Sábado, 12.11.16 Número CCXLVI
SOMBRA CIPRES LA
DEL
Emily Dickinson, más allá de Terence Davis Cynthia Nixon, en el papel de Emily Dickinson, en la película ‘A quiet passion’.
La película ‘A quiet passion’ trae a la actualidad a una de las cumbres de la literatura norteamericana [P2]
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DEL CIPRÉS
El espectáculo del alma ensimismada P
ocos días después de morir su hermana Emily, el día 15 de mayo de 1886, Lavinia Dickinson, Vinnie, descubrió ocultos en su habitación cuarenta libros manuscritos, primorosamente encuadernados a mano. Aquellos alrededor de 800 poemas escritos a lo largo de treinta años de retiro, tan celosamen-
te escondidos por su autora, constituyen uno de los grandes hitos de la literatura de todos los tiempos. Un misterio que sigue alumbrando la poesía desde entonces. Cuando abandonó el seminario para señoritas Mary Lyon, en Mount Holyoke, con la calificación de «no convertida», Emily Dickinson tomó la decisión más importante
CARLOS AGANZO
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de su vida. No se dedicaría a los demás, no sería misionera, como esperaban sus jóvenes y enérgicas maestras calvinistas, sino que se sumergiría en el universo de su propio interior de por vida; eso sí, con la complicidad absoluta de la naturaleza. La casa paterna, lo suficientemente aislada del mundanal ruido como para que no llegaran a ella los
ecos de la vanidad, pero lo suficientemente civilizada como para que no le faltara nada de lo necesario para vivir con cierta holgura, fue su purgatorio y su paraíso individual. Allí decidió vestir de blanco, («mi blanca elección»), y allí vivió de una manera exteriormente sencilla y hasta anodina, pero intensamente encendida en su interior. «No hay, que yo sepa, una vida más apasionada y solitaria que la de esa mujer», escribió con devoción sobre ella Jorge Luis Borges. Las lecturas, el recuerdo de sus primeros amigos y maestros y el hilo de la correspondencia fueron la única concesión que Emily Dickinson hizo al contacto intelectual con los otros. El resto, sobre la base de las tareas domésticas y la vida familiar, fue un entregarse al diálogo consigo
«¿Podría decirme si mi verso está vivo?» La obra de Emily Dickinson permanece a la altura de los clásicos, ahora una película amplía su público en una imagen poco reconocible
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odría decirse que esta historia comienza el 15 de abril de 1862 . Ese día de primavera una mujer de treinta y dos años está escribiendo una carta en su casa de Amherst (Massachusetts, EE. UU.). Escribir cartas es algo que hace a menudo, a familiares, a amigos, pero en esta ocasión está escribiendo a un desconocido: Thomas Wentworth Higginson, director de la revista ‘Atlantic Monthly’. Higginson había publicado un editorial, ‘Carta a un joven colaborador’, en el que animaba a jóvenes escritores a enviar originales a la publicación. La mujer que escribe la carta va al grano desde el principio. Podría decirse entonces que esta historia comienza con la frase contundente que da inicio a la carta: «Señor Higginson: ¿está usted demasiado ocupado para decirme si mi verso está vivo?» Sin duda, este sería un buen comienzo para la historia, salvo que no sería real. Pues aunque Emily Dickinson, la auto-
ra de la carta y de su implacable frase inicial, recibió poco después una amable y alentadora respuesta de su nuevo corresponsal –desde entonces se escribieron hasta un mes antes de la muerte de la escritora y ésta le envió a Higginson un total de setenta y dos cartas– ella tenía la suficiente fe en su escritura para aceptar amablemente los consejos («Gracias por la cirugía - no fue tan dolorosa como yo suponía») sin admitir jamás los cambios que le proponían. Una fe que contrasta con su negativa a publicar sus poemas (los pocos que se publicaron en vida fueron modificados por los editores ahormándolos a los gustos de la época). Así que esta historia comienza antes, comienza con la Emily niña o adolescente, con la temprana lectora que tuvo en la nutrida biblioteca paterna a los mejores maestros para su obra. Comienza con el desarrollo de una personalidad independiente, de extrema sensibilidad y con criterio, que no dudaba en sacar-
ANGÉLICA TANARRO
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lo a relucir enérgicamente cuando era necesario. Es decir, una mujer rara para la época, rareza que se agudizaría después con su voluntaria reclusión en la casa de su familia –una familia acomodada, puritana– que se haría aún más
contundente tras la muerte de su padre. Escribió unos 1800 poemas, a mano, primorosamente, en cuadernos que ella misma cosía, los escribía para sí, y tan solo ocasionalmente los leía a algún miembro de su familia. Las cartas ampliaban sus lectores: su familia más íntima, sus primas, amigos de su familia, el ya mencionado Higginson... fueron sus corresponsales. En ellas la música es exactamente igual que la de sus poemas. El mismo estilo fragmentario, conciso, esencial. Margarita Ardanaz, que ha traducido ambas facetas de la escritora norteamericana, la poética y la epistolar –en una de las mejores traducciones que se han hecho al castellano de una poesía difícil de trasvasar a a cualquier idioma y que sin embargo ha tentado a tantos autores y traductores– se refiere a esta similitud en el prólogo a la edición de 1996 de sus ‘Cartas poéticas e íntimas (i859-1886)’ (Grijalbo Mondadori). Se refiere Ardanaz al hecho de que Dickinson no es-
cribiera un diario al uso, como sí lo hicieron tantas mujeres de su época y de sus circunstancias. «Y es que, precisamente, su mejor diario lo constituyen los poemas y las cartas.En ellos ‘anota’ la autora solamente ‘lo esencial’, aquello que ha sido sometido a la suficiente depuración como para poderse leer como algo universal y atemporal». Y añade: «el diario la hubiera obligado a concreciones y repeticiones insoportables para su talante artístico. (...) Emily Dickinson no quiere ‘explicar’ nada. Quiere que el lector ‘entienda’; y de ahí el tono escueto e incisivo». Leer a Emily Dickinson, tomarse el tiempo necesario para acompasarse a su ritmo y a su estilo, es emprender un viaje a la profundidad del sentido del ser, un vuelo hacia la aventura del conocer. El velo de misterio que envuelve su existencia encerrada es el mejor aliado de su obra. Porque no hay necesidad de datos, ni de referencias temporales, ni causas de enfer-
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misma y con el campo, especialmente con la luz, hasta lograr el néctar de una transparencia que tiene muy pocos o ningún otro referente en la literatura estadounidense. Algo que la acerca más bien al misterio literario de los grandes místicos europeos, pero con su propio estilo, absolutamente personal. La escritora apuntaba permanentemente sus sensaciones, guardaba las notas en los cajones más insospechados de la casa y después construía con ellas poemas –una larga y desigual colección de cerca de 1.800 textos– que mostraba a muy pocos. Ciento treinta años después de su muerte, su obra sigue abierta al enigma, a una profundidad secreta en la que han bebido y siguen bebiendo, buscando sus propias respuestas, millones de lectores.
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Los poemas breves de Emily Dickinson, dotados siempre de un extraordinario fulgor, son sin duda su aportación mayor a la literatura universal. La turbiedad de sus imágenes, la complejidad de sus meditaciones, la intensidad de sus sentimientos..., forman un todo que termina desembocando en una sensación muy especial de trascendencia. Como un fogonazo, cada poema ilumina un espacio desconocido y fascinante y lo destaca frente a un mundo cuando menos confuso. Juntos, constituyen un camino de perfección literaria y espiritual que desvela un alma de mujer gozosamente atravesada por la belleza. No se ha estudiado suficientemente el paralelismo entre la literatura de Teresa de Jesús y la de Emily Dickinson, aunque alguno de los
Los poemas breves, dotados de un extraordinario fulgor, son sin duda su mayor aportación Como un fogonazo, cada poema ilumina un espacio fascinante dentro de un mundo, como poco, confuso
Uno de los pocos retratos que se conservan de la poeta.
grandes seguidores de estas dos grandes mujeres, como nuestro José Jiménez Lozano, sabe muy bien de qué manera las dos parten de esa celestial sencillez de las cosas cotidianas y de la vida familiar, incluido un peculiar sentido del humor, para encontrar un camino de trasposición de la realidad que produce vibración intensísima. Una vibración vivencial que tiene, además, mucho que ver con la naturaleza en todos sus elementos. Y que obra el milagro de transmitir al lector el mismo embeleco, la misma fascinación, la misma transfiguración que produjo en la escritora, en la mujer. Ese «espanto» del que tanto habla la abulense y que con tanta frecuencia siente la americana cada vez que las palabras le conducen al trance poético:
«El alma ensimismada es una amiga poderosa o el espía más agónico que un enemigo pudiera enviar. Segura contra sí misma ninguna traición puede temer; soberana de sí misma, en sí misma el alma en espanto permanece». Apenas una docena de poemas, todos de manera anónima, se llegaron a publicar en vida de Emily Dickinson. Desde el turbión de sus primeras pasiones hasta la inagotable inquietud de sus experiencias en el retiro, la poeta bien puede considerarse una escritora en el filo más puro de la mística. «Nunca he hablado con Dios –escribió–, nunca he visto el Cielo, / y sin embargo, conozco el lugar / como si tuviese un mapa de él».
Cynthia Nixon, a la izquierda, acompañada de Jennifer Ehle, en el papel de Vinnie, la hermana de Emily.
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medades o extrañezas. Solo lo que ella misma dejó escrito para la posteridad. («Morí por la Belleza- más apenas/ Ajustada en la Tumba/ Cuando Uno que murió por la Verdad, yacía/ En una Habitación contigua-// Me preguntó amable ‘Por qué había fallecido’/ ‘Por la Belleza’, le contesté-/ ‘Y yo -por la Verdad- Son Una sola cosa-/ Hermanos somos’, dijo-// Y así, cual los Parientes, que se encuentran de Noche-/ Hablamos de una a otra Habitación/ Hasta que el Musgo nos llegó a los labios-/ Y cubrió- nuestros nombres-») Por eso era casi una temeridad intentar encerrarla en un personaje de película. Terence Davis lo ha hecho con dedicación y empeño. Pero es difícil reconocer en el personaje que encarna Cynthia Nixon a la Emily que ‘conocemos’ quienes la hemos leído durante años, incorporándola a nuestras vidas como una más de la familia, acudiendo a ella en los momentos de oscuridad para ser iluminados por la luz de sus versos. Se podrá alegar que cada cual tiene su imagen de ella, y es lícito el alegato. Pero daría la sensación de que Terence Davis no ha escapado a ese tópico que durante años la retrató como una solterona amargada. Y que solo estudios rigurosos y desprejuiciados y sobre todo la edición constante de sus poemas fueron desechando. Que la enfermedad, la soledad, aunque buscada, y la desaparición de sus seres queridos dejaran en ella una huella que en ocasiones se manifestara con crudeza es fácilmente aceptable, pero irrita ese personaje permanentemente gritón y amargado del filme. Película que tiene por otro lado todas las grandes cualidades del director, y que se verá con mucho más relajación si no se ha leído jamás a la escritora, pues no habrá una imagen que contrastar. Porque en sus versos hay luz y esperanza y sentido del humor y una inteligencia a prueba de prejuicios. Una altura que la coloca al lado de los clásicos y al margen de estrecheces cinematográficas.
