El velo de Helena

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de

H E LE N A


Dirección y edición: Ana Laura Delgado Asistencia editorial y diseño: Raquel Sánchez Corrección: Sonia Zenteno y Rocío Aguilar Chavira

© 2019. María García Esperón, por el texto © 2019. Claudia Navarro, por las ilustraciones Primera edición, septiembre de 2019 D. R. © 2019. Ediciones El Naranjo, S. A. de C. V. Avenida México 570, Col. San Jerónimo Aculco, C. P. 10400, Ciudad de México. Tel. +52 (55) 5652 1974 elnaranjo@edicioneselnaranjo.com.mx www.edicioneselnaranjo.com.mx ISBN: 978-607-8442-73-7 Queda prohibida la reproducción parcial o total, directa o indirecta del contenido de la presente obra, sin contar previamente con la autorización escrita de los editores, en términos de la Ley Federal del Derecho de Autor, y en su caso de los tratados internacionales aplicables. La persona que infrinja esta disposición se hará acreedora a las sanciones legales correspondientes. Impreso en México / Printed in Mexico


María García Esperón Cl audia Navarro

ilustración

E L v EL O

de

H E LE N A



I Me llamo Helena. Soy la princesa de Esparta. Mi madre es la reina Leda y mi padre Tíndaro, pastor de hombres. Mis hermanos son Clitemnestra y los gemelos Cástor y Pólux, los tres, mayores que yo. Sin embargo, todos dicen que soy la hija de Zeus. Que mi madre, en el templo, fue visitada por el dios con la forma de un hermoso cisne. Son historias que de tanto repetirse acaban por creerse. A los dioses les gusta transformarse. Siempre nos han advertido que seamos amables con los mendigos, pues Apolo, Hermes y también Zeus acostumbran disfrazarse de limosneros para probar si los humanos cumplimos con las reglas de la hospitalidad. Si no lo hacemos, los dioses nos envían horrendos castigos. Hija o no de Zeus, lo cierto es que soy la preferida de mis padres y por unas razones que aún no comprendo, seré la reina de Esparta en breve, en vida de mis progenitores y por encima de mis hermanos.

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Desde que tengo uso de razón oigo alabar mi belleza. Y yo me pregunto si verdaderamente es algo que me pertenece, si es algo mío, algo que forma parte de mi ser, como mi nombre, mis sueños y este miedo que no me abandona desde aquel día en que yo tenía trece años y fui sola al altar de Ártemis a consagrarle mi única muñeca. Sola. Así tenía que ser, dijeron. Era un ritual raro que únicamente se practicaba de esa manera en Esparta. No me gusta acordarme de eso. Aunque fui rescatada por mis hermanos y no sufrí violencia física, yo todavía era una niña que no quería dejar de jugar con muñecas y por ir sola al altar de Ártemis, fui raptada por ese violento muchacho, Teseo, con la ayuda de su amigo Pirítoo. No les importó que yo llorara y les implorara que me dejaran en paz, que me devolvieran a mi casa, a mis padres. Teseo me subió a su caballo como a un fardo, mientras Pirítoo le guardaba las espaldas. Galopaban locamente y se reían como si estuvieran en las glorias del Olimpo. Yo golpeaba con fuerza el pecho de Teseo para que me soltara, pero él era tan duro e inmisericorde como un muro. Estaba tan asustada que perdí el conocimiento y cuando desperté me encontraba en una casa extraña. Una mujer alta me miraba con rostro de preocupación. Era Etra, la madre de Teseo. Escuché que lo reconvenía, que le reprochaba que hubiera llevado a su casa a la hija del rey de Esparta.

