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INTRODUCCIÓN
from los mexicanos
Eduardo Villegas Megías y Felipe Ávila
México es una nación milenaria en la que se entrecruzan muchísimas culturas, lenguas y tradiciones. La grandeza de su pueblo descansa en la riqueza de una historia llena de lecciones, entre las que destaca el afán, a veces acallado, a veces explosivo, por los ideales de libertad e igualdad. Gracias a ello existen hoy instituciones y leyes que hacen posible la convivencia democrática como un terreno donde se pueden dirimir las diferencias de opinión.
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Todas las sociedades están conformadas por individuos y grupos que piensan distinto y tienen intereses opuestos entre sí. De ahí la importancia de garantizar un marco jurídico parejo, porque el trato diferenciado entre iguales no solo es injusto, sino que genera exclusión y resentimiento. De ahí también la enorme repercusión de las condiciones materiales para una convivencia armónica, pues la extrema pobreza y la acumulación frenética de capital son leña para el fuego de una violencia que todo consume.
Aunque un gran número de derechos pueden parecernos naturales, en realidad son el fruto de luchas casi siempre sangrientas. Tal es el caso del acceso gratuito a una educación emancipada de dogmas religiosos, que en tiempos del Virreinato de la Nueva España ni siquiera era imaginable. Tal es el caso del derecho a la atención médica, a la organización sindical, a un salario mínimo y a una jornada laboral de ocho horas, que a inicios del siglo xx eran utopía. Tal es, en fin, el caso de otras tantas difíciles conquistas por las que ahora podemos gozar de una mejor sociedad.
Las generaciones que nos antecedieron, hombres y mujeres de todas las edades, se han entregado para construir un país más justo, más libre, más equitativo, más democrático. La historia del pueblo mexicano es la historia de esa lucha, que hunde sus raíces en el pasado más remoto cuando se establecieron los primeros asentamientos humanos. Poco a poco fueron desarrollándose y floreciendo comunidades cada vez más complejas, al grado de erigir maravillas arquitectónicas que siguen siendo objeto de admiración universal, por no hablar de sus avances tecnológicos, variedad gastronómica o refinamiento estético. La lista de aquellas extraordinarias culturas comprende a la olmeca, la maya y la teotihuacana, por mencionar apenas a algunas de las más famosas.
El carácter étnico, social, económico, político y religioso de México lleva la marca de hierro de la incursión europea en tierras americanas bajo la estrella de una sed insaciable de oro, mujeres y poder. En 1521 cayó la ciudad de Tenochtitlan, sede del imperio mexica, que era también el corazón de la denominada Triple Alianza por la que, junto con tezcocanos y tepanecas, buena parte de los pueblos de Mesoamérica debían pagar tributos al tlatoani.
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Cuando llegaron a las costas del Golfo de México en 1519, las reducidas tropas comandadas por el español Hernán Cortés supieron sacar provecho del rencor común de los locales hacia el yugo de la Triple Alianza. Durante mucho tiempo este hecho fue interpretado como una conquista militar y espiritual que era consecuencia de la evidente superioridad civilizatoria de los europeos sobre los salvajes nativos. Sin embargo, debe leerse en realidad como una guerra libertaria de pueblos mesoamericanos que se coaligaron con astutos españoles quienes, a la larga, se beneficiaron enormemente de la fragmentación de las poblaciones indígenas.
El nuevo orden económico, político, cultural y religioso fue impuesto por aquella minoría española, aun cuando una parte muy menguada de la nobleza, de las creencias y de la organización social anterior se mantuvo. Los pueblos derrotados fueron sometidos a la esclavitud y asignados, mediante el sistema de encomienda y del repartimiento, a conquistadores y colonos llegados del viejo continente a quienes debían entregar su tiempo y el producto de su trabajo.
Enfermedades como la viruela, el sarampión y el tifo, hasta ese momento desconocidas en América, segaron la vida de cientos de miles de personas: una catástrofe demográfica en la que murió más del ochenta por ciento de la población autóctona.
