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DE LA CRUZ
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Mi vecino Efraín se encuentra al borde de la locura. Casi no puede dormir y le es sumamente difícil controlar su ansiedad. Está totalmente convencido de que en su casa hay algo una araña, un ratón o algún insecto de proporciones descomunales (ha leído mucho a Lovecraft y a Stephen King) que arbitrariamente mueve o tira las cosas que hay en las habitaciones. No lo ha visto pero todos los días, asegura, ocurren este tipo de eventos: Si se encuentra en la cocina, algo se cae en la sala; si se encuentra en la sala, algo se cae en su alcoba; y si se encuentra recostado en su cama, algo se cae en el despacho. No son grandes cosas, un libro por aquí, un adorno por allá, y no siempre se caen; a veces solamente “aparecen”, de acuerdo con su testimonio, en otro lugar, sin que pudiese explicarse esto por obra humana, puesto que vive solo, o por algún evento natural como el viento. Mi vecino asegura incluso que varias veces ha visto de reojo algo que se mueve por entre los libreros y demás muebles de la casa, aunque no atina a decir exactamente de qué se trate. Al principio no lo hizo consciente y no le dio demasiada importancia, pero después de tres meses de eventos ininterrumpidos siente que está por perder los estribos. Casi no come, casi no duerme, y la paranoia no ha hecho más que aumentar porque nadie le cree. Curiosamente, los eventos solamente ocurren cuando está solo; por tanto, nadie más puede dar fe de lo mismo, y la única recomendación que le dan sus visitas (cuando las tiene) antes de marcharse es que se
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relaje, que deje de sugestionarse, que todo está bien… Pero él sabe que no y se encuentra al borde de la desesperación. Y le duele que nadie le crea. “No estoy loco”, dice mientras cubre su rostro con sus manos y
estalla en llanto presa de la frustración. “No estoy loco, no estoy loco, no estoy loco”.
Yo lo escucho con infinita paciencia y con mucha empatía. Yo sí le creo y sé perfectamente todo el miedo y angustia que está sintiendo. Sí le creo, pero no se lo digo; lo dejo llorar tranquilo en la sala de su casa y, prudentemente y en silencio, me retiro a su despacho donde agarro un tomo de la Enciclopedia Británica que ahí
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tiene y con absoluto descaro lo dejo caer. Después me voy a su cuarto y tiro sus almohadas… Aunque esto pudiera parecer cruel y de esto soy plenamente
consciente, es lo menos que puedo hacer después de que Efraín me asesinara a sangre fría tres meses atrás.
ALFONSO DÍAZ DE LA CRUZ México
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