El paĂs de la oscuridad
Dirección editorial: Ana Laura Delgado Cuidado de la edición: Graciela S. Silva Diseño: Raquel Sánchez © 2017. Andrés Acosta, por el texto © 2017. Brenda Hinojosa, por las ilustraciones Primera edición, octubre de 2017 D. R. © 2017. Ediciones El Naranjo, S. A. de C. V. Avenida México 570, Col. San Jerónimo Aculco, C. P. 10400, Ciudad de México. Tel. +52 (55) 5652 1974 elnaranjo@edicioneselnaranjo.com.mx www.edicioneselnaranjo.com.mx ISBN: 978-607-8442-52-2 Queda prohibida la reproducción parcial o total, directa o indirecta del contenido de la presente obra, sin contar previamente con la autorización por escrito de los editores, en términos de la Ley Federal del Derecho de Autor, y en su caso de los tratados internacionales aplicables. La persona que infrinja esta disposición se hará acreedora a las sanciones legales correspondientes. Impreso en México / Printed in Mexico
Andrés Acosta
El país de la oscuridad
Brenda Hinojosa, ilustración
El sol del mundo aparece a los รกngeles como un objeto tenebroso, intensamente oscuro, opuesto al sol del cielo. Emanuel Swedenborg
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En el origen hubo un jardín de rocas que se levantaban hacia el cielo. No se sabe cómo llegaron hasta ahí, o quién las colocó. Guardaban, cada una, su posición precisa, cuidadosa, pero a la vez aparentaban naturalidad. Libraban una sutil batalla entre el artificio y lo espontáneo. Era imposible que hubieran llegado hasta ahí sin la intervención de una mano ajena. Y, sin embargo, cada una parecía asentarse tal como la gravedad, el crecimiento de la hierba y las veleidades del clima lo habían permitido. Si alguien las plantó de esa manera, debió tratarse de un ser con una paciencia y capacidad de observación infinitas. ¿Habría que suponer la mano de un jardinero de rocas, un autor, tras ese microcosmos?
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I El tiempo será niebla. Eso fue lo que escuchó Ismael. Aquella voz que resonó en su cabeza un instante, a pesar del timbre metálico, era femenina. La frase lo ancló a la vigilia. Abrió los ojos, para cerrarlos de inmediato, deslumbrado por las luces que se encendieron de pronto. Se levantó con esfuerzo y sintió un tirón en los oídos, como si alguien los destapara con una bomba de hule. Los audífonos habían salido disparados, aunque el enchufe no les permitió ir más allá del asiento. Su cabeza se llenó entonces de residuos sonoros, ruidos incidentales de roce de telas, huesos que truenan, palabras entrecortadas y bostezos. Tuvo que permanecer todavía de pie, con la cabeza ladeada, en una posición de veras incómoda, unos minutos más. La gente no se movía de su lugar. Cada uno de esos minutos le pesaron más que cualquier otro desde hacía mucho tiempo. ¿Y si las puertas nunca se abrían? ¿Y si el piloto se negaba a salir de la cabina y no permitía abrir las puertas a nadie? Últimamente había escuchado varias noticias de catástrofes aéreas; noticias en las que algún lunático terminaba estrellando a propósito un avión con todo y pasajeros.
