Ganadores del concurso Telecápita 2011
www.elpurocuento.com núm. 11 50 pe s os
Las ciudades y los muertos, ∞ (2o. lugar) Diana López Italo pasó treinta y un años con doce días anhelando ver de nuevo la ciudad. Después de concentrarse hasta el dolor, sobre su cama, mientras los demás dormían, regresó a ella. La ciudad de Metztli, de paredes doradas y calles de agua. La última vez que la visitó, un esplendor magnífico cubría templos, mercados y dioses. Esta vez, con los ojos bien abiertos, se limitó a mirarla arder. Decisión (3er. lugar) Víctor Artasánchez
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erré mis ojos y juré no volver a abrirlos. —Ser un ciego voluntario es un capricho tonto —me reclamó Susana. A veces la oía sollozar hasta que, sin darme cuenta, la casa quedó en silencio. Un día decidí olvidar lo pasado y abrir los ojos. La luz me dolió. Tuve una duda repentina; me dio miedo. Busqué por toda la casa. Al llegar al jardín trasero, el olor me paralizó. Su cuerpo yacía en el pasto, inerte.
Cuentos de Antonio Moresco Nino Gallegos Luis Felipe Ferrá Daniel Alvarez
El Puro Cuento
La candente mañana de febrero en que murió Borges no era mañana, ni febrero y tampoco murió Borges, sino el otro, al que le ocurrían las cosas. Ya sé cuál de los dos escribe esta página.
número 11
Sin título (1er. lugar) Herson Barona
Cinescritura Robin Hood: La génesis de una leyenda Pájaros en el alambre: Los cuentos de Hoffman
José Antonio Platas
El cuento es el tigre de
la fauna literaria; si le sobra un kilo de grasa o de carne, no podrá garantizar la cacería de sus víctimas. Huesos, músculos, piel, colmillos y garras nada más, el tigre está creado para atacar y dominar a las otras bestias de la selva. Cuando los años le agregan grasa a su peso, le restan elasticidad en los músculos, aflojan sus colmillos o debilitan sus poderosas garras, el majestuoso tigre se halla condenado a morir de hambre. El cuentista debe tener alma de tigre para lanzarse contra el lector e instinto de tigre para seleccionar el tema y calcular con exactitud a qué distancia está su víctima y con qué fuerza debe precipitarse sobre ella... Wilis
Juan Bosch
México,
Índice
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df ,
2012
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Índice 4
Cuento negro
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Nunca le dije nada a nadie
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Inanición
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Santa muerte
Nino Gallegos
Luis Felipe Ferrá Daniel Alvarez
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El hoyo
Antonio Moresco
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Cinescritura Robin Hood: la génesis de una leyenda Estrella Asse
89 Cuente
José Antonio Platas
105 Pájaros en el alambre Los cuentos de Hoffmann Rebeca Mata Sandoval
110 Colaboradores
111 El once 112 El cuento gráfico José Antonio Platas
DIRECTOR
Carlos López
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Nunca le dije nada a nadie Nino Gallegos
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unca le dije nada a nadie lo que pasó con nosotros aquella tarde de mayo, cuando los tabachines florecieron en rojo en nuestras sangres, y si ahora lo voy a decir es porque soy el único sobreviviente de aquella masacre. Desde temprana la mañana, un rumor empezó
a escucharse: una caravana de sicarios venía matando gente y quemando casas. Alguien subió al campanario para tocar la campana y darnos por enterados que teníamos que ir a juntarnos en la plaza. Nos fuimos todos como si fuéramos a misa. Y no fue una misa. Fue una masacre. Aquel alguien había sido un sicario que bajó del campanario burlándose de todos nosotros, en tanto los otros sicarios nos habían cercado apuntándonos con sus cuernos de chivo, escopetas y pistolas. A la señal de aquel alguien que disparó una metralla de balas a la campana de la iglesia, los otros sicarios dispararon contra nosotros. Todos fuimos cayendo unos contra otros como queriendo abrazarnos para protegernos. Ningún llanto y ningún quejido, nos quedamos todos en silencio después de los balazos. A mí me pasó lo que tal vez no les pasó a todos los demás: vi cómo los botones en flor de los tabachines reventaron en flores rojas que me empañaron los ojos de una manera violenta e hiriente; sentí que el cuerpo se me quemaba por dentro. Dicen los que me encontraron
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Las enfermeras que estuvieron al cuidado de mis heridas con sus curaciones me dicen que las bolitas desaparecerán con el tiempo y que mejor deje de rascarme porque se me pueden hacer unas callosidades de tanto rascarme. Les pregunté que por qué no me habían rajado para sacarme las balas, a lo que una de las enfermeras me contestó que no habían sido balas, sino perdigones de escopeta y que entre ellas apenas se dieron abasto para sacarme todos los
Aarón Cruz, Página de nota roja, 1998
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en las afueras del pueblo que si no hubiese sido por el rastro de sangre que fui dejando al arrastrarme para llegar hasta donde quedé más muerto en esta vida que en la otra vida, quizás no me hubieran encontrado casi todo agujerado y desangrado. Tardaron meses en sanarme las heridas de bala; me quedaron en la espalda, en el pecho y en las piernas unas hinchazones en forma de bolitas entre duras y blandas que me dan comezón y se enrojecen cuando me las rasco.
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perdigones que se habían incrustado en la piel endurecida por el agua, el polvo y el sol del campo. Que le diera gracias a Dios por haberme hecho de pellejo duro. La verdad es que si nunca le dije nada a nadie es porque ha sido por miedo y luego porque nadie me preguntó nunca qué había pasado aquella tarde de mayo donde ciertamente florecen en rojo los tabachines. Si no lo hicieron los del ministerio público, menos lo hicieron los de derechos humanos, y al no hacerlo ellos es porque yo no hice ninguna demanda y menos ninguna denuncia. Cargué hasta con la culpa ajena por lo que nos había pasado. Despertaba bañado en sudor y mojado en orines como un chiquillo ahogándose en miedos fantasmas. Pensé en hacerme una limpia, pero una limpia no me iba a quitar el olor a sangre y a pólvora quemada, menos el olor a muerte. Me tiré a perder mentalmente para no recordar, en la confusión y en la matazón, lo que pasó aquella tarde de mayo; quería hacerme la idea que los tabachines solamente habían florecido flores rojas en los árboles de fuego: había sido tal su radiante floración que me enceguecieron momentáneamente los ojos y
no pude ver más de lo que sucedió aquella tarde de mayo. Para decir más que la verdad, aquella tarde radiante, arbórea y floral, no tenía porque haber sido tan sanguinariamente inhumana, y lo de inhumana tuvo su principal cómplice: el cura del pueblo, pues al hijo de la chingada lo dejaron irse nomás en cuanto nos estaban rodeando los sicarios. Y hubo algo más cabrón en esto de la masacre: los sicarios no eran sicarios. Eran policías disfrazados de sicarios. En esta guerra de militares contra narcotraficantes, cualquier patrulla de policía puede ser una caravana de sicarios, y otra verdad más que la verdad: uno no halla a quién arrimarse, en confianza, para sentirse seguro, porque parece que todo esto viene desde lo más alto hasta lo más bajo de los que se dicen que son nuestros gobernantes y autoridades. Aquí, en este triángulo de muerte que es Sinaloa, Durango y Chihuahua, un pueblo como el nuestro ha sido desaparecido, por no decir masacrado. A quiénes pudo haberles importado la muerte de 86 habitantes de un pueblo que tiraba para pueblo fantasma. De alguna manera estábamos habitándolo para algún día desaparecer sin
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lo que estaba viendo era que el cuerpo me lloraba desde adentro. Condolida la expresión en el rostro de la muchachita, lloró conmigo como cuando una hija llora junto al padre para acompañarlo en el dolor compartido, aunque nunca he sabido y menos sentido qué se siente que un hijo llore conmigo, porque apenas hacía unos meses que me había casado y mi esposa fue una de las víctimas en la masacre; no pude protegerla ni llevarla a sepultar al camposanto del pueblo, tuvieron que hacerlo algunos empleados de una funeraria de la cabecera municipal de Otáez, a pedido y gasto de la alcaldía. Al único que le avisaron en qué parte del panteón fue enterrada mi compañera fue a mí; me dieron las más sentidas condolencias por parte del presidente municipal y su esposa. Lo que me llamó la atención fue haber visto al comisariado ejidal acompañando a los condolientes oficiales de la burocracia municipal, pues lo vi en aquella tarde de mayo, salvo que se haya salvado quién sabe cómo. Entonces somos tres sobrevivientes: el cura que huyó o dejaron que huyera, el comisariado sin ninguna herida, y yo casi todo perforado. Las heridas, más que cicatrizadas, me han quedado
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que nadie se hubiese enterado de nuestra desaparición. Aquí, en la desconfianza y en la inseguridad de lo que es este país en donde vivimos los que malvivimos y sobrevivimos, si nunca le dije nada a nadie es porque ya lo dije antes. Es que mejor hay que andarse con tiento porque viéndome alguno de los policías y los del ministerio público todo perdigoneado, los muy sinvergüenzas me estaban acusando, al mismo tiempo que me metían los dedos en las heridas, de ser uno de los sicarios que masacraron a la gente del pueblo. Nunca me había sentido doblemente tan indefenso como cuando la masacre y cuando me acusaron de la misma. Cuando dejaron de estarme chingando porque una enfermera intervino para atenderme, empecé a llorar no por el dolor de las heridas. No. Fue un llanto de impotencia ante el poderío de los hombres y la apatía de Dios. La enfermera, una muchachita, creyó haberme lastimado. Le dije que siguiera limpiándome las heridas porque sólo así podía calmarme un poco. Me di cuenta que de las heridas estaban saliendo lágrimas de sangre. Si había sentido que el cuerpo se me quemaba por dentro, ahora
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como botones en flor a punto de reventarme en la piel, y cada vez que me rasco una bolita-un botón siento por debajo de la piel una sensación de querer seguir rascándome pensando en mi joven esposa muerta entre la gente masacrada como ella, en el cura y en el comisariado; de mi esposa y la gente del pueblo, unas vidas que no tenían por qué haber sido masacradas así con la muerte. Si lo sicarios son iguales que los policías y los militares, no he entendido todavía por qué el presidente de este país se ha entercado hasta esa arrogante insensibilidad que lo muestra chaparramente de la cabeza a los pies. Se ha pasado y creo que se ha sobrepasado más acá de los muertos y más allá del deber civil para alargarse a una irresponsabilidad en lo que es un estado jodido en un vacío de poder, al cual solamente le ha quedado un hablar y un hablar sin parar que a veces ha de seguir hablando entre sueños. Si el presidente no fuera tan sinvergüenza y cobarde, dejaría que los muertos hablaran con él, pero sabiendo que el presidente ve y escucha a los vivos escondiéndose tras la mirada de sus gafas, menos lo haría con los muertos, y con los que siempre han estado muertos de hambre
y enfermedad les manda, condicionados, esos programas de asistencia social. Nomás y no más que esos paliativos y remedios. Y si el presidente habla, lo hace con su familia, cuando se va a ver a unos de sus hijos que fue operado de apendicitis. Lo del cura y el comisariado tuve que esperar a sentirme bueno de salud porque la maldad de vengarme por mi esposa y la demás gente del pueblo la empecé a pensar sudándome la nuca y las manos, no perdiendo la concentración y el pulso, que es necesario para no fallar cuando uno a uno me los encuentre. Supe que el cura se había ido lejos, quién sabe a qué chingado lugar del sur del país, y el comisariado anda de arrimado con el presidente municipal de Otáez, con el que se siente protegido porque era su compadre. Entonces, ateniéndome a recuperar las fuerzas físicas y dejar de rascarme las bolitas de carne que me dejaron los perdigones de los escopetazos, busqué en las cosas que habían sido de mi esposa un mapa de la República Mexicana; lo encontré doblado y de entre el doblado del mapa cayeron unas hojas sueltas escritas a mano. Sabía lo del mapa porque a ella se le daba la geografía y la historia
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tripas. Y cuando algo de veras me encabrona, es a muerte: si el río suena es porque traigo el estómago lleno de piedras. Y qué más que la verdad: no me encabrono tanto, pero cuando me encabrono porque alguien hace que me encabrone, un rebullir de tripas con el sonar de las piedras en el estómago y la sangre a punto de reventarme las venas es lo que siento y fue la mujer de la que me enviudaron la que con su amor, besos, caricias y palabras me fue quitando los encabronamientos. Una vez, una gavilla de cabrones que andaban robándole a la gente de Las Quebradas le robaron a mi padre unas vacas y unas borregas; les puse cola y los seguí hasta que los encontré. Resulta que eran unos muchachos de mi edad y no me parecían que fueran de nuestra región. Yo ni siquiera iba armado y ellos sí, y uno de ellos se me quiso imponer por el reclamo de las vacas y las borregas, echándoseme encima; entre la lucha le quité la pistola y se la puse en una de sus sienes, a la vez que les decía a los demás que me regresaran las vacas y las borregas de mi padre. Los otros como que quisieron rodearme y pronto les rompí el intento de cercarme con sus
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del país, porque estuvo en unos cursos para ver si le daban trabajo como maestra en la zona rural; recogí las hojas sueltas como si recogiera algo que eran unos pensamientos sentidos y bonitos sobre nuestro amor y sus ganas de que ella se preñara de un hijo de nosotros dos. Puedo decir que ha sido lo único bueno que he encontrado de lo que fue la casa, en la cual teníamos poco de habitar, porque en la víspera de nuestro casamiento por el civil me puse a construirla y terminarla con madera de pino por fuera y machimbre por dentro: de lejos era una casa soleadamente luminosa y de cerca con su cerco, su solar y su portal invitaba a quedarnos a platicar, besarnos y acariciarnos hasta que entrábamos a ella a través de nuestros cuerpos desnudos, amándonos. Tal parece que el mapa y las hojas sueltas escritas lindamente por ella fueron, son y serán lo único bueno de nuestro amor y de nuestra desgracia. Cuando me vi cicatrizado y me sentí aliviado y con las fuerzas necesarias para buscar al comisariado con la cabeza fría y las manos secas fui; en ningún momento sentí nervios ni el corazón atorándoseme en la garganta, sólo un rebullir de
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pistolas apuntándome; me eché para atrás, jalé al que tenía agarrado por el pescuezo y sin dejar de quitarle la pistola le apunté a una de sus sienes. Así estuvimos un rato hasta que otro cabrón de ellos empezó a dispararles a las vacas y a las borregas, gritándome que si no soltaba a su compañero iba a acabar matando al resto de las vacas y borregas. De niño me gustaba el sonar del río con el chocar y crujir de las piedras llevadas corriente abajo: un sonar hueco que a veces era sonido suave y otras era ruido áspero. Y cuando se me rebulleron las tripas al ver que el cabrón del muchacho mató a unas vacas y a unas borregas, escuché el sonar del río con las piedras chocando en mi cabeza y crujiendo en mis quijadas; tuve que dispararle al que había matado a los animales y me había amenazado con acabar con ellos; cayó el muchacho con un balazo en el cuello y la sangre borbotándole; los otros cinco muchachos se desconcertaron y me dispararon sin importarles que a uno de ellos lo tenía agarrado del cuello y que me servía de escudo; para luego lo balacearon sin escuchar que el muchacho les decía que no dispararan; yo sentí su cuerpo tenso y caliente con espasmos
de vida y muerte, con olor a orines y a mierda. Encabronado por lo de los animales y el muchacho balaceado por ellos, no me quedo otra que repeler en defensa propia y en culpa ajena el tiroteo de ellos: cayeron uno tras otro con las seis balas del revólver que le había quitado al muchacho que me sirvió para seguir con vida. Después de la refriega y los muchachos muertos, regresé con las vacas y las borregas que habían sobrevivido; entregué los animales a mi padre sin decirle nada de lo que había pasado y sobre todo cómo los había recuperado; él ni siquiera se fijó si le había faltado una vaca o una borrega. Había sido la primera vez que me encabronaba y mataba a la vez, rumiando no sé cuántas veces como las vacas y las borregas lo que ellas habían visto y lo que yo había hecho; los cuerpos de los seis muchachos los encontraron unos jornaleros que por allá pasaron y los vieron todos descompuestos por el sol, la lluvia y los animales del monte. Supe después que los muchachos eran de Santiago Papasquiaro y los relacionaban con robo de ganado y empezaban con lo del narcotráfico. Hubo algo o más bien hubo alguien a mi favor que
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Ahora, como hombre solo, por haberme matado a la mujer que sigo amando y extrañando, tengo que hacerme valer en este mundo de cabrones y malditos que somos los hombres. Nunca tuve necesidad de defenderme más que en lo cristianamente necesario. Sanado del cuerpo, me falta aclarar los pensamientos, saber cómo guiarlos conmigo por esos caminos del mundo en que buscaré al comisariado y al cura. Con el comisariado la tengo fácil; es cuestión de buscarlo aquí mismo, en Otáez, mientras al cura tendré que seguirlo en la fuga y en el escondite que se buscó en el sur del país que, por cierto, está anegado en agua. Un cura como una rata o una cucaracha sobreviviendo entre el agua. Los curas como los hombres son cabrones y malditos, pero también son maricones, abusadores de niños. A ellos les apesta la mierda aunque tomen vino de consagrar y coman ostias. Aquí, en Otáez, no conozco a nadie, y la muchacha que es la enfermera y a veces se portó como una hija que nunca tuve, curándome y cuidándome, me ha dicho que cuando necesite de algo o de alguien que la busque en la clínica médica. A los del ministerio público y derechos
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nunca me delató por lo que hice: mi padre, porque él fue el único que se dio cuenta que los muchachos le estaban robando los animales; me lo dijo luego a mí para ponerles cola y seguirlos, alcanzarlos y lamentablemente matarlos; de eso no se enteró mi padre porque nunca le dije lo que le había hecho a los muchachos para recuperar los animales. En la sierra, entre Las Quebradas, lo único de lo que uno se entera es que mientras se respira profundo y alto es porque uno sigue vivo. Aquí, en Las Quebradas, el oxígeno, el aire y el viento son cómplices de lo que hacemos, se vive el día a día desde la madrugada hasta el anochecer, porque aquí, en esta vida, no hay de otra. Si uno supiera que al nacer se llega al mundo para sufrirlo, yo le hubiese pedido a mi madre, desde adentro de su vientre, que no me pariera para el mundo que hoy conozco como un lugar que está entre la tierra y el cielo. Sí, el mundo está hecho de nosotros, la tierra y el cielo siempre han estado hechos de una manera en que el hombre vino con su mundo para alterarlos y casi socavarlos, es lo que a mí me parece que es este mundo de gente en que vivimos.