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—¡Es Helena, madre! La mujer más hermosa del mundo. La hija de Zeus. —No es una mujer. Es una niña. Es tan hija de Zeus como tú eres hijo de Poseidón. Su padre es el rey de Esparta y lo has ofendido. ¿No te das cuenta, insensato? —En poco tiempo será una mujer y yo la desposaré. Por eso la he traído a tu casa, madre, para que bajo tu guía se convierta en la mujer idónea para mí. —Has atraído la desgracia sobre nuestro techo. Sus hermanos, Cástor y Pólux, tienen fama de guerreros formidables. Arrasarán nuestros campos, destruirán nuestra casa. Convertirán a tu madre en esclava de Esparta. Te matarán. —Yo te defenderé. Y a Helena. Sabes bien que no estoy destinado a morir joven. El oráculo lo ha dicho, ¿recuerdas? Yo lloraba todas las noches y no sé si estuve prisionera en casa de Teseo un mes o una semana, porque el miedo había colocado velos en mis ojos y oídos impidiéndome escuchar y mirar. Etra no se separaba de mí, decía que para evitar que su hijo me hiciera daño. Me tranquilizaba prometiéndome que pronto regresaría a mi hogar en Esparta. Me contó que el padre de Teseo era el rey de Atenas, Egeo, pero que su hijo no lo conocía y que algún día, tal vez muy pronto, el joven iría a visitar a su padre y sería su heredero. Yo no quería ni verlo, pues se había comportado conmigo como lo haría un lobo con una oveja. Pero una tarde que Etra

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estaba tratando unos asuntos con su despensero, Teseo llegó a la habitación donde yo me encontraba ayudando a las mujeres a hilar la lana para ese invierno. Se sentó a mis pies, sobre una piel de carnero que estaba extendida en el suelo, tomó la orla de mi vestido y la llevó a sus labios, depositando un respetuoso beso. —Perdóname, Helena. Su mirada era tan triste y se veía tan sinceramente apenado, que me confundió. Teseo tenía entonces quince años, aunque aparentaba cinco más. Pero en ese momento, su rostro era el de un niño. —Pronto iré a Atenas, a conocer a mi padre Egeo. Debo demostrarle, con mis hechos, que soy verdaderamente su hijo. —¿Y por eso me raptaste? —le dije, súbitamente enojada. —No. O tal vez sí. Las mujeres bellas son el premio de los héroes. Y tú eres la más hermosa entre todas. Teseo me contemplaba arrobado. Yo ya había visto esa mirada en los ojos de los jóvenes de Esparta. Pero en ese entonces no entendía. (Me pregunto si entiendo ahora o si jamás entenderé). —Ven conmigo, quiero mostrarte algo —me dijo después de un breve silencio. —No lo haré. No quiero que me dañes. —Te he pedido perdón. No tocaré uno solo de tus cabellos. Quiero mostrarte quién soy y por qué me atreví a arrancarte de Esparta.

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Accedí. Me levanté de la silla y abandoné la rueca. Las mujeres no mostraron alarma alguna. Era su príncipe, el nieto de su rey, Piteo, padre de Etra, y todas lo habían visto crecer. Seguí a Teseo, salimos de la casa de su madre y llegamos a un bosquecillo, en el que destacaba una enorme piedra. Para mi sorpresa, el esbelto muchacho apoyó sus manos en la piedra y la desplazó, dejando al descubierto un arcón de bronce. —Se supone que yo no debía mover esta piedra sino hasta cumplir los dieciséis años. Pero escuché la historia una vez, mi abuelo Piteo se la narraba al héroe Hércules, que visitó nuestra casa. —¿A qué historia te refieres? —le pregunté, movida por la curiosidad y asombrada de su enorme fuerza. —Mi padre, Egeo, no quiso que yo creciera a su lado para protegerme de sus enemigos porque ellos ambicionaban el trono de Atenas. Y dejó confiadas a mi madre y a mi abuelo estas prendas. Teseo abrió el cofre. En el interior había una espada y unas sandalias. Tomó la espada en su mano y con una gran reverencia besó su empuñadura. —Es la espada de mi padre. Son sus sandalias. El rey de Atenas, Egeo glorioso. Cuando llegue el momento, calzaré las sandalias y ceñiré la espada y me presentaré ante mi padre en Atenas. Él estará orgulloso de mí, sobre todo cuando le diga