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Sacudió la cabeza. Solo estaba cansado, a pesar de haber dormido durante varias horas, a pesar de haberse desconectado por completo. Si hay algo que canse es la inmovilidad forzosa, impuesta por algún factor ajeno; es no poder ni estirar las piernas con libertad. Eso cansa más que caminar por mucho tiempo. Finalmente la gente empezó a moverse. El interior del avión se desalojaba lentamente, como un tubo de dentífrico que terminaría por quedar vacío. Sacudió la cabeza de nuevo. Había viajado lejos, ¡muy lejos!, por primera vez en su vida, pero no quería que se le notara. Por eso trataba de actuar con desenfado, aunque bien sabía que no engañaba a nadie a su alrededor. Estaba ahí gracias a un golpe de suerte. Recordó aquel diálogo de unas semanas antes: —Bueno, te confieso que no deja de ser un experimento —había dicho el encargado de la perdida y oscura oficina de asuntos culturales para la juventud. —¿Por? —Tú sabes. Es una región del planeta muy fría y poco conocida, al menos para nosotros. —Pero va a ser en verano, ¿no? —La verdad es que casi nadie se atrevió a solicitarla. ¿A quién le iba a llamar la atención irse para allá? Lo más seguro es que te la tengas que pasar encerrado en el estudio. Cuando nos contactaron para proponer la beca en la colonia, no les prestamos atención, pero resulta que se trata de un país rico, y
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como estaban dispuestos a pagar no solo la estancia, sino los viáticos, pues ahí sí ya les tomamos la palabra. Te la sirvieron en charola de plata —el sujeto rio con una risa seca, como si su garganta fuera de cartón. —¿Casi nadie la pidió? —Mira, hubo tres propuestas, pero una no cumplía con los requisitos y la otra… pues ya no cuenta. El solicitante pasó a… —¿A qué? —¡A mudarse al otro barrio! El muchacho se mató tratando de entrar a su departamento por una ventana. ¡Imagínate! —el hombre volvió a reír. No se podía contener y tuvo un acceso de tos. Cualquiera habría pensado que a él también lo podían enterrar pronto—. Si estuviera vivo, lo más seguro es que él te hubiera ganado. Su proyecto era bueno, muy bueno. Eso que ni qué. —No me digas que gané por default. —Pero ganaste. Eso es lo que cuenta. ¡Ganaste! Eres el más joven de los que han ganado la beca para una colonia artística, valga la redundancia, para jóvenes, ¡y además eres el sobreviviente! —sonrió levantando los brazos como si cruzara la meta de un maratón. Al poner un pie fuera de la aeronave, conoció el frío. Un frío denso, palpable, como la piel de un animal muerto. El aeropuerto era pequeño. Ni siquiera contaba con esos puentes móviles para entrar directo a las salas de llegada. Tuvo que caminar hasta el edificio junto a los demás pasajeros. Nadie
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hablaba. Avanzó entre la niebla, guiándose por los pasos de los demás. La espesa niebla no le dejaba ver más allá de unos cuantos metros. Las luces del edificio permanecían apagadas, solo había una iluminación como de lámparas de emergencia. El suyo debía ser el último vuelo. Ya no quedaban ni empleados. Las puertas automáticas se abrieron y de inmediato la temperatura del interior lo acogió. Fue un verdadero refugio en medio de la nada. Mientras buscaba la banda para recoger su equipaje, los demás pasajeros, caminantes veloces, ya se habían esfumado con sus propias maletas. Recorrió la pequeña terminal de cabo a rabo y no le tomó demasiado tiempo hacerlo. Cuando al fin encontró la banda, ya no se movía. Detrás del cristal, alcanzó a ver su solitaria maleta, tirada en el suelo. Pensó salir de nuevo para recogerla, pero fue más sencillo subir a la banda y atravesar a gatas las tiras negras de hule que colgaban, para jalarla de la manija y hacerla entrar en el edificio. Fue a sentarse, con su enorme maleta negra, cerca de la salida a la calle. Pensar que afuera había una calle era signo de optimismo. La terminal estaba perdida en una zona rural alejada de la ciudad que, de cualquier manera, apenas podía ser llamada ciudad, como más adelante lo descubriría. Por ahora estaba sentado, igual que un viajero de la eternidad, esperando que algo sucediese. Tenía que suceder algo pronto, ¿no? Ni modo que él adivinara la forma de llegar a la colonia.
