Suerte y destino - Marco Gaitán

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Colecci贸n

En la atm贸sfera (narrativa)

El mens煤 ediciones www.elmensuediciones.com.ar


Gaitán, Marco Suerte y destino / Marco Gaitán ; ilustrado por Fernando Ormeño y Ezequiel Marco. - 1a ed. - Villa María : El Mensú Ediciones, 2011. 72 p. ; 21x15 cm. - (En la atmósfera; 2) ISBN 978-987-26641-1-4 1. Narrativa Argentina . 2. Cuentos. I. Ormeño, Fernando, ilus. II. Marco, Ezequiel, ilus. III. Título CDD A863 Fecha de catalogación: 23/02/2011

Información de contacto: gaitanmarco@gmail.com Editor: © Darío Falconi Diseño de tapa: © Robinson Ríos Foto de tapa: © Anibal Galdeano Diseño de interiores: © Darío Falconi Ilustraciones interiores: © Ezequiel Marco © Fernando Ormeño Logo editorial: © Santiago Gallardo 1ª edición: 100 ejemplares © Marco César Gaitán © 2011 EL MENSÚ ediciones www.elmensuediciones.com.ar mensu.ediciones@gmail.com (0353) 154201252 ISBN 978-987-26641-1-4 Queda hecho el Depósito que establece la Ley 11.723 Libro de edición argentina. La responsabilidad de las opiniones expresadas en las publicaciones de EL MENSÚ son exclusiva competencia de los autores, firmantes y herederos; las mismas, no reflejan necesariamente el punto de vista del Editor ni de la Editorial. Del mismo modo la editorial no se responsabilizará por la utilización de las imágenes que pueda contener la publicación, la inclusión de las mismas, como el permiso de hacer uso de ellas dependerá de cada autor/es. Prohibida la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito de su Editor. Su infracción será penada por las leyes 11.723 y 25.446.


SUERTE Y DESTINO

El mens煤 . en la atm贸sfera . 02



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Marco César Gaitán



La vida es el susto de un sueĂąo. Macedonio FernĂĄndez



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El reloj marcaba las ocho cuando despertó. Contempló su figura desnuda en el espejo que se encontraba sobre la cama. Ver la perfección de su cuerpo la reconfortaba; media dormida y despeinada era más hermosa que la mayoría de las mujeres. Observó la luz tenue que ingresaba por el ventanal, otro día sin ver la luz del sol. Se cumplían ya cerca de cuatro años sin verla. La última vez había sido en una playa, no recordaba cual. La herencia que recibió al morir sus padres y los regalos de los ilusos que se enamoraban de su belleza, le permitían llevar una vida muy lujosa. Todas las noches asistía a una fiesta y si nadie organizaba una, la hacía ella. Y luego de la misma, siempre estaba acompañada para ir al dormitorio, aunque dormía sola. La madrugada pasada no fue la excepción, estuvo con un matrimonio, no recordaba sus nombres, pero los dos se habían enamorado de la belleza que irradiaba su figura, nada extraño. Encendió el televisor para informarse que sucedía en el mundo, mientras cenaba lo que le preparó la cocinera. Luego, era tiempo de arreglarse para la velada nocturna, esa noche su compañera de aventuras la buscaría para ir a una mansión alejada de la ciudad, donde se celebraría una gran gala. Se dio un baño y comenzó la tarea que más le gustaba. No era necesario que se pusiera maquillaje para ser la más bonita de la fiesta, pero el hecho de estar frente al espejo mientras se arreglaba era un placer, tal vez el único placer verdadero que existía en su vida. Ver su rostro celestial, sus ojos de un color único en el mundo, su cuerpo, su..., en realidad todo, le maravilla su perfección. Siempre admite que está

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enamorada de sí misma y que tal vez no haya persona más superficial que ella. Deseaba poder mantenerse así por siempre, bella y joven. Frente al espejo, su peor pesadilla se hizo realidad. Distinguió al costado de su boca una pequeña arruga, casi insignificante, pero ella la veía. En ese momento supo que su deseo no se cumpliría, que su rostro se llenaría de estos surcos que la despojarían para siempre de su esplendor. Con un poco de maquillaje desapareció, pero a partir de esta noche su vida ya no sería igual. Mucho peor de lo que se imaginaba. De las incontables fiestas a las que asistió, sin lugar a dudas, ésta era una de las más ostentosas. No sólo por los muebles de gran valor que se hallaban en la mansión, sino también por los invitados. Todos eran personalidades muy importantes, hasta se encontraban príncipes y algún que otro presidente. La gala era organizada por un noble. Recordaba que hacía unos años, varios años, había asistido a una ceremonia en esta misma mansión, organizada por el mismo sujeto. Rememoraba con nostalgia esa noche, cuando aún no se percibía el paso del tiempo en su rostro. Aunque la fiesta era muy entretenida, ella no se divertía. La imagen de esa maldita arruga no dejaba de circular por sus pensamientos. Debía verla, ver si el maquillaje la mantenía oculta, pero se sorprendió al ver que en la sala, en esa enorme sala no hubiese un espejo. Solo en el baño, mejor dicho, en los baños, se los podía encontrar. Sólo en ese lugar, alejada de las miradas que tanto la asediaban, esa noche más que nunca, pudo relajarse un poco. Horas más tarde, hablaba con su amiga cuando vieron pasar al Conde. Las dos amigas se sorprendieron al verlo. Es que su apariencia

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emanaba la misma juventud que exhibió en aquella velada celebrada una década atrás. Su amiga mencionó que debía ser verdad lo que se comentaba, que era un vampiro. Es que el hecho de ser Conde y ser dueño del Banco de Sangre de la ciudad, sumada a esta aparente eterna juventud, le daban esa reputación. Ella siempre consideró esas historias como estúpidas fantasías, provenientes de mentes inmaduras. Pero esa noche, estaba desesperada, aunque nadie lo pudiese notar. Esa noche decidió creer en la historia, en esa estúpida fantasía. Cuando el dueño de casa subió por las escaleras, lo siguió hasta su dormitorio. Comenzaron a hablar. Nunca antes lo habían hecho y se arrepintió de que así fuera. Es que le pareció muy interesante, además de muy atractivo. Pero eso no era lo importante, quería saber si la estúpida historia que contaba la gentuza, era verdad. Y así fue que sin más preámbulos, le preguntó. Él lo negó, pero ella seguía insistiendo, hasta que el Conde, agobiado por el asedio, le solicitó saber el porqué de este interrogatorio. Y ella le explicó su interés: Quería ser una vampiresa. Quería mantenerse bella y joven, y para lograrlo, debía convertirse en una. Sabe que nunca más podrá ver el sol, pero no le importaba, nunca le agradó. O que tendría que beber sangre, algo insignificante, con tal de ser bella y joven para siempre. Al escucharla, el Conde se conmovió y declaro la verdad, él en realidad era un vampiro. Y esa noche ella dejaría de ser humana para convertirse en una hermosa vampiresa. Los dos se atraían, por lo que comenzaron a hacer el amor de forma tan apasionada, que ella comenzó a sentir placer al hacerlo, por

