982 El Observador de la Actualidad

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Curso de Formación Social para Empresarios

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4 de mayo de 2014

AÑO 19

Periodismo católico; FE QUE SE HACE CULTURA

No. 982

$10.00

La verdadera y grande belleza Crónica de la canonización de Juan XXIII y Juan Pablo II Una felicidad que viene de lo alto

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Por Mayte Septién Urquiza

La gente y nosotras no dejábamos de aplaudirle ya que siempre vamos a reconocer el gran acto de obediencia y humildad de Benedicto XVI. Las lágrimas fluían naturales cuando la gran figura de nuestro Papa actual apareció: no se podía escuchar otra cosa que gritos y aplausos dirigidos a él desde lo más profundo de nuestros corazones. Pero esto se elevó a otro nivel cuando pronunció las palabras de aceptación: tenemos dos nuevos santos en la Iglesia… Nos volteábamos a ver como con ganas de felicitarnos y abrazarnos. Después se dio comienzo a la Misa y todos seguimos las mismas reglas que se siguen en la Casa de Dios: no hubo nadie que olvidara cómo se debe de comportar uno en el templo, aunque la bóveda del templo fuera la mañana encapotada de Roma.

Cómo comenzar a narrar la experiencia que viví el día de la santificación de dos héroes de carne y hueso? Por el principio; por el momento en el que le pedí a Dios que me diera una señal; la señal de si debía ir o no a las cuatro de la mañana de ese día, a buscar un pequeño lugar en donde pudiera ser parte de ese gran acontecimiento histórico. Mi cuerpo me decía que me quedara en casa (la multitud de turistas, peregrinos, curiosos en Roma era, desde los días anteriores, desbordante) y mi corazón palpitaba cada vez que me hacía la pregunta: ¿iré?

El premio de los que fueron fieles La respuesta de Dios no tardó ni cinco segundos: mi «señal» llegó por medio de una gran mensajera y acompañante, que tengo el orgullo de tener como mi hermana. ¡Vamos!, me dijo con resolución; no obstante, a ella tampoco le respondía muy bien su cuerpo. Los siguientes minutos transcurrieron rápidamente. Con tantas emociones y sentimientos encontrados, no lograba prestar atención en dónde estaba. Un gran escalofrió me despertó por completo y me di cuenta que me ubicaba caminando por las calles de Roma, rodeada de gente que compartía el mismo interés que yo. Esto hizo que un pensamiento llegara a mi mente: es tan grande el amor de Dios por su creación que sigue premiando a aquellos que fueron fieles y valientes a su misión. En este caso a dos grandes seres humanos que no sólo fueron fieles y valientes, sino que, cuando hablaban, predicaban amor, amor por la humanidad, amor por la cruz y amor por Aquél que es amor en Sí mismo.

Miles movidos por un mismo fin Esto fue lo que nos movió a miles y miles de seres humanos de diferentes países, razas y tamaños a estar ahí. Unos

llegaron desde días antes, otros llevaban una noche y también había los que apenas íbamos en camino. Todo comenzó a ponerse más difícil, cada vez se podía caminar con mayor dificultad. Nos encontramos en un dilema, seguir por donde ya no se podía casi respirar o encontrar otra vía cerca, en donde hubiera una pantalla y verlo desde ahí. Al final no tuvimos que decidir, ya que los policías tomaron la decisión por nosotras y ésta fue presenciar la santificación a través de una gran pantalla, rodeada de puros fieles, al final –muy al final—de la Vía de la Conciliación.

La primera lágrima Nos instalamos en un pequeño huequito a esperar que diera inicio la celebración. Mientras las horas pasaban, podía ver

como todos iniciaban a defender sus lugares de tal manera que a algunos se les olvidó el por qué estaban ahí y qué era lo que estaban esperando. Por fin comenzó y quiero decir que nunca había presenciado algo así, algo en donde cada aplauso cada lágrima y cada suspiro llevara de la mano el sentimiento de la piel «chinita» constante. Lo primero que me hizo derramar una lagrima fue el reconocer una cara familiar en la pantalla, y a los lejos, muy lejos, relacionarla con la cúpula de San Pedro. Una cara cálida, una cara humilde, una cara perfecta: la cara de aquél que cedió su lugar a un nuevo Pastor, la cara de un Papa emérito que —con dificultad— se colocó en su lugar, a un lado de los cardenales, en la sencillez del que reza a Dios por su sucesor y por la Iglesia.

El misterio de la Misericordia El Papa Francisco pronunció su homilía; una homilía que estaba inspirada no sólo por el Espíritu Santo sino por la voz misma de Dios. Cada palabra era perfecta, cada frase estaba construida para dejar huella, para habitar siempre dentro de nuestra alma; sobre todo por la siguiente frase que resume en ella el secreto de cómo Dios nos ama tanto ya que «el misterio de la misericordia divina siempre espera, siempre perdona, porque siempre ama». El regreso a casa fue difícil, pero jamás cambiaría una milésima de segundo de lo que viví, ya que fui partícipe del premio más grande que puede recibir el hombre, otorgado de las propias manos de Dios: el premio de la santidad.


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