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El Nazareno de los antigüeños

María Elena Schlesinger

El Domingo de Ramos es día de fiesta en la Antigua Guatemala. Amanecemos temprano, con el corazón jubiloso, entre repiques de campanas llamando a la misa, la del evangelio más largo y entrañable, el que narra la pasión de Cristo. El desayuno lo hacemos ligero, apurándonos, y dejamos la casa emocionados porque es día de la procesión más esperada del año, la Jesús de la Merced, el Nazareno de los Antigüeños.

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La calle es un revuelo, y a la vuelta de la esquina, nos encontramos con el cortejo de la borriquita. Hay música festiva, bailes y piruetas que rememoran la entrada triunfante de Cristo a Jerusalén. Un Jesús pequeñito, de no más de siete años va montado una burriquita, y nos bendice con su manita extendida. Viste túnica de satín blanca con rojo y lleva en su cabeza una peluca de cabello rizado en forma de canelones. Va muy serio, embebido en su papel de nazareno, creyéndose un poquito Jesús de Galilea entrando entre vítores y palmas a la ciudad sagrada de Jerusalén.

El parque está retumbante de gente. El calor sofoca y los sentidos se agudizan. Un aroma suave entre miel suave de flor de jacaranda, corozo e incienso se entremezcla con el sopor del aire caliente de la mañana. Desde el atrio de Catedral, vemos un vaivén morado de túnicas de cucuruchos moviéndose al unísono por entre los árboles, como gigantes bailando en un convite. Los niños gritan. Las vejigas aletean en el aire. Los ronrones traquetean. Gritan los vendedores de mango; gritan los de los pirulís de colores y los de los algodones de dulce. El tilín tilin tilín de las campanillas no dejan de anunciar los helados de vasitos y cornucopias. El parque es un mercado, como el que encontró Cristo a la entrada del templo.

A lo lejos, escuchamos los dobles de campana de la iglesia mercedaria. Jesús está por salir de su templo, por lo que urge aligerar el paso. La Séptima es un verdadero jolgorio. El empedrado está cubierto por una alfombra gigante de flores y aserrines, arte efímero en su máxima expresión, y cientos de manos hormigas dan los últimos retoques a las alfombras. Todas tienen su gracias, según el entender de la gente, porque son devocionales para Jesús de sus amores… Las hay de frutas y verduras: remolachas gigantes, zanahorias generosas en carnes y repollos frescos inmensos como los que crecerían en el Paraíso Terrenal en tiempos de Adán y Eva. Ventaneando, pasadita la Compañía de Jesús, están los tres perritos vestidos de morado, esperando también que pase la procesión.

Después de una larga caminata, detenemos la marcha. La procesión ya viene cerca, a la vuelta, y buscamos el cobijo de una sombra o de un alero para prepararnos a su encuentro. Los zapatos duelen, las manos sudan y la gorra no basta para cubrirnos del sol. El mundo entero se está reunido en esa esquina, y en medio del bullicio, y a pesar del cansancio y la fatiga, le agradecemos a Jesús de la Merced una y mil veces el poder vivir otra Cuaresma, otro Domingo de Ramos, rodeados de los nuestros, esperándolo felices, un año más, con amor y devoción.

La música de la marcha procesional se escucha cada vez más cerca y entre nubes blancas de incienso va apareciendo Jesús. El anda se mueve como barco y los remos son cientos de cucuruchos de morado que lo llevan cargando en sus andas. El corazón se emociona y la piel se enchina, como de pollo, y las mariposas moradas revolotean en la panza. Jesús Nazareno pasa despacito a nuestro lado, al ritmo pausado de una marcha procesional, y es entonces cuando se sucede la magia, Jesús me mira a los ojos y me habla quedito al oído. Se hace el silencio. La calle enmudece. No hay ruido ni calor ni apretura que nos moleste. Estamos frente a frente con Jesús Nazareno cargando la cruz a cuestas. Y la vida entera nos pasa en un segundo: Y vuelvo a ser niña, cuando mi padre aprieta mi mano apurándome para llegar a tiempo a ver la pro- cesión del Nazareno. Vuelvo a contemplar los ojos claros y pequeños de mi madre quien me miran con ternura, y mis hijas vuelven a ser pequeñitas, las cinco, y corren felices por la calle empedrada, haciendo una alfombra de ramitas de corozo, porque Jesús de la Merced, ya viene a la vuelta de la esquina, pasando frente la puerta de San Buena Aventura de San Francisco el Grande, al compás de la marcha Jesús Nazareno del perdón.

Jesús de la Merced ha estado siempre en nuestra vida de familia, quizás desde el día en que muy joven, me miró a los ojos y comprendí que sería antigüeña devota de sus fiestas cuaresmales. En aquella procesión de nuestros días de noviazgo, iba Jesús en medio de los cuatro temibles jinetes del Apocalipsis, triunfante, en alegoría, presagiando los males que nos depara este mundo.

El Domingo de Ramos es el gran inicio de la conmemoración de la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo, la gran festividad devocional antigüeña y guatemalteca que a los católicos nos identifica, une y abraza. Actos de fe y creencias heredados de nuestros ancestros. Aprendidas en el amor del ámbito doméstico, de la mano materna o de los abuelos, y que llega hasta nuestros días gracias a la Providencia Divina y a la magia sobrenatural e intangible de la tradición devocional.

Porque en el momento en que nuestra mirada se encuentra y entrecruza con la de Jesús de la Merced en acto de súplica, agradecimiento y oración, revivimos y conmemoramos nuestra historia de fe, uniéndonos en el tiempo hasta los primeros días, a nuestros ancestros en el humilde barrio de San Jerónimo de la Ciudad de Santiago, en donde hace más de trescientos años se inició la historia de amor, fe y devoción a Jesús del la Merced, el Nazareno de los Antigüeños.

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