Colecci贸n
En la atm贸sfera (narrativa)
El mens煤 ediciones www.elmensuediciones.com.ar
Espinosa, Mercedes El barrio que nos tocó en suerte / Mercedes Espinosa ; con prólogo de Griselda María Catalina Rulfo. - 1a ed. - Villa María : El Mensú Ediciones, 2010. 102 p. : il. ; 15x21 cm. - (En la atmósfera; 1) ISBN 978-987-25748-4-0 1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. I. Rulfo, Griselda María Catalina, prolog. II. Título CDD A863 Fecha de catalogación: 13/10/2010
Contacto con la autora: mechaespinosa@yahoo.com.ar
Editor: © Darío Falconi Imágenes de tapa e interiores: © Claudia Peretti* Logo editorial: © Santiago Gallardo Diseños de tapa e interiores: © Darío Falconi * con excepción de la portada del relato “Las miradas”, cuya autora es Ana Porras. © Mercedes Espinosa © 2010 EL MENSÚ ediciones www.elmensuediciones.com.ar mensu.ediciones@gmail.com (0353) 154201252 ISBN 978-987-25748-4-0 Queda hecho el Depósito que establece la Ley 11.723 Libro de edición argentina. La responsabilidad de las opiniones expresadas en las publicaciones de EL MENSÚ son exclusiva competencia de los autores, firmantes y herederos; las mismas, no reflejan necesariamente el punto de vista del Editor ni de la Editorial. Del mismo modo la editorial no se responsabilizará por la utilización de las imágenes que pueda contener la publicación, la inclusión de las mismas, como el permiso de hacer uso de ellas dependerá de cada autor/es. Prohibida la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito de su Editor. Su infracción será penada por las leyes 11.723 y 25.446.
EL BARRIO QUE NOS TOCÓ EN SUERTE
El mensú . en la atmósfera . 01
EL BARRIO QUE NOS TOCÓ EN SUERTE
Mercedes Espinosa
A mi familia
PRÓLOGO Su autora, Mercedes Espinosa de Peretti, Licenciada en Letras, profesora de Castellano y Literatura con especialidad en literatura Infanto juvenil. Coordinadora de Talleres de Escritura Creativa. Vive en Villa María. Las narraciones elegidas son una serie de historias enmarcadas. La mirada de una niña nos guía. Ella, comparte la vida cotidiana de un barrio que se niega a olvidar costumbres tan arraigadas de una época no tan lejana. Sus vecinos se conocen, dialogan. Muestra una vía de síntesis dentro de un sistema de vida a punto de modificarse. En sus textos se hacen presente aquellos ámbitos en los que sus mensajes van más allá del color local, el costumbrismo o la crítica social. El centro de su temática es el hombre con sus mayores mezquindades y sus aspiraciones más altas. Con sus movimientos de superación y regresión. Aunque hay en ellos amor e ironía, predomina en casi todos la atmósfera angustiante. Los personajes se sumergen en la etapa que les ha tocado vivir. Reaccionan ante el medio y lo afrontan. Deciden librar su propia lucha y decir su palabra, a veces fuerte, otra ácida, en ocasiones humorística y desconcertante. El contraste entre la introducción, infancia plena, y los cuentos es amplio ya que estos últimos presentan otra realidad donde impera la trampa, la mentira, la injusticia. El barrio que nos tocó en suerte, capta desde La gran dama, un problema que nos ronda y alguna vez se nos instalará cerca. Allí se
observa la interacción de acciones negativas y el desaliento provocado por la marginación y humillación constante. Las tres de la mañana y La deuda, enlazados en lo vertiginoso y a la vez peligroso en un tiempo fragmentado. Posibilita lecturas que dan paso a la irrupción de lo imprevisto, centrándose en emociones y sentimientos fuertes. La violencia y el engaño golpean pues no dejan de ser un espejo implacable de los problemas que aquejan a las distintas clases sociales. Así en El paraíso y ¡Es un señor¡ se delinea una temática que lleva a la desesperación al conocer la verdad. Lejano amor y una mujer que se repite en el tiempo, traen su cuota de romanticismo, y sueños. La narrativa da paso a fantasías y obsesiones. Son presentadas en la sombra o en soledad. Una búsqueda o un escape a veces sin saber de qué. Fuga en Do menor señala no sólo los secretos de sus personajes sino el autoritarismo y la hipocresía que oculta la conmoción interna con una falsa tranquilidad. Historias por demás recurrentes que se encuentran ante la incomprensión y la desolación de una ciudad demasiado voraz e indiferente, como en Nada más que una piedra, penoso viaje a la Capital de Buenos Aires. Emilia y Paula, un pasado que no quiere aún despedirse porque está en nuestras raíces. Para finalizar, la lectura de Cuentos breves, nos traslada a otro estilo. En ellos cabe lo insólito e incomprensible y porqué no lo impensable. Griselda Rulfo Profesora y escritora de cuentos
Hoy me levanté temprano porque tengo que ir a la escuela. Es el mes de marzo. Las hojas lentas y amarillas, no paran de caer de los árboles. A mí siempre me toca barrerlas. Por ahí me ayuda el viento. Aunque el atardecer se aleja con pasos muy apurados, no deja de ser lindo, porque el verano le presta su calor y a nosotros nos presta las noches tibias para envolverlas de risas, juegos y de ¡basta chicos, a la cama de una buena vez! Hoy con el sol apenas asomándose y de paso, mi mamá con su autito gasolero acerca a Norma, nuestra vecina, a la escuela de natación. Ella dice que va porque se divierte, hasta baila en el vestuario. En cambio yo cuando voy en primavera, no me divierto ni un poquito, porque las seño no me dejan ni hablar, ni bailar. ¡Cuándo seré grande!
Como todos los miércoles se encontraron en el vestuario del natatorio. El ruido de la charla y las risas se elevaba como globos de colores. Se entendían de tal manera que ahí no hacían falta las palabras. A través de las miradas esas diez nadadoras habían firmado un pacto que oficiaba de red protectora parecida a una tenue telaraña de luz, imperceptible para otros, pero no para ellas. Pero ese miércoles, las pequeñas gotas sacudieron las hojas aún no preparadas para ese baño inesperado. Después se hicieron más grandes y más fuertes, causando asombro y hasta un cierto goce. Por eso, los pasos de Gladis, resonaron alegres a pesar de la lluvia que había mojado y embarrado sus zapatillas. El cuerpo todo parecía estar lleno de pájaros, tanto como sus ojos apurados de espacios y de verdes.
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Esa mañana como otro día más se agruparon, listas, alrededor de la pileta para comenzar la sesión acostumbrada de natación. Allí está, Laura, chiquita de tamaño, pero grandilocuente en su charla, para quien los números no tienen secretos, siempre presentes, no dejan de danzar un baile apretado alrededor de ella, ya sean los cálculos de impuestos, de sueldos, ecuaciones y algoritmos, o la suma recaudada para los regalos. También, Norma. En ella, la risa le abre las persianas al día. Las bromas y el buen humor se cuelgan de su mirada. Las manos especie de varita mágica hacen tortas, tarjetas, pinturas, crochet. Hasta hace poco tenía un defecto, le dolía la cabeza. Un día cualquiera lo solucionó y comunicó a los gritos: no tomo más analgésicos. Me curé. Le sigue Stella, quien se maneja con difíciles costuras, no se sabe bien si zurce puntas de estrellas o les hace festones a la luna cuando ésta empieza a menguar. Por eso, y por las dudas, la tiene asida junto a su máquina de coser por la punta del hilo, para atraparla y volverla a armar, no sea cosa, fuese a desaparecer. Se les suma Cristina que nada junto a Stella y Mary en el mismo andarivel. Cristina es una enamorada de los bonsái, de las plantas, enredaderas, flores. Lleva el verde en la mirada que se transforma en dulce o mermelada cuando les deja el paso a las manos para que el fruto surja en toda su delicadeza. Por eso Mary, termina siendo cómplice de cuitas y saberes. Su mirada es otro sendero que se abre en un gran abanico dejando estelas para ser seguidas. En otro andarivel marcado por sogas con borlas azules, blancas y rojas, nada Elisa. Se sumerge en el agua y sus estilos van dejando
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atrás, problemas, dudas, negocios, compras, pagos. Sólo es ella y el agua en plena competencia. Su mirada no deja de estar presente, alerta, despierta. En el tercer andarivel está Adriana, un signo de interrogación que se responde en el agua. No hay secretos para ella, ni de estilos, ni de risas ni de charlas. Las miradas son respuestas, palabras, aliento. Son las olas de un atardecer calmo de verano que todas quisiéramos ser. Rosa, ya no concurre, sin embargo está en los pensamientos y en las miradas que se entrecruzan y tocan con las de ellas. Ana por ahí se distrae y en sus ansias por nadar, llega a veces, un poco temprano. Hoy por influencia del ascendente de las estrellas sobre su hado, está desde las seis y media de la mañana, segurísima de que eran ya, las siete y media. Pero igual fue la última en lanzarse a la pileta porque las otras expertas en esos lides, no le dieron el espacio para ducharse. Un poco más atrás llega Silvina con el acostumbrado: ¡hola! Su delgadez nos susurra del equilibrio entre un buen plato de comida que no engorda y otro que lamentablemente sí. Hum, seguro tiene ciertos acuerdos con alguna escoba bruja, porque todas sabemos lo difícil de mantener la silueta, especialmente a la hora de comer, que es cuando se nos nubla la mirada. ¿Será por eso que pasó lo que pasó? Fue un día de rutina más, salvo que ese día, Gladis tenía la mirada encendida. Un amor de la adolescencia después de treinta años la había sorprendido con mensajes muy parecidos a pequeños brotes, puntitos de capullos, pugnando por abrirse al aire y al sol.
