Para el abuelo, que es una nube.
Esta publicación fue realizada con el estímulo del Programa de Apoyo a la Traducción (protrad) dependiente de instituciones culturales mexicanas.
Título original, Supergigante © Planeta Tangerina, Carcavelos, Portugal, 2014. Esta edición se publicó bajo la licencia de Editora Planeta Tangerina, Portugal. Todos los derechos reservados. Dirección editorial: Ana Laura Delgado Cuidado de la edición: Graciela S. Silva Formación: Raquel Sánchez © 2014. Ana Pessoa, por el texto © 2014. Bernardo P. Carvalho, por las ilustraciones © 2016. Paula Abramo, por la traducción Primera edición en español, octubre de 2016 D. R. © 2016. Ediciones El Naranjo, S. A. de C. V. Avenida México 570, Col. San Jerónimo Aculco, C. P. 10400, Ciudad de México. Tel. +52 (55) 5652 1974 elnaranjo@edicioneselnaranjo.com.mx www.edicioneselnaranjo.com.mx ISBN: 978-607-8442-30-0 Queda prohibida la reproducción parcial o total, directa o indirecta del contenido de la presente obra, sin contar previamente con la autorización expresa y por escrito de los editores, en términos de la Ley Federal del Derecho de Autor, y en su caso de los tratados internacionales aplicables. La persona que infrinja esta disposición se hará acreedora a las sanciones legales correspondientes. Impreso en México / Printed in Mexico
Corro y no avanzo. Es como si estuviera dentro de un sueño: huyendo de un perro que ladra y saca los dientes, con la baba escurriéndole del hocico porque tiene rabia o sed o tal vez hambre, y no es precisamente un perro, sino un perro monstruoso. Corro y el monstruo se acerca cada vez más, cuatro patas pisándome los talones, un hocico resoplándome en la espalda, y quiero correr y no puedo, digo: ¡Corre!, pero mis piernas no corren, y de pronto me despierto y no pasa nada, estoy en mi cuarto volteado contra la pared y no hay ningún perro, nadie me persigue, tengo puesta la pijama de estrellitas con mangas que me quedan cortas y todo sigue como antes, mi mochila en el suelo, mi chamarra en la silla, menos mal, ¡qué alivio! Pero no, en este momento no tengo puesta mi pijama de estrellitas y no todo sigue como antes, tengo mi playera negra con el símbolo de inflamable y estoy corriendo en serio, con la cara muy seria, como si estuviera concentrado en algo, y realmente estoy concentrado en esto de correr, porque no avanzo y quiero avanzar, siento un miedo a no sé qué en la garganta, algo pulsa, pum-pum, pum-pum, y escucho la voz de mi entrenador: Inhala primero y exhala después. Intento inhalar primero y exhalar después, pero no lo logro. Un brazo tras otro, una pierna tras otra y nunca miro atrás, está prohibido mirar atrás, porque si miro atrás se va a
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acabar todo, y cuando digo todo me refiero a todo, realmente todo: estos edificios, estos coches, la gente en los balcones y también mi abuelo que es una nube, mi mamá, mi papá, mi hermana, el Pelón, Julio y Joana y la escuela y todas esas cosas de la vida, se va a acabar todo, por eso corro siempre hacia adelante y no miro nunca atrás. A los lados, sábanas muy blancas me hacen señas desde los tendederos y de repente ya no hay nadie en esta calle, solo yo y mis pies que son enormes y se escuchan en todas partes, mis pies por todas partes, al final del camino, dentro de las casas y también dentro de los coches que quedaron atrás. Estoy solo en el camino. Mi cuerpo y yo completamente solos. Pero no. No estamos solos. Corro y veo a un hombre que tiembla a lo lejos por el calor. Lleva una boina en la cabeza y parece cojear ligeramente. Me mira con cierto asombro, porque tal vez nunca ha visto a nadie correr así. Yo tampoco he visto a nadie correr así. El hombre se detiene y observa cómo me acerco. Yo corro y, desde la perspectiva del hombre, soy cada vez más grande, soy enorme, soy supergigante y, ahora sí, paso frente al hombre que sigue viéndome correr. Este chico va lejos, piensa el hombre. Y no se equivoca. Este chico va lejos.
