Mil soles lejanos

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Antonio Ramos Revillas Isidro R. Esquivel

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Dirección editorial: Ana Laura Delgado Cuidado de la edición: Graciela S. Silva Formación: Raquel Sánchez © 2017. Antonio Ramos Revillas, por el texto © 2017. Isidro R. Esquivel, por las ilustraciones Primera edición, octubre de 2017 D. R. © 2017. Ediciones El Naranjo, S. A. de C. V. Avenida México 570, Col. San Jerónimo Aculco, C. P. 10400, Ciudad de México. Tel. +52 (55) 5652 1974 elnaranjo@edicioneselnaranjo.com.mx www.edicioneselnaranjo.com.mx ISBN: 978-607-8442-49-2 Queda prohibida la reproducción parcial o total, directa o indirecta del contenido de la presente obra, sin contar previamente con la autorización expresa y por escrito de los editores, en términos de la Ley Federal del Derecho de Autor, y en su caso de los tratados internacionales aplicables. La persona que infrinja esta disposición se hará acreedora a las sanciones legales correspondientes. Impreso en México / Printed in Mexico


MIL SOLES

leJANOS

Antonio Ramos Revillas Isidro R. Esquivel

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Ni mil soles lejanos podrรกn disipar la noche. Antonio Porchia



—En el principio todo existía dentro de la Nada, oculto en ella. Negra, inmensa, sin fronteras, ni un rayo de luz escapaba ni un sonido ni una forma ni un aliento. No existía el día ni la noche, el invierno o la primavera. Todo estaba inmóvil. ”Aquello habría permanecido igual hasta que un día algo se astilló, como la quebradura de algo nuevo, algo que ansiaba ser nombrado, visto: colándose de entre las grietas diminutas surgió una coloración; una hebra de un color que dio en llamarse café, tan distinto al negro de la Nada. ”El café se escapó del todo, feliz, glotón, curioso. Se dejó arrastrar sobre la Nada dándole otra forma: de pendientes, simas y cimas, hondonadas y sonidos cafónicos, mares caférrimos, ríos de paz cafina que trotaban mansos y furiosos al choque con caferísimas piedras. El café dio forma a cafetales, y animales cafecillos que respiraban con sus pulmones de cafinísimos alveolos que de café en café los impulsaban a trotar al paso cafesón de sus patas o volaban con sus alas de cafesísimo plumaje. ”Tras aquello, la Nada tuvo un temblor grisísimo ya que otro color se hizo paso a través de las mismas grietas: un color un poco más suave, umbroso, callado, de un tono parecido al gris y se llamó carbón; y se hundió en las entrañas de la tierra, pero también salpicó a diversos animales y flores, a las sombras que a 7


veces parecen tierra quemada, a la piel del bajo vientre de otros animales, al largo pico de un pájaro saltarín. ”Aún no terminaba de acomodarse el mundo cuando de aquel, ahora inmenso hoyo de la Nada, salió el color amarillo que era demasiado inquieto, temible; se apoderó del pecho de algunos animales, cubrió por completo a ciertos anfibios, se hundió en los dientes de los elotes, se extendió sobre los pétalos en incontables flores, hasta que terminó concentrándose, luminoso, hasta casi volverse blanco y dorado, y subió hacia el horizonte para convertirse en el sol. ”La Nada empezó a debilitarse ante aquella luz que le calentaba la superficie y esto permitió que más colores salieran de la grieta hasta que la Nada empezó a transformar las tonalidades de su cuerpo, se entintó, sacudiéndose con violencia. Bajo aquella luminosidad áurea emergieron el color arena y el marfil, el ocre y el guinda que dieron forma a largas cordilleras, sierras y surcos; tras ellos salieron los matices fríos, los azules que al bañar la tierra le dieron otro color a los ríos y los mares, salpicando lo mismo algas, plumajes y escamas. ”En tal ebullición, el azul y el café dieron pauta a que apareciera el verde que salpicó la forma de los árboles y las plantas y de ahí nacieron, germinaron los colores rojos de sandías y cerezas, naranjas de papayas, amarillos de girasoles, violetas, rosas. ”El amarillo y el azul se juntaron para formar el fuego mientras el resto de los tonos se unían o se separaban con matices, luminosidades, saturaciones distintas: aparecieron el borgoña, el lavanda y el coral que junto con el aguamarina conformaron grandes habitaciones bajo el agua. El mandarina y el color hueso 8