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Se pusieron las gorras y las antiparras, pasaron por las duchas. Todas se largaron al agua cristalina y azul, vigiladas por el ojo avizor de Gerardo el profesor que las guía y las ordena en ese remolino acuoso de charlas y patas de rana. Pero algo hizo de ruptura y fragmentó el lugar. Llegó una nueva nadadora. Se llamaba Moni. Pequeña, ágil, melena atiborrada de pelos largos, con una mirada huidiza como escapando a esas otras miradas que le hurgaban el destino. Se zambulló. Sobrepasó a Elisa, después a Adriana y Silvina, era una luz de bengala en el agua. Se les adelantaba en su perfecto e inconfundible estilo crawl, pecho y espalda. Las sobrepasaba, las rozaba, las tocaba y les pasaba por encima. Si hasta parecían marionetas, incapaces de movimiento propio, cansadas, respirando con dificultad, agitadas manoteando el borde de la pileta. Silvina quedó planchada en el fondo y Lucas el guardavida, se lanzó como loco y la sacó. Silvina no volvió del vestuario. Al rato, la susodicha Moni, pasó a otro andarivel. Norma intentó manotearla, pero aquella con un leve movimiento la sacó del medio. Laura con sus patas de rana quedó envuelta en un trompo. Cristina, Mary, Stella y desde más lejos Gladis y Ana se quedaron a contemplar la escena. Elisa en pleno estilo pecho con manoplas, y tratando de superar su propia marca, no se dio cuenta. Las miradas se agudizaron. No les sirvió de nada, porque nada vieron. Sólo una mancha roja que iba y venía sin parar. El gorro rojo, el traje de baño rojo, y las patas de rana increíblemente rojas. Terminó la hora.
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Despacio se fueron de a una. Silvina por el susto hacía rato que estaba en su casa. Al fin, todas se retiraron hacia el vestuario. Un inexplicable silencio las acompañaba. El ruido de la ducha lavaba el cansancio y las ganas de preguntar. Habían quedado mudas. Ni un sonido, ni un cloqueo, ni un suave quejido, ni tos. Nada. La nueva de rojo, esperó que se fueran. Después salió de la pileta. Por el camino se iba toda ella como desgranando, dejando huellas, marcas, líquidos rojos, esparcidos por todas las alfombras de goma negra que se confundían en un solo entretejido de alucinaciones y pesadillas de color sangre. El natatorio fue clausurado por quince días. Reformas que le dicen. Los celulares no pararon de llamar y enviar mensajes. ¿Qué les había pasado? Fue tan insólito que no tiene explicación. A mí me desordenó el pensamiento. Yo quedé dando vueltas. Casi me ahogo. Sentí un golpe. Creí desmayarme. A ella parecía no importarle nada presa de algún raro poder. Nos quería hacer desaparecer. Al profesor Gerardo una suerte de imán lo tenía atrapado. Miraron pero no vieron. Las hipótesis se enredaron en un montón de conjeturas. Unas dijeron que por un maleficio esta mujer, se fue destruyendo sola, otra, que se fue despintando y como no se aguantó tanto bochorno, desapareció. Algunas que era un ser maligno venido de profundidades abismales y las menos, un espectro, espíritu vislumbrado sólo por
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pocos que venía a cobrar su venganza, placer de los dioses, en esas diez mujeres que se creían perfectas. Vaya a saber cuál fue la verdad. Yo fui testigo de esa inquietante situación y por una extraña razón, ese día, mi mente, se llenó de frases incoherentes y abominables. Tan contradictorias que me daban órdenes y al instante se desordenaban. Por eso, no pude hacer nada. Un viernes cualquiera, todas las nadadoras se reunieron, pero esta vez en el bar de una cercana Estación de Servicio. Las miradas se encontraron como siempre. Algo finito flotaba en el ambiente parecido a la extrañeza. Una nueva nadadora se había incorporado. Casualmente se llamaba Moni. Apenas se movía en el agua. Sin embargo la desconfianza no paraba de aletear. Gladis medita. Está preocupada. Le tiene miedo a la pesadilla vivida. Lo mejor es olvidar. Al fin y al cabo no fue más que un mal sueño colectivo. Una estampida de pájaros negros sobrevuela la mañana. La proximidad de algo extraño y confuso se huele en el aire. Las diez nadadoras, continúan sus charlas en el vestuario del natatorio. Ya no se ríen de las palabras que golpean lúgubres, tampoco de las que llevan puesto el sabor amargo o son demasiado heladas. Sospechan sí, sobre esos seres extraños que pueden ser algo muy real, muy tangible o muy vengativo. A pesar de ello para el grupo son muy poco creíbles, tal como las respuestas que se inventaron. Como testigo, yo no creo en brujas pero que las hay, las hay. ¿No es para sentir preocupación?
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Mi barrio no es tan grande como para que no nos enteremos de lo que les pasa a nuestros vecinos, ni tan chico como para saberlo todo. Algunas de sus casas tienen jardines un poco descuidados. Otras presentan fachadas descascaradas y falta de pintura. Me entusiasman los departamentos construidos recientemente. Son raros, parecen las casitas que construyo con los naipes. Al frente de mi casa vive doña Paulina, está jubilada, tiene dos perros, uno grandote y otro cachorrito, no sé si va a ser grande. Doña Paulina siempre me invita con masitas cuando vuelvo de hacer los mandados para mi mamá. Ella dice que son ricas porque tienen forma de estrella y luna. Un verdadero cielo en las noches de verano. Pero hoy me dijo que estaba apurada porque se iba a anotar para un trabajo de no sé que cosa. Mi mamá siempre me dice –debes prestar atención Antonella, así después me cuentas en forma ordenada.
Se embadurnó la cara con crema para revitalizar el rostro y hacer desaparecer las arrugas. No distinguió la marca en el pote porque de cerca no veía muy bien. Pero no importaba se dijo; la empleada de la perfumería le explicó que esas cremas eran bárbaras. Así que fue a la cocina revolvió el arroz para que no se pegara y se acercó a la mesa. Adentro de la cajita distinguió el prospecto. Buscó esta vez sí, los lentes y se los colocó. La letra muy chiquita impresa en papel de arroz o de Biblia, que le dicen, no la sorprendió pero alcanzó a leer: edad hasta los sesenta y cinco años. Se quedó pensando… eso quería decir
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que para ella… La habían dejado en la orilla. Resignada, se acordó de pronto que hoy era día de pago a jubilados “pares”, como le decían en el Banco a aquellos cuyo número terminaba en par. Así que se puso el tapado “tapa mugre”, y allá fue. El viento la fastidió en esa Villa María, siempre acorralándola, siempre empujando o rechazando, según viniera de frente, costado o traidoramente por detrás. Caminó rápido, no sea que le ganen de mano. Por el camino se le presentó sin querer siquiera, o tal vez queriendo querer, ¡vaya a saber! imágenes que se le iban perdiendo de tanto no vivirlas, ésas tan lindas cuando ella trabajaba en aquel lugar tan ruidoso donde era importante, la consultaban, hacía pagos, iba al Banco, la atendían con deferencia, hasta hablaba con el gerente y le servían café. También hacía sociales. —¿sabes a quién vi?... Y las palabras juntas, volaban en el aire se hacían estela y después forma para recalar en un, ¡no me digas! Sonreía mientras caminaba. Se levantó un poco más el cuello del abrigo. Hacía frío. Ahora nadie la conocía. Durante el verano quiso reservar un lugar y una fecha para irse de vacaciones en plena época turística a través de su mutual, ésa que le dicen “Colonia de Vacaciones para Todos”, pero le dijeron: ¿por qué no espera hasta marzo o abril, ya que ahora se le da prioridad a los que trabajan, usted me entiende, no? Sí, yo le entendía, pero no sé por qué me acordé de un cuento de Doña Jovita. Creo la conocen, es muy popular. En la ficción la representa un importante cómico que retrata la miseria humana.
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Este personaje es una anciana muy humilde que vive en la zona serrana de la provincia de Córdoba y narra costumbres, vicios y supersticiones de la gente del lugar. Causaba mucha gracia a aquellos que la escuchaban, pues contaba sobre un ómnibus del PAMI1, muy viejo, todo destartalado preparado para llevar a los jubilados de “veraneo” en pleno invierno. Eran como cuarenta y volvieron solamente un poco más de catorce, la cifra no la recuerdo exacta. Como de recordar se trata, esa tarde, también tenía que ir al médico, debía hacerse unos análisis, pero primero pasaría por el consultorio. Había dos turnos, uno para dentro de unos días y si tenía suerte y era la primera, le cobrarían cuatro pesos, sino ochenta. Como no iba a ser la primera las cuentas saltaban a la vista, ya que para pagar cuatro pesos debía esperar por lo menos dos meses. —Menos mal que no me estoy muriendo. Y apretó el paso temerosa que la enfermedad la alcance y tumbara dejándola como un muñeco desvalorizado en un rincón, o ¿ya lo estaba? —No, no me van a vencer así nomás, todos los libros de autoayuda lo dicen, sea feliz, usted es única, usted vale por su interioridad, usted está rodeada de amigas. Sí -se dijo- es cierto, pero por qué siento esto en la boca, como un gusto a destino, a pregunta sin respuesta. ¡La pucha! al final van a tener razón, quién va a querer a alguien que no es optimista. ¡Arriba pues! Y siguió su andar, llegó a San Martín y Entre Ríos, intersección en donde estaba incrustado como un monumento el Banco. 1 PAMI: Programa de atención médica integral. Obra social de los jubilados.
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La cola llegaba hasta la esquina limitada por el paso nivel que muchas veces dejaba pasar ese tren interminable, que desde chica gustaba correr para contar sus vagones y entre sueños transformarse en una princesa arriba de uno de ellos, con los pelos al viento y las ilusiones intactas. Siguió caminando, había de todo en esa cola, señoras mayores, viejos arropados, otras mujeres de mediana edad, o ancianas que les dolían las piernas, unas eran jubiladas de la Municipalidad, docentes directoras, maestras. El tiempo se alargaba y estiraba como la masa para hacer fideos o como los ñoquis en los que voy haciendo unos choricitos para después pasarlos por harina, después otra vez estirar la masa, y otra, otra. Así pasaba con la cola, se estiraba, estiraba y las horas también, pero como siempre está el recurso de la charla, ahí se hablaba de política, diarios, accidentes, hasta caer en el tema preferido, el de la propia vida: sus desgracias, sus amores contrariados, las estafas que aún dolían como puñales pero que había que disimular, las peleas de vecinas, los hijos… ¡Ah! Los hijos, ahí es donde resurgían. Eran unas diosas con el triunfo en la mano, con el regusto pintado en los ojos. Unos estaban afuera, en el exterior, otros eran importantes ejecutivos, otros vivían aventuras prodigiosas, hasta algunos se habían separado, pero por supuesto era culpa de ellas, no de sus hijos, y las historias corrían de boca en boca, era un ansia por contar lo incontable, por decir aquello que ya a nadie interesa, por sacar afuera todo, en esas dos y hasta tres horas interminables, hasta llegar a la ventanilla, cobrar y decirles: —chau, fue un gusto, sé que no te voy a volver a ver. No se los decía, pero interiormente lo sabía.
