El Puro Cuento 10

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María Cruz

La novela gana siempre por puntos; el cuento, por k.o. www.elpurocuento.com

1. Nadie puede pretender que los cuentos sólo deban escribirse luego de conocer sus leyes, porque no hay tales leyes; a lo sumo, cabe hablar de puntos de vista, de ciertas constantes que dan una estructura a ese género tan poco encasillable.

3. Un cuento es significativo cuando quiebra sus propios límites con esa explosión de energía espiritual que ilumina bruscamente algo que va mucho más allá de la pequeña y a veces miserable anécdota que cuenta. La idea de significación no puede tener sentido si no la relacionamos con las de intensidad y de tensión, que ya no se refieren solamente al tema sino al tratamiento literario de ese tema, a la técnica empleada para desarrollar el tema.

50 pesos

Cuento

árabe

número 10

contemporáneo

El Puro Cuento

22. Un escritor argentino, muy amigo del boxeo, me decía que en ese combate que se entabla entre un texto apasionante y su lector, la novela gana siempre por puntos, mientras que el cuento debe ganar por knock-out. Es cierto, en la medida en que la novela acumula progresivamente sus efectos en el lector, mientras que un buen cuento es incisivo, mordiente, sin cuartel desde las primeras frases. No se entienda esto demasiado literalmente, porque el buen cuentista es un boxeador muy astuto, y muchos de sus golpes iniciales pueden parecer poco eficaces cuando, en realidad, están minando ya las resistencias más sólidas del adversario. Tomen ustedes cualquier gran cuento que prefieran, y analicen su primera página. Me sorprendería que encontraran elementos gratuitos, meramente decorativos. El cuentista sabe que no puede proceder acumulativamente, que no tiene por aliado al tiempo; su único recurso es trabajar en profundidad, verticalmente, sea hacia arriba o hacia abajo del espacio literario. Y esto, que así expresado parece una metáfora, expresa sin embargo lo esencial del método. El tiempo del cuento y el espacio del cuento tienen que estar como condenados, sometidos a una alta presión espiritual y formal.

núm. 10

NAGHIB MAHFUZ ZAKARIYA TAMER IBRAHIM SAMUEL GASSAN KANAFANI MUHAMMAD SHUKRI JABBAR YASSIN HUSSIN YABRA IBRAHIM YABRA MOHAMMED HASSAN ALWAN Cinescritura Washington Irving y Florián Rey: FAÏZA GUÈNE Cuentos de la Alhambra WAJDI AL AHDAL OSAMA ESBER

Pájaros en el alambre

Las matrioshkas de Rimsky-Korsakov

Julio Cortázar

MOHANNAD ORABI

AHMAD MOUALLA

L

a intersección texto-lector, o para decirlo en términos de Hans Robert Jauss, la fusión de horizontes que se presenta entre el texto y el lector a partir de una lectura con intenciones estéticas, acontece como una revelación en que ambas instancias han podido decirse algo. El texto habla cuando el lector distingue sus señales, sus indicios, su estructura preorientadora, y atiende su llamado. El texto apela a un otro, pero en actitud comprometida, consciente de que en toda lectura se reconstruyen constantemente los horizontes desde donde se parte y hasta donde se llega. En este encuentro de voces, de miradas teóricas, se compilan seis trabajos que reflexionan, en general, sobre la naturaleza de la obra de arte literaria, sus modos de aprehensión, recepción e interpretación, así como de la experiencia estética del lector. En todos ellos se percibe la confirmación de una tesis que la teoría de la recepción y la neohermenéutica han defendido: la obra de arte literaria es más que el texto y emerge en razón (y gracias a) quien la recibe.

Maite Villalobos Maite Villalobos

AL FINAL, SÓLO EL ABISMO

Felipe Reyes Miranda

Soy la Luna. La encantada, la difusa. La que se pierde y aparece en los eternos círculos de la vida. La que muere, la que resucita. Soy la luz que envuelve a la noche, la que alza los mares hasta tocar las estrellas. Soy la inalcanzable, la que se va, la eternamente presente.

Gloria Vergara • Ada Aurora Sánchez coordinadoras

E

ntre los enigmas que flotan en Donde nace el agua, Maite Villalobos hace entrecruzamientos de la realidad y un mundo habitado por fantasmas. Los espacios que la poeta canta son la intimidad del hogar y el medio inmediato; los personajes que logra construir son fuertes, pero el que encierra las emociones es el pueblo; al mismo tiempo que se oyen céfiros también se escuchan murmullos y maledicencias, silencio, sabiduría ancestral, una naturaleza no siempre idílica. La muerte que envuelve al pueblo de este libro —y que lo llena de espectros— tiene un toque festivo, pues cada acto lleva consigo el despertar de lo sensual. Éste no es un poemario en blanco y negro; por el contrario, es colorido, tiene los tonos del cempasúchil y la cochinilla y podemos rastrear su belleza con el olfato y beber pulque y aguamiel mientras recorremos sus calles de piedra. Hay un imaginario que toma de lo mexicano su inspiración, pero que lo transforma en algo más, en interioridad, en voces secretas que revelan verdades. La autora realiza una catábasis, el yo poético es testigo y parte del entramado social del pueblo; observa, se involucra y canta una canción depurada que conjura el pasado.

Hermenéutica y recepción de la obra de arte literaria

AL FINAL, SÓLO EL ABISMO

Donde nace el agua

Felipe Reyes Miranda

Donde nace el agua

Hermenéutica y recepción de la obra de arte literaria

Gloria Vergara Ada Aurora Sánchez coordinadoras




México, df, 2011

Índice

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2 Índice 4 Las íes y sus puntos Introducción a la historia del cuento en la literatura árabe: de los orígenes a la actualidad Antonio Martínez Castro

11 Cuentos árabes 11

Un clavel para el cansado asfalto

17

Un largo invierno

Zakariya Tamer Ibrahim Samuel

22

Si fueses un caballo Gassan Kanafani

29

No siempre los niños son tontos

31

Leyenda

36

El barco

Muhammad Shukri Jabbar Yassin Hussin Yabra Ibrahim Yabra

42

Haneef de Glasgow Mohammed Hassan Alwan

50

Mimouna

60

Crimen en la calle de los restaurantes

Faïza Guène Wajdi al Ahdal

74

He venido para indicarte el camino Osama Esber

81 Cuente 81

Mohannad Orabi

89

Ahmad Moualla


97

Pimienta

Naghib Mahfuz

100 Cinescritura Washington Irving y Florián Rey: Cuentos de la Alhambra Estrella Asse

107 Pájaros en el alambre Las matrioshkas de Rimsky-Korsakov Rebeca Mata Sandoval

110 Colaboradores 112 El diez La cuarta Julio Cortázar

DIRECTOR

Carlos López CONSEJO DE REDACCIÓN Daniela Camacho, Carlos Adampol Galindo, Javier Muñoz Nájera

Editorial Praxis, Vértiz 185-000, col. Doctores, del. Cuauhtémoc, c.p. 06720, México, df Ventas: 57 61 94 13 Colaboraciones: elpurocuento@editorialpraxis.com

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eÑO

DIS

Carlos Adampol Galindo www.elpurocuento.com www.editorialpraxis.com

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el puro cuento

4

Introducción a la historia del cuento en la literatura árabe: de los orígenes a la actualidad Antonio Martínez Castro

S

i bien se han hallado cuentos en manuscritos y tablillas de culturas semíticas tan antiguas como la babilónica, asiria, caldea e incluso la faraónica, no puede hablarse de cuento árabe hasta que dicha lengua se estableció en la forma actual con el advenimiento del islam. Muchos estudiosos sostienen que el profeta Mahoma fue el primer narrador de cuentos, de manera que leer algunas azoras del Corán bastaría para encontrar bellos cuentos como el de «José» (xii), o el de «La caverna» (xviii) —por mencionar sólo un par— que tenían un fin religioso y moralizante, y versaban sobre pueblos antiguos, profetas y enviados. Salvedad hecha de la época preislámica, en cuanto se fija la gramática y escritura árabes, y se consolida el califato como régimen político, arranca la historia de la literatura árabe cuyas épocas denominaremos de acuerdo con el devenir, esplendores y desmoronamientos de esa civilización. Vamos a recorrerla de forma sucinta a través del cuento hasta llegar a la literatura árabe moderna a la que pertenecen el elenco de autores presentados y traducidos para este número de la revista El Puro Cuento. Huelga decir que la división


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presentada es cuestionable, y radio, y en menor medida la no es en absoluto única, pero televisión, han contribuido a es conveniente para sintetizar desarrollar esta tradición y sus catorce siglos de literatura árabe. variantes de las que no nos vaAntes de comenzar el viaje mos a ocupar por ser orales y en temporal, se hace preciso distin- dialecto, pero que ameritan ser guir la vía por la que se transmi- mencionadas. ten los cuentos y el registro de El cuento literario (qissa) lengua en los que se narran. Así, parte del Corán, como se ha los cuentos (hikaya) son orales y dicho, y atraviesa todas las épomayormente en dialecto, mien- cas. Destacan durante el califato tras que el cuento literario (qis- Omeya (680-756 d.C.) el Libro sa) viene escrito y en árabe culto. de las canciones de Abu al-Faray La tradición oral en la cultura al-Isfahani que versa sobre las árabe, con sus características de canciones y melodías que se rima, actuación e interacción cantaban y bailaban en un amcon el público, ha conocido una biente de lujo, vino y deleite ante extraordinaria amplitud en la los califas y recuerda los ricos cultura áraobsequios be popular y que por ellas desde tiemobtenían los pos remotos cuentistas. hasta época Ta m b i é n muy recienson de esta te los cuenépoca los tacuentos cuentos de itinerantes, «Maynún con su «caja y Laila», de mágica », «Yamil y Budescribían zaina», donlas hazañas de se ensalza épicas de la castidad y Antara y nobleza del Ab ú Z a i d amor Udrí a l - H i l a l í . Ilustración del manuscrito de Badr al-Din Lu,lu,, de los beduigobernante de Mosul del siglo xiii, del Kitāb alMás recien- un nos. La liteAghānī (Libro de las canciones) de Abu al-Faray altemente, la Isfahani, libería de Feyzullah, Istanbul. ratura abasí


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al-Yahiz (Basora, 776-868)

(756-1250 d.C.) se caracterizó por una apertura a otros pueblos (shu’ubiyya) donde el poder árabe, hasta entonces predominante, se resquebrajó y se mezcló con las influencias de persas y turcos. De esta larga época cabe destacar Las mil y una noches, Calila y Dimna, escritos por autores de origen persa, y El libro de los avaros, de al-Yahiz, que nos informa sobre la sociedad abasí, muy especialmente en Basora y en el Jorasán. Otro tipo de cuento de esta época son las maqamat, especialmente las de al-Hamadani y las de Hariri, que son cuentos cómicos, dialogados, medio en prosa, medio en verso, y de gran complejidad lingüística cuyo héroe es siempre el

mismo y con ardides sale bien parado de los trances que se le plantean. La tercera y última época, antes de abordar la literatura moderna, es la de la Decadencia (1250-1797 d.C.), que, como su propio nombre lo indica, se caracteriza por una extrema mediocridad en la creación artística y en la intelectual que hacen que no haya autores notables ni obras reseñables. Sin ánimo de enumerar las variantes de la cuentística árabe clásica a través de esta rápida enumeración, se hace palmario que esta producción no puede clasificarse en sentido estricto conforme a lo que hoy se denomina cuento (short story) puesto que se limita a descripciones externas, es hermética y responde a arquetipos y modelos. En los últimos doscientos años la literatura árabe moderna se define por su relación con Occidente. La conquista de Egipto por Napoleón, y la consiguiente llegada con él de la imprenta, la prensa y el pensamiento científico, determinó el punto de partida y desde entonces hasta hoy dicha historia puede dividirse en cuatro grandes etapas: Comienzo del Resurgir o el Despertar (1797-1876), el Renacer


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de Chateaubriand); sin embargo, no puede hablarse todavía del cuento árabe. Más tarde, la segunda época o el Despertar (1876-1948) estuvo igualmente marcada por el contacto con Occidente, pero los móviles fueron la emigración a América del Norte y Sur de muchos árabes de Oriente Medio, debido a la miseria que comportó el agónico desplome del Imperio Otomano, así como la colonización de gran parte del Mundo Árabe y la implantación de universidades europeas y estadunidenses en Beirut y en el Cairo. En esta época se produjo

Grabado de una edición árabe de Calila y Dimna. Biblioteca Nacional, París

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(1876-1948), las Corrientes Revolucionarias (1949-1967) y la Literatura del Desastre, que ocupa el periodo que va de la Guerra de junio de 1967, o Guerra de los Seis Días, entre árabes e israelíes hasta el día de hoy. La totalidad de los autores de esta antología pertenecen a los dos últimas etapas. El comienzo del resurgir (1797-1876) va estrechamente ligado al regreso de estudiantes enviados en misiones científicas a Francia. Su repercusión fue modesta, pero plantaron la semilla que permitiría la maduración posterior de nuevos géneros literarios en la cultura árabe como lo fueron el teatro, la novela y el cuento. Su principal motor fue la traducción, los autores conocían una lengua europea, principalmente el francés y el inglés (se tradujeron Los cuentos de la Alhambra, de Washington Irving, o El último abencerraje


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un verdadero trasvase de formas artísticas y descubrimientos, y los primeros narradores de cuentos que aparecieron en los albores del siglo xx copiaban obras occidentales sólo que ambientadas con personajes y hechos del mundo árabe. Los cuentos eran costumbristas y melancólicos, y evolucionaron para tratar los cambios de las costumbres y cómo los personajes se adaptan y reaccionan ante esto: campociudad, riqueza-pobreza, etcétera. Los autores de esta época fueron los verdaderos pioneros

del cuento y las tertulias y asociaciones literarias; también las primeras revistas contribuyeron eficazmente a su nacimiento. De esta época son los hermanos Taymur, Mohamad y Mahmud, Yahya Haqqi, considerados los padres del cuento árabe, Salim al-Bustani y Jalil Yubrán Jalil. Los egipcios, y los sirio-libaneses en menor medida, fueron los portadores del estandarte en los inicios. Sin embargo, en la tercera época, o la de las Corrientes Revolucionarias (1948-1967), aunque con más fuerza en el Masherq, se diversifican las nacionalidades de


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optimismo y la esperanza fruto de las revoluciones. Pero las revoluciones se convirtieron, tras la derrota del 67, en regímenes totalitarios de mano férrea que suprimieron derechos y libertades, y cuyos continuos fracasos crearon desgarramientos e incertidumbre. La literatura de esta última época, o época del Desastre, se creó al margen de las instituciones y consolidó el cuento y el cuento corto: se fragmentó la estructura que consolidaron los realistas; las recias descripciones dejaron de reflejar un escenario claro que el héroe con sus buenas acciones

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los narradores de cuentos, y en literatura moderna ya se puede hablar del Magreb y del Golfo Pérsico. La independencia llega a la totalidad de los países y se pasa del costumbrismo a un realismo más comprometido que cuestiona la realidad y se tiene fe en el papel de la literatura como motor de cambio social. El tema principal es el tiempo, el destino, su fuerza. El tiempo tiene un inmenso poder cambiante, poco preciso. ¿Qué es lo que pueden hacer los hombres en relación con el tiempo? ¿Qué libertad tiene el hombre? En los años sesenta se definen las características de un género específico; insistencia en una corta extensión y un breve espacio de tiempo, detalles profundos; se desarrolla el análisis psicológico de un reducido número de personajes y los finales se dejan a la imaginación interpretativa del lector. De esta época es parte de la producción cuentística de Yusuf Idriss, Zakaria Tamer, Edwart Jarrat, Naghib Mahfouz, Gassan Kanafani, Yabra Ibrahim Yabra. Hasta este momento la literatura estuvo marcada por la lucha por la independencia ; después, por el


lograba cambiar y pasaron a ser descripciones parciales de elementos desconexos que expresaban mejor el mundo interior desmembrado que había perdido su integridad frente al rígido mundo exterior; el tiempo y el lugar pasaron de ser unitarios a entremezclares y confundirse; apareció el antihéroe derrotado cuya característica más sobresaliente era el profundo sentimiento de fracaso. Se trata de una generación que ha

visto sus sueños frustrarse y que se precipita hacia la individualidad. A esta época pertenecen el resto de los narradores de cuentos de esta antología (Muhammad Chukri, Jabbar Yassin Hussin, Hanan alShaykh, Faiza Guene, Mohammad Hassan Alwan, Najwa Binshatwan, Wajdi al-Ahdal, Osama Esber, Ibrahim Samuel); dentro de este marco común, cada escritor tiene voz propia y un estilo particular.

Calígrafo Farouk Haddad

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«Después de que has soltado la palabra, ésta te domina. Pero mientras no la has soltado, eres su dominador». Proverbio árabe


Un clavel para el cansado asfalto* Zakariya Tamer

L

a adolescente estaba echada en su cama; aburrimiento frente al día todavía joven; escuchaba —ojos entornados— la canción que venía de la radio de los vecinos: en aquel momento, una voz femenina cantaba, su voz era una ciudad verde hacia la que viajaba un dulce sol, un cielo bien azul, y pájaros en busca de una eterna

primavera, mientras campanadas apacibles recorrían la llanura empapada de tristeza. La voz agudizaba sus timbres melosos y tiernos, y la música flotaba sobre la voz, como aves inquietas de color ceniza que sobrevuelan una campiña dorada. La canción producía en el alma de la adolescente un gozo fulgurante, desacostumbrado, que ocultaba, en el fondo, la pena de negros capullos a punto de reventar. Su cuerpo, abandonado sobre la colcha, había alcanzado su sazón, lo mismo que la ha alcanzado un vino añejo olvidado del día en que

*

Traducción de María Jesús Viguera

Siria

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nació. Su carne, hasta entonces, no había sentido al hombre; ahora era un mar de olas dormidas al sol… que rompe a llorar mansamente: echa en falta el crujir de las barcas y el rítmico batir de los remos obedientes a marineros sin rostro —cuerpo de recio y húmedo vello— que huelen a mar. De improviso, la cara de su madre aparece en su imaginación, y le parece estar oyéndola repetir como de costumbre: —Los hombres corren dóciles tras la mujer en cuanto la aperciben; pero, en cuanto se han satisfecho, corren para alejarse de ella. La adolescente recuerda lo que le contó en cierta ocasión la vecina vieja acerca de aquella mujer raptada por siete hombres, de los que no pudo escapar hasta pasadas muchas noches… La mirada perdida, inexcrutable, de la vieja al contarlo, le hacen sentir sospechar que aquella mujer fue la misma vieja vecina en los días de su juventud. La adolescente repite sin voz: —Siete hombres y sólo una mujer; siete hombres… Los siente, a su alrededor, en la habitación; con manos ávidas palpan su cuerpo…, jadean…, exhalan como un vaho de animal

sudoroso y empapado por una llovizna de primavera. Uno de los siete dice: —¡Desnuda estará todavía más hermosa! Y los dedos se precipitan sobre sus ropas y las desgarran. No siente ninguna vergüenza; una ola de ternura la invade; se confirma a sí misma: —Ya estoy desnuda, y los siete alrededor de mi cama… El primero de todos dice: —Su rostro es un arrullo de paloma. Es más hermosa que mi madre. Y el segundo: —¡Qué belleza!... En mi vida me he acercado a una mujer. Y el tercero: —Su carne… tierna, morena, cálida… Y el cuarto: —¡Ay! ¡Qué dejadez!... La suavidad de sus senos me hace desmayar. Y el quinto: —Su boca es un clavel estremecido. Y el sexto: —Moriré si no soy como la lluvia que cae en el bosque esparciendo sus aromas. —¡Ay, diosa mía! —es la súplica desesperada del séptimo. La adolescente temblorosa: —¡Oh, oh…!


