Ana Pessoa
Bernardo P. Carvalho, ilustraciรณn
Para Henrique, artista, cientĂfico, pirata, parrandero.
Mary Jo
Edición apoyada por la Dirección General del Libro, de los Archivos y de las Bibliotecas y el Camões, Instituto de Cooperación y de Lengua – Portugal.
Título original, Mary John © Planeta Tangerina, Carcavelos, Portugal, 2016. Esta edición se publicó bajo la licencia de Editora Planeta Tangerina, Portugal. Todos los derechos reservados. Dirección y cuidado editorial Ana Laura Delgado Asistencia editorial Lorena H. Rodríguez Raquel Sánchez Jiménez © 2016. Ana Pessoa, por el texto © 2016. Bernardo P. Carvalho, por las ilustraciones © 2018. Paula Abramo, por la traducción Primera edición en español, agosto de 2018 D. R. © 2018. Ediciones El Naranjo, S. A. de C. V. Avenida México 570, Col. San Jerónimo Aculco, C. P. 10400, Ciudad de México. Tel. +52 (55) 5652 1974 elnaranjo@edicioneselnaranjo.com.mx www.edicioneselnaranjo.com.mx ISBN: 978-607-8442-64-5 Queda prohibida la reproducción parcial o total, directa o indirecta del contenido de la presente obra, sin contar previamente con la autorización expresa y por escrito de los editores, en términos de la Ley Federal del Derecho de Autor, y en su caso de los tratados internacionales aplicables. La persona que infrinja esta disposición se hará acreedora a las sanciones legales correspondientes. Impreso en México / Printed in Mexico
Ana Pessoa Ilustraciones
Bernardo P. Carvalho Traducciรณn
Paula Abramo
Julio Pirata:
Aquí estoy. Decidí escribirte ahora mismo. Llegué a mi casa, me senté y escribí esto. Fui al cine con Sonia y Carolina. Tú no conoces a mis amigas, pero ellas sí te conocen. A veces todavía hablo de ti. Sonia me preguntó: ¿Piensas en él? Yo dije: A veces. Pero debería haber dicho: Cada día. Debería haber dicho: Cada minuto de cada hora de cada día. Porque pienso en ti cada minuto de cada hora de cada día. Y no debería ser así, ¿no? No. A veces creo que no estoy pensando en ti, que estoy completamente concentrada en una discusión sobre el cambio climático o sobre el exnovio de Sonia, pero al fin y al cabo ahí estás, apoyado en un rincón de mi cabeza. Sonia me preguntó: ¿Te gustaría verlo? Yo dije: No.
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¿De veras no? De veras no. En ese momento estaba segura, pero ahora ya no lo estoy, Julio. A una parte de mí le gustaría decirte: Vete al infierno. Pero la otra parte de mí sigue persiguiéndote en la placita. Soy dos personas al mismo tiempo. Tengo dos cabezas, dos corazones. Y tú tienes la culpa, Pirata. Te la pasas persiguiéndome. Eres como un insecto dándole vueltas a mis orejas todo el tiempo. Y no quiero oír tu zumbido en cada esquina de cada calle, Julio. ¿Entiendes? Sonia me preguntó por qué sigo tan aferrada al pasado, tan aferrada a ti. Le dije: No sé. Sonia me preguntó: A fin de cuentas, ¿quién es Julio? Intenté explicárselo, pero no pude. ¿Quién eres, Julio? He estado buscando la respuesta desde el primer momento. Desde la primera pregunta. Vine caminando a mi casa y pensé en ti todo el tiempo. Tú y yo en el siglo pasado. Tú y yo en la Edad Media, en la Antigüedad Clásica, en los juegos de la placita. ¿Te acuerdas? Yo sentada sobre el pasamanos y tú sentado en la arena. Yo mucho más alta que tú, porque estaba sentada sobre el pasamanos. Tú preguntaste: ¿Eres niño o niña?