Tres fotogramas de la película ‘A quiet passion’, de Terence Davis, basada en la vida de Emily Dickinson.
Una pasión callada
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as dos películas que dieron fama internacional a Terence Davis, ‘Voces distantes’ (1988) y ‘El largo día acaba’ (1992), arrancan de manera muy parecida: la cámara, en medio de la lluvia, penetra en una casa de estilo victoriano hasta encontrarse con la estrecha escalera. Detenida la mirada frente a sus peldaños, la vida empieza a bajar por ellos. En forma de voces que traen los saludos mañaneros de la familia, en ‘Voces distantes’. Restituyendo la imagen del niño que se entrete-
nía en sus peldaños en la otra obra. La casa, y la escalera como columna vertebral, albergan la memoria de lo que pasó por ella, y basta que una escucha atenta y unos ojos respetuosos la interroguen para que se desencadene su legado. «La casa es nuestro rincón del mundo. Es nuestro primer universo. Es realmente un cosmos», escribe Gaston Bachelard en ‘La poética del espacio’. Esa casa, alma y resumen de la existencia, la volvemos a encontrar en ‘Sunset Song’ (2014). Por el imper-
turbable edificio de la granja Blawearie discurre la vida de la familia Guthrie. Mueren los padres, la hija se casa, llega descendencia, el marido es fusilado en la Gran Guerra, y todo se cuenta sobre la exacta geometría vertical de las estancias unidas por la escalera. Las inferiores, abiertas a las visitas y a las novedades; las superiores, reservadas a la intimidad, a la muerte, a los partos. «La casa es imaginada como un ser vertical. Se eleva. Se diferencia en el sentido de su verticalidad», leemos en Bachelard. En el juego de
JORGE PRAGA
ejes cartesianos bidimensionales la horizontalidad reclama el intercambio social, el dentro-fuera. Los muros detienen el frío del clima y de la vida y permiten la porosidad de las ventanas, de la puerta franqueable hacia el barro y los campos abiertos. De nuevo Bachelard: «Frente a la hostilidad, frente a las formas animales de la tempestad y el huracán, los valores de protección y de resistencia de la casa se trasponen en valores humanos. La casa adquiere las energías físicas y morales de un cuerpo humano».
Nada más terminar ‘Sunset Song’, que tuvo una producción muy complicada, a Terence Davies le llegó la ocasión de rodar un proyecto sobre el que llevaba trabajando seis años: ‘Historia de una pasión’ (‘A quiet passion’, título original mucho más ajustado), sobre la vida de Emily Dickinson. Es decir, la vida que llevó en Amherst, el pueblo de Nueva Inglaterra, una existencia cada vez más enclaustrada y finalmente reducida a una habitación. El desafío comienza por la reconstrucción del edificio, para lo que el equipo de rodaje se documentó en el Museo situado en la propia vivienda de la escritora. Pero el problema es mucho más amplio que la fidelidad a un edificio. El objetivo es diseñar y construir, ci-
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La suprema elegía :: GUSTAVO MARTÍN GARZO
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cribe Emily Dickinson, para afirmar al instante que es mucho más seguro enfrentarse a un asesino, o a un mundo de fantasmas, que ese salirle al paso. Su proximidad es la prueba del desasosiego. El alma ha hecho su elección y aunque la carroza de un emperador se detuviera ante su puerta no podría atenderle. Ha escogido su propia compañía. «El me tocó, vivo por tanto para saber / Que un día tal, por ello autorizada, / Palpé su pecho a tientas- / Era un lugar sin límites / Y silencioso, como el mar terrible / Que da descanso a los arroyos».
Nunca, ni en los momentos de mayor desdicha deja de haber en la poesía de Emily Dickinson, ese mariposeo, ese ir de una cosa a otra, ese querer responder a las llamadas más secretas, incluso con el peligro que suponen. Cuentan que los soldados de Alejandro Magno en su llegada a la India tropezaron con unos hombres extraños que vivían absortos en los bosques. Largo tiempo de inmovilidad les habían hecho semejantes a los árboles, de los que apenas llegaban a distinguirse. Plantas trepadoras escalaban por sus cuerpos, y los pájaros ani-
a vida de Emily Dickinson transcurre en el más absoluto anonimato. Nace en 1830 en un pueblo de Nueva Inglaterra y muere con solo 55 años en la misma casa donde vivió. A su muerte, y escondidos en un baúl, su hermana encuentra todos sus poemas. Un total de 1.775, de los que en vida solo llegarían a publicarse ocho con correcciones de sus editores, que los juzgaron llenos de imperfecciones. Su obra inaugura la poesía moderna norteamericana, ya que autores como W. C. Williams, E. E. Cumming o Ezra Pound, serían inconcebibles sin ella. Salía raramente del jardín, y solo en una ocasión visitó brevemente Filadelfia con su hermana Lavinia. Pero no fue una persona huraña, y era querida y apreciada por sus vecinos, especialmente por los niños, que con frecuencia visitaban su jardín. Y fue una escritora infatigable de cartas: «Una carta –escribe– es un gozo Terrenal / A los dioses negado». Ni siquiera en los últimos años de su vida traiciona esa suerte de gorrión a que se refiere en uno de sus poemas. Ella misma llega a definir la poesía como una carta al mundo. En uno de sus poemas, declara misteriosamente no estar sola ni uno solo de los momentos del día. «El alma que tienen un Huésped / Raramente viaja / Pues la divina multitud de Casa / Esta necesidad anula». El retiro y la soledad crean las condiciones para que el alma reciba la visita de eser huésped. El frío Huésped, es-
La auténtica casa de Emily Dickinson en Amherst. :: E. N.
nematográficamente, la casa como alma de la actividad de Emily Dickinson, la casa como morada de la poesía. En el arranque de la película la severa rectora de un seminario femenino interroga y selecciona a las alumnas, Emily entre ellas, que se queda sola con sus convicciones frente a la mirada condenatoria de la maestra. De esa soledad es rescatada por la familia, y ya de vuelta a Amherst, en el centro del salón, extiende los brazos hacia el aire familiar que la rodea. «¡Mi hogar!», proclama fervorosa. La escena siguiente nos introduce en una velada nocturna, con los miembros de la familia absortos en sus lecturas. La cámara realiza un suave travelling circular, con comienzo y final en
el rostro de Emily, que vuelve a abrazar, ahora visualmente, sus estancias de Amherst. El espacio en el que se encierra la escritora está construido por Terence Davies con una planificación sutil. Salvo algunas tomas de conjunto para iniciar una escena, o que requieran forzosamente al grupo (bailes, agonías), la cámara capta a cada personaje aislado en un plano medio. Su mirada está dirigida con fijeza al fuera de campo, donde se ubica su interlocutor. Y este le responde desde un plano similar, de nuevo con los ojos reclamando un lugar que queda más allá de lo visible. Esas miradas atraviesan y expanden la habitación, enfatizan el espacio, lo subrayan, casi lo crean. Y lo disponen como un tapiz que albergue
la palabra de los diálogos, expurgados de todo lo accesorio, densos, en la cercanía del poema que una voz recitará al cierre de la secuencia. Una voz germinada y residente en las estancias de la casa. El espacio también es luz, captada y graduada magistralmente por el director de fotografía Florian Hoffmeister. Luz que atraviesa las ventanas, recado del exterior que va menguando y oscureciéndose hasta que se sustituye por velas. El trabajo de interiores lleva al pensamiento hasta la finura extrema de Johannes Vermeer en sus lienzos sobre mujeres que leen una carta o vierten la leche de una jarra. Davies confiesa otra fuente visual, la del pintor danés Vihelm Hammershøi, caracterizado por
daban en sus brazos. Para María Zambrano esta imagen es la de la misma poesía. El poeta es el que espera, el que siempre está aguardando, el que se ofrece a las criaturas. «Ni trates de atar a la Mariposa, / Ni de trepar por los barrotes del Éxtasis, / Yacer en la inseguridad / Es la segura calidad del Júbilo». No ser nadie, no tener nombre siquiera, tener el cuarto más pequeño, es lo que quiere Emily Dickinson. A lo largo de su vida, especialmente en los últimos diez años, su encierro se va haciendo más radical y deja de circunscribirse a la casa para reclamar un ámbito más pequeño aún, algo semejante a esa tumba que encontraremos al morir. En uno de sus poemas la tumba es comparada a una peque-
composiciones de una mujer cerca de una ventana. Y trenzando el espacio y la luz, el sonido: a veces como señal de ese afuera postergado en los cantos de pájaros o en el percutir de la lluvia, en pugna con el silencio interior. A veces como música de canto y piano que sube por la escale-
El trabajo de interiores lleva al pensamiento hasta la finura extrema de Vermeer
No ser nadie, no tener nombre siquiera, tener el cuarto más pequeño, es lo que quiere Emily Dickinson
ña casa donde espera reunirse con los muertos que ama: «La muerte no me hará daño -afirma tras el fin de una de sus amigas más queridas- Dolly está allí». Esta obsesión por lo pequeño es central en la obra de Emily Dickinson, en la que
ra bañando el aire de alegría, o de ensueño: la madre recuerda al joven que entonaba aquella melodía, en un sentimiento que trae el paralelismo inevitable de la Gretta joyceana de ‘Los muertos’. El resultado de ese poderoso trabajo cinematográfico es Amherst, su palabra, dulce o vehemente, amorosa o afilada, diáfana o sarcástica, directa o alegórica. Es la casa de la poesía que absorbe el mundo en su interior, cerrando la puerta y entornando las contraventanas a medida que van llegando los sinsabores y las ausencias. Cuando Emily se despide de su mejor amiga porque su boda las separa, la cámara la vuelve a aislar en un plano magistral de bancos desiertos en la iglesia. Pronto muere el padre,
proliferan las alusiones a las flores –la casa de la rosa, los capullos, el rango silencioso de los tallos–, y a los animales –las abejas, las ranas, las moscas y el grillo: la suprema elegía de la naturaleza–. Habla del trébol, de los hoyos en la tierra, del infatigable rocío, de los petirrojos. Este gusto por lo diminuto tiene que ver con la infancia. A todos los niños les gustan las miniaturas, y son numerosos los cuentos que se centran en esta fascinación que ejercen sobre ellos los objetos y los cuerpos pequeños. Se relaciona con la búsqueda de la invisibilidad, de la ingravidez («Una tenue capacidad de alas / Degrada ni vestido»), con el deseo de estar lejos del alcance de los adultos, de sus demandas y sus tareas aburridas, y así acceder a esa vida secreta, a ese reino de la posibilidad infinita. La poesía es vivir en una casa encantada, la búsqueda de una comunidad verdadera en que los vivos no serán distintos de los muertos, los niños de los animales, lo animado de lo que no lo es. «Dentro de una flor me escondo», escribe Emily Dickinson, para quien la poesía es ese perseverar en la propia desaparición. «Una tenue capacidad de alas / Degrada mi vestido». Desaparecer para mejor colarse por las puertas de la intimidad y el secreto. Esas puertas que, como nos enseñan los cuentos, casi nadie ve ya que suelen estar en los lugares más insignificantes: bajo una hoja, bajo un pequeño tronco, al abrigo de esos objetos que cumplen con «El Decreto absoluto / Con sencillez despreocupada. Poder sentirse soberana del mundo con tener tan solo una miga de pan es todo lo que desea: «Me pregunto como se sienten los ricos- / Los Indios -y los Condes- / Creo que yo - con tan solo una Miga -/ De todos ellos soy la Soberana».
