Los mil a単os
de
Pepe Corcue単a To単o Malpica
Amira Aranda Ilustraci坦n
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Para mi país, para mi gente
Dirección editorial
Ana Laura Delgado Cuidado de la edición
Angélica Antonio Monroy Revisión del texto
Ana María Carbonell Diseño
Ana Laura Delgado Isa Yolanda Rodríguez © 2010. Toño Malpica, por el texto © 2010. Amira Aranda, por las ilustraciones Primera edición, mayo, 2010 D.R. © 2010. Ediciones El Naranjo, S. A. de C. V. Cerrada Nicolás Bravo núm. 21-1, Col. San Jerónimo Lídice, C. P. 10200, México, D. F. Tel/fax + 52 (55) 56 52 1974 elnaranjo@edicioneselnaranjo.com.mx www.edicioneselnaranjo.com.mx ISBN 978-607-7661-18-4 Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio, sin el permiso por escrito de los titulares de los derechos. Impreso en México • Printed in Mexico
To帽o Malpica Amira Aranda Ilustraci贸n
E
sta historia es, en cierto modo, parecida a una fábula. Y co-
mienza en el momento en que el Gorras y Noé se conocieron. Aunque, bien pensado, tal vez podría haber iniciado un poco antes. Probablemente, cuando Noé abandonó su cama y desayunó con gran apetito los huevos con jamón que le preparó uno de los cocineros de su casa. O tal vez, cuando salió de la mansión en la que vivía, ubicada en una hermosa colonia de amplias avenidas. O acaso, cuando subió a la camioneta en la que el chofer nuevo había de llevarlo a la exclusiva escuela primaria donde estudiaba. Pero tal vez éstos son datos sin importancia y por ello no valga la pena retroceder tanto. En realidad, lo más significativo de esa mañana fue que Noé nunca llegó a la escuela. Por ello es que seguramente conviene iniciar la historia un poco más adelante. ¿Tal vez, cuando aquel auto viejo se detuvo junto a la camioneta? ¿O cuando dos hombres, uno obeso y otro de cabello largo, se bajaron a toda prisa del auto, abrieron la portezuela de la camioneta y le pusieron a Noé una capucha negra que no le permitía ver nada? Aunque, por otro lado, quizá todo esto tampoco sea tan relevante. Así que lo mejor 7
será iniciar por donde, en realidad, comienza esta historia. Y que es justo cuando el Gorras dijo, de manera repentina, a través de la ventana: —A que eres un llorón. Noé levantó la vista. Llevaba tres horas sentado en el piso, recargado contra la pared del pequeño cuarto. Ya no tenía puesta la capucha. Y aunque es cierto que había llorado al llegar, en ese momento ya no lo hacía. El rostro de un niño lo observaba a través de la única ventana del cuarto, pegada al techo. Noé sintió una especie de alivio. Llevaba tres horas sin saber qué debía aguardar. —¿Qué dijiste? —preguntó. —Que te apuesto a que eres un llorón —repitió el Gorras. —No lo soy. —Yo creo que sí. Noé reconocía que había llorado mucho cuando llegó. Cuando le encadenaron una pierna a la cama de metal y le dijeron que no gritara porque nadie lo iba a escuchar. Sí, había llorado. Pero ya no lo hacía. —Te apuesto lo que quieras a que lloras en cualquier momento —insistió el Gorras. Noé prefirió callar. Tenía hambre y se encontraba cansado. Nunca, en sus nueve años de vida, había pasado por algo así. —¿Cómo te llamas? —volvió a romper el silencio el Gorras. —Noé. —¿Cómo el del arca? —Sí, como el del arca. 8
Volvió a mirar hacia arriba, hacia la ventana. El Gorras se encontraba haciendo algo con sus manos, jugando con sus pulgares. Noé notó que estaba tirado de espaldas en el césped. —¿Sabes dónde estoy? —En un sótano, tonto. —Ya sé que en un sótano, pero dónde. O sea, en qué parte de la ciudad. —Ni idea. El Gorras siguió jugando con sus pulgares. Luego, se incorporó. Se recargó en un codo y volvió a mirar por la ventana. —¿A poco no has llorado nada? —cuestionó a Noé. Noé pensó en admitir que sí, que un poquito, pero se arrepintió. Nunca había pasado por algo así. Comenzó a frotarse la nariz. Cuando se sentía nervioso o tenía miedo se frotaba la nariz. Había leído algunos cuantos libros. Y había visto muchas películas. Pero nunca se imaginó que viviría algo así. El Gorras volvió a tirarse de espaldas. Empezó a silbar y nuevamente se puso a jugar con sus pulgares. Estuvo varios minutos de ese modo. Luego, dijo: —A lo mejor sí es cierto y no eres tan llorón. Y se retiró de la ventana.