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primera vez en su vida. Cuando los dos llegaron al éxtasis y mientras dejaban salir gritos de pasión como nunca antes lo habían hecho, él la mordió, convirtiéndola en un ser de su misma especie. Al día siguiente, ella despertó. Ya había oscurecido. A su lado estaba, aún dormido, el Conde. Sonrió. Era la primera vez que dormía con alguien. Toco el lado izquierdo de su cuello y logró sentir las marcas de la mordida que había recibido. Se levantó, desnuda como siempre, y paseo su cuerpo por el dormitorio hasta el baño. Un grito seco y estrepitoso despertó bruscamente al Conde. El grito provenía del baño. Al entrar observó a la nueva vampiresa sollozando, con la mirada puesta en el orificio negro del lavabo, mientras una mano descansaba sobre éste y la otra sobre el espejo. Y en ésta postura tan desoladora, se lograba oír una voz muy baja, que se repetía una y otra vez: —¿por qué? Y él comprendió. Comprendió lo que le sucedía a esta hermosa mujer. Es que lo había olvidado, y ese error la estaba carcomiendo en lo más profundo de su ser. Ya no volvería a ver su bello y joven reflejo, nunca más.

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Esbozó

una leve sonrisa, al ver reflejado su rostro en la

superficie dorada del premio. Pasó con satisfacción el paño con pulidor por última vez. Se enorgullecía de que nadie haya podido alzarse con el codiciado premio. Se enorgullecía de que nadie haya podido batir el desafío planteado por él, hace más de seis décadas. Tomó las tijeras de podar y se dirigió hacia los arbustos. Comenzó a trabajar en ellos, mientras admiraba de soslayo, a unos diez metros, la brillantez del objeto más preciado. Éste era de oro macizo, adornado con diamantes, rubíes y esmeraldas. Su cotización material era elevada, pero sus leyendas provocaban que su valor fuera varias veces superior. Su actual dueño jamás había contado como se apoderó del hermoso objeto, por lo que se habían generado historias de las más variadas. Que lo ganó en una apuesta, que era el tesoro escondido de un pirata, y otras tantas que enumerarlas se hace imposible. El único que sabía la verdad era su dueño, y nunca la diría. Se contaban por miles los que día a día intentaban en vano, alzarse con el premio. Los que por una módica suma, se ganaban el derecho de desafiar la prueba. De ingresar al laberinto. Laberinto diseñado por él, hacía ya, 67 años. El mismo era un cuadrado de cuatro hectáreas con un ingreso en cada esquina. En el centro, se encontraba el premio. El que logre llegar ahí se haría acreedor de la recompensa, convirtiéndose de inmediato en millonario. Muchos han sido los que se han resignado en la búsqueda y otros tantos los que han dudado de la existencia de un camino. Pero no han faltado demostraciones para erradicar esas dudas. Filmaciones de él limpiando el premio, hechas por él mismo. Y hasta una vez guió a un grupo de tres incrédulos hasta el centro del laberinto, con los ojos bien Suerte y destino

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vendados durante el camino. Según él, el camino tiene una trampa y uno debe ser muy observador para encontrarla, y que por cualquiera de los cuatro ingresos se puede arribar al destino. Hasta el momento, nadie había sido un gran observador. Tanto éxito ha generado el deseo de hacerse propietario del premio, como así también de la gloria, que se vio obligado a introducir otros juegos, creando así unos de los parques de atracciones más grandes que se haya visto. Y al unísono, el pueblo donde se encontraba, creció a niveles insospechables. Hoteles, tiendas de recuerdos, restaurantes, casinos y todo lo referente al turismo se hallaba allí. Alegremente podaba los arbustos, como todos los días. Aún no hay visitantes en la atracción principal del parque. No los habrá, hasta que él haya salido de allí. Es que en los días que debía acondicionar el centro del laberinto, nadie podía ingresar y poner en riesgo su secreto. No le ha contado ha nadie la forma de vulnerar su creación. Ni siquiera sus hijos o nietos han tenido el privilegio. Se sentía poderoso al poseer algo que todos desean. Se sentía poderoso al saber que nadie más lo poseerá. Estaba seguro que nadie sería lo suficientemente astuto. Sólo quedaba una rama por cortar. Cerró la tijera sobre ella y mientras caía suavemente, un fuerte pinchazo en el pecho lo paralizó. Las tijeras chocaron contra el piso, sus manos ahora se encontraban sobre su pecho. La respiración se volvía cada vez más dificultosa. Dio un par de pasos hacía atrás, antes de caer de rodillas. Su corazón fallaba nuevamente, al igual que hace unos años. Alcanzó llevar su mano al bolsillo para tomar el teléfono celular. Se comunicó con la enfermería del parque. Vacilante alcanzó a decir: —¡Ayúdenme, tengo un ataque! Estoy en el laberinto.

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Agotado, se desplomó sobre el césped. El silencio era escalofriante. Una nube cubría al sol. Cerró los ojos. Al abrir los ojos, la nube ya había desaparecido. El dolor era más intenso que antes. Creyó oír algo. Debió concentrarse para olvidarse por un instante el dolor. Eran voces, voces lejanas. Se concentró aún más para distinguir que expresaban. Sus ojos se abrieron hasta el límite al distinguirlas: —¡No, por ahí no! ¡Por aquí! El dolor ya no le dejó oír más. Era insoportable. Sabía que se acercaba el final. Ya sin fuerzas, volteó su cabeza. Al ver reflejado su rostro en la superficie dorada del premio, esbozó una leve sonrisa.

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Estoy muriendo. La infección ya se ha adueñado de mi cuerpo. Sé que me quedan pocos minutos de vida, pero en estas pocas líneas trataré de narrarles lo que sucedió en la invasión. Desde hace mucho tiempo somos la raza dominante del planeta. El mismo se encuentra en la tercer órbita desde la estrella más cercana y cuenta con un hermoso satélite. Sus condiciones climáticas han permitido que proliferara una gran diversidad de seres vivos, tanto de origen vegetal como animal. Y nosotros hemos sabido utilizar los recursos naturales para poder desarrollarnos, sin destruir el medio ambiente. Eramos una sociedad pacífica que vivía en armonía. Pero un día comenzó el fin. Desde el gran cielo celeste se aproximaban dos bolas de fuego. Al principio pensamos que se trataban de dos grandes asteroides, pero no. Eran dos grandes naves alienígenas. Y antes de que pudiésemos reponernos de la conmoción de saber que no nos encontrábamos solos en el universo, emprendieron la destrucción de nuestras ciudades. Pero no nos quedamos de brazos cruzados, le dimos batalla. Y así, de la nada, se dio inicio a una guerra que duraría cinco largos años. Una guerra por nuestra supervivencia. En el tiempo que duró la lucha, pudimos conocer a estos seres desalmados. Físicamente eran similares a nosotros, pero tan diferentes. Aprendimos su dialecto y sus costumbres. Eran criaturas que viajaban de planeta en planeta, hasta descubrir uno con las condiciones que le permitieran vivir. Si hallaban vida inteligente la exterminaban y comenzaban la explotación de los recursos naturales. Una vez que los agotaban, seleccionaban a los más capaces y emprendían un nuevo viaje de búsqueda. Suerte y destino

