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23 de agosto de 2009 AÑO 15 No. 737 $8.00 Fundado en 1995
DE LA ACTUALIDAD
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«¿Para qué rezo si Dios no me escucha?» En busca de la oración «que sí sirve» EL OBSERVADOR / REDACCIÓN
El pasado 16 de julio, durante la celebración de los doscientos años de la ciudad de La Paz, Bolivia, y con el aplauso y aprobación de los presidentes Hugo Chávez, de Venezuela; Rafael Correa, de Ecuador, y Fernando Lugo, de Paraguay, el presidente boliviano Evo Morales aseguró que la oración es usada por la jerarquía de la Iglesia católica «como una anestesia que hace dormir al pueblo». Aseguró que, «cuando no pueden dominarnos con la ley, viene la oración y cuando no pueden humillarnos ni dominarnos con la oración viene el fusil». Según Evo Morales, la oración no es entonces sino una práctica para manipular al pueblo; por tanto, las plegarias no sólo no tienen utilidad para el hombre común, sino que hasta le son dañinas. Muy diferente resulta lo que nuestro Dios y Salvador Jesucristo —que es el Camino, la Verdad y la Vida— nos enseña: «... Y todo cuanto pidan en la oración, lo recibirán» (Mt 21, 22); «Levantaos y orad para que no caigáis en la tentación» (Lc 22, 46); «Oren en todo tiempo , para que puedan escapar de todo lo que ha de venir, y comparecer ante el HIjo del Hombre» (Lc 21, 36). A veces nosotros, los cristianos, sin llegar al extremo de lo que enseña el mundo, tampoco le creemos tanto al Señor. Al menos, alguna vez nos han surgido preguntas como éstas: ¿Por qué le tengo que pedir a Dios si Él ya sabe lo que necesitamos?, ¿Qué caso tiene rezar si a mí Dios no me hace caso?, ¿Por qué el Señor no me concede nada si yo sólo pido cosas buenas? A estas interrogantes quiere responder El Observador en este número especial, para descubrir cuál es la oración «que sí sirve», y, desde luego, empeñarnos en ella.
EDITORIAL
PEDIMOS SU ORACIÓN En acuerdo con el número especial que usted, amable lector, tiene en sus manos, El Observador emprende una campaña de oraciones para poder seguir adelante, sirviendo a la Iglesia, como hasta ahora lo ha hecho. El panorama financiero es sombrío para todos. También lo es para nosotros. Nunca, en los 14 años y un mes que lleva circulando sin interrupción el periódico, habíamos atravesado por una situación económica tan delicada. No recibimos subsidios de nadie. Somos como cualquiera otra publicación, con la salvedad de que El Observador está en absoluta comunión con el magisterio de la Iglesia, en la batalla por recuperar en México la presencia católica en la cultura, en la vida pública, en la familia y en el corazón de los seglares. No queremos ocultar el sol con un dedo: estamos en apuros. Por ello, les pedimos, humildemente, sus oraciones y, de ser posible, su ayuda material. Entendemos que lo más importante es el espíritu. Y que si hay unión de los cristianos a favor de una empresa como ésta, Dios escuchará nuestra súplica. El Observador es suyo; vive de su amabilidad, de su lectura. Nos comprometemos a seguir haciendo periodismo de calidad, porque es el único periodismo que responde a las necesidades del mundo y al mandato de Jesucristo. ¡Por favor, ayúdenos a seguir cumpliendo nuestra misión!
Periodismo Católico
PÓRTICO
SENTIDO
COMÚN
POR JAIME SEPTIÉN / JAIMESEPTIEN@GMAIL.COM
En el debate hacia la reforma del artículo 2 de la Constitución local ha habido un gran «convidado de piedra»: el sentido común. Se nos dice que no podemos detener el reloj de la historia; que el progreso nos invita a considerar que existen personas a las cuales se les puede tratar como cosas y cosas a las cuales se les puede tratar como personas. Desde el punto de vista de las cosas como son, es que la vida es la vida y que donde hay vida no puede no haberla. Que donde hay un «quién» no hay un «que»; donde hay un «alguien» no hay un «algo». El problema que enfrentamos es el de querer definir la vida. Porque la vida es –por sentido común– indefinible, es un misterio o es un milagro, que si se pretenden definir dejarían de ser tales. La vida se define por sí misma: es un principio que tiene por principio su propio principio. Un ser humano no es un «qué» que a la doceava o a la catorceava semana o al tercer minuto después de la concepción se convierte en un «quién»; «algo» que se vuelve, como por ensalmo, «alguien». Es una tontería que solamente los ideólogos o los intelectuales –que son los más crédulos que nadie en el mundo– pueden esgrimir como verdad irrefutable. En estos debates sale a relucir el progreso una vez y otra vez. A quienes se les mira por algún lado la fe, se les endilga ir en contra del progreso de la sociedad. No veo por donde sea mejor una sociedad que quiere definir el principio de la vida a otra que se conforma con defenderla desde el principio. Pero hay algo más: nosotros inventamos el progreso. Por lo tanto, nosotros podemos cambiar el giro de sus pasos. Más si esos pasos conducen al abismo donde el débil no tiene voz, no tiene voto y no tiene derecho a lo único que tiene derecho: a vivir. Apostar por el sentido común en el debate por la vida es dejar a un lado la vida definida por los «expertos» y legislar a favor de la vida vivida por los vivientes. Cualquiera sabe qué es vivir. Y se aferra a esa sabiduría que nos viene de muy lejos, que nos viene desde el principio de la humanidad, sea cuando Dios sopló sobre las narices de Adán, sea cuando permitió que la cadena de la evolución derivara en esta majestuosa criatura llamada hombre. Ahí está la vida. ¿Es tan difícil reconocerla desde una tribuna legislativa? Los legisladores que tienen en sus manos la creación de buenas leyes, leyes que fomenten el bien común ¿de veras creen que van a tener algún poder sobre esa fuerza sobrehumana que nos atenaza y que constituye nuestro mayor tesoro en el trasunto de la existencia? Por supuesto que no. Señores legisladores: acaben con este debate. Voten por el sentido común.