La ciencia y la colonización del mundo por Europa César Carrillo Trueba* “Mientras la emigración es la toma de posesión de un suelo nuevo que, generalmente, se ubica en la categoría de los hechos individuales, la colonización pertenece sin lugar a dudas a la categoría de los hechos sociales: es una de las funciones más elevadas de las sociedades que han llegado a un estado avanzado de civilización”, escribió Paul Leroy-Beaulieu, uno de los principales teóricos franceses de la colonización en la segunda mitad del siglo XIX, concluyendo que: “una sociedad coloniza cuando, llegada ella misma a un alto grado de madurez y fuerza, procrea, protege, coloca en buenas condiciones de desarrollo y lleva a la virilidad, salida de sus entrañas, a una sociedad nueva. La colonización es uno de los fenómenos más complejos y delicados de la fisiología social.” Se podría decir, desde esta perspectiva, que la conquista europea de nuevas tierras —su expansión comercial y de dominio— fue un tanto azarosa en un principio, y parecería más bien la obra de unos cuantos hombres. En realidad, la colonización es impulsada por los estados en tanto empresas, y en ella es fundamental la planeación sustentada por una visión científica; no en balde vivió su mayor auge en el siglo XIX. Es por ello, además, que los naturalistas europeos de los siglos XVII y XVIII ocupan un lugar primordial en la historia colonial; fueron ellos quienes se dieron a la tarea de observar, nombrar, representar, medir, contar, ordenar y clasificar todo lo hallado en las diferentes zonas del mundo. Dado el ámbito cultural en el cual se desarrolló la ciencia contemporánea, las
teorías de ese entonces retomaron prejuicios e ideas acerca de los pueblos considerados “bárbaros” que se tenían desde la Antigüedad; la ciencia nunca es neutra. Así, por ejemplo, para el conde Buffon —quizá el más prominente naturalista del siglo XVIII— “el clima es la principal causa de la variación de la especie humana”, ya que resulta determinante en los tres aspectos, que este científico emplea para establecer las variedades de seres humanos: el color de la piel, la forma del cuerpo y las costumbres o “lo natural” de cada pueblo. Existe, por tanto, una estrecha relación entre las características de un lugar, su historia, su clima, su flora y fauna y los pueblos que la habitan —el término raza era poco usado por entonces. El grado de desarrollo de una sociedad tenía que ver con el tiempo, ya que los humanos, con su acción, atemperaban las inclemencias del medio; por ejemplo, se decía que las zonas cálidas y húmedas son insalubres debido a que los humanos llegaron muy recientemente a ellas y no han sido capaces de imponerse sobre la naturaleza, de dominarla, lo cual repercute a su vez en la naturaleza humana, en una suerte de retroacción. Esto no conlleva, sin embargo, un fatalismo absoluto. A diferencia de otros estudiosos, Buffon piensa que los seres humanos poseen un origen común, y que su diferente naturaleza es resultado de causas externas mantenidas durante largo tiempo, por lo cual su modificación tendría efectos distintos en los humanos, en sus costumbres, leyes y alimentación. La civilización es, por lo tanto, posible para todos los pueblos. Consecuente con esta idea, Buffon pronosticaba un futuro radiante para los trópicos húmedos de América: “en unos siglos, cuando se hayan desbrozado las tierras, derribado los bosques,
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dirigido los ríos y contenido las aguas, esta misma tierra llegará a ser la más fecunda, la más sana, la más rica de todas, como lo parece ya en todas aquellas partes donde el hombre ha trabajado”. Todo es cuestión de tiempo. Ideas como estas van a constituir un verdadero programa de “civilización” que será abrazado plenamente en los siglos XIX y XX; un progreso basado en preceptos científicos que se centrará en dos aspectos fundamentales: el mejoramiento del medio y el de los habitantes humanos, divididos en razas. Tal y como los afirmara el mismo Leroy-Beaulieu: La formación de las sociedades humanas, al igual que la de los hombres, no debe ser abandonada al azar. Sin duda, es posible que, incluso desprovista de cuidados, una sociedad joven pueda llegar a crecer y fortalecerse por la sola influencia de un clima favorable, de un temperamento vigoroso y de circunstancias favorables; pero tal crecimiento es un hecho excepcional y, cuando se produce, es también lento y laborioso. El mérito de un pueblo que coloniza es el de colocar a la joven sociedad […] en las condiciones más propicias para el desarrollo de su facultades naturales y, sin afectar su iniciativa, el de allanarle el camino y darle los medios y las herramientas necesarias o útiles para su crecimiento. La colonización es por tanto un arte que se forma en la escuela de la experiencia, que se perfecciona por el abandono de los métodos que la práctica ha condenado y por el ensayo de procedimientos que la observación sugiere.