lo que la lleva a su encierro definitivo en las habitaciones de arriba, la mortaja blanca como vestido. La casa es más que nunca el espacio atravesado por la palabra en esas conversaciones que mantiene con el admirador al que no quiere ver y que se queda al pie de la escalera, la escalera de Terence Davies que estructura la vida. Desde la ventana verá Emily marchar el cadáver de su padre. Finalmente será la casa la que la despida a ella, con el mismo picado vertical de los anteriores difuntos. Lo hará con la voz de la poesía, guiando último trayecto: «Porque yo no podía detener la muerte/ bondadosa se detuvo por mí-/ en el carruaje cabíamos solo nosotros-/ y la inmortalidad».
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Jóvenes disfrazados se preparan para celebrar el Halloween cerca de la localidad escocesa de Peebles. :: DAVID CHESKIN-EPA
Juegos prohibidos A
bro la puerta sin mucho recelo y me encuentro esto: una pequeña tropa, siniestra y simpática, con guadañas de cartón y costurones como raspas de pescados sobre heridas mal inventadas. ¿Truco o trato? Eso me preguntan a coro apechugándome desde su temeraria estatura infantil. Son los otros juegos de la muerte, que los niños practican en estos días de lápidas y flores mientras los mayores andan en otro juego, en poner algo de vida sobre las tumbas por ver si fuera cierto que aquellos que se fueron pudieran regresar a estar de nuevo con nosotros. En todas las culturas siempre se ha hecho así en los hechos graves: los adultos se reúnen en alguna parte entre palabras solemnes mientras los niños aprovechan que se han quedado solos para llevar a otros límites los mismos juegos de los mayores; en el fondo, para reírse a costa de ellos o para perderle el miedo a eso que ellos no se atreven siquiera a nombrar por si ese nombre los arrastrase por los cabellos hasta el reino incierto
del que pugnan por escapar. En la antigua Grecia, a la llegada de cada primavera, los niños de Rodas iban también de puerta en puerta exigiendo pequeñas ofrendas (¿truco o trato?) mientras coreaban una canción lasciva y misteriosa protagonizada por una golondrina. Es una canción que habla a favor de la vida, del amor, y que siempre me ha hechizado por lo que tiene de falsa ingenuidad. Aquellos niños exigían a sus mayores que les diesen queso o vino para garantizarles la fertilidad tras el parón biológico del invierno. Y ahora veo a esta cuadrilla de galopines a quienes abrí la puerta y me parece que estoy yo en Rodas. Proceden directamente de allí y vienen a reírse ante nosotros de nuestro miedo a la muerte, de nuestros ritos ancestrales y llenos de negra majestad. Ellos prefieren exagerarlo todo hasta la ridiculez con vestimentas desmedidas y caretas grotescas que transforman irremediablemente la mueca en risa, lo macabro en desenfado inocuo. Y no, no nos puede hacer daño esta cuestación (¿truco o trato?)
cuando caemos en la cuenta de que han saltado al otro lado de los mayores y hay que elegir con quién estamos. Con ellos o con el olor a vinagre de estos días que pierden luz y temperatura y que en los calendarios del mundo adulto imponen una primera menesterosidad. De modo que antes de despedir a la alegre feligresía les doy lo que me piden y luego los veo irse escaleras abajo a llamar a la puerta de otro vecino. Yo cierro la puerta pero ya han puesto luz en la tarde, partida en dos como una naranja agridulce (¿truco o trato?) que me ha sacado sin preguntar del orden sombrío de estos días que empiezan a oxidar los colores del mundo. Los niños, que juegan a todo, juegan también a la muerte. Nada se les resiste. Esa es su gran lección. Nadie lo ha expuesto mejor que René Clément en aquella película, ‘Juegos prohibidos’, esa historia maravillosa y terrible a la vez en la que la inocencia está más cerca de tocar con todos los dedos la crudeza de la vida que el afán aparatoso de los adultos con sus
CEREZAS EN EL ESCONDITE TOMÁS SÁNCHEZ SANTIAGO
En las culturas ancestrales se tiraba un ramo al agua para ahuyentar con él a la muerte
himnos, sus oficios y sus símbolos llenos de advertencias. Recuerdo que la vi por casualidad muy pronto, demasiado pronto para hacerme cargo de todo el peso de su significado. Fue en una sesión continua en el cine Principal de mi ciudad. Tendría yo doce o catorce años y fui a sortear una tórrida tarde de verano en aquel local en el que se podía entrar y salir en cualquier momento, sin necesidad de esperar a que una película comenzase o terminase. Tú te enhebrabas como podías al argumento en marcha y ya está. Así, las películas se veían de otro modo y luego uno, de camino a casa, iba recomponiendo todo a partir de las escenas inconexas e intermedias que nos asaltaban nada más sentarnos en la penumbra. Por cosas como esta, mi generación fue la más preparada para leer ‘Rayuela’ según las instrucciones dislocadas de Cortázar. Años después volví a ver aquella película admirable. Lo hice porque sabía a ciencia cierta que aún me estaba esperando aquella niña gritando ‘¡Michel, Michel, Mi-
chel!’ para que yo le encontrara un final de rotundidad tranquilizadora que hasta hoy no he podido lograr. La historia de la pequeña Paulette se desenvuelve en el contexto de la Segunda Guerra Mundial, en la Francia ocupada por los nazis. Queda huérfana en un bombardeo y esa es su primera experiencia de la muerte, que ella acepta con pasmosa naturalidad (se abraza al cadáver de su pequeño perro y continúa con el animal como si aún pudiera revivir) porque no conoce aún ese fenómeno que es el miedo a ella. Recogida por una familia campesina, Paulette conoce la vida de la mano del pequeño Michel. Juntos roban cruces del cementerio del pueblo y las colocan en las tumbas de animales que ellos han enterrado (perros, lombrices, polluelos…). Todo tiene el aire de una travesura que acaba agitando la vida de la aldea pero en realidad no es más que una revancha natural, un reflejo de aquello a lo que los mayores –a quienes siempre hay que imitar– se dedican ante ellos: hacer sufrir, matar, enterrar. Cuando Michel arroja las cruces río abajo antes de que se las descubran, la escena se carga de simbología. En las culturas ancestrales se tiraba un ramo al agua para ahuyentar con él a la muerte; Claudio Rodríguez tiene un hermoso poema sobre eso mismo: «¡Que nadie hable de muerte en este pueblo! / ¡Fuera del barrio del ciprés hoy día / en que los niños van a echar el ramo, / a echar la muerte al río! (…) ¡Ved que allá va, miradla, ved que es cosa / de niños! Tanto miedo / para esto». Cosa de niños. Como esto otro, este coro infantil que ahora va de casa en casa recordándonos que son ellos, con su teatro pintoresco, los que anuncian el triunfo de la vida sobre todo lo demás, y más en estos días desgastados de luz cuando los adultos roen oraciones y se aplican a colocar flores sobre las tumbas. Y, mientras, ellos así, encargándose de mantener aun sin saberlo estos juegos prohibidos que a nosotros nos consuelan, nos llenan la cabeza de algo parecido a la esperanza, nos hacen decir, como el final del poema de Claudio, que la muerte ya no está aquí: «Dios sabe / si volverá, pero este año / será de primavera en nuestro pueblo». Y ese es el trato; nada de trucos.
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ABECEDARIO de lector
B Bartleby.- Sobre Bartleby no escribiré, ya que preferiría no tener que escribir sobre alguien que con toda seguridad habría preferido no tener que hacerlo sobre mí. Franca reciprocidad con el individuo que, como bien nos muestra Herman Melville en su novela ‘Bartleby, el escribiente’, prefería no hacer una cosa antes que hacerla. El indolente oficinista de la novela esgrimía siempre el mismo argumento vacío ante cualquier cosa: ‘Preferiría no hacerlo’.