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La exterminación era completa. Cuando lograban apoderarse de una ciudad, unas máquinas a las que llamábamos desintegradores, se encargaban de que ningún rastro de nuestra civilización lograra subsistir. No tomaban esclavos, eliminaban a todos, incluso a los pequeños niños. Ni siquiera criaban a sus hijos. Simplemente colocaban a un macho y a una hembra en una especie de cápsula de crecimiento. Ésta los alimentaba y los protegía. Y hasta los educaba. Una pantalla conectada a una caja de almacenamiento de información, era le encargada de enseñarles sobre su cultura. No teníamos posibilidad de detenerlos. Pero cuando solo quedaban en pie pocas ciudades, la codicia, uno de los tantos defectos con los que contaban, se hizo presente. Se comenzaron a atacar entre sí las dos naves, seguramente por cuestiones de poder. Si se destruían entre sí por más poder, que clemencia podían mostrar hacia nosotros. Hasta que finalmente, una se hundió en el océano. Esta situación nos permitió conocer las debilidades de sus naves e iniciar la confección de un plan que los destruyera. El tiempo se agotaba. Mi ciudad era la única que aún no había sido destruida. De millones que éramos, solo quedábamos con vida unos pocos miles. Pero aún presentábamos lucha, aunque todo parecía perdido, hasta que uno de nuestros intelectuales logró desarrollar una especie de bomba. Era nuestra última esperanza, pero si funcionaba, lograríamos la destrucción total de estos seres. Es que, aunque no lo pudiésemos creer, toda su civilización se encontraba dentro de la nave. Todavía no habían establecido ciudades

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sobre la superficie terrestre. Tal vez nunca lo harían. Solamente tomarían los recursos naturales para ingresarlos en la nave. Se procedió a dar inicio al plan. Algunos de los hombres más valientes se ofrecieron para llevarlo a cabo, pese a saber que perderían su vida. Resultó. Desde nuestro refugio pudimos ver como la nave volaba en millones de pedazos, que se perdían en la superficie del otro gran océano. Pero también vimos como eran expulsadas miles de cápsulas de crecimiento, tal vez como última expectativa de supervivencia. No lo permitiríamos. La mayoría cayeron al agua, pero las demás las destruimos, para no dejar rastros de esa cultura. Celebramos nuestra victoria, pero no por mucho tiempo. Eramos conscientes de los costos de la invasión. Sin embargo, no era tiempo para lamentos, era tiempo para la reconstrucción de nuestra civilización. Y nos pusimos a trabajar, sin sospechar que aún no había terminado el tormento. A unos meses de nuestra victoria, dos niños habían desaparecido. La búsqueda fue intensa y un grupo los encontró. Aunque demasiado tarde. Uno de los niños ya había muerto. El otro, transpirado y tosiendo sin cesar, alcanzó a mencionar que habían encontrado una cápsula de crecimiento, pero falleció antes de revelar su posición. Cuando el grupo arribó a la ciudad con los pequeños cuerpitos, algunos miembros presentaban los mismos síntomas que habían aquejado a los niños. No demoramos un instante en comprender que estaban afectados con una enfermedad contagiosa. De inmediato los pusimos en cuarentena, pero fue inútil, se propagó a velocidades insospechables. En solo horas los niños y ancianos sucumbían ante el

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poder de está infección. Y todos nuestros intentos por salvarlos eran inútiles. Concluimos que se trataba de un virus extraterrestre. Y comprendimos la razón por la cual todos los malvados se encontraban dentro de la nave. Conocían el poder de los microorganismos y temían que nuestra raza fuera portadora de un virus que los exterminara. Los pocos que no presentábamos síntomas huimos de la ciudad, pero de a uno fuimos sucumbiendo, hasta encontrarme solo. El último de mi especie, que ya comenzaba a presentar los síntomas. Ya no quedan esperanzas. Cuando vi a los lejos lo que parecía una cápsula de crecimiento. Efectivamente se trataba de una de estás cabinas, la que originó el ataque final a mi civilización. La abrí con odio y allí estaban, dos crías de los invasores. Un machito y una hembrita en sus respectivas cunas, en las que figuraban sus nombres. Los traduje, y aunque jamás los había escuchado, me parecieron bonitos. A un costado el alimentador, y al frente la pantalla que se encargaba de educarlos. Tome mi cuchillo para aniquilarlos, pero no pude hacerlo. Se reían, tal vez de mi apariencia y quise reír también, pero la tos no me dejó hacerlo. No podía creer que estos seres tan hermosos se convirtieran en algo tan desalmado. Pero quizá no nacían malvados, sino que las enseñanzas de sus ascendientes lo convertían en esa criatura tan horrible. Destruí la pantalla y la caja de almacenamiento de información. Y los observé. Tan parecidos pero tan distintos. Como si perteneciéramos a una misma especie, pero diferentes razas. Sus pequeñas cabezas que no eran peladas, sino que presentaban pelaje en su parte superior. Los

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ojos pequeños, muy pequeños, que no eran negros, sino blancos con una bola de color que se movía en todas direcciones. Las fosas nasales que sobresalían de su rostro y su enorme boca, que dejaba ver dientes, al igual que los animales carnívoros. También presentaban cuatro extremidades y me pareció gracioso que cada una terminara en cinco dedos y no en tres. Cerré la puerta de la cápsula. Decidí dejarlos con vida. Decidí darle la oportunidad a estos dos pequeños alienígenas, llamados Adán y Eva, de repoblar el planeta con seres inteligentes. Y ruego no haberme equivocado.

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Mi nombre el Samanta. El ruido de la sirena es insoportable. Alcanzo a ver las manos ensangrentadas del paramédico que se esfuerza para mantenerme con vida. Los baches que toma la ambulancia a toda velocidad me intensifican el dolor, pero ya no importa, el dolor emocional que siento es mucho más intenso. Quiero gritarle que me deje morir, pero la sirena cubre mi fino hilo de voz. La vida ya ha dejado de tener sentido para mí; y pensar que el día de hoy, había comenzado como un día normal… El llanto de la bebé me despertó sólo cinco segundos antes de que sonara el despertador. Tomé a Flor en brazos y me dispuse a salir de la habitación; mi esposo, como siempre, no se dio por enterado. Alimenté y cambié a Flor. Hoy ella me acompañaría a la escuela ya que su niñera hoy no iba a venir. Mi esposo se ofreció a cuidarla mientras atendía el negocio, pero me negué, prefería que estuviese conmigo. Desde hace diez años enseño matemáticas en una escuela de nivel secundario. Aunque es la materia que más odian los jóvenes, me siento querida por mis alumnos. Y las pocas veces que he tenido que llevar a mi hija a la escuela, ha sido toda una sensación para ellos. Hoy no fue la excepción. El día se desarrolló con normalidad hasta las diez de la mañana. Me encontraba al final del aula cuando se escucharon unos fuertes estruendos y gritos. De repente la puerta del salón se abrió de una patada. Un joven ingresó vestido de negro portando una escopeta y comenzó a disparar hacia los alumnos. Observé a Flor llorando en su sillita y corrí hacia ella para protegerla, mientras los alumnos se arrogaban al piso.