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Y esa fue la primera pregunta de todas, Julio Pirata, la pregunta más antigua, y todos estos años he estado buscando la respuesta. ¿Entonces? ¿Entonces qué? ¿Eres niño o niña? No te lo voy a decir. ¡Yo creo que eres niña! ¿Por qué? Porque eres tonta. Tú también eres tonto y eres niño. Pero tú pareces una niña. ¿Y cuál es el problema? Yo no juego con niñas. ¡Pero si soy niño! Mi primera mentira. Me miraste, te miré. Dos preguntas, dos enigmas. Me preguntaste: ¿Cómo te llamas? Y yo dije: José. Y esto ya no era una mentira. Todo mundo me dice José, menos tú, que me dices Mary Jo, y mi maestra de matemáticas, que me dice Joselita. Tú y yo en los juegos. El primer día. El primer momento. Escarbamos en la arena en busca de tesoros. Encontramos monedas, conchas, un pasador, una media, una llavecita. Éramos piratas.
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Me dijiste que me quedara con la llavecita. Yo dije: Gracias. Tus ojos muy abiertos. Me señalaste con el dedo índice. Dijiste: ¡Hey, eres una niña! Tu voz muy abierta. Corrí a mi casa con el corazón dando brincos. Le dije a mi mamá: Un niño me preguntó si era niño o niña. Mi mamá se rio. Yo lloré. Mi abuela dijo: Es porque no tienes el pelo largo ni aretes. Yo dije: Quiero tener el pelo largo y aretes. Todavía tengo la llavecita. La guardé dentro de una caja y la encontré hace tres meses, durante la mudanza, cuando estábamos metiendo todas nuestras cosas en cajas. Me la traje aquí, a mi vida nueva, aunque no sirva para nada. No abre ningún cofre. Ningún candado, ninguna puerta, ningún cajón. Miro la llave y pienso en ti, Julio. Soy una niña por ti. Si nos hubiéramos despedido con una despedida —con un beso, por ejemplo, o un abrazo, un apretón de manos, un gesto a lo lejos, un coscorrón, una cachetada, cualquier cosa, Julio Pirata—, si nos hubiéramos despedido como se despiden los seres humanos, te diría precisamente eso: que soy una niña por ti.
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¿Me oíste? Me perforé las orejas para ti. Mi mamá y yo en la joyería, escogiendo los aretes. Las bolitas de metal brillando de lejos y de cerca, pequeñas promesas. Fue tan difícil escoger un par de aretes. Había estrellitas y bolitas de varios colores. Escogí unas flores minúsculas. Mi mamá dijo: Esas flores se llaman amor de un rato. El nombre no pintaba bien, pero mi mamá se entusiasmó. No me quedó de otra. Una pistola apoyada contra mi cabeza. Pas.
Primer arete.
Pas.
Segundo arete.
Me morí tantas veces por ti, Julio. Tantas veces. Me apuntabas con tu espada de pirata. Tu espada en mi barriga, en mi pecho, en mi garganta. Decías: ¡Estás muerta! Y yo me moría. Me dejaba caer en el piso como fuera y cerraba los ojos. Tú me mirabas y yo sentía que me mirabas. Decías: De veras pareces muerta. Y yo no me movía, no me reía, no respiraba, no abría los ojos. De veras parecía muerta.
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Lo mejor de la vida era morirse. Un brazo a cada lado, el pelo desparramado por el suelo. Mi muerte me divertía un montón, y a ti también. Una vez te acostaste encima de mí y me besaste. Tu boca en mi boca, tu cuerpo en mi cuerpo y yo volví a la vida, como Blanca Nieves o la Bella Durmiente en esos cuentos de amor verdadero. En esa época el amor siempre era verdadero y yo era la que mandaba en el mundo. Me ponía de cabeza contra la pared y el mundo eran las casas y los árboles, todo volteado. Yo gritaba y el mundo también. Mis manos en el suelo de la placita. Toda la sangre en la cabeza. Realmente estás frente a mí, tu cuerpo invertido. Primero tus pies, luego tus shorts y solo después tu tronco. Es divertido mirarte al revés. Al final, tu cara de abajo hacia arriba: tu barbilla, tu boca, tu nariz y tus ojos, que también me miran. Yo quiero seguir con las piernas hacia arriba, pero mis brazos no. Mis brazos ceden. Cuando regreso a la Tierra, veo estrellitas y también veo tu cara entre las estrellitas. Preguntas: ¿Quieres ponerte de cabeza contra mí? Y me pongo de cabeza contra ti. Grito: ¡No me dejes caer! Y no me dejas caer. Tus manos me toman de los los tobillos y no hay nada más perfecto que tus manos en mis tobillos. Tal vez el amor era eso, Julio Pirata.