Los templos de las antiguas urbes fueron demolidos para erradicar los rastros de lo que llamaron idolatría. La traza de las ciudades se alteró profundamente, al grado de asignar guetos marginales para quien no tuviera ascendencia peninsular directa. Muchos perdieron sus tierras e incluso la posibilidad de honrar a sus antepasados como lo habían hecho durante siglos.
La nueva sociedad colonial era opresiva y dividida en castas, de manera que en la punta de la pirámide del poder y los privilegios se encontraban los españoles. Son tantos y tan terribles los agravios que sería imposible redactar su inventario completo. En suma, la conquista fue una catástrofe para los pueblos mesoamericanos, así como para los africanos también traídos en cautiverio a raudales por comerciantes sin escrúpulos.
El periodo novohispano creó una realidad peculiar de la que somos herederos. No sólo hubo mezcla de la sangre americana, europea, africana y asiática, sino que también surgió un mundo distinto: comida, arquitectura, música, vestidos y bailes fueron adquiriendo rasgos propios, que tomaban préstamos de aquí y allá, pero producían algo nuevo. Así fue alcanzando el mestizaje una identidad nacional que antes no existía.
Y, sin embargo, el sometimiento nunca llegó a ser absoluto. El resentimiento hacia el sistema europeo de explotación fue caldo de cultivo de múltiples formas de resistencia, desde sutiles sabotajes hasta abiertas rebeliones. El control político del extenso territorio de Nueva España tomó todavía muchos años. En algunos lugares ni siquiera bastaron tres siglos para conseguir la capitulación de grupos pertrechados en selvas y desiertos de muy difícil acceso, como los mayas, los yaquis y los lacandones. Esa resistencia permitió, en ciertos casos, preservar lenguas, culturas, creencias y tradiciones, aunque lo más frecuente fue que se deformaran o incluso desaparecieran para siempre sin dejar rastro.
El 16 de septiembre de 1810 se inició un levantamiento armado diferente de los anteriores: ya no se trató de una oposición a ciertas formas de dominio, el reclamo por humillaciones concretas o la propuesta de mejoras laborales, sino
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la abierta confrontación al papel subordinado, de segunda clase, para quienes hubieran nacido fuera de España. Tras once años de guerra civil, el 27 de septiembre de 1821 culmina la revolución popular en la que participaron, tanto las élites locales que eran todo el tiempo desplazadas por las peninsulares, como infinidad de indígenas, afrodescendientes y marginados.
Así nació México, en esta búsqueda de libertad frente al reino de ultramar y de igualdad ante las corrosivas disparidades de las castas. La lucha encabezada, primero, por Miguel Hidalgo, y luego por José María Morelos y Vicente Guerrero, fue un movimiento libertario y justiciero, cuyo fin era acabar con la esclavitud, los tributos y la concentración de poder y riqueza. Por ello es que la rebelión tuvo dos dimensiones: la independencia política de España y la voluntad de una sociedad más justa.
Los primeros decretos de Hidalgo en octubre de 1810 ya establecen la abolición de la servidumbre forzada y de los tributos, y cuestionan la concentración de la tierra en pocas manos. Proclamó también que todos pudieran disfrutar de su trabajo y acabar con la opresión. Conforme avanzaba el ejército insurgente por el centro de la Nueva España, luchó contra la explotación en haciendas y minas, y manumitió numerosos esclavos. La liberación de presos políticos era muestra del repudio al orden hegemónico, que estaba diseñado para el beneficio de una minoría.
La primera parte de esta revolución independentista concluyó con la captura y fusilamiento de Hidalgo, Allende, Aldama y otros líderes. Pero la fuerza y legitimidad de la insurrección ya no se podía detener. El genio militar y político de Morelos extendió la llama redentora por los territorios del sur. En 1814 se llevó a cabo el Congreso de Anáhuac, y Morelos presentó los «Sentimientos de la Nación», un documento clave del movimiento rebelde, donde señala en postulados simples la necesidad de establecer la soberanía del pueblo y de leyes para abatir la pobreza y la desigualdad.