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Corro y dejo atrás al hombre, dejo todo atrás, todo todo atrás: los edificios, las sábanas que cuelgan de las ventanas, mi hermana, mi mamá, mi abuelo que es una nube, mi prima Raquel, mi tía Dulce, la mesa del comedor y mis primos que son unos cochinos, el Pelón y Julio, mi entrenador de hándbol, las olas en las rocas, el estacionamiento, la escuela, Joana. ¡¿Joana?! Sí, también dejo atrás a Joana. Dejo todo atrás y sigo siempre adelante. Un camino siempre hacia adelante. Corro y paso frente a una zapatería, frente a una carriola, frente a un coche azul mal estacionado, frente a un perro feo con el cuerpo muy chico y los ojos muy grandes, frente a una pared blanca donde alguien escribió ¡Yo estuve aquí!, aunque no leo la frase, no veo la pared blanca, ni los coches que pasan, ni la gente, ni las vitrinas de las tiendas, el chico siempre mira hacia adelante, corre siempre hacia adelante y va cada vez más lejos. En este momento, los ojos del chico están rojos. Tal vez estén cansados de correr contra el sol, contra el viento, contra el pasado o tal vez contra el futuro, no lo sé realmente. O tal vez no se trata de nada de eso. Quizá los ojos del chico estuvieron llorando hace poco. Sí, es posible. De hecho es bastante probable. Los ojos del chico estuvieron llorando hace poco y eso no tiene nada de malo, llorar forma parte del todo y atrasa el reloj, uno gana unos segundos, todo se vuelve más lento, y eso está bien.
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La nariz del chico también forma parte del todo y es igualita a la nariz de su papá, lo cual es injusto, porque yo no escogí la nariz de mi papá. La que escogió la nariz de mi papá fue mi mamá, y yo no tengo nada que ver con eso. Tengo esta nariz gracias a un gran misterio llamado genética. Una gran injusticia llamada genética. Corro y paso frente a una mujer que me sonríe y dice: ¡No dejes escapar esta oportunidad! Es una sonrisa falsa y una frase falsa, porque esa mujer es un anuncio publicitario al borde del camino, es una mujer enorme y yo acelero el paso. No sé si eso tiene algo que ver con la mujer, pero creo que no. Quiero llegar a algún lugar y tengo prisa. No voy a ser el último en llegar, voy a ser el primero. Yo soy el perro que ladra y saca los dientes. Soy un monstruo y tengo rabia o hambre o tal vez sed. Persigo algo, pero no sé bien qué, y eso es raro. Es como si hubiera llegado tarde a mi propia historia y quizás eso fue precisamente lo que pasó: llegué tarde. Mi historia ya va a la mitad. Siempre es así. Las historias siempre van a la mitad y yo tengo prisa por llegar al final. No sé contar historias. Mi abuelo sí que era bueno para contar historias. Abría los brazos sentado en la cabecera de la mesa, mi abuelo parecía entonces muy alto, como el Cristo Rey: Una vez vi un rinoceronte. Uno inmediatamente se enganchaba, y en esos tiempos yo ni sabía qué era un rinoce-
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ronte, pero el nombre ya me imponía cierto respeto: seguro que era un animal grande y peligroso. Mi abuelo contaba historias y yo me chupaba el dedo. Me chupé el dedo hasta muy grande, no voy a decir hasta cuándo. Me da vergüenza. Ya desde esa época me daba vergüenza y me chupaba el dedo a escondidas. Corro y tengo prisa por llegar al final. Al final todo se acaba, solo sigue el viento. El viento y las rocas, que siempre son los últimos, nunca se acaban. Es más fácil ver el final que el principio. Yo, por ejemplo, no me acuerdo de mi principio. Nadie se acuerda de su principio. Eso también es raro. De pronto, cuando nos damos cuenta, ya estamos sucediendo, ya vamos a la mitad, ya somos una persona. Tenemos mocos, nos chupamos el dedo, nos metemos todo a la boca: tierra, arena, zapatos. Nadie conoce realmente el principio de todo esto. El principio de la vida. El principio del universo. El principio del tiempo. Bla, bla, bla. Llegamos tarde. Llegamos al último. Un día mi mamá me miró por el espejo retrovisor y me dijo: Hijo, tienes que empezar por el principio. Estábamos en el coche: yo atrás y mi mamá adelante. Yo miraba a mi mamá y mi mamá me miraba a través del retrovisor. Era chistoso ver los ojos de mi mamá repetidos en el retrovisor. Mi mamá miraba hacia adelante y hacia atrás al mismo tiempo.