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que mi prometida es la princesa Helena de Esparta, la más bella de la Tierra. Guardé silencio. Comprendí, aunque era muy joven, que Teseo no estaba enamorado de mí, ni lo había estado de nadie, que era todavía un niño y que su mayor deseo era ser reconocido por su padre y, aunque nunca lo admitiera, amado. Me dio lástima. Yo había crecido en un hogar lleno de afecto. Mis padres se habían querido mucho y mis hermanos varones siempre me defendían. Quizá Clitemnestra era algo fría, pero el cariño que yo recibí de mi padre siempre me acompaña y ha sido como un escudo para mí. Para Teseo, en cambio, su padre era una ausencia o una herida. Devolvió las prendas al cofre y volvió a mover la piedra. Regresábamos al palacio cuando escuchamos gritos. Pirítoo, a quien no había yo vuelto a ver, nos alcanzó corriendo. —¡Han llegado Cástor y Pólux! Reclaman que les devuelvas a su hermana. Quieren matarte. La afligida Etra venía detrás de Pirítoo y me tomó de la mano. Me llevó a las habitaciones de las mujeres y desde ahí escuché chocar los bronces. Los gritos de los hombres a ratos parecían aullidos de dolor y a ratos exclamaciones de gozo. Después, un silencio y el murmullo de una conversación pausada. Al parecer habían llegado a un acuerdo y estaban discutiendo las condiciones de un pacto. Regresé a Esparta escoltada por mis hermanos y con unas mulas que cargaban trípodes, mantos tejidos primorosamente,

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y copas. Etra y Teseo los habían ofrecido como compensación por la ofensa que el príncipe había hecho al rey de Esparta al raptar a su hija. De vuelta a mi ciudad, al pasar frente al altar de Ártemis busqué con los ojos mi muñeca. Fue inútil porque no estaba. La diosa, sin duda, se la había llevado a su bosque consagrado y yo no volví a tener otra.

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II Nadie puede detener al destino. El mío sería elegir entre los jóvenes príncipes aqueos a quien deba convertirse en mi esposo. Y yo, ¿quiero un esposo? —No se trata de lo que tú quieras, —me dijo mi madre— sino de lo que tu padre ha decidido. —Yo en tu lugar, estaría feliz —intervino mi hermana. No tenemos mucho en común. Somos diferentes en complexión y rostro. Ella tiene los cabellos negros como Tíndaro y los ojos ámbar, como Leda. Yo soy rubia y tengo los ojos azules, no hay nadie así en la familia. “Clitemnestra es la sombra, tú eres la luz”, solía decir mi madre. Ella es alta como un pino joven mientras que mi cabeza llega a la altura del corazón de mi padre. —A mí no me dejaron elegir —dijo Clitemnestra. Era verdad. Nuestro padre la había destinado como esposa a Agamenón, el rey de Micenas. Él vendría por ella y se la llevaría a su ciudad. Todos decían que era rica en oro. Clitemnestra, entonces, se marcharía de la casa en que crecimos, mientras que

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yo me quedaré en Esparta, seré la reina en algunos años y el príncipe que elija será el rey. No conocía a ninguno, aunque de todos había oído contar hazañas. Eran los hijos de la generación de héroes que se había embarcado en la nave Argos para conquistar el vellocino de oro. Argos. De niña adoraba que me contaran esa historia. Cómo el héroe Jasón, acompañado de los más valientes jóvenes de la Hélade, había logrado vencer a un monstruo espantoso, a un dragón que comía carne humana, para conquistar el vellón de oro de un carnero divino. Y que, en esa empresa, lo había ayudado una mujer fascinante que también era una maga. Se llamaba Medea. Se había enamorado de él y traicionado a su familia para seguir los pasos de Jasón. ¡Los argonautas… los navegantes del Argos! Peleo, Atreo, Laertes, Oileo, Hércules, Orfeo y hasta una mujer, la cazadora Atalanta… Y eran los hijos de esa generación de héroes los príncipes entre los que yo elegiría un esposo. Quizá Aquiles, hijo de Peleo, el príncipe de los mirmidones, era el más famoso. Todos hablaban de sus extraordinarias aptitudes para la guerra, de sus largos cabellos, de sus veloces pies. Su madre era una diosa del mar, Tetis. Se contaba que para hacerlo inmortal ella lo había sumergido en la laguna Estigia cuando era un niño, sosteniéndolo del talón, por lo que esta era su única parte vulnerable. Podía creerse o no. ¡De mí y de mis hermanos se contaba que habíamos nacido de un huevo!