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C
uando Noé abrió los ojos fue porque alguien entró al pe-
queño cuarto. Se encontraba recostado en la cama, pero, al instante, se sentó. Carlos llevaba una pistola en la mano derecha y un vaso de leche en la izquierda. Cerró la puerta tras de sí. Noé se frotó la nariz. —¿Sabes quién soy yo? —preguntó Carlos. Noé negó sin abrir la boca. Le intimidó la gran estatura de Carlos. Probablemente midiera dos metros o más. —Soy el que va a acabar contigo — dijo Carlos. Y enseguida apuntó la pistola hacia el rostro de Noé. Un gran frío recorrió el cuerpo de Noé. Y sintió ganas de llorar. Pero, por alguna razón, miró a la ventana y se contuvo. En ese pequeño cuarto no había más que una cama, un buró, un escusado y un foco. Y claro, la única ventana, sin vidrio, que permitía ver un pedacito de césped y un pedacito de cielo. —Si tus papás no pagan lo que vamos a pedir por ti, a mí me toca acabar contigo —volvió a decir Carlos retirando la pistola. Era un hombre malo, sin duda. Noé no había conocido muchos en sus nueve años de vida. O probablemente a ninguno. 11
Lo más parecido a un hombre malo en sus recuerdos era el maestro de educación física de su escuela. Pero Noé estaba seguro de que ni él, que se burlaba de los niños obesos, podría ser comparado con Carlos. —La verdad, me da lo mismo —dijo Carlos. Noé se esforzó por no llorar. Pensó en una gran, gran cantidad de dinero. Como lo que tal vez le había costado a su padre el caballo francés que montaba cuando iban al campo. O como lo que podía haber costado el viaje que hicieron a Egipto en las vacaciones. Carlos le dio el vaso de leche. Noé lo tomó sin temblar. —No te hagas ilusiones, niño. Yo soy el que te traerá de comer. Yo soy el que te visitará varias veces al día. Pero también, soy el que se va a deshacer de ti. Te lo anticipo para que no te hagas ilusiones. Carlos dijo un par de palabras chirriantes, de ésas que hacían sentir a Noé, cuando las oía por accidente en la calle, como si alguien con las uñas largas rascara sobre un pizarrón. Luego, Carlos salió del cuarto. Noé tardó varios minutos en animarse a beber la leche.
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Para jóvenes lectores
A sus nueve años, Noé ha leído unos cuantos libros y ha visto muchas películas, pero nunca imaginó encontrarse en una situación así. Jamás pensó que perdería su libertad, que se alejaría de su casa, de su familia y que tendría que permanecer encerrado en un sótano. Para no tener que enfrentar la realidad, Noé se refugia en una oscuridad de mentiras, pero poco a poco descubre que su imaginación es lo único que tiene para soportar su encierro y que sus historias logran que la mirada del hombre de los dos metros de estatura se vaya transformando. Ahora Noé sabe qué significa ser un hombre de una pieza y, junto a su nuevo amigo el Gorras, conoce cuál es el tamaño real del cielo.
ISBN 978-607-7661-18-4
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9 786077 661184