Pedro, antes de replegarse a las serranías. Por su parte, en el pueblo de las Vírgenes, cercano a Topia, los insurrectos mataron a buena parte de sus habitantes, y en el de San Andrés asesinaron a 40 españoles aproximadamente, mientras el resto de los habitantes se refugiaban en la cercana iglesia del lugar. Parece ser que los sobrevivientes, bajo la dirección del jesuita Alonso Ruiz, resistieron aproximadamente 15 días. Esta situación de fuga de los pueblos y ataques sobre
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los asentamientos hispanos se prolongó a lo largo de varios meses, hasta que el gobernador de Durango despachó una numerosa fuerza militar que derrotó a los rebeldes concentrados en un peñón denominado Pospa. Los escasos sobrevivientes de esta batalla, entre niños, mujeres y ancianos, se vieron obligados a solicitar la paz al gobernador de Durango, Rodrigo del Río. La rebelión de los indígenas acaxees fue casi total, y al final implicaría la destrucción de esta etnia.
Otra de las grandes rebeliones indígenas ocurridas durante el siglo xvii fue la de los indios zuñíes, hopis, navajos y teguas en la provincia de Nuevo México en el año de 1680, que culminaría con la expulsión de los españoles de sus territorios por más de 10 años. Conquistada por Juan de Oñate hacia 1598, los habitantes indios de la provincia de Nuevo México padecieron diversos grados de explotación generalizada. Así, la ausencia de zonas metalíferas implicó que los españoles se volcaran directamente sobre la mano de obra indígena como mecanismo para acumular riquezas. Junto con ello, la introducción de la encomienda a largo del siglo xvii en esta región implicó colocar a los zuñíes, hopis, jumanos y teguas situados en las inmediaciones de Taos, Albuquerque y Santa Fe, frente a numerosos actos arbitrarios destinados a la extracción de excedentes, particularmente al concentrarlos en numerosos pueblos de congregación y encomienda. Este proceso de colonización también vino acompañado de numerosas formas de violencia y rapiña sobre las poblaciones nativas sedentarias. En este contexto, hacia el año 1680, Popé, un líder religioso de la etnia tegua que vivía en el pueblo de San Juan, cercano a Taos, decidió iniciar la revuelta luego de haber obtenido el apoyo secreto de numerosos grupos tribales, como los propios teguas, hopis, zuñíes y apaches, lo que refleja que las presiones del régimen colonial eran generalizadas y se superponían a cualquier distinción tribal. A lo largo de la rebelión de los indios pueblo, los insurrectos lograron saquear y destruir numerosos asentamientos españoles en toda la provincia y, para el 13 de agosto de 1680, la mayor parte de la presencia española había sido eliminada en casi toda el área; en ese momento Popé comenzó a profetizar el retorno de los dioses ancestrales y la salud y prosperidad de todos los pueblos que se sumaran a la rebelión, lo cual incrementó el empuje de los insurrectos. Por su parte, los españoles e indios aliados supervivientes de las matanzas optaron por refugiarse en Santa Fe (actual Santa Fe, Nuevo México), donde fueron sometidos a un riguroso sitio. Desesperados ante la magnitud de la revuelta y claramente superados en número, el gobernador de Nuevo México, Antonio de Otermin, decidió abandonar la provincia con los refugiados y dirigirse al Paso del Norte (actual Ciudad Juárez). Es interesante advertir que, a partir de esta rebelión, miles de caballos cayeron en poder de los indígenas, y su posterior comercialización entre los pueblos de las Grandes Llanuras daría lugar a una cultura ecuestre entre diversos grupos indígenas, como la de los apaches, que se prolongaría hasta fines del siglo xix. En todo caso, una vez expulsados los españoles, Popé comenzó a pregonar el retorno al pasado previo a la llegada de los españoles y la destrucción de todos los símbolos de la presencia hispana, como asentamientos, iglesias y misiones. Esta situación se mantuvo hasta el año 1692, cuando los españoles intentaron recobrar control de la provincia. En ese mismo año, el capitán Diego de Vargas, al mando de una fuerza de 60 españoles, 100 auxiliares indios aliados y varios
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cañones, logró alcanzar Santa Fe, donde obligó a los indios pueblo a firmar un acuerdo de paz. Este acuerdo, en realidad, fue poco acatado, y los indígenas continuaron dando muestras de rebeldía, lo que obligó a Vargas a regresar con una fuerza de más de 800 soldados que tomaron a viva fuerza Santa Fe. Con un mayor control de la provincia, todo indica que se retomaron los procesos previos de colonización, y si bien los zuñíes y teguas volverían a alzarse en armas en 1696 y continuarían su revuelta hasta el año 1700, para fines prácticos, la mayor parte del territorio podía ser considerado como pacificado.