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humanos nomás les dije lo que vi y sentí y se fueron dizque a seguir haciendo su trabajo. Los que me ven pareciera que me ven en el cuerpo y en la mirada que cargo un costal grande con todos los muertos del pueblo que mataron los policías disfrazados de sicarios. Lo que no entiendo es por qué la gente dijo que una caravana de sicarios andaba matando gente e incendiando casas, porque de por sí en los pueblos somos dados a la confusión por la ignorancia; de todos modos los policías se comportan igual que los sicarios o los sicarios los hacen que se comporten a sus modos. Modos de cabrones y malditos. No me hallo aquí en Otáez y a la vez no hallo qué hacer en esta ciudad que no es mi pueblo ni mi casa. Uno es hombre del monte, de Las Quebradas. Cuando me acuerdo lo que me dijo la muchacha enfermera, me doy cuenta que sigo aquí afuera, en los alrededores de la clínica médica, porque ni estoy dentro ni tampoco me he ido. Carajo, qué difícil es tomar una decisión cuando no tienes a alguien que te apoye para hacerlo. Aquí, el viento sopla de otra manera, como un viento enrarecido por algo o por alguien que no es algo o alguien
que uno conozca. De todo y todos lo que estoy viendo pasar, lo único cierto es que visto una camisa, unos pantalones y unos huaraches que la muchacha me consiguió y entregó junto con el sombrero y el cinto que eran y siguen siendo míos. La muchacha fue discreta y cuidadosa al entregarme el sombrero y el cinto, porque se dio cuenta que en el cinto traía varios billetes de cien, doscientos y quinientos pesos, tan bien enrollados que nunca se han abultado y hacen ver gordo el cinto porque siempre he usado las camisas desfajadas. En compensación a las curaciones, cuidados y atenciones la muchacha no quiso recibirme cien, doscientos y quinientos pesos; me dijo que para eso le pagan, para curar, cuidar y atender a la gente enferma o herida. Entonces me dijo lo de necesitar algo o alguien y buscarla en la clínica médica. Salí dado de alta, pero dado de baja por mi falta de tacto con la muchacha, que es toda una mujer, y enfermera honesta y cabal. Por eso lo de haberme sentado aquí para cavilar mi errático proceder desde que salí vivo de la masacre y de la clínica médica. No sé cuánto me vaya a durar la pena, y más si la voy atizar con el fuego de la
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Española; ahí me comí un consomé de pollo con su pechuga entera y arroz, limón, harto chile y un montón de tortillas de maíz recién hechecitas. Cuando me enteré que el comisariado andaba por Santiago Papasquiaro haciendo unas diligencias propias de su cargo mas no de su responsabilidad, salí de Otáez subiendo, cabeceando y rodeando la quebrada con la mira puesta desde la camioneta de redilas en que me subí de aventón, porque no quería dormirme de tanto zangoloteo en el camino de terracería. Agarrado fuertemente con una mano de una tabla y con la otra agarrándome el sombrero, aguanté el viaje parado y sofocado por el aire que me pegaba en la cara y en la boca porque la llevaba abierta, no sé si porque me habían hecho falta los cigarros Alas azules que mi tío José me envició en fumarlos cuando pasábamos de la siembra a la cosecha y cuando me llevaba a la cacería de venado. Llegué a Santiago y de Papasquiaro no conozco nada ni a nadie. Me dijo el dueño de la camioneta, al que acompañaban su mujer con un niño y una niña en la cabina, que en la ciudad hay de todo pa’todos. Le di las gracias por la traída y la dejada
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venganza. Seguro que no voy a encontrar a los policías-sicarios. Y en cuanto al comisariado y al cura, es cuestión de tiempo, providencia, cercanía y distancia. Aun así, estoy hecho un desmadre en la cabeza con los pensamientos; no sé si es tiempo de las granadas rojas por fuera y por dentro como la sangre, y cuando me levanto de donde estoy sentado, camino y estiro los pies con las piernas desde la suela de los huaraches y alzo el cuello como un desamparado para ver por encima de los hombros y por debajo del sombrero, me doy cuenta de que Otáez está puesto con su caserío y sus calles en una parte alta y se puede ver el verde cercano y el azul lejano de la serranía. Había escuchado que para llegar a Otáez hay que bajarlo y para irse hay que subirlo para perderlo de vista en su profunda y alta quebrada. Nunca he sido bueno para eso de la geografía como lo fue Demenzia, y menos para la historia. Más que cavilar con la cabeza y los pensamientos estaba cavilando quizás con las tripas porque sentí más hambre que encabronamiento. Tuve que preguntar en dónde podía comer algo sustancioso; me dijeron que preguntara más adelante por el restaurante La
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y casi estuve a punto de pagarle el viaje, pero recordé lo de la enfermera. Me dijo el señor que no me anduviera tan desprotegido de ropa, calzado y que hasta iba a necesitar de un impermeable para el sombrero y mi cuerpo por lo de las llovidas, la humedad, el fresco y el frío entre la tarde, la noche y la madrugada. Nos despedimos y cada quien se fue por su lado; los vi caminar contentos con los hijos en los brazos. De momento me sentí ligero, hasta parecía conocer la ciudad; me fui a una tienda para comprarme lo necesario para vestir y calzar. La compra la metí en una bolsa mediana de lona tipo de soldado gringo y allí mismo me dijeron en qué tipo de hotel alguien como yo podía pagar un cuarto con baño y excusado en esos hoteles de paso, donde llega gente de todos los pueblos, poblados y rancherías. Nunca había estado en un hotel porque siempre estuve en casa de mis padres y cuando mis padres murieron uno de mis hermanos se apropió de la casa y nos corrió a los demás hermanos; nuestros tíos nos dieron techo, cama y comida; las mujeres ayudaban en las labores de la casa y los hombres en el campo. Nunca me quejé y nunca se quejaron
los tíos por el trato que nos prodigamos con respeto, cariño y trabajo. Cuando mis hermanas se casaron primero y luego mis hermanos, me quedé con los tíos hasta que hice lo propio con la mujer de la que me enviudaron. En el cuarto hay una grisura y una de grietas en el techo y en las paredes que lo bueno es la cama con un colchón endurecido y una ventana que da a una calle con un verde neblinoso en el horizonte. Sin pensarlo, como lo hacemos los fumadores enviciados, saqué de uno de los paquetes tres cajetillas de Alas y me aposté fumando y viendo hacia donde el verde neblinoso me aclarara la mirada y los pensamientos. No quise mirar demasiado para no pensar tanto, y me metí al baño para cagar en un excusado desportillado; luego me di una bañada y me restregué y quité toda la mugre; pensé, lloré y sollocé con el agua fría cayéndome desde los ojos a las lágrimas revueltas con el agua enmugrecida; vi que en el resumidero se me estaban yendo el pasado, el presente y el futuro. Salí temblando más de soledad que de frío; saqué de la bolsa un litro de mezcal blanco Durangueño y le tomé dos tragos a cuello de botella; el cuerpo respondió al calor líquido interno;
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colores en los tabachines, porque si en Santiago Papasquiaro la oficina del ejido de Otáez es el lugar que tiene en su jardín un huerto de tantas granadas, Los Tabachines fue el único pueblo al que le quedó una arboleda de tantos tabachines, siempre y cuando los cabrones de los policías-sicarios no hayan arrasado con ellos, quemándolos, porque no sé si soñé el incendio después de la masacre, tal vez debe haber sido por las calenturas que padecí cuando estuve en la clínica médica. Eran unas llamas rojas que lo quemaban todo y ni siquiera había cenizas porque fogonazos de más llamas con viento lo requemaban todo y lo levantaban por los aires llevándose las cenizas quién sabe en qué revuelos de remolino entre la tierra yerma y el cielo viciado. Si recuerdo lo del incendio fue porque lo soñé no sé cuántas veces, quién sabe en cuántas calenturas. Quizás fue el infierno en que me sentí ardiendo por no haber podido evitar la masacre de toda la gente con la mujer que tanta falta me hace en este andar de alma en pena en una ciudad que me desconoce igual que a los perros en las calles, olisqueando en las caras de las personas que voy encontrando de paso a esa
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las cicatrices se pusieron de un color violáceo. Pensé: nomás falta que las bolitas se me revienten por andar fumando y tomando trago. Oliendo a ropa y calzado nuevos en un cuerpo más cicatrizado que limpio, salí del cuarto con la mirada puesta y atenta para ver si entre la gente miraba al comisariado; caminando sin ninguna orientación, la supuesta ligereza se me tornó calma y aguzada: no tenía tiempo para perderme y sí para encontrarme con uno de los hombres que traicionó nuestra amabilidad y entrega de gente de pueblo que como ovejas nos llamaron y llevaron para concentrarnos en el matadero. Han sido tres días con tres noches pasándola en Papasquiaro, y todavía no encuentro a Santiago, que así se llama también el comisariado. Pregunté dónde está la oficina del ejido de Otáez y me contestaron que no ando lejos de ella y que es cuestión de caminar unas calles más, que el jardín de las oficinas parece un huerto de granadas y que es el único lugar que tiene como seña esos árboles frutales. No hay pierde alguno: «Váyase hasta que tope con ese colorido de árboles, ramas, hojas y frutos». Lo del colorido me recordó los
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cara de traidor que es el comisariado. Lo cierto de los sueños entre las calenturas infernales en que estuve delirando la vida, la agonía y la muerte han sido las hojas en que Demenzia escribió lo que para mí es su y nuestro testamento. Y no le escribiré otras palabras más a lo ya escrito por su muerte y por mi vida, porque de ahora en adelante viviré para su ausencia. Nadie sabrá cómo encontré las hojas escritas a mano de Demenzia, siendo nuestro testamento, además porque nunca le dije nada a nadie, aunque la muchachita de la enfermera me dijo que en una de las largas noches en que me encontraba delirando de calentura me levanté y salí de la clínica médica en bata y descalzo, y que luego me eché a correr como un sonámbulo loco delirante rumbo quién sabe adónde y que casi al amanecer regresé todo tiznado con un mapa y unas hojas enrollados y apretujados en mi pecho, echándome a dormir como si hubiese llegado de otro mundo. Al llegar a la oficina del ejido lo que se ve es el huerto de granadas, y al fondo y por un camino de adoquines rojizos, están unas gentes esperando pasar ante la puerta abierta y una mujer que los atiende y les da el pase
conforme van saliendo los de adentro; me acerco y le pregunto por Santiago, el comisariado del ejido de Otáez y Las Quebradas; me dice que no tarda en salir porque el asunto que trae sólo lo puede solucionar en las oficinas a las que corresponde su cargo de comisariado ejidal en Otáez, pero no quiero entender lo que la señorita me acaba de decir, porque lo que me importa es verlo salir para encontrarme con él. Más que una desesperación siento una calma aguzada que me hace echarme para atrás y hacerme a un lado para no estorbarle a la demás gente que sí pertenece al ejido de Santiago Papasquiaro, y lo que andará haciendo Santiago Espinoza es nomás andar de pedinche como lo ha hecho desde que lo elegimos para tal cargo, porque ha sido así desde que nos conocemos de chamacos. Entre pedinche y servicial también le ha servido para granjearse a la gente, y la gente le ha reconocido su trabajo porque hasta el presidente municipal de Otáez aceptó bautizarle a uno de sus tantos escuincles. De manera que Santiago se la ha pasado más en Otáez y en Santiago Papasquiaro y no falta que arranque para la ciudad de Durango cuando se trata de las reuniones
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a otra y es un pensamiento tan sin sentido con lo de la masacre porque en el pueblo nadie que yo haya sabido tenía buenas o malas relaciones con los narcos, y lo más sin sentido: en el pueblo no había policías. De que los narcos andan en sus caravanas con camionetas Lobo y Durango, desde luego que sí. De que pasa de vez en vez un partida de policías, pues también. De que andan gavillas robando vacas, está la prueba de los muchachos sin oficio ni beneficio que eran de aquí de Santiago Papasquiaro. Y lo más sin sentido: la gente de Las Quebradas éramos gente modesta para tan grandes ambiciones que hoy hay en cualquier parte del mundo: nos bastaba con trabajar y vivir del campo, y no nos iba tan mal con lo de la madera con clientes de la caja para el mango y el tomate de Sinaloa. Lo que no trabajábamos en tiempo de aguas para la tala del pino y cortarlo en el aserradero, de todas maneras siempre teníamos almacenada trocería para cumplirle a la clientela en ese tiempo y hasta reforestábamos y a la vez sembrábamos y cosechábamos lo necesario para nosotros y los animales, y cuando llegaba la repartición de las utilidades en el ejido nos iba
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de la Unión de Ejidos con el gobernador y tratar asuntos de la explotación maderera y los desarrollos rurales ecoturísticos con la Sagarpa y la Conafor. Le tengo aprecio porque nunca se ha echado para atrás cuando se le ha necesitado, y es lo que ahorita necesito de él: que no se me eche para atrás cuando le pregunte lo de su presencia cuando lo de la masacre y de la cual no le tocó ni siquiera el susto. En lo que espero los pensamientos se me entrecruzan y chocan unos con otros por encima y por debajo de la sombra del huerto de las granadas, aspirando un aroma agrio y dulzón que me llena las fosas nasales y los pulmones con el vicioso humo del cigarro que no dejo de darle fumadas no sé si por nervios y la aguzada calma que tira a desesperarse, pero no ha de ser aquí donde deba encabronarme con Santiago, porque lo que voy a pedirle es que me conteste la pregunta y de acuerdo con lo que me diga será la medida del encabronamiento, porque Santiago no es un cabrón y un maldito probado sino un pedinche servicial. Y aquí, con los pensamientos entrecruzados en el jardín que es un huerto de granadas, un pensamiento me late de una sien
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tan bien que comprábamos lo de vestir, calzar, comer, gustar, y lo que una casa debe tener: la satisfacción de habitarla más que con la solvencia de vivirla sin ninguna preocupación monetaria y ahorrar para cualquier urgencia o imprevisto. Nadie vivía de prestado. Vivíamos del trabajo. Y el trabajo en Las Quebradas era para quebrarse el lomo desde oscurecida la mañana a oscurecida la tarde. Por eso lo de este sinsentido para que hayan matado a la gente. ¿Qué le podríamos haber hecho a esos que nos masacraron, escuchándoles las risas, las mentadas y las carcajadas como si disfrutaran la matazón? En mi corto alcance de comprender este sinsentido no le encuentro una poderosa razón para haber hecho lo que hicieron. Será verdad que la gente anda matando a la gente nomás por matar. Entiendo lo de los policías y los militares contra los sicarios de los narcotraficantes. Lo que no entiendo es por qué la gente que nada debe y que nada debe temer es la que siempre termina en medio del fuego de una guerra que se tarda y se alarga y que el gobierno empezó y la va a terminar perdiendo. Y tan perdida, que solamente hay y habrá pérdidas humanas.
El país es un camposanto de cruces y lápidas en donde las coronas de flores son un olor nauseabundo de la tristeza y la impotencia con el crujir del dolor y la venganza. ¿No será que el gobierno lo único que quiere, porque ambiciona, es desmadrar a la gente en el país desmadrado en el que mal morimos, porque pareciera que la gente no puede morir de una manera decente y serena? No hay campos y ciudades de serenidad sino campos y ciudades de intranquilidad. Y si este razonar es reflexionar en este único pensamiento, ¿por qué el pensamiento único de la muerte? Está bien que somos un país que no le teme a la muerte y le hace fiesta a los muertos, pero cuando un ser amado es muerto por una muerte violenta, uno no se siente ni se sienta a disfrutar de una pérdida tan injusta y malditamente violentada. Habrá que preguntarse por qué el gobierno hace lo que hace con la autoridad que le otorgamos como una responsabilidad de bien gobernarnos. Y si lo ha hecho tan mal y tan sin sentido es porque entonces la autoridad y la responsabilidad nunca la asumieron como un bien común en la gobernanza sino como ajena. Entonces la voluntad del pueblo
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al lugar donde encontraría a Santiago, y si así iba a suceder con lo del sacerdote, quién sabe en qué lugar del sur en el país, pues desde luego que no los encontraría mientras no me centrara, pero cuando se trae la cabeza tan descentrada por pensar en Demenzia, me siento como el loco confuso y perdido que despertó cuando lo del policía de seguridad. Y ese momento de confusión y perdido en medio de tanta granada parece que se me ha quedado por el resto de los días y las noches en q u e a n d a ré b u s c a n d o a l comisariado y al cura; no sé si dejar las cosas como quedaron después de la masacre o seguir tras las huellas confusas y perdidizas de esos dos hombres dizque servidores del ejido y de Dios. Tan así que en lugar de regresarme a Otáez parece que me he equivocado y he comprado un boleto de autobús que me lleva a la ciudad de Durango; no pude bajar porque una corazonada más de Demenzia que mía me palpitó en el corazón y me dijo al oído: Déjate llevar, porque quizás al salir de Los Tabachines, de Las Quebradas, de Otáez y de Santiago Papasquiaro nos vayamos rencontrando en lugares que, en vida mía y en vida tuya, no nos
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no es más que la voluntad de habérsela apropiado por parte de la autoridad y la responsabilidad para escupírnosla en la cara con gargajos de sangre. No sé cómo chingados me quedé dormido entre el huerto de granadas y sobre una banca de herrería y el Santiago se fue de Papasquiaro; me despertó un policía de seguridad y me dijo que por qué no me había ido a dormir a otro lugar, donde los borrachos y los locos saben en dónde era; a lo que le dije que yo no estaba borracho, pero que tal vez sí estaba loco porque, al momento de despertarme, me sentí confuso y perdido en medio de las granadas y con un tipo como él afeando un lugar tan bonito y que quizá no apreciaba, y nomás lo vigilaba porque para eso le pagaban. Que no era lo mismo vigilar que cuidar, le dije antes de salir de aquel lugar al cual nunca jamás iba a regresar. Salí a la calle enojado conmigo mismo y no hallaba por dónde regresar al hotel, recoger las cosas, pagar y largarme de Santiago Papasquiaro, y rempezar a buscar al pedinche del servicial de Santiago, el comisariado ejidal de Las Quebradas y Otáez. Me empecé a molestar conmigo mismo porque no estaba yendo
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imaginamos que algún día íbamos a estar y conocer juntos; tú, en la memoria; yo, en el recuerdo. Cuando llegué a Durango con la gente que sí iba a tratar algún asunto a la ciudad, me quedé rezagado y engentando en la central camionera. No sabía qué hacer allí y por dónde hasta que vi a la gente salir por una puerta corrediza que se abría y se cerraba sola; me apuré a salir para no quedarme adentro, y cuando salí la luz del sol me deslumbró y tuve que tallarme los ojos para limpiarme el deslumbramiento en la mirada y así poder ver por dónde debía seguir a la gente, diciéndome la voz de Demenzia, que supo de historia y geografía, que me fijara en lo que la gente hacía y a partir de esa observancia tomara mis propias decisiones y orientaciones, y en caso de sentirme más perdido que confuso que le preguntara a una persona de la gente dónde tomar un taxi para llevarme a un hotel en el centro de la ciudad, de preferencia cerca del mercado principal. Así lo hice y me llevaron a un hotel en contraesquina de la catedral y a unas calles del mercado; me dijo el taxista que el hotel Catedral era el lugar para una gente como yo, lo cual no he podido entender qué
tienen o deben tener los hoteles para que uno pueda quedarse en ellos; me gustó el hotel desde la entrada a la parte alta con una habitación con vista a la gran iglesia, casi en la pura esquina del hotel con la otra esquina de la casa de Dios. Pedí llegar más cerca del mercado y parece que Demenzia intervino y guio al chofer del taxi al santuario de los católicos, lo cual se lo habré de agradecer con una visita y una oraciones frente al altar principal con todas las vírgenes y con todos los santos, Dios y su hijo Jesús el Cristo, mientras la luz solar espejea rosácea en las piedras de la catedral y la plaza mayor que me hace sentir diáfano aunque mis pensamientos y recuerdos estén manchados por la sangre de los que fueron masacrados como mi Demenzia. Nunca he estado limpio del todo en mi ser, sobre todo cuando tuve que matar aquellos muchachos por lo de los animales que le habían robado a mi padre; no recordé si lo hice de muchacho o de la edad que tengo ahora, porque antes o después de aquello mis padres habían muerto, lo cual no ha dejado de haber sido un hecho criminal de mi parte y aunque haya sido en defensa propia. De todas maneras casi
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pensaba cuando me ponía quieto como encantado o deslumbrado por algo que ella no podía ver y menos pensar de un modo quieto como lo hacía al estar ella conmigo, y yo le contestaba que era algo que estaba allí y que ella no lo podía ver porque mi pensamiento quieto solamente estaba dentro de mí, y una vez le dije que hiciéramos lo de vernos, los dos, al mismo tiempo, en un cuerpo de agua que era un espejo de agua y a ver qué era lo que veía ella y qué era lo veía yo: ella me dijo que se vio reflejada en ella misma; le dije que era así como me veía yo, diferente a ella, así como ella diferente conmigo. Y que esa diferencia como raya marcada en el espejo de agua era lo que más nos unía, pero que también era lo que más nos separaba. Ella me dijo: «No juegues así conmigo». Yo le dije que no estaba jugando con ella, porque así era la vida: una raya marcada en el espejo de agua que fue, es y seguirá siendo la vida. Y para demostrarle que no estaba jugando con ella, la agarré de una mano y la aventé al cuerpo de agua que era el espejo de agua; la recibí a ella y luego a mí para dejarnos mojar por fuera y dentro de nuestros cuerpos vestidos e ir desnudándonos,
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nadie se dio cuenta. Nomás mi padre. Eso que sucedió con los muchachos pudo haber sido el castigo con la muerte de Demenzia en la masacre. ¿Qué pude no haber sabido si los muchachos tenían o no relación con los sicarios que llegaron a Los Tabachines, y en venganza por la muerte de los muchachos los sicarios fueron a masacrarnos, y por qué lo del cura y el comisariado que se fueron huyendo en cuanto nos juntaron a todos frente a la iglesia para matarnos? Todo esto aquí, en contraesquina con la iglesia, más que confesarme me hace preguntarme cosas que sí y no tienen sentido para lo que tal vez Demenzia me ha traído hasta aquí, en contraesquina —¿con la gloria o con el infierno?— sin quitar la vista bajo el diáfano deslumbramiento de la luz solar que hace que la gente en la catedral y en la plaza se trasluzcan por lo que son: seres humanos con sus sombras. Desentendido que he sido desde niño, lo único que he aprendido aparte de escribir, leer, sumar, restar, multiplicar y dividir es a quedarme quieto y pensativo desde que ha amanecido y ha anochecido el sol en la tierra. Demenzia me preguntaba qué era lo que tanto
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acariciarnos, besarnos y abandonarnos ella conmigo y yo con ella en un remolino de jadeos, murmullos y palabras de agua. Cuando salimos del cuerpo de agua, nuestros cuerpos, desnudos y exangües, placenteramente, se quedaron dormidos en la contemplación del espejo de agua. Desde aquella vez fuimos otras veces más al cuerpo de agua para vernos desnudos en el espejo de agua, diciéndome Demenzia que de tanto ir al cuerpo de agua donde el espejo de agua reflejaba nuestros cuerpos desnudos ella estaba sintiendo que se le estaba empezando a marcar una rayita de vida en el vientre. Sorprendido felizmente por lo que me dijo, pues yo le dije que esa era la raya en el cuerpo y en el espejo de agua que nos iba a unir y a separar en la vida. El día de la masacre, temprano en la mañana y antes de levantarnos, ella me enseñó la rayita marcada debajo del ombligo que seguía hacia al bajo vientre, deteniéndose entre su vello rizado y suave o adentrándose entre sus cálidos y rosados labios donde el hombre entra a la mujer y dicen que es el lugar de donde vienen y salen los niños. Esa mañana con la raya de la vida en el vientre de Demenzia,
me desmadró la vida con la masacre en dos partes: la muerte de mi mujer con nuestro hijo o nuestra hija en su vientre. Ahora, con este venir y estar desorientado en este balcón en el segundo piso del hotel, la ciudad en la que nunca antes había estado me parece llena de luz por donde se le vea, sea en los edificios ocupados, las casas habitadas y las calles concurridas por gente que trabaja para vivir ya no tan en paz como escuché lo que era trabajar y vivir en Durango, porque con los narcos y los sicarios haciendo lo que hacen violenta y criminalmente en donde les plazca con las plazas en su poder, a fuego y sangre, no hay ni habrá presidente de la república, ni gobernador de estado, ni presidente municipal que los pare; los presidentes municipales terminan muertos por los sicarios de los narcos. Si por mí fuera me quedaría en Durango, pero ya ni aquí se vive en paz; de modo que más temprano que tarde saldré de la ciudad, no sin antes entrar y arrodillarme ante el altar de la catedral y rezar en silencio para pedirle a las vírgenes y a los santos que cuiden de Demenzia en donde se encuentre con ellos, que yo puedo cuidarme solo.
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cómo era posible que existieran tabachines en Las Quebradas. Hay cosas, Demenzia, que usted supo entenderlas del todo, y yo, tan limitado en todo, nomás puedo quedarme quieto con el pensamiento en estos momentos, mirando, observando y contemplando de lo que está hecha la vida animada e inanimada en este lugar de personas con sombreros y rebozos que platican en grupos y en parejas, los niños saltando y jugando, los vendedores de frutas, helados y tacos. Todo es de una simpleza que el aire se parece al viento cuando me quiere volar el sombrero y yo lo agarro de un ala para que no se me vuele y se me vaya volando quién sabe a qué otra cabeza. Así como dicen que cada cabeza es un mundo, pues para mí solamente hay un sombrero para una cabeza en este mundo, además de que yo soy de cabeza dura que de tan dura y de tan cerrada algunos, cuando era más chico, me decían El Cabeza Dura: una vez descalabré a uno de aquellos algunos con un cabezazo en la frente para demostrarle a todos los algunos que un cabezadura pensaba tan duro que todas las cabezas de los algunos. Desde entonces, los algunos me dejaron de llamar El
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Salí del hotel para entrar a la catedral y me fui a comer unas gorditas de frijoles y de carne deshebrada con harto chile y un café de olla. Así, más lleno que satisfecho, he caminado para bajar la llenura por algunas largas calles de la ciudad; hago una parada de descanso en una banca rodeada y ensombrecida por árboles, prendo un cigarro y de la bolsa terciada saco la botella de Durangueño y le hago honor al estado y a la ciudad con unos sorbos gordos y sabrosos que siento arriscárseme los bigotes. No sé si el aire o el viento aquí en donde estoy me está trayendo esas hojas escritas por Demenzia y las ha puesto junto con las cajetillas de cigarros y la botella en la bolsa que traigo terciada, pero no me animo a sacarlas para volver a leerlas porque me entrarían una tristeza y un coraje que terminaría chillando por lo encabronadamente que me sentiría. Usted habrá de disculparme, Demenzia, pero es mejor que no lea sus amorosas palabras. Mejor le digo con el pensamiento que aquí, en esta banca donde estoy sentado y bajo una sombra de árboles, hay un aroma de eucalipto rezumado en las hojas de este lugar, pero no veo que haya eucaliptos en este lugar, así
Cabeza Dura. Y estando aquí vale más que no me haga El Cabeza Dura porque terminaré como El Cabeza Decapitada, y ni quién me reconozca en la calle cuando recojan mi cabeza sin sombrero, la pura cabeza con sus pelos, sus sesos y su cara. ¿Qué sentirá el hombre que le tapan los ojos para que no se vea y no vea al que le habrá de cortar la cabeza del cuello y el cuerpo, pues hasta las gallinas se resisten, se tensan y patalean cuando les cortan la cabeza por el pescuezo? Si de algo me ha servido esta luz diáfana de la ciudad es para que se me vengan aclarando las cosas de mi pasado con el presente que viví y sigo viviendo con Demenzia, porque la traigo en las hojas escritas por ella, y aunque ahorita nos las he querido leer me las sé de memoria palabra por palabra y así las
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traeré y las llevaré conmigo el día en que encuentre al comisariado y al cura, leyéndoselas a cada uno para que oigan de la voz, la mano y la letra de Demenzia el amor que ni con la traición de ellos nos lo mataron, y si no veo todavía con claridad a través de la luz diáfana de la ciudad el día en que me rencuentre con cada uno de ellos, la memoria de la venganza mía y el corazón del amor de ella, aguardo y aguardaré desesperadamente en calma ese día. Si el presidente ya no ve para cuándo termine su guerra contra los narcos, a mí me basta con saber que yo no inicié esta guerra injusta y malvada cuando nos mataron casi a todos, quedando nomás yo, y contar como si nunca le dije nada a nadie lo que pasó aquella tarde de mayo, cuando los tabachines florecieron en rojo en nuestras sangres.
Lo bello cambia, el saber cambia, la inteligencia cambia, la medida cambia. Pero el deseo es inalterable. Regresen a sus casas y jueguen al juego del Arte y la Ciencia del Alumbramiento Rubem Fonseca
».