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Un golpe me sacudió el pecho y me arrojó hacia la pared. Grité a causa del dolor más intenso que jamás había sentido y vi la sangre que emanaba de mí. El joven se aproximó a Flor y el muy maldito sin vacilar accionó el gatillo sobre ella, apagando para siempre su llanto.

Mi nombre es Facundo. El humo que sale del caño recalentado de mi escopeta es adictivo. Aunque parezca extraño, huele diferente a cuando solo le disparaba a cajas en vez de humanos. Estoy acurrucado sobre un rincón del baño de chicas esperando a que el grupo especial de la policía ingrese. No me entregaré y acabarán con mi vida; y pensar que el día de hoy había comenzado como un día normal. Abro los ojos y veo a mi madre en la puerta de mi habitación, gritándome que es la tercera vez que me llama y que se me va a hacer tarde. Al bajar el desayuno ya está servido, pero no veo a mi madre, ya debe haber salido para el trabajo. Mientras doy el primer sorbo al café, un mensaje de mi mejor amigo lo interrumpe. Me espera en el parque. Sonreí, sabiendo que hoy no iría la escuela. Al llegar veo que Gastón y Mauricio habían comenzado a disparar sin mí. Ya habían destruido cinco cajas. Saludo y Gastón me dice que ya está podrido en serio de esta vida, mientras accionaba el gatillo. No era nada nuevo, los tres lo estábamos. Lo haremos hoy, me dijo el Mauri, debes conseguir una escopeta; yo solo hice una mueca asintiendo. Llegamos a la escuela, hacía tiempo que veníamos planeando acabar con la vida de todos estos imbéciles que teníamos de compañeros. Debía ser grande, que todos los medios del mundo

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dieran la noticia como el atentado más horrendo de la historia para que nuestros nombres perduraran en el tiempo. Cada uno se paró en la puerta de tres aulas diferentes, yo elegí el aula de la maldita perra que me hizo repetir de año. Rompí la puerta de una patada y comencé a disparar, aunque no veía a la vieja bruja. Realicé unos 11 disparos antes de verla corriendo desde el fondo y apreté el gatillo con sumo placer. Me acerqué para rematarla mientras se retorcía de dolor cuando divisé a la entupida de su bebé que siempre llevaba a clases. No tuve dudas, si mataba a la bebé, todos recordarían este día. Accioné el gatillo y salí de allí.

Mi nombre es Sergio. El silencio y el olor a amoníaco me crispan aún más los nervios. Nunca me han gustado los hospitales, no me siento cómodo en ellos. Solo la vez que nació Florcita me sentí alegre dentro de él. Pero hoy es todo lo contrario, su cuerpito yace en la morgue. Veo salir al médico de la sala de urgencias. Se me acerca y me dice la segunda peor noticia de mi vida, que la mujer que amo ha muerto; y pensar que el día de hoy, había comenzado como un día normal. Me desperté al oír entrar a mi esposa a la habitación, pero me hice el dormido para que me despierte como lo hace todas las mañanas, con un tierno beso suyo. Cuando se acercó, la agarré y la tiré sobre al cama y fui yo quien le dio ese beso. Me había despertado de buen humor. Bajé a la cocina y antes de que salieran les di un enorme beso a las dos. Leí el diario mientras desayunaba y me dispuse a salir al

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trabajo. Al llegar al negocio, María, la farmacéutica de al lado estaba barriendo la vereda, hicimos unos chistes y hablamos sobre el clima, como siempre, y me dispuse a abrir el local. Apenas me estaba acomodando cuando ingresó un cliente. Supuse que compraría algún accesorio o repuesto, nunca realizo grandes ventas a horas tempranas de la mañana. Pero ésta fue la excepción. Era un cliente decidido y de pocas palabras, muy joven, que no devolvió mi saludo cuando me acerqué a él. Me dijo lo que quería sin realizar ninguna pregunta. Creí innecesario ofrecerle alternativas o emitir comentario alguno. Le pedí la identificación y puso sobre el mostrador un fajo de billetes al tiempo que decía que no era necesario. Observé los billetes y era más del triple del valor de la venta. Sonriendo tomé el fajo y dije que por supuesto, no era necesaria su identificación. Mientras guardaba el dinero, un joven ingreso al negocio y desde la puerta gritó: —¡Dale Facundo, apúrate! El joven tomo la escopeta y sus municiones y se retiró sin saludar. Pero no me importó. El día había comenzado muy bien.

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Soy

de esas personas que caminan por la calle mirando al

suelo por si tengo la suerte de encontrar algo. No había caminado cinco cuadras a paso acelerado cuando me encontré una billetera. De inmediato la recogí, la abrí apresuradamente y tomé el poco dinero que poseía y la arrojé. No la revisé minuciosamente, no había tiempo. Estaba llegando tarde para recoger a mi pequeña hija de la escuela. No me gusta que me espere en la salida a que llegue, no en los tiempos que corren. Pero hoy me entretuve trabajando. Lo hago desde casa a través de Internet y a poco de comenzar, recibí un llamado de la empresa que me emplea. Necesitaban que terminara un informe lo antes posible. Me dediqué a full para dejarlo listo y las horas se me pasaron volando. Cuando miré el reloj por primera vez solo faltaban quince minutos para que Rocío saliera de la escuela. De inmediato salí de casa, debía recorrer las doce cuadras a pie. El auto se lo había llevado mi mujer, trabaja como revendedora de una marca de cosméticos y recorre la ciudad de casa en casa tratando de venderlos. Es muy buena en eso. Palmeaba mis bolsillos en busca del paquete de cigarrillos, para calmar un poco los nervios que se adueñaban de mí. Me los había olvidado. Me detuve en un pequeño kiosco para comprar un atado y usé algo del dinero encontrado. No esperé el vuelto, debía recomenzar la marcha de inmediato. A cuatro cuadras de la escuela un sonido interrumpió mi marcha. Al lado de un árbol logré divisar un teléfono celular. Lo tomé y en la pantalla aparecía la leyenda: “llamada entrante. Desconocido”. Seguramente el dueño intentaba recuperarlo. Lo guardé en el bolsillo y quise reanudar mi marcha, pero un boleto de quiniela me lo impidió. Suerte y destino

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El número 3572 era el apostado. Tal vez había sido beneficiado. Lo guardé. Ya quedaban pocos niños cuando llegué a la escuela. Vi a Rocío sentada esperándome. Aún estaba en la vereda del frente y los autos no me dejaban cruzar la calle. Estaba a la mitad cuando Rocío me vio. Se paro de un salto y vino corriendo hacia mí, pero antes de llegar se tropezó y cayó al suelo. Sonreí. Pero esa sonrisa se transformó en susto al ver que no se movía. Corrí hacia ella y mi susto se transformó en terror al ver una gran mancha de sangre a su alrededor. Pedí a gritos que alguien llamara una ambulancia. Estaba en el pasillo de la pequeña clínica esperando al médico de guardia. Se acercó a mí y me informó del fuerte traumatismo que presentaba en la cabeza y que era necesaria una operación. Para eso había que trasladarla al hospital de inmediato. El que se encuentra en la ciudad capital, a unos 60 kilómetros. Pero había un gran problema. Tratando de parar la hemorragia habían utilizado toda la sangre de su banco y necesitarían una dosis más para el traslado; no podían esperar más de unas pocas horas, de lo contrario sería fatal. Rocío no solo había heredado la hermosa cabellera de su madre, sus enormes ojos y su adorable sonrisa, también su inusual sangre. La cero negativo. La más difícil de conseguir y que no circulaba por mis venas. Tomé el teléfono y llamé a mi mujer por tercera vez desde el accidente. Ella podría ser la donante, aunque no es recomendable que un familiar lo sea, no veía otra opción. Las veces anteriores no me había atendido, no era nada extraño. Cuando se encontraba en una reunión de ventas silenciaba el aparato. Le parecía extremadamente descortés para con las posibles compradoras.