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La caja fue dejada en tierra, junto a una fosa profunda. Se abrió la caja; el cuerpo —unas manos corrieron a cogerlo— iba envuelto en una sábana anudada en los extremos de los pies y la cabeza. Una mujer rompió en lamentos. Un hombre lloró en silencio. ¡Vete lejos, alegría! ¡Niños, cierren los ojos! ¿Dónde estás, muerte?; cuando me encuentre contigo, en ese instante fugitivo… ¡Mil veces te he de hundir mi cuchillo en el cuello! La noche de la fosa traga al cadáver. Una gran piedra tapa la boca del hoyo; al colocarla, se levantan remolinos de polvo. En cuestión de segundos la gente se dispersa, el cementerio queda vacío, nadie, solo un cuervo que grazna en la punta de un árbol, pero enseguida se lanza al espacio azul y lo bate con sus alas negras. Dos jóvenes, al llegar afuera, se paran, cerca todavía de las tapias del cementerio. Uno, largo y chupado como un árbol seco, comenta: —La visión del cadáver me ha puesto mal el cuerpo. —A mí también, como si hubiese sido el mío propio el que enterraban —dice el otro, rechoncho, bajo, ojos escondidos tras unos cristales oscuros—; si

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Desde fuera de la habitación, su madre la llama a toda prisa; los siete hombres se esfuman en cuanto la chica abre los ojos. Se dice: —¡Qué felicidad si mi madre hubiera muerto! En aquel mismo momento, un sol brillante se clava en el camino por el que, penosamente, unos hombres cabizbajos marchan tras un ataúd —que hace poco era un árbol a cuya sombra los pájaros cansados gustaban acogerse…, y ahora ha sido transformado en una gran caja de madera para guardar un cuerpo, frío y amarillento, que ayer, no más, fue un hombre con hogar y futuro, proyectos y realizaciones. —Me canso. —¿Falta mucho para el cementerio? —¿Qué hacemos después del entierro? —Tengo hambre; nos iremos a comer algo. El sepulturero lo tenía ya todo preparado en el cementerio, y esperaba de pie, esbozando una sonrisa atravesada, enmascarada tras una expresión compungida, que se iba haciendo más y más sombría a medida que se acercaba el cortejo fúnebre.


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bien… la muerte es un asilo lleno de descanso para los viejos. —También nosotros nos haremos viejos; no siempre se es joven. —¿A qué viene eso? —¡Ay, odio el día, la luz, el alboroto, las voces, el calor del sol, el gentío…; todo esto me recuerda constantemente a la muerte! Lo presiento: un día, no muy lejano, entregaré mi cabeza al asfalto para que sea aplastada por las veloces ruedas de un automóvil…, y quizá, mientras oigo cómo cruje mi cráneo, esté yo diciendo: «¡Ciudad mía, toma mi sangre: un clavel carmesí para tu pecho cansado!». El gordo se ríe: —Hablas como un loco. —¡Todos estamos locos! ¡Dostoievski fue un demente! ¡Sartre era un neurasténico que no soporta el sol! ¡Rimbaud, un niño sin educar! ¡Tchaikovsky, una rana melancólica! ¡Lorca, un ruiseñor negro! ¡Kafka, un grillo de piedra! ¡James Mason, un tambor! —Todos somos tambores reventados que se han quedado incluso sin resonancia, pero… ¿A qué conduce estar parados bajo este sol? ¡Vamos a seguir andando!

Una niñita, apoyada tras la reja de una ventana que da al camino por donde van, les sonríe; tararea la niña una canción ingenua y alegre: «Mamá, ¿cuándo llegarás? Vienes muy tarde, mamá». Del alminar de una vieja mezquita sale una voz bien timbrada: —¡Dios es grande! ¡Dios es grande!... El flaco dice a su compañero: —Entremos a rezar. —¿Rezar ? ¿Para qué ?..., incluso Dios ha renegado de nosotros. Un viejo que atraviesa la calle renqueando, murmura: —¿De qué me aprovechará todo el oro del mundo cuando me haya muerto? En el cine, un muchacho se llena de audacia y, turbadísimo, toma contacto con el brazo de la chica que ocupa la localidad vecina. Un obrero —el cansancio se le pinta en la cara— bosteza y dice para sus adentros, mientras mastica el gran bocado que acaba de pegar: —Todos los días me rompo por ti la frente, mendrugo, sobra del rico. Sobre el suelo de una angosta calle se ha desplomado


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momento de abrirse a la luz del mundo y convertirse en un ser con nombre y padre, hermanos y casa, barrio y ciudad, y una cama pequeña en la que irá creciendo año tras año. Un camarero grita tan fuerte que su voz se oye por encima de todas las del Gran Café: —¡Uno solo! —¡Camarero! ¡Un vaso de agua fría! ¡Tus fichas son las negras! ¡A ti te toca! ¡Voy a ganar! Yo le dije: ¿Qué vas a perder por darme un beso?, y ella va y me contesta con aire ingenuo: «Y ¿tú qué vas a perder si yo no te lo doy?». El coche está averiado… Total, que el burro sigue siendo el amo. ¡Abajo mi padre! ¡Viva la mujer del vecino! ¡Maldición…, todos hemos de morir! Un hombre de rostro taciturno aparece en la entrada del café; se sienta en una de las mesas y, mientras echa las bocanadas de humo de su cigarrillo, se dice: «¿Qué sentido tiene seguir viviendo? Me voy a suicidar; me ha abandonado para prostituirse. Estoy triste. Ella, que amaba a los niños de sonrisa inocente, me ha dejado y se ha hecho una prostituta. ¡Qué hermosa era! Mi almohada adoraba su pelo. Y su boca —un jardín de cerezas maduras— producía

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un joven; sus mechones rubios acarician suavemente su pálida frente; con las manos crispadas intenta contener la sangre que se le escapa por dos heridas, profundas y próximas, que tiene en el pecho… —Me muero… ¿Por qué tuve que meterme con su hermana? Rápidamente se forma a su alrededor un círculo de cuerpos que se apretujan; un círculo de caras, bocas y ojos dilatados al máximo… —¿Quién lo ha herido? —No sabemos. —Vi correr a un hombre alto, como huyendo. —Se está desangrando a chorros. —Hay que avisar a la policía y a una ambulancia. Una mujer de cuerpo abultado se para, llena de espanto, a mirar al joven rubio que gime y se retuerce. Un chico —en la primavera de la vida— aprovecha la confusión para colocarse detrás de la mujer y ceñir su cuerpo al de ella. La mujer se ha quedado petrificada unos segundos, pero enseguida se aleja de allí, bruscamente, a buen paso… Recordó su misión: en la oscuridad del seno materno, un niño indefenso aguarda el momento en que ella lo coja entre sus brazos…, el


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constantemente en mi sangre el cosquilleo del viejo sol. Sus ojos, dos sumisas palomas de alas rotas. Cada vez que se tumbaba en el patio de mi casa, debajo del limonero, susurraba con voz trémula»:

—Tengo miedo. Y yo le contestaba con ardor: —No me tortures, que lloraré como un niño que acaba de encontrar ahorcada a su madre. Mi amada entonces sonreía satisfecha…

El escritor entrecruza una historia con sus propias dudas, preguntas y los valores. Eso es arte. Naguib Mahfouz


Ibrahim Samuel

E

l hombre se apartó súbitamente del regazo de su esposa como si se estuviera alejando de una apestada, y apenas si lo hubo hecho la mujer gritó, sintiendo escalofríos y con el corazón dislocado: parecía que la piel de una víbora le hubiera rodeado el cuerpo desnudo bajo el edredón:

—¡Ya están aquí! También él se estremeció y al instante se sentaron en la cama: él, enseñando el fuerte torso donde resplandecientes gotitas de sudor brillaban sobre el vello; ella, mostrando lo senos temblorosos encima del volcán de su corazón. Casi sin atreverse a respirar miraron, expectantes y temerosos, hacia la puerta. No se oía nada, nada en absoluto, sólo un silencio amenazador, acechante, impenetrable, sólo roto por el latido de sus corazones; además, el aliento entrecortado de ambos no hacía sino aumentar la alerta y el pavor. Permanecieron sin aliento durante unos pocos segundos que les parecieron horas. Después él le lanzó una mirada inquisitiva y la mujer se la devolvió, confusa y turbada. Finalmente el hombre movió la cabeza sin hablar y ella respondió encogiéndose de hombros, lo cual incrementó la perplejidad de su marido; ella, por su parte, no dejaba de observarlo fijamente con un miedo difuso. Entonces él musitó, intentando dominar su creciente temor: —¿Qué te ha pasado? Ella contestó con una voz que parecía venir de debajo del cobertor:

*

Traducción de María Dolores Jiménez

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Un largo invierno*

Siria

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—¿No has oído nada? Hurgó en su memoria, pero no halló ningún sonido o movimiento extraño, quizá porque en ese momento estaba sumergido en los brazos de su esposa como si estuviera buceando en las profundidades del mar, o acaso por sus insistentes y rítmicos jadeos; o a lo mejor oyó algo pero no le prestó atención, o le prestó atención pero no le dio importancia porque no llegó a imaginar lo que ella, sin duda, sí había hecho. Él cogió su mano bajo la manta y sintió su temblor. Movido por una vaga inquietud que le empezaba a aparecer, le susurró: —No… ¿y tú? La mujer bajó la voz como quien le cuenta un secreto a un grupito de gente: —Pues el sonido de un coche al principio de la calle… Entonces el hombre recorrió mentalmente la calle… ¡Pero si había llegado la hora convenida…! Ni siquiera había entrado por la puerta: había estado dando paseos arriba y abajo a pesar del frío y de la persistente lluvia, con lo que comprobó que las puertas y ventanas de los vecinos estaban cerradas, a oscuras y en silencio. Luego recordó que en el jardín colindante a su casa no

había más que perros callejeros, de manera que había hecho caso de las advertencias de los camaradas: «Quizás la entrada principal esté vigilada, así que será mejor que te vayas hacia la parte trasera, súbete a la morera y cuélate por ahí». ¡Y eso fue lo que había hecho! Es más, cuando estaba medio subido al árbol, echó una larga y escrutadora mirada alrededor y como quiera que no viera a nadie, rápidamente saltó al patio de la casa. Al caer, lo pies golpearon con fuerza en el pavimento, así que se quedó en cuclillas pegado al suelo y escuchando furtivamente cualquier sonido o carraspeo que revelara que los vecinos se habían percatado de sus idas y venidas. Había pensado en tirar alguna piedrecilla a la ventana de la habitación, pero no lo hizo porque la puerta ya estaba entornada según lo acordado. Cuando ya se había deslizado al interior reprimió el deseo de despertar a sus hijos. La verdad es que moría de ganas por hacerlo, y aquellas respiraciones superpuestas en la habitación no paraban de atormentarlo, pero refrenó el impulso con resolución, temiendo que la alegría, la agitación y gritos de los niños desvelaran a los vecinos. Se limitó a colmar


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—Hasán, algo me dice que son ellos…, escucha, escucha ahora. Ella volvió la cabeza hacia la puerta y el hombre contuvo la respiración tratando de percibir algo. Entonces oyó lo que parecía un ruido lejano, el sonido de unos pasos imprecisos e irregulares. Saltó de la cama y ella lo siguió. El marido le susurró: —No enciendas la luz. Ven, ayúdame a encontrar la ropa, y no abras si llaman a la puerta… Se puso a rebuscar nerviosa y torpemente la ropa, y de igual manera los pensamientos empezaron a darse trompicones en su cabeza: «¡Joder! ¿Pero qué necesidad tenía yo de venir…? La secreta nunca me ha podido echar el guante y ahora, así, con toda facilidad, yo solito voy y me entrego… ¿Cómo he podido meter la pata de semejante forma? ¿Cómo no pensé que ellos…? Bueno, ¡a lo hecho, pecho! ¡No, no, esto no es una metedura de pata, ni una estupidez! Y si no, a ver, ¿qué sería más correcto, quedarme lejos de mi mujer, escondido como las ratas? Año y medio… ¡me iba a estallar el alma! O el corazón se me secaría… escondido de la policía, sí, pero también de ella y de mis hijos…». Las ideas le bullían

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de suaves besos las cabecitas dormidas, y a abrazarlos con la mirada durante unos minutos; entonces, después de estrechar contra él a su mujer en completo silencio, se marcharon juntos… Así pues, ¿cómo se habían enterado de que estaba allí? ¿Cómo lo sabían? ¿Cómo? Apartando de sí la obsesión que lo había perseguido desde el momento en que pensó verla, le preguntó: —¿Estás segura? —Por supuesto que lo he oído, era algo así como puertas de coches cerrándose al principio de la calle. —¡Chissst! Él le apretó con fuerza los dedos e intentó destaparse, pero sintió que las piernas estaban paralizadas, como si las tuviera adheridas y sumergidas en el tierno calor que fluía alrededor de sus cuerpos…, fundidas en el ardor del cosmos, que se cobijaba en la cama de ambos, miembros que profundamente horadaban la jugosidad del cuerpo de la mujer, refugiado a su vez en el suyo como si aquella fuera la primera vez… Dijo intentando aplazar lo inaplazable: —Tal vez fuera la lluvia o el gorgoteo del agua en el canalón…


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cada vez con más intensidad, en consonancia con los agitados y presurosos movim ientos que hacía mientras se vestía: «Por otro lado… ¿por qué hemos pensado precisamente que son ellos? Quizá no sea eso, a lo mejor tan sólo son chirridos, y nosotros hemos creído que…», entonces se le ocurrió que podría sondearla sobre esta última idea , sin darse cuenta de que, en definitiva, lo único que buscaba era confirmar que el deseo que sentía fuera así: —Meisá, amor mío… —¿Sí? Pero desechó la idea porque de repente le pareció una estupidez —sería de idiotas esperar a que entrasen en la casa

para creerlo—, y zanjando todo asomo de duda, dijo: —Meisá, ayúdame…¿has visto mi kufia? Emp e z aron a b us car… «¡Sólo por verla has dejado que te cogieran! ¡Maldita sea la hora en que se te ocurrió venir…!». «¡Ay, amigo, es que si no fuera por el frío, la nostalgia y la soledad, no lo habría hecho! Cualquiera de los que estamos perseguidos por motivos políticos —viviendo escondidos como ratas— echa de menos a los suyos en lo peor del invierno y está harto de las calles vacías, del barro, de ir de acá para allá y de la noche cerrada; añora el aroma de sus hijos, anhela sus travesuras, que lo abracen y que se le cuelguen del cuello…». «Bueno, admito que soy un prófugo, pero lo que yo no entiendo es por qué…». Ella interrumpió sus pensamientos mientras le ayudaba a ponerse la kufia: —Hasán, rápido, que podría ser que… Acabó de ponérsela y se dirigió de puntillas hacia la puerta de la habitación, la abrió y vio que la casa estaba sumida en la oscuridad y el silencio, además de velada por la lluvia que caía. No se oía más sonido que el


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marido allí dentro, en su ser, en sus venas…, para después cerrarlo y así ocultarlo del mundo entero, del hielo que de repente sentía y que se le metía en los huesos, de la pavorosa noche que los envolvía, del zumbido del espantoso silencio, de las garras del árbol que se extendían para arrebatárselo… Lo apretó, y así lo ocultó en sus ojos, que lo deseaban ardientemente; lo ocultó de la soledad y de la negrura del mundo, de las esperas, de la ansiedad, del estar en guardia, de las ausencias…, del largo invierno que aún no había terminado con sus vidas. Pero súbitamente —y con la misma fuerza que el amor le había hecho abrazarlo minutos antes— el miedo le hizo apartarlo de sí cuando oyó el rumor de unos pasos cercanos a la puerta de la casa. Lo empujó, se volvió y se fue muy de prisa. Cuando él desapareció entre las ramas para descolgarse en el callejón trasero, ella ya había llegado a la habitación y cerraba la puerta con cautela. Después se metió en la cama y se tapó. Entonces sintió que la soledad devoraba su cuero, al tiempo que un negro presentimiento desgarraba su acechante corazón.

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tac-tac de las gotas sobre el bidón de gasoil para la calefacción, sobre la madera y sobre el empedrado del patio, un repiqueteo rápido, continuo e inquieto, como los latidos de su corazón. Cogió la mano de su mujer y se apresuraron hacia la morera; al llegar allí, él la rescató de las profundidades de las sombras y la apretó contra su pecho. —Meisá, no despiertes a los niños, y tampoco les digas que he venido. Si llaman a la puerta no abras, deja que lo hagan los vecinos y tú hazte la dormida. Me voy. Diles a los camaradas que se ha anulado la cita del primer sitio que acordamos y que nos reuniremos en el otro que se dijo, en el alternativo… No lo olvides, ¿eh? Entonces se calló, de repente sintió que el tiempo se le iba. Se agarró a una gruesa rama y se disponía a impulsarse hacia el árbol cuando su esposa lo llamó con una voz débil y ronca que parecía salir de las profundidades de la tierra: —Hasán… El hombre se volvió hacia ella, pero la mujer no dijo nada, solamente extendió las manos, lo abrazó y lo apretó; lo apretó hasta que sintió que su propio pecho se rompía y alojaba a su


Palestina

Si fueses un caballo* Gassan Kanafani

Dedicado a Fáyez, a Lamís y a todos los pequeños a los que deseamos un mundo propio.

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Si fueses un caballo te pegaría un tiro en la cabeza! ¿Por qué un caballo? ¿Por qué no un perro, un gato, una rata o cualquier otra cosa, si es que tenía que ser animal para que se le pudiera dar un tiro en la cabeza?

Desde que empezó a adquirir conciencia de lo que las palabras significan —no recuerda cuándo exactamente— le oía esa frase a su padre. Verdaderamente era extraño que su padre fuese la única persona del mundo a la que había oído desear que su hijo fuera un caballo, y sólo un caballo, ¡y lo más raro es que, por muy airado que estuviera, su padre no le decía eso a nadie más! En un principio pensó que su padre detestaba a los caballos más que a nada en el mundo entero, pues a nadie le decía: «Si fueses un caballo te pegaría un tiro», como no hubiese llegado al colmo de la irritación. Pensó también que su padre no odiaba a nadie en el mundo tanto como a él, y que precisamente por eso es por lo que sólo a él le decía esas palabras. Pero el tiempo le hizo desechar esta idea tan inconsistente, porque descubrió que a su padre le gustaban los caballos, que los había llegado a conocer muy bien y que no se separaba de ellos sino cuando se iba lejos del campo. * Traducción de Carmen Ruiz Bravo

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vano quiso saber qué es lo que estaba pensando: —¿Tanto me odias? —No te odio. —¿Entonces? —Te tengo miedo. Se hizo un breve silencio entre padre e hijo antes de que aquél remprendiera la marcha. Cuando el padre ya estaba subiendo por la ancha escalera, él se dio cuenta cuánto quería a ese pobre viejo que había pasado la mayor parte de su vida solo y apartado. De joven se había dedicado a los caballos, pero pronto dejó todo; su mujer había muerto tras haberle dado un hijo, y entonces él se lo llevó a la ciudad y vendió todos los caballos y todos los prados en los que dejaba sueltos a la Negra,

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Sólo una vez en que, contra su costumbre, su padre estaba contento y complaciente, aprovechó la oportunidad y se lanzó a decir: «¿Por qué cuando tienes muchas ganas de librarte de mí deseas que sea un caballo?». Frunciendo de pronto el ceño, su padre, le contestó en tono severo: «Tú no entiendes de estas cosas. Hay situaciones en que matar un caballo es necesario y útil». —¡Pero yo no soy un caballo! —Ya lo sé, ya lo sé. Por eso desearía a veces que Dios te hubiese creado caballo. Dicho eso, su padre le volvió las anchas espaldas y se marchó. Pero dio unos pasos, interrumpió la marcha, se paró y le miró atentamente con ojos duros. En


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la Blanca, Rayo y León. ¿Por qué había hecho eso su padre? Nunca se le ocurrió preguntárselo. Si lo hubiera hecho, no habría obtenido respuesta. Conocía bien a su padre. Sabía que para él el pasado era un enorme cofre de madera cerrado con mil cerrojos cuyas llaves habían sido arrojadas a la oscuridad del océano. En una ocasión le había intrigado la historia, y había decidido descubrir sus arcanos a la primera oportunidad que se le presentara. Su padre había ido al campo a visitar a algunos amigos y parientes que le quedaban allá. Subió a su habitación, en la que pocas veces había estado. Por primera vez se dio cuenta de la cantidad de fotografías que adornaban la pared —fotografías de caballos verdaderamente hermosos—. Introdujo una navaja por la rendija del cajón y lo abrió. Luego sacó un cuaderno de tapas de piel negra y se dejó caer en la butaca. Fue una gran desilusión. No había nada útil en el cuaderno. Todo eran números, precios, nombres y pedigrís que llegaban a tener cientos de años. Sólo frases cortadas, escritas en los márgenes, sin interés, como palabras erráticas de alguien que estuviera

soñando: «20-4-1929. Me dijeron que lo vendiera o lo matara». Fue pasando las hojas con interés. Le pareció que había encontrado el cabo del hilo, y le daba miedo perderlo. «1-12-1929. Es el mejor que tengo y no lo voy a dejar. Siguen aconsejándome que lo mate o lo venda». «20-3-1930. Son supersticiones molestas. Rayo es el mejor caballo que he visto en mi vida y el más tranquilo. ¡No lo mataré!». En la última página, una mano temblorosa había trazado la última frase de este diario tan asombroso: «20-7-1903. La tiró del lomo contra la orilla, salvajemente. Luego le destrozó el cráneo con las pezuñas y la fue empujando con las manos hasta tirarla al río. Abu-Muhammad le ha dado un tiro en la cabeza». Abu-Muhammad dijo: «Había que haber matado al caballo cuando nació, en el instante en que caía sobre la paja. Matarlo luego se hace muy difícil. Cuando un caballo vive contigo uno, dos, tres años, se vuelve como un hermano o más aún. ¿Va a matar un hombre a su hermano? Tu padre —que Dios le perdone— no


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todavía no tenías fuerzas ni para llevar una piedrecita, ya te tenía miedo. Si yo estuviera en tu lugar, no preguntaría por qué». ¿Por qué le temía su padre? ¿Por qué sólo su padre? Todos los compañeros del hospital sabían que él era un hombre pacífico y tranquilo, que en la vida había matado una mosca. ¿Por qué nadie más que su padre le temía? ¿Por qué no le tenía miedo ninguno de los enfermos que se entregaban confiados a su bisturí? Su cara no expresaba nada capaz de provocar temor. ¿Por qué iba a tenerle miedo su padre? ¿Por qué él y no los demás? ¡Una noche se colmó la medida! Estaba durmiendo en su habitación cuando oyó un violento grito de dolor que provenía de la habitación de su padre. Corrió escaleras arriba y se lanzó hacia la puerta. Su padre se retorcía sobre la cama. No necesitó mucho tiempo para descubrir una apendicitis aguda que podría hacer crisis de un momento a otro. Mientras los enfermeros lo llevaban en la camilla a la sala de operaciones, el padre preguntó: «¿Quién me va a operar?». Alguien le respondió: «El mejor cirujano de toda la ciudad… es tu hijo».