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Salí del Banco con la preocupación de que nadie se acercara, tal como lo advertían en todos los carteles, tratando de proteger al pobre jubilado. De pronto me acordé, había escuchado por radio que había un concurso sobre la discriminación y enseguida lo asocié con el racismo, la gordura, el género, las discotecas. Todo un tema que ocupa la atención pública a causa de nuevas denuncias, pues se perfila una sociedad dividida en sectores. ¡Pobres -se dijo- cómo pueden aguantar! Y lo que es peor y mucho más doloroso y negativo, esta vez se trata de los jóvenes ¡Pobres –se dijo nuevamente- hay que hacer algo! Después pensó que al día siguiente se iba presentar en un lugar donde solicitaban coordinadores para un trabajo en equipo. —Me arreglo bien y voy. No van a decirme que no, pues tengo un currículum precioso. En eso, una compañera de la infancia se cruzó con ella y al pasar, le dijo- en aquella casa de modas, ¿la ves? No voy más, no encuentro ropa para mi talla. ¡Nos discriminan! En fin, razonó, nos espera el futuro indeseable del rechazo y la división. Menos mal que a mí no me pasa eso. Pero hay que ser solidaria con ellos.
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Con mi hermana Victoria saltamos las baldosas de una en una, tratando de no tocar las negras. Juntas fuimos a la panadería, que en realidad vende de todo un poco, lácteos, productos de almacén y otras cosas más. Aprovechamos el vuelto y nos compramos chicles. Esos verdes flaquitos. Cuando salimos, un montón de gente corría para un lado y para otro. Hasta doña Paulina y mi mamá estaban en medio. La cara de todos era un signo de interrogación. Los diarios también estaban y sus periodistas sacaban fotos. Lástima que mi mamá me hizo entrar rápidamente.
Tenía frío, no había comido ese mediodía, su estómago se lo reclamaba. Estaba nervioso. Una vaga inquietud se le alojó en el pecho. Arrojó una mirada inquisidora y recelosa, ahí fue cuando vio un pequeño bar de ladrillos rojos. Entró. —Bien se dijo, no me voy a amargar porque Gloria haya actuado estúpidamente, por otra parte todas las mujeres son estúpidas, nunca imaginé que ella lo divulgaría después de tanto tiempo, cuando entre copas y luces difusas, le conté mi mayor secreto, sólo para divertirme y observar su palidez que se iba transformando en un incierto color con dos puntos colorados en sus pómulos. ¿Cómo fue que sucedió? Gloria se enamoró de un amante de la noche, que la sedujo. Le gustaba el peligro -adrenalina pura- solía decir. Se arriesgó, pero no supo cuánto. No previó que él le sacaría la mayor información. El cuerpo elástico del hombre, la mirada penetrante y su metro ochenta la sumergieron en un mundo mil veces soñado.
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Por eso no desconfió cuando le hacía preguntas sobre su trabajo. Ella conocía de casinos, negociados, nombres importantes. Le dijo todo. Él se las ingenió para convencerla que no tenían por qué saber que él estaba detrás. Maquiavélicamente se sentía complacido, cosa que ella nunca se enteró. —No fue casual que me hice su compañero, ya que lo busqué por todos aquellos lugares donde sabía lo iba a encontrar. Me atraía el círculo donde se movía, el dinero que mostraba y derrochaba. Por supuesto lo encontré. No tardé en convertirme en el individuo de mayor confianza de aquel canalla. Juntos supimos engañar a más de uno, como así burlarnos de la muerte. —Obtuve muchos beneficios, también poder, y de la corrupción hice mi bandera. Una noche, sin embargo, aquel sujeto no dudó en hacerla desaparecer cuando por una infidencia dicha medio en broma, medio en serio, entre cócteles, lujo y música estridente, ella bufoneó acerca del amigo compartido, y él se enteró. Sólo dijo —es una mina que te compromete. La luna caprichosa la descubrió entre un montón de basura. Los ojos enamorados se colgaron de su forma plateada. —Lloré sobre su cadáver, aunque era una estúpida, la consideraba mi amiga y su muerte injusta me sublevó. Juré vengarme. Les iba a robar, ganarles de mano birlándoles el dinero sucio. ¿Por qué no la paré y me paré a tiempo? Ausente del pueblo estuve una época. Supe cómo actuar, lo convencí que todo fue una patraña de aquella tilinga para sacarme del juego. Después dejé que los otros lo hicieran por mí. Gané dinero.
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El resentimiento le oscureció el semblante. Fue entonces, justo ahí que apareció, avanzaba despacio con su mirada retorcida pero confiada, tal como él lo había planeado en sus momentos plenos de soberbia y seguridad. Se concretaba por fin ese negocio tan fríamente calculado por él. Mucho se jugaba. No entendió qué lo alertó, si la seriedad de su pseudo amigo o de aquel otro canalla que se le acercaba con la mano tendida. Esperó para saludarlo, miró a su alrededor y su peor pesadilla se convirtió en realidad, pues un arma calibre veintidós asomaba amenazante entre sus ropas. Intuyó que lo habían descubierto. Se agachó, no lo podía creer, lo habían traicionado, no pensó que él lo había hecho antes. Por eso cuando el estampido estalló en su cara sólo atinó a abrir la boca. El cadáver expuesto al sol despedía olor a jazmines. Pronto la calleja se inundó de un gentío curioso y ávido por descifrar ese misterio que el muerto ya no podría contar. Todo lo siniestro cabe en una sola frase que una noche de borrachera se le escapó ante aquella mujer que él tildó de estúpida. —Les robé, -dijo ante Gloria, les robé todo lo que quise, jugué al todo o nada y gané. Soy ahora, dueño de miles de idiotas que creyeron en mí. Yo los elevé al paraíso lleno de jazmines, porque de qué otra flor puede estar cubierto, si el consumo de la droga más pura es un pasaje al paraíso aunque tenga en el trayecto tantas estaciones parecidas al infierno.
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Conocí un nuevo vecino, se llama Iván. Es nieto de una señora que vive atrás de otra casa. Tiene un patio enorme, un aljibe que ya casi no se usa con plantas en tarritos y también en macetas. Allí se apretujan alverjillas, alegrías del hogar, helechos y una que otra margarita. No puedo quedarme mucho tiempo. Iván insiste en mostrarme su colección de figuritas que muestran guerreros de todas las clases y gustos. También su celular, usado por supuesto, pero para él un tesoro. En ese momento llega un mensajero que trae una carta.
Las botellas, que acababa de llenar con agua del pozo, y además secara una a una, con el trapo húmedo para que no mojaran su larga falda, no estaban ahí. Seguro no las encontraría más porque Ramiro dijo muy claro, no utilices el agua porque está contaminada. Vaya si lo sabré, se dijo la vieja Justina pues ella sabía mucho de esas cosas desde que observara como la nueva fábrica tiraba sus residuos al canal. Julia se las ha llevado para regar el patio. Con este calor la única gallina que le queda no quiere ni poner huevos, ya no tenemos para comer. El hueso de ayer lo puse en el puchero, la sopa está tan asquerosa que me tiemblan las manos y la cuchara para servirla. —Pero quién hace tanto ruido. No ven que estoy ocupada. Sus meditaciones se interrumpen por un momento. Ahí llegaba el hombre de la boina rara y traía una carta en la mano.
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—Mire que impuestos yo no pago más -lo increpó Justina. —No se aflija, no es un impuesto es una carta perdida hace como veinte años. Y fíjese usted, había quedado en un mueble viejo pero no la destruyeron. Están remozando el lugar. Pero la estoy aburriendo con mi charla. Tómela, aquí está. Justina en el apuro se llevó una silla por delante, casi pisa el sapo de piel fría y rugosa que dormitaba en la cocina. Su mano mojada tomó trémula el sobre, lo dio vuelta. Era de muy lejos, del otro lado, Afganistán, lo abrió y a borbotones las palabras le inundaron los ojos, la cara, todo el cuerpo. Su Juan, aquel que había sido su novio y se quedara allá en su tierra, le contaba de despedidas, de cosas que ella no entendía, de colores que se le entremezclaron en un solo delirio, rojo de sangre, rojo de destrucción, negro de tortura, blanco de la nada, azul de un cielo que ya no vería y verde al que nunca más podría ver y sentir. Por eso preguntó, decime Ramiro, ¿cómo es la guerra? El silencio se hizo grande y fue uno más en el amplio patio. Silencio que sólo se quebró cuando alguien dijo, como para disimular. —Aquí había una maceta, ¿se la llevó alguno de ustedes? Todos se miraron. El silencio otra vez se acomodó para dar paso al señor de la gorra, que a esta altura, hacía rato la tenía entre sus dedos toscos. —Perdone doña, no era mi intención pero la corrí hacia un costado y la puse entre las margaritas para que no estorbe el paso. —Está bien, señor. ¡Julia! traeme un mate porque hoy ya no tengo hambre.
