La sangre histórica de "Los treinta y tres negros"

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La sangre histórica de “Los treinta y tres negros” Hiram Villalobos Audiffred* La Plaza Mayor de la ciudad de México está llena. Como una niebla de rostros anónimos, el gentío borroso observa la cruel ejecución de treinta y tres negros, supuestos conspiradores contra la Corona española y la Iglesia. La plaza y los portales del edificio del Ayuntamiento, ubicado al fondo, están atiborrados por la muchedumbre variopinta, curiosa y contenida por unos lanceros, y una valla de largas picas, que vigilan el evento empuñando su arma y portando su sombrero gacho. Las picas muestran las cabezas de los negros como trofeos de la Audiencia, a manera de ejemplo y castigo para futuras rebeliones. Más altas están las horcas que poco antes cumplieron su cometido y de las que todavía penden cuerpos. Esta litografía no sólo muestra la muerte de treinta y tres negros, sino que nos hace reflexionar del porqué de la ejecución y de la misma estampa. De las treinta y nueve litografías de El Libro Rojo, de 1870, la que ilustra este relato, en mi opinión, es la que más expresa lo “rojo” del libro. Sus autores, Vicente Riva Palacio y Manuel Payno, recuperan ese momento para la construcción de la historia de México, como uno de los primeros movimientos libertarios, por un lado, y una de las formas de dominación de la Corona española, por el otro. Primero narran un episodio épico. En 1609 un grupo de esclavos negros fugitivos se refugió en las montañas boscosas cercanas al Pico de Orizaba. Luchaban por su libertad. Los españoles emboscados y derrotados por esos subversivos, con el liderazgo de Yanga y Francisco de Matosa, hicieron negociaciones; el Virrey les dio su libertad y un pueblo dónde habitar. Los llegados de África quedaron condicionados a denunciar cualquier otra rebelión de sus iguales y a dar sus respectivos tributos. Después de ponderar este precedente de emancipación, relatan un evento diferente: tres años más tarde en la capital de Nueva España, entre miedos y


paranoias de la población peninsular, corrió el temor de una supuesta conjura de parte de una cofradía de negros. A causa de ello la Audiencia, ante la muerte del Virrey, tomó las riendas y ejecutó, pasada la Pascua, a veintinueve hombres y cuatro mujeres en la Plaza Mayor. La rebelión de 1609, de los esclavos cimarrones, tuvo éxito y los españoles lograron pacificar esa zona de Veracruz, pero no así la imaginación de sus compatriotas que, pasado el tiempo, en 1612, temieron por una supuesta conspiración de negros. El miedo creció ante la idea de que tales esclavos,

salvajes montañeses y paganos, inviertan el orden de las cosas. La Audiencia sucumbió ante el temor y actuó como era de esperarse, con el ejercicio de la violencia de acuerdo con lo preestablecido. Como escribía Nicolás Maquiavelo en El príncipe en 1513, la tarea del príncipe es reducir la

bestialidad fraticida de su pueblo, consolidando al Estado, sin importar los medios que use. El sociólogo Michel Wieviorka1 señala que la violencia cambia, en su magnitud o sus fines, con el tiempo: cada época histórica está caracterizada por un repertorio de formas de acción; existe una diversidad de tipos con sus respectivas representaciones de la realidad. La representación de la Plaza Mayor de México durante el Virreinato, como espacio de poder político, religioso y económico, se mantuvo constante a través de pinturas y estampas, siendo estas últimas las que registran su carácter punitivo. En un grabado de Francisco Silverio de 1761, Vista del

Palacio Real, copiado en el Calendario de Galván de 1845 y en las Disertaciones

de sobre la historia de la República megicana de Lucas Alamán en 1849, observamos todavía el

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Michel Wieviorka, 2003, “The new paradigm of violence”, en Jonathan Friedman (ed.). Globalization, the State and violence, Walnut Creek, Altamira Press, 2003, pp. 107-140.

Lucas Alamán, Disertaciones sobre la historia de la República megicana, 1849, Mégico: Impr. J.M. Lara, 1844.


tablado donde se alzaba la picota, aparato cotidiano en la vida de los pobladores que mantenía su sentido disciplinario, aportando una imagen ligada a la plaza de la ciudad de orden y control social. La Corona buscó mantener el orden de las cosas, el orden de los vencedores. Para estos la ejecución de los treinta y tres negros fue valorada como justicia. Dicho acto no sólo tuvo este fin, fue además un medio: castigo ejemplar para escarmentar a la población negra e indígena ante posibles rebeliones. Espectáculo, además, que funcionaba como catarsis social de la población novohispana. Pero la situación de los de origen africano no era la misma que la de los