No había un porqué. Sencillamente optaba por una ambigua elusión que lo ha convertido en el personaje del No por excelencia. Beckett.- Hágase el siguiente ejercicio: léase cualquier obra de Samuel Beckett (‘Fin de partida’ o ‘Esperando a Godot’, por ejemplo), primero muy lenta y solemnemente, y luego muy rápida y ligeramente. En el primer caso, el resultado es un drama trágico que sobrecoge. En el segundo, una comedia hilarante que
desternilla. Pocos casos debe de haber, o ninguno, de textos que mudan su naturaleza sin cambiar sus palabras, bastando tan solo con modificar la velocidad de su lectura. Esta ambivalencia hace que las obras de Beckett sean obras maestras por partida doble. Bestiario.- Humanizar animales, describir seres imposibles, bestializar personas, todo esto son variantes del compendio fabuloso que son los bestiarios. Hay tres que prefiero: Jorge Luis Borges y
Margarita Guerrero escribieron el ‘Libro de los seres imaginarios’; Juan José Arreola concibió un asombroso ‘Bestiario’ propiamente dicho, y Elías Canetti, con ‘El testigo oidor’, creó una colección de humanoides zoológicamente caracterizados por una peculiaridad profesional. Yo, por ejemplo, imagino un bestiario donde hay liebres que torturan, gatos que leen, vacas que hacen turismo, tigres budistas, toros que cantan ópera, serpientes con hiyab, búhos incestuosos, delfines oficinistas o saltamontes militares. Y cada nueva especie tiene su nombre propio. Biblia.- Una antigua e imaginativa sucesión de desgracias. Bovary.- Amélie Bosquet no es personaje principal de la historia de la literatura, más bien ocupa en puesto muy terciario, pese a haber sido una escritora voluntariosa, crítica aficionada y feminista a ratos. Pero si hoy es recordada, se debe a que fue la depositaria auditiva de la famosa frase de Flaubert «Madame Bovary soy yo». Al parecer, fue solo una frase verbal, un comentario frívolo e improvisado al desgaire, arrancado a Flaubert cuando Amélie Bosquet lo apremiaba para que dijera quién era la mujer en la que había basado su Emma Bovary. Puede que el gran Gustave dijera esa frase o no, solo cabe especular. Quizá fuese una variante como «¡Pues me he basado en mí mismo!», o tal vez «Ese personaje tiene mucho de mí». El caso es que la frase era un poco más larga. Amélie Bosquet, cuando la contó, añadió algo que no se cita nunca. Dijo: «A mi parecer». O sea que la frase completa era: «Madame Bovary soy yo, a mi parecer». Amélie la escuchó, la retuvo y la refirió a su amante, un tal E. de Launay, del que no se sabe
ADOLFO GARCÍA ORTEGA
nada. De Launay inmortalizó la frase al propalarla a diestro y siniestro. Puede que Flaubert desconociera la existencia misma de la que hoy pasa por ser su frase más famosa, porque es muy posible que ni siquiera supiera que la dijo. Si es que la dijo, porque la Bosquet era mala y rencorosa y quizá se lo inventó todo. Brontë.- Ninguna de las tres hermanas Brontë cumplió los cuarenta años. La mayor, Charlotte, autora de ‘Jane Eyre’, vivió hasta los treinta y nueve años y era la más inteligente de las tres. La segunda, Emily, autora de la pasional ‘Cumbres borrascosas’, falleció con treinta años y solo dejó esa novela. La menor, Anne, falleció realmente joven, con apenas veintinueve
Imagino un bestiario donde hay liebres que torturan, gatos que leen, vacas que hacen turismo... Nunca he entendido por qué ‘Platero y yo’ se adscribe como literatura infantil, cuando es dinamita
años. Escribió dos novelas de anticipada modernidad: ‘Agnes Grey’ y, sobre todo, ‘La inquilina de Wildfell Hall’. Las Brontë son un inaudito caso de una obra literaria de extraordinaria calidad que ha superado el juicio del tiempo. Tres cimas de la literatura universal en una sola familia. Lástima que murieran jóvenes. ¡Qué obras nos habrían dejado, de haber sido longevas! Bueno.- En una epístola de Séneca a Lucilio, se pregunta el primero acerca de qué es lo bueno y qué es lo malo. «Lo bueno, se responde, es el conocimiento de la realidad. Lo malo, la ignorancia de la realidad». Sin embargo, añado yo, esto es más que dudoso, ya que conocer la realidad será bueno, pero no garantiza que ello acarree ningún bien; así como ignorar la realidad será malo, pero puede aportar algo saludable y conveniente en muchas ocasiones. ¿No se ha dicho siempre eso de «bendita ignorancia»? Si se leen con detenimiento las ‘Epístolas morales a Lucilio’, se descubre una fuente inagotable de inteligencia y de sentido común, pero también una peculiar justificación de la propia vida por parte de un Séneca que siempre se llevaba el agua de los placeres a su molino. Burro.- Si hay un libro que genera controversia, ese es ‘Platero y yo’, de Juan Ramón Jiménez. A unos les parece empalagoso y anticuado, a otros poético y colorista. A mí me parece un libro abstracto y cruel, un libro político y social, un libro que cuenta el mundo a un burro que, a su vez, es víctima del mundo. Al final, la muerte de Platero sobrecoge. Es un libro terrible y feroz. Nunca he entendido por qué se adscribe como lectura infantil, cuando es dinamita. Platero es un burro que sufre y redime. Es un animal querido por su ‘humanidad’, como el burro de Sancho Panza, a quien este solo llama «rucio», como el color de su pelo, sin más nombre ni más identidad. Un burro no tiene identidad, el burro solo es burro. El propio Sancho se identifica con él, quizá por esa cualidad de no ser nadie y ser todos que Cervantes le atribuye genialmente.
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DEL CIPRÉS
J. J. Armas Marcelo
EL ESCRITOR EN SU BIBLIOTECA
JESÚS MARCHAMALO
M
e advierte cuando hablamos de que su biblioteca tiene algo de ese caos originario, magmático, del principio de los tiempos. Me habla de bolsas y cajas de cartón –algunas sin abrir, otras despanzurradas–, viejas carpetas, folios, sobres, recortes y revistas, y de pilas de libros amontonados sin más criterio que el orden de llegada y que amenazan con derrumbarse, caer estrepitosamente, colapsar con el mínimo roce, un traspié, que los haría desmoronarse como una arquitectura infantil. Y es cierto que se respira en esta biblioteca esa temeridad gozosa, tentadora, del desgobierno. Un aire de almacén, de mercado de pulgas, de chamarilería que contempla, no sé si complacido o resignado, manos en los bolsillos y pasos cautelosos, J. J. Armas (Las Palmas de Gran Canaria, 1946) como si fuera un capitán de barco que visitara la bodega tras una noche intensa de tormenta, y descubriera –mal estibada, suelta, sin trincaje la carga– un pecio que se limita a mirar condescendiente. Es cierto que tiene una coartada para esta biblioteca desbaratada, indómita, consecuencia de años de ejercicio de crítica literaria en los que llegaban, y lo siguen haciendo, diez o veinte libros al día –Reverte, José María Merino, Thomas Bernhard– que se instalan provisionalmente en un montón, como malabaristas, antes de
ser cubiertos por los siguientes –Amis, Busquets, Modiano– que los sepultan definitivamente en ese reino del que sólo, confiesa, guarda memoria Maricarmen, la asistenta. «Es la única que consigue encontrar un libro aquí. Basta decirle el título y la editorial, y ella, no sé cómo lo hace, da con él enseguida». Mucha literatura, algo de ensayo, libros de historia, viajes, y una muy reducida, selecta y exquisita sección de poesía –Nicolás Guillén, Rubén Darío– a la que vuelve de forma recurrente. Y arriba, presidiéndolo todo, como un profeta laico, un fetiche, mirada melancólica –blanco y negro, difuso, y esa pátina de las fotografías antiguas–, Ernest Hemingway: una mano en el pecho, barba blanca y el pelo ligeramente alborotado. Un original de Yousuf Karsh de finales de los años cincuenta, con su sello en el reverso –‘Copyright by Karsh’, se lee, intimidatorio– que desapareció de la Finca Vigía, en Cuba. Un lugar luminoso y legendario, paredes blancas, libros y trofeos, por el que se paseaba ‘Papa’ Ernest en pantalón corto, la mayor parte del
tiempo sin camisa y, a veces con una pequeña pistola del 22 colgada coquetamente del cinturón, mientras daba de comer a sus cincuenta y siete gatos exactos para los que siempre reservaba, generoso, los mejores trozos de pescado.
Gabo, Fuentes y Castro A finales de la década de 1970, me cuenta, Norberto Fuentes trabajaba en un libro que se acabaría titulando, muy expresivamente, ‘Hemingway en Cuba’. El soviético Yuri Paporov había publicado otro sobre el mismo tema y Fidel, echándole un día la mano por el hombro –traje oliva y gorra cuartelera y el humo, casi narcotizante, de un habano–, le encargó a Fuentes uno mejor. Durante siete años decenas de personas tuvieron acceso a la casa, se catalogaron y organizaron documentos y libros, correspondencia, notas y papelitos, y la foto terminó por desaparecer, traspapelarse. Fuentes salió de la isla en 1994 vestido con pantalón vaquero y una camisa de cuadros y portando un pequeño maletín de color negro. Gabriel García Márquez, el Gabo, había intercedido por él ante Castro
para que lo dejara salir de la isla y, cuando finalmente se lo permitieron, fue a buscarlo a su casa en persona, a bordo de un Mercedes oscuro con el que le llevó al aeropuerto donde dos coroneles de la seguridad del Estado, de paisano, todo muy novelesco, le entregaron allí mismo el pasaporte. Años más tarde, fue Heberto Padilla quien en Miami, una
J. J. Armas Marcelo, entre sus libros. En las imágenes pequeñas, algunos detalles de su biblioteca, como una primera edición de Vargas Llosa, una fotografía de Hemingway o una dedicatoria de Gabriel García Márquez. :: J. MARCHAMALO
noche de farra y confidencias, le habló a Armas Marcelo de esa foto y le contó su historia. Y al final, no se sabe si llevado por el entusiasmo del alcohol, prometió regalársela. –Ven mañana por ella y te la llevas, dijo Padilla. –Nada de mañana, le contestó Armas Marcelo. Voy por ella ahora mismo. Y aquí está.
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Hemingway, el vigía ‘La Odisea ’ Homero «Es el libro de todos los libros, la novela de todas las novelas. Tengo la teoría, que comparto con cierta escuela helénica, de que es un libro que escribió una mujer».
‘La orden del tigre’ J. J. Armas Marcelo Alfaguara
«Esta novela representó una descarga sentimental, literaria e ideológica, y el resultado, creo, es muy satisfactorio».
‘La sombra del ciprés es alargada’ Miguel Delibes Destino
«Siempre me ha interesado la obra de Delibes, y me gustan muchos de sus libros. Pero creo que ‘La sombra del ciprés’ es el gran clásico, junto a ‘El hereje’, tal vez, el gran clásico del maestro Delibes».
Me cuenta que una vez, en la Biblioteca Nacional José Martí, en La Habana, a él también le ocurrió; tuvo en sus manos el manuscrito original de ‘Paradiso’ y la tentación de quedarse un pedazo de ese libro prodigioso, de Lezama. «Nadie parecía fijarse, estaba solo, y hubo un momento en que una parte de mí me decía cógelo, mientras otra me ad-
vertía: no lo hagas, están esperando que cometas un error, vigilando. Y al final venció el miedo». Hay una parte ordenada, también, en esta biblioteca de aluvión; los estantes marcados con etiquetas donde se delimita el contenido, por orden alfabético, restos de aquella temporada en la que trabajó aquí, por las tardes, hacendo-
so, un bibliotecario que ordenaba los libros y los fichaba en un orden prolijo que impera, algo remoto, como un eco lejano, todavía.