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Dejé mensajes de voz y llamaba continuamente esperando que la insistencia la volviera descortés. Mensajes de textos pidiéndole que me llame con urgencia, pero todo fue inútil. No me respondía y el reloj no paraba su marcha. Debía haber algo que pudiese hacer. Otro lugar donde encontrar un donante. Las enfermeras trataban de comunicarse con las personas que poseían ésta sangre, pero hasta ahora todo había sido en vano. Los familiares de mi esposa no se encontraban en la ciudad. Al quedar embarazada, decidimos que lo mejor para criar un hijo era mudarse de la capital, y así lo hicimos; quedando alejado de nuestros parientes. Era inútil tratar de comunicarme con ellos, la única opción que consideraba factible era encontrar a mi mujer. Pero no sé donde, no sé donde se desarrolla la reunión. La única solución era que contestara el teléfono, el maldito teléfono. Dos horas habían pasado y aún no me respondía. Quería gritar, gritar con todas mis fuerzas. Nuevamente el contestador y no aguanté. —¡Mierda, atendé el teléfono de una vez!, grité. Vi como la gente del pasillo me observaba. Se que comprendían mi frustración. Marqué por enésima vez el número. Los nervios estaban a punto de sacarme de mis cabales. Debo dominarlos, calmarme para poder pensar en una bendita solución. Pero ese maldito sonido no me deja hacerlo. Ese sonido hartante que me ha molestado durante horas. Ese sonido que sale de mi bolsillo… Una terrible sensación se apoderó de mi cuerpo. Metí la mano en el bolsillo y saqué el celular que había encontrado. En su pantalla

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aparecía mi foto y mi nombre. Sólo pude gritar una sola palabra: —¡NOOOOO! Aunque ningún sonido emanó de mí. Me insulté por no percatarme antes. ¿Qué hacer ahora? ¿Cómo encontrarla? ¿Dónde? Pedí al cielo que me ayudara, aunque nunca fui muy creyente. Y en lo más intenso de mi desesperación una palabra círculo por mi mente: desconocido. La llamada por la que encontré el aparato. Tal vez mi mujer había llamado desde el teléfono fijo de la casa donde se encontraba. Tal vez aún estaba allí. Debía estar. Esas reuniones suelen durar horas. Busqué en la lista de llamadas perdidas y marqué el número desconocido. Los tres repiques me parecieron una eternidad, hasta que por fin una voz del otro lado. —Hola. —¿Se encuentra Mabel Soler allí? ¡Soy su esposo, debo comunicarme urgentemente con ella! —Si, ya lo comunico. Si, por fin. Un dejo de esperanza. Giré esperando que me respondiera, cuando vi que el médico se acercaba hacia mí. No hacía falta que me dijera nada, su expresión me lo decía todo. Ya no había tiempo.

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Si

al acercarte a tu auto observás que hay un neumático

pinchado, podrías decir que es mala suerte. Si te sucede saliendo del cementerio, mucha mala suerte. Pero si además se aproxima una tormenta y no falta mucho para que oscurezca, ya no se como denominarlo; y eso, fue sólo el comienzo... Salí presuroso del trabajo apenas pasadas las cinco de la tarde. Entré a la florería que estaba justo al frente de la oficina y compré una docena de claveles. Al dirigirme al auto, introduje instintivamente la mano en el bolsillo en busca del celular para ver la hora, hacía años que no usaba reloj pulsera. La pantalla estaba negra, había olvidado que durante la tarde se agotó la batería. Es que ésta fue una semana muy complicada para mí, estuve distraído todo el tiempo. El cementerio cierra las puertas a las seis de la tarde, por lo que apresuré la marcha. Hoy era un día muy triste para mí, era el tercer aniversario de la prematura muerte de mi amada esposa. Hace poco más de tres años, un borracho al volante cruzó un semáforo en rojo llevándosela por delante mientras cruzaba la calle. Llevándosela para siempre de mi lado. Ocho días luchó por su vida en terapia intensiva, pero al amanecer de un sábado me dieron la terrible noticia. El cementerio se encontraba a unos tres kilómetros de la ciudad, en medio del campo. Circulaba por el camino de tierra rodeado por grandes árboles y levanté urgentemente la ventanilla dada la gran polvareda que levantaba el auto. La entrada de la parte más nueva estaba pavimentada, pero mi mujer se encontraba en la parte vieja. Estacioné frente al portón de rejas negras aún abierto. Sólo una bicicleta se encontraba en el lugar. Bajé presuroso con el ramo y una rejilla y fui en busca de su tumba. No se observaba a nadie Suerte y destino

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por los pasillos. Al llegar, unos claveles rojos adornaban su lápida, evidentemente ella ya estuvo aquí. Belén era nuestra única hija. Seguramente vino más temprano, a ésta hora ya debía estar en la universidad. Era mejor así. Aunque nunca lo habíamos hablado, preferíamos ir a visitarla solos para poder expresar nuestros sentimientos sin reprimirlos. Acomodé las flores y hablé un rato con ella, de cuanto la extrañaba, de cuanto la amaba. Una sombra leve me interrumpió. Era el cuidador del lugar que amablemente me informó que ya debía cerrar. Caminamos juntos hacia el portón, hablando principalmente de la tormenta que se avecinaba. Ya se cumplían cerca de cinco meses sin lluvias, por lo que era un buen augurio el cielo oscuro. Mientras él cerraba el portón con un gran candado, divisé el neumático delantero izquierdo desinflado. Solté un insulto al aire. El buen hombre me explicó que debía irse, por lo que se disculpó por no poder ayudarme. Acepté sus disculpas y me dirigí hacia el baúl. Alguien con un poco de destreza seguramente no tardaría más de quince minutos en cambiar de rueda. Lamentablemente no soy muy diestro como mecánico, por lo que demoré más de una hora en terminar el trabajo. Justo a tiempo, ya que se estaba levantando el viento sur. Subí al vehículo y arranqué, pero apenas recorrí cinco metros antes de que el auto se apagara. Accioné la llave varias veces pero no hubo respuesta. Suspiré y mi vista se clavó en el medidor de combustible. Vacío. Otra consecuencia de mi mala semana. La oscuridad se adueñaba del ambiente. No tenía otra opción más que caminar los tres kilómetros hasta la ciudad. Tomé la linterna