indios. Regresemos a la imagen. Los verdugos descuelgan los cadáveres para decapitarlos en un cadalso de madera. En su papel de sayón trabajan españoles e indígenas, diferenciados estos por su cendal, realizando diferentes ocupaciones: unos sujetan la soga que sostiene a los inculpados, otros los cargan, unos más apuntalan las picas, y en la parte central de la litografía se ejecuta la última sanción de los negros: el hacha ejerce su oficio en el cuerpo frío de un hombre, la cabeza rodará para acompañar a otras dos que yacen, esperando su turno para ser empaladas. Resulta interesante la relación de ibéricos e indios como operadores del castigo. La situación social en la Nueva España del siglo XVI estaba gobernada por las distinciones, basadas principalmente en tres relaciones: españoles y no españoles, católicos y paganos, y vencedores y vencidos. Aunque los dueños de estas clasificaciones eran principalmente los españoles y los indígenas, con todos sus matices, también participaban de ellas los negros y demás castas, pero de una forma diferente. Los negros trabajaban principalmente en fortificaciones y puertos, en las haciendas y reales de minas, desempeñándose como servidumbre, pero su trabajo era más duro y su vida más corta, “no hallaban identidad jurídica… que les permitiera una participación política o corporativa tanto en la vida


pública como religiosa”2, careciendo de calidad de “persona”, lo que hizo que algunos cabecillas, entre ellos Yanga, cambiaran su situación social: se convirtieron en esclavos cimarrones, es decir, esclavos que se refugiaban en los montes buscando su libertad. Fuera de su situación racial, eran vistos más bien como paganos, y con el antecedente de 1609 los consideraban agentes de contaminación cultural y religiosa, sobre todo hacia los indios. Los negros eran más como el antagónico del español, siendo preciso para la jerarquía social, y el complemento para la clasificación de los indios. La pintura de castas trató de mantener el supuesto orden social a través de la distinción de razas y sus respectivas actividades, siendo los de origen africano identificados en las tareas innobles y prácticas sociales perversas y violentas. Cuadros y cuadros de castas, e incluso Claudio Linati en 1828 en sus Trajes civiles, militares y religiosos de México, mantendrían el estereotipo del negro humillado y violento. La jerarquía social estaría retratada incluso en El milagro

del pocito del Palacio de Minería, pintado por Rafael Ximeno y Planes, donde aparecen representadas las principales castas a través de tres hombres, a la izquierda del temple, que presencian tan divino momento: el pie derecho del indio hunde y oprime la espalda del negro. Español e indio que en 1609 ejecutaron la sentencia de muerte para 2

Rafael Ximeno y Planes, El milagro del pocito, 1809 – 1814, temple, Palacio de Minería, Ciudad de México.

Jaime Cuadriello, “Un entre siglo de culturas, mixturas y hechuras: 1650 – 1750” en Enrique Krauze (ed.) El mestizaje mexicano, México, Fundación Bancomer, 2010, p. 234.


restaurar la estabilidad del cuerpo social. El resultado está ahí, en la litografía: dibujadas con decoro, las piernas torcidas de una negra, vestidas con harapos, están tumbadas en el piso, mostrando los pies enjutos en señal del rigor mortis que esconde la ausencia de su cabeza. El terrible acto de decapitar a los negros, ya muertos, carece de sentido en un primer momento, pero su objetivo es mostrar la cabeza del que contravino el orden social. Colgar las cabezas o fijarlas en una escarpia es una práctica de la época para disciplinar, como ejemplo de lo que les podría pasar a aquellos que intentaran lo mismo. Pero esta estampa no fue un testigo presencial del hecho, forma parte de un contexto social y una cultura visual más amplia y variada dentro del siglo XIX. El libro rojo, surgió tres años después de la muerte de Maximiliano y de la restauración de la República. El problema del país, para sus autores, era haber recibido en herencia un pasado que hacía imposible la independencia mental, un pasado con deshonra. El programa nacionalista del XIX “negó su propia historia en el sentido de no darle la vida en el mundo nuevo que estaba estructurado. Para ser libre con libertad interior, quitó toda justificación de existencia a su propio pasado.”3 Vicente Riva Palacio, coronel y liberal comprometido, defendía los derechos y libertades republicanas constantemente en sus escritos. Esto se manifiesta en su obra: ni los hombres guiados por Yanga, ni las tropas del mismo Riva Palacio en la guerra contra Maximiliano, torturaron ni ejecutaron a los europeos, mientras estos si lo hicieron. Por esa razón hace énfasis en los hechos históricos “rojos”, los sucesos sangrientos como la ejecución de los treinta y tres negros. A la Colonia la ve con ignominia, por lo que resalta los acontecimientos sociales que buscaron la libertad. Esa libertad que consumara el presidente Vicente Guerrero, aboliendo la esclavitud, por

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Rafael Moreno, La filosofía de la Ilustración en México y otros escritos, México, FFyL-UNAM, 2000, pp. 197-199.


medio de un decreto en 1829. Sí, el Vicente Guerrero insurgente, abuelo de Vicente Riva Palacio y de origen mulato. Como historiador Riva Palacio piensa en términos literarios y dramáticos, estos últimos necesarios para la educación popular, reivindicación histórica y construcción nacional. Su discurso estuvo orientado en la construcción de la nación mexicana; buscó empatía y solidaridad con los ejecutados otrora africanos, ahora americanos. En un discurso dado en la Alameda en 1867, Riva Palacio dice: quedan marcadas siempre con sangre en los campos de batalla, o en los patíbulos, y en las humeantes ruinas de las ciudades y de las aldeas: la libertad necesita mártires: su sangre debe caer como un rocío benéfico sobre la tierra, y de su sepulcro deben brotar los laureles, a cuya sombra los pueblos emancipados o redimidos escriban tranquilamente sus instituciones…4