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Este es mi recuerdo más antiguo, pero no es mi principio. Yo le contaba algo, una historia muy larga. Se la contaba se la contaba se la contaba, estaba muy entusiasmado. Bla-blabla-bla-bla, era una auténtica máquina de contar historias. Cuando finalmente me callé, mi mamá me miró con sus ojos repetidos en el retrovisor y dijo: Hijo, tienes que empezar por el principio. Nunca he olvidado eso. Yo nunca empiezo las historias por el principio. Siempre las empiezo por el final. Si contara esta historia, la empezaría por el final. Diría: Al final, mi abuelo se murió.
Fin
El final es el principio de otra cosa.
Ana Pessoa
Escritora
Nací corriendo una madrugada de 1982, tenía prisa. Creían que iba a llegar tarde, pero al final me adelanté. Cuando era pequeña, corría con los pies chuecos, pero después me fui al campo y ya nadie me detuvo. Siempre me ha gustado caminar por mi propio pie. Hoy en día sigue siendo así: voy a pie a todos lados. En las clases de educación física, mi ejercicio preferido era trotar en el calentamiento. Mi cuerpo estaba caliente y frío al mismo tiempo, la cancha de futbol era muy larga. Al correr me imaginaba que era un leopardo. Tenía una larga cola y recorría la sabana a 50 km por hora. Gracias a mis cuatro patas y a mi cuerpo y a mis manchitas, me gané varias medallas en campo traviesa. Era rápida y resistente. Ahora ya no tengo esa larga cola y solamente corro para alcanzar el autobús o alguna historia que se me esté escapando. Desde pequeña escribo con gran alegría. Llegué a Bruselas en 2007 y abrí un blog (belgavista.blogspot.com), donde he escrito notas aceleradas. En 2012 publiqué mi primer libro, El cuaderno rojo de la chica karateka. En 2014, una historia Supergigante me tomó de la mano y me tuvo corriendo tras ella dentro de mi cabeza.
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Bernardo Carvalho
Ilustrador
Mi mamá me decía destrabado (sin trabas). Me encantaba correr y solía regresar corriendo de la escuela, no sé bien por qué. Los perros callejeros me veían pasar corriendo y empezaban a perseguirme y yo corría aún más deprisa. Me daba muchísima vergüenza que las demás personas me vieran correr así, porque podrían pensar que corría para escapar de los perros, lo cual también era bastante cierto, pero la mera verdad es que yo empezaba a correr antes de correr para huir de los perros. Corría tanto, que sentía que la mochila se me separaba de la espalda (en vez de darme patadas en el trasero con el peso de los libros, volaba detrás de mí, sostenida nada más por los tirantes, ¿te ha pasado? Yo creía, y sigo creyendo, que yo era el único que podía alcanzar tanta velocidad como para que se diera este fenómeno, por eso sería normal que no te hubiera pasado). Normalmente yo era más rápido que los perros, porque muchas veces ellos se daban por vencidos al fondo de la calle. Pero había días que no se daban por vencidos y yo tenía que meterme corriendo en alguna cafetería; una vez me metí corriendo en una escuela de manejo. Sentía mucho más vergüenza que cansancio. Dos veces me alcanzaron (los perros). Todavía hay ciertas calles en la ciudad de Parede por las que no me atrevo a pasar por culpa de los perros. Extraño correr. Todos los días.