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Julia y Ramiro no la escucharon, leían ese pedazo de papel viajero de tiempos vividos, de amores que pudieron ser y no fueron, que quedaron hilvanados, perdidos en ese mar tan profundo como sólo puede serlo un gran amor. Uno a uno, todos se fueron, el señor de la gorra, ése el que trajera la carta ajada y amarilla, Ramiro, después Julia. Quedó Justina, sus ojos celestes miraban largo, perdidos más allá. Atravesaban el cerco de ligustros y eucaliptos, viajaban lejos, incansables, atravesaban puertas, ríos, ciudades, mares y llegaban allí, a aquél lugar que una vez fuera de los dos. Sus manos se encontraron y se unieron, sus miradas cansadas de tanta búsqueda al fin se tocaron. Habían llegado a buen puerto. Así quedó Justina sentada en su silla, parecía dormida. —¡Eh vieja! hasta cuando va a dormir. —¿Quién le hablaba así? Ah, pero si es Julia que ha vuelto. —Levántese, tengo que ir a trabajar, me toca el turno de relevar a Teresa en el mostrador. Usted no tiene apuro porque cobra su pensión de seiscientos veinte pesos, como Ramiro el del Plan Jefas y Jefes de Hogar, si bien algún trabajito extra tiene que hacer, como ir a manifestaciones, inauguraciones de viviendas, cloacas, tirar alguna que otra piedra, pero bueno, de vez en cuando vale la pena, si te pagan comisión, ¿no es cierto? Bueno, pórtese bien que vuelvo dentro de dos o cuatro horas. Justina, apenas la escucha, gira la cabeza y vuelve a dormirse dispuesta a ser cómplice de la noche, las luciérnagas y los grillos, en ese verano que se niega a partir.
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Marta es romántica, tiene en la mirada un montón de lucecitas encendidas, además una música que nos gusta porque es pegadiza por su ritmo contagioso. Su departamento parece una jaulita, todo está a mano. La mesa, la cocina, el baño y el dormitorio. Allí no tendría miedo porque de un vistazo encontraría al enemigo. Mi amigo Iván dijo –sacamos las espadas y lo vencemos. Victoria preguntó si sentiría dolor el enemigo. —No, -dijimos es de mentira. Marta nos sirvió unas gaseosas y comentó de un viaje. Eso sí un poco largo y cansador.
Se había ilusionado. ¡Cómo que no! si era tocar el cielo con las manos. ¡Cómo que no! se dijo otra vez. Un lagrimón le corrió por el rostro pálido, convertido ahora en una máscara, como si alguien la hubiera puesto para tapar aquella otra llena de felicidad de hace unos instantes. Entonces se le ocurrió. Era fácil. Subió al techo de su casa, de ahí se veían todas las fachadas con sus cableríos y antenas, los edificios de departamentos, algunos a oscuras, otros iluminados, hasta era capaz de ver el silencio, ése, que de tan profundo llena la piel. Como si en un recinto solitario cien violines tocaran, pero solamente para ser escuchado por el recuerdo. Cerró los ojos y se abrazó al poste que bamboleaba la ropa tendida. Después de un rato, ya más tranquila, colocó sus manos en posición de auscultar su alrededor. Ahora sí, se escuchaba el ladrido de
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un perro, pero se asustó cuando descubrió que a ella también, alguien la miraba. Hizo aquello que no tendría que haber hecho. Su brazo fue síntesis de toda su rabia y decepción en un solo movimiento tensado, pues casi sin pensarlo, tomó una piedra, que impunemente estaba ahí, esperándola, y se la arrojó. Sin embargo el pedrusco comenzó a girar y en cada giro arrojaba dardos brillantes que chispeaban como miles de estrellas; encandilaban por un instante, y desaparecían después. Se quedó azorada. Al rato un haz de luz partió raudamente hacia la luna, tocó una nube, golpeó otra y regresó trayendo un pedacito de luna pegado a un costado de sus bordes, que se depositó a sus pies, mojados por el rocío de la noche. Giró y levantó la pequeña estrella. En sus manos tenía un tesoro y mientras saltaba las desparejidades del techo, pensaba en lo importante de no volver con las manos vacías. —A veces no apreciamos aquello que tenemos, pero tenemos “algo” y eso es lo esencial, -se consoló. —Sé que me engañaron, pero de no ser así no hubiera aprendido. Me dijeron que lo mío era lo mejor, que mis letras eran inigualables. Me lo creí. Me preparé y fui a la convocatoria. Acomodé todo mi papeleo, todas mis ilusiones en el bolso y partí a encontrarme con mi destino de triunfo. Arribó a la capital, el vestido arrugado, ocho horas de viaje dejaban su rastro. La multitud la golpeó y la empujó hacia la salida. El ómnibus que la llevaba hacia la dirección anotada en su libreta, parecía una oruga gigante tosiendo a cada rato humo y aceite. La gente indiferente miraba el camino que se desenrollaba como una
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serpentina, o miraba hacia los costados donde las casas, comercios, carteles publicitarios, tapiales, algún que otro árbol, desfilaban monótonamente. Todo era angustia en aquella mañana de otoño, su corazón se quejaba despacio no sea que se desanimara antes de tiempo. Bajó y llegó al lugar. Ahí era. Un edificio con escaleras y más escaleras, con puertas y más puertas, con gente común que miraba sin ver. Una secretaria con anteojos y dientes desalineados la hizo pasar, la invitó a esperar en un incómodo sillón, que de tan viejo tenía las vestiduras rasgadas y los resortes vencidos. Se sentó y esperó, esperó dos largas horas hasta que se llenó el lugar de gente extraña, tan extraña como aquel hombre vestido con galera y bastón, otro con trenzas a lo vikingo, otro con un instrumento muy parecido al que llevan los escoceses, una mujer con una falda llena de lentejuelas con una víbora alrededor de su cuello, otra con anteojos parecida a ella, un enano fumando un habano, otro flaco, otro gordo, otra linda, otra morocha, otro casi anciano y así, éramos tantos que ya ni el sillón cabía, además, el lugar comenzó a desdibujarse en dimensiones tan estrechas que por momentos daba la sensación de transformarse en un rombo, después en un cuadrado, luego en un triángulo. Hasta que por fin empezaron a llamar. Faltaban dos más y el lugar quedaría como antes, lástima, -yo estaba entre las dos últimas. —Al fin me llamaron. Entré, los examinadores, ya exhaustos, con los pelos desparramados, los anteojos en la punta de la nariz, los codos apoyados en la mesa, me miraron. Eran cuatro, dos mujeres y dos hombres.
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—Y… hablé. Yo hablé, hablé, y hablé, pero -me dijeron- sus trabajos son interesantes, sin embargo no es lo solicitado, no queremos algo tan tradicional, queremos algo desopilante, original, una vuelta de tuerca que le dicen. Esto es teatro ¿quién la envió? Les dijo el nombre. Se rieron y le dieron a entender que ese apellido sólo corría con los amigos del poder, podían darle algunas sugerencias, aunque era importante seguir insistiendo en otra parte. En ese momento se visualizó adentro de una pompa de jabón diluyéndose en el aire. ¡Plaf! Se acostó con su tesoro en una de sus manos, lo apretaba porque no quería desprenderse de él, lo sentía mágico. Se durmió. La piedra rodó y cayó al suelo. Ya no brillaba, ya no era un tesoro, ni mágica, era sólo una piedra y estaba donde tenía que estar, “en el suelo”.
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El encargado de los departamentos, Franco Zappit, me saludó con la mano en alto cuando fui a la escuela. Estaba limpiando la vereda como todos los días lunes. Una inquietud me caracoleaba. Sabía que iba a pasar algo y me pasó nomás. Tuve que resolver diez divisiones y me equivoqué en ocho. Sé que lo más difícil viene ahora, convencer a mi mamá. Pero, algo pasó en mi barrio. Por supuesto estaban todos, mi mamá, Franco Zappit, Iván, Victoria, doña Paulina, Marta, albañiles, gente que trabaja por ahí, la policía, bomberos. Cada uno aportaba sus conocimientos: —Qué desgracia. —Yo le miré la cara y no me gustó nada. —Se notaba que no era de por aquí. —Algo habrá hecho. —Parecía tan bueno. A mí mucho no me quieren contar. Dicen que los chicos tienen que jugar y hacer las tareas. Hoy no las hice porque estuvimos entretenidos con el movimiento de los policías que iban y venían en sus camionetas.
Qué hombre, todos lo decían. Lo admiraban. Es un señor, cuchicheaban, si hasta en su manera de andar nos lo está diciendo. Por eso todo el barrio se escandalizó cuando lo llevaron preso, parecía un muñeco al que se le está acabando la cuerda. A duras penas lo arrastraron hacia el patrullero. Bajó la cabeza, lo empujaron, de prepo nomás le doblaron el cuerpo para que no se lo golpeara.
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Así partió, raudamente, sin nada que decir. Llovía ese día, las calles eran un solo amasijo de barro y agua estancada, llovía también en el alma de los vecinos que rogaban para que no fuese cierto aquella infamia; todo fuera mentira en ese pueblo grande y chismoso, pero de brazos largos para abrigar a los sin nada ni nadie. Olvidaron por un instante que aquel hombre solía aparecer todas las tardes, muy perfumado, elegante. Sus anillos dibujaban un rayo luminoso, acabado triángulo en perfecta armonía con el sol, cuando la tarde desganada se iba lenta pero segura. Olvidaron que en lo lugares por él frecuentados, al poco tiempo, alguien desaparecía. Por qué lo olvidaron, porque era lindo, reconfortante, que alguien fuese amable, atento, no agrediera ni siquiera un poco, los escuche, no saque las cartas de la indiferencia o el desprecio. Utilicé aquellas palabras amables que existen en el diccionario pero ya casi olvidadas en algún bolsillo con olor a naftalina. Así no se juega, porque eso es de tramposos. Con su don de “gente bien”, como salido del siglo XIX, jugó con las emociones de aquellos que lo rodearon, le dieron respuestas, creyeron en él. Por eso, el asombro de los empleados de la farmacia, de los trabajadores de la carnicería. Las viejas vecinas, que también observaban parecían manojos de nervios. Una se secaba las manos, otra en forma disimulada ocultaba sus ojos para no ver o para que no la vieran. Los albañiles de manos curtidas por el frío miraban irritados. Los más jóvenes se enfurecieron, los ojos como dos fuegos encendidos entrecruzaban impotencia, rabia y decepción.
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De pronto el grito cruzó la calle. Se instaló en medio de todos, ¡Violador! ¡OR! ¡OR! La última sílaba quedó suspendida como un eco que se pierde en el escondite de las conciencias, allá en lo más profano de los tiempos.