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quiso, dijo que era el mejor caballo que nunca había visto». «Nosotros le dijimos que este tipo de caballos es muy hermoso, pero que eso no tenía que engañarle». Él exclamó: «¡Pero si es un caballo de raza!». Y nosotros insistimos: «Te hará perder más de lo que vale». Tu padre —Dios le perdone— es un hombre terco. Ni mató al caballo, ni lo vendió, ni se deshizo de él. Nosotros le dijimos: «AbuIbrahim, al menos, ¡no te montes en él! ¡Pero no nos oyó!». «Tú no recuerdas a tu madre. Era una mujer guapa, adorable, y tu padre la amaba con locura. En estos prados no habíamos visto a nadie que quisiera tanto a su mujer como tu padre. Ella, que en paz descanse, era muy hermosa y tenía un gran encanto. Vivió con ella, creo recordar que un solo año, al cabo del cual te dio a ti a luz, antes de que el caballo la tirase a orillas del río. «¿Que por qué queríamos que matase al caballo? ¡Qué pregunta tan difícil, hijo mío! Es una pregunta a la que sólo pueden contestar personas con experiencia y conocimiento. Yo soy un anciano. ¿Por qué no preguntas a otro? «Tu padre no te odia. Te teme. Desde que eras niño y


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El viejo se agitó violentamente en la camilla, intentando liberarse de las manos que lo sujetaban. Como fracasara en su intento, empezó a gritar con todas sus fuerzas: «¡Cualquier otro médico, pero que no sea mi hijo…!». ¡Cualquier otro cirujano, pero mi hijo, no!». ¿Por qué? ¡Miles de operaciones habían pasado con éxito por sus dedos! Estaba convulso en la camilla. Ahogado de dolor y de espanto, gritó mientras luchaba para no perder el conocimiento: —¡Me matará, me matará! —¡Qué disparate! —Disparate o no, no quiero que mi hijo entre al quirófano. Ni siquiera para mirar. No lo quiero ahí. Era inútil seguir discutiendo. Él conocía a su padre más que nadie. Y por eso dejó caer los brazos, dándose por vencido, y se volvió a la sala de espera. El médico que operaba le dijo: «¡Créeme, la operación de tu padre es la más difícil que se me ha presentado en la vida! Parece que la anestesia local hizo su efecto y ha estado parloteando durante toda la operación. «¡Tu padre ha contado cosas muy chuscas que no entendería ni el propio demonio! Dijo que

Abu-Muhammad —no sé quién será esa criatura— es un hombre imparcial y sin sentimientos y que, por eso, él sí que puede matar un caballo, ¡y en cambio, el dueño del caballo, no! «Me gustaría que hubieras oído lo bien que habla tu padre de su juventud. Se refirió a tu madre y a lo hermosa que era —aquí lloró un poco, quizá por influjo del olor a alcohol que emanaba la habitación—. Luego dijo que él era responsable de la muerte de Rayo. A propósito, ¿quién era este Rayo? «Tu padre habló también de un caballo que llevaba con él treinta años, que había nacido en una noche de tormenta de una madre de pura raza y de un padre que trajo un beduino desde el corazón del desierto. Era el caballo más hermoso del mundo, según tu padre. Era de un blanco plateado puro, sin mácula. Tu padre dijo que en cuanto vio el caballo saltó la valla y que —lo describió con todo detalle— intentó que se pusiese de patas. Pero en cuanto lo hizo, todos observaron que una gran mancha desigual de color marrón rojizo ocupaba todo su lado derecho. Tu padre dijo que al principio se asombró ante la mancha, pero que


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¿Es que nunca has discutido con él de estas charlatanerías?». Ya iba casi a amanecer cuando partió hacia casa. La conversación de su amigo el médico le seguía dando vueltas en la cabeza. ¡Así que esta era la historia! ¿Ésta era la historia del odio que le tenía su padre desde hacía treinta años! Precisamente por eso le temía su padre, y precisamente por eso hubiera deseado que él fuera caballo para darle un tiro en la cabeza. ¡Así que esa era la historia! La mancha marrón rojizo que ocupaba, muy desviada, gran parte de su lado derecho y de su espalda…, una mancha como esa era la que ocupaba el costado de Rayo, la sangre de la víctima, como decía la fábula…, la mancha de la que le dijo su chica un día, mientras jugaba con él: «Es el lunar más grande que he visto en mi vida; pero, ¿por qué es rojizo, como si fuese una mancha de sangre?». ¡Así que era ella! Su pobre padre le tenía miedo porque llevaba, desde que nació, la sangre de su víctima en el costado, igual que Rayo había llevado la de su madre antes de tirarla, destrozarle el cráneo y luego empujarla al río. ¡Así que esto era lo que había torturado a su padre durante

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Abu-Muhammad enseguida gritó desde detrás de la valla: «¡Hay que matar a ese caballo inmediatamente!». Tu padre le preguntó encolerizado por qué, y Abu-Muhammad le contestó: «¿Es que no ves esta mancha de sangre? La mancha significa que el caballo causará un accidente mortal a una persona querida. Lleva con él desde su nacimiento la sangre del sacrificio. Y por eso, antes de que tenga más carácter, ¡hay que matarlo!». Tu padre, tal y como él dijo, quiso acabar con la leyenda, y no mató al caballo. Decía que era fácil de montar, dócil e inteligente, y que había vivido en la cuadra muchos años sin hacer daño ni a una mosca. «Aquí tu padre se calló y se rindió al sueño. Y si quieres la verdad, me alegré con su silencio aún más que con su historia, porque estas fantasías me atraían tanto que me hacían perder la concentración. Por eso, cuando se calló, el trabajo volvió a su cauce. «¿Has oído en tu vida una leyenda parecida? ¿Has oído hablar de un caballo que lleva la sangre de su víctima sobre su cuello desde que nace? Tu padre lo contó con una fe tan cándida que yo me quedé asombrado.


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treinta años y lo que le había hecho desear que su hijo fuera un caballo para tener derecho a dispararle un tiro en la cabeza! Una leyenda sin importancia que acababa con la vida de la gente. Una tontería con la que su padre había vivido treinta años. Un dique de terror que se había levantado entre padre e hijo. ¿Por qué? Porque Abu-Muhammad no conocía la sencilla explicación médica que se esconde detrás de tan desconcertante enigma. Una mancha marrón rojizo… porque su padre… De pronto se paró en medio del camino, y pensó: «Mi padre, mi padre intentó acabar con esta leyenda y quiso desafiar a la superstición. ¿Y cuál fue el resultado? Parece que Abu-Muhammad es quien venció. Mi padre perdió el combate y el precio fue demasiado. «Una mancha marrón tirando a rojo. Nosotros sabemos explicarla, pero no sabemos por qué está aquí y no allá… ¿No sería posible que fuese un signo? ¿Un signo de algún tipo? AbuMuhammad dijo que mi madre montaba muy bien a caballo y los sabía tratar. Entonces, ¿por qué la mató Rayo? ¿Por qué

insistió en destrozarle el cráneo y luego empujarla al río, sin motivo? ¿Por qué este empeño en matarla? «Abu-Muhammad ganó el combate y mi pobre padre lo perdió, perdiendo al tiempo su juventud. Pero mi pobre padre libra ahora otro combate conmigo. ¿Quién lo ganará de nosotros?». Caminó un poco. Luego volvió a detenerse. ¡Un pensamiento tonto había estallado en su cabeza! «He cedido la operación a ese médico charlatán y curioso sin oponerme para nada…, y únicamente porque el delirio del enfermo me hacía sufrir. ¿Lo habrá matado el médico con su negligencia, distraído por escuchar? Si ha sido así, el que lo ha matado he sido yo. Yo hubiera podido operarlo perfectamente, a pesar de la tozudez del pobre viejo; ¿qué es lo que he hecho, tonto de mí?». Se paró un momento, luego giró y empezó a correr de vuelta al hospital. El sol ya había empezado a declinar. Hacía resonar el empedrado de la calle con sus grande pies, y el eco volvía, como si fuesen las pezuñas de un caballo.


Muhammad Shukri

L

a marcha empezó desde uno de los barrios. Eran siete: dos llevaban una pancarta blanca en la que no había nada escrito. Un niño con una paloma blanca dentro de una jaula verde precedía a la marcha. Por cada barrio por el que pasaban se les juntaban otros niños que llevaban jaulas con pájaros. Les seguían sus perros, y muchos llevaban en brazos gatos, conejos, gallos y pollitos. La marcha crecía cada vez que salían de un barrio y entraban en otro, y ya no era posible contarlos. Callados como no se habían mostrado hasta entonces, su marcha hacía sonreír a los transeúntes, pero ninguno se reía; la gente se preguntaba por el significado de aquella marcha. Los animales que llevaban la hacían más confusa. Los grandes no sabían, y quizá sólo los siete pequeños lo supieran. Tal vez ni lo supieran los nuevos niños participantes en la marcha. Ni hablaban, ni se empujaban, ni se adelantaban unos a otros. Marchaban y marchaban por los barrios antiguos, crecían y crecían; su gran número y su riguroso silencio asombraba a algunos transeúntes. Estos niños están hoy más sensatos de lo habitual, decía la gente. Padres y madres iban con la marcha, caminaban tras ella o a un lado. Los niños se separaban de sus padres y de sus madres y se unían a la marcha. Un niño lloraba en el camino, deseaba participar en ella, pero su madre, temerosa, se lo impedía. * Traducción de Pedro Martínez Montávez

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No siempre los niños son tontos*

Marruecos

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Pataleaba, lloraba, le mordía la mano, hasta que se soltó de ella y se unió a la marcha, silencioso, tranquilo. Ni siquiera se limpió las lágrimas para no alterar el orden de la marcha. Cuando llegaron a la plazuela, se detuvieron un instante. Los parroquianos de los cafés se pararon también por respeto a la marcha. En torno a ellos se reunió una gran muchedumbre; gentes tranquilas y calladas se asomaban por los balcones de los hoteles y las casas. Ellos miraban sólo hacia adelante, formaban un mundo totalmente propio, no se veía a un solo niño lejos de la marcha. Cuando los niños son tan sensatos, los mayores tienen que respetarlos; el mundo parece tener entonces otro significado. Así le dijo uno de los transeúntes a su amigo. La marcha se movió hacia delante. Llegaron a la gran plaza. Se pararon. Formaron un círculo y se adelantaron tres al centro del gran círculo: dos de ellos alzaron en hombros al más pequeño. El niño pequeño sacó un papel blanco en el que no había nada escrito. Se puso a discursear en silencio: abría la boca sin decir nada. Todos miraban al pequeño orador que abría la boca sin decir nada.

Cuando terminó su silencioso discurso, dobló el papel y se lo metió en el bolsillo. Pequeños y grandes aplaudieron. Los dos niños bajaron con ternura a su pequeño colega. El portador de la paloma blanca dentro de la jaula verde se adelantó y la soltó al aire. Los otros niños soltaron también al aire los centenares de pájaros y de palomas. Quedaron libres también los animales que no volaban. Aplaudió la muchedumbre. Alborbolearon las campesinas y las ciudadanas que vestían chilaba y velo. Toda la gente ahora sonreía y se reía. Se paró el tránsito de automóviles algunos minutos. No se oyó ni un solo claxonazo de protesta por la detención del tránsito. Todos contemplaban los pájaros y las palomas que revoloteaban y los animales que no volaban, saltando entre los pies sin que nadie los tocara. Los niños empezaron a separarse alegres y gritando: —¡Vivan las palomas! —¡Vivan los pájaros! —¡Vivan las gallinas! —¡Vivan los conejos! —¡Vivan los gatos! —¡Vivan los perros! Padres y madres abrazaban a sus hijos y los besaban.


Jabbar Yassin Hussin

Hay una montaña en la región de Kirmán. Si uno coge una de sus piedras y la parte en dos verá en su interior una figura humana que está sentada o de pie. Del libro El provecho de las ciencias y la eliminación de las cuitas, de Al-Qizwini (muerto en 1283)

M

e llamo Yamil Yusuf Al-Urfali y, aunque este nombre no se corresponde con mis rasgos, puede acomodarse con mis orígenes. Mi familia tiene raíces otomanas y se instaló en Bagdad hace dos siglos, durante los días de las guerras entre los

* Traducción de Francisco del Río Sánchez y Abdelrahim Mahmoud El Shafi

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Leyenda*

Irak

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gobernadores circasianos y los albaneses. Mi abuelo, que sobrevivió a la peste de 1830, presumía de ser amigo del gobernador Daud Pachá, cuando éste era derviche en la cofradía Kilaniyya. Los hombres de mi estirpe viven largo tiempo si no los matan, pasando los últimos años de su vida en la soledad de la vejez. No es ésta mi situación hoy, pues aún no he llegado a la edad en la que murió mi mujer y me he pasado la juventud huyendo de la muerte. Hace pocos años volví a mi patria chica, el barrio de Salihiyya, en Bagdad, tras un largo viaje que se llevó la mitad de mi vida. Hoy, lindando los sesenta, aspiro a vivir algunos años más antes de que me sorprenda la muerte. Vivo en la casa familiar que restauré a mi vuelta. Cuando regresé, al término de los sangrientos acontecimientos, mis padres ya habían fallecido hacía mucho tiempo. Me hizo falta un año para asentarme en mi nueva vida, y no sin dificultades. Tenía más de cincuenta y cinco años y los primeros recuerdos de mi ciudad no encontraban un lugar en ella después de tanto tiempo. Tras acabar el trabajo, pasaba todo el tiempo

en la casa familiar. No tenía otra opción: aún no he conseguido adaptarme a la vida de esta época tan cambiante. Si durante ese periodo me casé fue para vencer la soledad dentro de este caserón. Mi mujer se encargaba de todo, permitiéndome dedicarme por completo a los minerales raros que había ido reuniendo durante mis años de peregrinación por diferentes países. Desde mi juventud he ido reuniendo pequeñas piedras raras y fósiles diversos recogidos durante años en las cimas de las montañas y en los campos arados. Iba de un lado a otro con una maleta en la que guardaba estos minerales, junto con una copia del Corán que perteneció a mi familia y una Biblia que compré en una librería de Bagdad antes de partir: era lo más valioso que me quedaba de mis largos viajes. Y aunque durante todos estos años había llevado siempre conmigo mi fe y mi idolatría, al final volví únicamente con las piedras; los dos libros se los regalé a un amigo francés que vivía en Poitiers. Las piedras las coloqué en un armario de cristal que está a la entrada de mi casa. Me pasaba el tiempo clasificándolas una y otra vez según su composición y su


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Cierta tarde, mientras hojeaba Las coincidencias en las gemas de Al-Bayruni —un libro del que nunca me separo durante la tarde—, mi esposa vino para decirme que en la puerta había una mujer que quería verme. Dejé el volumen y me dirigí al recibidor. La mujer entró y me saludó desde lejos. La invité a que se acomodara y ella se sentó en una silla enfrente de donde yo estaba. Entretanto, mi esposa salió y la mujer y yo nos quedamos mirándonos. —La criada que trabaja en esta casa es mi pariente por parte de mi difunto marido. Ella me ha contado que colecciona piedras y cuentas, de modo que he venido para enseñarle dos raros ejemplares —moví mi cabeza en señal de asentimiento y me quedé a la escucha. Ella prosiguió—: Mi esposo fue soldado en los años treinta y combatió a los kurdos en las montañas durante la época de las revueltas del Mula Mustafa Al-Barzani. Mi difunto marido disparaba con su fusil al aire, pues seguía esa fatua de Abu AlHasan —Dios tenga misericordia de él— que prohíbe matarse entre personas de una misma religión. Él me contó muchas historias sobre los kurdos. Cuando extendí la mano sobre la mesa para coger el paquete

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origen geográfico. Los pocos visitantes que frecuentaban la casa se paraban a menudo ante las piedras y los fósiles de enormes espirales o de extinguidos peces, y siempre mostraban su admiración ante este tipo de pasatiempo. Yo no prestaba atención a las preguntas de las visitas, ya que mi pasión por las piedras era muy antigua, tenía los mismos años que mi peregrinaje. Mi esposa era la que explicaba a todos el sentido de mi modesta colección de minerales y su origen geográfico. Disfrutaba demostrando sus conocimientos, como si hubiera sido ella la que la había reunido. Yo no me oponía, ya que eso me eximía de contar mi pasado por esos países lejanos. A veces me sonreía al verla confundirse al mencionar lugares que nunca había visitado. Algunos conocidos de mis padres me censuraron por colocar esas piedras a la entrada de una casa que era testimonio de la piedad de mi familia. Pero eso no me avergonzaba en absoluto, pues estaba convencido de que la piedad de los míos se debía más a la tradición familiar que a la religión o al ascetismo. En cualquier caso, yo no estaba muy entusiasmado con la herencia que me habían dejado.


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de tabaco, ella dejó de hablar. Hice un gesto con la cabeza para que continuara con su relató. —Una vez, cuando volvió de permiso, nos trajo a mí y a su otra esposa (pues estaba casado con dos mujeres) dos cuentas que había comprado a un mago kurdo en Taktak, cerca de Sulaymaniya. Desde entonces las dos nos hicimos como hermanas, aunque no tuvimos hijos, ya que él era estéril. Dejó de hablar y se puso a mirarme. Le hice de nuevo un gesto para que siguiera. —Su otra esposa murió un año después del fallecimiento de mi marido, justo el mismo día. Únicamente me dejó su ropa y su cuenta, que está arañada desde el día siguiente a su fallecimiento. Que Dios tenga piedad de ella y de todos los difuntos. Desde entonces esa piedra va conmigo y descansa junto con la mía en esta bolsa. Son como dos hermanas inseparables. Sacó del bolsillo de su vestido una bolsita de tela y trató de abrirla con una aguja que llevaba consigo. Cuando lo consiguió me entregó dos piedrecillas idénticas, semejantes a dos trozos de hígado del tamaño de un meñique. Esto aumentó aún más mi asombro, pues yo esperaba que me fuera a enseñar

dos piedras de anillo cuya forma y engaste diseñan los joyeros de más fama. Cuando examiné las cuentas deduje que eran de un tipo que abunda en las laderas de las montañas que se levantan en la frontera de Irán e Irak. Una lágrima corría por la mejilla de la mujer. Suspiró y dijo: —¡Mire! Una de ellas tiene un arañazo en medio, como si lo hubiera trazado la uña de mi hermana, que Dios tenga piedad de ella. —¡Pero yo no colecciono piedrecillas! No creo que añadan nada a mi colección —contesté fríamente. —Son cuentas benditas. Si una se pierde pero tienes la otra guardada, la primera encontrará a su hermana sin importar la distancia que las separe. —Pero yo no colecciono cuentas. Esto que me trae lo podemos encontrar por miles en las laderas de las colinas de Jankín y del monte Hamrín. Son piedras vulgares. —Pero son benditas —me interrumpió. —¿Ha visto mis minerales? Forman un conjunto de ejemplares raros que tienen colores que no podemos encontrar sino en escasas ocasiones. En cuanto a los fósiles…


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Francia. Al verlas descubrí que la otra piedrecilla también tenía un arañazo en su centro, como si le hubieran pasado un cuchillo por encima. Ahora sí que se parecían como dos gemelas. Esa misma tarde vacié el armario de cristal y coloqué los minerales y los fósiles dentro de la vieja maleta que me había acompañado en mis viajes durante años. Después puse también en ella las dos cuentas. Bajé con la maleta al sótano y la dejé junto a un deteriorado mueble familiar y unos libros amarillentos carcomidos por la humedad. Allí vi unas bandejas de cobre llenas de verdín al lado de pergaminos repletos de fórmulas misteriosas de los derviches a los que mi abuelo acompañara en la cofradía de Kilaniyya. Antes de subir la escalera cerré bien la puerta del sótano. Luego tiré la llave al Tigris.