SOMETER
EL MEDIO
La esencia de la colonización, afirmaba Jules Duval —otro teórico francés— es la “exploración, poblamiento y desmonte para cultivar en todo el globo”; es ésta una lucha contra “una naturaleza salvaje e indómita”, todavía no sometida “a las reglas de la producción regular”. En pleno siglo del progreso, sustentado en la ciencia y la técnica, tales labores constituyeron vastos campos para la investigación científica, cuya institucionalización permitió hacer de la colonización una
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empresa regida por principios científicos, así como por una serie de disciplinas denominadas, con el tiempo, coloniales o tropicales: agricultura tropical, geografía colonial, medicina tropical, etcétera. Tan importante se volvió la ciencia en la colonización, que no pocas veces se le disfrazó de investigación científica, como en el caso de la ocupación del Congo por el rey de Bélgica, Leopoldo II, quien funda en 1876 la Association Internationale Africaine, “una sociedad filantrópica y científica” para llevar a cabo la exploración de aquella parte de África, lo cual sirvió de fachada para poder apoderarse del territorio y hacer de él una colonia: el Congo Belga. Es en ese entonces, cuando la ciencia y la técnica se erigen verdaderamente en el saber y la práctica “universales”, en un conocimiento “neutro”, “objetivo” y “desinteresado” cuyo fin era permitir que los hombres, como dijera René Descartes, se convirtieran en “amos y poseedores de la naturaleza”. Esta forma de conocimiento, por supuesto, desde el punto de vista del pensamiento evolucionista que comenzaba a predominar por entonces, se consideraba superior a todos los saberes y prácticas que le precedieron, así como a los aún existentes en el planeta, que se mantenían vivos en el seno de otras culturas — entre la mayoría habitantes de los territorios que poco a poco Europa se anexaba. Su difusión era semejante a la que se había hecho anteriormente de la religión: …reemplacemos a los misioneros religiosos con misioneros de la ciencia —pregonaba Charles Martins en 1886. Su celo, más iluminado, no será menos ardiente; su información, más exacta, también será útil. En lugar de perturbar sus conciencias, en lugar de imponer oscuras creencias o prácticas pueriles a pueblos infantiles, cultivaremos sus facultades morales e intelectuales; y, a medida que su inteligencia se desarrolle, se
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volverán mejores y serán, por lo tanto, más felices.
Así emergió la idea de dominar la naturaleza tropical con la ayuda del conocimiento científico, de someterla “a las reglas de la producción regular” ...y se concibieron las plantaciones. El proceso que va de la exploración a la organización científica del trabajo de las plantaciones —pasando generalmente por el control político del territorio— fue delineándose durante las últimas décadas del siglo XIX como parte del proceso de colonización. En realidad, a través de estas plantaciones se despojaba a los nativos de sus tierras, del proceso productivo que hasta entonces se hallaba en sus manos y se expropiaba, además, su conocimiento, el cual era reinterpretado e integrado a las disciplinas científicas no sin antes devaluar, por supuesto, tanto su habilidad práctica —por la “ineficiencia” de sus técnicas, “bajos rendimientos” y “mala calidad” de sus productos—, como su saber —“empírico” y lleno de “superstición”. Por el contrario, ciencias como la geografía, la botánica y la zoología, muestran su utilidad al convertirse en un acervo de referencias fundamentales para la colonización. Los mapas eran vitales para dilucidar las rutas de acceso, pero también eran necesarios para vislumbrar la extensión de las masas vegetales y de sus diferentes recursos. Las colectas de semillas y otras partes de plantas resultaban estratégicas en el momento en que se llegaba a establecer el potencial de alguna de ellas, pues inmediatamente se echaba mano de los especímenes o se efectuaban nuevas colectas en los lugares ya conocidos para iniciar su cultivo en otro sitio adecuado, dentro de las propias colonias, y así adelantarse a sus competidores. Asimismo, los estudios sobre la biología de las plantas
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permitían la manipulación de alguna de sus propiedades, con el propósito de modificarla de acuerdo a los fines que se perseguía. Instituciones como los jardines botánicos se volvieron un eslabón vital en este proceso, lo que les valió un mayor apoyo para sus actividades. Se puso en marcha entonces una empresa de prospección en los pueblos que habitaban las zonas tropicales con el fin de encontrar productos vegetales cuyo uso local fuera de interés para la industria. Ya establecidos el producto y el lugar adecuado para su cultivo, se diseñaba el ordenamiento que requería el espacio, así como el aprovechamiento “racional” de los recursos, para lo cual servían las estaciones de estudio implantadas en las colonias, suerte de jardines botánicos experimentales, como los describe Christophe Bonneuil: …espacio cerrado por definición, el jardín lleva siempre a la imagen de una naturaleza dominada. Aquí, el jardín de ensayos debe, más bien, dramatizar la capacidad del hombre blanco para dominar y ordenar la naturaleza tropical, para civilizar la jungla. El jardín de ensayo es el laboratorio para alinear una naturaleza abundante, inquietante y salvaje, que finalmente será disciplinada, cuadriculada, remodelada de acuerdo con los planes de un exotismo simplista.