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Una persona al revés. Es posible. Incluso es probable. ¿No te parece, Julio? Una parte de mí cree que sí. Pero la otra parte dice: Le hago un corte de manga al amor, Pirata. Nuestra historia no tiene nada que ver con el amor. Yo lo sé, tú lo sabes. Yo sé que tú lo sabes. Pero en ese momento no lo sabíamos. Teníamos seis o siete años. La placita era toda nuestra. Yo te persigo y luego huyo a toda velocidad. Para mi gran fortuna y consuelo, Liliana ni siquiera existe, nadie existe más que nosotros. Tú, la placita y yo. Estoy vestida de princesa y tú traes tu espada de pirata. Nuestros gritos suben por los edificios, se estrellan contra las ventanas. Me atrapas con tu garfio, suelto un grito. Dices: Eres mi prisionera. Me llevas a tu barco. Intento huir, pero vuelves a atraparme. Soy presa fácil. Me apuntas con tu espada de pirata. Pero después soy yo la que te persigue. Los dos atrás de los coches dándonos besitos. Mua, mua. Después llegaron los demás. Telmo, Paulo, Raúl. Lara, Francisca, Inés. Y otros. Jugábamos a la pelota en la placita.
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Yo siempre la hacía de portero. Paraba no sé cuántos remates. Hasta me aventaba al piso, nada me daba miedo. Tú decías: Eres la mejor portera del mundo. Lo recuerdo, Julio. Recuerdo cuando era la mejor portera del mundo. Tú preguntas: ¿Te quieres casar conmigo? Yo digo: Sí. Tengo nueve años y tú diez. Llamamos a Telmo, porque Telmo siempre ha tenido cara de padrecito. Nos casamos en los juegos, sin anillos ni testigos. Tú dijiste: Tenemos que darnos un beso de lengua. Nos dimos un beso de lengua. Los niños de la placita se burlaban de nosotros. Nos cantaban esa cancioncita tonta de los primos y casados. Pero ni éramos primos ni estábamos casados. ¿Qué éramos, Julio? Cuando cumplí diez años, me regalaste la Barbie Cowboy. Dijiste en tono de disculpa: No hay una Barbie Pirata. Yo dije que esa era la más linda de todas las Barbies. Tú dijiste que yo era mucho más linda que la Barbie Cowboy. Dijiste: Tú eres la más linda de todas. Y me miré en el espejo y, casualmente, también me lo pareció. Yo era la más linda de todas. Una vez jugamos a la gallina ciega. Fue en casa de Telmo. Él cumplía once o doce años. Me metí en el clóset, entre dos chamarras. No me moví, no me reí, no respiré. Tú entraste al cuarto de puntitas. Escuché tus pasos, tu respiración. Escuché la puerta del clóset rechinando, el corazón me daba brincos. Tus manos encontraron mi pelo. Tú y yo a oscuras. Tus manos en mi frente, en mi nariz, en mi cuello, en mis hombros, en mis brazos, en mis muñecas. Mi pulso a todo galope. Después tus
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manos subieron por mi cuerpo, primero por mis brazos, después por mis hombros y luego por mis pechos. Te agarré las manos y te mordí un brazo con todas mis fuerzas. Nos caímos los dos afuera del clóset. Tú soltaste un grito. Yo no. Tú dijiste en voz alta: Es Mary Jo. Yo dije: Ganaste. Mi corazón dando patadas. Alguien prendió la luz. La marca de mis dientes en tu brazo. Para que aprendas. Telmo preguntó: ¿Qué pasó? Yo dije: Nada. Seguí pensando en tus manos para siempre. Tus manos en mis pechos que ni siquiera existían todavía. Un día llegó un camión. Traía una casa adentro. Nos escondimos atrás de los coches, no sé por qué. Vimos a los hombres que cargaban las cajas. Vimos un refrigerador metiéndose por una ventana. Vimos a uno de los hombres escupir en el suelo. El camión decía: Mudanzas Andanzas. Tantas cajas. ¿De quién serían? ¿Y si nos metíamos en el edificio? La puerta estaba abierta, por eso nos metimos. Nadie nos vio. Subimos hasta arriba dejando escapar algunas risitas. Uno de los hombres nos interceptó en la escalera. ¿Qué están haciendo aquí? Huimos. No dejamos de correr sino hasta que llegamos a la tienda de abarrotes. Unos días después, mi mamá me dijo que fuera al puesto a comprar el periódico y fui. Hacía calor. Yo me estaba derritiendo en el asfalto y el periódico se me estaba derritiendo en las manos. Mis dedos llenos de tinta. Oí tu voz detrás de mí: ¡Mary Jo!