Año setenta y dos Mucho Capote y Camus, Caballero Bonald, Duras y Durrell, Ribeyro y Jorge Edwards y, en medio, una balda completa de García Márquez, de
quien me muestra, dedicada, la primera edición de ‘Cien años de soledad’, en Sudamericana, con esa misteriosa ‘e’ de soledad invertida, que dibujó Vicente Rojo, y en la que se lee, letra redonda, firme: «A Juan, de viva voz, / con todo afecto, Gabriel, 1972» Y me insiste en el año, 1972, porque es un hombre, Juancho, de amistades antiguas en
el tiempo, como la que le unió a Cabrera Infante. «Era un tipo formidable, Guillermo, y fuimos muy amigos; dormía hasta la hora de comer y luego pasaba el día viendo películas, y por la noche leía, siempre fumando». Por la ‘c’, en otra balda, casi todos sus libros, tal vez todos: ‘Cine o sardina’, ‘Tres tristes tigres’, ‘La Habana para un infante difunto’, ‘Puro humo’, y al lado su edición en inglés, ‘Holy smoke’, también firmado y con dedicatoria: «Para Juancho –se lee– que sabe de puros y del más puro humor». Y es cierto que hay en la biblioteca un persistente rastro de tabaco; petacas para puros –cuero oscuro encima de los libros–, ceniceros, encendedores y cajas de cigarros de maderas fragantes con el nombre grabado: ‘Señoritas’, ‘Maduro’, ‘Don Jesús’, al lado del estante, doble fondo, títulos cruzados, que ocupan los libros de su amigo inseparable Mario Vargas Llosa, de quien busca, y le cuesta encontrar, ‘La casa verde’, firmado, también, en el 72. «A Juan Jesús y su rápido abrazo / Porque se va en el barco, Mario». Todos los libros sin marcas, ni exlibris, ni firmas, subrayados o notas. Alguno, sí, a la vista: Malcolm Lowry, Naipaul, Hemingway… Obras fundacionales en ese edificio de lomos de colores que semeja la fachada de una casa con la ropa tendida y que acaba provocando, reconoce, una cierta aprensión. «No me gusta estar aquí si no estoy trabajando», afirma. «La última novela que escribí por la noche cogí miedo, cuando, como ocurría con frecuencia, con la casa en silencio, empezaba a escuchar ruidos; creo que hay algo misterioso y mágico en los libros, que es mejor no tocar, no indagar, así que sólo estoy aquí si trabajo; si no, prefiero irme». Y hay un instante de vaga incertidumbre mientras termino de hacer fotos, apremiado por esa claustrofobia contagiosa, minúscula al principio, y que empieza a extenderse por las baldas, los montones, las cajas, como una niebla espesa, legendaria. Una desazón indefinida, que se diría nos empuja hacia la puerta, mientras Hemingway, en la foto, inmortal, parece que nos mira con los ojos velados, los mismos que los de un niño adormilado al que se deja en la puerta del colegio una mañana gris, lluviosa.
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oema-bomba’ se titula una pieza de Augusto de Campos, el más joven de los ‘poetas concretos’ brasileños: una imagen inicial de letras verdes sobre fondo rojo, apretadas, sin orden, sugiriendo un pentágono, mayores en los bordes, diminutas en el interior; luego la figura explota, las letras se expanden por la pantalla, creciendo y dispersándose; destacan la b, la m, la p, también la o, todas las del título; a la vez, el sonido repite, sin jerarquía ni orden, sucio de ruido, las dos palabras. El poema se hace en su propia explosión. Augusto de Campos dice que surgió de una frase atribuida a Mallarmé: «el poema es la única bomba». Tal vez se refiere a la respuesta de Mallarmé cuando le pidieron opinión sobre el atentado del anarquista Vaillant en la Cámara de Diputados, a finales de 1893; Mallarmé escribió una sola frase y, según el periodista, reclamó la hoja dos veces para retocarla: «Yo no sé de otra bomba que un libro». Cuatro meses después tuvo que responder a una pregunta parecida: tras otro atentado anarquista, hubo treinta detenidos en una redada que incluía a los presuntos responsables intelectuales; entre ellos estaba Félix Fénéon, miembro de la mallarmeana tertulia de los martes; el poeta insistió en lo mismo: «Hablan de detonadores. Ciertamente no había para Fénéon mejor detonador que sus artículos. Y no creo que nadie pueda utilizar arma más eficaz que la literatura». Mallarmé declaró como testigo de descargo en el juicio; Fénéon, que llegó a ser uno de los críticos decisivos en el posterior despliegue de las vanguardias plásticas y poéticas, hizo brillar su ironía ante el tribunal y fue absuelto. Una pregunta viene con estas anécdotas: ¿qué idea de bomba –positiva pues la asocia con la literatura– tendría el poeta con fama de esteticista y hermético?, ¿qué significan esas relaciones, de cercanía y desmarque a la vez, con las otras bombas, las confeccionadas con explosivos? Es curioso que anécdota parecida se repita en Valle-Inclán. La noche antes de que Mateo Morral lanzara un ramo de flores de dinamita sobre la comitiva nupcial de Alfonso XIII (calle Mayor de Madrid, mayo de 1906), causando veintitrés muertos, el anarquista había asistido a la tertulia de Valle, como hacía últimamente. Morral se suicidó en un descampado tres días después, y Valle acudió con Ricardo Baroja, el pintor, a ver su cadáver, expuesto públicamente. De esta historia nacerán dos textos, al menos. Uno es el poema ‘Rosa de llamas’, incorporado a ‘El pasajero’ en 1920, con característica prosodia modernista: «En mi senda estabas lóbrego lucero, / con tu torbelli-
‘Retrato de Félix Fénéon’, obra del pintor francés Paul Signac. :: EFE
El poema bomba no de acciones y ciencias: / las rojas blasfemias por pan justiciero, / y las utopías de nuevas conciencias. // ¡Tú fuiste en mi vida una llamarada / por tu negro verbo de Mateo Morral! / ¡Por su dolor negro! ¡Por su alma enconada, / que estalló en las ruedas del Carro Real!» Aunque en la versión de 1930 se suprimen el nombre y las circunstancias, hay otras páginas de Valle –el segundo texto mencionado– que no dejan dudas: llamó Mateo al preso anarquista con el que Max Estrella coincide en el calabozo, y a quien el protagonista de ‘Luces de bohemia’ quiere dar el nombre de Saulo como signo de conversión –«tú fuiste en mi vida una llamarada»–, para luego suscribir la violencia de su desafío al capitalismo. De ‘bombas’ como estas habla –en la línea de Mallarmé– Francis Ponge, de la bomba más eficaz para una acción revolu-
cionaria, para eliminar las condiciones de la opresión social. «¿Cuál era mi actitud, mi lugar ante el lenguaje o la escritura de las palabras? No era ya un sable o una flecha, sino una bomba lo que quería preparar, algo más acabado, más secreto, pero mucho más eficaz una vez que se hubiera puesto en acción». El poema como mecanismo de relojería, como pieza de lengua minuciosamente dispuesta para volar la lógica establecida, para «hablar contra las palabras». Pues, al fin y al cabo, quizá el arma opresiva más temible sea también el modo en que el sistema controla las palabras. Me llevaron a revisar esta red de relaciones entre poema y bomba unos versos de Emily Dickinson, a quien el tópico alejaría de este ámbito. Como siguiendo –un siglo antes– el mismo recorrido de Ponge, ensayaba primero armas blancas:
«Hay una palabra / que lleva espada / Puede atravesar a un hombre armado– / lanza sus sílabas punzantes / y enmudece de nuevo», y más tarde añadía: «El alma tiene momentos de huida / cuando revienta todas las puertas– / y danza, como
TIENDA DE FIELTRO MIGUEL CASADO
una bomba, afuera, / y se columpia sobre las horas». Partía de una situación frecuente en sus poemas: las ataduras, el encierro –«el alma tiene momentos vendados / cuando el espanto no la deja moverse»–, y evocaba luego una explosión de vida que hace saltar esos límites; al final, cuando recaiga y «el horror» la aprese otra vez, anotará que tiene «grilletes en los pies de pluma, / y argollas en la canción». Bomba, baile, canción, escritura, son libertad, formas de la vida. Cita este poema Adrienne Rich, en un ensayo de expresivo título: ‘El Vesubio en casa’; habla de cómo para Dickinson la violencia son los límites impuestos (el encierro no ya en la casa, por ella querido, sino el de los códigos sociales) y la ruptura interna, el desgarro a que se ve sometida sin pausa («Sentí una hendidura en mi mente / como si mi cerebro se hubiera partido
// Traté de unirlo –costura por costura / pero no pude hacerlas coincidir»). De estos estratos de violencia no parece fácil hablar hoy, sería casi impensable la imagen de la bomba y sus ambiguas proximidades (de hecho, la mayoría de las versiones de Dickinson no traducen ‘bomba’ por ‘bomb’, sino ‘torbellino’ o ‘cohete’). Son otros los tiempos: Fénéon, turinés de origen, fue absuelto; sus compatriotas italianos del movimiento ‘autónomo’, filósofos y escritores, pasaron en la cárcel los aún cercanos años 80. La violencia ahora es tabú, y todavía más las bombas; y, sin embargo, la mirada de Dickinson abarca sus múltiples niveles, las capas superpuestas, y muestra que algo de la vida más íntima se juega –junto a la vida social– en su percepción. Porque, además, el tabú está marcado por la doblez: en su país, considerado hoy como referencia mundial (y fuente principal de ese tabú), los habitantes viven tranquilamente armados hasta los dientes. Escribía Hilde Domin, otra inesperada experta en bombas, que «los cuerpos explosivos tienen en los fundamentos un efecto muy diferente del que tienen los cuerpos explosivos que se queman más arriba».
LECTURAS
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Gimferrer de vuelta
NO EN MIS DÍAS Pere Gimferrer. Fundación Lara, Sevilla, 2016.
