Un diario sobre la identidad sexual Javier Malpica Enrique Torralba ilustraci贸n
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Dirección editorial
Ana Laura Delgado Cuidado de la edición
Sonia Zenteno
Revisión del texto
Rosario Ponce Diseño
Ana Laura Delgado Mabel Totolhua © 2009. Javier Malpica, por el texto © 2009. Enrique Torralba, por las ilustraciones Primera edición D.R. © 2009. Ediciones El Naranjo, S. A. de C. V. Cerrada Nicolás Bravo núm. 21-1, Col. San Jerónimo Lídice, 10200, México, D. F. Tel/fax + 52 (55) 56 52 1974 elnaranjo@edicioneselnaranjo.com.mx www.edicioneselnaranjo.com.mx ISBN 978-607-7661-03-0 Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio, sin el permiso por escrito de los titulares de los derechos. Impreso en México • Printed in Mexico
Un diario sobre la identidad sexual Javier Malpica Enrique Torralba ilustraci贸n
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18 de agosto de 1995 Querida Nina: Hoy fui a comprar este cuaderno con un dinero que le tomé prestado a Frida… tu hija. También me compré un gran helado, uno de vainilla. No estaba muy bueno. Regresé a la casa. Frida me dio una tunda por haberle tomado dinero. No le importó que le dijera que compré un cuaderno para la escuela. Aunque era mentira, ella no podía saberlo. Me castigó y tuve que ver dos horas de telenovelas contigo.
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“Siempre quise escribir un diario.” Ésas fueron las palabras de Nina unos meses antes morir. Tenía noventa años. Estaba postrada en su cama debido a una fractura en la cadera. La muy bárbara se había subido a la azotea de la casa de una vecina con la intención de impermeabilizar el techo. —Mamá, ¿por qué no le dijiste a tu amiga que llamara a un especialista? —la reprendió Frida (mi madre) con su natural tono de: “¿Por qué avergüenzas a la familia?”. —¿Y permitir que pagara por algo tan sencillo? Yo subí las montañas más altas del mundo. ¡Por Dios Santo! —Tú nunca has subido ninguna montaña. Ni siquiera has salido de esta ciudad. —Yo recorrí el Sahara con sólo una bolsa de dátiles en mi chamarra. —Lo que tú digas, mamá. Nina, mi abuela, no había sido una gran exploradora, ni mucho menos. El único desierto que conocía era el Desierto de los Leones, y lo más alto que había escalado en su vida era la Torre Latinoamericana (y lo había hecho en elevador, como cualquier persona con dos gramos de cerebro lo haría). Nunca fue a los Himalayas ni al Nilo, pero creía que los conocía. Tampoco se había tirado de un paracaídas, pero ella estaba más que segura de que lo había hecho. Nunca conoció al príncipe de Dinamarca, aunque juraba que había tenido un romance de miedo con él. Te lo diré claramente: mi abuela era una vieja loca. Nunca supimos el porqué de esa desbordada y alucinada imaginación. Nunca supimos cuándo fue que las tuercas de su cerebro se aflojaron sin remedio y perdió todo contacto con la realidad. Pero ese día que cayó de la escalera y se dio directamente contra unos
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arbustos —afortunadamente para ella, pero desafortunadamente para el precioso jardín de su amiga—, nos mandó llamar a mi hermana y a mí a su lado. La anciana estaba convencida de que unas pirañas (como te lo estoy contando) le habían mordisqueado la pierna y que no viviría mucho tiempo. —Jamás debí aceptar ese trabajo en el Amazonas. Nunca puedes confiar en los peces carnívoros. —Nina, te duele la pierna por la caída —le aclaró Claudia. —¿Y crees que no lo sé? Como sea. ¿Qué hacen aquí? —Tú nos mandaste llamar —dije con algo de temor. La verdad es que a veces me daba miedo la abuela. Nunca he sabido lidiar con locos, por muy de la familia que sean. Y con Nina no podías saber en qué momento su mente iba a montar una motocicleta y se iba a dirigir a toda velocidad rumbo a Fantasilandia. —Pues claro que los llamé. ¿Creen que olvido las cosas o qué? Los llamé para decirles algo muy importante. Algo que sólo ustedes pueden entender. Alguna vez se lo dije a su madre, pero siempre fue muy estúpida para entenderlo. Eso pasa cuando le regalas rosas a los tlacuaches. Y su madre será muy mi hija, pero es un tlacuache estúpido. No hay que escandalizarse ante este comentario de mi abuela. Hay familias ejemplares que pueden ser retratadas para la portada de una revista o para la etiqueta de un shampoo; familias en las que todos los miembros se llevan bien: todos tienen el cabello sedoso y sus casas están tapizadas con las hojas del manual de Carreño. Pero hay familias que son todo lo opuesto. Nada lindas; familias con el cabello descuidado, en las que las abuelas no tejen chalinas, ni las mamás cuidan celosamente del hogar; familias en las que la abuela llama estúpida a su hija y la hija desea en secreto el coma diabético de su madre. Así era mi familia. ¡Qué le vamos a hacer!
