M. B. Brozon
Álvaro Santiago Ilustración
Dirección editorial
Ana Laura Delgado Cuidado de la edición
Sonia Zenteno Diseño
Ana Laura Delgado Elba Yadira Loyola Diagramación electrónica
Laura Hernández
© 2006. Mónica Beltrán Brozon, por el texto © 2006. Álvaro Santiago, por las ilustraciones Primera edición D.R. © 2006. Ediciones El Naranjo, S. A. de C. V. Av. México núm. 570, Col. San Jerónimo Aculco, Delegación Magdalena Contreras, C. P. 10400, México, D. F. Tel/fax + 52 (55) 56 52 91 12 y 56 52 67 69 elnaranjo@edicioneselnaranjo.com.mx www.edicioneselnaranjo.com.mx ISBN 968-5389-43-8 Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio, sin el permiso por escrito de los titulares de los derechos. Impreso en México • Printed in Mexico
El vĂŠrtigo M. B. Brozon
Capítulo I
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aría Isabel nunca tuvo muchas razones para asistir a la escuela.
Siempre pensó que la educación que allí recibía era mucho menos útil que la que podía encontrar en los libros, en las revistas y en el internet. Ella aprobaba las materias con trabajos y bajo protesta. La secundaria la había decepcionado. Desde el cuarto de primaria había pensado que el que venía por delante sería un mundo distinto, glamoroso. Que ella sería mayor cuando entrara ahí. Y no fue cierto. La secundaria tenía sus diferencias, claro, pero la mayoría de ellas resultaban incómodas. Eran siete profesores en lugar de dos. En lugar de iniciar clases a las ocho, lo hacían a las siete. Se levantaba cuando aún no amanecía y en invierno recorría el camino que separaba su casa del colegio congelándose la punta de la nariz. Durante los dos primeros años de la secundaria, María Isabel caminaba a diario esas cuadras con una sensación de vacío. Muchos estudiantes compartían
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con ella la antipatía hacia los conocimientos, pero encontraban otras motivaciones para asistir a la escuela. Lucía, por ejemplo, durante todo primero y segundo de secundaria se sentó en la última fila y si alguien le hubiera preguntado ¿qué es lo que te motiva a ir al colegio?, hubiera dicho: “el desmadre, el ligue y los descansos”. Esta opinión de Lucía era compartida por muchos, que justamente a eso se dedicaban. Y la mayoría de ellos, a pesar de todo, pasaban de año. María Isabel les tenía cierta envidia a los que conformaban ese grupito, el de los populares-alivianados. En especial a Lucía, que hablaba con todo el mundo y había tenido al menos tres novios, entre ellos Luis David, que era como una versión masculina de Lucía. Era alto y musculoso y le gustaba a la mayoría de las niñas del salón —y de otros salones e incluso grados— y asistía a la escuela básicamente para divertirse. La envidia de María Isabel también abarcaba, aunque en menor medida, la parte física. Sin ser nada espectacular, Lucía era dueña de una belleza que, al menos, todos los alumnos del 3o. B reconocían. Tenía el cabello castaño y largo y los ojos verdes. No era muy alta pero tenía el cuerpo delgado y bien proporcionado, además de que no le había tocado ser víctima de reveses de la vida, tales como el acné o los cólicos —cosa que no era notoria pero que ella insistía en divulgar. A María Isabel no la habían tratado tan bien las hormonas. En cuanto apareció su primera regla con ella vinieron algunos barros y kilos extras que no necesitaba para nada. Ninguno de los dos consti tuían problemas graves en realidad, pero siempre supo que sería mejor no tenerlos. A veces, antes de vestirse en las mañanas, soltaba frente al espejo la toalla que la envolvía. Era entonces cuando podía ver con claridad cuáles eran esos kilos sobrantes y dónde estaban.
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Bajo el uniforme, que a todas las niñas les proveía de un aspecto un tanto cilíndrico, la mala distribución de la carne se disimulaba bien. Pero la preocupación de María Isabel no era tanta como para considerar una dieta, o una rutina de ejercicios. Ella no tenía tiempo en realidad para esas cosas. Si hubiera querido dedicarse, como Lucía, al modelaje, tal vez éstos serían sacrificios aceptables. María Isabel aún no estaba segura de lo que quería hacer en la vida, aunque había pensado en varias cosas, entre ellas ser escritora, o cineasta, o hacer obras de teatro. Y para esto no era necesario hacer dietas o inscribirse a un gimnasio. Ni siquiera pensaba que fuera necesario ir a la escuela. Era dudoso que las circunstancias la arrastraran a escribir una historia que tuviera algo que ver con el teorema de Pitágoras o filmar una película sobre la tabla periódica de los elementos. Estaba segura de que los personajes de sus historias nunca necesitarían saber despejar o hacer un quebrado. María Isabel no hablaba mucho de esto. Sólo una vez lo había mencionado a sus padres y vio como intercambiaban una mirada entre incrédula y condescendiente. Como si hubiera dicho un chiste. También lo había mencionado a Silvia y Esteban. Casi recién conocidos hablaron de lo que querían ser cuando crecieran, cada quien dijo su parte, pero no fue una conversación que los marcara o que recordaran más allá del día que la tuvieron. Silvia y Esteban la olvidaron esa misma tarde, pero María Isabel siempre la tuvo presente. Otras veces que hablaron al respecto, sus amigos ya habían cambiado de opinión. Ella no, pero ya no les decía nada. Simplemente respondía, “no sé”. Silvia y Esteban habían sido lo más cercano a sus mejores amigos durante los dos primeros años de secundaria. María Isabel se sentía segura a su lado, porque ninguno de ellos pertenecía a ningún grupito,