‘No en mis días’ podría calificarse de «mero retorno novísimo (...), como una reescritura de lo pasado» LUIS ANTONIO DE VILLENA
C
on 71 años ya cumplidos, sabemos bien que Pere Gimferrer es un escritor bilingüe en español y catalán. Es verdad que también ha publicado un librito en italiano (’Per riguardo’), que obviamente no pasa de un culto divertimento. Para no pocos Gimferrer, desde que lo hicieran académico de la RAE en el lejano 1985 ocupando la vacante de Aleixandre, a quien tuvo y tiene por maestro, es un poeta y escritor del ‘establishment’ autonómico, que necesita el prestigio de un escritor en las dos bandas, cómodamente. Su nombre es evidentemente nombre ‘oficial’ (le guste o no, y él no parece cultivarlo) y así cualquier cosa que publique, por mínima que sea, salta a las primeras planas de las páginas de Cultura. Sin embargo no son pocos los que siguen creyendo que el mejor Gimferrer estuvo al inicio, cuando obtuvo una notorie-
dad evidente con ‘Arde el mar’ (1966), ‘La muerte en Beverley Hills’ (1968) o en catalán ‘Es miralls’ (1971) – un novísimo en otra lenguao sus ‘Dietaris’ en prosa, primeros años 80. Claro que hay un estilo Gimferrer y un talante de autor innegable, y que se ha codeado con los mejores que ha podido, pero la pregunta para no pocos sigue siendo: ¿Si se le retirara todo el oficialismo que le rodea, Gimferrer –buen poeta– seguiría siendo el genio que tanto se pregona? Eso realmente lo creen muy pocos. Este último librito –muy corto– bien puede ser una muestra… ‘No en mis días’ podría calificarse, de inicio (coincide con los poemas primeros) de mero retorno novísimo. Es como una reescritura de lo pasado, con aluvión de imágenes y de culturalismo, que –no estando mal– aporta muy poco. Como un ‘revival’. Vienen luego poemas donde se sigue oyendo la caracola de la sirena de los setenta, pero hay un moderado intento de ir más allá en lo expresivo, así el poema ‘Teatro de sombras’, a mi saber uno de los mejores del libro. Subyace ahí el intento
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Pere Gimferrer. :: EMILIO NARANJO-EFE
de que el estilo novísimo puede ir más lejos, sin modificar lo esencial. Es cuando Gimferrer llega a decir (entrevistado) que sus poemas tienen alusiones políticas, como al terrorismo del GAL, casi invisibles en el poema mismo sino es por la aparición de la sigla en medio de otras cosas… Luego –y acabando– se vuelve a poemas más breves que remiten para mí a su etapa menos fecunda en catalán como ‘La llum’. Sin duda Gimferrer tiene estilo y voz, pero la tentación de situar su momento mejor en el pasado es realmente continua. De ahí que el innegable ‘oficialismo’ al que he aludido, si obviamente beneficia al personaje, situado por encima del bien y del mal, es claro que no beneficia al poeta que ha sido –a rachas, como casi todos– tan brillante. Para no pocos, ‘No en mis días’ no podrá pasar de un intento de recuperación ‘aggiornada’ de la estética novísima del propio autor. Para los que juzguen más duro, será un ejercicio de palabras e imágenes virtuoso y vacío. O sea, sin futuro. Como sea ahí está el dilema del lector de verdad, el gran Gimferrer, ‘el liróforo mágico’ ¿avanza o egregiamente retrocede?
12 LA SOMBRA
DEL CIPRÉS
LECTURAS
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Prada y el demonio de la inspiración En su última novela, ‘Mirlo blanco cisne negro’, el autor ha querido trazar el prototipo del auténtico artista de la palabra
ENRIQUE ÁLVAREZ
H
ay dos formas de leer la última novela de Juan Manuel de Prada, ‘Mirlo blanco, cisne negro’. Como una confesión personal, parcialmente autobiográfica, y, en tal sentido, como un ajuste de cuentas consigo mismo y con el mundillo literario español de hoy; o como una mera obra de ficción, es decir, como una novela pura y dura, en que la invención de personajes y circunstancias se inspira en un ámbito de la vida real muy poco frecuentado por nuestra novelística: el de los escritores y sus relaciones entre sí y con los editores que los promueven. El lector puede optar por cualquiera de las dos formas de abordar este libro, y puede también combinar ambas, pero lo que resulta indudable es que, por el modo de lanzarse y promocionarse, e incluso con el beneplácito expreso del propio autor, está prevaleciendo totalmente la
El escritor Juan Manuel de Prada. :: DAVID GONZÁLEZ-EFE primera, esto es, la consideración de que ‘Mirlo blanco, cisne negro’ viene a ser, como diría Camilo José Cela, «una purga del corazón» de Juan Manuel de Prada, que incluye tanto la sátira implacable
de la farándula literaria actual, con sus dos facciones turnantes, la de las «viejas glorias» y los «nocilleros», como la confesión, humilde e inverecunda, de los propios pecados y yerros que el escri-
Premios y premiados
H
ace no mucho les hablé de la última novela premiada con el Hugo, ‘El problema de los tres cuerpos’, del chino Cixin Liu. Mencioné la expectativa que había provocado al ser la primera que recibía este premio que no estaba escrita en lengua inglesa. Les dije también que, a mi juicio, aunque tenía cosas interesantes, tampoco me parecía una novela especialmente remarcable. Haciendo estas mismas consideraciones con un amigo fue como descubrí a Anna Starobinets. Lo que me dijo mi amigo fue que no entendía
cómo, si se trataba dar el premio a una novela escrita en otra lengua que no fuera el inglés, habían escogido precisamente ‘El problema de los tres cuerpos’, cuando había cosas por ahí bastante mejores, como, por ejemplo, cualquiera de las obras de la rusa Anna Starobinets. Yo había oído hablar de ella, pero aún no había leído nada. Resolví, en ese momento, enmendar esa carencia. Y así, dos libros después –aunque en realidad solo hacía falta uno–, he resuelto que mi amigo tenía toda la razón del mundo, y Anna Starobinets ha pasado a formar parte del
club selecto de ‘las escritoras que me gustan mucho’. En este club, que no es pequeño, pero tampoco muy extenso, encontraran ustedes a Ursula K. Legin, Angela Carter, Marguerite Youcenar, Angélica Gorodicher, Silvia Plath, Clarice Lispector, y a otras más que no menciono porque las enumeraciones demasiado extensas son de mal gusto. Se compara a Anna Starobinets con Stephen King – la King rusa, la llaman algunos publicistas, que saben mucho de vender pero no tienen idea de literatura–, pero lo cierto que es que no tienen
tor ha ido cometiendo a lo largo de su carrera. Una lectura que se limite a esto puede resultar un ejercicio entretenido en la medida en que se juegue a buscar los referentes del texto,
EL TALISMÁN DE LA COSTURERA CIRO GARCÍA
casi nada que ver. Sus tratamientos del hecho terrorífico, de lo macabro, son bastante diferentes, los efectos que consiguen, distintos. Por ejemplo, mientras que en King el terror suele tomar la forma de una amenaza concreta, en la escritora rusa son los hechos desnudos, o una acumulación de estos, los que van produciendo distintos grados de incomodidad, temor y extrañeza. También, y
los personajes en clave, la verdad real que su trasunto literario enmascara o revela; pero será a la postre un trabajo estéril y desorientador, porque el componente de ficción, no pequeño, que el escritor ha introducido, hace que el libro esté mucho más cerca, si se me permite poner estos ejemplos, del ‘Diario de un escritor’ de F. M. Dostoievski, que de ‘El pez en el agua’, de M. Vargas Llosa. Por el contrario, enfrentarse a ‘Mirlo blanco, cisne negro’ como lo que realmente es, una ficción realista, de ambiente madrileño contemporáneo, dejando a un lado el mayor o menor uso que el autor haga de su memoria y experiencias personales, permitirá a sus lectores adentrarse en una novela, si clásica y convencional en la forma, altamente original por el tema elegido y convincente por el retrato de sus personajes. Porque es en estos aspectos, los propiamente creativos, donde Prada da la talla como narrador. El novelista ha diseñado dos protagonistas de igual importancia cuantitativa en el curso de la historia: un escritor principiante de provincias que llega a Madrid, conoce a otro escritor, maduro y famoso aunque de reputación sulfúrica en el ambiente giliprogre de la farándula madrileña, y surgida la amistad el segundo ayuda al lanzamiento del primero, a partir de lo cual se desencadena un drama de egos y generosidades, de desafíos a la corrección política y allanamientos a la misma, que concluye con el triunfo del uno y la destrucción o el eclipse total del otro. El retrato de ambos, así como el de las figuras que los rodean y su entorno, es de gran brillo y verosimilitud, pero el mérito singular de esta
esto era inevitable, se la compara con Kafka. Y ahí no voy a dar ni quitar la razón. Solo apostillar que tal vez más que kafkiana –y, en serio, ¿alguien sabe a estas alturas qué significa realmente kafkiano?, quiero decir que el adjetivo se aplica a tantas cosas que…–, más que kafkiana, digo, Starobinets es una autora ‘metamorfosiana’. Con esto quiero decir que muchos de sus cuentos y su novela ‘Refugio 3/9’, son en cierta medida revisiones, variaciones, o indagaciones sobre ‘La Metamorfosis’. Hasta tal punto que uno de los protagonistas de la novela que hemos citado debe aprender el arte de metamorfosear. Estos cambios, que ocurren, salvo en dos o tres casos, al azar, sin agente externo que los
MIRLO BLANCO CISNE NEGRO Juan Manuel de Prada. Espasa. 2016. 440 páginas. 21,90 euros.
novela es el personaje del escritor maduro, Octavio Saldaña, al que uno bien podría imaginarlo convertido algún día en un mito o un prototipo digno de entrar en el parnaso de los grandes sujetos de la literatura española, que no llegan a una docena, un hidalgo loco, una alcahueta, un criadillo pícaro, un engatusador de mujeres, una bella esposa misticoide, un magistral enamorado... y ahora este escritor salvaje, genial y autodestructivo, en el que es seguro que Prada ha querido trazar, no tanto su autorretrato ni una copia de ciertos conocidos escritores tremendistas que pudieron ejercer algún magisterio sobre él, cuanto el prototipo del artista auténtico de la palabra, poseído por el entusiasmo creador (unas veces) y por el arrebato o el demonio de la perversidad (otras). Esto es, una encarnación de lo demoníaco (ora en sentido favorable, ora desfavorable, ambivalencia propia del Diablo, como nos enseñó Ernst Bloch) en el mundo de la literatura. Un ejemplo de lo que es, por decirlo con palabra más llana, la inspiración, ese impulso creativo, esa cosa que tanto niegan, porque la desconocen completamente, los escritores de nuestro tiempo, tanto las viejas glorias como los nocilleros.
provoque, no afectan solo a personas. Quiero decir que no siempre es el personaje el que cambia, aunque siempre es en mayor o menor medida víctima del cambio. Puede darse un cambio, más simple, pero no menos misterioso, de un documento, para que literalmente toda la vida del protagonista, se vea patas abajo. A veces, también, es el mundo entero el que cambia, dejando a los personajes a merced de unas circunstancias nuevas, desconocidas, a las que no saben bien como adaptarse. Por esta y otras muchas razones, estoy de acuerdo con mi amigo. A la hora de otorgar el Hugo, hay autores mejores, o más interesantes que el chino Liu. Anna Starobinets, por ejemplo.