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Frida y Nina nunca se llevaron bien. Y nosotros nunca nos llevamos bien con Frida. Tal vez el odio es algo que se lleva en la sangre. Tal vez es algo que está en nuestros genes. Así que en el momento en que Claudia tenga hijos, estará en serio peligro de llamarlos estúpidos, si no por la genética, sí por aquello de seguir la tradición familiar. —¿Y qué secreto es ése, Nina? —preguntó mi hermana, orgullosa de no ser una estúpida ante los ojos de una persona tan cuerda. Yo temía que nuestra abuela loca quisiera revelarnos dónde estaba escondido el tesoro del rey Salomón, y que nos hiciera jurar que iríamos hasta el otro lado del mundo a buscarlo (con lo que me fastidiaba viajar), pero no, en vez de eso nos dijo lo del diario. —¿Un diario? —se me alcanzó a salir con un clarísimo tono de incredulidad. —No es una buena idea confiar en la memoria —explicó Nina—. Dicen que cuando recuerdas, lo que en realidad haces es recordar recuerdos. —¿Qué? —dijo Claudia un poco harta de oír locuras, aunque en realidad ella siempre se ha hartado fácilmente, no sólo con las locuras, sino casi con cualquier cosa que pruebe su paciencia. —Quiero decir que si quieres recordar la última vez que tuviste sexo con un brasileño, no recuerdas el sexo en sí, sino el último recuerdo que tuviste de esa relación. —Mi hermana y yo no pudimos evitar soltar una pequeña risa, la mención del sexo, o cualquiera de sus temas afines, siempre ha hecho que los niños ya sean de ocho u once años (como era nuestro caso) emitan risitas. A Nina esto no le importó, así que continuó—: Cada vez que recuerdas algo lo estás cubriendo con una capa de telarañas. Así que con los años, bailar tango se vuelve tan oscuro como un bosque cubierto por la niebla.
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Nina hizo una pausa y me pidió que le alcanzara su tónico (así le decía a su anforita con brandi). Recuerdo que hacía un frío terrible esa noche. Ella continuó: —Si hubiera llevado un diario y hubiera escrito sobre cada montaña que escalé o cada tango que bailé, ahora podría leerlo, podría verlo en mi mente y volvería a sentirlo todo de nuevo… Creo que la última vez que tuve sexo con un brasileño fue en Berlín… ya no sé si se siente algo en el estómago cuando tienes un orgasmo. No sé. ¿Tú lo sabes? —le preguntó directamente a Claudia, que no tuvo otra que mirarla con temor por unos dos segundos, tal vez deseando en su interior que le hubiera preguntado mejor por el clima. —No lo sé, Nina. Apenas tengo once años. La abuela nos ofreció de su tónico. Claudia no dudó en tomar un trago. A mí, francamente, el brandi nunca me ha entrado, lo supe desde esa primera vez, cuando tenía seis años, que la abuela (quién más) me ofreció un poco dizque para que dejara de llorar. Había visto Dumbo y no soporté que encarcelaran a la madre del cursi elefantito. —Háganme caso niños. Hay vidas, como la de su madre, que aburren hasta a Dios, ésas no merecen ni un párrafo en una revista de cocina. En cambio hay vidas tan maravillosas, como la mía, que deberían ser relatadas en un diario. Y así va a ser con ustedes. Yo lo sé. Sé que no son ordinarios… Lo sé. No dejen de escribir acerca de su extraordinaria existencia.
Un día después, comencé a escribir mi diario. No sé por qué. Siempre me fastidió escribir, para mí era como hacer la tarea de español. Pero también siempre fui muy impresionable. Cuando tenía
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ocho años podías decirme que los baños de leche podían quitarte los lunares y yo lo creía. De hecho lo creí, y Frida me dio una tunda monumental por desperdiciar tres litros de leche en mi absurda vanidad. “¿No sabes que hay niños en África que se mueren de hambre?”, me dijo la muy hipócrita. Nunca le importó que la gente muriera de hambre, así viviera en Zacatecas o Madagascar. Lo que le importaba era que no iba a tener leche para su dichoso pan francés de todas las mañanas. Yo, en cambio, tenía que vivir con mi horrible lunar en la mejilla. Bueno, pero lo que estaba diciendo es que yo era tan impresionable, sobre todo a los ocho años, que tal vez decidí empezar un diario tan sólo porque no quería olvidar, como mi abuela, si un orgasmo se sentía en el estómago (si es que llegaba el momento en que supiera qué demonios era eso). O tal vez fue lo que dijo Nina de que yo era extraordinario. Lo que sí sabía era que tenía un pequeño problema. Yo no tenía grandes eventos que recordar. No había subido montañas como mi abuela loca lo había hecho (aunque sólo hubiera ocurrido en su imaginación). No había bailado tango, ni había tenido sexo. Y a los ocho años tampoco estaba entre mis planes más urgentes averiguar sobre esas experiencias (ni la del baile, ni la del sexo). Esa tarde, me las ingenié para robarle unos pesos a Frida de la cartera. Fui a la papelería y escogí un cuaderno forma italiana de doscientas hojas con una preciosa portada color índigo. En la noche me encerré en mi cuarto y anoté en la portada del cuaderno: Para Nina. Ése sería el nombre de mi diario. Imaginé que todo se lo contaría a mi abuela la chiflada, la única persona que siempre tuvo fe en mí. Después lo abrí y escribí la primera fecha, y lo que sería el primer capítulo de esa extraordinaria vida que era la mía: 18 de agosto de 1995...