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Volteo y te veo. Vienes pedaleando en tu bicicleta, casi sin aliento. Mary Jo, ¿ya viste a la vecina nueva? No. Se llama Liliana. ¿Cómo sabes? Vive en el edificio de Paulo. ¿Ya la viste? Sí. ¡Está muy buena! ¡Pero de veras buena! Me puse a pensar en el periódico que llevaba en las manos. Tal vez se derretiría en el camino. Podría perder sus noticias. Dije: Tengo que irme. Y me fui.
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A partir de ese día, nada volvió a ser igual. Liliana apareció en la placita. La vi de lejos y después de cerca. Tenía una paleta en la boca, un piercing en el ombligo y shorts. Todos los ojos sobre Liliana. Alguien le pregunta: ¿En qué piso vives? En el cuarto. Telmo dice: Yo también vivo en el cuarto, pero del edificio de allá. Ella dice: Ya lo sé. Te vi entrar el otro día. ¿Tienes hermanos? Sí. ¿Cuántos? Tres. ¿Hombres o mujeres? Hombres. ¿Eres la única mujer? Sí. ¡Gran familia! Ajá. ¿Tus hermanos no quieren venir acá afuera? Son más grandes. ¿Eres la menor? Sí. Tú preguntas: ¿Cuántos años tienes? Ella dice: Trece. Tú dices: Yo también tengo trece.
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Liliana me mira, se saca la paleta de la boca. Pregunta: ¿Y tú, chaparrita? Liliana siempre me dijo chaparrita. No sé si te diste cuenta. Tal vez nunca se aprendió mi nombre, no lo sé. Liliana hace girar la paleta. Mi corazón preocupado. Me pregunta: ¿Cuántos años tienes? Yo digo: Once, pero ya casi cumplo doce. Ella me pregunta: ¿Ya te visitó Andrés? ¡¿Andrés?! Que si ya te bajó. Tú te ríes. Telmo se ríe, todos se ríen menos yo. No me río. No me muevo. No respiro. Digo: No. Ella dice: ¡Qué suerte! Todos los ojos sobre Liliana. El pelo alborotado. Los ojos penetrantes. Ah, qué guapa es Liliana. Todos los días me hablas de ella, Julio. De lo que dice, de lo que lleva puesto, de lo que hace. Para que lo sepas, Liliana nunca me cayó bien, Julio Pirata. No me gustaban los chicles que mascaba, ni su ropa, siempre tan ajustada, ni sus pechos que casi se le salían por el escote. Ni esos chistes cochinos que contaba en la placita. Oye, mamá, ¿qué es el clítoris? Pregúntaselo a tu papá, que tiene la respuesta en la punta de la lengua. Las carcajadas histéricas. Tu cuerpo completamente doblado hacia adelante, perdiendo el equilibrio. Eres un animal extraño cuando estás con Liliana, Julio Pirata.
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Prefiero cuando estamos los dos solos, pero eso pasa cada vez menos. Nunca volviste a llamar a mi puerta, nunca volviste a pedirme que te hiciera la tarea. Tú, Liliana, yo y algunos cuantos más. No estamos en la placita. Estamos en el callejón sin salida. Venimos a ver una camada de gatos recién nacidos. ¿Qué hacer con ellos? Son tan tiernos. ¿Se lo decimos a nuestros padres? ¿Llamamos a los bomberos? Liliana se sienta en el suelo y prende un cigarro. Los gatos dejan de existir. Todos los ojos en la boca de Liliana. Todos estamos de pie y Liliana, sentada. La boca de Liliana echando humo. Tú preguntas: ¿Fumas? ¿Tú qué crees? ¿Lo saben tus papás? Liliana se encoje de hombros. Dice: Creo que no. Hace anillos de humo con la boca. Tú dices: ¡Guau! Pareces una hechicera. Ella dice: Soy una hechicera. Un silencio y un anillo de humo. Te sientas junto a Liliana. Ella hace un anillito de humo solo para ti. Tú te ríes. Metes el dedo índice en el centro del anillo. Un truco de magia. ¿Cómo le haces? ¿Quieres que te enseñe? Sí. Liliana te ofrece la cajetilla. Tú enciendes un cigarro y toses. Liliana pregunta: ¿No sabes darle el golpe?
