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La increíble historia de epistemolo gía de la historia de la medicina

epistemología de la historia de la medicina

Federico Pérgola

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Tal vez el título del trabajo resulte extraño. ¿Por qué referirme a la antigua gnoseología? ¿Por qué a los fundamentos y a los métodos del conocimiento científico? ¿Por qué relacionar la epistemología con la historia de la medicina?

Desde ya que nos apartamos totalmente del campo epistemológico, a lo que Michel Foucault llamó episteme que no constituye de por si una historia sino su arqueología, no es dinámica y actúa como estructura subyacente.

El concepto que caería perfectamente en lo que quiero demostrar sobre la historia de la medicina es el de la epistemología evolutiva que nace –en la ciencia– con la teoría de la evolución de Darwin y, sobre todo, con el evolucionismo de Spencer. Pero no me meteré en aguas profundas. Solamente deseo demostrar que una historia menor como es la de la medicina puede reflejar –con sus aciertos y sus errores– una historia mayor. Como la filogenia puede estar representada por las etapas antogénicas. Además permitirá aportar más luz sobre una circunstancia que en ciertas oportunidades he escuchado argumentar: ¿cabe a un médico la historia de la medicina o debe ser obra de un licenciado en historia?

Desde ya que debemos comprender que la introducción de la epistemología evolutiva dentro de la historia de la medicina es a título metafórico, casi en sentido lato y no estrictamente biológico como amerita a su definición.

Otras voces también crean incertidumbre para la historia de la medicina. En un reportaje realizado a Eric Hobsbaum, el afamado historiador persistentemente marxista, durante este año y con motivo de cumplir 90 años, expresó

Juan Ramón Beltrán

que “el gran peligro de la historia es la especialización”. No se cómo entender estas palabras pero si nos atenemos a una simple definición del término es indudable que roza a la historia de la medicina.

Retomando el concepto esbozado anteriormente digamos que la historia de la medicina no nació, como necesidad, de un gajo desmembrado del tronco común de la

historia. Formó parte, obviamente, del tronco común en la prehistoria del hombre y aún de las civilizaciones más antiguas como la de la Mesopotamia, la egipcia y la grecorromana, constituyendo parte de los rituales religiosos, con la medicina sacerdotal y la de los asclepiades más cercanas a las prácticas mágicas, pero en algún momento –tal vez pronto– debió ser colocada en un anaquel aparte. Sin embargo, en un aspecto global todavía formaría parte del tronco común, de la historia del hombre sin aditamentos. Arnold Hauser tiene esta concepción: no puede desgarrar la historia del arte del camino común que transita con la sociología. De la misma manera la historia de la medicina participa de todos los acontecimientos sociales y saca partido de los avances de la tecnología y aún de los avances psicológicos –si los hay– y de las modificaciones estructurales del hombre social, con diferentes necesidades a través del tiempo, con otras formas de tratar e incluso confortar al doliente.

Juan Ramón Beltrán quien fue, por iniciativa de José Arce, el primer profesor titular de la cátedra de Historia de la Medicina de la Facultad de Ciencias Médicas de la Universidad de Buenos Aires, dijo en su clase inaugural que “la Historia narra la vida de la humanidad. La Medicina es el arte de curar los dolores físicos del hombre. La Historia de la Medicina es la descripción analítica de la lucha del hombre contra el dolor y contra la muerte.

“La evolución de los conocimientos médicos pueden dividirse en cinco épocas diferentes: la del instinto, la teúrgica, la filosófica, la supersticiosa y la científica”.