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Aquiles era hermoso como un dios y apasionado como un hombre. Menelao era hijo de Atreo y hermano de Agamenón. Micenas era, si cabe decirlo, la ciudad más poderosa de la Hélade. Sobre la familia pesaba una maldición, pues uno de los abuelos, Tántalo, había matado a su propio hijo y lo había servido como comida en un banquete. Y también porque el mismo Atreo había intentado matar a su hermano Tiestes. Pero Menelao y Agamenón eran inocentes de esos hechos de sangre y por sus cualidades y conducta parecía que habían llegado a renovar la casa de los Atridas. Si yo eligiera a Menelao, Esparta y Micenas quedarían unidas por partida doble, pues mi hermana Clitemnestra, como ya he dicho, sería la esposa de Agamenón. Odiseo es el príncipe de Ítaca. Una isla áspera gobernada por el héroe Laertes y su esposa Anticlea. Se dice que el abuelo materno de Odiseo, el anciano Autólico, podía convertirse en lobo. Tenía muy mal carácter y vivía en Arcadia, alejado de la familia. Odiseo es el príncipe más inteligente de todos y famoso por sus estratagemas y ocurrencias. También es el más pobre, debido a que su isla es árida, estéril. Es el preferido de mi padre; si por él fuera, elegiría a Odiseo sin concurso alguno. Porque lo que más valora Tíndaro es la inteligencia de los hombres. Diomedes es el príncipe de Argos, hijo del héroe Tideo, quien luchó en la famosa guerra de Tebas y que, para horror de la diosa Atenea, su protectora, sorbió los sesos de su enemigo

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Melanipo. Dicen que por eso murió, porque la diosa, asqueada, ya no quiso ayudarlo. Diomedes, muy joven, casi un niño, tuvo que ir a pelear a Tebas en lugar de su padre y fue de los que derribaron los muros de la ciudad. Áyax es príncipe de Salamina, hijo de Telamón y primo de Aquiles. Es muy alto y fuerte y había participado en la cacería del jabalí de Calidón, que tanta mortandad sembrara en esa ciudad, por castigo de Ártemis. Idomeneo es el príncipe de Creta. Es nieto del gran rey Minos y es célebre por su agilidad en la tauromaquia o lucha acrobática con el toro. Ha sido pintado en los frescos de los palacios cretenses con sus largos rizos negros cayéndole por la espalda y su espléndida figura de atleta. Es un rey poderoso porque Creta tiene cien ciudades y sobre todas impera el gran Idomeneo, alguna vez llamado “príncipe de los lirios” y ahora “señor del laberinto”. Filoctetes es el hijo del rey Peante, de Melibea. Dicen que es el más grande arquero de Grecia y que su arco y flechas, que siempre recupera, son regalo de Hércules. El gran héroe se los dio como un legado y un premio el mismo día de su muerte, cuando atormentado por dolores infinitos, quería matarse debido al veneno que le administró su esposa Deyanira a través de una túnica que se le adhirió al cuerpo. Hércules levantó una pira enorme para que abrasara su cuerpo glorioso, vociferaba pidiendo que alguien, por compasión, prendiera fuego a la pira y el único que tuvo valor de hacerlo fue el joven Filoctetes.