La sangre y los mártires que él escribió, y que la técnica litográfica representó y puso rostro. La litografía ilustró todo tipo de textos, y sobre todo “ilustrar” e informar visualmente a la población mexicana. Este tipo de estampas dominó el campo editorial, con la idea informar e instruir, principalmente a

través de los libros, periódicos y revistas: “Fue en los periódicos liberales donde, junto a prohombres como Guillermo Prieto, Francisco Zarco, Ignacio Ramírez y Vicente Riva Palacio, florecieron los grandes caricaturistas de la época, como Constantino Escalante, Santiago Hernández y Daniel Cabrera.”5 Claro está que la gran mayoría era analfabeta y no podía darse el lujo de gastar sus recursos en comprar un libro o revista. Aun así, la posibilidad de la

reproducción de imágenes en gran número ayudó a que las ideas políticas y nacionalistas se vieran plasmadas con mayor fuerza. Las litografías de El libro rojo son obra de Santiago Hernández y Primitivo Miranda. Parece que “el dibujante visualizó todo lo misterioso siniestro, lo 4

José Ortiz Monasterio, Vicente Riva Palacio y los derechos del hombre, en http://www.bibliojuridica.org/libros/5/2289/29.pdf, visitado el 10 de diciembre de 2008, p. 446. 5 Rafael Barajas, Contra la historia oficial, en http://www.jornada.unam.mx/1996/09/15/sem-fisgon.html, visitado el 2 de diciembre de 2008.


sombrío y lo tenebroso de los relatos de Riva Palacio.”6 Hernández y Miranda convirtieron la imagen en testigo de los hechos y lograron plasmar, gracias a las virtudes del dibujo directo en la piedra y los matices que permiten el graneado y los aceites, ese pathos de los héroes, los mártires y la sangre que la construcción de la historia de la patria necesita. Riva Palacio y Payno se veían como educadores que luchaban contra la ignorancia del pueblo, contra el pasado inmediato y a favor del nacionalismo. Estos intelectuales del XIX pensaban constantemente en la labor del arte. La patria necesitaba imágenes nuevas que contrarrestaran el aparato ideológico del pasado colonial y que construyeran a la nación. Para Riva Palacio los “pueblos y los individuos buscan siempre como el primero y principal de todos los bienes, la libertad: y para conquistarla y asegurarla se han empeñado por todas partes mil combates...”7 Los treinta y

tres negros es un homenaje a uno de los primeros movimientos libertarios de México y América, una reivindicación a la tercera raíz, rescatando a la negritud como elemento importante dentro de la historia, poniendo de evidencia la opresión de la Corona española y sus aparatos de control, a través de una magnífica litografía. La sangre de los mártires negros posee el don de conmover a través de un pathos y decoro por demás logrado, y tiene la virtud de darle presencia a lo ausente en la historia mexicana: la negritud y la Nueva España. Bibliografía BARAJAS, Rafael Contra la historia oficial, en http://www.jornada.unam.mx/1996/09/15/sem-fisgon.html, visitado el 2 de diciembre de 2008

6 7

Eduardo Báez Macías, op. cit., p. 74 José Ortiz Monasterio, op. cit., p. 444.


CUADRIELLO, Jaime, “Un entre siglo de culturas, mixturas y hechuras: 1650 – 1750” en Enrique Krauze (ed.) El mestizaje mexicano, México, Fundación Bancomer, 2010. MORENO, Rafael, La filosofía de la Ilustración en México y otros escritos, México, FFyL-UNAM, 2000. ORTIZ MONASTERIO, José, Vicente Riva Palacio y los derechos del hombre, en http://www.bibliojuridica.org/libros/5/2289/29.pdf, visitado el 10 de diciembre de 2008 WIEVIORKA, Michel, 2003, “The new paradigm of violence”, en Jonathan Friedman (ed.). Globalization, the State and violence, Walnut Creek, Altamira Press, 2003. *Actualmente estudia la maestría en Historia del Arte en el IIE, UNAM y prepara su tesis titulada: “Los indios oaxaqueños y sus monumentos arqueológicos de Manuel Martínez Gracida” NOTA: La versión facsimilar del Libro rojo, Vicente Riva Palacio y Manuel Payno, México, Editorial del Valle de México, 1972, puede consultarse en la Biblioteca Central de la UNAM y en la Biblioteca Justino Fernández del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM. La Biblioteca Andrés Henestrosa en Oaxaca cuenta con una versión de El Libro Rojo, sin ilustraciones. CNCA publicó una edición en 1989 (reeditada en 2005 y 2006) en su colección “Cien de México” que muy probablemente se encuentre en las bibliotecas que tienen acervos del Consejo.


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