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Tú dices: ¡Yo qué sé! Nunca en la vida he fumado. Liliana se carcajea. Tú también te ríes. Te ríes y toses al mismo tiempo. Los otros bobos también se ríen. Te arde la punta de los dedos. Te sale humo de la boca. Liliana me mira y me pregunta: Chaparrita, ¿quieres un cigarro? Yo digo: No. ¿Por qué? Porque no. Los demás bobos se sientan con ustedes. Liliana insiste: Siéntate tú también, chaparrita. Yo digo: No. ¿Por qué? Me arde el corazón. Digo: Alguien tiene que cuidar a los gatos. Les doy la espalda y empiezo a caminar. Tú me llamas. Me acuerdo de eso. Mis ojos llenos de agua y tu voz llamándome por mi nombre. Mary Jo. Mary Jo. Corro a mi casa. Una esperanza minúscula. Tal vez vendrías detrás de mí. Tal vez volverías a llamarme por mi nombre. Días después, dijiste: Liliana hace lo que se le da la gana. Pero la frase ni siquiera era tuya. Era de ella. Yo hago lo que se me da la gana. Una vez fue en biquini a la placita. ¿Te acuerdas, Julio? Claro que te acuerdas. Tus ojos saliéndose de sus órbitas. Tus
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ojos en los pechos de Liliana, en esa tanga amarilla. Fue hace mucho. ¿Hace cuánto? Liliana con lentes de sol y biquini, a media placita. Dijo: No tengo ganas de ir a la playa. Me voy a quedar aquí. Tendió la toalla y se acostó. El piercing en el ombligo. Soltando destellos bajo el sol. Una pequeña promesa. Todos los ojos sobre Liliana. Ella se quita los lentes, me mira. Dice: ¿Tú tienes vello púbico, chaparrita? Yo digo: Creo que no. ¿Sabes qué es el vello púbico? Yo digo: No. Liliana dice: Son pelos en la panocha. ¿Sabes qué es la panocha? Una carcajada general. Tú también te ríes. Yo no. Mi panocha tampoco se ríe. Tú dices: El vello púbico es muy chido. Liliana dice: Pero hay que depilárselo. Duele un buen. Tú te metes las manos entre las piernas. Dices: ¡Chale! Liliana dice: Y después los pelos se te quedan enterrados. Tú repites: ¡Chale! Yo nunca te había oído decir: ¡Chale! Ella pregunta: ¿A quién se le ocurrió inventar la depilación? Tú dices: A mí. ¿Y por qué inventaste esa cosa? Para que se te enterraran los pelos. Tú te ríes, ella se ríe, todo mundo se ríe. Hasta yo me río, porque todavía no tengo vello púbico. Soy infantil.
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A los doce años y medio soy un pedazo de naturaleza incompleta. Y no entiendo nada de nada, empezando por la propia naturaleza. Un día me llamaste de lejos: Mary Jo. Siempre me ha gustado eso. Oír mi nombre a lo lejos. Te espero a la mitad de la placita. Vienes corriendo hacia mí. Mary Jo, te voy a contar un secreto. No se lo puedes contar a nadie. Pero de veras a nadie. ¿Me juras que no lo vas a contar? Tus ojos atrevidos. Yo digo: Te lo juro. Tú te acercas a mi oído. Dices: Liliana me enseñó sus pechitos. Zaz. Un golpe de espada en el corazón. Así dijiste: pechitos, porque en ese entonces debían ser pequeños. Yo no dije nada. Tú dijiste: Le pedí que me dejara verlos y ella me los enseñó. Estaban apuntando hacia mí. Así, de frente. Yo no dije nada. Tú dijiste: Me prometió que la próxima vez me va a dejar tocarlos. Mi corazón dando gritos y mi boca muy callada. Tú: No se lo cuentes a nadie. Y yo: Está bien. Tú dijiste: No puedo dejar de pensar en los pechitos de Liliana. Creo que estoy enfermo, Mary Jo. Yo también me sentí enferma. Me dolió la barriga allí mismo. Me fui a casa a llorar y a vomitar. Al día siguiente ni siquiera fui a la escuela. A mi mamá le pareció mejor. Podría ser un virus.