La plantación, que constituía el siguiente paso, correspondía a dicho ideal. Para los europeos y estadounidenses que se aventuraban en tierras tropicales, la vegetación heterogénea y desordenada, insalubre, debía ser reemplazada por una masa vegetal homogénea y ordenada, saneada, manipulable de acuerdo a sus parámetros, y cuyo aprovechamiento debía llevarse a cabo siguiendo los conceptos de la organización científica del trabajo que se aplicaba cada vez más en la industria, con grandes beneficios para los empresarios. No estaba descartada la idea de crear en tierras tropicales un paisaje similar al europeo, como lo afirmara Karl Müller, “es el papel divino de la ciencia: tratar de hacernos familiares en todos los lugares donde parecemos extranjeros”. Así, al mismo tiempo que se realizaba una serie de estudios
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para adaptar una planta a otras tierras, aumentar su rendimiento, y encontrar diversos aspectos de interés para los inversionistas, otros se efectuaban a fin de conocer con certeza el tipo de labores óptimas para su aprovechamiento, el tiempo que éstas requerían, la cantidad de productos obtenidos por unidad de tiempo, y un largo etcétera, lo cual, finalmente, tenía como objetivo el adiestramiento y control de la mano de obra empleada. La investigación tenaz para la optimización de la productividad —señala Christophe Bonneuil—, el esfuerzo de estandarización de métodos y gestos, la cuantificación de los diferentes factores que afectan el rendimiento y los costos, y la ética de la precisión, producen a la vez orden y transparencia. Hacen de la gran plantación un laboratorio, al mismo tiempo que una fábrica y un cuartel. Un micromundo humano y vegetal se constituye en un sistema controlado, de elementos observables y manipulables, en donde la intervención y la inscripción buscan producir signos, hechos estables, tales como una jerarquía de métodos de extracción de látex o de deshierbe, la distancia que debe haber entre cada árbol, los clones, los trabajadores.
La estandarización concluía con la obtención de un producto homogéneo, adecuado para los fines que se perseguía —lo que se denominaba “de calidad”— el cual se convertía en patrón de consumo, ya fuera para los procesos industriales del momento, o directamente para el consumo humano. Estos patrones se modificaban, imponiendo cambios en los sistemas de producción agrícola, los cuales debían adecuarse otra vez al nuevo patrón de consumo, en una espiral constante, que ha marcado la producción agrícola desde entonces y no tiene visos de cambiar en el siglo que se inicia. Al parecer, las primeras plantaciones concebidas bajo esta óptica fueron establecidas por alemanes en las islas del Pacífico, en 1860. Allí solían adquirir aceite vegetal extraído de la palma de coco; pero el incremento en la demanda y las
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quejas de los industriales debido a la falta de una calidad homogénea adecuada a sus necesidades —los nativos dejaban secar el coco al sol y después extraían el aceite—, hizo que la compañía “Hamburgo” de J. C. Godefroy e Hijo decidiera iniciar su cultivo en grandes extensiones en la isla de Samoa, logrando mayores rendimientos, cuidando de la calidad desde el principio y llevando a Alemania la copra seca para obtener allá un mejor aceite para la industria. Los agrónomos se volcaron al estudio de los factores que determinaban la calidad, al tiempo que se iniciaban nuevas plantaciones —de coco y otras especies— en ésta y varias islas más, despojando a los nativos de sus tierras y convirtiéndolos en jornaleros. Muy pronto la mano de obra comenzó a escasear, e igualmente pronto se procedió a reclutar trabajadores en todo el archipiélago, fuera por convencimiento o por la fuerza. El manejo de las distintas poblaciones se presentaba claramente como un asunto que debía resolverse de manera urgente. EL
MEJORAMIENTO DE LOS HUMANOS
Todos los cambios sociales, económicos y en el pensamiento contribuyeron a la explosión de la Revolución Francesa en 1789 y la promulgación de los “derechos universales del hombre”, donde se estipula que “los hombres nacen y permanecen libres e iguales en sus derechos” y que los “derechos naturales e imprescriptibles” son “la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión”, rompiendo con la idea de una naturaleza distinta entre los grupos humanos y la preeminencia de la religión en la explicación del mundo —lugar que será ocupado por la ciencia a partir de entonces. El estudio de la diversidad humana fue emprendido desde esta nueva perspectiva,