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Decidimos andar en bicicleta juntos: Victoria, Iván y Nicolás (otro amigo) por la vereda y cada vez y más fuerte, Por suerte no había casi gente. Después nos cansamos y jugamos con la manguera. A Victoria se le ocurrió dibujar una casita. Todos la imitaron. Había que borrarlas, para eso estaba la manguera. No funcionó. Nos mandaron a limpiar la pared. A continuación hacer las tareas y por supuesto cada uno a su casa. Victoria se puso unas botas y quiso saltar con el paraguas desde lo más alto de la escalera. Decía tener poderes. No los tenía. El porrazo que se dio hizo que abriera la boca para gritar, pero sin sonido. Mi mamá suavemente le lavó las heridas. Ella sigue creyendo que tiene poderes. La nueva vecina, Julia, la miraba desde su ventana y sonreía. Está un poco sola. Alterna su soledad con su trabajo de maestra que la lleva a corregir pilas de cuadernos por horas y horas.
El sol se abrió paso entre las plantas que rodeaban la ventana y se posó en el termo que indiferente la miraba. Empezaba a hacer frío. El otoño ya se iba ¡qué tristeza! Se acerca el medio día, Julia bebe vino en su copa alta, según la etiqueta es un torrontés riojano. —Estoy tomando vino, sola. Tengo ganas de levantar mi copa y decir ¡salud! a mi interlocutor sentado en la silla vacía, frente a mí. Entonces lo hago, —¡salud! Del otro lado me saluda y sonríe. Sus dientes parejos son una invitación al diálogo. —¿Quién eres? -Pregunto yo.
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—Alguien que esperas hace mucho. Hoy tuve ganas de corporizarme y sabes te veo linda, aunque un poco triste. No sé qué decir. Espero. —¿Te gustaría que te cuente algo gracioso para hacerte reír? Digo —sí, por supuesto. —En la playa la arena se divertía con las olas que iban y venían y dos nenas empezaron a jugar con ellas, la risa se contagió y todas juntas eran una fiesta para los ojos y la alegría. De pronto las olas más que divertidas le arrancaron a una de ellas, la bombachita a lunares, la colita quedó al descubierto. Qué risa, qué momento fue el rescate de esa prenda tan diminuta, pero tan importante. —Qué más -dijo Julia para disimular aquellos recuerdos. —Bueno a mí me gustan los mariscos y Las Islas Baleares. —A mí viajar, de ser posible llegar hasta Acapulco, pero además, tener coraje para poder tirarme desde arriba de un acantilado al mar y luego emerger lentamente como una sirena, bella, delgada, con los ojos verdes acuosos de mar, peces y emoción. —Caminar en la arena -dijo él. —Sentir los rayos de luna –dijo ella. —Acariciarme con el viento –dijo él. —Formar una comunión con el susurro de las olas –dijo ella. —Ser pájaros y volar alto para luego descender despacio, despacio, sobre una roca –dijo él. —Hablar, suspirar, besarse primero, lento, después más prolongado y luego mirarse a los ojos, abrazarse. Juntos contemplar como el sol esconde sus rojos intensos, para más tarde ser sólo un espejismo de color naranja –dijo ella.
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—Luego sacudirnos la arena, con el paso cansado y pleno de intensidad desandar el camino, volver otra vez rumbo a casa –dijo él. —Despedirnos y soñar –dijo ella. Julia terminó su copa de vino. Otra vez sola.
“…Amor se fue; mientras duró de todo hizo placer, cuando se fue nada dejó que no doliera…” Macedonio Fernández.
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Esto me lo contó mi amigo Juan. Sus pelos nunca están en su lugar. Los ojos son mansos, casi te diría como los perros que lo acompañan. Sonríe a menudo y tiene una cancha bárbara para manejarlos, porque ¿no te lo dije? Su trabajo consiste en ser paseador de perros. Los hay de todos los tipos y razas, pero los que más me gustan son los de raza puro perro. De esos no hay muchos, pasean solos y como son medio matones vigilan que algún perro extranjero no se inmiscuya en sus dominios Hoy Juan está abatido, porque su amigo Pepe está un poco deprimido.
¡Las tres de la mañana! Se dijo Juan, largando una puteada que le salió como escupitajo. Se levantó de la cama olía a sudor y cama revuelta. Los pelos más que grises parecían un montón de plumas que el viento amontonara pero en un descuido dejara olvidadas. Su cansancio lo hacía jadear, rengueando avanzó hacia la cocina que lucía solitaria en su penumbra. Otra vez sonó el timbre. Prendió la luz. Llenó la pava de agua. El ruido la hacía parecer contenta. Al instante se rebalsó, entonces la puso al fuego que azulaba y se expandía como una flor oronda en su hornalla. Menos mal, todavía tenía gas. Al rato se avivó en su cerebro el llamado de atención dado por el timbre como un golpe de martillo; automáticamente saltó como sólo lo saben hacer los perros falderos, pero tropezó. Cayó cuan largo era golpeándose la frente contra la silla verde y petisa que siempre estaba donde no tenía que estar.
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Se levantó pesadamente, casi en cuatro patas. La respiración era la de un asmático. Su miserable vida le pedía cuentas. No embocaba con la llave, la veía doble. Dudó, se acordó de una tarde adolescente, casi olvidada, cuando un pez mirón de ojos vidriosos y fijos luchaba por un poco de aire. Fue un verano caliente, el pavimento semejaba un río ondulante como el de esa madrugada. Bueno, se dijo diciéndole al timbre, —¿quién es?, —¡Yo! ¡Abrime! Era su amigo Pepe, tan desubicado como siempre. Le abrió la puerta pero como Pepe estaba apoyado en ella cayó con toda su osamenta casi destruida y barbuda arriba de Juan, confundiéndose en un lío de piernas brazos y alientos a perro. —¡Qué te pasó! Miserable, siempre jodiendo tan tarde, mugriento, mujeriego. —Me perdí, me siguen, me van a matar. —Sos loco, ¡¿en qué te metiste?! —Dame agua, o cerveza. —No tengo. Vino, si querés. El ruido del chorro de la canilla enjuagando los vasos y la tapa de la pava haciéndose publicidad, lo despabiló. Arrastró los pies junto con las piernas. Sirvió un poco de vino. El envase de cartón estaba un poco abollado. —Yo no sabía, te juro. No sabía hasta que me avivé tarde. Se llama Hortensia. No me cerraban las cuentas, ahí había algo más. Hablaba como un enajenado para sí mismo. Luego continuó, ella me dijo, necesitamos un favor, no hay riesgos. Sólo tenés que transferir algunos dólares a una cuenta. El
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número no me lo dieron ni me preocupó. Ellos se encargarían estaba todo correcto. Hice mi trabajo y me fui. Era jueves. Pero, se me dio por volver a mi oficina, pues allí, donde estaba la computadora había olvidado las entradas para el partido que jugaban River y Boca ¡un clásico! Viajaba esa misma noche a Buenos Aires. Así que me volví. Llovía. Tomé un atajo por un camino de tierra donde están construyendo esos malditos edificios altos. El auto por desgracia, comenzó a hacer un ruido raro, como de un bulón suelto en el motor. No importa, me dije, ya lo vas a cambiar. No hay desgracia que dure cien años de soledad. Últimamente, tenía la costumbre de citar a García Márquez; escritor él. Tomé una curva girando el volante todo lo que pude, los pobres neumáticos un solo quejido. Yo bizqueaba un poco porque el parabrisa funcionaba mal. Una varilla estaba rota y para colmo el asiento tenía un resorte que se me clavaba en la espalda; roja, la tenía. —¿Qué cosa? -Preguntó Juan. —La espalda -contestó ensimismado y siguió. Los semáforos estaban todos en rojo. Atravesé el boulevard y doblé en la calle Mendoza donde quedé clavado. ¡Otra vez el semáforo! Arranqué penosamente, no avanzaba más que a una velocidad de sesenta. Transpiraba como un loco, los autos me pasaban como una exhalación, uno de los conductores sacó la cabeza. Sé que me dijo algo por una seña que hizo con el dedo. Te juro que lo hubiera seguido y le hubiese dado el patadón que se merecía, ¡pero no! yo seguí mi rumbo inexorable hacia mi destino que debía cumplirse.
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Llegué… Vi. Escuché. Estaba en el lugar equivocado a la hora equivocada. La puerta apenas abierta, un murmullo me alertó, pero sonseando o pelotudeando pensé sólo en mis entradas para el partido. Seguí por el pasillo un poco oscuro, alguien había roto una de las lamparitas y el lugar parecía el interior del tren fantasma atravesando un túnel. Me agarré de las paredes. Estaban como pegajosas. Entonces un grito se le escapó a Juan, ¡no me digas Pepe que mataste a alguien! ¡Pero no! si soy un santo -exclamó. Más que santo sos un pobre diablo –pensó- seguí que me ponés nervioso. Levantándose de la maltrecha silla deshilachada y roñosa, Juan comenzó a pasearse con largos trancos alrededor de la mesa. ¡Las cuatro! -Se dijo y este imbécil no la termina. Fue cuando Pepe se levantó. Se le dieron vuelta los ojos. Quedó duro como un turrón, con un balanceo de atrás hacia delante, luego para un costado y después se deslizó. Quedó sentado, pero apoyado en el marco de la puerta. El tufillo del vino lo aureolaba. (Bah, un pedo verde). El susto de Juan y el salto fueron uno solo, pero, claro, congelados en el aire. Se había enganchado el pantalón en aquel maldito gancho, que alguna vez le serviría para colgar su preciada hamaca paraguaya. Cuando terminó de caer, Pepe desde donde estaba, sin dejarlo de mirar asombrado, no atinaba a darse cuenta aún, si él era el del conflicto o si Juan era su doble y lo estaba suplantando en todo ese drama, que llevaba incrustado en la retina.