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Mi abuela me puso la mano en la frente. Dijo: Estás muy debilucha, José. Era la fiebre del amor, Pirata, pero no podía decir que estaba muriéndome de amor. Mi abuela en la cocina, pelando papas. Diciéndome que tengo que ser fuerte, que las niñas crecen, que las niñas cambian, que dejan de ser niñas, que se convierten en mujeres. Las papas cada vez más peladas, yo cada vez más niña. Mi abuela diciendo que tengo que comer espinacas para ser fuerte. Que tengo que comer zanahorias para tener unos ojos bonitos. Pero yo no quiero ser fuerte ni tener unos ojos bonitos. Tengo doce años y medio y quiero tener pechitos, quiero tener el periodo. En esa época, lo más importante en la vida era que te brotaran esas gotitas de sangre entre las piernas. Pero mi útero era un cachivache. No servía para nada. A mí nunca me brotarían esas gotitas de sangre entre las piernas. Tú me preguntabas: ¿Ya te visitó Andrés? Y yo siempre decía: No. No tenía pechitos, no tenía caderas, no tenía el periodo. Fui la última niña de la placita, Julio. Las otras muchachas ya intercambiaban tampones y toallas con alas y yo era un cuerpo incompleto. Liliana en la placita, toda curvas y carcajadas. Dice: Se me llenan los dedos de sangre. Los muchachos gruñen: Qué asco. Liliana responde: Es un asco, pero a ustedes les gustaría meter el dedo ahí. Tú dices: Tal vez me gustaría. Ella dice: Un día de estos.
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Mi corazón desorientado. Corriendo hacia un precipicio. Liliana le cuenta a todo mundo los secretos de la menstruación: Hay unos tampones gruesos y otros más delgados, con o sin aplicador. Unos son para la noche, otros para el día, porque depende del flujo y también del tamaño. Telmo pregunta: ¿Del tamaño de qué? Ella dice: De tu vagina. Risitas. Y también hay toallas con alas y toallas sin alas. Liliana habla de la menstruación como si el fenómeno fuera una fiesta, un ritual, una celebración. Dice: Me metí un tampón enorme ahí adentro. Paulo dice: Eso ha de ser padre. ¿Por qué? Es un vibrador portátil. Liliana: No, ni se siente. Se va hinchando despacito y, cuando te lo sacas está así, de este tamaño. Ella se ríe. Tú te ríes. Todo mundo se ríe, menos yo, porque no estoy en la placita. Estoy aquí, lejos, escribiendo esta carta. Julio, querido tonto: No me cae bien Liliana. Una vez sentí ganas de darle una cachetada, pero me faltó valor. Estábamos las dos en el estacionamiento. Fue un día triste. Todavía no había llovido, pero estaba a punto. Liliana recargada en un pilar. Yo poniéndole el candado a la bicicleta.
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Ana Pessoa
Escritora
Pasé gran parte de mi adolescencia escribiendo cartas. Les escribía a mis papás, a mis amigos. También escribía cartas anónimas, cartas de amor, cartas inventadas. Enviaba postales de todas partes. Fijaba citas por carta. Decía: “Voy a tomar tal tranvía a tal hora”. Llegó un momento en el que me correspondía con más de treinta personas. Llevaba una lista actualizada de nombres y fechas para no perder el hilo. Mi amiga por correspondencia más exótica era tailandesa. Me escribía en unas hojas de papel preciosas. Algunas eran transparentes, otras, brillantes. Me mandaba fotos que también podían pegarse como estampas. Se llamaba Sansanee y vivía en Bangkok. Nunca he ido a Tailandia. Una vez escribí una carta para quejarme. Compré unas galletas que resultaron estar quemadas. Envié una carta a la fábrica para manifestar mi decepción. Pasado un tiempo, me llegó a casa una caja llena de galletas. Fueron las galletas más felices de mi vida. Hoy en día ya no escribo cartas, pero escribo emails que podrían ser cartas. También escribo unas cosas que parecen postales en un blog (www.belgavista.blogspot.com). Un día sentí una nostalgia tremenda de escribir cartas laaaaargas. Entonces escribí una carta infinita. ¡Es este libro! Me gustaría volver a escribir cartas. Volver a pegar estampillas con la lengua. ¿Y tú? ¿Cuándo fue la última vez que escribiste una carta?