se adentraron en rocas y frutas. El marfil se coló en algunas montañas y en las cornamentas de inmensos animales. ”Los verdes abrazaron líquenes y juncos, el esmeralda conformó otras piedras, el verde oliva ciertas hojas, plumas y flores; el malva, otras especies. El café dio paso al chocolate y al marrón, el rosa se volvió terracota, el amarillo claro se tornó verdoso; con esa luz y cierta oscuridad de la Nada, el naranja, caprichoso, se volvió amarillo caléndula, zanahoria, rojo gamba, ocre rojo y naranja melón. En ciertas playas se esparcieron azules eléctricos de azulérrimas fragancias, azultadas espumas y azulinas fantásticas. Bajo aquel amarillo dorado y caliente en el horizonte los colores saltaron y salpicaron a los animales, por eso el zorro es un poco escarlata, marrón y naranja, pardo y siena y el mar a veces es verde espárrago o azul cobalto. ”Al final los colores se humedecieron sobre varios tipos de hombres que habían surgido con el color café: de piel rosada ocre; negruzco o rojizo el pelo, lechosa la piel, casi blanco el cabello al final de sus días. Rojo para aquello que fluía en sus venas. Rosado para la lengua. Rubio o castaño para los cabellos: verdes, azules, castaños o negros para sus ojos. El mundo empezaba a ser. ”Pero bajo ese amarillo sol muy pronto los tonos que habían salido de la Nada descubrieron que empezaban a desteñirse. El sol les quitaba vigor, los marchitaba, los percudía con su tono dorado robándoles el alma. Así que todos fueron con la Nada, al sitio de donde recordaban haber salido y le pidieron por favor que los cubriera un poco con su oscuridad. Pero la Nada no respondió. ”Sin embargo, aún faltaban un par de colores por salir: emergió el negro y se apoderó de sombras, pupilas, uñas de animales, 9


del plumaje de los cuervos y vieron los colores que el negro rivalizaba con el azul y el amarillo que se habían apoderado del cielo y en su turno el día era un peor amo ya que de noche todos los colores del mundo se morían. ”Supo que era su momento para retomar el control y dejó salir con furia al color negro originario y este se apoderó de todo y vieron los colores que el negro rivalizaba con el amarillo y se turnaron dos pedazos del tiempo: cuando el amarillo ganaba sobre el horizonte le llamaron día, cuando el negro, noche. ”Ya lamentaba el mundo su condición, cuando el último color por salir de aquella mancha oscura brotó radiante, con la sonrisa de una juventud perfecta: era el blanco que se había quedado al fondo; salió saltando como un conejillo. El blanco terminó por apoderarse de los otros colores y también tomó animales para sí; el conejo y el lobo de la tundra, ciertas aves y pavorreales, le dio tez al oso polar y se regó sobre la nieve. ”Por último, el color blanco supo que la negrura era aliada de la Nada y buscó una forma de evitarla por completo; así que saltó sobre aquel manto oscuro en el cielo y se concentró en una amplia esfera que iluminaba la oscuridad y le permitía a los colores del mundo respirar en lo que aguardaban la nueva llegada del amarillo sol. Todos los colores del mundo se reunieron. ¿Qué era eso que estaba ahí? La noche, dijo uno. ¿Y aquello? Descubrieron que la luz que resplandecía de un nuevo astro los arrullaba, los volvía neutros, le daba otra frialdad a sus vidas, cálida, suave. Le llamaron la luna. ”Así terminó de conformarse el mundo. Dicen que este morirá cuando los colores decidan volver a la Nada y nos dejen sin alma, 10


sin vida, sin vestido, por eso necesitan a la luna: porque ella los protege de que la Nada no los devuelva dentro de ella en las horas que descansan. La luna es la guardiana de la vida.�

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C

onocí a Ulises la noche del día en que nos informaron que un gran cometa iba a estrellarse contra Júpiter. Soy astrónomo y, además de mi amor por las estrellas, siempre me había gustado contar cuentos y el del cometa era muy bueno, pero pasaría a segundo término tras conocer al chico, aunque en ese momento no lo sabía. Esa noche solo estaba emocionado porque por primera vez en la historia del hombre veríamos el choque de un cometa contra uno de los planetas del sistema solar. Ya desde niño me gustaban las películas de extraterrestres. Siempre que me llevaban al cine prefería una cinta con batallas espaciales que una de aburridos vaqueros e indios. Una vez vi un programa de un señor muy serio y cejón que iba en una nave por el sistema solar y se acercaba a las constelaciones, a una en especial: el Cazador de Orión. Así que le hice un cuento. En mi relato, Orión era un cazador enojado que le hacía preguntas a viajeros espaciales: “¿Cuál es el ser que nace sobre la Tierra, vive bajo ella y al morir se dirige al Sol?”. ¡Era la mejor pregunta que se me había ocurrido!, aunque no tuviera la respuesta. Me divertía ver la ansiedad en el rostro de mis amigos ya que —aunque me daban muchas respuestas— ninguna me parecía la real o al menos la que esperaba fuera la verdadera. 13


Pero un buen día contar historias dejó de ser divertido. En la primaria mis compañeros me decían que era un mentiroso y por eso casi nadie se quería juntar conmigo. En la secundaria, una vez en clase de Español, nos pidieron que escribiéramos un poema. Escribí el mío, pero el profesor me acusó de copiarlo de un libro y me reprobó. Después, en la preparatoria, un maestro de Biología que se decía poeta se burló cuando le mostré mis cuentos de piratas y reinos escondidos. Solo quería que alguien me dijera si las historias funcionaban o no, pero el maestro se burló y dijo: —Dejen que las cosas de los adultos las resuelvan los adultos, como escribir. La última ilusión me la arrebató una chica de la que estaba enamorado. Le compuse un poema para conquistarla y cuando se lo leí, en lugar de alegrarse, se enojó. Me dijo que no tenía que andarle recitando poemas y que nunca, pero nunca, seríamos novios. Como comprenderán, tuve que dedicarme a otra cosa. Una noche, aburrido, recordé aquel programa de televisión y que me encantaba mirar las estrellas; fácilmente podía localizar las constelaciones y enseñarles a los demás a descubrirlas. Mirando el cielo resolví mi vocación. Allá, en el espacio, también había otras historias por contar: silenciosos cometas que bailaban alrededor de los miles de millones de soles, tímidos asteroides cubiertos por agua congelada y voraces agujeros negros que consumían sistemas solares enteros; historias del cielo, un atlas a la espera de un narrador. ¿Quién puede contar la historia de la profunda soledad de las estrellas? 14


Me dediqué a estudiarlas. Nunca fui escritor, sino astrónomo. A nuestro alrededor, en el universo, las galaxias me cuentan sus despliegues: cómo nacen, cómo se alejan entre sí y cómo chocan: las estrellas bailan: millones están en movimiento: se alejan, se atraen, como canicas desparramadas que reciben, de golpe, a otra. Esa noche, cuando nos avisaron del choque del cometa, salí del centro astronómico e hice el camino a casa pensando únicamente en aquel cometa que se iba a partir en nueve pedazos antes de chocar contra Júpiter. Bajé por la montaña, dejé atrás el extenso bosque de olmos y al fin llegué a mi casa en las orillas de la ciudad. Pensaba en el trabajo que tendría los próximos meses para analizar esa información cuando subí a la terraza de mi hogar con una buena taza de chocolate caliente en la mano. El aire estaba frío. Fue entonces cuando me encontré a Ulises, cuyo nombre en realidad no sabría sino hasta semanas después. El chico vestía un traje como de astronauta, llevaba unas gafas oscuras sobre la frente, como si fuera el piloto de un viejo aeroplano. De pie, en la terraza de su casa, parecía un fantasma. Tenía en la mano un cohete o lo que semejaba uno. Me pregunté de inmediato qué estaba haciendo un niño como él, de entre siete y ocho años, ahí, solo en la noche. Aunque alcé la mano para saludarlo, Ulises no me devolvió el gesto. No le di importancia y entré a la casa. Ya iba a dormir cuando juro que oí que alguien llamaba a un niño a comer. Miré el reloj: las doce y media de la madrugada. Qué cosas hace la gente, pensé cuando me llegó el aroma a pollo frito. 15