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Por eso heredó su arco, por eso recibió esas flechas. Me pregunto si todos los regalos de los dioses serán una bendición. *** Mi madre había sostenido largas conversaciones conmigo tratando de explicarme por qué los jóvenes caudillos de la Hélade pretendían que yo fuera su esposa, los motivos por los que estarían dispuestos a desplazarse desde sus ciudades hasta Esparta y cómo rivalizarían en la magnificencia de sus regalos. Yo no entendía la razón por la que Clitemnestra no tendría esta clase de halagos y simplemente se casaría con Agamenón. Ni tampoco por qué se tomaban tanto trabajo por mí. —Porque tú eres la hija de Zeus —había zanjado mi madre—. Medita sobre quién podría ser el elegido de tu inteligencia y de tu corazón. Cuando los veas, uno por uno, lo sabrás.

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III Elegí a Menelao. No sé bien por qué lo hice. Pude haber escogido a Aquiles, que era hermoso como un sueño y tenía sangre divina. O a Odiseo, para agradar a mi padre. O a Idomeneo, para reinar sobre las cien ciudades de Creta… Tal vez el hecho de que Clitemnestra desposara a Agamenón fue lo que dirigió mi voluntad para escoger al rubio Atrida. Nunca olvidaré el brillo en sus ojos cuando me aproximé a él y me cubrí la cabeza con el velo que traía echado en la espalda, la señal de las novias. Todos prorrumpieron en vítores. Mi padre y mi madre, sentados en riquísimas sillas, sonreían complacidos. En el centro de la reunión había un tesoro impresionante. Eran los regalos de los príncipes, que ya habían sido examinados por los ayudantes de mi padre y ponderado su valor. Pero eso sería secundario. Todos habían acordado que mi voluntad y mi deseo serían la ley, independientemente del valor de los regalos. Odiseo, el príncipe de Ítaca, pidió permiso para hablar y una vez concedido, dijo:

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—Ilustre Tíndaro, hoy es un día de gran felicidad para toda la Hélade. Pudo haber sido un día de luto, pues los pretendientes veníamos decididos a luchar entre nosotros para que el más valiente obtuviera como premio la mano de la princesa Helena. Pero, en lugar de eso, acordamos hacer un juramento solemne, para respetar tu voluntad y la de tu hija. Aquí, en el centro de tu palacio, nosotros, los herederos de los argonautas, los príncipes aqueos, procederemos a consagrar este pacto. Todos dieron un paso al frente y una emoción poderosa se sintió en el ambiente. Se escuchó un lamento o un canto, eran las espadas de bronce que los jóvenes aqueos desenvainaron, al mismo tiempo, para reunirlas en un grupo compacto. Un rayo de luz se filtró por la abertura del techo de la sala principal del palacio y todos lo interpretamos como la presencia del que amontona las nubes, Zeus Crónida, mi padre, el padre de todos, dioses, hombres y juramentos. Odiseo prosiguió su discurso. Su voz estaba más ronca y sonaba a profecía: —Por Zeus Padre juramos acatar la voluntad de la princesa Helena de Esparta y honrar y defender al marido que ha elegido, el Atrida Menelao, príncipe de la áurea Micenas. Como una tormenta en medio del bosque sonaron las voces de los jóvenes en un vigoroso grito: —¡Juramos!