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—Sin embargo mis cuentas son benditas —volvió a decir. Elevando un poco el tono de voz, añadió—: Muchas veces he perdido una de ellas y siempre la he encontrado en este abrigo. Por designio del Creador, ella sola vuelve —y añadió suplicando—: ¡Quédeselas por el dinero que quiera! Con usted estarán a salvo. Ella me extendió la pequeña bolsa de tela y la cogí poniendo a cambio en su mano cincuenta dinares. Poco después se fue y no volví a verla nunca más. Días después, cuando estaba a punto de terminar por tercera vez la lectura de mi libro, mi esposa vino para informarme del fallecimiento de esa mujer. La habían encontrado muerta en la cama, sola como había vivido durante los últimos treinta años. Cerré el libro y me acordé de las dos cuentas. Me dirigí al armario de cristal, pues las había dejado allí, al lado de un cuarzo procedente del oeste de

«Le silence», poema de Kyle J. Currathers. Caligrafía de Julien Breton-Kaalam


Yabra Ibrahim Yabra

Palestina-Irak

El barco*

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l mar es el puente de la redención. El mar tierno, suave, con sus canas, afectuoso. Y hoy el mar ha vuelto al vigor de la juventud. Sus olas baten en un fiero ritmo la presa que impulsa hacia la faz del cielo capullos, anchas orillas y brazos extendidos como redes. ¡El mar es una nueva redención hacia occidente!, ¡al sacrificio del cañón! A la costa en la que irrumpió la erupción del amor de la espuma del mar y la saliva de la brisa.

Yo no sabía (¡apenas puedo mencionarla!) que Lami, la propia Lami, mi pobre Lami, Lami que llora algunas veces, traidora a su familia por mi causa, que ríe, que corre ante mí, que Lami estaría también allí, en este barco griego de doce mil toneladas, que teje su red y luego la desgarra ante Beirut, Alejandría, Pireo, Génova y Marsella. ¡Juego peligroso! Estamos aquí para huir. Yo estoy aquí porque no puedo hacer de Lami mi mar, mi barca, mi aventura. Lami no ha sido mía sino unas horas. Unas horas en las que la he conocido toda minuto a minuto. Beso a beso. Y cuando se desabrochó la blusa, botón a botón, en lo oscuro de aquella casa que me alquiló mi amigo para un día sólo —me conozco los detalles de aquello como de una canción de la radio—. El sabor de sus labios seguía en los míos, y a veces lo sentía con la lengua; temo que se desvanezca con los días: entre Lami y yo había un amor inexpresable en palabras, por el tacto o por la razón. Un golpe de existencia e inexistencia. Se parece más a decir que tengo ojos, nariz y boca, pero que no veo, huelo, ni hablo. Y a Lami, hela aquí, con el mar, con Beirut, con Junio, con los pasajeros de segunda clase, con su marido. Y si está con su marido, ¿de qué sirven el mar, Beirut, Junio y todos los sonrientes y felices pasajeros? * Traducción de Carmen Ruiz

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obstinó en decir que huía. Un matrimonio que había durado un año le dejaba un solo recuerdo susurrante, decía Emilia. Tan solo el recuerdo del panorama del monte azulverdoso tintileante sobre Beirut. «¿Comprendes? El recuerdo es de un paisaje, no de un sentimiento.

Basmala 16 por Ibrahim Abu Touq

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Había una chica italiana que volvía de Líbano. Una mujer que frisaba los treinta (afirmaba que tenía veinticuatro) y decía que huía de su marido. Él mismo la había acompañado hasta el barco, y cuando éste zarpó, y comenzó a deslizarse y girar, ya fuera del muelle, se


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De un país, no de una persona. Aprendí el inglés en Polonia y pasé una temporada en Londres. He dejado a mi marido y él cree que voy a volver. No volveré. Gracias». Me cogió un cigarro y se lo encendí. Llevaba una chamarra escotada y sin querer se deslizó mi vista entre sus pechos encerrados por el sostén tirante. Luego encendió mi cigarro y Emilia Farnezi habló, mitad disgustada y mitad alegre por lo vacío de su corazón. Estábamos inclinados sobre la barandilla del barco, al atardecer, cuando ya la nave se acercaba a la costa griega que se extendía en todas direcciones. La mayoría de los viajeros seguían echados en la siesta. Unos pocos saldrán de sus estrechos camarotes como las palomas de sus nidos o como los ratones de sus madrigueras. Algunas caras te recuerdan pájaros (manos de cera, uñas afiladas, nacaradas, que recuerdan a canarios), otros a roedores, topos, alebrijes, y algunos a verduras. Caras de coliflores y berenjenas. Y a veces caras que parecen —engaño de la vista— ¡ángeles! Pero la cara de Emilia era de los invernales, siempre recordándome el mal. En los azules ojos había un destello afilado que confirmaba la clara

perfidia de sus labios gruesos. Una cara que se acercaba a la redondez de una cara infantil, indicando que no era éste su verdadero rostro. Porque en los ojos, en los labios, a pesar de su constante sonrisa había dureza y violencia, como si dijera: «Si te fías, allá tú». Pero me adelanto a los acontecimientos. Parece que había una cierta relación entre el rostro de Emilia Farnezi y el de Lami cuando la vi con su marido, el doctor Faleh Hasib, entre los pasajeros, después de que el barco zarpó y estaba en la bahía de Beirut. Fijé en ella mis ojos con la súbita rapidez del que mira una enorme piedra que le cae encima y al instante me retiré de la zona de peligro. Me traicionó. Yo me había retirado al único lugar en que me creía a salvo de ella. Había salido de entre un grupo de gente apoyada en la barandilla que gritaba, soñaba, y me había ido al otro lado del barco diciendo: «¿Es coincidencia? ¿Decisión? ¿Persecución? ¿Es rabia? ¿Es que no nos ha bastado ya lo que hemos hecho y dicho antes de que se casara? Coincidencia, no cabe duda. Maldita coincidencia. Tengo que ignorarlo. Ya no soporto a las mujeres. Quiero soledad.


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del fuego, el color y el placer que hacen del cuerpo semillas que giran en un vaso de vino. Pero yo, ese día, al verla cuando menos lo esperaba, deseé que no hubiera estado, haber podido retroceder por las escaleras del barco al lugar que lo une con el muelle, y haber huido. He huido, pero está como el muro, como el mar, como el demonio, delante de mí. En la vida hay muchas agonías. La muerte. La enfermedad. La decepción de los hijos. La decepción de los padres. El sol que quema la nuca y el frío que paraliza los dedos. La muerte, el asesinato y la traición del amigo. Pero las soportamos. Para bien o para mal, las soportamos. Mientras que sigamos sin poder suicidarnos, tenemos que soportarlas, y hacen falta escamas en la piel y heroísmo para soportarlas. Pero la mayor agonía es lo indelimitable. Es que caiga enamorada tu compañera ante ti y no la alcances. Alcances miles de mujeres y quede esa agonía en tu garganta. Y te lleve la pena y te sorprenda con el rostro deseable que te invade de estupor y de lo trivial de vivir, y ves de nuevo las visiones y se renueva la dolorosa pena. La muerte es una agonía y ésta es otra.

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Que nadie me conozca por mi nombre o mi cara. Uno de un millón. Que cruza un camino lleno de gente que pasa y no lo ve. Pero Lami me había visto en ese fugaz instante. La sonrisa le bailaba en todo el rostro: su rostro, a pesar de lo moreno, delataba claramente lo que tras él se velaba. Sus ojos no sabían ocultar un secreto. Pestañas negras de pupilas alcoholadas, como los ojos de las antiguas estatuas sumerias, desbordantes de afecto, pasión, inmediatez. No, su cara no era de hipócrita. Ojalá lo fuera. Si tuviera que haber una aventura con una mujer, que tuviera la cara como Emilia. Un rostro mundano, terrestre, con la astucia del zorro que debe tener una mujer de aventura. Pero el rostro claro y directo de Lami, que expresaba lo que contenía en una sola mirada, es rostro de tragedia. Es el rostro que siempre te lleva a la pasión y a la tristeza. Y me había llevado. Lo olvidé unos meses, me sorprendió luego, me sumergió enseguida en un sentimiento de odio, y después de insensibilidad y trivialidad. Luego me dejó en un crepúsculo de luz. Es la vuelta de un amor que era como las visiones del profeta, sabedor


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La noche de aquel día, después de que zarpara el barco y vimos alejarse los edificios de Beirut que el monte Líbano abrazaba, y de que nos cansamos de estar apoyados en las barandillas y finalmente nos rendimos al mar cuando del horizonte desapareció el último vestigio de tierra firme; la noche de aquel día, cuando los pasajeros iban a familiarizarse con sus estrechos camarotes y con los que los compartían y se preparaban para la cena, encontré que bajaban al camarote vecino al mío al doctor Faleh Hasib y a su esposa. Los vi entrar cuando yo salía. Y se pararon en la puerta: «¿Assam? ¡Sí, es Assam!». El do ctor Fa leh g ritó, terminando: «¡Lami, mira ! ¡ Assam as-Salman!». Lami (con tono teatral): «¿Quién? ¿Assam?» Yo (con tono también teatral): «¡Qué coincidencia! Hola, doctor; hola, Lami. (¡Qué suerte!)». Rápidos apretones de manos. El doctor: «Así que, si Dios quiere, ¿a Italia?». Yo: «No, no; más lejos: a Londres». Lami: «¡Qué coincidencia! ¡Nos encontraremos también en Londres!».

Rieron y reí. Anduve. Blasfemé. Maldije. ¡Entre mí y Lami no iba a haber más que una pared! ¡Pero de hierro! Y el muro lo refuerza su marido. El marido lo refuerza todo. A mí no me refuerza más que otra mirada que emana de los ojos de Lami con tristeza, deseo, ilusión. Me esforcé esa noche por esquivarlos, y tuve suerte. Los vi en el comedor, y me senté en un sitio que me permitía darles la espalda. Y bajé a mi camarote muy pronto, después de cenar. Mi compañero era un comerciante de Damasco, de encantador acento. No era muy locuaz, pero cuando hablaba, uno sentía que estaba frente a temas vitales inabarcables, si se comparaba con él. Sabía no únicamente el precio de cada cosa, sino cómo, dónde y cuándo se deben usar. Hablaba de jabón, perfumes, nylon. Yo no podía decir más que vaguedades acerca de mi asombro ante los jardines de Dummar, la Mezquita de los Omeyas y los helados del zoco de Hamidiyya. El comerciante se reía porque había dejado de tomar helados desde que estudiaba preparatoria. Nos presentamos: «Assam Salman y Sawkat Abu-Samra». Apenas


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El hombre carga algunas experiencias en un pliegue de su piel, como la enfermedad. Como una úlcera que no mata ni cicatriza. Y el hombre se enfrenta con los días y las nuevas experiencias mientras la úlcera de sus entrañas se humilla e irrita. Y si despierta, hay que tomar un anestésico que sólo termina con el dolor momentáneo, pero no con la posibilidad de dolor. El dolor se hace una parte del ser, convive con el corazón y la razón, y aparece, a veces, en una forma que contradice a la lógica y al razonamiento, ¡como si fuera una alegría constante! Todos nosotros estamos expuestos a este masoquismo sentimental. Mientras llevamos esta experiencia semejante a una enfermedad en el pliegue de la piel, ¿por qué no intentar convertirla en fuente de poemas no escritos que braman en el alma sin espera? La popa del barco estaba desierta, si no fuera por tres o cuatro personas, todas solas, cargando, sin duda, con su enfermedad en forma particular. Salí maldiciendo, y ante mis ojos el rencor llenaba el mar, el delicado, sombrío mar, de olas que batían contra el barco en un susurro burlón…

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se deslizó Sawkat Abu-Samra en la cama de sábanas crujientes, se durmió. Yo también me dormí enseguida. Pero me desperté como si no, sin que quedara en mis ojos señal de que había dormido. Me desperté con el ruido de las olas que golpeaban, ordenada y burlonamente, el costado del buque, shhhhh… shhhh… Luego oí moverse, es más, sentí en mi brazo un movimiento vago cuyo sonido llegaba por el redondo ojo de buey con el golpear de las olas. Pero no tardé en darme cuenta de que el movimiento estaba detrás de la pared que daba con mi brazo…el movimiento de Lami y su marido. ¡Qué pared tan débil! ¡Dios mío, yo que la creía de hierro!... Y hacían el amor. Lami derrochaba su belleza, derramaba su femineidad, daba de sus labios y sus pechos al otro lado de la pared… Salté de la cama como si me hubieran mordido. ¿Cómo pasar la noche oyendo todo esto de Lami, Lami…? Me vestí apresuradamente y salí a popa, hasta que terminara la vehemencia de los amantes detrás del muro, hasta que pulverizara la imagen de esta mujer detrás de mis ojos.


Arabia Saudita

Haneef de Glasgow*

Mohammed Hassan Alwan

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staba cruzando el puente de Al Khaleej cuando me llamó. Mis ojos se enjugaron un poco, pero mi esposa no dijo nada. «Felicidades», me dijo, y en su voz llevaba el olor a lana, como la que uno espera de un hombre cuya garganta ha sido tejida en Cachemira. Parecía como si todavía sintiera la misma lealtad hacia mí, como la que había definido nuestra relación a lo largo de veinte años y que le había inspirado el día de hoy a enviar sus mejores deseos vía telefónica desde Glasgow en una llamada que seguro le habrá costado bastante.

La llamada llegó de manera inesperada, justo en medio del puente, por eso la conversación parecía vacilante, torpe, lista para caer en cualquier momento en la frialdad de la formalidad, la cual no consideraba apropiada. Bajé la velocidad y me esforcé en ser tan amable con él como él lo era conmigo, con la esperanza de que mis pecados no proliferaran. Era una situación extraña, intentar intimar con un amigo cuyo árabe es muy errado y cuyo inglés se encuentra en estado rudimentario, y cambiar entre uno y otro idioma era lo último que mi afecto necesitaba, ya que, en el mejor de los casos, era cauteloso y no solía expresar de manera inesperada sentimientos como éste. Habían pasado dos años desde la última vez que lo abracé, cuando me anunció que su visa de inmigrante para Gran Bretaña había por fin sido aprobada, diez años después de que lo soñara. Su maleta, * Traducción del inglés de Diego Gómez Pickering

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como las mismísimas montañas de Cachemira y ni las unas ni la otra gozaban de jerarquías en su memoria. Su vida se había dividido entre los dos lugares de tal forma que preferir uno sobre otro a estas alturas de los cuarenta amenazaba con lisiar su

Amitie por Julien Breton-Kaalam

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preparada de forma admirable para el viaje al norte, me recordó que no habíamos sido mucho más amables con él que aquella tierra prometida. Durante veinte años había recorrido las calles de Riyadh hasta que la ciudad le resultó tan familiar

«La amistad duplica las alegrías y divide las angustias por la mitad». Francis Bacon


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memoria, lo cual era lo último que necesitaba, sobre todo si tomamos en cuenta que estaba a punto de emprender el camino a un tercer lugar, una nueva ciudad de la que no sabía qué albergaba para él. Cuando dejó Riyadh, la visa estampada en su pasaporte no era muy distinta de aquella con la que había entrado al país veinte años atrás, y aunque su estatus migratorio no cambió, después de su partida se llevó consigo las muchas experiencias que fueron escritas durante sus días en estas tierras. Recuerdo cuando tenía cinco años cómo celebré jubiloso la llegada del nuevo chofer de la familia. Tenía el cabello negro y los labios gruesos, era muy alto y delgado, aunque la sazón de mi madre pronto cambió este último atributo, causándole la aparición de una considerable barriga que no se llevaba muy bien con su altura. Recordé nuestra despedida dos años atrás. Seguía siendo alto, pero su cabello comenzaba a acumular algunas canas de manera metódica, además de que recientemente empezó a verse muy cansado. Su sentido del humor había decaído y su desparpajado estilo para reír había desaparecido por completo. Ni

siquiera estaba seguro de que lo hubiese escuchado reír a lo largo de los últimos años. Durante largo tiempo ocupó ese terreno intermedio entre familia y servidumbre, incapaz de cruzar del uno al otro. Fue y vino a casa decenas de veces y en cada ocasión su humilde valija volvía a reventar, llena de pequeños regalos, prendas y distintos textiles, ornamentos en mármol, fruta de India y videos que filmaba en su pueblo. Nos juntábamos todos en el cuarto de la televisión, mi madre se sentaba atrás mientras que mis hermanos y yo ocupábamos un lugar privilegiado enfrente del televisor, él se sentaba sin obstruir junto a la videocasetera, extendiendo su largo brazo de vez en cuando para señalar algún callejón en la pantalla, o una tienda, o un vericueto del camino. «Camina un poquito más, esa es la casa de la hermana de mi madre. Dos calles después a la izquierda, la casa de mi hermano mayor». Lo interrumpíamos con cualquier cantidad de preguntas que variaban de acuerdo con la edad de la persona que las hacía. Yo, haciendo caso omiso de la historia familiar que intentaba explicarnos, le pregunté: «¿acaso no hay asfalto?» Haneef se


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su casa y las barracas estaba lleno de ruido de las bombas distantes y de las canciones de niños burlándose de los indios que inventaban vívidas historias sobre su cobardía y debilidad. Cuando cumplió los veinte, una oficina de reclutamiento lo enganchó y lo trajo a Arabia Saudita y él sintió que su vida apenas iniciaba, de la misma manera en que lo siente ahora en Glasgow, padre de tres niñas, con cuarenta años de edad, preparando hamburguesas halal para estudiantes universitarios y esperando el día en que su proceso de naturalización británica esté completo. Cuando Haneef vino a Arabia Saudita la primera vez, Riyadh era un plácido oasis en medio del desierto, extraño pero confortable. El sonido de la llamada a la oración emanando de docenas de minaretes al mismo tiempo inspiró en su alma un sentido de sobrecogimiento y le reconfirmó que los musulmanes eran personas que amaban a Allah y a la llamada a la oración y que además lo cuidarían bien. Ganaba un salario que su bolsillo nunca hubiese concebido antes y recibía tres abundantes comidas diarias a cambio de manejar un flamante auto en

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rio, al igual que mi madre y mi hermano mayor, mientras que mi hermana pequeña esperó, como yo, una respuesta. Su infancia se había pospuesto por mucho tiempo. Su padre se había convertido en alcalde de su pueblo en Cachemira dos años antes del nacimiento de Haneef. Con su nueva posición en el gobierno y su consiguiente estatus, se había hecho de una segunda esposa a fin de fortalecer su prestigio. Haneef y su hermano pequeño fueron engendrados por esta segunda mujer. Todo parecía indicar que ambos hermanos sacarían eventualmente provecho de los muchos beneficios y la posición inherentes a los hijos de un gran sheik y su joven y preferida esposa. Pero nada de eso pasó, puesto que, como le sucede a cualquier sheik, su padre murió y la mayoría de sus hermanastros mayores estaban en la edad de dejar el pueblo y lanzarse a buscar trabajo a las cuatro esquinas de la tierra. Así que su infancia se pospuso, como la de cualquier huérfano. Dejó la escuela cuando todavía era muy chico, para vender guantes de lana que su madre tejía para los soldados apostados en la frontera. El camino entre