V

olví a encontrarme a Ulises tras algunas semanas en las que prácticamente no había pensando más que en cosas del trabajo y en la que solo había hecho espacio para ir al cine con mi hermana, como una forma de retribuirle que me había ayudado con la mudanza. Tenía poco en esa casa. Antes vivía en el centro de la ciudad, pero los plantones y las manifestaciones hacían que llegar a ella fuera una odisea. Tras mucho batallar había conseguido esta nueva en renta: demasiado grande para mí —tenía un par de habitaciones vacías, algunos cuadros estaban en el suelo, sin tiempo para que alguien, tal vez un fantasma, los clavara en la pared—, el resto de mis muebles y objetos permanecían guardados. La casa se hallaba enclavada en los límites de la ciudad, dentro de un bosque de olmos que colindaba con la caseta de salida de la autopista al norte. Mi casa era de las últimas de la calle que se perdía en el bosque y subía por el cerro unos doscientos metros hasta casi terminar en la parte más alta, desde la que se tenía un mirador natural. En noches despejadas, como esa en que volví a ver a Ulises, se podía observar desde ahí la ciudad desparramada y luminosa en la oscuridad. Los aviones que descendían al aeropuerto eran puntos rojos. 16


La noche se encontraba despejada y fresca; ya pasaban de las once de la noche. Del bosque emergía el canto de grillos y cigarras. Me asomé por la ventana y recordé que aún no buscaba la constelación bajo la cual vivía. Cada que me mudo la busco para saber si tendré suerte. Cuando viví bajo la constelación de la Cruz del Sur me fue terrible: me divorcié y perdí un ascenso. Apenas me cambié de casa y mi vida empezó a funcionar, como supongo que se resuelven las vidas de todos: apenas con destellos de buena fortuna. Tomé mi telescopio, me preparé rápidamente dos sándwiches de jamón y queso con la perfecta cantidad de mayonesa, abrí un refresco de lata y salí a la azotea. Pero la verdad es que arriba me cayó el cansancio y me dediqué a devorar mi cena mientras escuchaba a lo lejos los motores de los coches que frenaban para pagar el peaje en la caseta. Del otro lado del horizonte, hacia abajo, se encontraba la ciudad con sus tonos amarillentos, blanquecinos, como un mar ardiente. Empezaba a dormitar cuando oí en la terraza vecina al chico que ahora hacía sonidos como de un avión en picada y luego de ametralladoras en una batalla aérea. Me quedé un rato escuchando el combate que sucedía a escasos metros de la barandilla. Imaginé grandes flotas de superfortalezas sobrevolando cielos enemigos contra cazas y la traza luminosa de las balas sobre el firmamento, hasta que daban con el corazón de un bimotor y lo incendiaban. Solo entonces me percaté que de nuevo olía a comida: el aroma a carne con verduras me abrió el apetito y salivé. La temperatura había bajado y me cubrí las piernas con una manta. 17


Cerré los ojos y procuré dormitar, aunque ahora el sonido de la batalla me lo impedía. Me levanté para irme a dormir cuando encontré a Ulises en la barandilla de la terraza de su casa. Como la vez anterior, vestía un traje parecido al de un astronauta. Sobre la cabeza llevaba de nuevo unos lentes oscuros. Sostenía en la mano un cohete. Se me quedó viendo unos minutos y luego me sonrió. —¿Y tú quién eres? —me preguntó. —¿Cómo que quién? Soy tu vecino. —Pero, ¿qué haces tan tarde en la azotea? —Lo mismo te debería preguntar. —Pero, ¿qué haces? —Veo las estrellas, soy astrónomo. —¿Astrónomo? —¿Y tú qué hacías? —insistí. —¿Yo…? Nada, aquí —volvió a extender los brazos y apuntó a la lámpara—. Juego. ¿Quieres ver mis naves? —Las he oído —resumí. Me acerqué porque siempre es tentador ver una colección de naves espaciales. Cuando era niño fantaseaba con tener un Halcón Milenario, ya saben; cruzar a velocidad de la luz desde la sala de la casa hasta el patio donde la nave tendría que evadir un montón de pantalones, blusas y sábanas puestas a secar. Ulises fue extrayendo una serie de cohetes espaciales de una caja plateada: transbordadores norteamericanos, impulsores rusos, Destructores Imperiales y varias Entreprises. También había otros que eran bastante raros como una cabina telefónica que no tardé en reconocer de Doctor Who. 18