La participación de las mujeres en esa lucha fue fundamental. Josefa Ortiz, Leona Vicario, Mariana Rodríguez, Carmen Camacho, Gertrudis Bocanegra y muchas más encarnaron los anhelos de justicia y libertad. Estas mujeres se encargaron de múltiples tareas, desde convencer a soldados realistas de pasarse al bando sublevado, pagar con su propio dinero la fabricación de armamento y suministrar papel y tinta para periódicos, hasta enviar alimentos y ropa a las familias de insurgentes muertos o encarcelados. Algunas de estas valientes mujeres fueron capturadas y encarceladas, y en ocasiones perdieron la vida.
Con la muerte de Morelos en diciembre de 1815 a manos de la milicia del gobierno virreinal, la causa independentista sobrevivió gracias al ímpetu indomable de Vicente Guerrero. En una coyuntura afortunada, a principios de 1821 unió sus fuerzas con Agustín de Iturbide, quien hasta ese momento comandaba las tropas realistas. Guerrero e Iturbide consumaron la independencia pocos meses después de la proclamación del Plan de Iguala, que rápidamente sumó el apoyo popular bajo la consigna de tres garantías: religión, independencia y unión.
El 28 de septiembre de 1821 se firmó el Acta de Independencia que puso fin al Virreinato de la Nueva España. El primer experimento como Estado soberano fue una monarquía bajo el propio Iturbide; sin embargo, tuvo una existencia efímera. Iturbide fue exiliado en 1823 y el Imperio Mexicano dio paso en 1824 a una república federal. No se toleró que la libertad ganada con tanto esfuerzo se en-
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tregara al capricho de un nuevo amo. Iturbide pagó con su vida el pisar de nuevo las costas del país con la intención de reclamar la corona perdida.
El respaldo de los criollos, los comerciantes y hacendados, del ejército y la Iglesia católica había sido fundamental para alcanzar la anhelada ruptura con España. Pero este favor se pagó al precio de sacrificar los ideales de justicia social. La Iglesia conservó su poder económico como la principal propietaria de tierras y bienes, mientras que el ejército y los ministros religiosos preservaron sus fueros y tribunales especiales. Incluso un sector de las élites promovió un proyecto conservador que convirtió al general Antonio López de Santa Anna, quien fue once veces presidente de la república, en un factor decisivo de la política nacional en las décadas de 1830 y 1840.
Los grupos políticos y económicos dominantes obstaculizaron la recuperación de los principios de libertad e igualdad cuando el liberal Valentín Gómez Farías intentó realizar reformas sociales en favor de campesinos, indígenas y mestizos. La sociedad se partió entre dos facciones: por un lado, quienes miraban con nostalgia el régimen aristocrático y, por otro, quienes defendían el credo republicano. La inestabilidad política que derivó del conflicto entre liberales y conservadores influyó para que México perdiera más de la mitad de su territorio ante Estados Unidos en febrero de 1848.
Entre 1854 y 1867 se gestó la segunda gran transformación social en la historia de México. Durante el periodo conocido como Reforma, se avanzó en el establecimiento de las bases para la equidad. El bando liberal consiguió derrotar al príncipe Maximiliano de Habsburgo quien, con la anuencia de Napoleón III, había aceptado el trono del Segundo Imperio Mexicano ofrecido por la oligarquía conservadora. En 1821 concluyó una larga etapa de sometimiento colonial; en 1867 se puso fin al ensayo fugaz de volver al servilismo más ruin. Una y otra vez el pueblo de México supo apostar por la libertad, incluso por sobre la vida, y el destino le pagó con creces su sacrificio al conseguir por segunda vez su independencia.
El logro más significativo de esa guerra fue la erradicación de los privilegios del clero, del ejército y de los terratenientes, así como la separación entre la Iglesia y el Estado, bajo el liderazgo de Benito Juárez, Melchor Ocampo, Guillermo Prieto, Ignacio Ramírez, Francisco Zarco, Ignacio Zaragoza, Vicente Riva Palacio y muchos integrantes más de una brillante generación de patriotas. La creación del registro civil tuvo consecuencias excepcionales porque arrebató el monopolio de la socialidad al clero.