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*** Las bodas duraron tres días. Nos prometimos ante el altar de Hera y ofrendamos mechones de cabello y mi cinturón de doncella. A la luz de las antorchas ingresamos en el sector del palacio de mi padre que se convertiría en nuestra morada. Menelao fue muy cariñoso conmigo y me causaba cierta ternura ver lo orgulloso que estaba porque yo lo hubiera elegido. Los demás aqueos recogieron sus dones y regresaron a sus ciudades, que ya añoraban. Odiseo no regresó solo, pues en el transcurso de las fiestas conoció a mi prima Penélope, la hija de mi tío Icario, hermano de mi padre y se enamoró de ella. Pidió su mano y, con dificultad, le fue concedida, pues Icario hubiera preferido un yerno más rico que Odiseo. —Te felicito, prima —le dije— por tu matrimonio con el príncipe itacense. —Gracias, Helena —me contestó—. Sobre todo te agradezco no haberlo elegido, pues yo lo amé desde que lo vi arribar a Esparta, a lomos de su caballo. Anhelo irme con él a Ítaca, conocer a su madre Anticlea y a su padre Laertes y acariciar a su perro Argos, su compañero desde que era niño. Penélope me desconcertó. Si yo hubiera elegido a Odiseo habría causado la infelicidad de mi prima. También me di cuenta en ese momento de que en mi elección de esposo el amor no había tenido nada que ver. Y que, además, yo nunca

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me había enamorado de nadie y no lo estaba de Menelao. En cambio, los ojos de Penélope parecían estrellas cuando mencionaba a Odiseo. Sentí envidia de mi prima. Ella se casaría enamorada. El amor era la más hermosa joya, el más precioso regalo. Y yo no lo tenía. *** El mismo día se marcharon Agamenón y Clitemnestra a Micenas y Odiseo y Penélope a Ítaca. Mientras mi hermana iba sombría al lado de su rico marido, mi prima sonreía con una felicidad inmensa al mirar a Odiseo y todos pensamos que resplandecía como una diosa. Por la noche, una anciana pidió verme. Dijo vivir en las afueras de la ciudad y que quería dar su humilde regalo a la recién casada. Estaba cubierta con un manto pardo que no dejaba ver sus cabellos y mantenía la cabeza baja. A la luz de las lámparas, no pude distinguir su rostro. —Princesa Helena, me he atrevido a pisar tu noble casa para desearte que seas feliz en tus esponsales y ofrendarte mi don. Pero antes, te narraré, como regalo de bodas, una historia, solamente para ti. No la debes olvidar y habrás de narrarla a tus hijos y a los hijos de tus hijos. —Gracias, abuela, por haberte molestado en llegar hasta nuestro palacio. Ya tu presencia es un regalo. Te escucho, pues

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amo las historias y te prometo que la tuya la guardaré en mi memoria por siempre. La anciana puso sus manos sobre sus rodillas y dio inicio a su narración: —Hace algún tiempo, los dioses se reunieron en el Olimpo para celebrar las bodas de Tetis y Peleo. Todas las diosas fueron invitadas excepto una, Eris, la diosa de la discordia. Para demostrar su enojo, lanzó en medio del banquete una manzana de oro que tenía escrita la leyenda “Para la más hermosa”. La fiesta se paralizó. Tres diosas reclamaban la manzana: Hera, Atenea y Afrodita. No hubo modo de ponerse de acuerdo. Los dioses se aburrieron pues la discusión parecía no tener fin. Hasta que Zeus dio la orden de trasladar el problema a la tierra y señaló como juez a un mortal, un jovencísimo pastor que en ese momento apacentaba a sus rebaños en el monte Ida. Las tres diosas se aparecieron ante él y le expusieron el motivo de su disputa. Él debía elegir a la más hermosa. Hera, la señora del Olimpo, le prometió convertirlo en soberano absoluto de Asia si la elegía. Atenea, la doncella guerrera, ofreció otorgarle la suprema sabiduría y Afrodita, la diosa del amor, le dijo que le daría a la mujer más hermosa de la tierra. El pastor, que era muy joven, sin dudar eligió el amor de la más bella y otorgó la manzana a Afrodita. La anciana calló súbitamente. Metió la mano en su manto, a la altura de su vientre y sacó un objeto redondo que puso en mis manos.