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Inanición Luis Felipe Ferrá
La noche y el infierno asistirán al parto de mi engendro. William Shakespeare
E
stimado director Sánchez-Navarro: A diferencia de lo que sucede con la mayoría de los hombres, he aprendido, no sin arduos esfuerzos, cabe destacar, a eliminar la culpa y los remordimientos de mi conciencia. De suerte que las líneas que está por le er no son, bajo ninguna circunstancia, una confesión, ni mucho menos un escrito para sanar mi alma. Lo haré, eso sí, con el fin de que aproveche el relato lo mejor posible. Deseo que monte una nueva obra teatral, será bien recibida se lo
Dan Verkys, The kiss, 2008 www.gardenofbadthings.com
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aseguro, claro, siempre y cuando logre articular con lo que sigue un libreto inteligente. Si me permite la sugerencia, el siguiente título provoca en mí un hondo sentimiento de satisfacción y bienestar: inanición... Como de costumbre, el viernes por la noche había función en el foro Miguel Ángel Asturias. Acudí, entre otras cosas, porque Alejandro, su hijo, debido a su irrevocable dictamen, haría el papel de Yago en la famosa obra de Shakespeare. Debo decir que es un personaje delicioso, un demonio perfecto. No cualquiera puede ser Yago, debe haber algo dentro de las entrañas del actor que guarde semejanza con el personaje. Estoy convencido de que la verdadera crueldad es imposible buscarla, se nace con ella y su hijo carece de tal cualidad. En fin, al terminar la función, lógicamente enfurecido por su decisión, que aún escuece mi orgullo, esperé en la barra del bar a que Alejandro se diera un baño. Tras ello, salimos inmediatamente con dirección a mi casa; teníamos cita con Josefina, la escritora, por aquello del libreto que nos encargó su compañía. En el transcurso, conversamos sobre
ella; a ambos, desde que tengo memoria, nos parece brillante. Para pronto, llegamos a casa. El frío era excesivo, empañaba cada una de las ventanas de mi hogar, de modo que nos bebimos un par de whiskeys para calentarnos. Cuando Josefina llamó a la puerta, llevábamos escritas, a lo mucho, un par de cuartillas; francamente estábamos en la peor de las disposiciones creativas. Bien sabe que el teatro además de engorroso es vil y miserable. Así pues, director, Josefina encendió, como siempre, con su peculiar manera, un cigarrillo y comenzamos una nueva escena. Reconozco por qué, pero, en cambio, intento recordar, mas no sé, exactamente, de dónde surgió la idea tal cual; supongo que de algún texto de Rubén Damasco o de los grandes versados sobre el tema como Roberto Sorenstam, René Atri o Lorena Esteva. El caso es que particularmente había estado, desde hacía tiempo, obsesionado por probar la carne humana. Para ser exacto, a Josefina, le regalé El Arte de la antropofagia, que sin duda recomiendo y, para mi fortuna, le fascinó tanto como a mí. Ella y yo que desde hacía tiempo salíamos únicamente por el
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rostro. Después decidimos sellarle la boca con cinta de aislar por si acaso volvía en sí. Lo llevamos cargando a la cocina. A pesar de ser menudo de complexión, nos fue sumamente difícil trasladarlo, ¿sabe? Una vez ahí, en el pulcro suelo de mi cocina, listos para principiar, Josefina y yo nos hicimos de cubiertos: algunos trinches y unos cuantos cuchillos. Ella levantó delicadamente el párpado de Alejandro, inmediatamente el ojo color verde de su hijo se hizo notar, daba vueltas como si soñara. En el epílogo de la suculenta obra Cocina humana, de René Atri, leímos que no era necesario quebrar el cráneo para acceder al cerebro. Extraer un ojo era una posible vía, mucho menos aparatosa y más sencilla. Así lo hicimos. Sumergí de un golpe, cuanto pude, el cuchillo en el ojo de su hijo. Hubiera sido un grito ensordecedor, pero dada la cinta que cubría sus labios apenas se dejó oír un sonido como de mecanismo atrofiado: orgh. Alejandro comenzó a moverse; era como un mejillón vivo cuando le exprimes limón; pese a ello, Josefina no lo soltó ni por un instante. A partir de ahora, para mi despecho, la escena se hizo acompañar de música
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magnífico placer de fornicar, habíamos tenido hondas discusiones sobre dicho tópico. A Josefina le parecía demasiado cruel comer la carne cruda y a mí, por el contrario, comerla asada, excesivamente cursi. Puedo recordar también que en ocasiones anteriores habíamos discurrido sobre la parte del cuerpo que comeríamos; para mi sorpresa, en eso no hubo pugna alguna, los dos convenimos que lo más sabroso serían los sesos. El plan salía a la perfección. Alejandro estaba inundado de tristeza; su actuación había sido terrible, la peor desde que inició en el taller de teatro, y cómo no iba a ser, en su momento se lo advertí, señor director; su hijo escribe, no actúa. Para borrar ese inmenso despecho el chico decidió embriagarse. Nuestra previsión fue contundente. No paró hasta terminar con la botella de un scotch que, siendo sincero, nunca me ha convencido del todo. Grave error que heredó de usted, querido director. En menos de cuarenta minutos estaba tumbado, con los ojos en blanco y respirando por la boca. Acto seguido, le amarramos el cuerpo con cinta canela, con cuerdas y sábanas, dejando solamente visible su
ruidista: lamentos, quejidos y el particular orgh que su vástago emitía desde lo más profundo de su garganta. Jamás pensé que Alejandro fuera tan cobarde. De cualquier modo, el globo ocular es dañino para la salud, así que lo tiramos al cesto de basura. Con el cuchillo piqué, rasgué, corté, y nada; decidí mejor, levantarme por un martillo y una cuña; después de unos minutos de golpear la cuenca, del fondo, entre ríos de sangre brillante y oscura, emergió como de aquel mar rojo, del color mismo de la perla, un pedazo de exquisito cerebro. Era blanco como el marfil y suave como el algodón. Con la ayuda del tenedor y el cuchillo corté un pedazo y lo dirigí directamente a mi boca. Tras eso, Josefina y yo comimos hasta empacharnos.
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Naturalmente, fui yo quien devoró la mayor parte del cerebro de su hijo, director. No sé qué tienen los Sánchez-Navarro, pero en el fondo, créame, son más insípidos de lo que aparentan. Por ahora, apenas llevamos el torso, si no mal recuerdo, un brazo y las nalgas, los genitales, pequeños pero prometedores, y la lengua, demasiado larga, la estamos reservando para las visitas. Debe admitir, buen director, que Inanición es un gran título. ¿Usted qué opina?
Saludos cordiales, Ernesto Boccaloni
p.d. Siempre quise ser Yago….
Más allá de toda división política, cultural e histórica
el cuento proporciona a la humanidad en su conjunto una “lengua materna” común . Jostein Gaarder
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Marti, Santa muerte, 2011
Santa muerte Daniel Alvarez
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iempre he sentido la muerte, desde chico. La creo conocer bien. De cierta manera siempre me acechó, desde cualquier rincón, en cada mirada inusual, en cada evento inesperado. Quizá por eso me fue fácil hacer mi trabajo, el cual no es sencillo, digan lo que digan. Al menos yo sí le pensaba, planeaba muy bien las cosas, porque en estos negocios si la cagas, ya no la cuentas.
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La naturaleza de la muerte es bien cabrona. «Es lo único justo; a todos nos va parejo», decía mi padre. Nada más creía en eso, en venerarla. Todos los sábados ponía rollos de dólares en sus manos descarnadas, le arrimaba una copa con tequila y le prendía una vela. Mi primera experiencia con la muerte fue con el señor Mumè. Un hombre rescatado por la piedad de mi abuela. Viejo, solo y senil, esperaba morir en el cuarto del fondo. Lo vi todo. El sacerdote sostenía sus manos, el pecho desnudo y manchado del señor Mumè resplandecía por el sudor; se agitaba hasta que terminó en un suspiro abrupto, dejando de estremecerse. Nunca le vi el rostro. No me asusté en lo más mínimo, incluso me llené de una intensa curiosidad; en cambio, lo que hicieron después las personas me asustó. Un montón de señoras que vestían de negro cantaban algún rezo, entre fuertes sollozos, mientras rodeaban la cuadra iluminándola con cirios y cargaban una enorme cruz en una procesión tan aterradora como enigmática. Me gustan las pistolas Beretta. Hasta el nombre es bonito, se parece a vendetta, venganza, es discreta y sin nada de peso.
Supongo que no tendrán idea de lo que hablo; la muerte, en general, hay que respetarla, no temerle, pues llegará el día que uno deje de estar. Ése debe ser el impulsor de muchas cosas, realmente no hay tiempo, ahora menos, por lo ocurre en el país entero. También en estos desiertos costeros que llenan el paisaje de soledad se ha derramado sangre, la supuesta tranquilidad se terminó, en medio de una inmensidad de tierra y mar. Por eso no me gustan las armas largas. Son poco elegantes. Quizá un rifle con mira telescópica la haga lucir bien; pero estorban, no son fáciles de llevar y sobre todo no son discretas, llaman un chingo la atención; siempre preferí pistolas. El segundo acercamiento con ella tuvo que ver con lo práctico. Un cochi fue mi mascota por un par de semanas. Llegó mi tío, me metieron a la casa, entonces un chillido horrible resonó por varias cuadras, acompañado de un humo espeso. La casa se llenó del fuerte olor a cebo, el cerdo dejó de existir y todos comimos carnitas. Así supe que se mata para comer. Yo tenía siete años. No es que ella te aceche, no es que sea un ente por sí misma, pero siempre está a tu lado, en
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recuerda que está allí a un brazo de distancia. Pero continúo. Después perdí a mi padre y un hermano; éste no llegó a nacer a tiempo. Negligencia médica. Tenía los pulmones llenos de líquido amniótico. Fue la primera vez que dolió mucho, lo esperaba, hasta le compré un juguete chillón para el baño. A mi padre le dio un paro cardiaco al enterarse; su santísima señora finalmente lo reclamó. Eso pasó a inicios de los noventa. Sí, era más cabrona de lo que creía; justa o no, ella venía igual. Por lo tanto, me la tatué de varias formas y en diversas partes; la tengo representada en distintas facetas, también le tenía su altar. Incluso el año pasado me aventé un viaje a San Andrés Mixquic. A toda madre. Pero, ¿en qué estaba? Ah, sí. Pues las cosas se complicaron, pero mi mamá recibió un seguro choncho y con eso la armó. Con el tiempo no soportó mucho la soledad y un cabrón se le arrimó. Al principio era buen pedo, pero en realidad me odiaba, ¡hijo de su puta madre! Me acuerdo cuando le daba sus chingadazos y le ponía el cuerno. Era una basura que no soportaba su vida y odiaba a todos, hasta que un día me harté y casi lo mato a batazos.
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cada oportunidad te recordará que allí está. Es un proceso, es un evento, es algo que te dispersa. Está presente en cada minuto, arrastrándose, pero a los hombres comunes los llega a obsesionar la idea de no morir, los desgasta, acaba con todo su potencial por temor a algo que escapa de su control, como los que hacen arte. Para mí es una pena que esos artistas ya no estén nutriendo la existencia en un mundo que quizás no cumplía con sus expectativas. Me siento raro hablando de esto. Nunca tuve tiempo de replantearme ideas. Las decisiones las tomaba en el acto, viviendo el momento constante. Así, extrañando a los que se fueron, el recuerdo se transforma en una loza inmensa que permite que sus vidas hayan tenido sentido. En mi caso es un constante repetir de nombres, fechas, propias y ajenas, sé que hago mal, que no es positivo que me retenga en esos honorables e ilustres artistas o amigos caídos, pero es parte de mi proceso de vida, así me detengo un poco más, hago longevidad, la siento a la izquierda, siento ese frío en la espalda baja más veces que antes; siempre me
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Me corrieron o me fui, ya no me acuerdo; me vale verga. Lo interesante es todo lo que llega a pasar en un solo día. Esa misma tarde soporífera llegué a la casa de mi novia Anna, pero todo tenía un humor raro, una vibra bien chafa e intensa. Entré, porque estaba todo abierto, algo desordenado; intrigado, pensé lo peor y fui corriendo al cuarto de Anna. Nada cuadraba y me preocupé más porque el papá de ella era policía, ¡no mames!, vinieron a chingárselos, pensé. Pero, nel, le deshice la cabeza a mi suegro con un escopetazo a quemarropa cuando lo descubrí intentando violar a su hija; no me imaginé lo bien que se sentiría acabar con ese borracho miserable. Me metí, nos metimos, en un pedote; la escopeta la agarré de un cajón donde guardaba esas ondas. Ésa, podríamos decir, fue la primera vez que me sentí familiarizado con el poder que ejerce la idea de matar. Digamos que fue el cuarto encuentro con ella. De manera violenta, evocándola, por qué no, riendo junto con ella; viéndome capaz de convocarla, tomé una serie de malas decisiones, me sentía capaz de cualquier cosa, ¡sí, a güevo!, tenía apenas
diecinueve; Anna, diecisiete; jóvenes, como ratas enjauladas, estábamos llenos de rencor, estaba preparado para todo. Entonces un amigo me contactó con alguien más para un encargo. Con la policía detrás, el suegro muerto, sin nada de dinero, mis opciones no eran muchas, acá nunca lo son; si no fuera por el narco, nos moriríamos de hambre. El tiro se me daba, no me temblaba la mano, ya me habían contactado y, sin tener mucho que perder, sólo con cruzar el Golfo, directo y sin escalas me hice sicario. Ahora que escribo me siento raro al decir sicario. ¿Cuántos pinches sicarios conocen que escriban? Les daré, a ver si me sale, la visión directa de un homicida, por primera vez. A ver cuánto pueden (o puedo) aguantar vara. Conozco a varios piratones que escriben y que han querido sentir eso (lo sé bien), herir, lastimar a alguien, no pensarle tanto pues, poder chingar… Saciar su enferma búsqueda de experiencias ajenas. Tristemente, nadie me ha pedido matar a un escritor; hasta lo hubiese hecho gratis. Lo más cercano fue un periodista de Zeta que no tenía buenos artículos, sólo
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acuerda de eso, pero los rusos siempre han sido chingones para todo. Los pedos comenzaron hace relativamente poco, con la pinche guerra contra el narco, que es una mamada. Mis mejores conectes y protectores estaban allá arriba, estaban bien parados, por lo menos con este gobierno, por ahora, que es lo importante. Esta madre es temporal, dura lo que tiene que durar. Los trabajos se hicieron complicados, aunque siempre jalé fuera del estado, si no pus cómo, qué verga. Ya me buscaban, pero por buscar al que lo hizo, no sabían quién lo había hecho. Siempre hice jales limpios. Así podía darme la vida tranquila que llevaba, pero sabía que no duraría para siempre, por lo que me quedé atrapado en la decisión de dejarlo. Muchas veces, por las noches, con Anna, hablaba de eso, de cambiar de rol. Pero siempre me ganaba la indecisión y el miedo de que le hicieran daño a ella; sobre todo eso. Me quedé en un marasmo de drogas y tiros, sin pensar… Hasta ahora, por esa razón, escribo esto. Debo hacerlo o me comen las sombras. Hay que tener huevos para escribirlo todo,
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escribió mal, sobre un diputado que cubría la cuota. Cualquiera puede matar. El más imbécil le mete una bala al más brillante de este mundo, pero he de decir a mi favor que es bueno tener sesera para hacerlo, no hay que ser un pendejo. Por más que insistan en que destruir es un acto de barbarie, destruir es la parte más humana y creativa de nuestra naturaleza. Hablan de diplomacia, de orden, de legalidad, de ser humano… Chingao, ¡más humano no puedo ser! Conforme pasó el tiempo, hice callo. Ya no me ponía nervioso, ni me la pasaba pensando chingaderas. Era un jale y punto, alguien lo tenía que hacer. Así pues, todo estaba a mi disposición, tenía buenos conectes. No me la acababa, la neta. Tenía lo que quería cuando y como lo quería. Anna siempre quiso ver las ballenas; jamás las había visto; queríamos agarrar camino con mi Impala negro 67. Pero como estaban las cosas, los enfrentamientos se daban a cada rato. Los retenes son peligrosos a cualquier hora. Nunca fuimos. En los tiroteos sí te hace el paro la Kalafnikov, pues es el rifle más chingón que se haya inventado, claro, por rusos, como debe ser. Ya la gente casi no se
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para poder ver mis fallas, saber qué pedo conmigo y así poder ver dónde la cagué. Tengo que seguir contándoles; si no, pues no existo. De esa manera olvidé las metas que tenía, que en algún momento llegué a tener, hace tiempo; por ejemplo: entrar a la dichosa carrera de literatura, que hace cuatro años dije que lo haría. Pero mi vida consistía en el presente constante, viviendo al día, justo como el inicio del siglo veintiuno. Tal vez las cosas hubieran seguido así por un poco más de tiempo, pero en junio pasó todo. El Rusty, un compa que amaba agarrarse a chingadazos, llegó al depa en un Altima. Venía con el tal Charlie, en persona, el que me conectaba desde que empecé. —¿Qué pedo, cómo andamos? —soltó de repente. —Bien, bien; a toda madre, voy a ir a un concierto al defe —dije, viendo directo a sus ojos para que me creyera. —¿De quién? —De un grupo… ¿qué onda? —no quería que averiguara más. —¡Ah, no! Pues mira, éste es el vato que viene de lejos. Quieren que te lo quiebres —me mostró una foto, en la que un
hombre muy moreno y de cabello rizado salía de una Hummer. Se me quedó viendo. Él sabía muy bien qué era lo que yo iba a decir, que no mamen. —Nel... Sabes que aquí no, carnal. La neta estoy bien a gusto con mi morra y todo eso; además, está bien caliente el cuadro —Se lo dije en buen pedo. Él ya sabía mis reglas, lo que podía significar una cosa: era un jale lo bastante bueno como para hacerlo. —Son más de doscientos grandes, ¿cómo la ves? —¡Puta madre! — Me quedé ondeado. Doscientos grandes, cabrón. —¡Uta!, ¿intento matar al papa o qué pedo? —Ja, ja, ja. No. A otro como tú. De hecho, viene por un jale; viene por el Víctor. Y tú debes matarlo sin escándalos. Un jale limpio, ya sabes. Víctor era del cártel de Sinaloa, que tenía la plaza de esta ciudad. Era un hombre sencillo que nunca alardeaba de su posición, pero era, eso sí, todo un hijo de puta. No es raro que se lo quisieran quebrar. —El pedo es que si lo hago aquí no va a ser sin escándalo, todo el mundo se entera de todo.
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formas debía desaparecer. Ya tenía listo el boleto de ida, pero era un boleto con una meta que nadie debía saber: asistir al último concierto de Michael Jackson. Era un morro cuando hizo la última presentación de su gira History world tour. Pero ese día tan anhelado por mí ya no llegaría. Mientras arreglaba todo por teléfono, recibí la noticia, esa misma tarde, por celular, en el coche; curiosamente venía escuchando «No surprises», de Radiohead, en medio de la Colosio (siempre hay una Colosio). Quedé en shock. En ese momento, veinticinco años golpearon mi cuerpo, sacudieron mi mente; me di cuenta de lo que había envejecido en realidad. Lo único bueno que me quedaba era representado por esa persona que ya no está; y eso no es lo peor, sino que jamás nos conocimos. El pedo fue que me enteré en mitad de la calle. No hubo tiempo de reaccionar, de sintetizarlo de alguna manera; la notica parecía digerida, aceptada, confirmada. Tan distraído quedé que no me fijé en ninguna señal de tránsito, olvidé todo por completo, lo que haría. Me quedé sin
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—Pues como la veas, si tienes que irte, vete, ¿no hay un lugar que quieras conocer? Parecía sarcástico el comentario, siempre tuvo esa maña el Charlie, de hacer parecer algo serio como cura, y lo curado como algo serio. —Pues, simón, siempre hay un lugar que uno quiere conocer, pero sólo si fallo. —Llega en tres días. Es frío, muy profesional, perteneció a los paramilitares colombianos —dijo, mientras sacaba unos cigarrillos, picándome el ego. —¡No mames! ¿Yo qué soy?, ¿un pinche amateur? —su actitud comenzaba a molestarme, pareciera que me provocaba. Pero, como le dije, yo era un profesional y él era el jefe y no caigo en provocaciones. Aunque, evidentemente, si fallaba no la contaba, sabía muy bien el sitio del mundo adonde iría: Londres. Todo parecía perfecto. Me despedí del Rusty, que quería conectar mota, y del Charlie, que jamás había venido en persona a verme, menos al depa. De saberlo, tal vez lo hubiera limpiado un poco. Esa misma tarde debía prepararlo todo, principalmente el escape. Si la armaba, de todas
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respaldo, sin colchón, me quedé solo en este mundo, al que hago peor cada día. Me estacioné en una sombra hecha por un tráiler, cerca de un eucalipto. Saqué mi laptop, puse la banda ancha e inmediatamente busqué las primeras noticias en vivo que encontré. Ya era un espectáculo, los hediondos reporteros se abalanzaban para alabarlo hipócritamente, para beber de los fluidos que su personalidad etérea emanaba. Me enfurecí, con cada noticia, me replanteaba las cosas, toda mi vida, de hecho. En el plasma de la máquina se distinguían varias personas aglutinadas alrededor de un edificio; leer esos cintillos, ver las imágenes interpuestas una tras otra, imágenes de su vida, de mi vida, de su música. Se había ido, se dispersó en la nada, por todas partes. «Se dará el último adiós al Rey del Pop en el coliseo de Los Ángeles». Todo lo convertirían en un desagradable espectáculo, casi, casi, pornográfico. El siglo veinte tiene su soundtrack; el final de éste estaba plagado sin duda por la síntesis musical de ese experto de masas. Deseaba partirle a alguien su madre, quien fuera, quería descargar mi arma contra todas
las personas que veía. Me estaba desquiciando. Para otros la muerte es ausencia, la oportunidad perdida, es el sentimiento de derrota. Si uno no se hace fuerte, se lo comen los recuerdos, las añoranzas. Sin duda la muerte hizo justicia a Michael Jackson; nunca lo conoceré, era el pináculo musical de mi infancia, lo único puro que quedaba en mí. Como admirador de su vida, de su obra, por primera vez tenía un boleto esperando ver su desbordante show. Pero la santísima se lo llevó, decidió que era suficiente, que no merecía ese último regalo. Quería contarle de la poderosa comunión que su música hizo en mí. Pero como varios, supongo, oculté dicha admiración en secreto, para huir de las burlas y porque ya era otra persona, no el niño que descubrió la magia por él. Ahora él sólo existirá en las cintas magnéticas, en pixeles, envuelto, codificado, en las señales del ciberespacio. Ya no es alguien, es un recuerdo que nos recuerda el grito tribal de iniciación fecunda. Y precisamente la vida se me escapaba de las manos. Ir a ese concierto me hubiese dado
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cigarrillos y porros, con rumbo a ningún sitio. Sólo deseaba escapar a la playa. El calor era intenso, pero todo tenía una extraña atmósfera fría. Para mi fortuna, me topé a unos estudiantes en el camino; querían un raite, pero hice que siguieran el cotorreo conmigo; necesitaba eso, distraerme. El sol amarillo, la brisa marina, junto con el canto de gaviotas, me despertaron en playa Coyote; no sé cómo terminé en ese lugar. Pasé la noche ebrio, cantando a todo pulmón hasta que las fuerzas etílicas me derrotaron. Por la mañana, a mi alrededor estaban todos los estudiantes desparramados entre la arena y sus tiendas. Había pasado la noche entera allí; tenía un chingo de pendientes, pero por alguna razón ya no me preocupaba; tenía cruda, eso sí; lo único que me alivianó fue una calilla. Como llegué tarde a todas partes, todo el mundo estaba emputado conmigo, ni siquiera traté de resolverlo. Qué más podía hacer que sintonizar las noticias en la radio, tratando de manejar los números, mientras me llamaban por celular. Conforme pasó el día me enteraba de hondura s y me
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la energía, la oportunidad de escapar de este país infernal. El plan no quedó bien concluso. No tenía muchas ganas para muchas cosas que tenía en ese momento. Me sentía lleno de ira, de incredulidad: llevaba años y años esperando poder conocerlo; quería decirle que yo nunca creí todas esas estupideces que decían. Cuando un artista te lleva con su música a su estado, a su mundo, se le llama comunión, la intimación con el artista. Pero todo eso ahora valía madres. En los últimos años he visto una triste hilera de gente talentosa desfilar en un carnaval mortuorio, escapando del tiempo preapocalíptico. Yo formo parte de esa masa de personas que todos odian, que han deformado su humanidad y la de otros, con un fin nada honroso. Soy parte de la degradación social, nada me puede absolver, ahora no; se fue el último gran artista de final del siglo veinte con el que crecí. Pero ahora estaba la cuestión de qué hacer. Ese día apagué mi teléfono, compré mota, whisky; solo, agarré camino al sur. No quería saber nada de nadie; puse «Billie Jean» a todo volumen mientras quemaba llantas,
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preguntaba: ¿será el primer país en caer nuevamente en una dictadura?, cosa que me valdría verga de todas formas. Anna siempre ha estado al margen de mis negocios, de mis relaciones; sólo hacía acto de presencia en los cotorreos, los borlos, las fiestas nacionales o puros desmadres en algún terreno. Siempre, cuando salíamos, llevaba sus jeans entallados, su lacia y larga melena negra… Ah, claro, el delineado azul en sus ojotes verdes. Es más, no sabía nada de mi admiración secreta, se lo tuve que decir a ella y a otros que ya me decían: «¿Qué onda contigo? ¿Pus qué traes, güey?». No sabían la razón de mi furia. Algunos ni creyeron, como si se tratara de una broma. Me fui dando cuenta que de verdad nadie me conocía, lo cual era bueno ahora, pero en ese momento en que necesitaba ser escuchado ni ella me conocía bien. Siempre me he sentido así, solo y perseguido, Pero ahora tenía un pendiente, un encargo, que lo más probable es que fuera el último. Sería en vano deshacer el trato, decir que no; eso sería mortal para Anna.