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una ciudad moderna y de regar algunos árboles del jardín. Era un exilio sin dientes. La buena vida estaba a su alrededor y la gente no tenía preocupaciones ni muchas expectativas. Su corazón estaba tranquilo y, recordando que aún no había vivido su niñez, decidió saborearla con nosotros al igual que un rumiante se acerca el bocado al hocico para masticarlo una segunda vez. Luego, la crisis de la edad adulta le pegó. De repente cayó en cuenta de que llevaba veinte años recorriendo las calles de Riyadh y ni él ni la ciudad habían cambiado. Su cumpleaños número cuarenta le pegó de manera particular, como se le pega al clavo de una tienda de campaña que se rehúsa a clavarse en la arena por miedo a quedarse ahí perdido para siempre. Sus tres pequeñas hijas, a quienes había puesto nombres árabes, estaban muy lejos de sus brazos, en Cachemira, arreando pavorreales e hilando lana, esperando el regreso a casa de su padre, el héroe. Crecían a pasos tan agigantados que su lejano corazón no podía soportarlo. Akbar, su amigo paquistaní, quien trabajó por espacio de treinta años como chofer en Riyadh, acababa de morir de un coma diabético

cerca de la casa de su empleador en Al-Wuroud. Se colapsó a la mitad de la calle, dejando caer los huevos, el periódico y una lata de aceite que llevaba consigo. No era la manera en que Haneef quería morir. El maldito volante crucificaba sus hombros al tiempo que nos llevaba adonde fuera que quisiéramos, pero a ningún lugar que él quisiera. Mientras tanto, los niños de la familia para la que trabajaba estaban cambiando. Crecían y comenzaban a hablar un lenguaje que resultaba demasiado complicado para su diccionario humano, compilado a lo largo de veinte años de intimidad y leal servicio. Para los compasivos ojos de mi madre fue revelador que aquel hombre fuerte y honesto que contrató después de enviudar para servirle a ella y a sus hijos ya no era fuerte aunque siguiese siendo honesto. Alguna ocasión lo escuché teniendo una conversación terriblemente triste con nuestra sirvienta marroquí; sus llorosos ojos parecían brillantes aceitunas verdes. Estaba tomando la taza de té que ella usualmente le preparaba al atardecer. En esta ocasión, estaba sentado al lado de ella, junto a la puerta


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Él me dijo que quería mudarse con su familia a algún otro lado, lejos de su pueblo en Cachemira, donde nunca podría estar seguro de que no serían atacados por los indios y sus balas perdidas en esa contendida frontera entre los dos países. Me dijo que quería comprar una pequeña pick-up para trasladar pasajeros entre sus casas en las montañas y la estación de trenes, con eso sería suficiente para ganarse la vida. Luego me dijo que todo lo que había ganado en Arabia Saudita se lo había gastado en su costosa boda y en las muy generosas remesas que enviaba a la esposa que había dejado atrás y a quien visitaba una vez por año, sembrado su vientre con una pequeña niña del color del trigo. Haneef, el soltero, durante sus primeros quince años como chofer con nosotros había sido muy diferente de este preocupado y distraído personaje cuya presencia en nuestra casa pasaba ahora casi desapercibida. Antes su sonrisa era más amplia y vivía su vida plenamente. Nosotros éramos su familia y parecía como si nunca se fuera a ir con una visa de salida final. Pero durante los últimos cinco años, Haneef, el padre, era una

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de la cocina, contándole sobre sus hijas. Dijo que podía oler el barro acumulado en sus pies incluso a miles de kilómetros de distancia. Ella le platicaba sobre su madre enferma y su hija, a quien su exmarido se había llevado consigo a Italia, después de lo cual no había escuchado de ella. Estos inesperados pedazos de tristeza cayeron sobre el suelo de la cocina y recorrieron los pasillos como el aroma de pedazos de maloliente queso caduco. Él regresó a su cuarto y la sirvienta se fue a su casa. Sus dolores conjuntos se quedaron tirados en la puerta de la cocina para ser mordisqueados por los gatos que merodeaban por ahí de noche. Mi madre incrementó su salario so promesa de que haría su mejor esfuerzo para ahorrar dinero y dejaría de comprar aparatos electrónicos que le llamaran la atención. Le pedía que se retirara como si tratara con un niño, mientras él movía la cabeza en señal de vergüenza sin emitir palabra. Ella le dio la libertad de trabajar los fines de semana, transportando frutas y vegetales junto a algunos de sus compatriotas, con el fin de que pudiera ganarse un dinerito extra.


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persona lúgubre la mayor parte del tiempo. Tenía una pequeña familia en Cachemira de la cual preocuparse y sus facciones sonrientes desparecieron para ser remplazadas por un rostro tenso y un seño atribulado. Su usualmente elegante apariencia se desvaneció para dar lugar a ropas tradicionales que le hacían parecer un albañil paquistaní cualquiera. Ahora, con su voz agrietada a través del teléfono, lo más entusiasta que podía hacer era tardarme lo más que pudiera con mis saludos y preguntarle sobre sus hijas. Sin embargo, como eso no requería más que un par de preguntas, cuando mucho, me vi obligado a repetirlas en más de una ocasión y posteriormente, conforme se terminaron las mismas, le inquirí sobre Glasgow y su gente. Él se rio, «mucho saudita por aquí, señor Muhammad, estudiando en la universidad, vienen al restaurante por comida halal. Yo les digo que estuve en Arabia Saudita durante veinte años, ellos no lo creen». No tenía certeza sobre si ver a los sauditas en Glasgow, quienes se habían convertido en sus clientes predilectos, le deleitaba o le molestaba. Ciertamente no todos pueden ser de su

agrado y Haneef nunca hubiese esperado que fuesen tan amables con él como lo estaban siendo ahora en Glasgow. Recuerdo un día que estando en Riyadh nos llamó desde la comisaría y tuvimos que ir a sacarlo de ahí. Estaba bañado en sangre, se había peleado con cinco sauditas que intentaron sacarlo de la carretera mientras conducía. Su cara parecía una pelota a punto de reventar a pesar de su sonrisa despreocupada y la sangre seca en su frente y sobre su bigote, lo que indicaba que el altercado debió haber durado varios minutos antes de ser interrumpido por los transeúntes. Los cinco sauditas no estaban en mejores condiciones que él, habían aprendido que la vida en Cachemira, en una región fronteriza contendida por décadas, forjaba corazones orgullosos y puños fuertes. Me dolía el hecho de que la conversación con un hombre que, si he de ser cuando menos honesto, desempeñó un papel tan importante en los recuerdos de mi niñez, fluyera con tanta dificultad. Esos recuerdos son nítidos, conservan su color natural, y a pesar de ello no logro encontrar palabras espontáneas


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de cambiar las bombillas. Eso era cuando aprender todas esas cosas sencillas resultaba interesante, antes de que creciera y los placeres de la vida gradualmente se desvanecieran. Haneef se despidió con las palabras que su limitado vocabulario árabe le permitió y yo lo hice mientras cruzaba los metros restantes del puente. Me quedé prendado del teléfono por un momento, irritado, intentando aprisionar un poco de la voz de Haneef adentro a fin de poder mantener una conversación mucho más civilizada con posterioridad. Una conversación que estuviera a la altura de su refinada calidad humana, no sólo una que fuera más burda de la que yo tenía. Abrí la ventana esperando que el aire soplara para explicar mis ojos llorosos, y esperé que mi esposa me preguntara algo, puesto que me miraba fijamente desde el inicio de la conversación. «¿Con quién hablabas?». «Con Haneef, nuestro antiguo chofer». «¿Y por qué las lagrimas?». «Lo extraño». «¿Al chofer?».

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para transmitir en medio de semejante éter telefónico. Todos los recuerdos estaban en mi mente, pero eran incapaces de hablar. Jugando futbol en el bochornoso calor veraniego, regando el jardín durante las tardes, la transmisión de lucha libre por televisión los martes por la noche, los partidos de la selección nacional durante los Juegos Asiáticos del 88, las noches atiborradas de Ramadán, nadando en la bahía de la media luna, cambiando focos fundidos, las barbacoas durante el aburrido invierno, las oraciones del Eid con todos sus Allahu Akbars, cantando en restaurantes de comida rápida, arrebatándole el micrófono a la nalgona sirvienta marroquí y cientos de recuerdos más que conserva cualquier niño que pasa de los cinco a los veinticinco años. Haneef estaba presente en todos y cada uno de ellos, justo en medio de la acción, ya que ninguno de ellos hubiera sido posible si él no hubiese estado ahí. Fue él quien me enseñó a limpiar las cabezas de los videocasetes con gotas de gasolina; a diferenciar entre el hindi y el urdu; a arruinar el futbol utilizando repelente para insectos; a parar el ruido emanado por las luces de neón sin necesidad


Faïza Guène

Argelia

Mimouna* 1. El grito

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ejo escapar un sonoro grito. Tan fuerte que pega contra el techo antes de caer en pedazos sobre el suelo de baldosa, como miles de minúsculas bolitas rodantes.

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Un grito estridente, irritante y horrible, no pueden imaginarse qué tan perforante. De la categoría de los pesos pesados, a la par de esas armas de sonido utilizadas ahora por los paramilitares y la policía para dispersar a las multitudes hostiles. Un grito capaz de desatar un terremoto. Pero los rostros de las rumorosas ancianas apostadas a mi alrededor son de satisfacción; de hecho, de alivio. Un fuerte olor a carnicería llena el ambiente, el calor es abrumador. Estoy a punto de la sofocación, y todo el vaivén en torno no me ayuda. Finalmente puedo ver a una joven mujer que yace a lo lejos, temblando, con una brillante frente y la cara rosada. Sus ojos desbordan en lágrimas al tiempo que me mira por vez primera. Es un 19 de agosto del año 1947 y he nacido.

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El nacer es sólo el principio del morir. Théophile Gautier * Traducción del inglés de Diego Gómez Pickering


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2. El inicio del morir

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Si está preguntándose por qué comenzamos a gritar tan pronto asomamos nuestra nariz, he aquí mi respuesta: «¿No recuerda lo que se siente después de pasar nueve meses en la oscuridad?». Por un lado pensé que esos nueve meses no terminarían nunca. Me sentía profundamente solo. Forzado a enfrentar, solo, los incontables y sobrecogedores cambios que me sucedían. Estaba constantemente alerta de nuevas cosas que me brotaban del cuerpo en todas direcciones; brazos, piernas, dedos y cabello nuevo… fue traumático. Imagine que cada vez que usted se ve al espejo por la mañana se percata que le ha crecido una nueva oreja o un nuevo pie. Como siempre sucede con todo, terminé por acostumbrarme. Debo admitir que era hermoso presenciarlo e impecable su factura, admiraba la calidad y las proporciones precisas. Recuerdo particularmente el momento en que descubrí mis manos. Creo que puedo afirmar sin temor a equivocarme que ese fue el día en que lo supe… Dormí mucho. Mentiría si dijera que el sitio era incómodo. Disfruté de las mejores siestas de

mi vida ahí, de forma particular durante los primeros meses, cuando el espacio abundaba y podía estirarme. Después de eso las cosas se dificultaron. Rápidamente gané milímetros, luego centímetros y, hacia el final, estaba francamente hacinado. El mundo exterior… Claro que uno posee cierta intuición sobre el mismo, una conciencia, ciertas pistas y otras cosas sobre las que uno está seguro. Una de ellas principalmente: que nadie llega a él por casualidad. Incluso cuando era un embrión tenía la expectativa de que el futuro fuese sombrío. Así que saqué el mejor provecho de ese confortable mundo durante mi estadía en él, flotando en su ambiente hidratante, a sabiendas de que aquel sentimiento de seguridad no duraría mucho tiempo. Afortunadamente tuve algunos indicios, voces que con el tiempo se hicieron familiares. Algunas veces me exasperó lo que escuchaba y pateé con fuerza alguna de las paredes del derredor. En varias ocasiones, dejé que mi ira diera un portazo a lo que llamaba mi «recámara provisional». El problema era que más allá de que los entendieran en un sentido propio,


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mis gestos despertaban dicha. Evidentemente, durante esta primera etapa creían que yo era vigoroso. Hay muchas cosas que escapan de nuestro conocimiento. Es imposible dejar de preguntarse por qué aterrizamos aquí y no en algún otro lugar. ¿Cómo es que terminamos en este pueblo, en el seno de esta familia, hablando este idioma y viviendo esta historia? Si queremos responder a dichos cuestionamientos sólo nos queda una opción: creer que hay un poder superior que con un objetivo ulterior acomodó todas las circunstancias en ese orden. La otra opción sería confiar en lo que comúnmente se conoce como suerte, con el peso que ello conlleva; vivir con las constantes preguntas hasta que llegue la salida final que nadie puede ignorar. Así lo creo yo de forma fehaciente. Como a muchos de nosotros, a mí no me place que mis preguntas queden sin respuesta. Una anciana con la frente tatuada me colocó en el ardiente pecho de mi madre, al que sentía latir. Ella se veía sumamente frágil y joven. Caí en cuenta de que seguía llorando casi como una niña por lo que la anciana

tatuada le pidió que guardara silencio como si le estuviera hablando a un niño. Otra anciana, esta vez chimuela, tomó el cordón umbilical y lo cortó. Me levantó y me cargó hasta una tina en donde me lavó con un áspero pedazo de tela que remojó en agua caliente, el cual me raspó la piel, algo que no me gustó. Miré las manos de la anciana; eran finas, huesudas y estaban salpicadas de manchas de color marrón. De vez en cuando se acomodaba los canosos cabellos debajo de la mascada que cubría su cabeza. Debe haber por lo menos una docena de mujeres moviéndose agitadamente alrededor de mi pobre madre. Parecían gallinas viejas, cadáveres con piel y huesos cuyos alaridos saliendo de las cuerdas vocales se escuchaban como el jaloneo de un duro mecate colgado a lo largo del cuarto. Mi joven madre estaba exhausta y se rindió cansinamente. Ellas la bañaron, levantándola de nueva cuenta, hablándole con voces silenciosas al tiempo que la anciana chimuela me terminaba de limpiar. Me untó con un jabón negro, echándome cubetazos de agua caliente, me cubrió de gena y repitió la


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«¡Madre! ¿Qué ha pasado? ¡Mi padre y todo mundo quieren saber! ¡No te escuchamos gritar!». Ella volteó con una mirada matadora. De repente, se agachó y recogió una sandalia para arrojársela. El niño apenas la esquivó y se echó a reír. «Si no han escuchado nada allá afuera por lo menos habrán entendido lo que estaba pasando. Regresa y dile a tu padre que no tiene caso, que no hay necesidad de ser maceta para no pasar del corredor. Seguro que eso sí lo entiende. ¡Ándale, vete ya, y devuélvele el bastón a tu padre!». Una ligera brisa levantó la cortina floreada que servía de puerta, revelando un pequeño patio en donde las gallinas cacareaban bajo un ardiente sol. Mientras se retiraba, el niño agrandado perseguía a los polluelos intentando pegarles con su bastón. Estaba cansada y sentía cómo mis párpados se hacían cada vez más pesados. «¿Y cómo le va a poner?», preguntó secamente a mi madre la mujer tatuada. Finalmente, volteando a verme, mi madre me dio un corto y

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operación. A continuación me pintó los párpados con una pasta negra preparada a base de antimonio y almendras quemadas. Por último, me arropó con una manta de lana especialmente tejida para la ocasión, colocando mis manos entre los dobleces de la tela para impedir que me tocara la cara. Entonces, la anciana sacó del bolsillo de su delantal un pequeño pañuelo de color blanco que guardaba un dátil fresco. Con sus encías desnudas como único instrumento batalló para masticar la mitad antes de meterme la otra por algunos segundos en la boca, lo que me dejó un delicioso sabor azucarado. Recitó algunas oraciones invocando mi protección antes de regresarme envuelto y momificado a los brazos de mi madre, aunque su mirada estaba perdida en el espacio y no me prestó mayor atención. De pronto, un niño entró en la habitación. Llevaba consigo un bastón de madera más alto que él; su pelo rizado estaba despeinado y lleno de polvo. Mientras charlaba con mi chimuela bañadora, se arreglaba el dobladillo de sus bermudas azules con una mano mientras se recargaba en el bastón con la otra.


penetrante vistazo antes de contestar: «Mimouna». Un silencio pesado se hizo presente. Tres o cuatro de las ancianas tomaron sus enaguas, enroscándolas alrededor de su cuerpo. Entraron de nueva cuenta en el anonimato y con amplios movimientos de sus brazos que abatían el aire caliente saludaron al resto de las gallinas antes de desaparecer con sus vestidos blancos. Un nuevo baile de la verde cortina floreada nos permitió presenciar la procesión de las viejas gallinas cruzando sus pasos con las verdaderas, ésas que sí tienen plumas.

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3. El regreso

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Cómo envidiaba a Abdelhaq. El chiquillo de la cabeza despeinada y bermudas azules que solía correr de aquí para allá se convirtió en un estudioso joven. Su escuela quedaba a nueve kilómetros de distancia. Se levantaba antes de que cantara el gallo, partiendo rumbo al final del mundo antes del amanecer. Su madre, Khelthoum, el cadáver chimuelo, no quería que estudiara. Trató de evitar que lo hiciera por todos los medios; afortunadamente se dio

por vencida. Tras la muerte de su esposo, mi abuelo Ahmed, ella cedió mucho. Lo único que quedó del viejo fue su bastón colgado de un clavo sobre el horno de pan. Ah, y casi lo olvidaba: quince hijos. La gente dice que mi abuelo engendró hijos fuertes, a partir de lo cual forjó su reputación. La gente llegó a preguntarle si seguía alguna dieta especial. La verdad es que no entiendo a los árabes y sus supersticiones. Si todos sus hijos están vivos no es por arte de magia, mucho menos por suerte o por algo que mi abuelo bebiera o comiera, sino por gracia de Dios, que hizo a mis abuelos particularmente fértiles y les dio quince hijos con buena salud. ¡Quince hijos! Aunque pensándolo bien, creo que son ingratos al imputarse todo el crédito por ello. Mi abuelo era un viejo gruñón que se quejaba de todo, nunca le dio gracias a Dios a pesar de que recibió innumerables favores. No solamente su esposa sino también sus tierras eran muy fértiles; tristemente, el árido era su corazón. Todos los días acontecía el mismo ritual. Nuestra casa estaba situada en una colina desde donde se podían ver las tierras


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ayudándole con sus cestas y adelantándosele para descargarlas en la cocina. A continuación le quitaba los zapatos y le sobaba los pies con el agua caliente a la que añadía sal en grano con antelación. Finalmente le servía el té junto con el pan recién horneado, que encantaba de sopear en el aceite de oliva. Cuando todo estaba hecho, mi madre podía descansar tranquilamente. Pero si ocurría cualquier complicación durante esta perfectamente ejecutada operación, mi abuelo se encolerizaba llegando a escupir en la cara a mi madre. No era su padre sino su suegro, el padre de su marido. Quizá eso lo hacía peor todavía. Abdelhaq era el más pequeño de los quince hijos de esa gran familia y el único que todavía vivía ahí. Todos los demás se casaron y dejaron el hogar. Bueno, eso de dejaron es mucho decir, pues vivían a tan sólo unos cuantos metros de distancia. Construyeron casas de piedra propias imaginando que ganaban su independencia ahora que estaban esparcidos en las tierras familiares. Todos a excepción de uno que esparcía su alma al ir a trabajar mucho más lejos de ahí; el octavo, Mohammed, mi

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de la familia, sus campos arados, y en medio de ellos un sendero que corría por entre los árboles de oliva. Mi madre, quien sabía la hora a la que el abuelo Ahmed volvía por lo general del zoco, lo esperaba con la mirada mientras colgaba la ropa a secar en el patio. Él solía portar un turbante de colores brillantes, amarillo o anaranjado, así que resultaba fácil de identificar. Yo disfrutaba ayudando a mi madre en sus labores, sentía que desempeñaba una función importante. La mula cargada batallaba al subir el cerro mientras que mi abuelo mascaba tabaco montado en el lomo de la bestia. El camino era tan largo y empinado que entre el momento en que se avizoraban los primeros rasgos del turbante amarillo en el horizonte y el momento en que mi abuelo Ahmed bajaba de la mula a las puertas de casa, mi madre tenía tiempo suficiente para tenerle todo listo. Tenía que sacar el pan del horno, calentar el agua, poner el aceite de oliva en un pequeño plato, preparar el té y colocar en el patio el tapete de paja con cojines para su espalda. No había amarrado mi abuelo la mula a un árbol cuando mi madre ya corría a su encuentro,


padre, estaba en Francia y nunca lo había visto. Es el invierno de 1953 y estoy tejiéndole a mi padre un par de gruesos calcetines utilizando la lana de nuestras ovejas y dos finas plumas de gallo como agujas. Regresará a Argelia a principios de primavera, no aguanto las ganas de que llegue ese momento.