Dos aspectos primordiales, uno humanístico y otro técnico, pueden obtenerse del estudio y análisis de la historia de la medicina. El primero de ellos es la perfección de la relación médico paciente. La representación humana de la enfermedad tuvo amplia importancia en este aspecto. Es probable que en sus orígenes haya primado –en una etapa oscura y ahistórica– la confusión, la alarma ante lo ignoto. Luego sobrevendrá una causa extra corporal donde la magia, el mito y la religión buscaron su origen en creaciones ideales: espíritus maléficos o dioses benevolentes. Magia, medicina y religión, alterando y alternando las prioridades constituían la misma lumbre que iluminaba la mente humana. Llegaría posteriormente la etapa fenomenológica: el problema era el órgano enfermo, con su química y su física, con sus células y sus tejidos, que quitaban el sueño al médico, que pensaba poco en el enfermo, en quien portaba el mal en sus vísceras. Ya en nuestro tiempo, el hombre enfermo cobra protagonismo, es cuerpo y es alma. El destello de la psiquiatría que se inicia en el centro de Europa, pronto se expande. El hombre es un todo. Adquiere aún más protagonismo después de Nuremberg, cuando la medicina cobra un sentido ético que, si bien lo tenía tácitamente, en los libros se aupaba aquello que ocurría entre los médicos y no lo que pasaba entre el médico y el enfermo. El primer tratado de ética médica publicado en Inglaterra a inicios del siglo XIX se refería específicamente a los litigios entre los médicos. En Nuremberg el paciente se adueña de su cuerpo y de su problema: es su autonomía. Mientras tanto la historia de la medicina, impávida, registra los cambios que son los de la sociedad.

Por eso es que disentimos con Beltrán: la historia de la medicina no es solamente la lucha del hombre contra el dolor y contra la muerte. Rudolph Virchow, eminente patólogo, dijo que la medicina era política, era política sanitaria. A ese concepto abarcador nos adherimos.

En segundo término debo ocuparme del aspecto técnico de la cuestión. Los últimos cincuenta años han aportado tantos avances médicos como tal vez no lo haya visto toda la historia de la medicina anterior. Los métodos de investigación han permitido indagar el interior del organismo sin técnicas cruentas que lo invadan, se han descubierto los últimos procesos de un sinnúmero de afecciones y se ha podido descifrar el genoma humano que quizá abrirá perspectivas impensadas de tratamiento. Así podría citar cientos de adelantos realmente extraordinarios. No obstante, la técnica ha producido un fenómeno nuevo que atañe a la relación médico paciente. Ha puesto una distancia –a veces apreciable– entre el enfermo y la tecnociencia, representada en este último caso por el médico. Vuelve a ser el órgano el objeto de estudio y se relega el hombre in toto.

La historia de la medicina ha seguido un camino similar a la(al de) de la historia en su más pura expresión. Al ser una creación puramente humana se introduce –en sus orígenes– en una zona oscura, poco indagada, donde la carencia de testimonios válidos la hace presa fácil de la fantasía. Miles de años posteriores –por su lejanía– generan dudas de interpretación que, por apresuramiento o intereses espurios, derivan en nuevas fantasías. Los documentos posteriores y luego la imprenta, disminuyen la aparición del error histórico. Y digo disminuyen y no finalizan porque la interpretación del historiador –otro complejo mecanismo a considerar– aporta un nuevo elemento de discusión.

El historiador de la medicina deberá resolver cuál será su método, su criterio, la manera, que ya sujeto o cognoscente deberá proponer para que su análisis sea valedero. Será indudablemente el método histórico. Y aquí viene la crítica al médico puesto a navegar por la historia sin la brújula de su método. Si decide reflexionar sobre cuál es el hecho y cuándo ocurrió, tendrá un cariz fenomenológico que Walsh denomina relato “sencillo”. Para esta historia cronológica Ranke reservará la frase “exactamente lo que ocurrió”. Si lo hace pensando no sólo cómo ocurrió sino, cómo y por qué ocurrió, el relato será “significativo”, al decir también de Walsh. Puede suceder que el análisis, en este último caso, lo haga un observador participante que, para la sociología, es quien vive esos mismos hechos en ese mismo momento. Nada más peligroso, aún para la historia de la medicina es probable que sus intereses, sus emociones

o su filiación se sumen al análisis y los hechos se deformen. Quienes hemos transitado más de medio siglo ejerciendo la medicina no podemos dejar de considerar que se han establecido modas, muchas de ellas acicateadas por la industria farmacéutica o de diversas otras entidades a las que Arnold Relman denominó el “complejo médico-industrial”, que no pudieron soportar el paso del tiempo y la llegada de otras verdades mucho más sólidas. Sin embargo, como hemos podido apreciar en la lectura y en la dirección de tesis de nuestra Facultad de Ciencias Médicas de la Universidad de Buenos Aires, las entrevistas –otro método de la Sociología– pueden dejar testimonios que el futuro se encargue de otorgarle el verdadero valor histórico, sin dejar de comprender que la historia de la medicina y, sobre todo, de sus instituciones es, en realidad, una historia menor. La suma de esas historias menores hace al acervo cultural de un pueblo.