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la cual, a pesar de los vientos igualitarios que soplaban entonces, mantuvo la noción de superioridad de los europeos sobre el resto del mundo, muy útil en ese momento, cuando éstos se lanzaban a la colonización de África, Asia y Oceanía. La idea de progreso de la humanidad desempeñó así un papel fundamental en la construcción de sus imperios. La clase burguesa, que consolidó su poder entonces, hizo de estas transformaciones la prueba irrefutable de un mejoramiento de la condición humana; un progreso, a partir del cual se gestó la idea, que perdura hasta nuestros días, de que la humanidad avanza permanentemente. Esto mismo se comenzó a pensar acerca del conjunto de los seres vivos, organizándolos en una escala ascendente en donde las formas más elementales se hallan abajo y las más complejas arriba, y cuyos últimos peldaños se encuentran ocupados por los distintos grupos humanos, con los blancos obviamente en la cima. Simultáneamente se elaboraron esquemas parecidos con respecto de las lenguas, las formas de sociedad, las costumbres, la tecnología y demás, organizados de lo inferior a lo superior, y siempre con los atributos de los europeos en lo alto, con la idea de que una etapa lleva a otra, por lo que todas los grupos humanos debían pasar por los mismos estadios para algún día llegar a ser igual a los blancos. Así, cada pueblo podía ser colocado en un lugar de la escala y se esperaba de él su evolución, su ascenso en ella. Para ciertos científicos, las diferencias entre grupos humanos eran tan grandes que los consideraban como especies distintas, con orígenes totalmente separados y todas inferiores a la sajona. Pero en 1859 Charles Darwin les proporcionó un sólido sustento al elaborar la teoría de la evolución por medio de la
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selección natural, en la cual se retomaba la idea de progreso y la lucha por la vida entre los individuos como una necesidad para la transformación. Es la época de auge del racismo científico, de la colonización del mundo con la certeza, demostrada científicamente desde varios enfoques, de la superioridad de la llamada raza blanca. Con la idea de evolución consolidada se postula un mejoramiento de la humanidad bajo el supuesto de que los grupos que la componen, las razas, se encontraban en distintas fases de desarrollo y la más evolucionado era la de los blancos. La tarea de colonización requería un conocimiento y una jerarquización de los grupos humanos de cada zona anexada. Cada imperio se dedicó al estudio y la clasificación de las razas de las regiones que dominaba, como se puede apreciar en documentos como mapas y atlas. Para ello el concepto de raza fue central. En su acepción más amplia, el término raza designa un grupo humano con un origen común que comparte una serie de rasgos biológicos hereditarios; sin embargo, al llevarla a la práctica las dificultades siempre han sido insolubles —se habla de raza negra, pero luego de la raza de los hotentotes— por lo que la humanidad se podría dividir en cinco razas, o en cientos —hasta sería posible decir entonces que no existe ninguna. De igual manera, definirla desde una perspectiva biológica para separarla de lo social ha sido siempre una labor imposible, pues es como si se tomara a un personaje de un retrato de castas y se le despojara de sus atributos sociales, su vestido, se le dejara desnudo —que era la manera como se fotografiaba a los habitantes de las colonias en el siglo XIX—, pero al describirlo se siguiera haciendo referencia al cuadro, a su forma de ser, de comer, de vestir. La ciencia es así: trata de
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borrar toda huella de la influencia que sobre ella ejerce la sociedad, se esfuerza por mostrarse neutra e impoluta, pero nunca lo logra. La idea de raza es, por tanto, una construcción realizada bajo un contexto social e histórico particular —la colonización europea del mundo— por medio de la cual se pretende dar cuenta de la diversidad humana desde la perspectiva de los europeos. En su conformación influyó la visión del mundo que éstos tenían entonces —y aún tienen— de los demás, y la relación de dominación que establecieron o intentaron establecer con ellos. Es aquí donde lo científico se halla indisolublemente ligado a la mentalidad del momento, y esto a su vez es influido por las teorías en boga; por ello, literatura, pintura, fotografía, cine, reportajes y otras manifestaciones de la cultura en una sociedad se hacen eco de las ideas científicas, al tiempo que las alimentan, pues alguien que crece en ese contexto ve con naturalidad lo que recibe por esos y otros medios como la escuela —siempre poco crítica en cuanto a la producción del conocimiento— y al convertirse en científico no puede evitar impregnar sus interpretaciones de tales elementos culturales. La idea de raza generó una serie de lógicas explicativas acerca del “otro” —muchas avaladas por la ciencia— que entran en acción en un contexto preciso para elaborar juicios que demuestran su inferioridad. El racismo no es, por tanto, exterior a la idea de raza, pues se consolida en el contexto de expansión europea, impulsando la dominación de los otros. Así, con el fin de conocer a fondo la naturaleza humana, en el siglo XIX se crearon elaboradas técnicas para medir el tamaño y la forma del cuerpo, la fisiología y las capacidades mentales de las diferentes razas.