La Reforma y el rechazo al enemigo invasor despertaron muchas simpatías entre los sectores menos favorecidos. La derrota de las fuerzas conservadoras y de sus aliados franceses fue posible gracias a miles de voluntarios que convirtieron en letra viva la Constitución de 1857, en donde se establecía la igualdad formal ante la ley, la libertad de expresión, de enseñanza, de tránsito y de trabajo.
Sin embargo, muchas de estas conquistas estaban dando sus primeros pasos cuando se vieron limitadas o perdidas durante la larga dictadura de Porfirio Díaz. A fines del siglo xix y principios del xx hubo un modesto crecimiento económico continuo. Pero fueron las empresas extranjeras las que se adueñaron de las principales industrias y de los recursos naturales, de modo que la mayoría de la población mexicana fue de nueva cuenta excluida de la riqueza que se producía. También se sentaron las bases para modernizar la infraestructura de transporte
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de carga y de pasajeros con casi veinte mil kilómetros de líneas de ferrocarril: la locomotora era sinónimo de progreso. México se conectó así con Estados Unidos y con el mundo gracias a una paz social conseguida a base de mano dura.
La aparente calma era el preludio de la tormenta que se avecinaba. La persecución contra campesinos e indígenas, la censura y sobornos a los medios impresos, así como la evidente ausencia de instituciones democráticas acumularon explosividad. El pueblo mexicano había peleado durante muchas décadas por libertad e igualdad, y no toleraría más abusos. En noviembre de 1910, pocos días después de que la crema y nata de la sociedad porfirista celebrara con caviar y champán el centenario del inicio de la Independencia, estalló la presión acumulada bajo la forma de una tercera gran transformación social.
Cuando Francisco I. Madero convocó a levantarse contra el tirano, más del ochenta por ciento de la población no sabía leer en México. Sólo unas cuantas niñas y niños recibían una educación formal porque la mayoría debía trabajar para completar los gastos del hogar. Además, no existían suficientes escuelas ni, por supuesto, maestras o maestros.
El rubro de la salud no estaba mejor. La esperanza de vida en aquellos tiempos no llegaba a los cincuenta años. La mortalidad perinatal era muy elevada. Niñas y niños morían a temprana edad por mala alimentación, condiciones insalubres y falta de hospitales y personal médico. Pero, sobre todo, mucha gente no tenía acceso a servicios médicos por carecer de recursos financieros para costearlos.
Los trabajos en las fábricas textiles y en las minas se extendían por doce y hasta catorce horas al día, sin siquiera un día de descanso. En los casos en que el pago era en efectivo, el raquítico salario apenas alcanzaba para sobrevivir. Los reclamos eran motivo inmediato de despido. La huelga estaba prohibida. Las protestas para exigir mejores condiciones eran contestadas con sangre y brutalidad, como en Cananea y Río Blanco.
En el campo la situación era todavía peor. El grueso de la población rural vivía en pequeñas localidades dispersas a lo largo y ancho del país. Las grandes haciendas habían reunido, muchas veces por la fuerza, enormes extensiones de tierra. Solo para dar una idea, el latifundio de la familia Terrazas en Chihuahua contaba con más de dos millones de hectáreas y empleaba a diez mil personas. Era tan pequeño el pago en las haciendas que los peones se endeudaban de por vida y los hijos heredaban la deuda.
Varios pueblos indígenas, como los yaquis y los mayas, por defender sus tierras, bosques y agua, habían sufrido una verdadera guerra de exterminio por parte del gobierno porfirista, con ejecuciones masivas, deportación hacia haciendas como mano de obra semiesclava y violencia cotidiana.