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Paula Abramo
Traductora
Cuando era chica, allá por los años 90, correr me daba tos y no me gustaba nada. Prefería subirme a los árboles y a los cerros, porque vivía en el campo. Disfrutaba viendo desde arriba cómo la vida corría debajo mío, sin mí, como si yo estuviera en otro planeta y eso me diera superpoderes de observación. Arriba, todo sucedía en otra velocidad y podía ver sin ser vista. Ahora ya no tengo mucho tiempo para subirme a los árboles. Estoy abajo, escribiendo, trabajando y corriendo junto con la vida de las demás personas. Es bonito, también, sentir el cosquilleo de la prisa. Corro y camino por una ciudad acelerada, donde cientos de cosas suceden al mismo tiempo y, al mismo tiempo, nunca hay suficiente tiempo para nada. Pero cuando escribo poemas, o cuando me pongo a traducir (mientras mis manos corren como arañas presurosas sobre el teclado, retejiendo las palabras que otra mente tejió antes que yo), es como si de nuevo estuviera sobre los árboles, observando la vida, sin ser vista. Con este pequeño truco he podido traducir del portugués unos 30 libros, y escribir un librito de poemas titulado Fiat Lux.
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colección ecos de tinta
Para jóvenes lectores
Nada detiene a las golondrinas Carlos Marianidis
Adiós a los cuentos de hadas Elizabeth Cruz Madrid
Ella trae la lluvia Martha Riva Palacio Obón
Tristania Andrés Acosta
se imprimió en el mes de octubre de 2016, en los talleres de Impresos Vacha, S. A. de C. V., Juan Hernández y Dávalos 47, Col. Algarín, C. P. 06880, Ciudad de México. En su composición tipográfica se utilizó la familia ITC Leawood. Se imprimieron 3 000 ejemplares en papel bond ahuesado de 90 gramos, con encuadernación rústica. El cuidado de la impresión estuvo a cargo de Ediciones El Naranjo.
colección ecos de tinta
Para jóvenes lectores
Édgar atraviesa por el día más triste y el más feliz de su vida: su abuelo ha muerto y Joana le ha dado su primer beso. Abrumado por las sensaciones de pérdida y euforia, sintiéndose a la vez afligido y en las nubes, el protagonista simplemente empieza a correr. Mientras Édgar corre, puede expresar sus sentimentos y organizar sus ideas. También se cuenta a sí mismo su historia: recuerdos, imágenes, diálogos y encuentros corren por su mente en este día, un día con facetas sombrías y luminosas que marcará un paso decisivo en su trayecto hacia la madurez. Conforme avanza, Édgar se vuelve cada vez más grande. Llegado un punto, ya no cabe dentro de su propio cuerpo. Es una explosión continua. Es supergigante. Ana Pessoa nació en Lisboa en 1982, vive en Bruselas en donde trabaja como traductora. Su obra ha sido distinguida con premios en Portugal, España y Brasil. Supergigante fue seleccionado en 2015 como parte del catálogo White Ravens. También es autora de El cuaderno rojo de la chica karateka. Bernardo P. Carvalho nació en Lisboa en 1973, estudió Diseño y Comunicación en la Facultad de Bellas Artes de la misma ciudad. Es uno de los cofundadores de la editorial portuguesa Planeta Tangerina. Ha recibido reconocimientos por su trabajo en Portugal, Corea y Venezuela.
ISBN 978-607-8442-30-0
9 786078 442300