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Quincue Alan Maqueda (Valle del Mezquital, Hidalgo

Quincue

Alan Christian Maqueda Gálvez, originario del Valle del Mezquital y artista visual. Instagram: @maqueda.alan

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I Ninguno de nosotros le creímos al Mirlo cuando llegó con la asombrosa noticia que en el cerro de El Maye había encontrado pirámides, dado que el Mirlo era bien grifo. Todo a raíz de un libro sobre plantas autóctonas de México, que el propio Rodrigo Sol le obsequió el día de su cumpleaños. Un engargolado de fotocopias manoseadas y en franco deterioro; era un texto de extraña paleografía, hurtado por Rodrigo Sol cuando visitó la Biblioteca Central del INAH. —Es neta Taro, créeme hay que ir— me espetaba el Mirlo, agitando mis hombros. Y casi derramó el pulque de mi jarrito. Qué molesto indio supersticioso. A pesar de que le mentimos que la reunión se había pospuesto para dentro de ocho días. El Mirlo corrió guardando la noticia entre las muelas, hasta dar con nosotros, pero nadie estaba en el ánimo de soportarlo. El Mirlo era el bufón del grupo, que sólo servía para mandarlo a comprar otro cartón de cerveza a la tienda, o para equiparar numéricamente una trifulca en cualquier pulcata. Me daba lástima el pobre ingrato, lástima e indiferencia que el muy animal confundía con amistad.

Pero ¿quién de nosotros le iba a creer? Ahí parado con su playera de los Caifanes raída por el sol, la piel tostada y cubierto de piquetes de hormigas por donde se alcanzara a ver. Además el cabrón andaba descalzo y traía espinas clavadas entre los dedos. No cabía duda, el tlatoani marinela se había metido otra chingadera allá en el cerro.

Cuánto daño le hizo Rodrigo Sol obsequiándole aquel libro. La herbolaria tradicional mexica vino a terminar de sepultar cualquier indicio de actividad neuronal. Para la mala suerte del Mirlo, fueron más letales los hierbajos que escuchar por años rock en tu idioma o toda la leche de la CONASUPO, que bebió en su infancia auspiciada por el salinismo. Cuánto daño. Aún recuerdo su rostro partido de felicidad en el momento de recibir aquel libro. Fue encomendarle una misión trascendental al tiempo y el espacio, según él. Su encomienda fue probar todas las plantas, experimentando con dosis inusitadas. El Mirlo había estructurado una escala (empírica obviamente) de los niveles de toxicidad; es decir, si tal planta es buena contra los piquetes de zancudo y el mal del sapito, ésta pudiera de igual forma ponerte hasta las manitas. Valiéndole madre el códice de la Cruz-Badiano, el Mirlo mascaba tallos.

Ya le iba a soltar un buen madrazo en la jeta, cuando Rodrigo Sol intervino a su favor: —A ver muchachos, vamos a darle un voto de confianza a este Mirlo. Ya Taro, deja de verlo así— y de tajo nos inclinamos

a que existiera la mínima posibilidad de que el Mirlo tuviera la razón. Bebimos lo que quedaba de pulque y tomamos el sendero rumbo al cerro de El Maye: Mirlo, Rodrigo Sol, Beto Perdiz, el finado Mexín, Lilu y yo. Este era el gran hallazgo que siempre esperamos con ansia. Hartos de sentirnos excluidos de sucesos importantes, como un círculo de cal que traza el arcángel divino sobre la superficie de este país, mientras entona el himno nacional y que a nosotros nos excluye por el azar. Porque no tenemos algún acontecimiento que nos haga sentir orgullosos. Nada obliga a un niño de primaria para que memorice el nombre de nuestro municipio, porque aquí no pasó Villa, no tiró un gargajo Moctezuma, ni alunizó Cristóbal Colón. En su lugar, tenemos la casona donde nació un regente matón de estudiantes durante el 68; nuestra gloria local vive enmarcada en repujado y nos observa desde las oficinas del partido político vitalicio, mientras comitivas de campesinos gestionan un canal de riego de aguas negras. Aquel día caminé al borde del canal junto a Beto Perdiz, que también tenía sus dudas respecto al descubrimiento del Mirlo. Noté que ya se le habían subido los tres litros de pulque, porque se esforzaba por completar oraciones rimbombantes y casi tropieza por andar viéndole el culo a Lilu que caminaba enfrente. Con la voz áspera de un gallo enfermo, me dijo: — ¿Cómo lo ves triste Taro? El Mirlo salió con otra de sus jaladas.

Pues parece muy convencido el ojete Pues te recuerdo que viene bien pacheco. Ese güey debería dejar de hacerle al etnobotánico y volver a los toquines... es un tarado el carnal, pero cómo raspa la lira. Nos reímos porque el sol hervía sobre nuestras cabezas, y El Mirlo al frente de la comitiva no dejaba de señalar al horizonte. Como si él pudiera cubrir en un abrazo a toda Aridoamérica para segmentarla y colocarla en una jerarquía de colores. El Mirlo se jalaba mechones de cabello y se rascaba la marca de nacimiento que tiene detrás de la oreja. Andaba tan exaltado, que casi golpea la cara de Rodrigo Sol cuando abrió sus brazos, pero éste no se inmutó.

II Rodrigo Sol se tomaba muy en serio su trabajo de campo como historiador, sabía que así como la Comisión de Luz encontró a la Cuatlicue, él debía estar muy atento de los cabos sueltos que le extiende la casualidad. Rodrigo Sol fue y será recordado como un líder en su comunidad, perteneciente a un linaje de gobernantes del pequeño Runtitlán. Él había recibido el bastón de mando de manos de su padre y éste de su tío-abuelo, y así hasta perderse en los confines de la tierra hueca. Sólo que a diferencia de sus ancestros, Rodrigo Sol no dejaría descendientes. La supuesta misoginia con la que lo tachaban todas las maestras de la Escuela Secundaria Niños Héroes, ocultaba una fascinación por la carne más blanda. Y digo blanda,

porque él prefería meterle mano a jovencitos a los que el acné todavía no dejaba cicatrices en la cara. Muchachos ingenuos que siguieron al profesor bien buena onda hasta su casa, bajo la promesa de beberse un tequila a escondidas y ver raros códices pornográficos. Pero si el chavito se hacía el difícil, Rodrigo Sol bajaba más la voz y le decía al final de clase: “Oye amigo, ¿y no quieres ver la primera estatua de Santa Teresa, la que el nuevo sacristán quitó de la parroquia, porque descubrió que los artesanos indígenas le tallaron serpientes alrededor de la panocha?”. Es por ello que Rodrigo Sol era considerado un paria y encajaba perfectamente en nuestro grupo. Llegó autoexiliado de su comunidad, después de haberle prendido fuego a su casa y burlar a la policía comunitaria que custodiaba la calle principal de Runtitlán. Llegó a diseminar su conocimiento entre nosotros, jóvenes desesperados por el tiempo libre fruto de la huelga del 99 en la UNAM y claro, estaba el arrimado, el zoquete del Mirlo.

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