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4. El último exilio

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Mi madre y yo estábamos muy emocionadas con el regreso de mi padre. Al final iban a encontrar respuesta todas las preguntas con las que había molestado a mi madre durante todos estos años. Hasta ese momento mi padre era tan irreal para mí como el coco con el que los adultos suelen asustar a los niños para que se comporten o como ese héroe disidente Juha, cuyas extraordinarias aventuras se conocen alrededor del mundo árabe. Mi padre pertenecía a esa lista de personajes imaginarios que poblaban mi imaginación. No hubiera podido reconocer su cara o su voz y sus gustos eran desconocidos para mí. Mi abuela Khelthoum más que recordar

cosas del pasado las terminaba confundiendo, con quince hijos no es sencillo recordar. Mi madre me había contado minucias que se me hacían un tanto sosas. De lo que podía inferir, mi padre no era muy platicador que digamos. Estábamos paradas en el pasillo, alertas, tal como cuando mi abuelo venía a casa desde el zoco. Mi padre se acercó hacia nosotras envuelto en la bruma de las primeras horas del día como salido de un sueño; fue mágico a la vez que confuso. Se veía muy guapo. Mi abuela se echó a llorar mientras corría a su encuentro, seguida de mi madre. Estaba acostumbrada a ver a mi madre llorar, pero que la abuela Khelthoum llorara era algo que valía la pena presenciar. Me había incluso convencido a mí misma de que dentro de su pecho vivía un viejo sapo en cuclillas en el lugar en donde debía estar su corazón. La sesión de besos y abrazos fue corta pero intensa. Me paré a un lado, un poco intimidada, así que él me pidió que me acercara. Mi madre me animó dándome una pequeña palmada en la espalda mientras le decía a mi padre: «¡Esta es Mimouna! ¡Me es de gran ayuda!».


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En efecto, era muy guapo. Marruecos. Escuela. Miedo. Tenía un elegante y delgado El soldado que encañonó a mi bigote, a través del cual podías hermano pequeño, Mustafa, verle los labios y, cuando son- cuando tenía apenas unos reía, una excelente dentadura meses de nacido y dormía también, a diferencia de todos cargado sobre las espaldas de mis tíos que tenían dientes re- mi madre, dijo: «Le vamos a pugnantes por mascar tabaco, disparar ahora mismo, antes de así como enormes bigotes ma- que crezca y se una a los otros en rrones que cubrían sus bocas. el cerro». Uno podía pensar que en lugar Y luego la libertad. de bigotes se habrían colgado Después de corear la siuna cola de mula en la cara. guiente canción con todas mis ¡Qué buen mozo era mi padre! fuerzas. Como dije desde un principio, tienes de dos: creer o confiar en la suerte. La promesa Mi padre regresó unos cuantos meses anJuramos por los rayos que destruyen, tes de la guerra. Se dio por los ríos de generosa sangre que se cuenta que debía venir a derraman, por las brillantes banderas que casa a partir de una carta ondeanvolando orgullosas en las altas de su hermano Abdelhamontañas, ziz, escrita por Abdelque estamos en una revuelta, ya sea para haq (la única persona en vivir o para morir. la familia que podía leer y escribir), en la cual ¡Estamos determinados a que Argelia viva, Así que sean nuestros testigos! le advertía: «regresa tan pronto como te sea posible, vamos a iniciar Somos soldados levantados en pro de la verdad y hemos luchado por nuestra la cosecha». Claro que independencia. todo estaba escrito en Cuando hablábamos, nadie nos escuchaba, código. así que hemos adoptado la voz de la pólvora Y entonces llegó como nuestro ritmo la guerra. Hambruy del sonido de las armas como nuestra n a . L a Cruz Roja . melodía. Exilio por tierra hacia


manera en que los franceses hacen a sus perros vestir elegantes abri¡Ay, Francia! Dejemos atrás la plática sin gos durante el invierno sentido. me parecía sumamente Hemos dado vuelta a la página como se ajena. Cuando estaba hace con los libros. esperando a mi primer ¡Ay, Francia! ¡Ha llegado el día de saldar hijo enfermé mucho y cuentas! perdí el apetito, estaba ¡Prepárate! ¡He aquí nuestra respuesta! adelgazando desmediEl veredicto, nuestra Revolución ha de damente. Una depreregresar. ¡Estamos determinados a que Argelia viva, sión seria me dijeron los doctores. No me dieron así que sean nuestros testigos! muchas esperanzas ni a mí ni al bebé. Y llegó mi turno de poner pie Todos los días a las diez, en Francia. A los veinte me casé dos y seis en punto, las monjas con un trabajador no calificado, chaparro, rechoncho, medio de la parroquia de Saint-Gerbruto y fumador empedernido, main me visitaban. Me consopero la verdad es que era tam- laban y me ponían inyecciones, bién muy amable. Su corazón pero yo estaba anestesiada por estaba en el lugar indicado y eso la tristeza y sus agujas no tenían ningún efecto. era lo que me gustaba de él. Conforme el tiempo pasó, la El problema fue que él trabasituación mejoró. Conocí a otras jaba demasiado y yo me sentía desplazada, sola, cada uno de mujeres como yo. Nos enconlos días que el Señor creó. La tramos a través de la nostalgia crueldad del exilio, dejar atrás compartida. Nuestros hijos una familia numerosa, todo ese crecieron y tuvimos que lidiar espacio, todo lo que uno ama, con demasiados cambios. Evenlos seres queridos, la madre pa- tualmente aprendí a hablar la tria, para encontrarte atrapada lengua, pero no fue sencillo. Ahora estamos viejas y nuesen un décimo piso de una torre de concreto llena de tristeza e in- tros hijos se han casado. Mi quilinos en igual medida; yo no hija mayor acaba de dar a luz a entendía su idioma ni qué decir una pequeña niña. Felizmente de su forma de entretenerse. Y la estos son tiempos distintos. Lo

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¡Estamos determinados a que Argelia viva, así que sean nuestros testigos!

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Mi padre murió. Él era un verdadero creyente y me transmitió todo su amor y su fe, sin los cuales, como les he dicho, esta vida carecería por completo de sentido, sería sólo sufrimiento insoportable, salpicada de algunos fugaces y fútiles pequeños placeres. Mientras me arrodillo frente a su tumba, le ruego a Dios que tenga piedad de él y, de nueva cuenta, lo veo como aquel día en que batallaba por subir el cerro arropado por la niebla a través del camino de árboles de oliva.

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celebramos de la manera en que debe festejarse un cumpleaños. Y si hubiese habido un buey yo misma le hubiera cortado el pescuezo. Es mi turno de ser abuela, por vez primera. Qué extraño se siente. No puedo sacarme de la cabeza a la abuela Khelthoum, Dios la tenga en su santa gloria. Mientras recorro estos recuerdos puedo con toda sinceridad afirmar que no creo que la suerte gobierne aleatoriamente nuestras vidas o que yo sea fruto de una lotería sin sentido.

«Del árbol del silencio pende el fruto de la seguridad». Proverbio árabe

Caligrafía abstracta por Khawar Bilal,s


Yemen

Crimen en la calle de los restaurantes* Wajdi al Ahdal

S

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i Sana es la capital del país entonces la «calle de los restaurantes» es la capital interior de esa ciudad multidimensional. Si alguien presume de haber estado en Sana, pero nunca ha escuchado el nombre de esa calle, entonces tenga por seguro que esa persona no ha estado en Sana realmente. Como su nombre lo indica, la calle está compuesta por una hilera de restaurantes que se especializan en platillos típicos y un puñado de cafés visitados por cientos de personas todos los días.

Fue en uno de esos cafés, durante una tormenta de arena impenetrable por los rayos solares, que una cara poco familiar apareció. La cara de un hombre que vestía un caro traje marrón acompañado de una corbata rosa y que cargaba un portafolios Samsonite. Se sentó al lado de un poeta convertido en crítico literario y le hizo una pregunta un tanto extraña, le pidió que lo acompañara a un banco cercano a la calle de los restaurantes para declarar sobre uno de los clientes del café, a cambio de lo cual recibiría una cuantiosa cantidad de dinero. El crítico, dudando de la seriedad de la oferta, sonrió de manera sarcástica y con los labios partidos, fruto de su diabetes. Sin embargo, el extraño personaje, quien se identificó como «emisario del banco», sacó 20,000 riales de su portafolios y los metió al bolsillo del crítico, prometiéndole la misma cantidad cuando hubiera * Traducción del inglés de Diego Gómez Pickering

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Una amplia sonrisa dibujaba el rostro del gerente mientras se dirigía al invitado. «¿ Es uste d un crítico literario?». «Sí, el mejor de Yemen». «¿Es cierto que recibe dinero de algunos escritores a cambio de alabar su trabajo?». «Eso es mentira, los sionistas y la cia alimentan ese tipo de falsedades». «¿Conoce a Abdullatif Muhammad Ahmad?». «Abdullatif…..Abdullatif… ah, sí que lo conozco». «Perfecto. Quiero que me cuente cada detalle que sepa de esta persona, sean nimiedades o cosas importantes». «¿Por qué, acaso está relacionado con usted de alguna manera?».

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rendido su declaración. El crítico carraspeó y sus ojos brillaron. Se apeó del bastón que utilizaba para intimidar a jóvenes escritores y se encaminó al banco. El emisario lo guio a la oficina del gerente del banco. Tras entrar, el crítico quedó sorprendido, no podía creer que a tan vasta sala le llamaran «oficina»; se sentía intimidado por el lugar y lo avergonzaban sus ropas roídas. En su precipitado acercamiento al gerente, un hombre de corta estatura y tan delgado como una caña de bambú, tropezó y casi se da en la cabeza con un incensario del que emanaba humo perfumado. El gerente del banco le dio la bienvenida y lo invitó a sentarse. Una joven y glamorosa mujer le ofreció café sin azúcar; el cual probó regodeándose de su amargo sabor.


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«Eso a usted no le incumbe. Por favor limítese a hacer lo que le indico, no haga ninguna pregunta». El gerente se acomodó en su sillón reclinable e hizo una señal al crítico para que comenzara. Seguido de un pesado e inquietante silencio, el crítico esperó el momento propicio para iniciar. Inhaló hasta que sus cachetes se hincharon para después exhalar e incorporarse. «Lo que sé es que trabaja como servidor público en el Ministerio de Información.... no…. no es amigo mío… pero los cafés reúnen a toda clase de personas, desde hombres comunes y corrientes hasta espíritus. Suele ir a tomar el té todos los días. Su majestad está ahí desde primera hora de la mañana y se queda en la calle de los restaurantes andando de aquí para allá como cabra errante hasta que las tiendas cierran a las diez de la noche. Desayuna tres o cuatro bizcochos y una taza de té con leche. Almuerza tarde; se cuela en el restaurante de uno de sus conocidos del barrio para comerse las sobras después de que la cocina ha cerrado sus puertas. No sé qué haga para la cena, porque vuelvo a casa antes de que oscurezca. Dice

ser un decorador de interiores, pero más bien parece un enorme monstruo marino que se ha arrastrado, sin levantar sospecha, desde las profundidades del mar hasta nuestro mundo a través de las alcantarillas. «Al parecer estudió en el extranjero, es uno de esos pseudo europeos que pretenden pasar desapercibidos y que están deslumbrados por el país en el que estudiaron. Están tan metidos en esa nueva y poco convencional forma de vida que cuando regresan a Yemen les cuesta mucho trabajo encajar en la sociedad de nueva cuenta; son incapaces de honrar sus tradiciones y costumbres. Es como si estuviesen suspendidos en el aire, con sus raíces cortadas e imposibilitados para reintegrarse. Como si de todo lo que los rodea estuvieran separados por una delgada membrana, están envueltos por sus propias obsesiones, su desprecio por los demás, su desdén y arrogancia los atrapan. Están arropados por sus pretensiones, su inflexible ego es evidente en sus eternos ceños fruncidos. «Se sienta en el café como si fuese un genio, la atracción principal. Es lo suficientemente ingenuo como para creerse una


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a todos aquellos que son exitosos; despotrica, mañana, tarde y noche, contra ricos y famosos, utilizando un vulgar lenguaje que apesta a repulsión. «Una vez, un compositor de tez morena visitó brevemente el café. Tan pronto se hubo retirado, nuestro amigo vociferó a todos los presentes: «Dios todopoderoso, ¿acaso los albañiles reciben educación musical estos días?». ¿No conlleva un tono racista esa aseveración? ¿No es ésta la flema de un hombre derrotado, de un desgraciado arruinado por sus propias insuficiencias? Fui yo quien tuve que mostrarle que estaba equivocado. «En otras ocasiones pierde las casillas cuando ve que un artista talentoso recibe aprobación y respeto, despreciando sus logros al hacer referencia a sus orígenes humildes. Sospecho que tiene una violencia latente dentro de sí y sueña con destruir el mundo, con tirarlo a la basura. Llegué a esa conclusión después de escucharle alabar a Osama bin Laden, algo bastante extraño, podrá uno pensar, para provenir de la boca de un diseñador de interiores. A pesar de no ser religioso y no estar ni remotamente vinculado con ningún movimiento islámico,

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personalidad famosa, obligado a dirigirse a la turba desde un pedestal. Se permite creer que es una celebridad, a tal punto que incluso llega a disfrazarse para ocultar su verdadera apariencia y no ser perturbado por sus supuestos admiradores. Asume que sus subordinados imitan sus medidos movimientos, porque a final de cuentas él es una estrella internacional. «Desde el momento en que Allah nos concede el amanecer, está fuera de casa tomando vino barato. Lo he visto sentado en el café con un periódico oficial bajo las nalgas. Aunque el diario ostenta versos coránicos y los símbolos de nuestra nación, él lo usa para mantener limpios sus pantalones. Gradualmente despierta de su borrachera conforme llega la tarde. Sí, regularmente se queja del sistema. De hecho, comienza el día con una feroz invectiva en la que maldice vergonzosamente a nuestra nación; nuestra nación de cinco millones de héroes y cinco millones de delincuentes. Permanece así todo el día, turbulento y temperamental, petulante y agresivo. Cree que todo el mundo quiere insultarlo y hacerlo menos. Si se detiene a escucharlo, uno se da cuenta de que le guarda rencor


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es seguidor de Bin Laden, lo considera su salvador y deposita en él sus mayores esperanzas. Alguna vez le escuché afirmar afanosamente que «Osama bin Laden es el único hombre capaz de poner fin al caos que reina en el mundo». «Y si acaso las palabras de alguien más llaman la atención de los asiduos al café, lo consumen los celos. Se voltea con cada uno, deja todo patas para arriba y dice: «¡Vayan a cultivarse de la boca de las cabras!». Está pirado. En verdad se cree un hombre muy importante y actúa con los demás de acuerdo con esa creencia. Así que no es de los que responden el saludo o cualquier pregunta; se siente un rey que desdeña la conversación con todo aquel que es de menor rango. Camina con la cabeza erguida hacia el cielo; sólo la baja cuando se topa con alguno de sus familiares. No ríe ni sonríe. Tuerce las cejas y sus facciones las determina el ceño fruncido. Sus ojos irradian fiereza a todo aquel que osa mirarlo. Se rodea de misterio, de un aura de prestigio y pretensión; no rebaja su forma de hablar ni relaja las apretadas líneas de su rostro. «No alza la voz, solamente susurra, ya que no quiere que los

informantes lo reporten. Construye un muro de engreimiento a su alredor que refuerza con el autoengaño. Detrás de los lentes oscuros que siempre porta, sus ojos se mueven de izquierda a derecha monitoreando de forma constante hasta el más mínimo movimiento de la audiencia. «Una vez lo vi introducirse entre un gran grupo de consejeros que rodeaban al ministro. Se paró energéticamente enfrente de él como si fuera uno de los de la elite cercana, su cabeza en alto de tal forma que su nariz casi tocaba la del ministro, intimidándolo, pensándose un personaje distinguido. Y cuando habla para qué más podría ser que para pedir apoyo financiero. Pero cuando el ministro ordena que se le traiga una modesta cantidad de efectivo a entregarse debajo de la mesa, nuestro amigo comienza a discutir ferozmente; le alza la voz, perdiendo las casillas y acallándolo a gritos. Los guardaespaldas intervienen y lo fuerzan a someterse de manera humillante. Entonces él se va, resoplando y tosiendo, enfatizando su mueca y con el cuerpo convulsionado. «¿La última vez que lo vi? Fue en el café hace tres horas. Estaba sentado, llevaba un traje azul marino a rayas; a decir


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mientras que las mejillas me quemaban de la vergüenza. «El corazón me salta y siento un ardor por todo el cuerpo cada vez que lo veo, como si dentro de mí hubiera un horno encendido. Todos los días me pongo en una esquina de la calle de los restaurantes a pedir limosna. Él se sienta sobre un limpio pedazo de cartón en su banca favorita. Cuando está de buen humor, me lanza miradas lascivas y me molesta enviándome besos. Se burla de mí y me provoca utilizando un lenguaje nauseabundo, que nunca le he escuchado a nadie más. Tengo diecisiete años, cojeo con ayuda de una muleta y tengo un serio problema de sobrepeso. Me dio polio cuando era pequeña y aquí sigo, una lisiada niña gorda a quien nadie quiere. Aunque a veces fantaseo con convertirme en su esposa y con pasar el resto de nuestros días juntos. «Como estoy obsesionada con él, he memorizado sus hábitos cotidianos, su comida favorita y hasta la marca de cigarros que fuma. Sé lo que le agrada y lo que detesta. Puede que lo conozca mejor que su propia madre. Para desayunar prefiere frijoles con carne picada y siempre desayuna en un pequeño restaurante fuera de la vista

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verdad era horrendo, sobre todo si se le veía de cerca y uno se daba cuenta que ni siquiera estaba planchado. Ahora recuerdo que me vio dirigiéndome al café, así que se detuvo, volteó y se dirigió hacia mí, intentando cruzarse en mi camino. Me dio una fuerte palmada en el hombro, como queriendo provocarme para ventilar su rencor a través de una pelea conmigo, pero lo ignoré por completo y seguí andando como si no estuviera ahí.» El gerente del banco miró su reloj y le pidió al crítico que parara. «¿Con esto es suficiente?». «Sí. Pase a la ventanilla para recoger el resto de su recompensa». «Gracias». Algunos días después el gerente del banco pidió que se encontrara alguna persona más que pudiera declarar sobre Abullatif Muhammad Ahmad; en esta ocasión al emisario le tomó un poco más de tiempo dar con ella. «Abdullatif, el decorador de interiores, es el único hombre que ha intentado propasarse conmigo. Me besó en la boca cuando la calle estaba atiborrada de gente como si no le importara lo que los demás fueran a pensar. Me le quedé mirando en silencio


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de los transeúntes, situado en donde la calle de los restaurantes se topa con pared. Almuerza una rica y cremosa salta en uno de los restaurantes cercanos. No sé qué es lo que cene, porque mi hermano me lleva a casa en carro por lo menos una hora antes del atardecer. Una vez me quedé fuera hasta altas horas de la noche y un grupo de niños de la calle me atacó, quitándome las ganancias del día y dejándome llena de moretones. «Abdullatif tiene menos de cincuenta, es de estatura mediana, piel clara, con una barba y bigotes bien cuidados; tiene pequeños ojos hundidos y cabello negro sin canas, aunque creo que se lo pinta. Usa lentes de sol y el silencio y arrogancia que emanan de ahí generan miedo en cualquier corazón. Siempre viste de traje, en todos los años que llevo de conocerlo nunca lo he visto vestir casualmente. Nunca lo verán sólo de camisa o suéter. Prefiere los trajes plateados o verdes y las corbatas doradas o rojas. Lo único que echa a perder su sofisticada imagen son los zapatos, que por lo general no combinan con su traje aunque sus botas usualmente sí lo hacen. Lo que más me atrajo de él son los maravillosos sombreros

de colores que siempre se encarga de portar, producto del mejor sombrero. «Es un hombre como cualquier otro, aunque también un filósofo ilustrado. En una ocasión le escuché dar cátedra a unos jóvenes: «Si el mundo dejara de girar como loco sobre su propio eje entonces el género humano dejaría de perseguir el pan de cada día y se relajaría». «El día en que inició la guerra entre Líbano e Israel, apareció muy tarde, sin rasurar y con la cara oscura y perturbada. Se pegó la radio a la oreja con la antena al aire; siguió la guerra a cada minuto como si fuera un verdadero libanés que el destino colocó en Yemen. En ese entonces se olvidó por completo de mí, pasaba el día entero escuchando las noticias. Caminaba de arriba abajo como lobo atrapado en una jaula, aunque he de confesar que me encanta su forma de caminar. Camina como nadie más, con pasos cortos y cierta musicalidad, a ritmo de baile. Su cabeza se mueve a la par del resto del cuerpo como si caminara no sólo con sus pies sino con toda su humanidad. Camina como un orgulloso león.