Para obtener ese conocimiento y lograr que sea verdadero, el historiador moderno tiene una fuente inacabable en la biblioteca, especialmente de una gran Universidad. Relatos, trabajos científicos, tesis de doctorado, documentos, libros, constituyen la base de los datos y criterios para consulta. La bibliografía médica está apabullada por la intensidad de la producción que debe ser desbrozada para extirparle lo inútil y lo poco seguro. Lo irracional del conocimiento médico sucede aisladamente, en forma esporádica. A veces, el logro lo obtiene un médico que trabaja alejado de su cauce natural que es la Facultad de Medicina. Otras veces ese conocimiento se encuentra en el folklore de un pueblo. Algunos pueblos con una cultura popular que supera a la intelectualizada cultura universitaria en cuanto a cantidad, de ninguna forma podemos pensar que lo haga en calidad, mantiene elementos testimoniales de utilidad para nociones sobre las prácticas mágicas, ritos, hechicerías, etc. que ayudan a comprender fenómenos posteriores.

La real valoración del testimonio es la base de la adecuada apreciación del hecho, es la base del método científico. Grandes historiadores del pasado, como así también destacados científicos de antaño (aun el padre de la Medicina o el padre de la Botánica) son superados hoy por simples eruditos que permanecen fieles a la metodología. Ese método puede abarcar dos grandes tópicos: a) la cronología de los hechos médicos y b) la explicación y consecuencia de esos hechos que comprenden generalmente períodos mayores en la historia.

La epistemología es la doctrina de los fundamentos y métodos del conocimiento científico. Es, por decirlo en forma simple, la filosofía de la historia. Es así que todo aquello que se relaciona con la historia de la medicina desde un punto de vista metodológico –o incrementando su alcance semántico: epistemológico– concierne a la historia misma, por ser aquella una división del todo general.

Alfredo Kohn Loncarica

a reunir pruebas testimoniales exactas para aventar la improvisación, la fabulación y el fraude. Tal vez en nuestra disciplina un engaño o una equivocación no tengan los alcances del mismo hecho efectuado en la historia política –por ejemplo–, donde se pueden deformar las apreciaciones y desviar grupos importantes de personas sea de la verdad o sea de la democracia. En medicina, los países que han sido rectores de ella, tanto por sus escuelas como por su desarrollo tecnológico, ignoraron –en la búsqueda de esos testimonios– a los grupos de médicos que trabajaron en distintos lugares. Merlo, un gran clínico argentino, describió mucho antes que los sajones el síndrome del músculo papilar (un evento cardiológico no frecuente) y, sin embargo, este descubrimiento ni siquiera alcanzó el nivel del consumo interno. Algo parecido pasó con Pedro Cossio y el cateterismo cardíaco. La bibliografía de los trabajos extranjeros (especialmente franceses y estadounidenses) carece casi absolutamente de bibliografía foránea. El testimonio, en estos casos, cae en el error de la desinformación interesada.

“El conocimiento científico –dice Pi-Sunyer– no puede admitir azar ni contingencia.” Y aunque el autor español relaciona esto con la medicina, la historia de ésta también es una ciencia y sus leyes son las mismas. Contingencia es aquello que omite las fuentes originales. Al azar lo veremos multiplicado en los hallazgos de la ciencia.

Finalmente, queda por reflexionar sobre dos puntos agonales. Agonales en el sentido que han sido debatidos en algunas oportunidades con el aspecto de una lucha.