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Había creído que alguien lo recogería nada más se bajara del avión. Era de sentido común, como en las películas. No esperaba un comité de recepción, pero sí una chica pelirroja, alta, cargando un letrero con su nombre mal escrito. Ella lo llevaría en un automóvil negro, veloz, a través de una ciudad ultramoderna hasta su estudio. En vez de eso, estaba ya viendo cómo pernoctar en ese fantasmal aeropuerto y al día siguiente conseguir algún taxi que lo llevara a… Ni siquiera se había preocupado de apuntar la dirección de la colonia de artistas a la que iba; además de que estaba escrita en esa lengua de la que no tenía la menor noción. Se recostó y miró detenidamente el peculiar diseño de panal de abejas metálico del techo. No tenía nada de sueño. Durante el viaje había dormido de más. Según su horario era tiempo de estirarse y salir rumbo a la prepa… aunque ya ni eso pues, por increíble que pareciera, había terminado hasta la última clase. Tal vez podía entrar a internet y enviar un correo a sus anfitriones. La pila de su laptop estaba descargada, pero cuando quiso conectarse a la electricidad, observó perplejo que necesitaba un tipo de enchufe que nunca antes había visto. No se le había ocurrido conseguir un adaptador para viajar. Incomunicado en un aeropuerto vacío, en mitad de la noche, y sin poder dormir. En ese momento se dio cuenta de que no había sellado el pasaporte de entrada al país. Cuando tomó el segundo avión, debió haberse formado en aquella cola que
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le pareció un poco larga, además de que no entendió el letrero, y en vez de ello decidió pasar por unas máquinas en donde los nacionales deslizaban su pasaporte para entrar al país. Él simplemente se siguió de largo, creyendo que más adelante le sellarían el suyo, pero no fue así. Este segundo aeropuerto era tan pequeño, tan local, que la caseta de inmigración estaba cerrada o ni siquiera existía. Hubiera querido que le estamparan el sello en su pasaporte para presumir después que sí había estado allí, en un país tan lejano. ¿Cuánto tiempo transcurrió? Una camioneta blanca se estacionó al frente. Las puertas automáticas se abrieron y él se levantó de inmediato y tomó su maleta. Por fin. Pero quien entró fue un vikingo vestido con un overol color beige, cargando una caja de paquetes que empezó a repartir entre las tres o cuatro máquinas despachadoras que allí había. Al menos podría comer algo, entretenerse moviendo las mandíbulas. Soltó la maleta y se acercó a ver qué manjares empaquetados lo aguardaban. El vikingo lo miró con curiosidad y emitió un sonido gutural que seguramente debía ser interpretado como saludo. Él contestó con la mano y le habló en inglés. Sin embargo, el vikingo no parecía tener intención de responderle en dicha lengua. Quizá ni la hablaba. Poco a poco las máquinas despachadoras se llenaron de paquetes de colores, con leyendas indescifrables. Había que tener percepción extrasensorial para saber qué había dentro de ellos. Bueno, bastaba con pagar uno y que se deslizara
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hacia la charola. Revisó sus bolsillos y se sintió un tonto: por más que rebuscara en ellos hasta casi desfondarlos, no iba a aparecer la moneda adecuada. Mediante señas le pidió al vikingo que le vendiera algún paquete. Aquel respondió señalando la ranura de una de las máquinas: solo había que echar una moneda. ¡Tan fácil que era! Ismael le enseñó la palma de la mano con sus monedas. El vikingo terminó de llenar las máquinas y cerró la última, luego se acercó a observar su mano. Por su gesto, nunca antes había visto monedas de ese tipo. Sacó del bolsillo de su overol una reluciente moneda heptagonal y la introdujo en la ranura de la máquina que acababa de cerrar. Digitó una combinación entre número y letra del tablero y uno de los paquetes apareció en la bandeja. Lo levantó y se lo entregó con movimiento ágil, preciso, como si él mismo fuera una prolongación de la máquina expendedora. Mientras el vikingo se alejaba en su camioneta blanca hasta fundirse con la niebla, Ismael guardó las monedas que su benefactor había rechazado con un guiño. Fue a sentarse de nuevo a su puesto de espera y abrió el paquete. Tomó uno de esos bocadillos azules y esféricos: tenía pinta de dulce, pero su sabor era salado y marino. No supo de qué estaba relleno, bien podía ser de pulpo o de algún otro marisco. Pero tal vez ni siquiera se trataba de un ingrediente de origen animal. Quizá eran algas marinas. En realidad no tenía el menor indicio de hambre y como desayuno, esos bocadillos no resultaban nada apetitosos.