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LITERATURA INFANTIL Y JUVENIL
Las orillas de la vida
Cuatro historias en busca de la verdad olvidada
JOSÉ GIMÉNEZ CORBATÓN
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La muerte no es, como se cree, algo malo. Es ella, mejor que la vida, una buena amiga del hombre, la que lo libera de cualquier mal. La que lo hace, al fin, libre, permitiéndole abandonar lo que llama existencia con las manos, los hombros y el corazón ligeros, sin carga de ningún tipo: otra orilla de la vida que guarda la felicidad. En sus tinieblas reina el fulgor de la luz y la abundancia, pues ya nada le falta. Pero no desaproveche el hombre su estancia en la tierra, por breve que sea: contemple el mar, el horizonte, el aire. No se deje engañar por los aparentes avances que las invenciones modernas le aportan: empiezan por distraerlo del tedio, o así lo parece, pero no tardan en decepcionarle obligándole a esperar otras. Así, le esclavizan. El progreso puede resultar un maestro difícil: ¿hasta dónde pretende llevarle? Debería bastar con dirigir la mirada hacia el claro cielo, transitar desde el comienzo hasta el final del tiempo paso a paso. Si bien es cierto que se ha de vivir entre el abismo indomable de una vida libre, y la obligación de compartirla con los demás en la jaula que ello comporta, trate el hombre de buscar un equilibrio entre la verdad que le sugiere el incesante fluir del cercano río o la inquietud eterna, altiva y al tiempo sosegadora del mar, y los avances inevitables por los que apuesta. No permita que el teléfono o la penicilina, son solo dos ejemplos, tan útiles, le atrapen más allá de lo imprescindible. ¿Vale la pena errar por la existencia después de haber dejado de ser aptos para ella? No queda pues sino vivir de contradicción en contradicción: resulta el único modo de que la duda se resuelva en certidumbre. El párrafo anterior glosa algunas de las vivificantes reflexiones que atesoran los personajes de ‘El río sin descanso’, novela corta de Gabrielle Roy (1909-1983) que
Gabrielle Roy.
Roy no niega las contribuciones de este progreso, pero refleja la perplejidad de los modos de vida tradicionales la gijonense Hoja de Lata Editorial nos ofrece junto a los relatos ‘Los satélites’, ‘El teléfono’ y ‘La silla de ruedas’, ficciones que ella misma agrupó bajo el título ‘Tres novelas esquimales’. Después de leer el conjunto, dice mucho (y mal) de nuestra actual industria editora que sea esta la primera vez que se traduce al español a la escritora quebequesa, una de las más notables representantes de la literatura canadiense del siglo pasado. Roy, como explica Olaya González Dopazo en el prólogo, nació en una familia francófona afincada en la provincia de Manitota, de población de habla inglesa. La marginalidad que tal situación le supuso la hizo sin duda interesarse por sectores considerados in-
EL RÍO SIN DESCANSO Gabrielle Roy. Prólogo de Olaya González Dopazo, Traducción de Luisa Lucuix, Gijón, Hoja de Lata Editorial, 2016, 268 páginas, 18,90 euros.
feriores desde el punto de vista social, como los obreros, los inmigrantes, o las diversas etnias que pueblan Canadá. Destaca Olaya González que para Roy «la figura del otro es una metáfora del ser humano que no pertenece a la cultura dominante», lo que la lleva a mostrar en sus libros «una profunda pasión por la diversidad humana» y a aspirar a un «multiculturalismo fraternal», consciente de las dificultades que tal voluntad acarrea a los pueblos «desposeídos, exiliados o colonizados». Pueblo colonizado es el de los esquimales, protagonistas de las cuatro narraciones que conforman la presente entrega. Roy, que trabajó como reportera después de ejercer de maestra con alumnos de familias inmigrantes, señala en una breve nota que conoció la cultura y el modo de vida esquimal («Somos prácticamente los últimos hombres del mundo que no conocen la guerra. Porque somos demasiado pobres y estamos lejos de las rutas de invasión…», afirma uno de sus personajes) en un viaje realizado a Ungava, península situada entre la Bahía de Hudson y el Mar del Labrador, al sur de la Tierra de Baffin. Roy describe el paisaje de tales regiones relacionándolo de modo simbiótico con sus primitivos y ancestrales habitantes. Nos hace compartir las inquietudes de los esquimales de Fort Chimo, población a orillas de la desembocadura del Koksoak, «río sin descanso». Son seres que se debaten entre la vida ancestral, que tan bien han sobrellevado hasta la llegada de los «blancos» del Sur, y los avances –casi siempre generosos- que estos les aportan. Roy no niega las contribuciones de este progreso, pero refleja y se identifica con la perplejidad, la duda permanente, que suscitan en los modos de vida tradicionales. Elsa Kumachuk, el rico y complejo personaje protagonista de la novela, simboliza a la perfección el conflicto que vivía la escritora: ambas, cada una a su modo, se muestran abocadas a «avanzar a través de lo desconocido». El resultado, en el caso de Roy, son unas historias de muy gratificante lectura.
Cuando la música se electrificó :: V. M. NIÑO Que Jordi Sierra y Fabra es el escritor español que más títulos publica al año es conocido, que toda esa producción va encaminada al público juvenil también, pero que sus comienzos laborales fueron en la radio fórmula, ya no tanto. Atando ambos cabos Siruela le ha encomendado hacer la ‘Historia del rock’ en su colección Nos gusta saber. El resultado es un interesante repaso por la evolución de una música basada en bandas pequeñas, sonido amplificado y sobre todo, la combinación de guitarra eléctrica, endemoniado ritmo y frenesí danzarín. Desde mediados de los 50 hasta hoy, el rock con todas las ramas es el árbol que domina el bosque sonoro de nuestro tiempo. Especialmente curioso resulta su relato de las primeras décadas, el manantial de la música negra del que brotó, el proceso de integración racial, la importancia del lí-
der vocal de grupos de cuatro o cinco intérpretes que barrieron a las bandas de metales, pequeñas orquestas más caras. El aire subversivo por los movimientos ‘diabólicos’ que provocaban al ser escuchada dio al rock una dimensión estética y social. Tomó las radios y sus detractores intentaron frenar su expansión haciendo saltar el ‘caso Payola’, que se repetiría con cierta periodicidad. Llevaron a los tribunales a
HISTORIA DEL ROCK Jordi Sierra y Fabra. ilustraciones de Xavier Bartumeos. 270 páginas. 19,95 euros.
los disc-jockeys acusados de aceptar sobornos por pinchar determinados discos. Respuesta; las radios piratas. La historia de los Beatles, la de los Rollings, la del rock folk de Dylan, están en sus comienzos. Estados Unidos y Gran Bretaña compiten por la hegemonía en un mercado ya anglosajón. El sonido Motown, el movimiento hippy los grandes festivales encabezados por Woodstock. Los sesenta son un frenesí continuado en el que se suceden nuevas bandas de rock, canción protesta, rythm&blues, los ecos del soul, todo cabe en esa nueva corriente. En 1967 se produce la primera ópera rock, ‘Hair’, underground en su origen y al medio año en Broadway. Todo es susceptible de comercializarse. El club de los 27 (los suicidas), el glam, el walkman, y una larga lista de bandas que han añadido capítulos a esta entretenida historia.
Un amigo inmensamente grande :: V. M. N. Algunos de los mejores cuentos para niños han salido de padres o familiares, de quienes tienen que entretener a su prole, de quienes pueden escribir ‘a medida’. Shel Silverstein, poeta, cantautor, guionista, llega 17 años después de su muerte por las traducciones que Kalandraka está haciendo de sus cuentos. Los destinatarios eran sus hijos. Ya dimos cuenta aquí de su excepcional cuento ‘El árbol generoso’, en el que el medio ambiente y la amistad centraban el mensaje. En este caso es también la amistad el
¿QUIÉN COMPRA UN RINOCERONTE? Texto e ilustración de Shel Silverstein. Kalandraka. Colección Libros para soñar. 48 páginas. 15 euros. A partir de 4 años.
motor que une al niño y una peculiar mascota, un rinoceronte. De desproporcionadas proporciones, este amigo, que siente igual que su dueño, causa catástrofes y no sabe medir sus fuerzas. Sin embargo, sus dimensiones no son ningún problema. El rinoceronte las saca provecho haciendo otras cosas con sus semejantes. Con unos recursos gráficos mínimos, Silverstein juega con el desequilibrio físico y la proximidad psíquica con el niño. Es una amistad sin prejuicios, por encima de cualquier condicionante externo.
14 LA SOMBRA
Sábado 12.11.16 EL NORTE DE CASTILLA
DEL CIPRÉS
U
na consulta a la Fundación del Español Urgente (Fundéu) reza así: «En algunas regiones de España, como Extremadura, se usa el verbo quedar, a mi modo de entender, de forma inapropiada, como por ejemplo en las siguientes frases: Me quedé el paraguas en casa. Me quedó plantado. Serían tan amables de explicarme la razón gramatical por la que dicho uso es incorrecto?». Parece que los extremeños están bastante concienciados de este uso porque en ‘El Periódico de Extremadura’ (19/09/2013) puede leerse que alguien que llegara por primera vez a Cáceres «advertiría rápidamente la confusión entre ‘dejar’ y ‘quedar’ o entre ‘caer’ y ‘tirar’, con esa tradicional incapacidad para distinguir la transitividad de algunos verbos». Y entre las «24 cosas que solo entenderás si eres de Extremadura», un post que pueden leer en Internet, está esta: «Has tenido que aguantar más de una bronca o una cara extraña cuando usabas el verbo ‘quedar’ por ‘dejar’. Y a nadie le ha valido como excusa lo de ‘en Extremadura siempre lo hemos dicho así’». Pero este artículo no va de la forma de hablar de los extremeños. Seguro que muchos de ustedes también dicen que le han quedado a deber al frutero dos euros, que se han quedado las llaves en casa oque han quedado la casa al cuidado de sus hijos. Si es así, bienvenidos al club de quienes quedan todo en vez de dejarlo, un uso propio de quienes se han criado en la zona occidental de la península, en áreas pertenecientes al antiguo dominio del dialecto leonés. Tal vez alguien les haya hecho algún comentario al respecto o les haya llamado la atención sobre este uso, tan frecuente en esta zona, del verbo ‘quedar’ en vez de ‘dejar’ con los significados de: a) poner o colocar a una persona o cosa en el lugar o de la manera que se desea, le corresponde o le conviene (Pueden quedar sus abrigos en los percheros de la entrada; Quedé la
USO Y NORMAS DEL CASTELLANO MARÍA ÁNGELES SASTRE PROFESORA DE LENGUA ESPAÑOLA EN LA UVA
SOBRE EL VERBO ‘QUEDAR’
Más normas y recomendaciones para el uso correcto del castellano. Envíe sus consultas a: elcastellano. elnortedecastilla.es
camisa en el cajón derecho); b) ceder algo que no va a utilizarse (Ha quedado una fortuna inmensa a sus hijos); c) abandonar a alguien o una propiedad en determinado estado o situación al marcharse o morirse el propietario (Quedó seis millones en el banco); d) hacer que algo o alguien quede en determinado estado o situación mediante una acción o influencia (Me has quedado preocupada; Has quedado el vestido como nuevo); e) producir una persona o una cosa un efecto sobre algo como resultado de su presencia, paso o acción (Estos zapatos quedan huellas); f) producir algo cierto beneficio o ganancia (La participación en la exposición no nos ha quedado ningún beneficio); g) dar algo a una persona para que lo cuide o arregle (Quedar los pantalones en la tintorería); h) reservar o guardar algo con alguna finalidad
(No te comas todo el pan, queda algo para la cena); i) Olvidar algo en algún lugar (He quedado las llaves de casa en la oficina). Manuel Seco, en el ‘Diccionario de dudas y dificultades de la lengua española’, tilda este uso de regional y vulgar. Para otros gramáticos se trata de un uso dialectal peninsular que no pertenece al español estándar culto. La RAE, en el ‘Diccionario panhispánico de dudas’, sostiene que «es impropio del habla culta su uso como sinónimo de ‘dejar’». La razón es que el verbo ‘quedar’ es intransitivo y por ello no puede llevar complemento directo; por tanto, no debe utilizarse como sinónimo de ‘dejar’ para hacer referencia a las realidades que acabo de exponer. Los casos presentados son un ejemplo de la llamada ‘transitivización’ de verbos intransitivos, es decir, verbos intransitivos usados como si fueran transitivos. El tan recordado profesor salmantino Antonio Llorente, en un artículo de 1980 (‘Consideraciones sobre el español actual’), decía que este uso «hoy tiene gran vitalidad, todavía, en todas o casi todas las comarcas occidentales, principalmente en Zamora, Salamanca y Cáceres, y también, aunque con menos fuerza, en León, Palencia, Valladolid y Ávila»; e insistía en el carácter vulgar y regional de esta construcción y en su ilicitud, «aunque en el dominio leonés sea el pan nuestro de cada día, y nadie que se haya criado en él –yo tampoco– (decía) pueda erradicarlas de su habla espontánea». Mi recomendación es que los hablantes que sean conscientes de este uso –un uso que no puedo decir que sea incorrecto porque no consta como tal en ningún manual de estilo o diccionario de dudas– lo corrijan y que los profesores intenten llamar la atención sobre este uso en las aulas porque está bastante presente, si mi oído no me falla, en el habla de abogados, economistas, profesores, médicos, ingenieros y periodistas, todos ellos prototipos del habla culta.