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de la guantera y emprendí el viaje, rogando que no se largara a llover. Mientras caminaba por ese camino que de día es hermoso, pero de noche aterrador, pensaba sobre qué hacer. No quería dejar el auto ahí. Aunque era un descampado sin viviendas próximas, me daba mala espina que pasara la noche allí. Por lo que decidí ir hasta la estación de servicio y luego tomar un taxi hasta aquí. Era la mejor opción. Llegué a un cruce con un pequeño camino rural, por lo que supe que había recorrido cerca de dos kilómetros. Vi a lo lejos dos luces que se acercaban. Seguramente era un campesino que volvía a su hogar luego de comprar víveres. Le hice señas, el vehículo se detuvo. Una camioneta de los años setenta algo despintada. Alumbré con la linterna la cajuela y observé tambores de gas-oíl. Tal vez me podía dar un poco. Le conté de mi problemita y muy amablemente se ofreció a ayudarme. Tomó un bidón de cinco litros y puso el combustible. Insistí en abonárselo, pero se negó rotundamente. Y se disculpó por no acercarme hasta el auto, era supersticioso, por lo que de ninguna manera se acercaría a un cementerio de noche. Le agradecí y comencé el camino de regreso. Los truenos ya se volvían más fuertes y comenzaba a pegar sobre mi cara una fría llovizna. La oscuridad ya se había adueñado del lugar, sólo la tenue luz del portón se divisaba a lo lejos. Caminaba con el viento frío ya calando en mis huesos, cuando la linterna comenzó a fallar. Reí para no llorar. Llegué al auto y fui directamente a cargar el gas-oíl, la linterna ya no alumbraba más. Comencé la carga con la débil luz de la entrada. No había volcado la mitad del bidón cuando la lluvia se hizo más fuerte. Mire al cielo rogando que esperara unos minutos

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más, mientras una leve música llamó mi atención. Traté de hacerle oídos sordos y terminar con la carga lo antes posible. Subí al auto y descubrí que la música provenía desde la radio del mismo. La apagué de inmediato mientras me mordía los labios de la bronca. Lo que me faltaba, que esta batería también se haya agotado. Y así fue. Quince minutos intenté dar arranque, pero fue en vano. Estaba varado. Mientras que afuera la lluvia y el viento ya se habían vuelto muy intensos. No podía salir de allí, por lo que traté de relajarme y dormir un poco, con la tenebrosa necrópolis como compañera. El chillido de una lechuza me despertó. La lluvia había amainado, aunque el viento seguía soplando con fuerza. Introduje instintivamente la mano en el bolsillo en busca del celular para ver la hora, la pantalla continuaba negra. Accioné la llave del arranque, pero no hubo respuesta. Bajé del vehículo para tomar un poco de aire y pensar un poco. El silencio era escalofriante. Miraba el camino y pensaba que si el auto arrancara, con mi suerte seguramente me quedaría empantanado. Reí. —¡AHHHHHHH! Un grito agudo desde el cementerio interrumpió mi risa. Me quedé petrificado por unos segundos. Tragué saliva y giré muy lentamente hacia el portón. Un nuevo gritó me instaba a correr: —¡AYÚDENME, POR FAVOR! Pero no corrí. Me acerqué al portón y miré a través de él. No se veía nada pero los gritos continuaban, cada vez más desesperantes. Mi vista se dirigió hacia el candado para ver que éste estaba abierto. El cuidador no lo cerró como debía, tal vez distraído por mi insulto al ver el neumático pinchado. La curiosidad se adueñó de mí. Decidí ingresar cautelosamente. 48

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Caminaba con la espalda bien pegada a los nichos en dirección a los gritos, guiado por las escasas luces del lugar. Tropecé con algo y caí, pero me contuve de emitir sonido alguno. Un rastrillo era el culpable. Lo tomé, como una improvisada arma. Ya estaba cerca del origen de los gritos y pude escuchar risas, varias risas. Llegué a una intersección y espié por la esquina hacia un pequeño descubierto. Vi cinco siluetas. Cuatro eran los hombres que reían, que rodeaban a una pobre mujer tirada en el suelo que lloraba desconsoladamente. Me volví y apoyé la cabeza sobre la pared y una parte de mí agradeció que no se tratara de un fenómeno paranormal, pero de inmediato recordé los titulares de los diarios. Durante los últimos cuatro meses habían sido halladas muertas cinco jovencitas. Las jóvenes habían sido violadas y mutiladas, para luego abandonarlas en las cunetas al costado de la ruta. La única pista con la que contaba la policía era el ADN de cuatro individuos, pero sin sospechosos para poder cotejarlas, no eran más que muestras inútiles. Y allí estaban, a punto de cometer su sexto crimen, y yo como testigo privilegiado. ¿Qué hacer? No podía pedir ayuda y sólo no podría hacerle frente a estos inadaptados. Miré nuevamente a las sombras. Uno de ellos sostenía a la joven por sus brazos mientras que otro se disponía a sacarle los pantalones. La poca luz que había no me permitía distinguir con claridad las figuras, pero un relámpago repentino iluminó el descubierto por un instante y pude ver el rostro de la pobre muchacha... ¡Era Belén! Tomé el rastrillo con las dos manos y corrí hacia ellos, dando un grito como nunca antes lo había hecho. La fuerza de mi grito y la

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sorpresa hizo que los mal vivientes retrocedieran asustados, excepto el que estaba arrodillado en las piernas de mi hija. Él fue el primero en recibir mi ataque. Solté con total furia la herramienta sobre su cabeza, y no lo niego, ¡quería matarlo! Soltó un grito de dolor mientras sentía como las puntas del rastrillo se habían clavado sobre su rostro. De inmediato continué mi ataque, golpeé a otro y pude ver como soltaba un revolver, que rebotaba contra el suelo. —¡Corré Belén! Grité, al tiempo que embestía a los restantes dos. Intentaron un contraataque, pero les fue infructuoso, rompí el rastrillo sobre la cabeza de uno, y con la punta que se formó en el palo, se lo clavé en el estomago al otro. Me volví y corrí tras Belén, me enredé con sus pantalones y caí. Los tomé y seguí tras ella. Le grité que doblara, pero no me escuchó y siguió adelante. Logré alcanzarla y nos ocultamos en un pequeño espacio que había entre dos panteones. Me abrazó con fuerza mientras lloraba, pero no era tiempo para eso, nos estaban siguiendo. Le hablé con firmeza para que mantuviese silencio. Le di sus pantalones para que se los pusiera mientras observaba los movimientos de los malvivientes. Alcancé ver una linterna que pasó por el pasillo de al lado. Aunque estaba extremadamente asustada, logró mantenerse callada. Le dije que había que correr. Esperamos por un relámpago para tener una idea de por donde debíamos ir, hasta que por fin se produjo. Corrimos, yo detrás de ella. Esta vez si doblamos en el pasillo del portón de salida. A unos veinte metros de alcanzarlo, una sombra surgió de un pasillo y me empujó hacia la pared. Algo se clavó en mi espalda cuando golpeé las lápidas, caí sentado y sentí como el culpable de mi dolor tocaba mi mano, era un florero de metal. 50