—Están padres —le dije sin mentir. Los alineó sobre la lisa superficie del cemento y los iluminó con la lámpara. Unas mariposillas de la noche se acercaron al haz blanquecino. Observé con más cuidado al chico: intentaba calcular su edad, es una edad difícil de precisar. Llevaba el cabello no tan corto, crespo, la cara afilada. —Este me lo regalaron cuando cumplí siete años. Este me lo trajo mi abuela. Este lo vi en internet y me lo compraron. Este es mi exfavorito. Este se descompuso, pero este es el mejor de todos. El pequeño cohete estaba tallado en madera. De forma tosca imitaba la nariz de un transbordador, las alas desiguales a diferencia de los cohetes de plástico tenían motas de resistol. El color naranja que cubría el fuselaje se encontraba desteñido en la parte trasera. Al frente tenía una ventana y adentro, dibujado con lápiz, un piloto. Nuestras azoteas se encontraban muy cerca. Hubiéramos podido cruzar de un salto, pero era mejor no intentarlo. El chico extendió un brazo y me prestó el cohete. —Es bastante bueno —le mentí. Se lo regresé y lo acomodó con mucho cuidado junto a los demás. Luego se quedó mirándome como si esperara algo más, pero solo subí los hombros. —¿Y tú qué coleccionas? —quiso saber. —Nada. —¿Cómo que nada? Ha de ser muy aburrido eso. Asentí. De niño coleccionaba botellas de refresco. Era bueno en eso: llegué a tener cerca de 28 botellas distintas, algunas 20


me las habían traído mis tíos de otras ciudades. Cuando se lo conté, el chico apenas si esbozó una sonrisa y dijo: —Bueno, las botellas de Coca pueden ser un cohete a chorro. ¿Sabías que los cohetes los inventaron los chinos? —me dijo. Recordé los primeros cohetes que había visto, viejos bólidos de acero atados para siempre en un museo al aire libre en Houston y me pregunté cómo era que Ulises sabía información tan precisa. —¿Y cómo lo sabes? —Ah, es que lo leí en un libro que me dio mi papá. No tardó en volver con un ejemplar de pastas duras, rojas, con un gran logotipo de la nasa al frente. Lo hojeé y se lo regresé. Ahí estaba escrito todo lo que uno puede saber acerca de los cohetes, tenía además dibujos, mapas, esquemas. Con razón el chico era un astronauta en potencia. De niño yo había querido escribir historias y Ulises viajar en un cohete: sonreí porque ambas cosas eran, a fin de cuentas, lo mismo. Ya estaba por despedirme cuando me dijo: —Pero… ¿entonces tú has visto la Luna? ¡Eres un astrónomo! ¡Me debes ayudar! Estoy construyendo un cohete… —He visto la Luna millones de veces. —¿Y Marte? —Hasta Júpiter. —¿Y puedo verlo? —No creo que puedas —le respondí para detenerlo y evitar que saltara entre las casas—, mirar las estrellas es cosa de adultos. 21


Antonio Ramos Revillas, escritor

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iempre me han gustado los coches. Cuando era muy pequeño hacía muchos con plastilina que después acomodaba en una pista imaginaria de carreras que iba a lo largo y ancho de mi cama. Luego hice coches de verdad, con tablas, roles de acero y volantes. También me gustaba capturar grillos e insectos raros, jugar a la guerra en un baldío y ver telenovelas en la casa de mi abuela. Por lo demás, me agradan mucho las caricaturas japonesas y gracias a ellas he sido piloto de un avión robotech, he peleado junto a Mazinger Z contra los robots del Barón Hell, sé hacer un Kame-Hame-Ha y cuando jugaba con mi hermano a “las luchas” le aplicaba varios “cometas de pegasso”; también he ido a las montañas suizas junto a Heidi, Pedro y sus corderos y he visto pasar las nubes mientras el aire mueve el césped. Tal vez por eso empecé a contar historias: para acercarme a otros mundos que solo existían brevemente en mi imaginación. Leer y escribir han sido para mí un viaje por una pista imaginaria, larga y ancha como la cama de mi infancia.