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Fue así como el cuerpo humano se convirtió en un conjunto de rasgos y funciones que poseían un significado en un sistema de valores cuya normalidad fue establecida con base en las características de cierta población europea. ¿Cómo se establecía en esa época lo que es un rasgo normal y uno no normal, uno superior y otro inferior o degenerado? Un par de casos pueden servir para ilustrar esto. En el siglo XVIII el estudio de la anatomía humana llevó a establecer un ángulo facial para clasificar cráneos que consistía en una gradación que va de 70º en los negros a 100º en las esculturas griegas, el famoso perfil, ideal occidental de la belleza, lo cual reflejaba la evolución humana, de lo inferior —hasta abajo estaban los chimpancés— a lo superior. De igual manera, se obtuvieron medidas de la pelvis de europeos y africanos, mostrando que la primera es más amplia que la segunda; con base en lo anterior, a principios del siglo XIX se definió una jerarquía —de lo inferior a lo superior—, cuando el fundador de la anatomía comparada, George Cuvier, realizó la disección de una mujer del sur de África, la Venus Hotentote —que había llegado a París durante su gira como curiosidad por su prominente trasero—, cuya pelvis estrecha fue referencia para definir esta característica como propia de las razas inferiores. Por consiguiente, la pelvis europea debe tenerse como el tipo normal y las demás son consideradas menos evolucionadas o degeneradas. Este tipo de investigaciones permitía a los médicos de entonces mostrar la relación existente entre razas y enfermedades, es decir, la propensión que tienen naturalmente ciertas razas a sufrir tal o cual enfermedad; y debido a que se había establecido que este tipo de pelvis provoca dificultades para
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la expulsión del feto, ocasionando partos difíciles cuando no imposibles, sus consecuencias en el índice de natalidad de estas razas y sus mezclas eran consideradas nocivas para la lucha por la vida. Es por ello que tales rasgos se consideraron parte constitutiva de la inferioridad de esta población, pues contribuían a la extinción de las razas. En la conformación de las naciones, el conocimiento de la población era necesario para ubicar anomalías, establecer medidas de homogenización y control a fin de lograr la sociedad ideal que se anhelaba. Establecer las características de las razas consideradas inferiores fue una labor a la que se dedicaron numeroso médicos y científicos; rara vez se hicieron estudios de la población blanca, era obvia su superioridad. TIPOS
DE COLONIA
Los teóricos de la colonización elaboraron una tipología de las colonias y sus habitantes ideales, incluso para cada etapa de su evolución; a partir de esto se decidía qué tipo de colonia se podía instalar en cada lugar y el tipo de población que se requería; todo un ejercicio de biopolítica, como se puede apreciar en la obra de Leroy-Beaulieu: …siendo admitido que el propósito de la colonización es el de colocar a una sociedad nueva en las mejores condiciones de prosperidad y progreso, y que la metrópoli no puede sino obtener ventaja del desarrollo de la riqueza, la población y el poderío de sus colonias, resta considerar por qué vía se hará que la colonia alcance el grado más alto de población, poderío y riqueza.