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—¡Papá!- gritó Belén. —¡No te detengas, corré! Le respondí. La luz de la linterna me encegueció unos instantes. Vi que en la otra mano portaba el revolver. Me insultó y apretó el gatillo. Cerré los ojos esperando la definición, pero el único sonido que se produjo fue un clic. Dirigí mi vista hacia él, para verlo accionar el gatillo otras tres veces. Tomé el florero y se lo lancé pegándole en la frente, haciéndolo caer. Me levanté y corrí hacia la salida, Belén reinició su marcha al verme. Cerca del portón pude escuchar un disparo y como la bala rebotaba cerca de mí. Giré y vi que se estaba levantando, no podíamos parar. Al llegar al portón vi que ella iba directamente hacia el auto, grité que no se subiera, pero un trueno silenció mi grito. Se sentó al volante y cuando estaba por llegar al vehículo, escuché asombrado el ronroneo acelerado del motor. Al llegar a la puerta Belén estaba pasándose para el lado del acompañante. Subí y aceleré, tratando de controlarme para que el barro no me despistara. Nos estábamos alejando y miré a mi nena. Estaba llorando con sus manos en el rostro toda acurrucada. —Tranquila Belén, ya paso; dije, mientras acariciaba su cabeza. Se inclinó hacia mí y me abrazó. Miré por el espejo retrovisor, la oscuridad me tranquilizó un poco. Entre sollozos, mi hija alcanzó a decirme: —Por suerte estabas ahí para salvarme, papá. Observé nuevamente por el espejo. Un relámpago terminó con la oscuridad y me permitió ver la figura del cementerio a lo lejos. Volví la vista al camino y con lágrimas en los ojos alcancé a decir: —No fue suerte hija… no fue suerte.

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La azafata volvió a gritar, opacando los ruidos que se sucedían alrededor. Tomé su mano para tratar de brindarle un poco de consuelo, aunque sabía que sería en vano. Con mi otra mano acaricié su cabeza observando su rostro todo transpirado con gestos de evidente dolor. Sentí como mis dedos se estrujaban ante un fuerte apretón, tal vez si le brindaba un poco de consuelo después de todo. Cerré los ojos unos instantes y no pude evitar recordar el comienzo de todo. Observaba con indiferencia los autos que circulaban por la autopista mientras el taxista hablaba de temas triviales, aunque no le respondía, el imbécil no se callaba. La monotonía de realizar un recorrido que he realizado miles de veces agravaba mi cansancio, deseaba subir cuanto antes al avión para poder dormir un poco y disfrutar un poco de silencio. El sol comenzaba a mostrar sus primeros rayos de una mañana muy fría de julio que no podré aprovechar. Hoy era mi día libre que un maldito llamado me lo arruinó. El movimiento del aeropuerto era el típico de un domingo. Con mi cabeza apoyada en el asiento y mis ojos entrecerrados pude ver como el chofer descendía presuroso del vehículo para bajar la maleta del baúl, al tiempo que la puerta se abría para que yo pudiese salir. Bajé y coloqué mi mano en el bolsillo para sacar una de las monedas que siempre tengo preparadas para estos casos. Tomé mi maleta y le pagué al taxista, esperé el vuelto. Siempre dejo propina, hoy no. Me dirigí a la ventanilla de la aerolínea sin prestarle mucha atención a las cosas que se sucedían alrededor, las típicas cosas que se sucedían siempre. En la cola había cerca de diez personas, tiré mi cabeza hacia atrás para aliviar un poco la tensión del cuello. Mi turno. Me dirigí hacia la señorita de manera displicente, evidenciando mi Suerte y destino

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desgano de estar en éste lugar. Tomé el boleto y fui en busca de la puerta de embarque, ¡quería subir al avión de una buena vez! Acomodé la maleta dentro del compartimiento sobre el asiento con la computadora portátil en ella, no pensaba adelantar trabajo, solo quería despejar mi cabeza. Me tiré sobre el asiento con los ojos cerrados y me quedé así por unos instantes. Me enderecé y comencé a realizar todas esas pequeñas tareas molestas que hay que hacer para poder viajar, el cinturón, el celular, etc. Mire hacia el costado, el asiento vacío, por suerte. No muchos viajan en clase ejecutiva un domingo a la mañana. Miraba por la ventanilla con la vista perdida en no se qué cuando una voz me interrumpió. Giré con toda la intención de pedirle un vaso de whisky que me ayudara a dormir, como siempre hago, pero me atraganté y no pude emitir sonidos. Debo decir que hasta éste momento nunca había creído en el amor a primera vista, pues bien, ahora soy creyente. No voy a decir que la azafata era la mujer más bonita del mundo, pero me deslumbró como nunca nadie lo había hecho antes. No se si fue su mirada, su sonrisa o el mechón de pelo castaño que le tapaba un ojo lo que causo una revolución de sentimientos en mí, pero me enamoré de ella. No quiero imaginar la cara de estúpido que debo haber tenido, pero su risita lo decía todo. Me volvió a repetir la pregunta y tragando saliva pude responder. Me incliné en el asiento para poder ver su figura mientras se alegaba y quede fascinado de su forma de caminar. Me enderecé y noté que ya no estaba cansado, estaba con mi cabeza pensando en mil ideas por minuto tratando de encontrar una conversación original para cuando ella volviera, pero nada surgió.

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Llegó y me alcanzó el vaso con una hermosa sonrisa, solo pude darles las gracias. Sonrió y bajó su mirada, llámenme loco, pero sentí que ella también se había enamorado de mí. Miraba el océano tratando de encontrar algún tema de conversación, pero nada surgía. Nunca me había costado hablar con las mujeres, incluso siempre fui exitoso con el sexo opuesto, pero hoy no. No con la mujer que más me ha interesado en conquistar. La veía ir y venir por el pasillo, y cada vez nos cruzábamos la mirada y sonreíamos, para terminar siempre bajando la vista. Miré mi vaso, aún no le había dado un sorbo, lo tomé todo de un solo trago y me dispuse a pedir otro. Apoyé el vaso sobre mi rodilla que se movía de arriba abajo evidenciando mis nervios. La vi venir y le hice señas, sonrió al verme. La observaba venir cuando cayó al suelo. Me gustaría decir que tropezó por los nervios de venir hacia mí, pero no, lamentablemente se debió al brusco movimiento de la aeronave que nos hizo a todos saltar de nuestros asientos. La explosión que acompañó al cimbronazo evidenciaba que no se trataba de una típica turbulencia. Me incliné hacia la ventanilla y me vista se ubicó en el motor del ala izquierda que desprendía un humo negro muy espeso. Solo atiné a maldecir. De inmediato se sucedieron todos los pasos que las aeromozas nos indican antes de despegar mientras los gritos provenían desde todo el avión. Observé como los otros pasajeros se colocaban los salvavidas y la máscara de oxigeno, yo no hice nada de eso. Estaba indignado, por fin conozco a la mujer que puede cambiar mi vida y me voy a morir en este maldito avión. Una nueva explosión, esta vez del lado derecho. Cerré los ojos y sentí como el avión ya iba en picada.