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Falcó. Arturo Pérez Reverte (Alfaguara)
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La casa de los 20.000 libros. Sasha Abramsky (Periférica)
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Los herederos de la tierra. Ildefonso Falcones (Grijalbo)
Todo esto te daré. Dolores Redondo (Planeta)
Mis momentos. Andrea Camilleri (Duomo Nefelibata)
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Patria. Fernando Aramburu (Tusquets)
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Dylan poeta. Visiones del pecado.C. Ricks (Catarata)
Cuchillo de palo. C. Pérez Gellida (Suma)
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Los herederos de la tierra. Ildefonso Falcones (Grijalbo)
La hija de Cayetana. Carmen Posada (Espasa)
El señor de las estrellas. Caballero San Martín (Amarante)
La montaña de coral. N. Cactus y T. D’Incalci (Fragatina)
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Los secretos que jamas te... Alberto Espinosa (Grijalbo)
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Homo Deus. Yuval Noah Harari (Debate)
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La magia del orden. Marie Kondo (Aguilar)
Las uvas de la ira. Hector Castiñeira (Plaza & Janés)
La era de la Yihad. Patrick Cockburn (Capitán Swing)
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Ser felíz no es caro. Miguel Ángel Revilla (Espasa)
El amor te hará inmortal. Ramón Gener (Plaza & Janés)
Estudios del malestar. José Luis Pardo (Anagrama)
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Las uvas de la ira. Hector Castiñeira (Plaza & Janés)
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De animales a dioses (sapiens). Y. Noah Harari (Debate)
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El universo en tu mano. C. Galfard (Blackie Books)
80 valores y virtudes que te... V. Monreal (San Pablo)
La Invención de la Naturaleza. Wulf (Taurus)
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Falcó. Arturo Pérez Reverte (Alfaguara)
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Los herederos de la tierra. Ildefonso Falcones (Grijalbo)
La corte de los engaños. Jambrina (Espasa)
Harry Potter y el legado... J. K. Rowling (Salamandra)
El Amor del Revés. Martín (Anagrama)
Todo esto te daré. Dolores Redondo (Planeta)
Mirlo blanco, cisne negro J. M. de Prada (Espasa)
Todos los cuentos. Raymond Carver (Anagrama)
La Carne. Montero (Alfagurara)
La maldición de la reina Leonor. Peridis (Espasa)
La caza del carnero salvaje. A. Murakami (Tusquets)
Los herederos de la tierra. Ildefonso Falcones (Grijalbo)
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Homo Deus. Yuval Noah Harari (Debate)
Ascensiones en la Montaña Palentina. Villegas (Pindia)
Las uvas de la ira. Hector Castiñeira (Plaza & Janés)
El universo en tu mano. C. Galfard (Blackie Books)
La España Vacía. Del Molino (Turner).
Guía del cielo 2017. Enrique Velasco (Procivel)
Las escuelas que cambian el mundo. Bona (P&Janés)
SPQR. Mary Beard (Crítica)
La Resistencia Íntima. Esquirol (Acantilado).
El universo en tu mano. C. Galfard (Blackie Books)
Ni pena, ni gloria. F. Grande Marlaska (Planeta)
La Invención de la Naturaleza. Wulf (Taurus)
La Edad Moderna. Ribot (Marcial Pons).
El cacique de Grijota abraza el fascismo. VV AA (Región)
El acontecimiento poético. J. I. Tundidor (Del laberinto)
Ni pena, ni gloria. F. Grande Marlaska (Planeta)
La Invención de la Naturaleza. Wulf (Taurus)
Plantas de uso tradicional... Pascual/Herrero (Náyade)
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En el punto de mira. Baltasar Garzón (Planeta)
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Sábado 12.11.16 EL NORTE DE CASTILLA
No hay literatura inocente ORTIGAS A MANOS LLENAS SARA MESA
H
ace algunas semanas se produjo un notorio revuelo en el mundo cultural en torno a una carta de Víctor Erice publicada en ‘Babelia’ en la que el cineasta manifestaba su disgusto ante la reciente novela de Elvira Navarro ‘Los últimos días de Adelaida García Morales’. El título de la carta, ‘Una vida robada’, era tan contundente como su contenido: Erice acusaba a Navarro de apropiarse de la figura de su exesposa careciendo «de autoridad moral e intelectual» para ello, hablaba de las «consecuencias morales» de esta «descarnada utilización de vidas ajenas» –mencionando el sufrimiento del hijo de ambos–, y denunciaba incluso la «dimensión claramente publicitaria» del libro, el cual, deducía, habría producido «plusvalías mediáticas y comerciales de las que su autora se está beneficiando». Curiosamente, la carta de ‘Babelia’ –que, por cierto, abrió la edición del suplemento con una visibilidad sin precedentes– recogía también el aviso de la propia Navarro sobre el sentido de su novela –que no biografía–, del que Erice decía ser consciente: «Este libro es una obra de ficción. Todo lo que se narra es falso, y en ningún caso debe leerse como una crónica de los últimos días de Adelaida García Morales». ¿Dónde radicaba el problema entonces, según Erice? No en la falta de verdad, sino en la de veracidad: en la «imagen estrafalaria y esperpéntica» que se da de una persona con nombres y apellidos reales. He de reconocer que al principio –y no habiendo leído además la novela– el asunto me dejó bastante perpleja y sin una opinión clara al respecto. Cuando uno de los implicados –en este caso, Erice– habla de dolor, sufrimiento y
Nicole Kidman es Virginia Woolf en el filme ‘Las horas’, basado en la obra de Cunningham. :: AP personas reales, es complicado no darle, al menos emocionalmente, su parte de razón. Sin embargo, el debate es lo suficientemente complejo como para no despacharlo con este criterio y precisa ser abordado de manera más serena –no vi, por cierto, serenidad aquellos días, sino ataques despiadados y una especie de contabilidad subterránea de quién se apuntaba a qué bando y por qué–. A mí
me ha costado algún tiempo llegar a conclusiones, pero ahora me doy cuenta de que todas me hacen pensar que no, que las imputaciones de Erice no son justas. En primer lugar, el cineasta habla de autoridad moral e intelectual para escribir sobre personajes públicos, pero ¿quién decide qué individuos cuentan con esta autoridad? ¿Bajo qué criterios? ¿Puede el mismo Erice, por haber sido
Lo que sucede quizá es que el antónimo de inocente no siempre es culpable. O lo del dedo y la luna, más o menos
marido de García Morales, erigirse con dicha potestad? No hay –no debe haber– límites para los temas que aborda la ficción, ni siquiera el concepto de veracidad le es aplicable, como sí lo es a la biografía, al ensayo o a la historia. ¿Puede cualquiera escribir cualquier cosa sobre cualquier personaje público? Por supuesto, siempre que lo haga en el marco de la ficción y siempre que prevenga al lec-
tor de la ficcionalidad de los hechos. Ejemplos hay a montones: se me vienen ahora a la cabeza ‘El malogrado’ de Thomas Bernhard, que aborda la figura de Glenn Gould, y ‘Las horas’ de Michael Cunningham sobre la de Virginia Woolf. ¡Pero Navarro no es Bernhard ni Cunningham!, dirán algunos. No, Navarro es Navarro, y plantear esto es debatir sobre otra cuestión bien diferente. En segundo lugar, Erice culpa a la escritora de las consecuencias de una recepción mediática tendenciosa que poco tiene que ver con ella y de la que, a lo sumo, podrá ser acusada su editorial –hacer coincidir el lanzamiento del libro con el aniversario de la muerte de García Morales fue, en mi opinión, una decisión oportunista y desafortunada–. Sucede que por mucho que uno prevenga del carácter ficcional de las novelas, los medios de comunicación y los mismos lectores se empeñan en buscar rastros de verdad en ellas y en trazar correspondencias entre personajes reales y ficcionales, como ha sucedido recientemente en propuestas tan diferentes como ‘Farándula’ de Marta Sanz o ‘Mirlo blanco, cisne negro’ de Juan Manuel de Prada. Si encima el libro se maneja en márgenes resbaladizos, los errores de percepción están asegurados y se reproducen de artículo en artículo y de reseña en reseña. Por otro lado, ¿qué ha hecho ‘Babelia’ al difundir la carta de Erice sino contribuir a la espectacularización mediática del libro? En tercer lugar, la carta habla de consecuencias morales y las personaliza en el hijo común de Erice con García Morales. Nada se puede objetar a esto, salvo que, como bien sabemos, la literatura suele tener efectos difícilmente predecibles. ¿Duele leer algunos libros? ¿Molesta a los allegados y familiares de los que los inspiran? ¿Molesta a los de los propios escritores? ¿Quién puede determinar qué duele y qué no? ¿El dolor es de por sí justificación para el rechazo a un libro que no fue escrito con afán de dañar? ¿Cómo se diferencia el dolor de la ofensa? No hay literatura inocente, afirma el propio Erice. Por supuesto que no, y este es un claro ejemplo. Lo que sucede quizá es que el antónimo de inocente no siempre es culpable. O lo del dedo y la luna, más o menos.
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Sรกbado, 12.11.16 EL NORTE DE CASTILLA