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Bernardo P. Carvalho Ilustrador Las primeras cartas que recuerdo haber recibido eran las de mi tía Zé, hermana de mi mamá. Era maestra de primaria en la escuela de Cartaxo y se paseaba por las calles de Ribatejo muy bien vestida, maquillada y perfumada, sin importar el día o la ocasión. La tía Zé nos mandaba, a mí y a mis hermanas, cartas de varias páginas, perfumadas y supertiernas, en las que nos contaba qué veía por el mundo (viajaba un montón y cuando estuvo en Austria, por ejemplo, fue a la calle donde vivía Niki Lauda para sacar una foto y mandármela. Niki Lauda era un famoso piloto de Fórmula 1 que sufrió quemaduras en la cara y perdió una oreja en un accidente), o simplemente nos decía cuánto nos extrañaba (Cartaxo, antes, estaba mucho más lejos) o nos describía el color de las ciruelas del patio de mi abuela. Mi tía escribía con una letra de trazo intachable, hermosa y bien puntuada. En las cartas me decía “el sobrino varón”, “el olorosito” (de broma) y “el muchachón”, y siempre las remataba con un beso lleno de lápiz labial sobre el papel. A mí me encantaba y me sonrojaba leer esas cosas... auténticas cartas de amor de una tía que siempre nos adoró, como nosotros a ella.
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Paula Abramo
Traductora
No recuerdo cuáles fueron las primeras cartas que recibí en la vida. Cuando mi papá era joven, tuvo que exiliarse de su país, y yo nací lejos de la mitad de mi familia. Así que mis abuelos me mandaban cartas y tarjetas de cumpleaños desde antes de que yo supiera leer. Eran cartas cortas, llenas de cariño. Conforme fui creciendo, yo también empecé a escribir cartas, y estas se convirtieron en mi forma de relacionarme con un mundo que conocía poco, pero imaginaba mucho. También fueron mi manera de aprender a escribir en un idioma distinto: el portugués. Con el paso del tiempo comprendí lo importantes que habían sido las cartas para mis propios abuelos, que a su vez habían tenido que exiliarse y pasar largas temporadas lejos de sus padres y hermanos. Un día, cuando yo ya era adulta, una tía, en Brasil, me dio un regalo precioso: un manojo de cartas que mi abuelo le escribió a su familia cuando era joven. Décadas de aventuras, viajes, luchas, alegrías y dolores se desplegaron frente a mis ojos emocionados. Eran cartas conmovedoras, extraordinariamente bien escritas. Para rendirle homenaje a esa historia, escribí un libro de poemas titulado Fiat Lux.
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colección ecos de tinta
Para jóvenes lectores
Supergigante Ana Pessoa
El fantasma de la casa del lago Ana Romero
Ella trae la lluvia Martha Riva Palacio Obón
Tristania Andrés Acosta
colección ecos de tinta
Para jóvenes lectores
Dido para Eneas María García Esperón
La guarida de las Lechuzas Antonio Ramos Revillas
Para Nina. Un diario sobre la identidad sexual Javier Malpica
Un hada en el umbral de la Tierra Daína Chaviano
se imprimió en el mes de agosto de 2018, en los talleres de Litográfica Ingramex, S. A. de C. V., Centeno 162-1, Col. Granjas Esmeralda, C. P. 09810, Ciudad de México. En su composición tipográfica se utilizó la familia ITC Leawood. Se imprimieron 3 000 ejemplares en papel bond ahuesado de 90 gramos, con encuadernación rústica. El cuidado de la impresión estuvo a cargo de Ediciones El Naranjo.
Para jรณvenes lectores
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