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Un tornado de insultos, fue decir poco, porque la boca de Juan se convirtió en un abismo por donde se descolgaban las palabrotas. Pepe aún aturdido por el vino, mezcla de alquitrán con Fernet, no encontraba más que decirle. —No, Juan. No, escúchame. Fue terrible. Cuando iba entrando observé como Hortensia le pegaba a alguien con el espejo ovalado, ése que cuelga de la pared, intentando a su vez escapar, pero se ve que no le dieron las piernas enfundadas como siempre, dentro de sus medias rayadas tan horribles que más parecía reptar que correr. El susto no la dejaba moverse más rápido, situación aprovechada por aquél a quien ella golpeara, pues de un empujón la tiró por la escalera caracol que da a los pisos de la derecha. Fue ahí, justo ahí que el tipo me vio. Me quise hacer el sonso, levanté los brazos y empecé a retroceder despacio, pero el tipo no dijo ni hizo nada, prendió un cigarrillo, empezó a mirarme raro. Salí disparado, los pelos se me encresparon, la respiración no sé donde la puse ni por donde se me escapó. Alcancé el auto y pude sacar la llave que estaba en mi bolsillo. Abrí la puerta, metí el arranque en primera a cien kilómetros por hora, en realidad es un decir, pues no da más que cuarenta. Atravesé los boulevares, en un solo humo y aquí estoy. No sé que hacer. Viene por mí. Juan lo miró después se levantó del suelo apoyándose en la mesa. —No sé -le dijo- tengo un amigo que a lo mejor te puede ayudar, pero está acá a la vuelta y te va a descubrir porque… decime quién es el tipo y…
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—Bueno, que problema hay -balbuceó Pepe ya más muerto que vivo. —Es que, ahora no está. —¿Cómo sabés? —Porque gusta tomar té a las cinco, pero de la mañana, con su tía. —No te creo. —Bien, si no me creés hacés bien, porque en realidad ese tipo no existe. —Qué hago, ¡Dios mío! —Pensemos. Se sentaron alrededor de la mesa redonda cubierta por una carpeta manchada con grasa y mate. Apoyaron dos vasos, los llenaron de un tinto rojizo que se oscurecía rápidamente, entonces comenzaron a paladearlo, primero despacio después apurándolo, más tarde fueron sólo tragos pero de otro color resbalando por la garganta, sin una queja, mansamente. Cerraron los ojos todo comenzaba a ser sombra borrosa, nebulosa compactada en la desesperación de olvidar aquello que no quisieron vivir. El ruido se hizo más fuerte era un infierno el lugar, la gente se confundía, chocaba entre sí, el humo sobrepasaba el edificio. La escalera caracol, ésa que daba a los pisos ubicados a la derecha ardía y todo era un espanto. Alguien arrastraba a alguien, a la que sólo podía vérsele unas medias rayadas y unas manos que parecían querer explicar lo inexplicable. Mientras tanto un tipo de mirada rara, se alejaba despacio midiendo cada tranco, cada paso en ese amanecer que ya se entreveía.
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Suerte perra -masculló. Ladeó el cigarrillo, miró la hora y desapareció como humo corrido por el viento. Los bomberos no daban a basto.
Pepe fue despedido de su trabajo. Es un decir, porque del lugar no quedó nada. La empresa cerró. Pese a ello, tres preguntas lo obsesionaban ¿por qué Hortensia habría discutido tan violentamente esa noche? ¿Dónde estará, ahora? La humillación, huésped de la memoria se quedó ahí, salía algunas veces, pero volvía inexorablemente todas las noches, se ubicaba en el ropero y de allí saltaba hacia su mente. ¿Por qué ni siquiera fue perseguido por aquel hombre extraño? Tampoco intentaron matarlo. ¡Qué insignificante se sentía!, el orgullo lo tironeaba sin piedad. Su machismo ofendido no se resignaba.
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Estábamos en el parque era una mateada, a puro bizcochos y medias lunas. Mi mamá conversaba acerca de una amiga, Rosario que se había ido a Buenos Aires, con tantas expectativas, que casi la doblegan. Rosario era flaquita, su cabeza llena de rulos y sueños la hacían simpática. Siempre tenía una moneda para nosotros, los chicos, que no nos explicamos por qué se fue tan lejos.
Daba vueltas y más vueltas en la cama, no había posición que le viniera bien. Por fin había conseguido que alguien le diera el dato preciso. Arenales 780; fue su amiga Laura, allí te prestan el dinero que quieras y a sola firma. No jodés a nadie. Con ese dinero y un poquito de suerte cancelaría la deuda con el Banco Nación. Para colmo recibió otro aviso. Su casa iba a remate sin remedio. Cómo llegó a esa situación, no se lo podía explicar, tampoco se lo perdonaba. Jugó a la timba. Todo o nada varias veces, muchas ganó, pero demasiadas perdió. Ya sé, ya sé, el vicio la confundió, la envalentonó, la hizo creer una reina con todo el dominio sobre su destino, cuando en realidad era una pobre mujer. Harta de dar vueltas se levantó, apenas se lavó la cara y casi con lo puesto al que le agregó un saquito desvalido salió a la calle. Tomó un café en el bar de la esquina “La Tana”. El ruido del tránsito la envolvió, ya estaba en medio de la vorágine, del gentío, de los olores que se mezclaban con sus pensamientos
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Buscó la dirección Arenales al 800. Miró el reloj. Si tomaba el ómnibus el tiempo le alcanzaría justo para después llegarse hasta el Banco. Corrió un poco hasta la próxima parada, allí la esperaba una cola larga, como sus ganas de no ser esa mujer en la que se había convertido. Alcanzó a contar diez personas, al rato llegó el 14 que bufaba, bamboleándose, salpicando barro y humo negro. Subió detrás de los demás, pagó su boleto y rastreó un lugar donde sentarse, no lo encontró. El envión hacia delante la hizo tomarse con fuerza del respaldo de un asiento y le indicó que bruscamente comenzaba a moverse con su carga humana, llevándola hacia su cita tan anhelada. Las cuadras se sucedían con parsimonia para ella, las casas y los comercios la miraban como al descuido, sus vecinos en ese viaje la ignoraban, todos en sus mundos, con vaya a saber qué historias, miserias, o no, quién te dice fueran felices. Un chirrido de frenos indicó la parada del ómnibus. Apenas tuvo tiempo de bajar la carga humana otra vez, que ya se alejaba bufando su descontento de mastodonte pintado de letras y números. Empezó a caminar por la vereda rota de baldosas grises. Llegó. Era una casa antigua. Rejas negras, altas, paredes con molduras y columnas dóricas. Vidrios detrás de las rejas que apenas dejaban adivinar el interior. Leyó bien, Arenales 870. Apretó con dedos firmes el timbre, una mano dorada, de dedos largos oficiaba de llamador. No lo tocó. Esperó, alguien la hizo pasar, no se fijó bien. Avanzó por ese corredor recubierto de mármoles y lámparas disimuladas en las paredes, todo parecía metálico, las líneas robóticas de los muebles acentuaban esa sensación de finalidad. No había cortinados sólo puertas como planchas metálicas de un gris perla acerado. Esperó otra
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vez. Una alfombra gruesa mullida desdibujaba sus zapatos, muestrario de abandono y pobreza. Ya estaba adentro, no supo cómo, ni en qué instante, pero ahí estaba sentada casi en la punta de la silla gobelino, con su bolso de tela amarillo desgastado, frente a un escritorio inmenso de madera roble con un único adorno: un reloj a cuyo alrededor giraba un círculo luminoso que provocaba diferentes sensaciones visuales. El señor de impecable traje gris corbata al tono, uñas muy cuidadas, con una cadena gruesa dorada, comenzó la interrogación… y cuáles eran sus contactos. A ella le surgieron algunos nombres de su trabajo, de los cuales sólo sabía sus nombres, ya que eran seres tan encumbrados, y poderosos en sus puestos empresariales, que ella ni los conocía, sólo los veía pasar y dar órdenes a sus secretarias tacos aguja, figuras elegantes, perfumes caros. Desde su lugar humilde de empleada junta tazas de café, limpia escritorios llenos de papeles inútiles, vaciado de ceniceros atabacados, piso uno, dos, tres, hasta el quinto, no tenía tiempo casi de fijarse, sólo obedecía al tiempo y a su jefa que la controlaba para que lo hiciera todo bien y rápido. No es que no estuviera contenta, sí, lo estaba, sólo que esa maldita hipoteca y ése dejarse llevar por sus ganas de salir de pobre… La voz del hombre le sonó lejos. Bueno –le dijo, sólo deje el nombre de quien la patrocina y nosotros nos ocupamos. Llene esta ficha y ya está.