—Vamos a ver las ballenas después de esto. Ése será mi último jale; ya estuvo, ¡a la verga! Anna se me quedó viendo como si le hubiera dicho algo horrible. —¿No nos harán nada? —preguntó. Lo hizo de esa forma en la que no la puedo engañar. —No nos harán nada, porque no lo sabrán, esperan que me vaya de todos modos —me salieron las primeras palabras sinceras que hacía mucho tiempo se atoraban en mi garganta como una bola. —Te prometo que la próxima vez todo será perfecto. El plan era esperar en el aeropuerto al que quería chingarse a Víctor, que tenía una casa enorme en el barrio más exclusivo de la ciudad y que estaba cerca del aeropuerto, pero el calor hace que las cosas sean lentas y las distancias más grandes. El día llegó y, como suele pasarme, me empezó a parecer exactamente igual a los anteriores. No me fijé que mientras fumaba un porro un policía se me parqueaba atrás. De no ser por ese último jale, no tendría más en la cabeza que ir a Los Ángeles y unirme al vergonzoso espectáculo mortuorio que era lo que más me encabronaba:
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que sacamos de una segunda. Se mecía con lentitud, pero estaba quieta, como si estuviera plácidamente dormida. ¡Es la hora más macabra de mi vida! ¡Acérquense todos! ¡Vean al monstruo pagar por sus injurias! Boletos vip, primera fila, para ver quebrarse a un hombre. Me le acerqué despacio, inclinándome con ternura y miedo, mucho miedo. Levanté su rostro, tenía un tiro en la sien izquierda y un boquete como de nuez en la derecha. Todo lo demás estaba limpio. No sabía cómo reaccionar, sólo me le quedé viendo a ella y a todos los sueños que teníamos mientras se esfumaban como el humo espeso de la marihuana. Me quedé un momento contemplándola; hasta muerta era bella. No sé bien, no me importa, además. Me fui como un toro al que le acaban de dar una estocada en el lomo que atraviesa el corazón; bufando, emputado, sediento de sangre. Pareciera ser que la santísima estaba muy ocupada en estos años, recorriendo el norte, el bajío, el centro, el sur. Llegué a la residencia del Víctor. Charlie seguía sin contestar ningún teléfono. Le marqué al
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cómo trataban todo el asunto sin respeto. El oficial era gordo de bigotazo, caminaba con pasos cortos, tenía la pinta de ser flexible. —Buenas, oficial —le dije ya con el tufo y con esa madre apagada. Cuando me libré del chiva (gracias a la Décima Musa) me puse camino al aeropuerto. Ya había pasado la hora en que el avión llegaba. Intenté hablar con Charlie, pero no me contestaba. Me regresé a la ciudad, tenía que estar seguro de que no había llegado ya. En ese momento recibí un mensaje de número desconocido: «Llegó hace una hora en ferri». Me fui en chinga al depa para tomar mis mejores pistolas; estaba nervioso, perdí machín el tiempo con el puerco aquel; era mi culpa, además. Pero al volver, tuve un deja vu, todo tenía la misma atmósfera extraña, como la última vez que Anna estuvo en peligro. Todo estaba en su lugar, nada de desorden, todo tranquilo. Eso era inusual en ella. —¡Anna! —grité. Tomé conciencia de lo que pasaba. —¡Anna! —me dirigí rápido al patio. Cuando abrí el mosquitero ella estaba en una poltrona
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Rusty, al Moló, incluso al Layo; nada, nadie respondía. Sorteé con prisa a unas niñas fresas que salían del fraccionamiento a bordo de un Audi; las tuve que rodear y perdí más tiempo. Llegué, pero al abrir la puerta un disparo llegó directo a mi hombro. El que venía para hacer el jale ya estaba aquí. —¡Hijo de tu puta madre! —grité, escondiéndome en un librero que era de madera pesada. ¡El cabrón llegó antes! Mató a mi Anna y seguro mató al Víctor. Protegido tras el librero, comencé a dispararle. Todo se salió de control. Esto no era para nada un pinchi jale limpio. Al dispararme hizo un boquete en el pesado mueble, descubriendo el arsenal allí guardado. Sin pensarlo, agarré la AR-15 y un cinturón de granadas, cortesía del cuarto batallón. —¡Puto! ¡Nada tenías que hacerle a mi morra! —saqué una granada y se la arrojé. ¡Bum! Toda la casa se estremeció. Cuando superé el aturdimiento seguí disparando en todas direcciones; la confusión, el ruido, el
dolor me acercaban más al frío abrazo. De repente quedó todo en silencio, ése que antecede al desastre. La casa era enorme, digna de un capo, con suntuosidades por doquier; todo servía al ego. Las patrullas no tardaron; a lo lejos se avecinaban y yo debía escapar. Subí por las escaleras para buscar al tipo. El Víctor yacía tendido sobre un sillón, quieto, apacible, con una mueca en forma de sonrisa. Él sabía esperar a su muerte, eso me quedó claro. Su cuarto estaba tapizado por pósters enmarcados de grandes películas de mafiosos, Good fellas, El padrino, Scarface, Los Soprano. Del baño salió un policía todo blindado disparando, no tenía puesto el casco para que le viera la cara; era él, sin duda. No me dio miedo, sólo me sorprendió; así lo había hecho, entró a la ciudad como un agente, protegido por los mismos que venían en camino. Le disparé hacia la cara, sólo le rocé el cuello e hice que se agachara; no midió puntería, pero me dio en la pinchi pierna y caí al suelo. Seguía disparando también, pero a diferencia de él
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—Un jale es un jale; además, a mí ni me reclames —no terminó porque pude tomar la AR-15 de debajo de una mesita de estar; varias armas del mueble de madera estaban regadas por allí. En chinga se paró en seco, retrocediendo, pero yo ya estaba dándole, sólo había ese chance; corrí al patio. Tenía miedo de los perros, pero mi colega ya se los había despachado. Salí por la puerta trampa, hecha para esos pedos precisamente. Como son bardas muy altas en ese tipo de casas, las balas de los puercos no me podían dar. La puerta trampa daba a un lado de otra casa, justo donde dejé el carro. ¿Serán pendejos? Ya me esperaban. Me quedé un rato esperando, sólo eran seis metros. Seis metros que tenían que ser cubiertos con todo y el puto dolor; sólo había una forma. Lancé una granada en dirección a ellos y corrí disparando al mismo tiempo. Justo estaba por treparme, cuando sentí balazos por la espalda, sólo me tocó uno en el brazo. No sé cómo chingaos, pero con una granada la pude armar; pude llegar a mi carro; aun así me seguían disparando. Pero no me iría de este mundo sin gritar. ¡Como cuando nací! ¡Como cuando te escuchaba!
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yo no llevaba un pinchi traje a la robocop. Bajé o salté las escaleras, pero era en vano; me caí; estaba atrapado. Entonces una granada de humo entró por algún lado. Se oyeron tiros que entraban por la parte delantera de la casa, destrozándolo todo, valiéndoles madres si había o no civiles; era claro que sabían todo el asunto; tenían órdenes de no disparar a uno de los suyos. Todo había sido una trampa, y caí en ella. Él no venía por Víctor principalmente, venía por mí. Venía a hacer ajustes, porque yo me quebré a varios de otros cárteles por órdenes de Víctor. Tenía una pierna herida y me dolía un costado del abdomen. ¡Puta madre!, pensé. Se me acercó despacio, contemplando a su presa, mientras yo estaba en el suelo, más furioso que antes, porque el dolor no me dejaba en paz. —No es nada personal; negocios son negocios, te respeto, déjame decirte —dijo acercándose más. —¡Vete a la verga, Anna nada tenía que ver! —se acercaba el hijo de su putísima.
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¡Cuando bailaba a tu ritmo! ¡No me largaré sin desquitar esta furia eterna hacia el mundo! ¡Esta rata saldrá de su jaula! ¡Me iría entonces como la bestia agonizante que soñé ser! Los tiros me entusiasman, eso seguro. Llegué al carro porque estaba lleno de adrenalina; eso era lo peor, no medía consecuencias de nada, estaba ciego y bruto por el odio; odio a mí mismo, al jodido mundo que me condujo a esto, odio por haber dejado de ser un niño. Arranqué y escapé por carretera al sur; sabía cómo terminaría todo esto; sólo había un lugar que me quedaba. Así que hice lo mismo que quizás Kurth Cobain había hecho antes de que una habitación quedara sucia con sus sesos. El MP4 comenzó a reproducir «Mad world», de rem. Recorrí con mi mente las aguas, las carreteras, la ciudad, las personas, que son como cactos; tienen púas porque son frágiles. Vi los coches que pasaban reflejando el pesado sol, las caras indiferentes, cansadas, recordando los viejos muelles oxidados gastados por el mar, el mar, ese mar… Siento que me guarda muchas veces la melancolía de este mundo. Viendo ya las patrullas
seguir mi Impala —¿por qué llegaron?— me supe enfrentado sin escape alguno. Vi los ojos verdes de Anna, su aroma, ella. Pero pude escapar, me tiré a perder por un camino escondido e inusual, una brecha por el monte, tenía que llegar a un sitio. Los chivas dejaron de seguirme, quizás por que ya estaba todo el estado alertado. Ya no me quedaba nada, todo de cualquier forma había llegado a una monótona rueda que giraba y giraba sin posibilidad alguna de cambio. Todos lo impedían o lo impedirían; mientras tanto veremos este sitio caer hecho pedazos, caer frente a los desgastes de la intemporalidad arquitectónica, ver cómo el paisaje se colmaba de consorcios y establecimientos estancados, en un monótono mercado vicioso de apatía costeña. Ya se respiraba por todo México un ambiente de hastío, de miedo; no sé si en todo el mundo, pero las cosas se pusieron peor para todos. Veía la ciudad como un paisaje gastado al que sólo maquillan con fines prostitutos. La corrupción que me llegó a beneficiar ahora me asfixiaba. Contemplé al monstruo que creamos, que dejamos que creciera, gordo y despiadado.
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¿Qué dicen? ¿La libró? Si no, ¿cómo escribió esto? ¡No mamen! ¡Vieron «Sin city», «Sunset boulevard», «Belleza americana», «The Sixth Sense»? ¿Ven? ¿Qué les dije, si la cagas no la cuentas, a ver, cómo le hice? El camino fue largo, ya nadie me seguía; llegué desangrado totalmente, pero lo hice. Llegué hasta la playa, con Michael en el estero, donde a lo lejos se distinguían las enormes ballenas.
«
[el cuento], ese género de tan difícil
definición [...], en última instancia tan secreto y replegado en sí mismo, caracol del lenguaje, hermano misterioso de la poesía en otra dimensión del tiempo literario . Julio Cortázar
».
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Todo había terminado, me fui rodeando la costa, sintiéndome más y más débil, desangrándome por las heridas en el abdomen bajo. Ha pasado un año de la muerte de Michael Jackson y de la mía. Claro que no lo he visto, ni lo veré. Así pasa con esas personalidades. La gente hace que resuene como un eco al principio de un siglo caótico. Murió Monsiváis en éste, como si no quisiera ser testigo del fin global, de la decadencia humana, de nuestro fatídico destino. Así es la santísima, es naturaleza, es nada y lo es todo; cuando te toca te toca y cuando no, aunque te pongas.
El hoyo
Antonio Moresco * Traducción de Araceli Rodríguez Sánchez
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n el centro, negro y humeante, había un hoyo circular impreso en el cemento. En cuclillas, allá arriba, el niño veía hacia afuera de la ventanita o hacía girar frente a sí un pequeño trompo para matar el tiempo. Cuando se daba cuenta que el excremento estaba por caer, precipitándose sobre el montón de otros excrementos en el interior del hoyo, los de su madre apenas muerta en el parto o de la nodriza o del primer abuelo, se tapaba las orejas para no tener que escuchar el sonido. No lograba contener el ruido implacable de
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los excrementos que se precipitaban los unos sobre los otros y, sobre todo, el ruido de la orina que los golpeaba dentro del hoyo, porque al fin y al cabo el pene y las heces podían unirse entre sí mediante el conducto eléctrico de la orina y entonces todas las heces contenidas en el hoyo serían devueltas y se le meterían en el pene en un instante. Y tampoco podía escupirle al hoyo. Si definitivamente no lograba impedírselo, cerraba los ojos para no ver y luego corría por el huerto cuidando de no caer sobre las grandes hojas de las ortigas asesinas. En el fondo del huerto paseaba una señora con un antiguo vestido largo hasta los pies. Un cojín atado en torno a la cadera le levantaba la falda formando una gran silla sobre la que el niño hubiera querido saltar, de no ser porque una vez la señora lo hubiera golpeado rompiéndole la cara con su gran anillo. Se ponía en pie; si ya estaba oscuro encendía el cabo de vela que estaba erguido sobre la ventanita, junto a la caja de cerillos de cocina; vaciaba una cubeta de agua y luego ponía la tapa de madera sobre el hoyo. Los excrementos, mientras tanto, oprimiéndose los unos
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cuales desembocaba en el interior de su habitación, justo a un lado de la cabecera de su cama. Con un brinco, el niño se aferraba al primer travesaño y trepaba hasta la cima. Pegándose a la pared, descendía y volvía a subir dos o tres veces aquella escalera que no llevaba a ningún lugar. «Qué pequeño me he hecho…», pensaba, constatando
Hado, 1984
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contra los otros, se sumergían lentamente en una asombrosa intimidad. La flama de la vela ondeaba sobre el hoyo, investida por una imperceptible corriente de aire. Salía. Atravesaba el huerto esquivando las ortigas. Colgado de una pared de la casa, había un tramo de escalera fijado por dos grandes clavos, uno de los
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que los travesaños le parecían cada vez más lejanos los unos de los otros. Desde allá arriba veía a la señora pasear en el fondo del huerto con su gran silla de montar, al primer abuelo que escribía sobre una mesa cuyas patas estaban semihundidas en el suelo y, con una mirada diagonal a través de la ventanita de la letrina, impasible en el hedor, el círculo perfecto del hoyo. Parecía haber sido trazado con un compás. «¿Cómo lo habrán hecho?», se preguntaba continuamente el niño. Quizá para obtener una circunferencia tan perfecta habían clavado un tubo metálico en el cemento aún fresco, lo habían girado muchas veces antes de vaciarlo. Y alguno de los albañiles quizá había acercado la boca al otro extremo del tubo, gritando o cantando irresistiblemente por el solo gusto de escuchar su propia voz amplificada. Luego debieron de haber colocado la capa de cemento sobre el viejo fondo en la tierra aplanada, para luego sobreponer perfectamente la circunferencia del nuevo hoyo en la del viejo. El nuevo piso apenas se inclinaba hacia el centro, y el hoyo chupaba todo. No sólo el agua vaciada en cubetas y cubetas,
sino también las canicas que a veces se le salían del bolsillo mientras se agachaba, también el pequeño trompo. Siempre iba a parar muy cerca del hoyo, danzaba sobre sus bordes. Y ahí adentro también iban a parar ciertos insectos pequeños, moscas y hormigas, también dos caracolitos que parecían estar en su casa. Los había visto arrastrarse en el interior de las paredes del hoyo, meterse en su concha y dormirse colgados ahí adentro, ofreciendo la mínima resistencia posible a los chorros de agua vaciados desde lo alto con la cubeta. También había ratoncitos que a veces saltaban hacia afuera de repente, rozando su pequeño escroto con las orejas. Lo obligaban a estar siempre muy levantado, por el miedo a que se lo mordisquearan. Incluso había visto descender adentro a las abejas, para hacer la miel, a una que otra luciérnaga en el verano, y una mañana, en la que se había levantado muy temprano, hasta a dos grandes mariposas multicolores. Se había inclinado sobre ellas: sus cuerpos estaban incrustados el uno en el otro y parecía que luchaban con ferocidad. Emitían chirridos, mientras fragmentos de alas
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sabe si entre los dos planos inclinados de manera opuesta se había quedado un vacío en el aire? Se levantaba para verificar. Apoyaba un pie sobre el piso y pedaleaba con el otro contra la pared, en espera de que toda la letrina comenzara a girar vertiginosamente sobre sí misma, como un carrusel, teniendo como eje el círculo fijo del hoyo. Regresaba a la letrina antes de irse a dormir, y entonces todo estaba de verdad oscuro. Sentía con horror que estaba orinando en un montón de heces apenas caídas. El chorro de su orina las estaba taladrando. ¿De quién eran? Prendía la vela, la inclinaba, la acercaba mucho para poderlas reconocer. La cera de la vela caía en anchas gotas en el hoyo, comenzaba a hundirse con todo lo demás hacia el centro de la tierra. Había un silencio absoluto, y con todo sentía remolinar ahí adentro un lejano fragor. El segmento seguía descendiendo lentamente, algunos borboteos de dimanación ascendían desde lo profundo. Cerraba el hoyo con la tapa. ¿Quién sabe por qué se necesitaba taparla tan herméticamente?, se preguntaba. ¿Manarían desde ahí todos los animales y las cosas? ¿Qué sucedía de noche ahí adentro,
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se les rompían y descendían revoloteando hacia el fondo del hoyo. Y también se podía encontrar sangre, basura, vísceras de pollo, y entonces los gatos, ventando el olor desde lejos, saltaban a la letrina a través de la ventanita, sumergían en el hoyo sus cabezas rechinantes. E incluso, ahí se podían encontrar cáscaras de huevo, vasos rotos, restos de ovillos de todos colores. Se hundían y emergían mucho tiempo después, cuando uno ya ni se acordaba de ellos. En verano, bajo la tapa de madera, el hoyo hervía. En invierno, en cambio, si uno se asomaba sobre sus bordes helados, se podía ver y reconocer cada cosa como en una urna de hielo. A veces, mientras estaba agachado allá arriba con los ojos cerrados, al niño le parecía recordar que el viejo piso en la tierra aplanada era muy diferente de ese nuevo, que no se hundía hacia el centro, que más bien el hoyo estaba ligeramente elevado, como un pequeño cráter. Y que, una vez alcanzada la cima, dos grandes brazos lo tenían suspendido en el aire mientras se vaciaba. ¿Quién sabe si bajo ese nuevo, el viejo piso existía aún?, se preguntaba. ¿Quién
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cuando las luces se encendían de repente bajo la corteza terrestre? Mantenía aplastada la tapa con el pie, hasta que los ruidos cesaban del todo. Entonces apagaba la vela con un soplido. Llegaba hasta su cuarto, se desvestía y colgaba su ropa en la punta del clavo que sobresalía un poco de la pared, entre la argamasa y las piedras de río. Tenía mucho cuidado cuando volteaba la cabeza en la almohada para que éste no se le clavara en el rostro. En el piso de arriba, los pasos de la nodriza hacían temblar las duelas del techo, se las veía ceder y luego volver a su lugar, sostenidas por las grandes vigas. Sin embargo, bastaba que cayera un zapato, que una pelotita rebotara, incluso que el gato se desplazara con saltos ligeros y silenciosos, para que sobre su cabeza el piso comenzara a sonar como por arte de magia. Oía que el hermanito recién nacido estaba llorando en la cuna. Claro, aquel ligero temblar de toda la casa significaba que la nodriza se le estaba acercando, lo había alzado muy en alto y luego lo había acercado a su propio rostro desfigurado para consolarlo. El recién nacido comenzaba de inmediato a chupar, mamaba con tal furia que hacía temblar todos
los vidrios de la casa. La nodriza mientras tanto no quitaba los ojos del espejo, miraba fijamente la pequeña cabeza perfumada que la vaciaba diligentemente con su boquita de goma. Luego los ruidos cesaban, pero algo, si se escuchaba bien, seguía haciendo vibrar ligeramente la casa. Tal vez era la respiración pausada de quien estaba durmiendo ya, tal vez las últimas vibraciones vagantes salidas del gran radio apagado desde hacía dos horas. Silenciosamente, la letrina cerraba los ojos en la noche atávica. Bajo la tapa de madera, el hoyo, impasible, digería. El niño silabeaba algunas palabras en la oscuridad, para estar seguro de saberlas aún. Repasaba mentalmente las consonantes y las vocales. Estiraba un brazo y tocaba la punta del clavo bajo la ropa. Le parecía que si sólo lo presionaba un poco con la mano volaría hacia afuera de la pared en un instante y que al exterior de la casa la escalera se caería en la noche con todos los animales encaramados. Sobre la pared de al lado, encima de la puerta, adivinaba la sombra de un viejo escudo de armas enmarcado. Mentalmente se imaginaba la cabeza árabe que se encontraba en la parte
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sol, las amontonaba todas en los bordes para hacerle lugar a uno de sus grandes cuadernos abiertos de par en par, con el nombre impreso en oro sobre el lomo. Cuando iba a la báscula, el niño lo seguía frecuentemente a escondidas. Esperaba que los camiones parados sobre la grande plancha de metal se fueran para correr a todo lo largo y a todo lo ancho sobre ésta. Echaba un rápido vistazo hacia la caseta del primer abuelo y confiaba verlo aparecer de un momento a otro por la ventanita, luego de notar su presencia por los instrumentos que había al interior. Sin embargo, la plancha no se hundía ni un milímetro, ni siquiera si él tomaba impulso y gritaba fuerte saltando sobre ella desde un punto muy en alto. «Ni modo, soy todavía demasiado pequeño…», no podía sino concluir, inmóvil en el centro de la plancha. El segundo abuelo tenía una uña interminable y vivía en una gran quinta que en el pasado había pertenecido a un músico. El niño lo esperaba todos los días al lado de la reja, sin entrar. Siempre a la misma hora, el segundo abuelo salía con su bastón de paseo. Caminaba despacio y llegaba hasta una gran banqueta
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superior, inmóvil entre dos largas hojas ornamentales. «¿Por qué será que la nodriza está desfigurada?», se preguntaba. Mientras tanto buscaba con la mano la pelota de poliestireno que tenía bajo una esquina de la almohada, todo cuanto quedaba de la cabeza de un búho musical. Cogía el arito metálico que salía de ella. Jalaba fuerte, haciendo salir una larga cuerdita. Y mientras el carillón comenzaba a emitir su pequeña melodía siempre igual y la cuerdita volvía a enredarse lentamente en el interior de la cabeza, incluso antes de que la música terminara, sentía que por fin se estaba durmiendo. El niño tenía tres abuelos. El primero vivía en la casa, que había construido él mismo con piedras de río. Trabajaba en la báscula pública y, en sus ratos libres, transcribía fragmentos de libros célebres en grandes cuadernos empastados, disponiendo los argumentos en orden alfabético como si estuviera haciendo una enciclopedia. Caminaba por el huerto, se iba a escribir sobre la mesa que tenía las patas medio clavadas en el suelo. Antes de sentarse, hacía a un lado con la mano las semillas que estaban tendidas a secar al
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que tenía una esquina, donde hombres en cuclillas dibujaban con yeso. A medio paseo se sentaban sobre una banca, frente a la que estacionaban en fila las carretas públicas, mientras los caballos comían en costales. Escuchaban el ruido de sus resplandecientes mandíbulas que trituraban madejas de heno, o los duros granos de avena en los costales más cortos. Mientras recorrían una larga avenida, el segundo abuelo atravesaba con el punzón del bastón todas las hojas caídas que lograba ver. Las traspasaba por el centro con un único golpe musical, las enganchaba mejor presionando un poco más fuerte el punzón en el suelo. Conforme avanzaban, las hojas se apretaban cada vez más las unas contra las otras, subían como una gran oruga segmentada hasta la empuñadura del bastón. «¡Deberías decirme un nombre árabe!», le dijo el niño uno de aquellos días, mientras medían con sus pasos la extraordinaria largueza de un coche estadunidense estacionado a un costado de la calle. El segundo abuelo arrugó la frente. «¡Abd!», respondió al fin.