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—Es para ti, por tus bodas, princesa Helena. Creí que la anciana desvariaba, pero la traté con amabilidad y agradecí su regalo. Habló un poco más y me dijo que había sido pastora toda su vida y que su corderito estaba enfermo. Se limpió una lágrima con el dorso de la mano y se dispuso a salir. —Adiós, princesa Helena. Te deseo una vida larga y feliz. Ya en la puerta, el manto resbaló por su espalda y a la luz de las lámparas resplandeció una dorada cabellera. La anciana se marchó con el paso ondulante de una muchacha. Intrigada, me levanté y caminé hacia la puerta. Levanté el manto de la anciana, que había caído al suelo. Me sobresalté. La tosca tela se había transformado en un tejido finísimo. Era un velo azul que había sido urdido en los telares de los dioses. Porque era de ella. —¡Afrodita! —murmuré—. ¿Por qué me has visitado, diosa? ¿Por qué has venido? No lo sabría en mucho tiempo. Observé con detenimiento el regalo que me había dejado. Era una manzana de oro. Sentí que me quemaba la mano. Tenía una inscripción: “καλλίστῃ” (Para la más hermosa).

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P o s t fa c i o Helena, la más hermosa. Helena, la resplandeciente, como indica la etimología de su nombre. La mujer por la que se desató la primera guerra mundial de toda la historia, en la que intervinieron ejércitos europeos, asiáticos y africanos. Guerra-mito, que ha sido probada por la arqueología como guerra histórica. Los aqueos, que serían llamados griegos siglos después, unidos en una coalición contra Troya, la ciudad de Príamo, también nombrada Ilión. La ciudad y la guerra cantadas por Homero, el bardo genial que fundó, con la Ilíada y la Odisea, la textualidad de Occidente. He querido narrar la historia de Helena en primera persona, como en esta misma colección, Ecos de tinta de Ediciones El Naranjo, lo he hecho con la reina Dido de Cartago y con la princesa azteca Copo de Algodón, para poner en primera persona las motivaciones por las que Helena abandona a su esposo y a su hija en pos de un príncipe troyano, suscitando una larga y dolorosa guerra.

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La literatura homérica no fue espacio de juicios morales hacia el personaje de Helena. “Esposa adúltera” y “mujer liviana” han sido adjetivos preferidos para Helena por sociedades posteriores al mundo en el que vivió y compuso sus poemas el aedo. Si bien la misma Helena se trata duramente en el texto de la Iliada, autodesignándose como “ojos de perro” por haber sido la causa de la desgracia de tantos, lo que trasciende de la obra inmortal es una meditación profunda sobre el hombre, la mujer y el destino, inmersos en un universo deslumbrante en el que son sujetos de fuerzas que los sobrepasan. Lo que el poeta español Miguel Hernández designaría de una manera tan sublime como sencilla al hablar de las tres heridas: la de la vida, la de la muerte, la del amor. La fuerza que conduce al personaje de Helena en esta novela es la diosa Afrodita, el rostro más acabado que los griegos dieron al amor. A veces como anciana y a veces revestida con el atuendo y atributos que le han dado los pintores y escultores clásicos, Afrodita se le aparece a Helena, la toma de la mano y la conduce por los laberintos incomprensibles de la pasión amorosa. De labios de Helena, los lectores conocieron el argumento de la Ilíada, además de los antecedentes del enfrentamiento bélico y los hechos posteriores a lo narrrado en el poema. El velo que da nombre a la novela simboliza el amor que encarna la diosa y que transfiere a Helena para que esta fuerza incomparable pueda vivirse en dimensión humana. El velo,