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índice: «Esta hoja se parece a tu coño». Se fue riendo a carcajadas. Yo me quedé temblando y casi me desmayo de la vergüenza por la que me había hecho pasar. Al final me di cuenta de que tenía razón, las hojas sí tienen cierto parecido con las partes nobles de las mujeres, o más bien al contrario». Una semana después al gerente del banco lo carcomía un ardiente deseo de saber más sobre Abdullatif Muhammad Ahmad. Contactó a un periodista conocido como Ranjala que trabajaba en un periódico de la oposición. Le ordenó que concertara una entrevista con un oscuro decorador de interiores. Sólo unos días después, la entrevista sería publicada en el periódico. Era un artículo a ocho columnas con una fotografía en la que el decorador de interiores se veía a sus anchas, con la cabeza reclinada a la derecha y su mano extendida hacia el fotógrafo, como buscando tocarlo. A continuación el texto de la misma:

Hoy conoceremos bajo el reflector a Abdullatif Muhammad Ahmad, uno de los mejores decoradores de interiores de este maravilloso país. Este sensible artista lleva una vida disciplinada. Pueden coordinar sus relojes con el suyo, pues siempre llega en punto de las 7 a.m. a la calle de los restaurantes y se acomoda en su lugar predilecto, junto a la oficina

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«Una vez me dio una hoja verde, no sé de qué árbol precisamente, y me pidió que la viera detenidamente y le dijera a qué me recordaba. Me rompí la cabeza y lo pensé muchas veces, pero no logré darle una respuesta. Me dejó reflexionando mientras fue a tomarse un té de Adani. Le daba un sorbo de vez en cuando, intercalando con miradas hacia mí. Finalmente se me ocurrió decir que la hoja era como el corazón de la humanidad, me sentí aliviada y mi cara brillaba de alegría. Supuse que esa respuesta sería de su agrado. Cuando terminó su té se puso de pie y volteó a verme con una mirada inquisitiva. Llegó a la conjetura de que había dado con la respuesta y se acercó a mí, pidiéndome que hablara con un gesto de la mano. Cuando escuchó mi respuesta levantó las cejas, se talló la nariz y me dijo que estaba equivocada. «¿Cuál es, entonces, la respuesta correcta?», le pregunté. Tomó mi mano y me explicó con su dedo


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de correos, para llevar a cabo las tareas del día. Presenciando cómo se apropia de su banca, uno tiene la impresión de estar frente a un águila que se posa desapercibida en lo alto de una montaña o frente al gobernante de un reino que va más allá del débil conocimiento humano. Pasa el día y parte de la noche pegado a ese venerable trono, como si para él ese fuera el centro de creación, un pulcro espiritual preservado del absurdo que gira a su alrededor. Es un lugar fijo, quieto, siempre presente y que no osa mezclarse con las convenciones terrenales ni con las actividades rutinarias de la gente ordinaria. Nos solicita a mí y al fotógrafo que le mostremos nuestras acreditaciones de prensa antes de iniciar la entrevista. Afortunadamente yo cargo con la mía, la cual lee detalladamente antes de devolverme. Cruza las piernas y se queda viendo a un punto fijo en el horizonte mientras rememora un vívido pasado que me cuesta trabajo creer a pesar de sentirme relacionado con él. «Soy Abdullatif Muhammad Ahmad Bilbiid y nací en 1958 en el distrito de Hadremawt. Me crie huérfano en casa de mi abuelo. A la edad de diez años mi tío me llevó consigo a Abu Dhabi, pero después de algunos meses murió y mi tía me echó a la calle. Corrí con suerte, pues una familia maronita libanesa me adoptó, tratándome como a uno de los suyos. Finalmente pude experimentar una vida digna. Tuve una educación muy enriquecedora, como jamás la imaginé; fui a escuelas francesas, aprendí a dibujar, a tocar el piano, a bailar y a hablar francés, inglés y español. Solíamos pasar las vacaciones de verano en Beirut hasta que estalló la guerra civil en 1975 y empezamos a vacacionar en diferentes países europeos cada verano. La riqueza de mi familia me permitió viajar alrededor del mundo, he cruzado el Atlántico en una decena de ocasiones y recorrido el continente americano otras tantas, de norte a sur, país por país. He visitado Chile, conozco las calles de Santiago tan bien como este café, porque viví ahí por dos años en casa de mi hermanastra libanesa. Intenté estudiar ingeniería civil ahí, pero no me gustó, así que me fui a París para estudiar diseño de interiores. «Viví con mi familia libanesa durante diecisiete años, deleitándome con todos los placeres terrenales y accediendo a lujos nunca pensados. El dinero caía en mis manos, como venido de cofres sin fondo. Probé los mejores vinos que ofrece el mundo y no hay raza, color o nacionalidad de mujer que no haya tenido el gusto de conocer en la intimidad. Tan sólo en Chile tuve veinte novias, cuyas fotografías todavía conservo y que, cuando muera, me acompañarán a la tumba. Las mujeres chilenas


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son las únicas que permanecerán en mi corazón por siempre. Cuando murió mi padre adoptivo mi familia decidió emigrar definitivamente a Europa, así que los dejé y me involucré en el mundo de los bienes raíces, en el cual rápidamente me hice de un nombre al tiempo que ganaba una fortuna. «Me he casado en dos ocasiones. Mi primera esposa era francesa, una reina de belleza de Niza con la que sólo estuve un año. La segunda era egipcia y viví con ella tres años antes de divorciarme. El destino me jugó chueco y terminé en prisión; después de mi liberación me deportaron de Abu Dhabi a Yemen, eso sucedió a principios de los noventa. Las relaciones entre ambos países estaban tensas por la ocupación iraquí de Kuwait. Durante todo mi tiempo en Abu Dhabi, Yemen nunca estuvo en mis pensamientos y nunca se me ocurrió regresar ahí. «Nunca me desesperé; al contrario, traté siempre de salir avante. Invertí el dinero que gané en los Emiratos por mi contrato en bienes raíces y logré ganar una de las mayores ofertas públicas anunciadas en aquella época por el banco. Mis competidores querían hundirme, pero a pesar de tener cerca de $800,000 dólares en el banco no pude (y hasta la fecha no he podido) tener acceso a ese dinero para hacerles frente. Mi ánimo decayó aún más con la guerra civil de 1994, eso me puso los pelos de punta, sufrí del síndrome de ditransmisión cerebral, una rara condición médica sobre la que la ciencia poco sabe. Cuando me enfermé, mis células nerviosas enviaron impulsos al espacio, llevando consigo cada pensamiento y habilidad que poseía, siendo capturadas en el espacio por seres con aparatos especiales. Las utilizaron para espiarme y prevenir que alcanzara lo que deseaba. Luego sus malvadas señales atacaron mis células cerebrales con ondas, intentando destruirme y convertirme en un criminal para perpetrar actos bestiales. Me hicieron esto porque me rehusé a convertirme en su seguidor y llevar a cabo sus órdenes. Querían terminar conmigo como fuera posible. He sufrido esta enfermedad a lo largo de los últimos diecisiete años. Cada vez que lo intenté, estos seres impidieron que me ganara la vida de forma decente; lucharon en mi contra cada vez que busqué trabajo. Incluso ahora, clientes potenciales son alejados bajo el argumento de que sufro de una enfermedad mental. A pesar de todo esto, todavía estoy en control de mí mismo y de mis facultades mentales. «Son la escoria de la creación, su desecho y podredumbre. Lo reto a encontrar alguno honorable dentro de ese grupo. Y le puedo asegurar que no soy la única persona en este país que se ha visto desprovista de


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su riqueza. Esto no es una cuestión personal, sino relativa a todos y cada uno de esos pobres infelices que han visto perder el dinero que por derecho les corresponde. ¿No le corresponde a todos los que están ahogados en deudas un poco de la bonanza petrolera? Mi problema es que llevo a cuestas la carga de las preocupaciones de todos, y eso me quita el sueño. Envían mensajes a mis nervios a lo largo de toda la noche. Apenas si puedo dormir una noche por semana. «Opresión, injusticia y criminalidad eran términos sobre los que había escuchado, pero con los que no estaba familiarizado. En lo que a mí respecta eran solamente palabras que aparecían en las películas o que formaban parte del diccionario. Pero desde que volví las he encontrado incrustadas en la realidad; las he sentido en cada recoveco de este país. ¿Hay alguna caída más calamitosa que ésta? Esta escoria criminal ha convertido al país en un basurero sin fondo, en un mercado donde todo está a la venta».

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En esta ocasión el emisario del banco fue directamente con Abdullatif. Lo encontró en el café, bebiendo sus penas. Lo abordó sin intermediarios y le dijo que el gerente del banco había leído su entrevista en el periódico y quería resolver un asunto pendiente relativo a su cuenta. El decorador de interiores lo miró despectivamente de arriba a abajo y le pidió que le enseñase su tarjeta de presentación. El emisario sacó de su portafolios Samsonite una tarjeta de presentación color rosa que sirvió para confirmar lo que había dicho con antelación. Con una voz amenazante y ronca, el decorador de interiores dijo:

«Entonces, ¿cuándo recibiré mi dinero?». «Lo recibirá tan pronto cumpla con una condición». «¿Qué condición?». «Necesitamos que cometa un crimen. Solamente uno. Después puede venir al banco y disponer de sus $800,000 dólares». «¿De qué está usted hablando? ¿Acaso está loco?». El emisario sacó un sobre negro de su portafolios Samsonite y removió su contenido. «Mire, señor Abdullatif, aquí hay un cheque por $800, 000 dólares al portador. Si cumple con nuestra única condición puede presentarse en ventanilla y el dinero será suyo.


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café; tomando al decorador de interiores por sorpresa, agarró su copa y le echó la bebida caliente en la cara. Inmediatamente se enroscaron como gallos de pelea. La policía llegó en tiempo récord a instancias del gerente de banco. Uno de los oficiales vació un líquido rojo sobre la cabeza del loco, logrando que pareciera haber perdido la conciencia. Esposaron al decorador de interiores y lo llevaron a la comisaría, mientras que a su loco adversario lo llevaron en ambulancia al hospital. Poco tiempo después, al decorador de interiores se le imputaron cargos por intento de homicidio, lo cual implicaba hasta diez años de prisión. El decorador de interiores pasó diecisiete meses en prisión. Olvidó cómo era la luz del sol, los tiempos felices que había vivido. Su celda era estrecha y estaba atiborrada de ladrones, violadores y matones. La experiencia lo cambió por completo; el pelo se le llenó de canas, su espalda se jorobó, la barba le creció y su cuerpo se convirtió en nada más que piel y huesos. El gerente de banco consideró entonces que era el momento oportuno para poner a su emisario en acción.

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Aquí también tiene la lista de diecisiete crímenes que hemos seleccionado; su trabajo consiste en elegir uno». El decorador de interiores se quitó los lentes de sol y miró atentamente la lista en la hoja azul, leyéndola para sus adentros. El emisario observó cómo la cara del decorador de interiores se puso de color rojo, como si alguien le hubiese tirado un chorro de aceite hirviendo; todo su cuerpo temblaba de coraje. El estómago del emisario se derritió de miedo cuando el decorador se puso de pie como un gigante y rompió en pedazos la hoja de papel azul sobre su cabeza. Comenzó a gritar como loco, reprendiendo al banco, a los bancos de todo el mundo. De repente una cacofonía de silbidos y gritos proveniente de cada esquina se alzó sobre la calle de los restaurantes, convirtiéndola súbitamente en un energúmeno volcán de farfullo. El emisario salió a toda prisa y tropezando, humillado por la escena, casi cayendo de sopetón en el intento. La humillación sufrida por su emisario no pasó desapercibida para el gerente de banco; sin embargo, decidió intentar de nueva cuenta por otros medios. Un loco se apareció en el


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Uno de los días de visita, el emisario llegó a la cárcel con su portafolios Samsonite bajo el brazo, reiterando la oferta previa y enterita a Abdullatif. En esta ocasión el decorador de interiores no estalló iracundo, su expresión ni siquiera cambió, estaba tan impasible como un ídolo de piedra. El emisario lo agarró de su corbata rosada y le advirtió: «Hemos quemado tu expediente, eso quiere decir que tienes dos opciones. O te sacamos de aquí con una llamada o te refundimos aquí el resto de tus días porque ante los ojos de la ley no serás nada más que un criminal sin delito». Pasó un momento de silencio, como si se tratara de un velorio, tras el cual el decorador de interiores despertó de su ensimismamiento y dijo: «Un día la verdad saldrá a la luz». El emisario rio tan fuerte que escupía sin cesar. «¿La verdad? Qué ingenuo eres, amigo, la verdad vale lo que estamos dispuestos a pagarte. Nosotros, los dueños del dinero, tenemos los derechos de propiedad sobre la verdad que codicias. Tienes que entender que la verdad está en el bolsillo

de cada uno. Tu bolsillo está vacío y el mío está lleno, así que la verdad no te pertenece a ti sino a mí». El decorador de interiores estudió durante algún tiempo los dedos cortos y delgados del emisario antes de volver a hablar, con detenimiento: «Quiero saber qué crimen he cometido a los ojos de tu jefe». «Tu crimen es que no has cometido crímenes en lo absoluto». «¿Por qué entonces tu patrón insiste en convertirme en criminal?». «Porque está empeñado en darte lo que por derecho te corresponde, los $800,000 dólares, pero solamente si demuestras merecerlos». «¿Merecerlos? Mancharse las manos con sangre inocente, ¿a eso llamas merecerlos?». «Mi jefe es un filósofo con una perspectiva única. Ha desarrollado toda una nueva teoría moral, tú eres uno de los casos de estudio en los que está trabajando». «¿Yo?». «Sí. En resumidas cuentas, la teoría dice que el hombre se conduce por la vida de una manera criminal, como un depredador


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sí mismo, como avergonzado, y dijo trémulo: «¿Tiene un cigarro?». El emisario sacó un paquete de su bolsillo, tomó uno y lo encendió. Luego hizo lo mismo para el preso y se lo pasó a través de las rejas. El decorador inhaló el humo con gran placer, gimió orgásmicamente. Cuando hubo terminado, le pidió al emisario la hoja de papel azul en donde estaba escrita la lista. El decorador de interiores apareció al día siguiente, recién rasurado y con traje nuevo, en la calle de los restaurantes. La gente notó que había envejecido y caminaba ahora encorvado. Preguntaron dónde había estado todos estos meses, pero no obtuvieron respuesta. El invierno llegó y fue amargamente frío. Mucha gente evitó salir de casa antes del amanecer. Los habituales de la calle de los restaurantes cuchicheaban unos a otros sobre la trágica muerte de la limosnera lisiada desde su juventud. Había sido encontrada a primera hora, bocabajo, en una terraza de piedra cercana a la oficina de correos, con un hilito de sangre saliendo de la comisura de su boca. Se decía que había sido envenenada.

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en la selva, con el propósito de obtener sus títulos materiales y morales dentro de la sociedad. Y dado su récord criminal se convierte, por definición, en un buen ciudadano». «¿Eso quiere decir que el mejor ciudadano tiene que ser el peor de los criminales?». «Precisamente». «¿Y si uno rechaza esta teoría tajantemente puede conservar su inocencia?». «En dichas circunstancias, a uno no se le considera buen ciudadano. Uno sería inevitablemente clasificado como un criminal que ha perpetrado el peor de los actos, no haber tenido el coraje suficiente para cometer un crimen». «La moralidad de su jefe es tortuosa». «Al contrario, es muy franca. Una vez que la adopte la verá de la misma manera». El decorador de interiores guardó silencio, ponderando el asunto de forma profunda. El emisario fue paciente, no quería interrumpir el hilo de pensamiento del prisionero que parecía haber abandonado esta vida detrás de la reja metálica. Los rayos del sol comenzaron a descender, el decorador de interiores se agitó. Se abrazó a


Siria

He venido para indicarte el camino* Osama Esber

M

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ira su imagen por la mañana y se forma en la mente paisajes de una zona lejana: montes cubiertos de junglas, casas de concreto atrincheradas como si tuviesen miedo de la naturaleza y sus probabilidades; gente desconfiada. Sus labios murmuran, sus cabezas se dirigen hacia arriba donde aparecen la montaña sagrada y sus ramificaciones que descienden hacia un valle donde se construyó en un extremo una nueva fortaleza que revive la imagen de la antigua ciudadela en la que habitaron antepasados que permanecen presentes como un tótem en el que se apoya todo el mundo, incluso durante la máxima realización individual.

Revisa las otras imágenes, vuelve a centrarse en ideas que cruzan con el pasado, que han variado desde su nacimiento para alcanzar su forma actual. No desea profundizar en mimos ni posibilidades confirmadas. Todo se mueve hacia el futuro. ¿Por qué el pasado? ¿Por qué sus personajes y sombras? ¿Qué queda de esos tiempos que pueda alimentar al espíritu preocupado y hambriento? Esto es lo que intenta defender, confirmarlo y predicarlo a su manera. Sin embargo, todos se aferran a los momentos en los que otras personas atravesaron el tiempo y separaron los planetas de sus discrepancias. Les dijo que se trataba de una discrepancia pasajera. Creaba alergias impuestas por el tiempo de aquel entonces. Para él la palabra no

74 * Traducción de Nahi Alech


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Al Zahir por Samir Malik

ya habían ocupado la falda de la colina como si la luz hubiese terminado de conquistar el mundo. Su mente es una hoja en blanco que necesita alguien que escriba en ella. En una edad como ésta, las cosas al igual que el tiempo no tienen valor. El cuerpo se lanza en todas las direcciones y crea la química de su presencia, se fija en los detalles, pero no espera que el pequeño

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tiene historia y si la tuviese no importaría porque es biólogo como la historia de su cuerpo. La mañana tiene preguntas también, con ella despiertan los colores y sonidos, se abre el horizonte. La ventana de su casa mira hacia una colina desértica, atravesada por gran número de cables de electricidad y teléfono. Cuando se dio media vuelta para echar un vistazo, los rayos del sol

Al Zahir: El Manifiesto, uno de los nombres de Alá


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descuido provoque averías o fisuras. Necesitaba de todos los segundos para regresar a su conflicto con las palabras, y fracasaba en llegar a expresiones que quería para sus libros. Sabe que ahora el libro está desterrado a pesar de su reproducción en números supersticiosos y un diálogo nulo. Muchas veces creaba otros personajes partiendo de su imagen y cambiando sus rasgos como la edad, el color de los ojos o el cabello. Era en sí mismo fuente inagotable de todos sobre los que hablaba en sus obras. Ella no pensaba que algún día habría de cambiar de esta manera. Todos aquellos a quienes amaba deseaban su cuerpo y viceversa, no le era muy claro por qué el ser humano no anuncia la identidad de sus deseos innatos. Cuando le dijo te amo acudió a las palabras; él no intentaba sondear sus profundidades porque ella pudo expresarse con éxito, por lo que no le aparecieron puntos débiles a través de los cuales pudiera introducir nuevos efectos. Más tarde supo que le faltaba madurez interna y que se asombraba con las personas, incluso las falsas. Parecía como si necesitara de algún tipo de reconocimiento que confirmara su

presencia o despertara un interés continuo que le otorgara lo perdido durante la infancia. Tenía un espacio que él no pudo llenar. Resistió el deseo de encender un cigarrillo y volvió en la memoria a la cafetería que mira hacia el pueblo, las casas ahí dispersas de forma aleatoria según la distribución del terreno de construcción. En la lejanía aparece una fortaleza rodeada por superficies vacantes y delante de él su cara de siempre. No encontraba el motivo por el que su cara resultaba familiar; a veces le parecía de una dureza oculta debajo de la piel, alguna preocupación, una sensación de miedo producido por una reacción que asecha y sólo aparece en momentos determinados. Sale de su memoria y echa un vistazo a través de la ventana para ver la colina totalmente cubierta de luz. Vuelve con su mirada hacia el interior de la habitación y se ve sentado en una mesa. En este momento cruza ante sus ojos la imagen de una escultura de Azerbaiján, otra de África, una copa antigua y palillos de incienso que ella trajo y se olvidó de encender, mientras que él no pensó hacerlo porque el incienso le recuerda a los mausoleos.