EL SIGLO XVIII
Durante este periodo, el longevo sistema de gobierno colonial contaba con más de 200 años y buena parte del territorio podía considerarse como pacificado. Por otro lado, la economía colonial y la población mestiza, afrodescendiente e indígena aumentaron de forma significativa. A pesar de ello, las tensiones derivadas de un sistema de explotación inherente al régimen colonial dieron pie a múltiples formas de descontento social por parte de las comunidades indígenas. Junto con ello persistían diversos territorios escasamente controlados, donde los grupos indígenas mantenían cierto grado de autonomía y resistencia. Uno de estos territorios lo constituía la sierra de San Andrés, una amplia porción de la Sierra Madre Occidental en el actual estado de Nayarit. Aquí, los indígenas coras se habían mantenido independientes de los españoles, aprovechando la aspereza de sus territorios. Sin embargo, el descubrimiento de diversos yacimientos de oro y plata en estas zonas hacia inicios del siglo xviii dio pie a la entrada de numerosos colonos y mineros españoles. A pesar de la hostilidad de los nativos coras y guaynamotas en contra de los mineros españoles, éstos lograron controlar el Real de Minas de Santa Rosa. Las autoridades españolas vieron en estos hechos una magnífica oportunidad de pacificar a los indígenas de una buena vez y enviaron numerosas expediciones militares a la zona. No obstante, si bien es cierto que lograron reducir a algunos grupos coras, la mayor parte de ellos resistieron en uno de sus lugares de culto más famosos y venerados: la Meseta o Mesa del Tonati, donde los coras resguardaban en un santuario una “momia” de su antiguo líder llamado Tonati o “El Sol”. En el año 1722, Santiago de Rioja y Castillo, capitán de caballería de dicha provincia, decidió eliminar este sitio de culto que estimulaba a los coras a mantener su resistencia y ordenó a su compañía preparar sus pertrechos con el fin de realizar un asalto militar en contra del sitio donde los informes situaban a la momia del príncipe de los nayaritas. Es posible que el celo del capitán Santiago Rioja estuviera cifrado en su intento de eliminar de manera definitiva un espacio territorial que se había mostrado rebelde a la autoridad colonial, y donde “indios cristianos, que fugitivos de sus propias tierras, moraban entre los apóstatas y gentiles”, pero igualmente, generar condiciones de certidumbre para los mineros y estancieros, que comenzaban a realizar numerosas prospecciones en la cuenca baja del actual Río Bolaños. Una vez que Santiago Rioja dio la orden a las tropas de avanzar, los coras mostraron una firme intención de defender su recinto sagrado y fue necesario realizar varios asaltos infructuosos al promonto-
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rio que se prolongaron a lo largo del día, hasta que finalmente lograron quebrar la resistencia de los nayaritas y tomar el santuario donde procedieron a quemar la momia del Tonati; si bien la resistencia de los coras se mantuvo con diversos altibajos a lo largo del siglo xviii, la destrucción de su santuario fue determinante para lograr conquistar su territorio.
Hacia el siglo xviii también es posible localizar otro tipo de formas de lucha, asociadas a breves tumultos, asonadas callejeras y manifestaciones locales de descontento. Este fenómeno, que acaeció con mayor frecuencia en pueblos indígenas bien integrados al sistema económico colonial en el centro de México y Oaxaca, ha sido objeto de particular atención. A pesar de presentarse en entornos locales, no deben ser desdeñadas: en ellas existe una mayor complejidad, sobre todo al constatar que en este tipo de tumultos los indígenas rebeldes sustentaron parte de sus reclamos en las propias nociones de la legislación hispana, las cuales fueron asociadas como un factor reivindicativo en su lucha. Si bien no se localiza en estos breves tumultos un intento o búsqueda de transformación radical del orden colonial, sí permiten a los estudiosos de estos fenómenos históricos comprender la cultura política de las sociedades nativas dentro del Imperio español durante este periodo; asimismo, demuestran que estos eventos multitudinarios permitieron a los indígenas reafirmar su capacidad de negociación con los diferentes agentes del régimen colonial. Por ejemplo, es interesante apreciar que, en muchos de ellos, la comunidad entera salía a la calle, lo que les otorgaba un carácter masivo y compacto. Las armas que utilizaban los rebeldes eran mayormente herramientas del campo como azadones, machetes y hoces, lo que revela que no eran planificadas, pero tenían el potencial de amedrentar a las autoridades, las cuales normalmente cedían a sus demandas. Este tipo de tumultos y asonadas de corta duración tuvieron un repunte en el siglo xviii, y normalmente ocurrían con el fin de revertir determinados abusos considerados intolerables por los indígenas o que podían amenazar sus tierras o sus derechos a las mismas. De hecho se han contabilizado más de 120 de estos eventos en las provincias de México y Oaxaca durante este periodo, lo que demuestra la capacidad de las comunidades indígenas para defender por la vía armada sus derechos. El éxito que tuvieron estas formas improvisadas de lucha resulta claro al constatar que a inicios del siglo xix un 40 por ciento de estas comunidades lograron retener sus tierras.
Podemos finalizar este capítulo señalando que las comunidades indígenas en todo el ámbito colonial de la Nueva España y a lo largo de los siglos xvi, xvii y xviii, ciertamente lograron manejar los retos que les planteaba este sistema de dominación. Lejos de lo que se ha señalado, los indígenas no fueron los sujetos pasivos que aceptaban la subordinación sin réplica; por el contrario, supieron incidir en este sistema para expresar su malestar y su descontento frente a distintos abusos sociales y económicos. En algunos casos, estas rebeliones fueron onerosas para sus protagonistas, puesto que enfrentaron la extinción física y cultural, como los chichimecas y los acaxees, pero en otros casos lograron mantener su identidad étnica a través de la resistencia, lo cual no fue un logro menor.