Permanecieron en silencio un momento. Se oían sólo los golpes secos del bastón que atravesaban las hojas en un punto siempre idéntico de la sutil nervadura. El tercer abuelo, en cambio, vivía quién sabe dónde. El niño a veces lo entreveía sólo por pocos instantes mientras, sentado en su cabriolé, cantaba azotando al caballito en galope. Se desplazaba velozmente, volaba cuesta abajo. Una manta de lana de cuadros siempre le cubría las piernas, y el niño, vislumbrando su rostro entre los radios remolinantes, escuchando el chasquido del fuete y el chirriar desenfrenado de las ruedas y los golpes de los cascos que lanzaban chispas, hubiera querido, más que cualquier otra cosa en el mundo, estar paralizado de las piernas como el tercer abuelo. «¡Abd!», pensaba encaramado sobre el tramo de escalera, mientras Isabel, la perrita, lo miraba ansiosamente desde abajo, esperando que él bajara. En el huerto el primer abuelo estaba escribiendo una carta de un analfabeta, que esperaba desde hacía rato de pie sobre la tierra. «Abd… —seguía repitiéndose el niño— quizá se llamaba realmente Abd…». La perrita,
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«Es moreno, casi negro, tiene ojos rasgados y nariz ganchuda». «Sigue… sigue». «Los árabes atraviesan Toledo, Sevilla, Andalucía, Castilla, conquistan Málaga. Los guerreros desfilan en grandes masas frente al califa, exhibiendo prisioneros y trofeos…». «¿Abd conoce al califa?». «¡Desde luego! También él desfiló con los otros guerreros, y el califa lo vio sólo por un instante entre miles, pero su fisonomía se le ha quedado grabada para siempre… Siguen, se dirigen más allá de los Pirineos, hasta Burdeos, en Francia, y hasta Poitiers, hasta Aviñón, Lyon, al tiempo que en el ejército del califa crece cada vez más el número de mercenarios eslavos…». El segundo abuelo de improviso dejó de hablar. Inclinándose apenas, atravesó una pequeña hoja verde que había caído al suelo justo en aquel momento. El niño le apretó la mano con más fuerza para que retomara su historia. «¡Hemos llegado!», dijo el segundo abuelo alzando la mirada. Hablando, en efecto, habían llegado hasta adentro de la casa del niño. El segundo abuelo
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al colmo de la impaciencia, comenzaba a ladrar para hacer que bajara. Un día, mientras caminaba por la avenida con el segundo abuelo, el niño retomó el tema: «¿Abd es de verdad un nombre árabe?». «¡Por supuesto!». «¿Y cómo l leg ó ha sta aquí?». El segundo abuelo levantó la punta del bastón. «Muy fácil —respondió después de un rato—; seguramente llegó de España». «¿Y a España desde dónde llegó?». «Ummm… quizá desde las tribus beréberes de las regiones del Sahara, desde Ghazna o desde el Cairo, desde Bagdad o desde mucho más lejos todavía, desde las antiguas regiones mesopotámicas o incluso desde los Urales…». «¿Y cómo está vestido?». «Ah… lleva una lanza, una hacha de doble hoja, una garrocha, un basto, espada y puñal, arco, flechas y escudo de cuero. Está todo cubierto por una cota de mallas metálicas y también en la cabeza tiene una gran capucha tejida». «¿Y cómo es?».
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entró por un momento a la letrina. De pie sobre el hoyo, con un rápido movimiento de la mano, sacó el bastón de su estuche de hojas. Al tiempo que el abuelo se alejaba de la casa, el niño llegó a la letrina. Se descubrió en un instante y, mientras defecaba sobre el montón de hojas crujientes, para matar el tiempo tomó el pequeño recipiente de las burbujas y comenzó a soplar… ¿Cómo eran los barcos? Claro que tenían una infinidad de remos y grandes velas y estaban amontonados como bestias feroces, prontos a saltar del otro lado del estrecho. Las cabezas armadas de los guerreros resplandecían bajo el sol a kilómetros. También la de Abd. Esperaban el grito para partir. Luego un hombre invisible imperceptiblemente había desplazado un dedo en el interior de uno de los barcos y un grito inmenso había golpeado el cielo tenso como una piel de tambor. El mar hervía por todas partes, las palas de los remos hacían añicos la espuma. Las cabezas metálicas estaban inclinadas barbáricamente en el espacio. En su barco, bajo el turbante colorido, el hombre invisible había cerrado los ojos como una piedra
al vuelo. Abd escudriñaba con la mirada el fondo del cielo, sentía la estructura del barco levantarse por el impulso de enormes masas de agua en movimiento. Su gran nariz ganchuda respiraba desmesuradamente el mar… ¿Cuánto tiempo había pasado? El niño se levantó de mala gana, sólo porque se le habían dormido las piernas. Vació la cubeta de agua en el hoyo. Hizo manar nuevas burbujas de jabón por un arito, viéndolas mientras descendían despacito hacia abajo. Se rozaban sin estallar, emitían reflejos luminosos ahí donde la curvatura de sus circunferencias escapaban a la vista. Algunas estallaban silenciosamente en el piso. El niño había aprendido a cogerlas al vuelo con el aro, a desprenderlas de nuevo con un soplido y a capturarlas una vez más. También podía posarlas sobre la boca del recipiente y luego clavar en su interior el palito enjabonado sin hacerlas estallar. Podía unir muchas de ellas, una tras otra como vagoncitos, y luego jalarlas en vuelo todas juntas. Las alejaba con un soplido, las volvía a tomar, las tocaba con el arito y las levantaba, soplaba de nuevo y las burbujas descendían agolpándose hacia el centro,
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ruidos de fierro y de huesos que se hacían añicos y las ciudades se abrían y los ojos ocultos se apuntaban sobre los escudos de cuero que ondeaban en el vapor de las tardes, mientras las hordas de godos escapaban con sus largos cabellos volando en el horizonte. Abd se acostaba bajo el cielo nocturno, veía desde lejos las carretas tambaleantes de las retaguardias, las figuras inmóviles de los astrónomos arriba de las torres, de los arquitectos y de los matemáticos sabios de grandes turbantes que medían a la luz de las antorchas los costados de las colinas. Cabalgando bajo las noches estrelladas, sentía estallar dentro de las mallas metálicas de la capucha, en algún punto de su cráneo al vuelo, una cóncava sensación del tiempo que se precipitaba en sentido contrario… Antes de anochecer el niño regresó a la letrina. Tomó del alféizar de la ventanita el recipiente de las burbujas. Sacó el arito y sopló en su interior. La sumergió de nuevo en el agua jabonosa, sopló muchas veces más. En la oscuridad no podía ver las pequeñas esferas ondeantes en el habitáculo de la letrina, pero sentía igualmente su presencia, a veces sus mejillas advertían una impalpable caricia, mientras
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entraban por montones en el hoyo. Para verlas mejor, encendía el cabo de la vela, incluso cuando afuera no estaba muy oscuro aún. Se hincaba en los bordes del hoyo: quería descubrir si permanecían intactas también allá abajo. Levantaba la flama por arriba de su cabeza, luego la bajaba. Estirando el brazo, la hacía penetrar en el interior del hoyo, y si no lograba vislumbrar las burbujas era obviamente porque el simple impacto de aquella débil luz había bastado para hacerlas explotar al instante. Una vez que salió de la letrina, el niño atravesó lentamente todo el huerto. Pasando delante de las ortigas, se detuvo con aire de desafío. Permaneció inmóvil por un rato frente a las grandes hojas que se balanceaban con el viento, luego se echó a correr. Fue a acostarse en un sillón de barro, semihundido en un rincón del huerto. Cerró los ojos y se los cubrió con una mano, porque erizos verdes se podían desprender del gran castaño que se erguía tras él y clavársele en el rostro. Sentía un ligero dolor en los huesos de la cabeza, porque también la almohada era de barro… Atravesaron España haciendo volar cabezas visigodas con el hacha bipennis y el aire llevaba
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ellas se le estrellaban en el rostro. Tanteando el piso con los pies, se acercó al hoyo y comenzó a orinar con los ojos cerrados. Sin embargo, algo retumbaba fuertemente, como si el chorro se estuviera precipitando sobre la piel de un tambor. Con un esfuerzo, el niño dejó de orinar de golpe; para mayor seguridad tapó el pequeño pene con la mano. Con la otra restregó un cerillo contra la pared y encendió la vela. Miró en el interior del hoyo: eran vísceras de pollo. El niño le sopló a la vela y siguió orinando contra la pared, para que tampoco esas cosas se le metieran lentamente en el pene. En la cama, antes de hacer sonar la pelota de poliestireno, escuchó largamente el ruido del recién nacido que chupaba. Lo había visto antes de acostarse: estaba desnudo y empujaba con sus piecitos remolinantes la mama de la nodriza, como para exprimirla con la fuerza. El primer abuelo, inmóvil en el vano de la puerta, miraba fijamente la gran mama que parecía desaparecer poco a poco en la pequeña boca del recién nacido, tragada por aquel cuerpecito que, no pudiéndola contener toda entera, dejaba escapar una pequeña burbuja de ésta en medio de las
arrugas de las piernas… La cabeza de Abd, inmóvil sobre el escudo de armas, miraba la ciudad incendiada en el fondo de la llanura. Los guerreros cargados de trofeos frenaban con dificultad los caballos enjoyados. Había una gran tribuna repleta de turbantes, que parecían en vilo los unos sobre los otros. Traído por el viento, el humo del incendio hacía palpitar las narices de los caballos. A medida que se acercaba a la tribuna, Abd hurgaba con la mirada entre los pliegues de los turbantes. En cuclillas en medio de ellos, el cuerpo invisible del califa absorbía todo el espacio circundante. Delante de Abd mercenarios eslavos sacudían sus cabezas, haciendo tintinar interminables collares enredados en los mechones de sus cabellos polvorientos. También su cuerpo estaba cargado de trofeos, y la cola y las crines de su caballo estaban entretejidas con largas ramas de coral, y bajo de sus uñas todavía estaban los interminables cabellos de una mujer a la que había arrastrado en las piedras candentes de una avenida. El caballo trotaba alto, sus cascos encendían las piedras. Y cuando finalmente, justo frente a la tribuna, sus ojos pasaron sin ver nada sobre algo muy liso
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al gran radio para escuchar el noticiario. Sin embargo, la voz no llegaba claramente. El primer abuelo giró muchas veces la perilla del sintonizador, sin éxito. Era una mañana cálida. El niño dio un paseo por el huerto, caminó con simulada indiferencia junto a las hojas de las ortigas. La señora no estaba aún. Entrando en la letrina vio con estupor que Isabel, la perrita, estaba inmóvil en los bordes del hoyo, su hocico giraba y giraba siguiendo las volutas de dos abejas que zumbaban en el interior y quizá maquinaba cómo capturar a ambas de una mordida, clavando los dientes en su cuerpecito para sacarles toda la miel. El niño se quedó mirándola por un rato, luego salió de la letrina. Se trepó en el tramo de escalera, con la oreja parada: generalmente a esa hora, rodando cuesta abajo, el tercer abuelo pasaba detrás de la casa chasqueando el fuete. Subió hasta un lugar muy alto de la escalera, para que el sonido del cabriolé, franqueando la casa, pudiera llegar más rápidamente hasta él. Sin embargo, desde la calle no venía ruido alguno aquel día. Más tarde, en cuanto vio al segundo abuelo en la reja de la
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y muy hinchado, terrible como un pedazo de carne apenas nacido, entonces de un salto se paró sobre las ancas del caballo y en aquel instante mismo, en el interior de los pliegues del turbante, la cabeza del califa pensó por un momento: «¡Me acordaré de esta tarde de junio, y de aquel hombre parado sobre su caballo, de la apariencia borrosa de su carrera contra este jirón de cielo conquistado!». El niño jaló la cuerdita y, bajo la cobija, la pequeña cabeza de poliestireno comenzó a sonar. El techo temblaba ligeramente, quizá a causa de las notas del carillón que se filtraban a través de las cobijas, subiendo despacio hasta allá arriba. Un ligero raspar en la pared revelaba que sobre el tramo de escalera se había encaramado una parvada de pájaros para dormir. El niño cerró los ojos. Pensaba que en el interior del hoyo, entre la masa de hojas, vísceras y excrementos amasados juntos, también las burbujas de jabón estaban descendiendo intactas hacia el centro de la tierra. La mañana siguiente se despertó pronto. De pie frente a una repisa, con el tazón de leche humeante en la mano, el primer abuelo tenía la oreja pegada
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quinta, le preguntó la razón de aquello. «Eso sí que no lo sé…», fue su rápida respuesta. Hubo un silencio muy largo. «¿Y Abd?», preguntó una vez más el niño, después de un rato. El segundo abuelo pareció serenarse de improviso. «Está huyendo». «¿Huyendo? ¿Y por qué?». «Tuvo lugar la batalla de Poitiers. El ejército árabe fue repelido más allá de los Pirineos…». «¿También Abd?». «No, permanecieron en Francia grupos diseminados. Huyen por aquí y por allá depredando, sus filas se reducen cada vez más. Atraviesan de esta forma las ciudades…». «¿Y cómo le hizo Abd para que no lo reconocieran?». «Se quitó la cota de mallas metálicas y en su lugar se puso una coraza de bandas de cuero y fieltro. Y sobre ésta se echó encima una gran capa». La mañana siguiente el niño permaneció de nuevo a la escucha sobre uno de los travesaños más altos de la escalera. En el huerto se había aparecido la señora. Sentado detrás de la mesa, el primer abuelo estaba formulando una solicitud, con
la cabeza toda inclinada hacia un lado. En pie frente a él estaba un joven que quería irse cuanto antes a Australia. La nodriza estaba lactando. El niño la había oído gritar dos o tres veces, y se le había parado el corazón. Por la calle no llegaba ningún chasquido de fuete, ni el estruendo de las grandes ruedas de madera precipitadas cuesta abajo, ni los golpes de los cascos. En la letrina había mucho alboroto, las antenas de los caracolitos salían por encima de los bordes del hoyo y un insecto estaba ocupado en matar a otro depositando sus huevecillos adentro de su cuerpo. También había dentro un espinazo, vísceras de pescado cortadas con las tijeras y sobre todo una vejiga natatoria aún intacta. El niño había estirado la mano y había logrado agarrarla. Más tarde, acostado en el sofá de barro, la había inflado por un rato, hasta que un gato que se apareció de repente la hizo estallar de golpe, con una mordida. «No ha pasado tampoco hoy…», le dijo al segundo abuelo, mientras caminaban por la avenida. Esta vez no hubo respuesta. El segundo abuelo caminaba un poco más adelante, el punzón de
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la inclinó un poco, para que la cera apenas derretida le goteara en la punta de los dedos. Esperó que estuviera bien seca y cuando sintió que las yemas de los dedos estaban perfectamente aisladas, protegidas con esa frágil película, volvió a jalar lentamente el hilo. Se agachó sobre el hoyo muchas veces, mientras el hilo no dejaba de salir. Perforaba los excrementos; de vez en cuando parecía estar a punto de romperse al atravesar alguna masa más compacta, pero bastaba que jalara con más fuerza para que volviera a deslizarse hacia afuera con facilidad. Había unos nudos, de vez en cuando, y entonces el niño temía de verdad que el hilo se rompiera y le cayera en la cara de repente, o que todo el contenido del hoyo comenzara a levantarse lentamente hacia arriba. Junto a sus pies cada vez nuevos círculos caían los unos sobre los otros, tenía que mover metódicamente las manos para que el hilo no comenzara a enredarse en torno a sus brazos y piernas. Entonces hubiera bastado que un segmento se precipitara de golpe al interior del hoyo por un vórtice imprevisible, hubiera bastado un pequeño vacío de aire en alguna zona muy profunda para que su
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su bastón había dejado escapar algunas hojas muy grandes. Aquella noche, a la luz de la vela, el niño vio algo salir del hoyo. Se hincó sobre los bordes y estiró una mano: era el extremo de un hilo colorido que se asomaba de la corteza compacta de las heces. Lo agarró con dos dedos y comenzó a jalar. El hilo debía estar bien largo porque, cortando los excrementos, no dejaba de salir y de desenrollarse. El niño seguía jalando, y muy pronto se encontró conque había desenrollado todo el hilo que le permitía su altura. De pie en los bordes del hoyo, sostenía la punta con el brazo extendido al máximo. Dio un saltito para extraer un poco más. Luego permaneció inmóvil, ya sin saber qué hacer. Para poder seguir adelante hubiera tenido que tocar el hilo con la mano a cada longitud de su brazo, o por lo menos, si tenía muy en alto la mano que lo sostenía por el extremo, a cada longitud equivalente a la extensión de ambos brazos. Sin embargo, de ese modo se hubiera ensuciado las yemas de los dedos… El niño intentó reflexionar. Antes que todo, si quería liberar la otra mano, debía poner la vela en la ventanita. Así lo hizo, pero primero
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cuerpo fuera tragado y digerido poco a poco por el hoyo. Debía de haber pasado mucho tiempo, el cabo de la vela restante se había licuefactado completamente en la ventanita. Al niño le dolían los brazos. Hubiera querido pararse un rato, pero temía que el hoyo pudiera volver a succionar todo el hilo, deshaciendo uno tras otro sus círculos. Por un instante pensó salir de la letrina pero sin dejar el extremo del hilo, pensó caminar un poco por el huerto para desentumirse y, sin abandonar su presa en absoluto, pensó entrar a la casa y subir las escaleras hasta su habitación y luego recostarse en la cama. Antes de dormirse hubiera podido seguir sacando el hilo del hoyo, una brazada tras otra, y también en el sueño su brazo no hubiera dejado de moverse y de jalar, mientras el hilo, resbalándose por complicados retículos en torno a las aristas externas de la letrina y a los árboles del huerto como sobre ruedas metálicas bien aceitadas, deslizándose entre las batientes de las puertas cerradas y superando uno por uno los escalones de la escalera, doblándose en torno al ropero de su habitación, hubiera seguido surgiendo de las regiones más profundas del hoyo
para enrollarse luego en círculos perfectos sobre su almohada. Y al despertar, cuando girara la cabeza de repente, descubriría el otro extremo tranquilamente dormido a su lado. Sobre el pabilo todavía clavado en una gota de cera derretida la flama había crecido desmesuradamente. Emergieron algunos nudos más, luego el hilo, sutil y cortante, volvió a deslizarse hacia afuera sin esfuerzo, casi acelerándose. Cuando finalmente salió el otro extremo, el niño ya no se lo esperaba. Seguía contrayendo y estirando el brazo, sin darse cuenta de que sus dedos cubiertos de cera ya no apretaban nada. El otro extremo del hilo yacía en el suelo cerca de los bordes del hoyo, sin nada pegado, sin carrete, sin haber completado ni siquiera la última circunferencia comenzada. El niño lo vio por fin debajo de él. Con un ademán fulmíneo puso la tapa sobre el hoyo, sin ver hacia adentro. Empujó con un pie todo el hilo hacia una esquina de la letrina, para que durante la noche no pudiera regresar por donde había venido, alzando la tapa o arrastrándose muy lentamente por una de sus rendijas. Estaba agotado, sus ojos no paraban de cerrársele.