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Uno de los bocadillos rodó por el asiento de al lado y fue a parar justo debajo de una de las máquinas expendedoras. No había forma de sacarlo de ahí, la mano de Ismael no cabía entre el suelo y la placa de aluminio. Ahí se quedaría, pudriéndose, tan abandonado como él, en ese aeropuerto vacío.
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II Las puertas automáticas se abrieron. Ismael salió del letargo en el que se había sumido y miró a la persona que entró. Todavía no decidía su género. De cabello largo y con un ajustado traje gris oxford, caminó directamente hacia él. Era un joven, alto y delgado. Lo saludó en un inglés con marcado acento de la región. —Disculpa la tardanza, acabo de salir de un concierto. —¿Fuiste a un concierto? —preguntó mirando su reloj, que ni siquiera había ajustado al tiempo local. —No. Dimos un concierto. Su nombre era Ulf. Se presentó con ademán formal. Le dijo que el ministerio de cultura le daba la bienvenida, pero que a esas horas la oficina estaba cerrada, así que mejor lo llevaba directamente adonde lo iban a alojar. Salieron a la oscuridad y el frío lo avasalló. Estuvo a punto de regresar corriendo, pero no quiso dar la imagen de que aguantaba tan poco. Ulf se veía de lo más tranquilo, en medio de la niebla, agitando su cabellera como si estar a cero grados no contara para él. Y claro que no contaba, su vaporosa camisa blanca debajo del saco así lo confirmó.
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A Ismael le extrañó no ver ningún automóvil cerca. Su nariz había empezado a gotear. Frente a ellos, a unos metros, distinguió una motocicleta. ¡No era posible! La moto tenía un sidecar como de la Segunda Guerra Mundial. Le atrajo mucho el modelo. Estaba increíble, pero para estar en un museo. No pretendía Ulf que él se montara en ese carrito con el frío que estaba haciendo, y con las piernas encogidas, ¿o sí? De hecho, parte del sidecar estaba ya ocupado por un estuche de violonchelo. —Lo siento. Entre mi maleta y tu estuche, creo que no quepo ahí. —No te preocupes. Ulf levantó su maleta, la acomodó en el sidecar, detrás del estuche y le ofreció un casco negro, aerodinámico que, por fortuna, era cerrado. Montaron juntos la moto y, antes de que se diera cuenta, avanzaban entre la niebla y el frío. El panorama se fue abriendo poco a poco. Las nubes rampantes se dispersaban y por fin pudo ver los árboles al lado del camino. En ese momento descubrió que, a pesar de ser de noche, había una luz, que no era la que reflejaba la luna, sino la de un sol que no acababa de ocultarse. El efecto lo perturbó. Siempre había creído que la noche era noche en todos lados. Le pareció como aquel cuadro de Magritte en el que un farol alumbra la calle oscura mientras el cielo conserva una iluminación que no se digna a bajar de nivel. Oscuridad abajo. Tímido resplandor en el cielo.