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Le acercó un papel lleno de t,t, t, letras que apenas leyó, hasta que en el recorrido de esa página vislumbró las palabras y después tuvo la certeza. “La mitad ahora…” No era un préstamo, era un contrato que ella tenía que completar debidamente. Le temblaron las piernas. Las manos no podían tomar la lapicera, se le resbalaba. Una simple formalidad –dijo. Un temblequeo imperceptible le ganó el cuerpo. El hombre continuó hablando, no entendía el por qué del cambio de mujer para realizar ese trabajo. —Veo que es una estrategia nueva y muy inteligente. Hablaba, mientras esperaba que ella rellenara el piojoso papel. Leyó: deberá concurrir a las 10 horas de la mañana. Lugar: Barrio Privado “Los Alerces”, pasar la panamericana. Limpiar todo, no dejar rastros. Un mapita acercado suavemente indicaba las vueltas y más vueltas del lugar. Casi un laberinto. Una entrada magnífica, una avenida franqueada por ligustros, flores de toda clase, hasta violetas de los Alpes arracimadas, para dar una sensación de calidez y refugio, gamas decrecientes de colores, fulgores irrespetuosos. La casa de tejado azul intenso, con su pileta de natación se imponía desafiante. La fotografía perfecta. Sólo un detalle, el rostro de una mujer adosado con un pequeño gancho indicaba a quien seguramente sufriría un accidente lamentable, por supuesto, otros lo harían. Volvió a repetir, —usted debe limpiarlo todo, no dejar nada sin revisar, luego, salir de la casa por la puerta trasera, tomar el sendero de piedritas blancas, esperar el ómnibus y regresar a su casa, la mitad
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ahora y la otra después del trabajo realizado, deje por favor un número de casilla de correo. Firme. ¿Motivos? No lo dijo. ¿Para qué? Si lo miraba se iba a dar cuenta, porque sus ojos estaban muy abiertos por el susto. Intentó desviarlos, mirar hacia un costado. Sólo veía los labios que se movían, el sonido ya no le llegaba. Alcanzó a decir que necesitaba ir al baño. Apenas se levantó de esa incómoda silla tapizada de rojo trató de disimular el espanto. Bien –dijo, llamaré a Gidischi para que la acompañe. Una enorme mujer la escoltó. Tenía un tic nervioso, su mano izquierda colgaba inerte. Los pasos resonaban en su cerebro ahora del tamaño de una pequeña mancha. El pasillo ancho, piso de mármol grisáceo, le jugaba en contra, ya que en varias ocasiones se resbaló a punto de caerse. Cuando llegaron, la mujer grandota se retiró. Las ventanas que rodeaban el lugar se multiplicaban como espejos. Los vitreaux brillaban enmarcando peceras con peces como láminas de papel metalizado de todos los colores, tamaños y formas inimaginables. El olor a limpio la ubicó en su situación, para ella, espeluznante. Llena de temor esperó, (parece que ese día sólo tenía que esperar), luego se asomó. No había nadie, avanzó como si fuera una modelo, despacio, un pie adelante bien derechito, el otro detrás, las manos ubicadas de tal manera que pareciera natural en ella. En eso un puerta se abre, luego otra, sonaron como timbre de recreo. Un enjambre de empleados de todos los colores, como los peces, comenzó a salir. Era la hora del almuerzo. Se dio vuelta lentamente y ahí los vio, los dos parecían buscar algo detenidos en el tiempo, no así El barrio que nos tocó en suerte
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los ojos que continuaban la búsqueda. Siguió su camino por una habitación romboide. Quiso pasar inadvertida. Disimuló, luego no pudo más. Corrió y desencadenó otra carrera detrás suyo en esa alfombra gruesa dibujada con motivos extraños que apenas delataban sus ruinosos pasos. Alcanzó la enorme puerta. La abrió. Se mezcló entre el gentío de la calle. Corrió, corrió todo lo que pudo. En la esquina un bocinazo la detuvo. Alzó la mirada, el jadeo no la dejaba casi respirar. Los había perdido. Apoyada en una columna de la luz, porque uno de los zapatos gastados por la lluvia y tantas temporadas de taconeo ciego y sin rumbo se le había roto. Levantó otra vez la mirada, para su asombro estaba en Arenales, pero al 700 ¿Habría retrocedido en el tiempo y todo comenzaba otra vez? Agitada revolvió su constreñido bolso lleno de pequeñas cosas inservibles, ganchitos, papelitos de caramelos, una llave oxidada. Pedacitos de migas de bizcocho, tickets del supermercado, pañuelos descartables y por fin, el papel con la dirección escrita por Laura. ¿Qué había pasado?, simplemente se había equivocado. Arenales 780 –escribió su amiga- y ella fue a Arenales 870. Suspiró. Siguió su camino. Intentaría saldar su deuda por otro camino. Sacudió los zapatos sucios de tierra, se envolvió con su saquito percal. ¡Qué paradoja! Libre de esos hombres y condenada a perderlo todo. Comenzar una vez más de la nada. Pero ¿cómo? Por ahora, no lo sabía. El susto todavía le duraba. De préstamos, ni hablar.
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Para Bibi o María Teresa mi hermana del alma.
Mi mamá se llama Emilia y hoy fue uno de esos días en que nada le salió bien. Apurada se puso el pantalón, el mejor y se le rompe el cierre. Sale lo mismo, pero con uno viejito que tenía. Hoy vence sin recargo, la tarjeta de crédito. En la cola hay cincuenta personas, justo le toca adelante un tipo con un olor repugnante, claro hace frío, la gente no se baña. Atrás de ella otro que llevaba un gorro de lana ha comido alguna comida condimentada con ajo. Pero debe aguantarlo. Sale raudamente hacia el supermercado y quiere estacionar. Un hombre la insulta y arremete con su poderoso automóvil. A los gritos le informa que de no salir de ese estacionamiento que ÉL vio primero le abollará esa miseria de auto. ¡Cómo no ser grandota, tipo Increíble Hulk! Los males no vienen solos, siempre acompañados, -decía mi abuela. Ya en el interior del súper, hace otra cola para pagar y justo cuando llega a la caja: —lo siento el sistema colapsó. Cansada, avergonzada llega al barrio. Victoria y yo la recibimos con un montón de besos. Se pone contenta. Prepara la cena y ya acostada, no sabe, por qué los recuerdos se le amontonan. Ella se llamaba Azul. Una historia que sabía contar su abuela Mari, que a su vez le contó Azul y que yo una vez sin querer escuché.
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La cocina inmensa parecía vivir su vida independiente de las personas que estaban en la casa. Las ollas colgadas en la pared tenían un brillo y olor a invierno, hasta parecía que conversaran entre ellas. Ahí se cocinaron todos los entreveros de la familia, se escribieron los guiones de las angustias, las soledades, los llantos por haber vivido tanto y sin sentido. Las culpas y los duelos por esas muertes no físicas, sino de aquellas que conformaron un ideal, una ilusión. Un griterío rompió la aparente armonía. Fue de pesadilla. Otra vez fui adolescente, llena de miedos y culpas. Otra vez me escondí adentro mío buscando un refugio seguro. Lucía irrumpió a la carrera, los ojos desaforados, todo su cuerpo era un grito, una huída en busca de un refugio, que la protegiera de los golpes que seguro caerían sobre ella, porque detrás y pegado a sus talones la corría don Mateo, su padre. No la alcanzó porque ella se metió en el baño y con cerrojo se aseguró por un momento que no le llegaría la violencia desatada como zarpazos. La niña adolescente, Azul, se tapaba los oídos. Los gritos de don Mateo la aterrorizaban, la hacían temblar, por eso no se dio cuenta cuando éste se acercó y le pegó enfurecido. La trompada le movió la cabeza hacia un costado. Todo le dio vueltas y alcanzó a escuchar ¡por cómplice! De lágrimas fáciles, con sus pelos largos y vestido flaco se refugió en un rincón de la cocina testigo, que parecía también llorar. El perro Fito le movió la cola y se le arrimó como un amigo y ahí quedó contemplándola en toda su tristeza. ¿Qué había pasado?
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Don Mateo no lograba hacerse entender entre su furia incontrolable y su voz agitada, gritona. Doña Jacinta lo miraba, pero su temor era más grande que sus ganas de saber a través de preguntas y solo el llanto fue su salida. Lucía salía con un chico que en ese momento la acompañaba charlando hacia su casa. Era invierno, el viento frío ya se había instalado. La oscuridad cubría las calles. Los edificios se desdibujaban adivinándose en las sombras. La gente como hormiga se refugiaba en sus cuevas. Ellos entretenidos en su tonta conversación, pero importantísima para sus corazones, no se dieron cuenta. Don Mateo la vio desde lejos y en su mente delirante imaginó una cita clandestina, un amante, una perversión. Tuvo la certeza de su presencia cuando Lucía llegó a la esquina y se despidió de ese casi hombre. La lámpara movida por el viento frío que soplaba tenuemente la iluminó apenas, pero lo suficiente para que don Mateo la viera y Lucía atisbara a su padre. Fue instintivo, ella comenzó a correr, fueron dos cuerpos anhelantes, dos pies y dos cerebros con dos objetivos, una llegar al único refugio seguro, su casa, el otro alcanzarla. Eso fue todo. Después fueron dos horas interminables de furia, mezcladas con gritos, amenazas, en esa cocina toda pintada de verde que asistía conmovida al triste espectáculo. Hasta que don Mateo se calmó. Doña Jacinta en silencio picó el perejil y el ajo, sacó la carne de la heladera, la puso en la tabla de madera apoyada a su vez en la
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mesada. La cortó en bifes largos y luego puso la sartén en el fuego que los recibió apaciblemente. Luego ayudada por esa adolescente temerosa, que ni se animaba a levantar los ojos, pusieron la mesa. Azul conocía la historia de ese novio a través de las confidencias apretadas de Lucía. Secretos murmurados que la colmaban de un amor casi novelesco. Mientras la carne, convertida en bife soltaba el olor inconfundible, la casa parecía acogedora y llena de armonía. Los cuatro integrantes se sentaron, uno a uno y en silencio alrededor de la mesa. El mantel de hule flores amarillas los recibió pálido y deslucido, incapaz de animarse aún, ante ese plato que más de uno hubiera codiciado. El tiempo que todo lo borra y esconde, alfombra dorada en las puntas, hizo que lo sucedido, poco a poco se esfumara, hasta quedar acorralado, casi en el olvido, sólo que en mí dejó una cicatriz, una marca que todavía aflora, de vez, en vez.
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¡Qué cosa rara me dije! No entiendo, mi abuela me contó muchas veces pero no comprendo cómo se puede despojar a sus dueños de las tierras. Porque parece que eso ocurrió en mi Argentina según mi abuela. ¡Ah! y en la escuela también me lo dijeron, los indígenas siempre vivieron aquí pero los engañaron. Entonces se enojaron tanto que quisieron recuperarlas y comenzó esa guerra que yo siempre imagino como un dragón grande que escupe fuego y sangre. Una de mis tartaratartabuela dejó estampada en el marco de un espejo esta historia que el tiempo no se animó a borrar. Se las presto por un ratito.