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además, en las costumbres griegas heredadas por Occidente es el atributo de la novia, que pudorosa se cubre solo para revelar su rostro al elegido de su corazón. La manzana de oro con la inscripción “Para la más hermosa” es también un motivo recurrente en estas páginas, pues el amor siempre está ligado con la belleza y ambos se relacionan, en muchas tradiciones, con la inmortalidad del alma. En el inagotable legendario de Grecia, es Menelao el único de los hombres que escapa al destino común de los mortales y es premiado por los dioses con la vida eterna, en una isla de bienaventuranza. No era ni el mejor de los guerreros como Aquiles, ni el más sagaz de los hombres, como Odiseo, ni el más poderoso de los reyes aqueos, como su hermano Agamenón. Pero mereció ser inmortal por haber sido el esposo de Helena y, sobre todo, porque al término de la guerra de Troya, cuando todos esperaban que vengara en ella su cólera matándola, Menelao depuso el rencor y el orgullo herido, la recibió y la honró de nuevo como reina de Esparta, tratándola como esposa amada. Porque era la hija de Zeus. Kalliste. La más hermosa. Rose Park Hotel, Londres, 8 de enero de 2017.

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MARÍA

G a r cí a Esper ó n Yo siempre he querido viajar en el tiempo. Transitar hacia atrás, hacia el pasado y encontrar rostros, alientos, voces y vidas. Por eso me fascinan los libros, abrir sus puertas, ponerme sus alas. Leer, soñar, viajar, soñar de nuevo. Escribir y sobre las blancas páginas de las posibilidades infinitas, aventurarme a la navegación, responder a una pregunta, resolver algún enigma, encontrar un monstruo bello, vivir un gran amor. A través de mi quehacer de escritora he realizado mis más grandes sueños. He viajado hacia el pasado y gracias a la imaginación y a la memoria he recorrido lugares mágicos y ciudades perdidas; he recogido anhelos y promesas; he continuado historias que quedaron truncas o solo fueron insinuadas; me he emocionado hasta las lágrimas ante una palabra o un gesto, he vivido muchas vidas y he sido intensamente feliz. He llegado a escribir El velo de Helena después de numerosas lecturas y como una peregrina. Mi amor por la Ilíada y la Odisea, mi vocación de entregar a niños y jóvenes el gusto por los clásicos, confluyen en este libro que es también un tributo al poeta ciego, Homero, que, hace cerca de tres mil años, inspirado por la musa Calíope, cantó glorias de hombres y mujeres en su epopeya inmortal.

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C L A U D I A Nava rr o Cuando era niña quería ser bailarina, pero lo que más disfrutaba era dibujar. Pasaba tardes enteras haciendo muñecas de papel y dibujando. Me encantaba que mi mamá me comprara libros ilustrados y para colorear. Ahora, ya de adulta, creo que mis gustos no han cambiado, puedo pasar tardes trazando y sigo coleccionando libros, también amo el cine y las reuniones con amigas. Para mí dibujar es salirme de la rutina, crear espacios que nadie más conoce, es un camino para inventar, apreciar colores, formas y tener un lenguaje propio. Cada libro es una oportunidad de saber quién soy y qué puedo aportar. También pienso en la gran responsabilidad de que mis imágenes lleguen a los lectores, espero que los emocionen y se queden en sus corazones y en su mente. Viajar es uno de mis mayores placeres, me gusta llenarme los ojos de cosas nuevas, salir a un parque y ver caminar a la gente, observar el movimiento, las aves, las flores y el mar para guardarlos en un archivo de imágenes. Ser ilustradora es nunca terminar de aprender, siempre hay algo nuevo por ver, sentir y plasmar, el mundo cambia todos los días y uno tiene que moverse con él.

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colección ecos de tinta

Para jóvenes lectores

Dido para Eneas María García Esperón

Mary Jo Ana Pessoa

Ella trae la lluvia Martha Riva Palacio Obón

Tristania Andrés Acosta


se imprimió en el mes de septiembre de 2019, en los talleres de Litográfica Ingramex, S. A. de C. V., Centeno 162-1, Col. Granjas Esmeralda, C. P. 09810, Ciudad de México. En su composición tipográfica se utilizaron las familias ITC Leawood y Trajan Pro. Se imprimieron 3 000 ejemplares en papel bond ahuesado de 90 gramos, con encuadernación rústica. El cuidado de la impresión estuvo a cargo de Ediciones El Naranjo.



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