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y sin embargo ellos tres conformaban uno. No faltaba quien le hiciera burla a Esteban por estar todo el tiempo con dos niñas. Le decían de mariquita para arriba, pero él no lo tomaba en cuenta, puesto que, si había algo que tenía muy claro, era que estaba con niñas porque le gustaban. María Isabel le gustó primero, pero ella nunca quiso darse cuenta. Tampoco es que los embates románticos de Esteban fueran demasiado violentos, o siquiera medianamente obvios. Pero a veces la miraba de más. Y entonces ella se extrañaba y le decía: “¿Qué me ves?”. Esteban no decía nada, la temperatura le subía unos grados sin alcanzar a sonrojarlo y se volvía a mirar hacia otro lado. Eso hasta una día en que María Isabel, poco antes de las vacaciones de diciembre del segundo de secundaria, los invitó a comer a su casa porque su abuela llevaría pruebas de los platos que cenarían en Nochebuena. Silvia no pudo ir, sólo Esteban comió esa tarde con los papás de María Isabel, su abuela y el pequeño Eduardo. No había muchas ocasiones como ésta, en la que el trío se volviera dúo y Esteban había planeado aprovecharla para dar algún paso hacia terrenos más románticos con María Isabel. Durante el tiempo que estuvieron en la mesa probando bacalao y varias modalidades de romeritos, Esteban notó que la abuela lo veía con cierta insistencia, y cuando se cruzaban sus miradas, se volvía rápidamente hacia otro lado. No le dio importancia. Al terminar la comida, el papá de María Isabel regresó a la oficina, el hermanito se fue a dormir una siesta y María Isabel y Esteban fueron al cuarto de ella a jugar Vampire en la computadora. María Isabel había mejorado, pero Esteban seguía ganándole por mucho. Sin embargo, esa vez él estaba distraído y ella iba ganando. En una pausa Esteban fue al baño y en su camino de regreso escuchó, sin querer, la conversación que
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sostenían la mamá y la abuela de María Isabel en la cocina. No toda, un par de líneas nada más: —No sé, nunca lo había traído a comer, pero anda con él para todos lados —dijo la mamá. Sobrevino un silencio en el que probablemente hubo un intercambio de significativas miradas que Esteban no pudo ver. —No te preocupes, hombre —dijo la abuela—, cuando tienen catorce años se enamoran de cualquier cosa. La frase de la abuela, que muy probablemente intentaba tranquilizar alguna inquietud de la mamá, puso en jaque las intenciones que Esteban tenía con María Isabel. En el baño había intentado juntar los ánimos para regresar, quitar el juego y, en lugar de declarársele verbalmente, decírselo todo con un beso en la boca. Pero esa conversación lo confundió y le dispersó demasiado los ánimos como para juntarlos de nuevo. Qué bueno que no lo hizo. Quién sabe qué hubiera hecho ella. A María Isabel no le gustaban los besos. Cuando veía besarse a los personajes de las telenovelas le daba mucho asco. Peor aún, en las películas, en las que los actores parecían tomar más en serio sus papeles y en ocasiones podía incluso verse claramente la lengua de uno explorando la boca del otro, María Isabel tragaba saliva como si intentara limpiar su propia boca y, arrugando los ojos, esperaba nunca tener que hacer algo así. Algunas fobias no tienen explicación, pero ésta sí la tenía. Algo que había ocurrido unos años atrás, y no había sido bueno; las personas merecerían tener una mejor primera vez para algo tan importante como un beso.
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Capítulo II
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currió cuando María Isabel tenía diez años y seis de convivir re-
gularmente con entes del sexo opuesto que asistían con ella a recibir su educación desde el jardín de niños. Fue durante un verano, un eterno y soporífero verano; Eduardo tenía apenas dos años y no la divertía para nada, y María Isabel se pasaba las mañanas, según palabras de su abuela, haciendo hilos de saliva. Aburriéndose pues, como una condenada. A veces, con algo de pena al principio, bajaba al segundo piso del edificio a tocar en el departamento de los franceses. Una pareja de jipis tardíos de apellido impronunciable que se habían mudado hacía poco y eran los padres de un par de gemelas rubias que tenían seis años y muchos juguetes. María Isabel sentía un poco de vergüenza de ir a jugar con unas niñas tan chicas a sus diez años. La madre francesa, sin embargo, siempre la recibía con gusto, sus visitas significaban que ella podía descansar un rato del cuidado de las
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Cuando María Isabel inició la secundaria, pensó que su mundo cambiaría, pero no ocurrió así. Los dos primeros años fueron igual de aburridos que la primaria. La escuela, las clases, los compañeros y los maestros, todos se parecían. ¿Estaba condenada a vivir en la eterna monotonía? Cuando empezó el tercer grado, María Isabel caminó hacia la escuela con el mismo ánimo de siempre, pero a partir de ese primer día, ya nada fue igual. Levantarse cada mañana adquirió otro significado. ¡Increíble! La escuela empezó a gustarle… ¿Por qué siente que todo está fuera de control? ¿Qué le provoca esa sensación de vértigo?
9 789685 389433 ISBN 968-5389-43-8
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