No sé, pero toda la mañana la habían rondado los recuerdos. Su abuela Paula estaba en el centro de ellos como un amuleto de la suerte que la protegería, pero “de qué”, si sólo iba a rendir un examen. Pero no había caso sus pensamientos como espirales tenían una punta que no cerraba y un poco la intrigaban. Pese a ello, trató de apartarlos, y se dirigió al lugar establecido para rendir ese examen. La fachada de ladrillos apenas rojizos, los techos verdes acanalados, interrumpido por una veleta en forma de flecha, le dio la bienvenida. Le entregaron una hoja. El examen consistía en una breve exposición sobre la región comprendida entre las cuencas del río
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Cuarto y el Quinto, la frontera, el desierto, donde actuaron y tuvieron particular presencia Mansilla y Sarmiento. (1845, 1870 y 1880). El primero, comandante de la Guarnición del Río Cuarto, el otro presidente de la Nación. El papel en blanco la invitaba, pero se había olvidado, o de puro nervio no recordaba. Empezó por los médanos, siguió con las aves, luego las tormentas y nieblas. Se distrajo. Se sintió extraña, como errante, pájaro sin nombre que vaga ensombrecido, sin luz que lo transforme. Sabía que esa sensación anidaba en ella hacía tiempo, como si los siglos pasados se hubieran detenido para ser sólo eternidad danzante, con pausas y misterios. Miró el reloj: cuatro menos veinte (15:40). Las cortinas corridas dejaban adivinar el verde de un pino en la tarde. Las cuatro menos veinte (15:40) de aquel año 1879. El ruido era infernal, agobiaba los sentidos, le daba vueltas al miedo que convertido en murciélago de movimientos arrasantes nublaba la mirada. La polvareda hacía irrespirable el lugar, oprimía la garganta. Ráfagas finas de polvo que habían estado dormidas al sol ardiente, despertaron en ondas ocres envolviéndolo todo. El malón atravesó el pueblo siestero. Lo comandaba un indio renegado que enarbolaba peligrosamente una chuza engrasada con grasa del tipo “la negra” y de largas crenchas malolientes, cuerpo cuadrado y lustrado por la transpiración y el entusiasmo de la guerra, declarada, pero no tomada en cuenta por esos pobladores.
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La mirada profunda, igual que pozo, no presagiaba nada bueno. El griterío se mezcló con el espanto y el horror, con la crueldad y la muerte. La mayoría de los hombres pretendían defender sus moradas y a sus mujeres, pero los otros eran muchos y el plan anticipado y vigilante hizo que como alud de la montaña los despertara de su apacible y redonda vida, porque en ese pueblo siempre todo era igual, nada cambiaba, un aro perfecto. Sólo hoy se desenganchó, se rompió y una de sus puntas pulida y brillante se abrió para dar paso a lo nauseabundo, amargo y a la violencia, a la manera de esa espuma que se deshace allá abajo en los acantilados, nacida de algo tan bello como son las olas del mar, para caer en forma brutal contra la roca, horadándola hasta hacerla desaparecer. Emilia empezó a correr, su desesperación la llevaba de la mano, la hacía saltar las piedras, revolver su pelo engancharse en las espinas de los jumes, jarillas, chañares, tropezar y volver a levantarse. Sólo escuchaba una orden, corre, corre, sálvate, sálvate. Pasaban a su lado, pero no la vieron, en un galope largo y tendido con las mujeres robadas sobre las ancas de los caballos, sujetas sólo por el terror, gimiendo y llorando pero en vano. Nadie las podía ayudar, porque ya no había nadie. No la vieron. Eso la impulsó aún más. En su vientre se cobijaba un ser que ella intuía quería vivir, alguien pequeñito a quien llamaría Paula, no sabía bien por qué. Y la instaba a correr, casi volar, hasta parecerse a esos tordos y chimangos que pasaban y volvían a pasar repasando ese cielo azul en el campo. Se sonrió, sí, los veía a diario,
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casi vecinos de esa pareja de horneros de ocupación, caseros tiempo completo, en el conocido algarrobo. Cayó otra vez, el rostro se le enterró en el guadal, la aspereza de sus manos se tiñó de colorado. Las espinas se clavaron en su vientre. No la vencerían. Se levantó como pudo, vislumbró un baño viejo o “fondo”, construido en redondo con pircas de piedras sueltas, al lado de un corral improvisado con ramas espinudas y maderas de cardón. Se escondió un poco más entre un bordo y otro que hacían un zanjón. Esperó. Un galope, y otro, otro se acercaba. El miedo se le hizo tenaza en el cuerpo. Un poco más, se dijo. Unas alas aletearon. Un pico se entreabrió. A lo lejos, una pareja de jotes trazaba círculos. Plumaje negro, cabeza amarilla, alas largas. Se sintió liviana, parecía un barrilete remontado, al que le hubieran soltado el piolín. Un hilo de sangre serpenteó desde su boca y se quedó a mirar el pasto reseco amarillo de soles. Un cardo se inclinó y una nube quiso lagrimear. Entreabrió los ojos. Todo era silencio. Apoyó los codos y lentamente se puso de pie. Un perro a lo lejos esgrimía sus ladridos lastimeros. Despacio levantó la cabeza y emprendió el camino hacia aquel refugio inesperado. El viento soplaba, los pajonales la acariciaron. Ya estaba cerca, sólo faltaba el cerco de plumerillos rozando las jarillas engasadas de hojitas. Ya estaba cerca del “fondo” casi derruido con un cuero colgado oficiador de puerta y ya puro tiento embrutecido por los ventarrones, castigado por las tormentas y las lluvias, que ahí caían poco, pero cuando lo hacían se convertían en diluvio, para después estancarse y transformarse en lagunas, esteros alargados cubiertos por malezas, bañados, y tembladerales intransitables.
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Entonces fue que escuchó el galope. Otra vez, otra vez, su corazón ya no estaba en su lugar, sino en su cabeza. Se agachó, saltó, cayó entre el jarillar. Parte de su vestido quedó colgando de las púas del espino, como prueba de su huida. Por fin alcanzó el cuero desgarrado de tanta espera y se contrajo contra la pared oliente de humedad, tierra y despojo humano. El galope era intenso, un cimbrón entre el caserío, punzada doliente. No se cansaban nunca, horadaban el lugar, parecían perros cimarrones entrenados en la búsqueda implacable de ese ser, mujer, hombre o niño, que en su grito mudo eran un solo clamor por un poco de esperanza. Una garúa imprevista los hizo volverse y como baguales criados libremente, rumbearon para su querencia. El alivio la relajó. Su hija Paula viviría.
En el recinto de techos verdes, las ventanas se abrieron impulsadas por un fuerte viento que los lugareños llaman cierzo pampeano y comenzó a levantarse la niebla. Los escritorios y el lugar todo, se cubrió de algo semejante a talco derramado. El guadal, polvo fino, los desafiaba. Rodeada de esa atmósfera asfixiante, miraba sin ver. Por eso no pudo precisar, si lo percibido entre sueños y cavilaciones, eran sensaciones que habían permanecido intactas con el correr de lo siglos y sólo introducidas por la presencia fuerte y silenciosa de su abuela Paula.
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Cerró los ojos, las imágenes bullían en su interior, pero ahora sometidas a un nuevo orden, ya no había distancias. Todo estaba en su lugar. Cuando los abrió la golpeó la indiferencia y frialdad de ese presente que la rodeaba. Miró a la coordinadora de la parte académica. Ella se le acercó con pasos solícitos. Lo siento, se disculpó, este examen se debió realizar en pocos minutos y usted demoró más de treinta. Somos muy estrictos en este aspecto. Dejó la lapicera, y se llevó el papel que arrugó un poco en el bolsillo. No dijo nada a nadie ¿para qué?
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Cucarachas Algunas noches me levanto para tomar agua. Prendo la luz y ¡zas! Ahí están las cucarachas, doradas y grandes. Hasta que una noche me pregunté. ¿No serán las cucarachas de la película Hombres de negro? Del susto me olvidé de la sed. Me tapé hasta las orejas y mis ojos negros escudriñaban la oscuridad como un radar. Como no me dormía por lo de las cucarachas, mi mamá dijo: —¡Mañana sin falta las matamos! —¡No, pobrecitas! —Pero, ¡quién te entiende! Ayer fuimos a ver una película de ciencia ficción. Creo era de terror. No la entendí.
KJZOX Lorenza estaba sentada, ya no podía caminar, sin embargo sus ojos eran ondas sincronizadas perfectamente. Su mente no terminaba de completar ese plan de venganza tantas veces trazado en su cerebro. A duras penas tomó el celular. Marcó agenda y llamó a Ignacia. Ella sería el instrumento. No contestó nadie. La bronca la hacía transpirar, los dientes le rechinaban. Si el celular no le servía, mandaría un mensaje por su correo electrónico. Así lo hizo, sólo escribió KJZOX.
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Del otro lado del mundo alguien cayó al suelo. La venganza estaba consumada. Sin embargo no pudo enterarse porque alguien la derribó de un solo golpe. KJZOX, había llegado. Visitante diabólico, terrorífico, acudía por telepatía. Lorenza no debió usar el correo electrónico pues a través de él y automáticamente se activaba otro programa por el que se descargaba un monstruo inconcebible, que desconfiguraba el sistema, como si fuera un virus atacando al que lo llamara.
Pichuca Pichuca pintaba casas, las pintaba de todos los colores, pero nunca les hizo puertas. Un día alguien se lo dijo. Entonces, pintó una puerta. A partir de ese día, la puerta de su casa, aquella donde ella vivía y tenía todos sus pinceles comenzó a achicarse hasta desaparecer.
El sabio No sabía si era sabio, o si era sabio que sabía. Lo que si sabía que nadie lo comprendía. Entonces no sabía.
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Maldad Aspirรณ el humo, lo tragรณ y lo devolviรณ al plato envuelto en lo mรกs sucio que tiene un hombre, perversidad, crueldad, odio y corrupciรณn. Lo aderezรณ y adornรณ. Lo sirviรณ en la mesa trece de aquel restaurante. Era el nuevo mozo.
Drama Mirรณ. El tren la atravesรณ en dos. Le cubrieron la cara. De un manotazo se arrancรณ el trapo. Aรบn estoy viva.
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ORDEN DEL LIBRO
EL BARRIO QUE NOS TOCÓ EN SUERTE
Prólogo de Griselda Rulfo 11 Las miradas 13 La gran dama 21 El paraíso 29 Lejano amor 35 Nada más que una piedra
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¡Es un señor! 47 Una mujer que se repite en el tiempo
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Las tres de la mañana 59 La deuda 69 Fuga en Do menor 77 Emilia y Paula 83 Cuentos breves 91
Este libro se terminó de imprimir en el mes de diciembre de 2010, por orden de EL MENSÚ ediciones en DOCUPRINT S.A. Tacuarí 123 (C1071AAC), Buenos Aires, República Argentina.