En estas condiciones, el encarcelamiento de Madero para impedir que compitiera contra Díaz en su octava reeleción, encendió los ánimos populares y en menos de medio año el dictador abdicó y se exilió en París. El ideal democrático parecía por fin ser alcanzado cuando Madero fue electo presidente y rindió protesta en noviembre de 1911. El sueño duró muy poco. Unos días después, Emiliano Zapata y sus huestes se rebelaron contra el gobierno porque el proyecto maderista no reivindicaba las demandas agrarias y el reparto de tierras.
Pero la verdadera amenaza contra la naciente democracia vino de los grupos reaccionarios que no habían sido suprimidos por completo, en especial entre
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los mandos militares. El general Victoriano Huerta traicionó al Presidente Madero y desató una guerra civil con su asesinato. La División del Norte de Francisco Villa, el ejército del Sur de Zapata y el Constitucionalista de Venustiano Carranza derrotaron en menos de año y medio al golpista Huerta, quien huyó del país para no volver.
Como resultado de la agitación social, en febrero de 1917 se promulgó una nueva Constitución en la que quedaron plasmadas muchas de las exigencias más agudas de justicia. Son notables los artículos 3, 27 y 123 de la Carta Magna donde se dispone la gratuidad de una educación obligatoria y sin dogmas religiosos, la entrega de tierras a campesinos e indígenas, el dominio sobre los recursos naturales como el petróleo, además de los derechos laborales más avanzados de la época. Por tercera ocasión, México experimentaba un cambio profundo para beneficio de los sectores populares: un triunfo memorable en la construcción de una sociedad más justa, libre, democrática y equitativa.
Es comprensible que los principios legales no pudieran aplicarse con fidelidad inmediatamente. Las inercias son siempre difíciles de romper. Sin embargo, no se podía volver al pasado, a pesar de la oposición de terratenientes, grandes empresarios, representantes de empresas internacionales y la jerarquía católica. El cimiento estaba puesto y, entre 1934 y 1940, Lázaro Cárdenas supo edificar sobre él una realidad de cambios positivos en el campo, la educación y el trabajo. El cardenismo llevó a la práctica la voluntad expresada en la Constitución de 1917 y retomó lo mejor del espíritu de la Reforma y de los ideales independentistas.
En las décadas posteriores, el ímpetu visible de la revolución social se fue agotando bajo una creciente burocracia y la corrupción de las organizaciones sindicales y campesinas. En lugar de ser un contrapeso para el gobierno, las corporaciones de trabajadores se volvieron comparsa de un régimen que simulaba democracia. Las voces disidentes eran silenciadas, torturadas, desaparecidas. En el clímax del autoritarismo, fuerzas militares y paramilitares masacraron a jóvenes estudiantes en octubre 1968 y en junio de 1971, y se ensañaron contra comunidades rurales de Guerrero, Sinaloa, Oaxaca y otras entidades donde hubo grupos guerrilleros inconformes con las arbitrariedades.
Pero aunque en la superficie había poco margen para las reivindicaciones de libertad e igualdad, la lucha popular continuó en muchos frentes. Las mujeres, por ejemplo, obtuvieron el reconocimiento de su capacidad política: primero consiguieron en 1953 el derecho a votar y ser votadas y, más tarde, comenzaron a tener mayor presencia en los cargos de elección y en los puestos de la más alta responsabilidad.
La sociedad mexicana es hoy, sin duda, una sociedad más libre, democrática e incluyente que hace 200 años, cuando inició su aventura como nación soberana. No obstante, todavía son muchos los retos. Falta superar la pobreza y la marginación. Falta eliminar el machismo y la discriminación. Falta garantizar las condiciones mínimas de respeto para las minorías étnicas, religiosas o sexuales.
El conocimiento de la historia de México, entendida como esa lucha por la libertad y la igualdad, resulta muy útil para avanzar en el cumplimiento de aquellos propósitos. Esta historia nos muestra que somos parte de un esfuerzo colosal de muchísimas generaciones. Heredamos no sólo un país espléndido, sino la responsabilidad individual de continuar la obra colectiva. Confiamos en que este libro contribuirá a tomar conciencia de ello.