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La voz del capitán diciendo no se qué me hizo reaccionar. Pude observar como la azafata que se había adueñado de mi corazón, ayudaba a un hombre ya mayor a colocarse el salvavidas al cuello. Luego con un gran esfuerzo se dirigió hacia la pequeña cocina en la que desarrollan su trabajo las aeromozas. Me paré con mucha dificultad y me dirigí hacia donde estaba ella agarrándome de lo que encontraba en el camino. Con mucha dificultad alcancé a llegar y la vi agachada buscando algo en los cajones de la mesada. Al reincorporarse giró y me vio, y a diferencia de lo que esperaba, se quedó callada mirándome. Y como había sucedido en todo el viaje, no supe que decir; por lo que me acerqué y sin mediar palabras, la besé. Fue un beso muy tierno, para nada parecido a los que acostumbro a dar cuando conozco una mujer, donde lo que prevalece es la lujuria. Pero no ésta vez, donde apenas se rozaron las puntas de nuestras lenguas. Nunca había sentido algo parecido y quería que este momento durara para siempre. Nos separamos y abrí mis ojos lentamente para ver sus grandes ojos acompañados de esa hermosa sonrisa. No sé por qué hicimos lo que sigue a continuación, tal vez la proximidad de la muerte nos llevó a hacerlo, el deseo de no morir sin saber lo que es estar con la persona que amas, aunque ni siquiera sepas su nombre. Pero así fue. La tomé de su cuello y la acerqué hacia mí para besarla con toda la pasión que tenía dentro. Nos fuimos al suelo y allí hicimos el amor, y aunque apenas si duro unos minutos, o tal vez menos, fue el momento más feliz de mi vida, de nuestras vidas. Nos acurrucamos contra la pared y esperamos que el avión se estrellara, ya no importaba nada más.

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Un nuevo grito me hizo volver a la realidad. El apretón en mi mano era aún más fuerte que el anterior, quise decir unas palabras de aliento, pero sólo surgió de mí un fino hilo de voz que nadie oyó. Giré mi cabeza hacia la doctora que pedía un último esfuerzo. Y fue allí cuando vi la pequeña cabecita surgir de entre las piernas de mi mujer, ahora era yo quien apretaba la mano de ella. Mi linda azafata estaba tirada en la cama exhausta, me acerqué y me senté a su lado. Estábamos mimándonos cuando una enfermera ingresó con la pequeña beba en brazos. Gentilmente se la entregó a la mamá primeriza y me quedé viendo la cosita más hermosa que he visto, y sólo atiné a acariciar un cachete. Ninguno de los dos pudo evitar soltar algunas lágrimas, ninguno quería evitarlo. La enfermera que se nos había quedado observando, nos preguntó si ya habíamos elegido un nombre. Nos miramos con mi mujer con el mismo amor con el que siempre nos hemos visto y sonreímos; por supuesto que ya lo habíamos elegido, lo hicimos apenas supimos que estábamos embarazados; se llamaría Milagros.

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Ya llevaba varias horas de manejo y el cansancio comenzaba a hacer mella en mi cuerpo, aunque le resté importancia. Había conducido toda la noche para evitar el calor abrasador que azota a la provincia en el mes de enero, pero debo decir que no fue una muy buena idea que digamos. Es que el auto se dirigía hacia el Este y el surgir desde el horizonte de los primeros rayos del febo, como lo llama mi abuelo, incitaban a mis ojos a cerrarse. Decidí que pararía en el próximo pueblo, aunque debía aún ver si tomaría un café o me quedaría a dormir. Y aunque 15 kilómetros pueden parecer muy pocos, cuando el sueño hace pesar los parpados, esos pocos kilómetros se hacen interminables, más aún si en la ruta el movimiento es muy escaso. Miré la banquina por enésima vez y algo en mi me pedía que estacionara a dormir en ella, pero le hice caso omiso, sabía que podía llegar al pueblo. Debía parar, pero no lo hice. Y maneje sin conciencia de que lo estaba haciendo. Si me preguntan, no recuerdo nada de esos minutos en los que conducía adormecido, como un zombi. De repente, un fuerte agarrón en el brazo me despertó. Sí, me despertó. El dolor que sentí en mi antebrazo derecho fue terrible, tanto que me instaba a gritar. Un agarrón extraordinariamente fuerte, proveniente evidentemente de la desesperación. Abrí los ojos, y la verdad, no se cuanto tiempo los habré tenido cerrados. Miré hacia el costado y aunque todo me pareció en cámara lenta, todo paso en un instante. Vi a mi hermana con cara de susto que me gritaba: —¡DESPERTATE, PELOTUDO! Atiné a dirigir mi vista hacia el frente, aunque no comprendía nada de lo que pasaba. Y fue ahí cuando lo vi. Fue en ese momento Suerte y destino

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en que realmente me desperté. La trompa de mi Renault 12 blanco se encontraba sobre la mitad de la ruta en trayectoria directa hacia un colectivo doble piso que estaba ya a unos 50 metros, haciéndome todas las señas de luces que uno se pueda imaginar. Y seguramente acompañado de un bocinazo interminable, aunque no oí nada. Creo que el susto de verlo me dejó sordo por unos segundos. Instintivamente giré el volante, y digo que fue el instinto porque no había tiempo para pensar nada. El auto giró hacia la derecha y fue directo a la banquina, que por suerte y extrañamente en mi país, estaba en buenas condiciones. Y como fue que el vehículo no volcó o que ni siquiera hiciera un trompo, no tengo la menor idea. No se cómo hice para poder controlarlo, ya que no soy un conductor experto. Pero así fue, el doce quedo con dos ruedas sobre la banquina y las otras sobre la ruta, inmóvil, apacible, como si nada hubiese ocurrido. Todo lo contrario a mi. El corazón se me salía del pecho y sus pulsaciones marcaban el ritmo de mi respiración. Mis manos estrangulando el volante y mis ojos cerrados, sin embargo, esta vez era consciente de ello. Paso un largo rato para que pudiese salir de ese trance, de recuperar mis sentidos, de nuevamente escuchar los sonidos que se sucedían alrededor. Mi vista se clavó en mi brazo para ver la marca colorada de los cinco dedos, marca que me duro un par de semanas. Y comencé a llorar. Ya han pasado dos años de esto y cada vez que lo recuerdo, se me pone la piel de gallina y no puedo evitar el llanto. Pero no tanto por lo que les he contado, sino por lo que se sucedió a continuación. Cuando miré al asiento del acompañante y su lugar vacío; y caí en cuenta de 64

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que quien me despertó esa mañana de sábado llevaba muerta ya diez años. Cuando caí en cuenta que ese viaje lo inicié solo, pero lo terminé acompañado.

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ORDEN DEL LIBRO



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Bella y joven .................................................................................... 11 El premio ........................................................................................ 17 La invasi贸n ..................................................................................... 23 D铆a normal ..................................................................................... 31 Cuenta regresiva ............................................................................ 37 Mala suerte .................................................................................... 43 Milagros ......................................................................................... 53 El viaje ........................................................................................... 61



Este libro se terminó de imprimir en el mes de Marzo de 2011, por orden de EL MENSÚ ediciones en Bibliografika de VOROS S.A. Bucarelli 1160, Buenos Aires, República Argentina.



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