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taburete de ruedas. Cuando la nodriza no estaba, sentado ahí encima, recorría la habitación a lo largo y a lo ancho. Lo hacía correr, se acostaba sobre él bocabajo pedaleando y pataleando con todas sus fuerzas, mientras las manos sobre el piso decidían la ruta. Se desplazaba velozmente por la habitación. El recién nacido, ajeno al rechinar de las ruedas, seguía durmiendo felizmente en su cuna. Aquel día, durante sus desplazamientos, el niño encontró un frasco de talco. Lo abrió y, confundiéndolo con azúcar glas, metió la lengua. Escupió varias veces, cruzando la habitación a toda velocidad. Junto a la cuna, en un maletín azul de plástico, vio algunos cotonetes para la limpieza de las orejas. Los acarició con los dedos: se doblaban ligeramente, los dos extremos estaban cubiertos de algodón para no lastimar las partes internas de la oreja. El niño tomó uno y se lo metió en el bolsillo. «Esperemos que no se den cuenta… —pensó— voy a enrollar en él el hilo que me encontré». Con un solo empujón de los pies contra una pared, atravesó de nuevo toda la habitación. Había algo en el espejo. Se dio
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«Lo voy a lavar mañana…», se dijo, mientras semidormido abandonaba la letrina. Al día siguiente, en cuanto se despertó y aún antes de vestirse, corrió a ver el hilo: estaba ahí todavía, aunque sus círculos parecían haberse alargado ligeramente en el curso de la noche, distendiéndose más en el piso. El niño levantó bien los pies para no ensuciarse, luego saltó dentro de los círculos. Girándose a su alrededor poco a poco, los observó atentamente por todos lados. Después de vestirse regresó ahí de nuevo para lavarlos. Vació sobre ellos algunas cubetas de agua, luego los sumergió en un viejo bebedero de ladrillos. Hizo pasar todo el hilo a través de un puñado de polvo, lo lavó de nuevo y, volviendo a formar los círculos, por último lo puso a secar al sol. Fue un trabajo largo, le tomó toda la mañana. Mientras tanto no olvidaba estar atento al chasquido del fuete. Sin embargo, fue inútil. Isabel, celosa por el cuidado que le veía reservar al hilo, se fue a acurrucar en medio de los círculos. El primer abuelo golpeó el radio con un puño. El niño subió a la recámara de la nodriza y del recién nacido y permaneció por un rato en un
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cuenta mientras pasaba debajo de él, alzando por un instante la cabeza. Regresó hacia atrás despacito, moviendo apenas la punta de los dedos sobre el piso, como aletas. Sí, había algo ahí arriba, un puntito de mugre, quizá, o una gotita de líquido oscuro que había salpicado hasta allá. Se puso de pie en el taburete, pero, justo mientras estiraba la mano para tocarlo, el puntito se desprendió de repente del espejo. El niño se agachó para mirarlo, le pasó ligeramente un dedo. Parecía una pelotita minúscula. La tomó en su mano y la aplastó. Estaba blanda en el interior, casi líquida. La siguió restregando entre sus dedos y vio que se deshacía cada vez más. Se expandía una mancha, toda roja. Entonces comprendió que era una gota de sangre cuajada desde hacía tiempo. La siguió mirando por un buen rato, sobre los circulitos de los dedos. Se preguntaba cómo había hecho para salpicar hasta allá arriba, y para asirse y permanecer colgada en una pared tan lisa, ya que el simple desplazamiento provocado por el aproximarse de su mano había bastado para tronar su presa. El niño dejó la habitación y bajó corriendo a ver el hilo, que
ya estaba seco. Cortó un pedazo de éste con los dientes y se lo metió en el bolsillo. Más tarde, en la banca, se lo mostró al segundo abuelo, quien empezó a girarlo y a girarlo entre las manos. «¡Te voy a enseñar un juego!», dijo al final. Anudó con cuidado las puntas, metió las manos en el círculo que se había formado y, moviendo los dedos dentro de él, comenzó a formar un retículo muy intrincado. «Ahora tómalo de ahí, de donde se cruza. ¡No… sólo con dos dedos! Dale vuelta y hazlo entrar bien por debajo. ¿Ya viste? Ahora me toca a mí». El hilo se trenzaba cada vez en forma diferente, pasando de mano en mano. Se segmentaba cada vez más, se introducía entre las hendiduras de los dedos. Luego el segundo abuelo lo tocaba levemente con su interminable uña, lo rozaba en algún punto neurálgico del retículo, y el hilo se desataba de repente frente a los ojos desorbitados del niño. «¡Ohhh… cómo lo hiciste?». «Mira, ahora lo volvemos a hacer». Volvían a mover los dedos. Y mientras los caballos comían con el hocico dentro de los
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fondo, había creído, por un largo rato, que estaba muerto. Los pies debían de haberle quedado afuera; sentía una papilla muy fina deslizarse entre sus dedos. Debía hacer un poco de viento, un aire hinchado, pesado por el calor de los incendios, por los alaridos de los guerreros moribundos y por los lejanos gritos de los vencedores. Salvo que estuviera aún en pie… Quizá estaba erguido en un estrato de agua baja, quemante por el sol, donde saltaban sin cesar minúsculos organismos marinos. Y su cabeza y su cuerpo completo estaban clavados en algo muy sanguinolento, quizá una llaga… Por una infinidad de tiempo le había parecido que tampoco respiraba ya. Al final, moviendo los dedos de los pies hacia el cielo, tuvo la sospecha de estar todavía vivo en algún lugar. No recordaba nada, pero instintivamente se detuvo; ahora lograba respirar en la maraña de cuerpos; quizá a través de los pies lograba absorber un poco de aire. Era verdad; a través de ellos cada vez lograba oír también algunas órdenes gritadas desde lejos en una lengua desconocida. Había cráneos aplastados contra el suyo, una masa de carne podrida oprimía sus dientes.
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costales y el hilo construía cada vez nuevas arquitecturas para luego deshacerse de golpe y de nuevo trenzarse y deshacerse infinitamente, deslizándose más allá de las fronteras, atravesando a escondidas las tierras francas y longobardas, la capa de Abd cabalgaba cada vez más cerca, revoloteando en el viento con fragor. Un poco más tarde, acostado en el sillón de barro, el niño comenzó a enrollar el resto del hilo alrededor del cotonete para la limpieza de las orejas. Tenía una mano como visera sobre los ojos, debido a los erizos, pero igualmente seguía envolviendo el hilo alrededor del cotonete. No terminaba de enredarse. ¡Qué trabajo interminable transferir alrededor de él todo el hilo, y transferir en círculos tan pequeños los grandes círculos que estaban en el suelo! De la otra parte del huerto no venía ningún ruido. El cotonete se hinchaba cada vez más del centro, pero también los dos copos de algodón habían comenzado a cubrirse desde hacía rato. Mientras tanto, Abd se alejaba de Poitiers ensangrentada… Poco antes, en la maraña de cuerpos amontonados, con la cabeza abajo en un lugar muy al
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Tenía que cerrarlos muy fuerte para que no le entrara en la boca arrastrando consigo todo la pila de cuerpos, pero igualmente sentía algo de líquido gotearle en la garganta. «¿Cómo terminé aquí adentro?», se preguntaba. Había un pequeño espacio a la altura de su mano derecha. Si la movía podía penetrar en un cráneo hecho añicos. Pasó todavía mucho tiempo. Había comenzado a llover. Su cuerpo, como succionando a través de los pies un poco de la lluvia que caía, pareció reanimarse de repente. Luego fue surgiendo poco a poco un aire frío, la lluvia no caía más. Abd comprendió que sobre la pila había caído ya la noche. Hizo girar sus tobillos, movió dentro de la oscuridad sus largos dedos prensiles y al hacer esto le pareció rozar un yelmo, lo sintió rodar traqueteando con la cabeza pensativa que tenía contenida. Si no estaba verdaderamente muerto, podía intentar deslizarse hacia afuera abriéndose paso con lo que restaba de su cuerpo. En el caso de que estuviera clavado con la cabeza hacia abajo, se hubiera impulsado hacia afuera con las manos y los brazos; hubiera hecho rotar el torso incluso a riesgo de derrumbar toda la
pila. Y al final, con manos y pies asidos a la cima, hubiera extraído la cabeza con un esfuerzo extremo, esperando sólo que no se le despegara del cuello. En cambio, si eran sus pies los que se encontraban abajo, inmersos en aquella agua que se hacía cada vez más fría en la noche, hubiera podido impulsarse hacia adelante moviendo los brazos como si nadara, intentando no permanecer enredado en algún cuerpo de guerrero destrozado o hubiera podido salir igualmente retrocediendo y quizá al final se hubiera encontrado en algún lugar desconocido bajo la corteza terrestre. Comenzó a desatorar un brazo, agarrándose de una cabellera mojada, compacta como un trapo; hizo vibrar todo su cuerpo y un instante después de un fragor metálico, un crujido de huesos y de dientes se elevó de todas partes de repente. También un gemido llegó de algún lugar lejano de la pila o de la noche. Abd pensó que quizá había logrado replegarse un poco, porque ya no sentía aquella masa de carne contra sus dientes. Salvo que su cabeza concentrada en hacer estas conjeturas estuviera en realidad ya desprendida desde hacía tiempo del resto de su
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dónde se encontraba, pero le parecía respirar después de tanto tiempo el olor de la noche. Su corazón se había puesto a latir muy fuerte, hacía temblar toda la pila. Hizo otro movimiento hacia atrás, y tampoco la pierna que le bloqueó el camino fue un problema porque, mientras la aventaba con un gesto violento de la mano, se dio cuenta de que ya no estaba pegada a ningún cuerpo. Cuando se encontró con los pies sobre la pila, recostándose contra el resplandor lejano de los incendios, entendió que su cuerpo entero estaba absolutamente intacto bajo la noche exterminada. Frente a la puerta, sobre una sábana bien extendida, estaba creciendo el montón de lana para cardar. Los colchones habían sido destripados uno tras otro por la nodriza, que ahora, raspando con la mano en el rasgón, hacía brotar las últimas grandes vedijas tupidas. Desde el tramo de la escalera el niño veía el montón crecer incesantemente y la rara máquina de madera que había aparecido junto a él. Cuando no había nadie alrededor bajaba a observarla de cerca, examinaba su pequeño asiento, la manija y el tambor
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cuerpo. Intentó con todas sus fuerzas torcer aquello que le parecía era un torso, esperando que la pila no se derrumbara. Tenía que liberar un poco de espacio. Retrocedió aún. Ahora sus labios oprimían la córnea de un ojo frío y desorbitado. Logró subir todavía un poco. Sin embargo, a pesar de los esfuerzos que hiciera, no era capaz de entender si su brazo izquierdo estaba aún. Su cara estaba toda aplastada contra otra cara, había una especie de estrechamiento que tenía que superar a toda costa. Jaló violentamente la cabeza hacia atrás y por un instante le pareció que su nariz ganchuda estuviera arrancando otro rostro. Sin embargo, se había abierto un hueco un poco más grande. Siguió torciendo el torso como para desentornillarse de sí mismo; logró doblar un poco la cabeza antes de detenerse. Su cuello había ido a posarse sobre la hoja afiladísima de un hacha. Regresó a la posición original y entonces, por un movimiento de asentamiento interno de la pila, sintió que su cuerpo era lanzado de repente hacia arriba. Permaneció inmóvil por un momento, para que un nuevo derrumbe no lo triturara volviéndolo a llevar al fondo de la pila. No sabía en
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en cuyo interior, inclinados en direcciones opuestas, muchos pequeños clavos se acariciaban ininterrumpidamente sin tocarse nunca. El montón crecía cada vez más, estaba alto ya como la puerta y necesitaba rodearlo para poder entrar. La nodriza, asomada por una ventana del primer piso, seguía echando la lana de las almohadas sobre la cima, mientras el primer abuelo paseaba en el huerto en compañía de uno de sus nietos, un estudiante de ingeniería hospedado desde hacía algunos días en la casa. Cuando el montón dejó finalmente de crecer y la nodriza se fue alejando por la casa, el niño subió al primer piso, cerró los ojos y, estirando al máximo sus brazos, se lanzó por la ventana. Un instante después sintió que estaba hundido en la montaña. Permaneció ahí en el fondo por un rato. Sumergido en la lana, escuchaba el lejano ruido del primer abuelo que conversaba con el nieto y los gritos de la nodriza que había comenzado a lactar otra vez. Estaba ya casi durmiéndose cuando una gran mano agarró un puñado de lana junto a su cabeza, luego otro, y otro más. Un instante después
sintió que lo agarraron de los cabellos. Lanzó un grito, se escabulló rodando hacia afuera. Había un hombre sentado en la máquina cardadora, empujaba hacia delante y hacia atrás el tambor sin parar. El niño levantó una vedija de lana ya cardada y la observó largamente: si no hubiera saltado de prisa de la montaña, también su cuerpo se hubiera convertido tan vaporoso y liviano. Con el transcurrir del tiempo, junto a la montaña tupida comenzó a crecer una nueva, más pequeña por el momento, pero infinitamente más ligera. El hombre había trabajado todo el día en la cardadora. Cuando se fue de ahí, el montón nuevo era más alto que el viejo, llegaba hasta las ventanas del primer piso. Después de haber esperado por un largo rato que ya no hubiera nadie alrededor, el niño subió al segundo piso, se trepó al alféizar de la pequeña ventana y se lanzó. Ese nuevo montón estaba tan blando que le parecía haberse precipitado en una nube llena de vapor, sentía su propio cuerpo sumirse dentro como una piedra y por un instante pensó que se hubiera destrozado en el piso si la lana ya cardada no hubiera
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abuelo comenzó a trazar complicados diseños en una hoja. Al día siguiente se encerró por mucho tiempo en su pequeña oficina. Cuando finalmente salió llevaba en la mano una estructurita de madera con dos ruedas metálicas en la parte de atrás. Tendió a Isabel en el sillón de barro e intentó ponerle la estructura en la parte posterior de su cuerpo. Platicaba animadamente con el nieto, usaban palabras que el niño no había escuchado nunca, sus manos por momentos se agitaban al calor del discurso, jalando las cintillas con las que trataban de aprisionar el pequeño lomo de Isabel. Sin embargo, no parecían satisfechos. Se fueron de nuevo a la oficina, para salir de ahí mucho tiempo después: la estructura había sido modificada bastante y parecía adaptarse por fin al cuerpo del animal que, rígida sobre ella, miró a su alrededor largamente, antes de intentar dar algún paso. El primer abuelo y el nieto se alejaron platicando hacia la zona más lejana del huerto. A la hora de la comida, mientras la nodriza servía la mesa y afuera de la puerta rechinaban las pequeñas ruedas de Isabel, el primer abuelo encendió el
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detenido su caída a pocos centímetros del suelo. Permaneció por un largo rato inmóvil en algún lugar profundísimo del montón, que mientras tanto había iniciado a tragarlo levantando de nuevo sus paredes alrededor de él. No lograba entender si dormía o si estaba despierto, respiraba lentamente el poco aire que lograba entrar hasta allá abajo y desde el huerto y la desde la casa llegaban sólo ruidos lejanos y atenuados. Si no salía rápidamente de ahí, pensaba entre tanto, lo coserían en un colchón junto con la lana, y alguien se acostaría cada noche sobre de él, que gritaría con furor para hacerse escuchar. Debía de hacer un poco de viento, la montaña, impregnándose de aire, se había refrescado ligeramente y se podía respirar mucho mejor. «Ahora estoy bien…», pensó el niño en el fondo de la montaña. Y cerró los ojos. Un instante después un aullido horrendo llegó atenuado a sus oídos. Saltó fuera del montón, corrió a toda prisa hacia la calle: en medio de ella, con las patitas posteriores completamente desprendidas y sangrantes, estaba tendida Isabel. La tarde del mismo día, ayudado por el nieto, el primer
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radio con solemnidad. Sin embargo, no escuchaba nada, las palabras eran muy confusas, salían a jirones. El primer abuelo sacudió el radio dos o tres veces, aflojó los tornillos con la punta del cuchillo, quitó el pedazo de triplay que hacía de tapadera. Un instante después ya estaba corriendo hacia la letrina. Tenía aún el radio abierto entre las manos, lo sacudía con furia sobre el hoyo para hacer caer dentro de él la camada de ratoncitos que se había instalado en la maraña de sus cables. La misma tarde el nieto se fue. En cuanto dio vuelta a la esquina de la casa, el niño entró en la letrina. A la luz de dos velas, la que tenía en la mano y la que estaba en la ventanita, ahora sólo pabilo velejante en una gota de cera muy derretida, vislumbró algunas gotas blancuzcas en el hoyo. «Será cera…», pensó, porque estaba teniendo la vela muy inclinada para ver mejor. Debajo de ellas, una ancha masa de excrementos debió haberse precipitado de repente sobre la camada de ratoncitos. El niño depositó la vela en la ventanita, se agachó para defecar. Sólo por un momento, sin embargo, porque enseguida se puso de pie asustado: temía
que los ratoncitos, viendo colgar su pequeño escroto en el hoyo, se aferraran a él como a una cuerda de salvación. Solamente orinó, de lejos, cerrando los ojos y sujetando la punta del pene con la mano, listo para apretarlo en el caso de que los ratoncitos salieran del hoyo en larga procesión, uno tras otro a lo largo del conducto de la orina. Afuera, la perrita estaba tomando confianza a la estructura de ruedas, dado que el rechinido se hacía cada vez más veloz e ininterrumpido. El niño apagó la vela y salió de la letrina. Bordeó las ortigas con las manos en los bolsillos del pantalón. Le parecía que habían crecido; ahora eran altas como él. Sobre la mesa de la cocina el gran radio había permanecido abierto. El niño metió en él la cabeza para mirar: había una selva de cables eléctricos todos mordisqueados, astillas de madera y hebras de lana apenas cardada, que los ratones adultos debieron haber llevado ahí dentro para construir el nido, pasando a través del agujero del que salía el cable del enchufe. De la habitación del recién nacido llegaban quejas. Una vez que llegó a su recámara, el niño se echó bajo la sábana, cubriéndose totalmente. En el
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hinchado de leche que no tenía casi arrugas. «¡Vete, vete!», gritó la nodriza al verlo aparecer en el vano de la puerta. Volando por las escaleras hacia abajo, el niño cuidaba dónde ponía los pies, para no rodar como un costal hasta la planta baja. Decidió subir al tramo de escalera y permanecer ahí arriba toda la mañana. Poco después llegó el doctor: la nodriza estaba ardiendo en fiebre, gritaba fuerte, en sus mamas se estaba acumulando una gran cantidad de pus. «Mastitis…», explicó el doctor al primer abuelo, mientras pasaba bajo el tramo de la escalera. En el huerto Isabel aullaba escapándose de la estructura, pues no lograba echarse para orinar. Poco antes de la comida, proveniente de la calle, llegó finalmente el ruido del fuete y el rodar furibundo de las ruedas sobre el asfalto cuesta abajo. El niño estiró al máximo la cabeza entre dos travesaños, bien agarrado con las manos. Sólo entonces se acordó de que el día en que había sucedido el accidente a Isabel, mientras estaba hundido en el montón de lana ya cardada, también había escuchado, confundido entre otros, un ruido muy atenuado,
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silencio escuchaba el rechinido de las ruedas de Isabel, que se estaba ejercitando alrededor de la mesa de cocina. En el primer piso el recién nacido debía succionar con gran fuerza, porque le parecía que la casa entera no paraba de tambalearse. Al día siguiente el niño se despertó antes que todos. Bajó rápido a la cocina. Junto a la mesa, tendida en la loseta del piso, Isabel estaba durmiendo profundamente, con las ruedas al aire. El niño la miraba de cerca, el péndulo del reloj hacía oscilar al revés la pared de la habitación. Después de un rato, mientras estaba aún con la cabeza inclinada hacia el piso, escuchó llegar un grito de arriba de la casa. Venía del segundo piso. Isabel, despertada de un sobresalto, aullaba raspando el piso con las patas delanteras, en el intento de enderezar la estructura. El niño la puso en pie, luego subió de prisa hasta el segundo piso. Era la nodriza quien gritaba: sentada en la cama, se mordía los labios apretando las mamas una contra la otra. El recién nacido, aventado en el fondo de la cobija, chillaba fuerte remolinando piernas y brazos. Su escroto estaba tan
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pero que podía ser un golpe de fuete proveniente del camino… Se agarró muy fuerte a los travesaños con las manos, para no caerse. Arribaba desde hacía un poco de tiempo un cierto traqueteo del interior de la letrina. El niño bajó en silencio de la escalera y tocó la puerta para entrar, pero una mano la mantenía cerrada fuertemente. «¡No entres!», gritaba desde adentro la voz del primer abuelo. El niño permaneció inmóvil, esperando. Desde afuera se escuchaba un ruido de agua que caía sobre el piso, como si el primer abuelo estuviera lavando febrilmente algo. «¿Sigues ahí?», preguntó la voz aún en el interior, después de un rato. El niño no respondió. Algunos instantes después el primer abuelo salió de la letrina. Estaba sudado, con el rostro rojo, y caminaba con la cabeza agachada arrastrando algo en el polvo. Sin embargo, al alzar los ojos, cuando se dio cuenta de que el niño seguía ahí, dejó escapar un grito de estupor, comenzó a correr hacia la pequeña oficina escondiendo esa gran cosa con su propio cuerpo. El niño intentó rodearlo, pero el primer abuelo seguía gritando para alejarlo, lanzaba pequeñas
patadas que se perdían en el aire. De ese modo llegó por fin frente a su oficina. Sin embargo, para abrir, habría tenido que dejar necesariamente con una mano esa cosa… Así lo hizo. Levantó un brazo hacia la manija. En aquel mismo instante el niño vio colgar detrás de él un increíble animal. El primer abuelo se zambulló en la oficina, cerró la puerta con fragor. De ahí salió mucho tiempo después. Volvió en silencio a su habitación y bajó de nuevo con un libro. El niño corrió a ver qué libro faltaba: se trataba de la enciclopedia de animales. Regresó abajo. De un salto se agarró al primer travesaño de la escalera y comenzó a subir. «¿Qué había encontrado el primer abuelo adentro del hoyo?», se preguntaba. Por lo poco que había visto parecía un gran animal desconocido, muerto y colgante, por aquí y por allá colorido, quizá encerrado en un gran caparazón de tortuga marina densamente decorada. Salvo que algún ovillo se le hubiera inextricablemente enrollado en el interior del hoyo. Quizá tenía un pico. Nacía de una cara casi negra, reseca, y sus piernas y brazos eran peludos, con garras largas e interminables. ¿Quizá
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descifrar sus voces agitadas. Finalmente salieron. Sostenían entre los tres la sábana envuelta dentro de la que seguramente habían acomodado aquella cosa. Caminando lentamente para no hacerla caer, se alejaron con pasos pequeños, trocándose advertidamente alarmados. Luego desaparecieron detrás de la esquina de la casa. Ahora se escuchaba sólo el ruido de sus pasos circunspectos, mientras llevaban quién sabe adónde aquella cosa. El niño permaneció aún por un largo rato en el tramo de la escalera, no bajó ni siquiera para comer. Sospechaba, poco a poco… Sus pies ondeaban en el aire muy rápidamente, también el torso se inclinaba hacia adelante acompañándolos; permanecía sentado en el travesaño por un suspiro. Se agarró con las manos. El corazón le latía locamente, porque sabía que un instante antes había estado a punto de caerse. De repente comprendió qué era aquella cosa. «¡Abd!», se dijo, después de un rato, negando con la cabeza más allá del último travesaño de la escalera. Y ni siquiera le hacía caso a Isabel, que se había puesto a ladrar de repente en medio del
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se trataba de un mono volador? ¿Pero cómo se encontraba en el interior de aquel caparazón de tortuga marina? ¿Y cómo como había ido a parar en el hoyo? Quizá, a fuerza de lanzar entrañas y otros despojos de animales, ovillos y heces, gotas de cera y burbujas de jabón, ratoncitos, caracoles, mariposas y cáscaras de huevo, sangre y todo tipo de cosas, finalmente se había formado aquella nueva especie desconocida que ahora el primer abuelo estaba intentando catalogar con la ayuda de su enciclopedia. Sin embargo, el tiempo pasaba y la puerta de la oficina permanecía cerrada. El niño miraba desde un travesaño muy alto, ondeando sus piernas en el aire lentamente. Para estar en equilibrio ni siquiera necesitaba de agarrarse con las manos. Cuando finalmente salió de la oficina, el primer abuelo parecía al colmo de la agitación. Cerró con llave la puerta y se alejó. Una hora después regresó en compañía de otros dos hombres: el doctor y un desconocido que sostenía una sábana doblada. Los tres entraron en la oficina y permanecieron ahí por poco más de media hora. El niño paraba la oreja, pero no lograba