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Andrés Acosta, escritor Lo que me gusta de escribir libros es que hay historias que se cuentan solas, que se sueñan solas. Hubo un tiempo en que yo escribía de noche. En una ocasión, me quedé dormido y, en vez de escribir una historia, la soñé. Ese es el origen de El país de la oscuridad. Soñar es como escribir y escribir es dejar pasear libremente a la pluma sobre la planicie blanca que se extiende más allá del día y de la noche. Escribir una historia también es vivirla. Me apasiona traer a nuestro plano de la realidad los libros que sueño. Con cada libro sumo experiencias nuevas. Quiero seguir contando historias porque ellas me cuentan a mí, me provocan aventuras divertidas o inquietantes; me hacen viajar sin salir de casa. Espero que mis letras también transporten a los lectores a sitios remotos, desconocidos; espero que los hagan soñar, con mi libro en sus manos, en medio de un bello día soleado.
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Brenda Hinojosa, ilustradora Cuando era niña encontré en mi casa un fuerte motivo para aprender a leer: un libro rojo. Sus imágenes interiores me parecían tan extrañas que, al verlas, me preguntaba: “¿quiénes son ellos?, ¿por qué no se dan cuenta de que algo los sigue silenciosamente?”. Qué satisfactorio fue descifrar todo aquello, aunque quedaran sin respuesta otras tantas preguntas, pues los finales rotundos casi nunca llegan. Pero tampoco dejaba de pensar qué increíble era quien sembraba con sus dibujos la semilla de la duda. Con esa misma admiración por los narradores de historias inquietantes —los que usan palabras y los que emplean imágenes— emprendí mi propia búsqueda. Así, los dibujos que se albergaban en cuadernos hasta entonces secretos empezaron a narrar nuevas historias. ¿Quiénes son ellos?, ¿por qué no se dan cuenta de que algo los sigue silenciosamente?…
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colección ecos de tinta
Para jóvenes lectores
Tristania Andrés Acosta
Supergigante Ana Pessoa
El fantasma de la casa del lago Ana Romero
Hermano Lobo Carla Maia de Almeida
El país de la oscuridad se imprimió en el mes de octubre de 2017, en los talleres de Impresos Vacha, S. A. de C. V., Juan Hernández y Dávalos 47, Col. Algarín, C. P. 06880, Ciudad de México. En su composición tipográfica se utilizaron las familias ITC Leadwood y Didot. Se imprimieron 3 000 ejemplares en papel bond ahuesado de 90 gramos, con encuadernación rústica. El cuidado de la impresión estuvo a cargo de Ediciones El Naranjo.
colección ecos de tinta
Para jóvenes adultos
Cuando Ismael obtiene una beca para viajar a una colonia de artistas jóvenes, ¿ha ganado un premio o será víctima de una maldición? Y cuando conoce a Gunda, ¿comienza entre ambos una historia de amor o una de terror? ¿Qué misterio oculta el padre de ella? ¿Cuál será el destino final de Ismael? Descúbrelo acompañándolo en su viaje a un lejano y frío país lleno de maravillas naturales, como los fiordos y los glaciares, pero también lleno de peligros, como la nieve negra o una escarpada roca rodeada de una oscura tradición. Andrés Acosta nació en Chilpancingo, Guerrero en 1964. Es autor de diversas obras de narrativa y teatro. También ha sido ganador de varios reconocimientos, entre ellos el Premio Gran Angular de Literatura Juvenil, el Premio Fundación Cuatrogatos y el primer lugar en el Certamen Internacional de Novela Juvenil del Fondo Editorial del Estado de México. En Ediciones El Naranjo también ha publicado la novela Tristania. Brenda Hinojosa nació en la Ciudad de México. Estudió Diseño y Comunicación Visual en la enap. Su trabajo ha sido seleccionado para el Catálogo de Ilustradores de Publicaciones Infantiles y Juveniles en 2014 y 2015. Además de ser ilustradora para revistas y medios electrónicos, también ha realizado escenografías teatrales y construcción de marionetas. El país de la oscuridad es el primer libro que ilustra.
ISBN 978-607-8442-52-2
www.edicioneselnaranjo.com.mx
9 786078 442522