Este autor propone tres tipos de colonia claramente diferenciadas. En primer lugar están los enclaves, pequeños puertos costeros con gran poder económico y militar, poblados por europeos, quienes hacen fortuna con el comercio de
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mercancías de la región y de las metrópolis; los casos típicos son los puertos de África, Hong Kong y Singapur. Le siguen las colonias agrícolas, que son lugares considerados “poco poblados”, donde paulatinamente se van instalando los colonos europeos cultivando, criando ganado, cuyo clima favorece su forma de vida, arrebatando palmo a palmo el territorio a los habitantes locales, tal y como ocurrió en Estados Unidos y Australia. Finalmente están las colonias de explotación, donde se obtienen uno o varios recursos específicos necesarios para las metrópolis, como el azúcar, caucho y el café, y el clima no permite fácilmente la instalación de asentamientos europeos por lo cual se requiere el empleo de esclavos, trabajadores enganchados, poblaciones llevadas de un extremos del planeta a otro —como los africanos a América, y los hindúes y chinos a las Antillas, los llamados coolies— o de presidiarios, como sucedió en Brasil y Argentina —aunque para ese entonces la esclavitud ya estaba prohibida en buena parte del planeta y por tanto no se recomendaba más su empleo, no deja de ser reconocida como la fuerza que construyó imperios, como un elemento necesario en una primera etapa de la evolución de este tipo de colonias. En cuanto a su evolución y su relación con la metrópoli, afirma Leroy-Beaulieu, las primeras duran hasta que el poderío militar y el comercio lo permiten, y son punto de difusión de la “civilización” en esas regiones; las segundas se desarrollan lentamente, hasta constituir sociedades independientes como las colonias europeas; mientras las últimas, si bien son fuente de gran riqueza, conforman sociedades muy desiguales, no tienen vocación para la independencia y en ellas no germina el espíritu democrático; son las eternas menores de edad, que
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nunca alcanzarían el nivel de la metrópoli y, por lo tanto, fueron mantenidas bajo dominio extranjero hasta bien avanzado el siglo XX. El éxito de una colonia dependía de la consideración de tales aspectos, y el autor documenta muchos casos fallidos por no tomarlos en cuenta. No obstante, no era materia sencilla; los debates fueron intensos en muchos países europeos durante la segunda mitad del siglo XIX para establecer la política colonial de cada uno de ellos y evitar quedarse rezagados a la hora del reparto; las dos grandes guerras del siglo XX tienen su origen en las disputas entre las metrópolis. Y si bien tales discusiones tenían un cariz político, estaban permeadas siempre por cuestiones técnicas, en donde la ciencia tenía un gran peso, y cuyas teorías no se contraponían a tal manejo de territorios y poblaciones, sino que lo apuntalaban y sugerían formas de llevarlo a cabo exitósamente, lo cual permitía acuerdos entre posiciones encontradas —entre socialistas y conservadores en el caso de Francia— como lo explican Nicolas Bancel y Pascal Blanchard: […] el sistema colonial se integra perfectamente bien al sistema ideológico emergente del republicanismo. Primero, porque la colonización se plantea, desde su origen, como un gran proyecto colectivo capaz de reunir el conjunto de los grupos sociales y los partidos políticos […] Luego, porque el proyecto colonial está asociado a los valores esenciales de los republicanos: el progreso —el positivismo comptiano es la filosofía más difundida en el campo republicano—, la igualdad y la grandeza de la nación.
Es por ello que los ímpetus de colonización, hasta la fecha, no han cedido. Bajo otras formas se sigue intentando llevar el progreso, la ciencia, la democracia a otras naciones, a pueblos nativos de una misma nación, a regiones enteras del mundo. Es
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un discurso que no ha perdido su carácter de instrumento de intervención en los asuntos de otros pueblos y naciones. Paul Leroy-Beaulieu, De la colonisation chez les peuples modernes. París, Guillaumin et Cie. Librairies, 1882. George Louis Leclerc conde de Buffon, De l'Homme. Histoire naturelle [1749]. París, Vialetay, 1971. Christophe Bonneuil, “Los jardines botánicos coloniales y la construcción de lo tropical”, en Ciencias, núm. 68, octubre-diciembre, 2002, pp. 46-51. César Carrillo Trueba, El racismo en México, una visión sintética. México, CNCA Cultura, 2009. Colección Tercer Milenio. Stephen Jay Gould, La falsa medida del hombre. Barcelona, Orbis, 1984. *Doctor en biología y antropología, editor de la revista Ciencias de la UNAM.
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