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huerto. Volvía a ver aquella cabeza oscura, reseca, aquel pico que no era otra cosa que su gran nariz momificada, piernas y brazos en los que se habían enraizado todos los pelos y las plumas vagantes en el tiempo al interior del hoyo, y el gran caparazón de tortuga marina que casualmente lo había absorbido o en el que había ido a encajarse quién sabe cuándo, mientras volvía a subir o a bajar por enésima vez hacia el centro de la tierra. Isabel seguía ladrando en medio del huerto. El niño se espabiló, bajó con pocos saltos de la escalera. Corriendo a toda prisa llegó hasta la quinta del segundo abuelo; sin darse cuenta entró directamente en el caminito del jardín por primera vez, así de rápida era su carrera. El segundo abuelo estaba saliendo justo en aquel momento. Recorría el caminito con un traje claro y un ligero bastón de paseo y agitaba el sobrero de paja en señal de saludo. Aquel día pasearon por un largo rato, casi hasta la hora de la cena. Ya hacía mucho calor y el niño llevaba sólo sandalias y la manchita colorida de los calzoncillos, junto al segundo abuelo que vestía a la perfección. Hablaban animosamente. El niño
le contaba todo cuanto había sucedido, el segundo abuelo agitaba el sombrero para abanicarse; lo movía fuerte contra el sol. A su regreso, el segundo abuelo entró en la casa del niño, porque tenía que usar la letrina. Permaneció ahí adentro por un largo rato, mientras Isabel corría en el huerto a gran velocidad haciendo rechinar sus ruedas. «Hace un rato que ya no les pongo aceite…», pensaba el niño agachado sobre el suelo afuera de la puerta. Cuando el segundo abuelo salió de la letrina para encaminarse hacia la quinta, el niño corrió adentro de la letrina y encendió la vela. Encendió también una última vez el pabilo de la ventanita, todavía incrustado en una gota de cera minúscula. Titubeó por un rato antes de ver. Cuando por fin acercó la vela al hoyo, hincado en el suelo y con la cabeza colgando, de repente comprendió que el segundo abuelo estaba a punto de morir. Se puso de pie. Temblaba un poco, sus omóplatos salidos golpeaban contra la pared. Cerró el hoyo con la tapa, pero antes volvió a meter cuidadosamente con la ayuda del bastón una de las patitas de Isabel que salía un
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incisión en las mamas para hacer brotar el pus. Ahora el hoyo, en el gran calor, regurgitaba. El niño corría constantemente a lanzar dentro cubetas de agua, porque temía que su contenido, hinchándose cada vez más desde la profundidad de la tierra, comenzara a levantarse en el aire como una muralla. Junto a ella había un bastón: servía para hurgar dentro, para meter ahí los objetos más voluminosos, para practicar una red de hoyos en la costra compacta de las heces, de modo que el agua pudiera penetrarlas. Lo usaba sobre todo la nodriza cuando iba a lanzar al hoyo los envoltorios llenos de su pus. «Debe de haber una obstrucción en algún lado… —decía el primer abuelo— tenemos que llamar a un hombre». Encaramado en uno de los travesaños más altos del tramo de escalera, el niño estaba atento esperando la llegada del hombre que tenía que remover la obstrucción, cuando, alzando los ojos, vio a la señora inmóvil en el huerto. Eran las primeras horas de la tarde y el aire parecía un poco ardiente. La señora, parada de tres cuartos, miraba de reojo fijamente el cuerpo del niño. En el fondo de la espalda el vestido
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poco. Debía de haberla aventado adentro la nodriza después del accidente. Una luciérnaga, atravesando la ventanita abierta, apenas había entrado en la letrina, se había detenido por un momento; luego, quizá viendo que había ya dos velas prendidas, se regresó afuera. El niño dejó la letrina y atravesó con la cabeza agachada todo el huerto. Pasó en silencio junto a la señora que, con un vestido largo hasta los pies no obstante el calor, paseaba siguiendo un minúsculo sendero. Llamó a Isabel, que corrió rechinando hasta él. Puso aceite a las ruedas de la estructura y la perrita corrió de nuevo. Se paraba, volvía a correr más veloz aún, para verificar si el rechinido de verdad había desaparecido. El niño veía su cuerpo cada vez más voluminoso que se tambaleaba en la estructura. Algún día antes le había preguntado a la nodriza la razón de ello. Ella examinó atentamente el cuerpo del animal. «¡Está preñada —le dijo finalmente— está esperando cachorritos!». El niño se acostó en el sillón de barro, cubriéndose los ojos con la mano. Del segundo piso llegaban los gritos de la nodriza, pues el doctor estaba arriba con ella y le estaba haciendo una
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se le levantaba de repente y, debido al ángulo, parecía el dorso de un centauro cortado perfectamente por una sierra. Lo estaba observando justo a él. El niño comenzó a torcer su pequeño cuerpo desnudo en la escalera, arrastrándose de un travesaño a otro, hasta que la señora levantó un brazo en el aire y, sin decir nada, con un ademán de la mano lento y repetido, lo llamó. Un travesaño después del otro, cuidando que los calzoncillos no se le bajaran demasiado cuando se doblaba, el niño comenzó a descender por la escalera. Cuando estuvo en el suelo permaneció parado por un momento, como estando alerta. La señora lo llamó de nuevo. Entonces, moviendo lento sus pequeñas piernas en el suelo, finalmente la alcanzó. Ahora estaba justo frente a ella, que había permanecido volteada de tres cuartos. Lo miraba fijamente, parecía quererlo borrar del fondo del huerto. « ¡ Ha mu e r t o ! » , d i j o finalmente. El niño comprendió que estaba hablando del segundo abuelo, y bajó la cabeza. «Sucedió ayer en la tarde… —la señora seg uía
hablando— me han llamado a plena noche para vestirlo!». El niño se alejó, después de haber rodeado su gran vestido para poder llegar a la vereda. Pasando frente a las ortigas se paró un instante, cara a cara con las últimas grandes hojas amenazantes. Se mecían lentamente a cada soplido del viento, se inclinaban en señal de escarnio. La señora mientras tanto se había alejado, se escuchaba su vestido crujir en la hierba. Desde la casa no llegaba el mínimo ruido. El niño llegó hasta la letrina y se encerró ahí adentro para que nadie pudiera verlo ya. Mucho tiempo después escuchó que tocaban discretamente la puerta. Pegado a la pared, decidió que no abriría. Escuchó tocar de nuevo. No se movió. Sin embargo, algunos instantes después, al levantar la mirada, vio que el espacio de la ventanita estaba completamente ocupado por el rostro de un hombre sonriente. Lo estaba mirando en silencio, quién sabe desde hacía cuánto tiempo había estado ahí. El niño abrió la puerta y corrió a treparse al tramo de escalera. En tanto, había salido de la casa el primer abuelo. Había saludado al hombre y había entrado con él en la letrina. Hablaban, pero
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sobre sí mismo, intentaba mirar hacia adentro, mientras el hombre respondía a sus preguntas gritando. Debía de haber un túnel allá abajo, porque los gritos del hombre se movían, y el primer abuelo los perseguía a través del huerto golpeando de vez en cuando con el tacón de su zapato en el suelo. Desde abajo, el hombre señalaba su presencia con un grito. Permaneció bajo tierra por más de una hora. Se movía continuamente, se le escuchaba gritar cada vez más, como si se estuviera preparando para librar una gran batalla. Luego se hizo un silencio extraordinario, y al niño le pareció que una vibración imperceptible estaba sacudiendo el huerto y la casa y el tramo de escalera sobre el que estaba encaramado, como si el hombre hubiera arrojado su lanza a la garganta de una bestia gigantesca que ahora se estaba retorciendo en alguna zona muy profunda de la tierra. Pasó todavía un poco de tiempo. Luego un sonido ligero que se movía por aquí y por allá a través del huerto indicó que el hombre estaba cantando tranquilamente bajo la tierra. Algunos instantes después la punta del destapacaños
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el niño no lograba entender las palabras. Luego el hombre salió de la letrina, llegó al límite del huerto y ahí se desnudó completamente. Su cuerpo gigantesco se movía muy despacio, como si estuviera dentro del agua. Sus grandes pies apretaban el suelo de una mordida. El niño volteó la cabeza y vio que la nodriza se estaba asomando por una ventana del segundo piso, con las mamas vendadas. El hombre agarró un destapacaños de mango largo, que había apoyado en el muro, dio una vuelta completa al huerto y se paró finalmente frente a una piedra de la que sobresalía un gran aro oxidado. También la señora lo observaba, inmóvil en un lugar bastante alejado. El hombre agarró el anillo y, sin dejar el destapacaños, vibrando por el esfuerzo, levantó la piedra muy en alto. Luego la dejó caer en el suelo de un trancazo y al niño le pareció que todo el huerto se haría pedazos. El hombre observó por un momento el pasaje que se había abierto; su cuerpo gigantesco se envolvió por un instante, sentado sobre sus talones. Frunció por un momento la frente, hizo oscilar el destapacaños en la mano. Luego bajó de un salto dentro del hoyo. El primer abuelo, inclinado
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comenzó a asomarse por la abertura del pasaje, luego la cabeza negra del hombre, luego todo su cuerpo gigantesco, como una estatua de tinta y lodo. El hombre hizo rodar la piedra sobre el agujero, se dirigió hacia la puerta de la casa, llegó hasta el patio de concreto que se extendía un poco frente a ella. Sus pies dejaban huellas perfectas en el suelo. Levantó el rostro hacia el tramo de escalera, y por un momento en su cabeza negra brilló la blancura de una sonrisa. Luego se paró en el centro del patio, cogió la manguera del clavo, la desenrolló, abrió la llave y, mientras el agua se deslizaba sobre él, caía lentamente de su cuerpo aquella costra negra y fétida, como una segunda piel. Los rasgos de su rostro comenzaron ya a retorcerse detrás del velo de agua, los dedos de sus pies se movían en el cemento, cambiaban de color sin cesar. Luego, tomó un pedazo de jabón, comenzó a restregárselo en el cuerpo. Sus manos veloces suscitaban una densa espuma de la que volaban minúsculas burbujas de jabón. Después de haberse enjuagado con la manguera, dispersó la mancha inmunda que estaba en
el cemento, se lavó de nuevo las plantas de los pies, se secó, se vistió, se peinó y, con el destapacaños en la espalda, se alejó chiflando de la casa. Entonces la nodriza bajó del segundo piso, entró en la letrina con un trozo de escoba y un puño de detergente. Cuando salió, el niño llegó a su vez a la letrina. Abrió completamente la puerta, entrando de un salto. Sin embargo, de inmediato se detuvo: apoyada en el círculo del hoyo, una sola y enorme burbuja llenaba casi por completo la pequeña habitación. El niño retrocedió muy lentamente, se quedó paralizado en una esquina. Seguía mirando fijamente la burbuja con los ojos desorbitados. ¿Quizá había brotado por sí sola en el hoyo? ¿O había sido provocada por el detergente de la nodriza y por las cubetas de agua que él había vaciado dentro de él? El niño aplastaba lo más que podía sus huesos contra la esquina de la letrina, conteniendo su respiración por miedo a que su aliento fuera suficiente para hacer estallar esa gran burbuja. No orinó para no hacerla añicos. Cerró lentamente la ventanita, pues sabía que bastaban las patitas de una mosca o de algún otro
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adelante, pegado siempre a las paredes, se acercó a la ventanita, hizo arrastrar su brazo hasta el cabo de vela y hasta la caja de cerillos. Se paró por un instante, conteniendo la respiración, luego encendió la vela. La gran burbuja apareció de repente. En ella se reflejaba la flama de la vela junto a su rostro infinitamente concentrado, y la luz giraba en todas direcciones en su esfera brillante, creaba vórtices suspendidos por la fuerza centrífuga, rehiletes en los que se formaban dados de luz de colores diferentes, como ventanitas en movimiento, y el niño giraba la cabeza continuamente para intentar verse adentro de ellos, seguía las órbitas que se despegaban al final de la esfera cayendo estrepitosamente como una cascada en el hoyo. Duró sólo pocos instantes. Luego la gran burbuja se disolvió. Entonces el hoyo, bloqueado tanto tiempo por aquel enorme vacío de aire, comenzó a hablar inesperadamente. Sin dejar la vela ni siquiera, el niño huyó de la letrina. Se dio cuenta de ello cuando ya estaba en el fondo del huerto. Estuvo al acecho por un rato antes de decidirse a regresar. Sopló a la flama y, luego de haber empujado con
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minúsculo insecto para hacerla explotar al momento. La burbuja mientras tanto ondeaba apenas sobre el hoyo; su esfera perfecta se deformó un poco, pareció estar a punto despegarse, y el niño esperaba que se elevara de un momento a otro como un globo aerostático, y que una barquilla colorida surgiera de las zonas más profundas del hoyo con muchas manitas y patitas que se agitaban en sus bordes en señal de saludo. Cansado de permanecer de pie, el niño se sentó en sus talones, cuidando que sus rodillas puntiagudas no cortaran la burbuja. En la superficie convexa veía su propia imagen escaparse. Cuando finalmente salió de la letrina, abriendo muy lentamente la puerta y luego volviéndola a cerrar con mil precauciones, la burbuja aún estaba ahí. El huerto estaba desierto, sólo las grandes ortigas, rozándose la cabeza, confabulaban entre ellas. Cada tanto, entreabriendo apenas la puerta y echando un vistazo por la rendija, el niño verificaba si la burbuja estaba aún. Comenzaba a oscurecer. Mucho tiempo después entró de nuevo a verificar. Fue a aplastarse contra el muro, pero no veía nada. Sin hacerse para
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la mano el vidrio de la ventanita, desde el exterior, volvió a poner en su lugar la vela. Regresando a casa, muy tarde, el primer abuelo entró en la letrina. «¡Ahora sí que fluye bien!», lo escuchó murmurar el niño un poco después. En el segundo piso el recién nacido había comenzado a llorar. La nodriza enjuagó el recipiente para hervir leche, antes de correr hacia él. El niño llegó a su habitación. Se quitó los minúsculos calzoncillos y los colgó con cuidado en la punta del clavo. En el silencio, no obstante la distancia, escuchaba que el hoyo estaba aún murmurando solo en la noche canicular. Alzaba la voz, por momentos, o se cerraba en un adusto silencio, refunfuñaba algo e inmediatamente después emitía un grito iracundo, chillón, como si alguien lo hubiera contradicho. Callaba por un largo rato, luego volvía a bisbisear muy lento, ininterrumpidamente, y parecía que algo se estuviera precipitando sin ningún tropiezo en un gran torbellino silbante. El niño lo escuchó por un gran rato. Cuando sintió que estaba apunto de dormirse, jaló el arito que salía de la cabeza de poliestireno y el carillón
comenzó a sonar enseguida, cubriendo poco a poco la otra voz. Mientras tanto, sentado sobre un cerro, Abd imaginaba la desmesurada lejanía de una tienda beduina. En dónde se encontraba precisamente, no lo sabía. Sólo sabía que había avanzado hacia adelante sin cesar, que había atravesado una cantidad infinita de fronteras. Que había matado y degollado, robado e incendiado, desenterrado a los muertos para saquearlos. Que pueblos siempre nuevos lo habían cazado, antes de que desapareciera cada vez de una diferente ciudad, tambaleándose en su capa a lo largo de las calles pululantes. Que había atravesado ríos de hombres y bestias, que había observado desde la ventana de una posada a un herrador intentando herrar al caballo de un extraño viajero hasta que el martillo desapareciera y desapareciera el caballo y el caballero y el herrador y el ruido de los golpes contra el fierro, sin que ningún clavo permaneciera fijo en el aire transparente de la calle, frente a la insignia de la pequeña tienda rodante en el espacio. Un grupo de soldados estaba saliendo en la oscuridad hacia la montaña. Abd distinguía
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permaneció a la espera. Su gran nariz ganchuda escondía la luna. El hoyo siguió hablando un día entero, rumoreaba en zonas cada vez más profundas. El niño pasaba y volvía a pasar junto a la letrina, caminaba por el huerto, se acostaba en algún lugar un poco distante de la piedra, desde donde salía el eco de un continuo susurrar. Entraba en la letrina, quitaba la tapa; hincado en el piso, pegaba una oreja para escuchar. Incluso por toda la noche siguiente el hoyo siguió hablando. En la oscuridad de la habitación, el niño escuchaba atentamente, secándose el sudor con la sábana. Se despertaba y se volvía a dormir continuamente, hasta que un sonido fragoroso lo despertó de un sobresalto. Saltó de la cama y corrió a abrir la ventana. No se había equivocado: el hoyo estaba cantando con fragor en el silencio de la noche; el sonido provenía de un lugar muy profundo de la tierra, donde quizá el segmento había hecho saltar con la acumulación de su peso una última obstrucción y ahora se estaba precipitando desde lo alto en una vasta cavidad fragorosa. Asomado por la ventana, el niño estiraba cada vez más la cabeza en la noche, como en un pantano. Paraba las orejas
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desde lo lejos la sombra de las jabalinas, escuchaba el ruido de acolchados pasos mecánicos en el aire nocturno. Sabía desde hacía tiempo que un duque longobardo lo estaba cazando. Su cabeza estaba incrustada en un lugar impreciso del espacio, y se sentía preso de una inexplicable nostalgia. Tenía la lengua ligeramente de fuera, con la punta percibía los ruidos que vibraban en el aire. Y estirándola un poco más podía incluso tocar la indecible alegría de los cráneos que surcaban la noche armada hasta los dientes, como canicas de vidrio. La impulsaba aún más hacia delante, hasta las extremas mucosas de la noche, la sentía introducirse en sus líneas infinitas en fuga prospectiva. «¡Quizá un día —pensaba— elevando la antorcha en plena noche, un caminante podrá ver las señales trazadas por mi lengua en el espacio. Permanecerá al menos esto, permanecerá al menos esta incontestable eternidad!». El ruido de los pasos en marcha estaba ahora muy cercano. Abd vio de nuevo la sombra fluctuante de las jabalinas, un hacha de combate se recortó contra el destello de las estrellas. Sentado sobre una piedra, Abd
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intentando captar inútilmente las palabras de aquel canto que por momentos parecía desaparecer, dejando detrás de sí un sonido desmesurado, por la cadencia constante, como el resollar de una respiración en un inmenso espacio hueco. El aire de la noche estaba candente. El niño aún permaneció asomado por la ventana por mucho tiempo, hasta que sus pequeñas piernas comenzaron a doblarse por el cansancio. Entonces regresó a la cama y se durmió inmediatamente, sin ni siquiera tomarse el tiempo de cubrirse con la sábana. Lo despertó un rayo de luz que entraba por una rendija de las hojas de la ventana. Después de haberse puesto los pequeños calzoncillos que colgaban del clavo, bajó a la cocina, luego al huerto. Isabel corría hacia adelante y hacia atrás sin razón, como presa de una gran alegría. Sus ruedas habían comenzado a rechinar. Cuando estuvo cerca, el niño aflojó las cintillas de la estructura, porque su cuerpo había engordado más. En aquel momento la nodriza salió de la casa, dirigiéndose hacia la letrina con una pequeña bolsa. En el fondo del huerto ya estaba paseando la señora. El niño subió al tramo de escalera y permaneció atento
por un rato. Desde hacía muchos días ya no escuchaba el chasquido del fuete del tercer abuelo, quien había desaparecido nuevamente. Poco después llegó el doctor. Desde lo alto el niño veía balancear su cabeza, que parecía adormecida, mientras en su gran maletín tintineaban mil objetos cortantes. Moviéndose por el huerto sin hacer ningún ruido, la señora se agachaba de vez en cuando al suelo para salar los caracoles. El primer abuelo se estaba yendo al trabajo con un libro bajo el brazo. Había por aquí y por allá montoncitos de sal en medio de la hierba; debajo de ellos algunos caracoles sin concha estaban estallando; no se sabía si eran los caracoles los que absorbían la sal o si era la sal la que expulsaba a los caracoles de sí misma. Un travesaño tras otro, el niño comenzó a desplazarse en la escalera. Desde el segundo piso venían gritos, pues estaban cortando las mamas de la nodriza. El rechinido de las ruedas de Isabel se detuvo de repente en medio del huerto. El niño cerró los ojos, se apoyó en la pared de la casa con los omóplatos y permaneció por largo rato en esta posición. Mucho tiempo después escuchó unos pasos
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Cuando lo hubo extraído todo, el niño volvió a entrar en la casa: estaba desierta. El primer abuelo ahora estaba en la báscula y la nodriza, una vez que terminó las curaciones, debió salir de compras. En su recámara en el segundo piso, el recién nacido dormía desnudo y descubierto por el calor. Sobre la almohada, precisamente junto a su boca, había un regurgito de leche. El niño se acostó en el taburete de ruedas. Sobresalían de él sólo las piernas y la cabeza que colgaba sobre el piso y que se estaba haciendo negra por la sangre. Permaneció así por mucho tiempo, luego sus piernas comenzaron a moverse, pedaleando lento sobre las tablas del piso. Se deslizaba a través de la habitación; su cabeza, apoyada más allá de los bordes del taburete, observaba atentamente todas las cosas. Había un brasero y una muñeca colocados en el centro de la habitación de cuando la nodriza había dejado de lactar, algunos retazos blancos planchados y amontonados y una bandeja desconocida. El recién nacido gimió ligeramente en el sueño, movió un brazo y metió la cara en el regurgito. El niño volvió a moverse a través de la habitación. Giraba en torno suyo lentamente, en
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acolchados y somnolientos muy por debajo de la escalera. Bajó al suelo y comenzó a atravesar lentamente todo el huerto. Pasando junto a las grandes ortigas, cerró los ojos un instante para concentrarse al máximo. Se secó el sudor de la frente y del pequeño tórax, pasando una mano sobre las costillas. Junto al sillón de barro Isabel aullaba y torcía la cabeza hacia todos lados; parecía que se estuviera sofocando. El niño se le acercó y vio que un largo hilo le salía de la garganta. Debía de haber encontrado el cotonete para la limpieza de las orejas que había ocultado en un lugar secreto en la base del sillón, y ahora seguía tragándose el hilo esperando que estuviera a punto de terminar. De vez en cuando se paraba, intentaba vomitarlo contrayendo todo el cuerpo. Una brazada tras otra, el niño comenzó a jalárselo muy despacio, porque ya tenía que haber llegado a las partes más lejanas del esófago y quizá también del estómago; tal vez había llegado ya a las zonas más secretas de su cuerpo, donde se estaban formando los cachorros. Había una espuma candente alrededor de él; Isabel lo miraba pasmada, manteniendo la boca pacientemente abierta.
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círculos cada vez más estrechos. No se veía nada alrededor, por eso había dejado que la cabeza recayera hasta rozar el piso. De repente se paró, abrazó bien la circunferencia del taburete, se agarró a ella con las manos para no resbalarse. Luego, volviendo a pedalear, se lanzó a través de la habitación a gran velocidad; la recorrió muchas veces hacia adelante y hacia atrás, cambiando de dirección de repente un instante antes de que la cabeza se le despedazara contra la pared, mientras las ruedas del taburete se elevaban del suelo. Toda la casa temblaba, las tablas del piso parecían a punto de ceder y desde el ropero, chocado muchas veces por los bordes del taburete fuera de control, habían caído varios objetos, haciéndose añicos en el suelo. El recién nacido, despertado por el fragor, gritaba retorciéndose en la cuna como un animal pequeño. El cuerpo del niño se golpeaba contra las paredes y las esquinas de los muebles; el taburete se derrapaba cada vez más ruidosamente en la habitación. Hasta que se volteó. Aún aferrado a sus bordes con las manos, el niño sintió su propio cráneo crujir, mientras toda aquella masa giraba encima
como alrededor de un perno. Los gritos del recién nacido se habían convertido ya en convulsiones. El niño, acostado en el piso, se tocaba los huesos de la cabeza. Permaneció por largo tiempo así, y no abría los ojos por miedo de no verse más. Al fin se levantó, dio algunos pasos en la habitación, se acercó a la cuna. Miraba fijamente el rostro arrugado del recién nacido, que lloraba escandalosamente con los ojos cerrados. Lo miró por largo tiempo de cerca. Ahora sus ojos se habían abierto de par en par de repente, debía de haberse percatado de la sombra de un rostro suspendido en el aire sobre él. El niño se agachó de repente sobre la cuna, permaneció por un instante como en vilo; luego sus labios se posaron sobre los labios abiertos del recién nacido, quien de inmediato cesó de llorar. En la casa había ahora un gran silencio. La pequeña cabeza del recién nacido se había relajado poco a poco, respiraba ya tranquilamente en el sueño. Sin hacer ruido, el niño abandonó la habitación y bajó a caminar un rato en el huerto. Subió al tramo de escalera, descendió algunos travesaños, subió de nuevo. Veía sus pies pequeños
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hoyo lo estaba llamando en voz baja. Miró a su alrededor, entró en la letrina. Encendió la vela, haciendo chorrear algunas gotas de cera en los bordes del hoyo, para que permaneciera parada. Quitó la tapa y acercó muchísimo la oreja. Hincado en el piso, tenía la frente un poco fruncida por el esfuerzo de escuchar. Acercó la oreja aún más, se sostuvo bien con las manos, hasta que su rostro pareció cambiar de expresión de repente. No parecía ni siquiera respirar. Tenía la boca semiabierta y de vez en cuando asentía con la cabeza. Permaneció inmóvil por un largo rato, la flama de la vela alumbraba su rostro infinitamente concentrado. «Sí, mamá…», respondió finalmente, en voz baja. Levantó la cabeza del hoyo, lo volvió a cerrar lentamente con la tapa, luego apagó la vela de un soplido.