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ISIDRO R. Esquivel, ilustrador

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ací en la Ciudad de México, mi madre se llama María y siempre me da buenos consejos, con ella viví en un bosque por algunos meses. El nombre de mi padre es Antonio, hace tiempo fue taxista, tengo sus manos o eso me parece. Tengo tres hermanas: Trinidad, la mayor, me despertó con un beso cuando era muy niño, es lo primero que recuerdo de ella; Elizabeth me regaló mi primer libro y la primer canción donde escuché una grosería, y Hogdalis me defendía de los niños que me molestaban en la primaria, siempre he admirado su fuerza. El tiempo ha pasado y mi familia creció. Hace veinte años Eli dio a luz a Diego, lo llamó así en honor a aquel muralista, luego llegó José Antonio, Antonio como su abuelo y Antonio como yo; siempre que estoy con ellos reímos mucho. Y un día llegó Silvia con sus ojos de niña y sus besos fríos, y su familia ahora también lo es mía. Cuando decidí ser ilustrador, todos me apoyaron. Ahora reciben con emoción los libros nuevos en los que trabajo. Por tantos regalos, besos y cariño, yo les devuelvo siempre dibujos.

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colección ecos de tinta

Para niños lectores

La guarida de las Lechuzas Antonio Ramos Revillas

Lotería de piratas Vivian Mansour

En el sur Christel Guczka

La risa de los cocodrilos María Baranda


MIL SOLES

leJANOS

se imprimió en el mes de octubre de 2017, en los talleres de Impresos Vacha, S. A. de C. V., Juan Hernández y Dávalos 47, Col. Algarín, C. P. 06880, Ciudad de México. En su composición tipográfica se utilizó la familia ITC Berkeley Oldstyle Std. Se imprimieron 3 000 ejemplares en papel bond ahuesado de 90 gramos, con encuadernación rústica. El cuidado de la impresión estuvo a cargo de Ediciones El Naranjo.


colección ecos de tinta

Para niños lectores

Ulises es un chico como todos los chicos del mundo: le gustan los viajes espaciales, las caricaturas y odia la sopa. Además tiene una colección de naves espaciales y a veces se enoja cuando sus papás no lo dejan jugar más tiempo en la calle. Sin embargo, Ulises tiene algo que lo distingue y que lo llevará a entablar una amistad con un astrónomo, a enfrentarse a sus padres y a descubrir lo que significa la libertad, esa palabra extraña que representa muchas otras cosas como alcanzar los sueños, desafiar los miedos y viajar a la Luna aunque se deba hacer frente a mil soles lejanos. Mil soles lejanos es la precuela de La guarida de las Lechuzas, novela escrita e ilustrada por los mismos autores. Ganadora del Premio Fundación Cuatrogatos, además forma parte de la lista The White Ravens. Antonio Ramos Revillas nació en Monterrey en 1977 donde estudió Letras Españolas. Ha obtenido varios premios nacionales e internacionales con sus libros para niños y adultos. Es promotor de lectura en el pnsl y también editor. Ha sido librero y maestro de educación para adultos. También es autor de Mi abuelo el luchador de El Naranjo. Isidro R. Esquivel nació en la Ciudad de México en 1982 en donde estudió Diseño de la Comunicación Gráfica y una especialidad en Ilustración. Su trabajo ha sido seleccionado en diversos catálogos. En 2017 fue incluido en la Lista de Honor de ibby en la categoría de ilustración. En Ediciones El Naranjo también ha publicado Diente de león.

ISBN 978-607-8442-49-2

www.edicioneselnaranjo.com.mx

9 786078 442492


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