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Pero el gusto no me duró mucho. Bastó que anotara ese primer párrafo para convencerme de que eran las peores líneas que se hubieran escrito jamás en toda la historia de la literatura, y si no me crees regresa a la primera página y lo verás. Después de escribir tan maravillosos acontecimientos, pensé que Nina no sólo alucinaba con los Alpes y exploraciones submarinas, también alucinaba al creer que mi vida era digna de ser contada. Ya me veía convertido en un anciano decrépito, acomodándome los anteojos, leyendo esas palabras y sintiendo una vergüenza tal que me haría saltar por la ventana para así terminar con tan emocionante existencia. Pero cuando uno recibe una humillante tunda por un cuaderno con un color tan nostálgico, no queda otra que darle otra oportunidad, no sólo al cuaderno, sino a la vida gris y abominable que le ha tocado en suerte. Tal vez al día siguiente ocurriera algo grande, tal vez al día siguiente me encontrara con un extraterrestre, tal vez un oso polar atacara la escuela o tal vez Bono —mi máximo ídolo— apareciera por la calle firmando autógrafos. Pero al día siguiente nada de esto pasó, así que decidí esconder el cuaderno y esperar hasta que algo verdaderamente emocionante me ocurriera.
Casi diez años tuvieron que pasar para que me armara de valor; hurgara entre mis cosas del clóset y tomara otra vez ese cuaderno. Este cuaderno. Ya no tiene doscientas páginas (alguna vez tomé unas hojas para apuntar teléfonos y recetas), pero el color índigo sigue igual de brillante. En la portada aún encontré esa dedicatoria: "Para Nina". Quién lo diría. Diez años después. Justo cuando estoy por cumplir los dieciocho. Y es que creo que ahora sí tengo algo que contar.
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D ía en que te cuento sobre mi verdadera naturaleza i
Soy mujer. ¡Ya lo dije! ¡Por fin se lo he confesado a alguien! Y ni te escandalices, porque si no es a ti entonces a quién se lo cuento. A quién. Tú dime. Además, es absurdo que un diario se sorprenda (aunque no haya tenido noticias de uno en diez años). Para eso está. Para escuchar las cosas más terribles y pantanosas, y esto cuando mucho tendrá un poco de lodo. Bueno. Tengo que reconocer que yo mismo me he ruborizado un poco al confesártelo. Pero creo que es natural. No es fácil decir que uno es mujer, cuando toda su vida ha cargado con una anatomía masculina y el nada femenino nombre de Eduardo. Y claro, tú te preguntarás cómo es que de pronto, a los casi dieciocho años, este bruto se vino a dar cuenta de algo así. Pues para que te lo sepas, esto no es nuevo, no podría ser nuevo. Es algo más viejo que tú. Y eso que tú también tienes tus años. El caso es que esto que te digo es algo que he cargado por mucho tiempo y que no me había atrevido a enfrentar, pero que ahora reconozco plenamente. Es algo que supe casi desde que nací. O al menos desde ese día memorable. Tal vez por ahí debí haber empezado. Por ese primer recuerdo. Si mi abuela pudiera escucharme, le daría otro coma diabético.
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Para Jóvenes Lectores
Los personajes de esta novela no
son
exactamente
estereotipos.
Nina, la abuela, no es la típica anciana dulce y cariñosa; Frida no es una madre ejemplar; a Claudia, la hermana, le gusta el futbol y tiene la rudeza de la que carece Eduardo, el protagonista, o ¿debiéramos decir la protagonista? Sí, Eduardo sabe que es una mujer en un cuerpo de hom-bre, e incluso ha escogido un nuevo nombre: Victoria. Esto y todo lo que le sucede es lo que le platica a su diario y que tú podrás leer. Para Nina es una novela que defiende el derecho a ser lo que somos, un relato que nos remite a lo profundamente humano, que invita a expandir los límites de nuestra experiencia y que nos lleva a comprender nuestras contradicciones como humanos.
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