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moverse, superando los espacios entre un travesaño y otro. Había algo que se le escapaba. No lograba entender ni siquiera si los travesaños se estaban alejando o acercando. «Para descubrirlo necesitaría subir en plena noche…», se dijo después de un rato. El huerto estaba desierto. Las patas de la mesa del primer abuelo estaban hundidas un poco más en la tierra. El niño permaneció a la expectativa, pero desde la calle no llegaban chasquidos de fuete. «¿Quien sabe dónde se habrá metido?», se preguntó aún. Estaba pensando en Isabel. Bajó dos travesaños y se paró. Subió todavía tres travesaños. Sentado allá arriba, hizo balancear sus piernas por un rato. Bajó de nuevo y saltó al suelo. Atravesó un pedazo del huerto y llegó frente a las grandes hojas de las ortigas. Estaban cara a cara, y se miraban a los ojos. Desde hacía poco tiempo le parecía que el
Nunca llegué a explicarme el misterioso mecanismo del recuerdo, que hace que en las circunstancias excepcionales de nuestra vida, de pronto adquiera una importancia casi extraordinaria el detalle insignificante y la imagen que durante años ha estado cubierta en nuestra memoria por el presente de la vida
».
Roberto Arlt
Robin Hood: la génesis de una leyenda Estrella Asse
No, el cuerno ya no suena más ni la cuerda del arco al soltarla tampoco; el silencio es el agudo marfil que pasa por el brezal subiendo la colina; no hay risas en medio del bosque donde el solitario eco asusta a algún tipo, asombrado de oír bromas en lo profundo y tenebroso del bosque. John Keats
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n la espesura del bosque, al cobijo de frondosos árboles y altas malezas, se dibuja la silueta del valiente arquero que dio nombre a una de las más famosas leyendas medievales inglesas. La historia de Robert Fitztwalter, Robert de Locksley, Robyne Hood o Robin Hood sigue vigente en incontables ediciones, comedias musicales, series televisivas y
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contienen variantes, incluso alteraciones que entre un texto y otro que se han tenido que reconstruir a partir de crónicas que recogieron las leyendas que se transmitieron oralmente de generación en generación y años más tarde quedaron impresas en las primeras formas manuscritas. No obstante, sus antecedentes también inspiraron algunas de las baladas inglesas que datan del siglo xii, las cuales ambientaron los escenarios de pasajes históricos lo mismo que de situaciones cotidianas. Las baladas eran canciones populares anónimas en las que predominaban las cualidades narrativas de los intérpretes para dar a conocer brevemente anécdotas contenidas en antiguas leyendas mediante recursos líricos, como el uso de frases cortas, por lo general rimadas. La idea de cantar estas baladas era, como asegura Maurice Keen, dar a conocer hechos históricos relevantes y actos dignos de recordarse, memorizarse y difundirse no sólo por la documentación que contenían, sino también porque estimulaban la imaginación colectiva en una época marcada por la represión que impuso la iglesia en el medievo. Las baladas combinaban elementos didácticos con otros
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películas que muestran el alcance que ha tenido su difusión en distintos países. Su popularidad debe mucho al contexto que le dio vida y al apego de tradiciones que han sido materia de estudio para la crítica especializada, así como de interés y entretenimiento para niños y adultos. Los incidentes de una historia que enfrentan al héroe ante entornos hostiles, en medio de las pugnas entre gobernantes, invasiones y guerras, también incluyen el atractivo de proezas que destacan su superioridad moral por encima de las injusticias sociales que imperaron en su época. Las fuentes que documentan la historia de Robin Hood
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de carácter folclórico que cantaban las hazañas de héroes que podían desafiar la ley e incluso cuestionaban la creencia generalizada de una sanción divina. En etapas sucesivas, una gran cantidad de baladas conservaron el estilo impersonal del había una vez que daba entrada a brujas, príncipes y princesas que conducían los relatos hacia un desenlace feliz, mientras que otras adquirieron un estilo individualizado, más sofisticado, cuyo principio fue condensar una trama a través de un marco narrativo específico. En esa transformación, la sucesión de incidentes desordenados cambió por la voz de un narrador capaz de cubrir los vacíos existentes y dar continuidad a la profusión de detalles en el
ámbito histórico y en el desarrollo de los pormenores en torno al héroe. El conjunto de más de treinta baladas acerca de las hazañas de Robin Hood se unificó en un solo texto, subdividido inicialmente en cuatro grandes apartados que más adelante se conformó en una serie de relatos que se imprimieron en folios durante los siglos xv y xvi; en éstos se mantuvo gran parte del trasfondo sociohistórico y las cualidades que lo hicieron un héroe perdurable. Esas baladas dieron la pauta para comprender la idiosincrasia, las creencias o aspiraciones de los narradores que contaron su historia y determinaron su permanencia, al igual que su proyección futura dentro del cuerpo de leyendas de la literatura inglesa. Como fiel arquero al servicio del rey, Hood acompaña a Ricardo Corazón de León en la tercera Cruzada a Jerusalén, presencia su captura y muerte a y regresa a una Inglaterra sitiada por los normandos; su valentía lo enfrenta al enemigo
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entre los componentes sociales, del mismo modo que el núcleo de los acontecimientos divide la colindancia entre el bosque y el castillo, dos escenarios que representan la polaridad social: la tiranía que se ejerce desde la alta fortaleza y los hombres que viven a la intemperie, desprotegidos del beneficio de las leyes. La herencia ancestral que atraviesa esta historia admite interpretarla a la luz de símbolos que renuevan su vitalidad: la elevación del palacio real, morada sólida de torres que se alzan en la cumbre de las montañas y la figura del bosque como emblema del santuario en estado natural, dominio que coronan las copas de los árboles y propician el ciclo fértil de regeneración y crecimiento, imágenes que quedaron en la memoria como expresión del poder que encubren las altas murallas y sofoca las voces que en la oscuridad de los parajes cantan al anhelo de un mundo ideal, un abismo que traza la última flecha que Robin Hood dispara antes de morir en dirección del bosque, haciendo sonar por última vez su cuerno de cazador en señal del sepulcro que guardará sus restos y con ellos el presagio
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extranjero, su origen al intento por recuperar el honor que, por causa de las confabulaciones en la corte y la usurpación del trono de Ricardo por su hermano Juan provocan que se impongan nuevos impuestos que aumentan el descontento del pueblo y el resentimiento por las injusticias de un sistema legal inoperante. Pero Robin Hood representa a los hombres que no tienen el valor de enfrentarse abiertamente y manifestar su descontento; en compañía de sus fiel amigo John y unos cuantos seguidores, se convierte en el combatiente de las causas justas, lleva a cuestas el apodo de Príncipe de los Ladrones, un prófugo que al cobijo del bosque Sherwood acecha las rutas por las que transitan nobles y caballeros, burla a las autoridades y distribuye las riquezas de éstos entre campesinos, leñadores y aldeanos oprimidos, y está dispuesto con arrojo a beneficiar siempre a los menos favorecidos. Como historia o leyenda, el constante traslado de los relatos que envuelven la mítica figura del arquero traspasó las rígidas fronteras de la Edad Media y permanece como modelo de un idealismo implacable en pugna por la repartición equitativa
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de una leyenda que revivió las andanzas del protagonista. Seguir sus pasos, escucharlo, verlo a través de distintos ojos en perspectivas cambiantes es el resultado de los desplazamientos continuos en los que cada autor reinventó un Robin Hood, valiéndose de fuentes que guardan una larga trayectoria y, en ocasiones, una información inconsistente. Como reivindicación de la cultura y la historia anglosajona, por el interés de los nexos históricos y literarios o por la fascinación de conocer a un personaje que es incitador del orden público son sólo algunos rasgos que han motivado la intención por entenderlo como un héroe moderno, un mortal capaz de justificar sus actos, una antigua épica que se desgaja en fracciones amoldables en distintos terrenos y bajo distintas ópticas. En el plano cinematográfico, las adaptaciones de la historia de Robin Hood cubren un lapso considerable, el cual dio inicio en las primeras décadas del siglo pasado y llegaron al actual en numerosas películas que han ido a la par del crecimiento acelerado de la industria fílmica. Durante ese periodo, se rodaron en Inglaterra y en
los Estados Unidos una serie de breves episodios secuenciados que fueron un antecedente importante para el desarrollo de proyectos más ambiciosos. El atractivo de las películas mudas, que apenas excedían unos cuantos minutos, creció en los largometrajes que paralelamente acaparaban las pantallas a nivel mundial y cubrían las demandas de un público cada vez mayor. Sobresale la versión Robin de los bosques de 1922 como pionera de producciones más extensas y su director Allan Dwan, por el trabajo que realizó al lado del productor y actor Douglas Fairbanks. Junto con Charlie Chaplin y su esposa, Mary Pickford, entre otros propietarios de la empresa productora United Artists, Fairbanks arriesgó un presupuesto que al final de la filmación excedió en cifras millonarias. Para el decorado de los escenarios el productor no escatimó en crear un paisaje al estilo medieval que incluía un castillo y la más sofisticada utilería, en un intento, según Richard Stapleford, «de llenar el silencio mediante un esplendor artificioso», auque efectivo, ya que dio la pauta decisiva que en adelante impusieron las grandes
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añade ingredientes a tono con el sentido de espectáculo que mantiene a lo largo de 102 minutos, en los que buenos y malos alternan en contiendas de espadachines o arquería que reafirman la destreza de Robin Hood, caracterizado por Errol Flynn. La combinación de actores afamados con la recreación de una trama llena de acción y al mismo tiempo de humor, propician una atmósfera relajante que deja entrever el futuro prometedor de Robin y lady Marian (Olivia de Havilland). En la sucesión de escenas, la creación de cada sector se percibe en la atractiva fotografía que capta la vista natural del bosque Sherwood, el frío panorama
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productoras estadunidenses en otras partes del mundo. Esta constante definió el carácter tecnológico del cine y aceleró el proceso de convertirlo en una nueva forma de arte, si bien al principio primitivo, en adelante consolidado como un medio visualmente narrativo. Aunado al perfeccionamiento del sonido, la introducción del color a mediados de los años treinta añadió un atractivo adicional en varias películas de dibujos animados y en algunos largometrajes de tipo épico como en Las aventuras de Robin Hood de 1938. El título se orienta a una época que fue determinante en la producción de las películas de aventuras, un género que aseguraba el éxito taquillero y un acierto en cuanto al rescate de fuentes históricas y literarias que podían turnarse con la magia de una ambientación que también incluyera las pericias del caballero por conquistar a su dama. Si bien la película se apoya en algunas líneas temáticas del contexto original,
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del castillo de Nottingham o la calidez del fuego en el interior de la taberna. Nominada como mejor película en 1939 y ganadora de dos Oscar por mejor dirección artística y música, su fama no excluye el talento del director húngaro Mihály Kertész —alias Michael Curtiz—, quien se exilió en Estados Unidos luego de enfrentar en su país las restricciones que afectaron la industria fílmica; al poco tiempo, su éxito definitivo lo obtuvo por la dirección de Casablanca (1942), un clásico Título:
Las aventuras de Robin Hood
Año: 1938 País: Estados Unidos Duración: 102 minutos Género: aventura
Director: Michael Curtiz Reparto:
Errol Flynn Olivia de Havilland
entrañable. De igual manera, figura el nombre del austriaco, Erich Wolfgang Korngold, que a su llegada a los estudios Warner Brothers ya había consolidado su reputación en Europa, tanto en la ejecución como en la composición de óperas y otras obras. Los arreglos musicales para Las aventuras armonizan con la fuerza emotiva de algunas escenas, acentúan los detalles en tonos melodiosos que, entre otros matices, como el toque de trompetas y fanfarrias, eran desconocidos en el cine de esos años. En esa conjunción de imágenes, el pasado distante del ídolo legendario no es tan sólo un recuerdo archivado en los anales medievales, sino las voces que forjaron desde tiempos inmemoriales su identidad permutable. Robin Hood es uno y todos, simboliza el culto al personaje temerario que vive al margen de la escoria, el que aún estimula a reflexionar sobre los contra stes de la s so cie dades modernas, en la encarnación de la expresión popular que cantó a su gran pasión por la vida: una historia de sucesos quizás tan sólo aparentes que enmarcaron el sueño de un héroe invencible.
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Nació en la ciudad de México, en 1964. Realizó estudios de licen-
ciatura en La Esmeralda del inba, maestría en artes visuales en la División de Estudios de Posgrado de la unam y museografía aplicada en la Escuela de Restauración del Instituto Nacional de Antropología e Historia. Ha realizado quince exposiciones individuales. Fue seleccionado en la iii Trienal Havirov 2002, de la República Checa; en la Qingdao International Print Biennial 2000, de China; en el Salón de la Estampa, Museo Nacional de la Estampa, México; una ilustración suya fue escogida para Mensaje del Día Internacional de la Danza 1997, iti-unesco. Fue invitado a participar con una estampa en la Caja del Tiempo 2008, colocada en la torre oriente de la Catedral Metropolitana de la ciudad de México.
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Los cuentos de Hoffmann Rebeca Mata Sandoval
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rnest Theodor Amadeus Hoffman (1776-1882) fue escritor, violinista, pianista, director de orquesta, compositor, caricaturista y pintor. Admirado por Beethoven y admirador de Mozart, se convirti贸 en una gran influencia musical para compositores como Weber. Muchas de sus obras como escritor inspiraron la creaci贸n de obras musicales como Coppelia, de Leo Delibes, Kreisleriana, de Schumann y por supuesto Los cuentos de Hoffman, de Offenbach.
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ETA Hoffman se introduce dentro de sus narraciones como narrador-personaje y conjunta dos puntos de vista que le imprimen un carácter de verosimilitud a sus cuentos. La narración en primera persona restringe de cierta manera al narrador, porque se refiere sólo a lo que ve o imagina directamente; no lo sabe todo. Sin embargo, al ser testigo presencial de los hechos gana nuestra confianza. Esto es importante dentro de su obra, que abarca la ficción, el horror y el suspense combinado con lo grotesco y lo sobrenatural con un fuerte realismo psicológico. Sin importar los temas que toca, el autor nos brinda credibilidad sobre lo narrado. Nos encontramos en medio de atmósferas de
pesadilla dentro del mundo de los sueños y presenciamos eventos como el desdoblamiento de la personalidad y la locura. Hoffman tuvo una fuerte influencia sobre el movimiento romántico y sobre figuras posteriores como Edgar Allan Poe y Théophile Gautier. El mismo Hoffman conforma un personaje digno de cualquiera de sus narraciones. Un hombre con múltiples talentos que se ocupaba de investigar temas como el ocultismo o las enfermedades mentales, de las que se apropió síntomas que imitaba para impresionar a las personas que lo rodeaban y quien a los 35 años se enamoró de Julia Mark, una chica de trece años. Tenía una afición desmedida por el alcohol y murió a los 46 años después de una vida corta pero muy intensa. Jacques Offenbach, ya siendo un exitoso autor de operetas, al final de su vida decidió incursionar en la lírica con una composición de mayores dimensiones. Utilizó una obra de teatro de Jules Barbier y Michel
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del sueño o la evocación del propio Hoffman como protagonista de sus relatos. Los actos siguen el orden Olimpia, Giuletta y Antonia, aunque la intención de Offenbach era que la última fuese Giuletta. El prólogo y el epílogo suceden en la cervecería de Luther, en Nüremberg y los actos en París, Munich y Venecia en el siglo xix. Cabe destacar la importancia que tendrán algunos hilos conductores que transitan los textos. El amor imposible es uno de ellos y la consiguiente soledad de Hoffman. Lo ominoso viaja como un peso que va cayendo sobre cada uno de los actos. En Olympia, el protagonista
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Carré, basada en tres cuentos de ETA Hoffmann: «El hombre de arena», «El reflejo perdido o La noche de San Silvestre» y «El canto de Antonia o El violín de Cremona». En el prólogo de la ópera se hace mención a otros dos cuentos: «El puchero de oro» y «El enano Kleinsach». La adaptación para el libreto terminó siendo de Barbier, ya que Carré murió durante el proceso. La ópera consta de un prólogo y un epílogo con tres actos, cada uno basado en uno de los cuentos. Hoffman se integra a su propia obra con una triple función, la de autor-narradorpersonaje. La atmósfera dentro de la que deambularán los seres que pueblan la historia será la
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arrastra el recuerdo infantil del hombre de arena que marcará no sólo su personalidad sino su destino al repetir la historia de su infancia. Lo maligno que se aparece por las noches destruirá a su padre y al final lo conducirá por un camino en el que se enamorará de una mujer fría, bella y perfecta: un engaño autómata «con ojos de esmalte» concebido por Spalanzani y Coppelius, quienes al igual que el padre han experimentado con lo oculto. La mirada y los ojos aparecen como tema importante: los ojos que ven lo prohibido y los ojos falsos que permiten mirar lo oculto. El final llega con la destrucción de la amante mecánica, donde el protagonista descubrirá que ha sido engañado y quedará solo. En el acto ii encontramos que sobre
Antonia pende lo ominoso, porque a pesar de tener una bella voz, no debe ejercer su arte a riesgo de agravar su tuberculosis. Ella ha prometido a su padre que dejará de cantar. Hoffman transgrede la orden entonando un dueto de amor con ella y, al terminar la pieza, Antonia desfallece. Llega el antagonista, el doctor Miracle, quien no sólo le receta el canto como cura, sino que la convence de que lo haga porque debe lucir su voz. Hoffman le hace prometer de nuevo que no cantará. El padre echa al doctor Miracle, pero él regresa a la casa por medio de sus poderes mágicos, ya que es capaz de atravesar paredes, tocar el violín de una forma endiablada y darle vida al retrato de la madre de Antonia para que esta visión convenza a su hija que cante. Así, Miracle se encargará de drenar a la joven a través de la voz hasta que pierda la vida, mientras Hoffman permanece escondido para no encontrarse con el padre de Antonia, quien lo culpará por la muerte de su hija. De nuevo encontramos la mirada como medio para asomarse al mundo de los muertos, o como vehículo para posarse sobre lo inexistente. La belleza adquiere el sentido de un
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en el que el protagonista se enamora de una serpiente de ojos azules (una vez más la mirada) y «El enano Kleinsach». En el epílogo, Hoffman se encuentra totalmente borracho y opta por olvidarse de sus sufrimientos. Tiene una visión donde la musa de la poesía le dice que lo mejor es que le dedique su vida. Lindorff aprovecha el estado de Hoffman para atraer a Stella. Hoffman queda solo y borracho y la obra concluye con el canto de unos estudiantes que entonan un alegre brindis. Los cuentos de Hoffman, de Jacques Offenbach, fue estrenada cuatro meses después de su muerte, el 10 de febrero de 1881, en la Opéra-Comique de Paris. Ernest Giraud realizó la orquestación y añadió los recitativos.
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camino engañoso, en este caso la belleza de la voz y del canto. En el acto iii, Hoffman se ha enamorado de Giuletta, que tiene un compromiso con Schlemil. Ella es una cortesana que está al servicio de Dapertutto, hechicero que roba las almas de los hombres cuando éstos se ven en un espejo. Una vez más encontramos la importancia de la mirada, vehículo de la perdición de los hombres. Los ojos se solazan con la belleza y caen en la trampa. La misma Giuletta es convencida para seducir a los hombres cuando mira un hermoso diamante. Hoffman se mira al espejo y pierde su imagen, después mata a Schlemil y Giuletta lo abandona por otro hombre. El prólogo y el epílogo muestran a un Hoffman alegre en una taberna brindando por el triunfo de Stella, una soprano que conjunta o resume a Olimpia, Antonia y Giuletta. Llega Lindorf, quien trata de tomar el lugar de Hoffman en el encuentro amoroso que debe tener con Stella. Se habla de los antiguos amores de Hoffman y así empieza el relato de las tres mujeres que corresponde a los tres actos. Se menciona el cuento «El puchero de oro»,
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Colaboradores Daniel Alvarez (Tampico, México, 1983), estudiante de letras, periodista, activista político. Es la primera vez que publica. Luis Felipe Ferrá (ciudad de México, 1985), cineasta, es licenciado en comunicación por la Universidad Iberoamericana y maestro en humanidades por el Instituto Cultural Helénico. Dirigió el cortometraje Inanición, basado en un cuento de su autoría. Nino Gallegos (Durango, México), poeta, narrador, periodista, imparte clases en la Universidad Autónoma de Sinaloa. Publicó Aludra (2010), De la piel de húmedos vientos tropicales, La tristeza silenciosa en barcos vacíos, Andar en la soledad del puerto con la cabeza a pájaros (2001). Antonio Moresco (Mantua, Italia, 1947) es un escritor atípico que comenzó a publicar a los 47 años. Entre sus libros publicados están: Clandestinità (1993), La cebolla (1995), Lettere a nessuno (1997), Gli esordi (1998), La visione (con Carla Benedetti, 1999), El volcán (1999) y los Canti del caos (2002).
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bracadabra proviene del hebreo antiguo y quiere decir «envía tu fuego hasta el final». Es una palabra cabalística que si se escribe en forma triangular, con once líneas a las que se le quita una letra cada vez, en orden descendente, da una idea de infinitud. La letra a del ápice que sostiene el triángulo, que se repite al principio de cada palabra, también está en la punta de cada línea; es la llave para cada trazo. La palabra completa también es la clave que algunos pronuncian para intentar abrir misterios. Se le atribuyen poderes curativos. El triángulo, según Borges, «se grababa en un pergamino y se colocaba sobre el estómago como una defensa contra las enfermedades». A
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Ganadores del concurso Telecápita 2011
www.elpurocuento.com núm. 11 50 pe s os
Las ciudades y los muertos, ∞ (2o. lugar) Diana López Italo pasó treinta y un años con doce días anhelando ver de nuevo la ciudad. Después de concentrarse hasta el dolor, sobre su cama, mientras los demás dormían, regresó a ella. La ciudad de Metztli, de paredes doradas y calles de agua. La última vez que la visitó, un esplendor magnífico cubría templos, mercados y dioses. Esta vez, con los ojos bien abiertos, se limitó a mirarla arder. Decisión (3er. lugar) Víctor Artasánchez
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erré mis ojos y juré no volver a abrirlos. —Ser un ciego voluntario es un capricho tonto —me reclamó Susana. A veces la oía sollozar hasta que, sin darme cuenta, la casa quedó en silencio. Un día decidí olvidar lo pasado y abrir los ojos. La luz me dolió. Tuve una duda repentina; me dio miedo. Busqué por toda la casa. Al llegar al jardín trasero, el olor me paralizó. Su cuerpo yacía en el pasto, inerte.
Cuentos de Antonio Moresco Nino Gallegos Luis Felipe Ferrá Daniel Alvarez
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La candente mañana de febrero en que murió Borges no era mañana, ni febrero y tampoco murió Borges, sino el otro, al que le ocurrían las cosas. Ya sé cuál de los dos escribe esta página.
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Sin título (1er. lugar) Herson Barona
Cinescritura Robin Hood: La génesis de una leyenda Pájaros en el alambre: Los cuentos de Hoffman
José Antonio Platas