La historia es tarea del historiador, de ahí –por poner un ejemplo– los inconvenientes del género periodístico para trascender como tal y no quedar en la anécdota, la noticia pueblerina o el simple chisme. Surge entonces nuevamente la pregunta: ¿pueden los médicos ser historiadores? Historiadores de la medicina si dominan la técnica historiográfica, creemos que sin ningún inconveniente. Ejemplos al canto, en nuestro país hemos tenido gran número de ellos que, con mayor o menor producción, mayor o menor rigidez histórica se han dedicado exitosamente a la historia de la medicina. De esa larga lista podemos nombrar a Nicanor Albarellos, Pedro Mallo, Eliseo Cantón, Félix Garzón Maceda, Daniel J. Cranwell, Ricardo Caballero, Rómulo D’Onofrio, Juan Ramón Beltrán, Andrés Cornejo, Osvaldo Loudet, Nerio Rojas, Gumersindo M. Sánchez Guisande, Juan Dalma, Ramón Pardal, Orestes di Lullo, José Luis Molinari, Enrique P. Aznarez, Emilio Corbière, Alfonso Díaz Trigo, Carlos Federico Guillot, Argentino Jorge Landaburu, Carlos Gregorio Ursi, César Augusto de la Vega, Julio Lardies González, Humberto Argentino Pérez, Miguel Ángel Scenna, Alfredo G. Kohn Loncarica, Horacio Herman Hernández. Pero a pesar de esta larga lista no podemos dejar de mencionar a los que, sin tener su título de médico, describieron la vida de los médicos, las instituciones de la sanidad, entre muchos otros temas. Con la seguridad de olvidos no queridos, mencionemos a Juan Túmburus, Víctor Delfino, Guillermo Furlong, Vicente Aníbal Risolía, Alberto Palcos, Milcíades Alejo Vignati, José Babini, Desiderio Papp, Aldo Mieli, Diego Abad de Santillán, Francisco Cignoli, Carlos Gregorio Romero Sosa. Todos ellos respetaron el género histórico y su metodología.

El segundo punto esta íntimamente relacionado con el primero. Si bien la historia compara las diversas épocas de la historia de la humanidad, no debemos olvidar una regla de oro de la crítica histórica, aquella que amamos los historiadores y a veces no aprecian los periodistas que incursionan en nuestro terreno. Nos referimos a la crítica efectuada en el contexto histórico de la época analizada. Qué podríamos decir de la práctica de la sangría, que llegó hasta el siglo pasado y acabó con tantas vidas, si la tomáramos en el contexto actual: que era un horror. O bien, qué pensar del médico medieval, durante la Peste Negra, examinando a su enfermo en una cama elevada y observando la orina en lo alto para evitar que los miasmas lo contagiaran –pensando que escapaban hacia arriba– sin conocer que las pulgas, con su alto de 90 cm., lo acosaban por debajo. Tendría que llegar ese genial, bioquímico y excelente pintor que fuera Luis Pasteur para cambiar el mundo con su teoría microbiana para que la idea de Immanuel Kant, que no admitía el suicidio pero que lo justificaba –y hasta lo aplaudía para evitar males mayores– en un hombre mordido por un perro rabioso, quedara en el olvido. liza. La medicina es una ciencia difícil. Pasaron muchos siglos de historia para que, recién hace aproximadamente ochenta años, el hombre aumentara la expectativa de vida que hoy hace que la mayoría de nosotros estemos aquí. Debemos perdonarle no haberlo hecho antes, porque fue su obra.

Cerrando con Foucault, a quien nombramos al comienzo, cuando el entrevistador le pregunta: “¿Cuál es el papel del intelectual en la práctica militante?” El filósofo responde: “El intelectual no puede seguir desempeñando el papel de dar consejos. El proceso, las tácticas, los objetivos deben proporcionárselos aquellos que luchan y forcejean por encontrarlos. Lo que el intelectual puede hacer es dar instrumentos de análisis, y en la actualidad este es esencialmente el papel del historiador. Se trata en efecto de tener del presente una percepción espesa, amplia, que permita percibir dónde están las líneas de fragilidad, dónde los puntos fuertes a los que se han aferrado los poderes –según una organización que cumple ahora 150 años–, dónde estos poderes se han implantado. Dicho de otro modo, hacer un croquis topográfico y geológico de la batalla… Ahí está el papel del intelectual. Y ciertamente no en decir: esto es lo que debéis hacer”. (M.F., Microfísica del poder, Buenos Aires, Planeta Agostini, 1995).

Aunque la historia de la medicina sea un capítulo menor de la ciencia madre, debe adoptar una actitud rectora y no puede permanecer impasible. Sus conocimientos cambiantes a través de la evolución científica, acorde con los que sufre la medicina, nos está indicando lo efímero de nuestras prácticas y nuestros conocimientos que, sin duda alguna, serán reemplazados por otros más eficaces en el corto o en el largo tiempo. Empaparse de esa historia lenta y penosa, hará hombres menos petulantes y más humanos.

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