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con llanto. Cuando llegó estaba pálida, no la reconoció. Sintió aquel vacío entre los dos. No entendía aquel cambio rápido y extraño. Ella le contó todo, según dijo, pero sus palabras ocultaron muchos detalles que hubieran bastado para explicar las cosas. Reconoció que se había equivocado desde que entró a la casa de los guardias del camino que le dijeron que ahí comenzaba la historia y que debía ponerse cierta ropa para recorrerla. Había visto a una persona de su trabajo que frecuentaba la habitación y sintió una mirada incómoda proveniente de unos ojos que emanaban odio. Eso lo confirmó cuando ella le dijo que le había pedido que la odiara. Debemos odiar para que se nos abra el camino. No viajó aquel día tal como lo tenía previsto. Volvió de la estación y acudió a una cita que le había concertado la persona que se presentó ante ellos para que reconociera los rasgos del camino. Cuando salió de la casa sintió miedo. Según dijo, le pidió que pasara la noche con él, pero ella no lo pensó dos veces, lo dejó y se fue a la estación. Subió con ella al autobús y la esperó hasta que llegó la hora de partir. Esa fue una de las contradicciones

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No notó ningún cambio en ella. Iba y venía sistemáticamente, llenaba la casa de flores, cambiando detalles; salía de los lugares comunes y descubría un caos guiado por la coordinación que sus retoques añadían al sitio. Cuando se marchaba, las cosas volvían a su lugar de siempre; entonces creyó que su presencia provocaba efectos en las cosas, tensaba lo habitual, abría las puertas a lo desconocido y creaba un nuevo ambiente en el cual los momentos llovían magia que a su vez reconstituía el cuerpo y el alma. Entonces despegaban nuevas sensaciones con las cuales cargaba las palabras. Necesitaba una presencia que le hiciera olvidar la decepción a la que conducían las palabras, a las que veía como un ejército de hormigas que cargaban las cosas a su guarida para almacenarlas. Entonces el mundo parecía vacío. Una noche tormentosa llegó a su pueblo y tocó a la puerta; cuando ésta se abrió todos se sorprendieron. Vestía ropa distinta, para los que eligieron el camino, un camino que forjaron expertos en el arte de la publicidad. Su familia no esperaba aquel extraño cambio. Cuando recibió una llamada suya aquella noche sintió un cambio en el tono de su voz, intercalada


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de su historia que él no quiso resaltar, evitando presionarla. Intentó culparlo, lo acusó de ignorarla, de no darle suficiente amor, lo que la hizo vulnerable a influencias externas. Él no dijo nada y al día siguiente todo volvió a la normalidad. El tiempo pasó como acostumbra hacerlo, a él se le olvidó lo sucedido y volvió a reinar la armonía. Algunas veces le hablaba del camino, de sus víctimas, sus guardias, sus pros y sus contras y del gran público que lo seguía. Le dijo que era una carretera abierta a la mente que conducía a la tranquilidad y a la aceptación, construida hacía mucho tiempo, pero que no llevaba a ninguna parte, no conllevaba solución alguna y absorbía los demás caminos. Ella acudía al silencio cuando terminaba él de conversar, no sabía si le gustaba su charla o no, prefería el silencio aunque lo llenara el habla, el habla que busca aliados en otros caminos sólo recorridos por individuos durante el sueño. Individuos cuyas palabras hacen una fuerte alianza con aquellos caminos, al tiempo que se conducen contra sus voluntades, convencidos u obligados, para andar un camino que nadie

sabe hacia dónde se dirige y que requiere un silencio perenne de la mente. Cada vez que venía, él notaba cambios en su tono de voz y en sus palabras, como si nuevas ideas salieran de su cabeza, hablando de los beneficios del camino. Lo sorprendieron sus convicciones. «Entonces estás lejos de mi camino. No te equivoques, no podría amar a otra persona, pero el camino es el que controla mis ideas». Le pidió que le hablara del camino. Dijo que conducía a la seguridad interna y que la protegía del miedo. A lo que él contestó que en su interior ella nunca sería más que una sirvienta de los guardias del camino. Los puentes entre ellos se derrumbaron, no le permitieron acercarse a ella, quien insistía en que andar por el camino requería pureza de algún tipo. Supo que la perseguían y que el camino por el cual la llevaban conducía a la cama, sintió que eran semillas de pequeños paraísos, que ellos tenían su camino, que adoraban la posesión y que todo el que caminaba ese camino formaba parte de sus propiedades. Ya le habían atacado intensamente, quemaron algunos de sus libros y amenazaron a las librerías que los distribuían. Pero no tenía


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Al salir ella de la casa, eligió una cinta de música, la colocó en el reproductor y alzó, cantando, la voz al máximo. El sonido de la música llenó la casa, eclipsó los cláxones de los carros y la voz de la gente en el exterior, borró su imagen del mundo y despertó en él deseos ocultos. Sacó papeles y comenzó a escribir hasta sentir un repentino agotamiento, apagó el reproductor de música y salió de la casa para dar una vuelta por las calles de la ciudad. Ella no volvió durante un mes completo. Él sintió que ella había elegido su camino, que caminaba en él sin desviarse, que se alejaba y no regresaría. «La ha absorbido la esponja, y tal vez la drenó y la tiró al lado del camino». Se imaginó una escena horrible que rápidamente sacó de su cabeza. Decidió partir de la ciudad por una semana para descansar del dolor punzante. Fue al pueblo y se encontró con algunos amigos y parientes. Conversaron sobre el camino, entonces sintió que todos estaban casi convencidos de que la única vía de salvación era ese camino. Se enfureció, atacando con intensidad sus ideas. Le respondieron que estaban aburridos del camino del

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miedo, ellos no representaban la verdad para él, lo mostraba la violencia tras la que se escondían. Ahora lo atacaban de nuevo pero desde dentro, desde el núcleo de su experiencia, alzándose con la victoria. Algunos amigos le pidieron que escapara. Le dijeron que lo iban a matar y que debía alejarse. Se rio burlón y dijo que no traicionaría los muchos caminos con los que soñaba y que sabía habrían de abrirse algún día, cuando los pies podrían elegir la dirección que llevara hacia ella. «Los caminos que busco y sueño, en los que entreno mis palabras para descubrirla, desaparecerán si me alejo», dijo. «Aléjense ustedes si ésa es su elección». Le pidieron distanciarse de ella, le dijeron que ella no se ausentaba de las reuniones de los guardias. «¿Cómo puedes fiarte de ella?». Nunca dudó ni un segundo de ella, ni siquiera le pidió que regresara las llaves de su casa. Un día ella llegó y comenzó a hablar sobre las ventajas del camino, pero cuando lo invitó a caminar en éste, él sintió un rechazo extraño. Le pidió que se alejara de él por un tiempo, que pensara en la elección entre los caminos de ellos y los de él.


desde mundos ocultos. Aunque no sintió esas manos sobre sus hombros, ni sus labios en el cuello, ni su cuerpo entre los brazos, ni el perfume dejando huellas en su camisa, ni el color de su lápiz de labios pintando su cachete. Él mantuvo su misma posición. Los pasos siguieron acercándose y se detuvieron detrás de él. Sintió un metal frío tocando su cabeza. Escuchó una voz que no era la suya diciendo al mismo tiempo que ponía la mano en el gatillo: «He venido para indicarte el camino».

La llamada por Samir Malik

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que él hablaba y de otros tantos iguales, caminos ambiguos, desconocidos y que no llevaban a ninguna solución. Volvió decepcionado del pueblo. Al menos en la ciudad todavía había gente que compartía sus creencias, podía sentirse seguro entre ellos. Al llegar a casa durmió una hora, luego se sentó a la mesa para escribir sus reflexiones sobre la visita. Antes de terminar la décima línea escuchó la llave dando vueltas en la cerradura de la puerta. Sintió tranquilidad nacida de las ganas que tenía de verla. La puerta se cerró de la misma manera de siempre, él escuchó esos pasos conocidos acercándose. Se estremeció como cuando ella se paraba detrás de él, apoyando las manos en sus hombros y besándole el cuello, extendiendo la muñeca para alejar los papeles y el bolígrafo de la mesa, y pidiéndole correr la silla hacia atrás para sentarse en sus piernas y susurrarle que le contara un cuento. Aunque eso no volvió a suceder después de que el camino se interpusiera entre ellos, separándolos y abriendo un vacío imposible de cerrar. «Finalmente regresó». Él sintió entonces que una flor se abría en su interior, emanando un aroma


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Mohannad Orabi (Damasco, 1977) se graduó de la escuela de Bellas Artes de la Universidad de Damasco en el año 2000. Sus enigmáticos autorretratos, ahora parte familiar del universo pictórico árabe, lo han convertido en uno de los más importantes artistas plásticos de su generación. Ha exhibido frecuentemente en el mundo árabe y en Estados Unidos, Europa y Asia, incluidas las siguientes ferias: Art Palm Beach, Miami International Art Fair y Scope Art Fair (en Basilea, Suiza). Sus exhibiciones individuales en la International Gallery Expo de China y en la feria Art Hong Kong en 2009 despertaron un notable interés en el circuito internacional.


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Ahmad Moualla (Damasco, 1958) es considerado uno de los pilares del

movimiento posmoderno del expresionismo sirio. Su obra posee fuertes influencias líricas y mezcla de forma única la personificación y la interpretación. Graduado de la escuela de Bellas Artes de la Universidad de Damasco, Moualla continuó su formación en la Ecole Nationale Superieure des Beaux Arts de París, Francia. A lo largo de su prolífica carrera ha participado en numerosas exhibiciones en lugares como Dubai, El Cairo, Estambul, París, Bahrain, Kuwait, Viena y Berlín, entre otros. Desde 2007 su obra forma parte del catálogo de subasta de arte contemporáneo árabe de la casa Sotheby’s. Fue reconocido con el premio al mérito artístico Al Burda en los Emiratos Árabes Unidos.


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• Acrílico sobre tela, 120 x 100 cm, 2010

Acrílico sobre tela, 95 x 95 cm, 2010


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AcrĂ­lico sobre tela, 2007


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AcrĂ­lico sobre tela, 90 x 200 cm, 2009


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AcrĂ­lico sobre tela, 40 x 80 cm, 2010


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AcrĂ­lico sobre tela, 60 x 60 cm, 2010


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Acrílico sobre tela, 80 x 80 cm, 2010

Acrílico sobre tela, 180 x 50 cm, 2010


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AcrĂ­lico sobre tela, 200 x 200 cm, 2008


Naghib Mahfuz

E

n el café La Felicidad hay muchas cosas interesantes. Una de ellas, Pimienta, un chico de doce años o poco más. Su verdadero nombre es Taha Sanqar, pero se le conoce por Pimienta. Está en el café desde las primeras horas de la mañana hasta la noche, para acercar la candela a los que quieren fumar un narguile.

Ya se sabe que los motes no son injustificados, pero éste está especialmente bien puesto: el muchacho es vivo, ágil, acude como una avispa antes de que el cliente haya acabado de llamarle. No para en todo el tiempo de moverse ni de hablar. Trabaja allí desde hace un año por una piastra al día, además de su narguile, y una taza de té por la mañana y otra después de la comida. Con esto está más que satisfecho. Se siente orgulloso cada vez que piensa que se gana el sustento y puede disponer de una piastra; así que, como él dice: «Yo, feliz y contento». No por eso cree que está todo hecho. Su meta inmediata está en el día en que el patrón le autorice a llenar y servir los narguiles, trabajo que supone el ascenso de chico a mesero… después… ¡quién puede predecir adónde llegará! Consecuente con su ambición, ejercita sin parar sus cuerdas vocales, voceando las consumiciones. Y es que en un café popular una buena garganta es tan importante como en una academia de canto. Una de las cosas que más le gustan a Pimienta del café La Felicidad es la tertulia de estudiantes que se reúne allí las tardes de los días de fiesta y en vacaciones. Se acomodan en un rincón. Charlan. Juegan al chaquete. Beben té y jengibre. Son personas del pueblo, pobres, igual que los demás clientes, pero los estudios se les han subido a la cabeza; se sienten superiores y mantienen las distancias. Han dejado de vestir el yillab, aunque alguno siga llevando calzado de madera. * Traducción de María Jesús Viguera y Marcelino Villegas

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Pimienta*

Egipto

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Se reúnen a pasar el rato. Mientras sorben su té o su jengibre, uno cualquiera de ellos lee en alto un periódico vespertino. Los otros lo escuchan. A continuación se lanzan a comentarlo y discutirlo larga y apasionadamente. Una tarde, Pimienta entendió por primera vez lo que decían, y se llevó una gran alegría. Acababan de leer, entre otras cosas, la noticia del juicio incoado contra un alto funcionario acusado de corrupción. Automáticamente se encendieron los comentarios… —¡Éste ha caído en manos de la ley por casualidad. Hay otros muchos que deberían estar en la cárcel, pero la justicia hace la vista gorda! … Y fueron haciéndose más directos y menos contenidos: —¡El mal no está sólo en los funcionarios; hay otros… ya me entienden, peores, y todavía más canallas. En este país, si estuviera bien equilibrada la balanza de la justicia, estarían llenas las cárceles y vacíos los palacios! Rivalizaban en sacar a relucir nombres, en despellejarlos y en rebozarlos por el lodo, con voces alteradas, fuera de sí: —¡Fíjense en fulano, sin ir más lejos… ¿saben cómo ha amasado su inmensa fortuna?... (Y acto seguido enumeraban los atropellos y los robos con que

había conseguido hacer dinero. Se daban tantos detalles que parecía estar contándolo el propio secretario o administrador del interesado.) No dejaron de hacer la disección de ningún personaje importante. Las vidas se interpretaban a gusto del consumidor. Se barajaban defectos. La frase que servía de trampolín era: —¿Y saben cómo ha amasado su fortuna fulano?... Todo lo demás salía después. Uno de ellos concluyó, furibundo: —¡En este país el robo está permitido! Pimienta entendió la frase sin dificultad, aunque había sido dicha en lengua culta. Le gustó. Una pasión enterrada revivió en su interior: ¡Qué bien suena eso de que éste es un país de ladrones! ¡Caramba, de modo que el robo está permitido aquí! Pimienta lleva lo de robar en la sangre; ha sido criado a pechos del robo. Es a lo que está acostumbrado desde la cuna: su madre, que trabaja como vendedora de manzanas, se dedica en los ratos libres a encontrar alguna que otra gallina perdida, y su padre, el tío Sanqar, vendedor ambulante de cacahuates, es muy aficionado a llevarse la ropa tendida en los patios, y tiene una habilidad especial para escurrir


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le chilló agriamente que se callara y acabó pegándole una bofetada. Al despertar a la mañana siguiente, Pimienta había olvidado el día anterior, como si hubiese nacido de nuevo. Se fue para el café, con su paso rápido, sin distraerse. No era la primera vez que metían a su padre a la cárcel.

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el bulto. A pesar de todas estas ayudas, la familia no prospera. Aquella noche tuvo un final desagradable para Pimienta. Cuando volvió a casa, mejor dicho a la habitación donde vivían todos, encontró a su madre levantada todavía, preocupada y desconsolada, rodeada de sus hijas, llorosas. El chico se asustó al encontrarse con aquello. Antes de darle tiempo a preguntar, su madre le explicó: «Un policía se ha llevado a tu padre». Pimienta comprendió la situación. Se acercó a su hermana mayor, y ésta le dijo algo más: que lo habían denunciado por robar unas camisas y unos calzones, y que se lo habían llevado a la comisaría. Después de un momento de silencio, añadió que, por lo menos, tenía cárcel para unos cuantos meses o quizá años. Pimienta no veía a su padre casi nunca: por la noche ya estaba dormido cuando éste volvía de sus vagabundeos, y por la mañana salía para el café antes de que su padre se hubiese levantado. A pesar de esto, contagiado por el ambiente, se puso triste y lloró. De pronto recordó lo que había oído por la tarde y se acercó a contárselo a su madre: que el país estaba lleno de ladrones, que el robo era legal… La mujer no estaba para fantasías; lo apartó,


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Washington Irving y Florián Rey: Cuentos de la Alhambra Estrella Asse

Grata la voz del agua a quien abrumaron negras arenas, grato a la mano cóncava el mármol circular de la columna, gratos los finos laberintos del agua entre los limoneros, grata la música del zéjel, grato el amor y grata la plegaria dirigida a un Dios que está solo, grato el jazmín. Jorge Luis Borges

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s común identificar a Washington Irving como uno de los pioneros de las letras estadunidenses. La peculiaridad de sus relatos, la sobria escritura de sus ensayos y las anécdotas que contienen sus biografías, lo colocaron a la cabeza de la nueva generación de escritores que sobresalieron en el panorama literario del siglo xix. Predecesor de Edgar Allan Poe y Nathaniel Hawthorne, muy pronto esta típica triada de cuentistas habrían de impulsar el género más allá de su frontera geográfica, logrando así su plena autonomía.


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analítica y descriptiva; se incorporó con éxito en los periódicos y revistas inglesas desde el siglo xviii para dar a conocer sucesos o aspectos culturales; por ejemplo, experiencias de viajes. Descendiente directo del ensayo, el sketch se nutrió también del periodismo, aunque, al paso del tiempo, se combinó con recursos imaginativos y no sólo documentales, al estilo de cuentistas que lo cultivaron, como Prosper Mérimée, Ernest Theodor Hoffmann o Poe mismo. A tono con el espíritu romántico de su época, Irving siguió alimentando ese género a través de los largos viajes que emprendió por distintas partes del mundo, que fueron

cinescritura

Con la publicación de The Sketch Book of Geoffrey Crayon (1820), traducido al español como Libro de apuntes, Irving popularizó el género del sketch en esta colección, mezcla de cuentos y ensayos. Con el seudónimo de Geoffrey Crayon, el autor imprimió un original estilo en los cuentos más famosos que incluye, como «The Legend of Sleepy Hollow», («La leyenda del jinete sin cabeza»), versión que Tim Burton adaptó a la pantalla en 1999, o «Rip Van Winkle», que se inspiró en la antigua leyenda de los durmientes de Éfeso. El sketch se distinguió de otros géneros narrativos breves por su naturaleza anecdótica,


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ingredientes fundamentales de otras colecciones; en ocasiones, con base en su diario personal (Extracto de las notas del diario de Washington Irving, 1928) o fruto de los países que visitó (Cuentos de un viajero, 1824). Su permanencia en Europa por más de quince años y el prestigio literario que adquirió lo acercaron al núcleo diplomático de los Estados Unidos en el extranjero. En su larga estancia en España, recibió la oferta del embajador de su país para ocupar el puesto de investigador residente y con ello la tarea de profundizar en el pasado del descubrimiento de América. Estudioso incansable de la historia y la literatura española, Irving se convirtió en un hispanista reconocido, hecho que aumentó su prolífica carrera con publicaciones que le merecieron el cargo de embajador de su país en España. Tras la aparición de Historia de la vida y viajes de Cristóbal Colón (1828) y de Crónica de la conquista de Granada (1929), cuyas ediciones circularon de manera continua en múltiples traducciones, con Cuentos de la Alhambra (Tales of the Alhambra, 1832) consolidó el curso de publicaciones en las que puso de

relieve el trasfondo histórico de la cultura árabe en su larga estadía en la península ibérica. De su etimología Al-Hamrā, diminutivo que se adaptó del nombre completo, Qal᾿alhamrā (fortaleza roja), el imponente conjunto del palacio, ciudadela y fortaleza, enclavados en las colinas que rodean Granada —capital en otros tiempos del emirato islámico en España— la Alhambra es el legendario reducto oriental que se edificó entre los siglos ix y xiv y que transformó parte de su fisonomía, luego de la unificación religiosa impuesta por los reyes católicos, Fernando e Isabel, en 1492, coyuntura que plasma Irving en su escritura: «Tal es la Alhambra: una roca musulmana en medio de tierra cristiana; un elegante recuerdo de un pueblo valeroso, inteligente y artista, que conquistó, gobernó, floreció y desapareció». Pero el deseo de Irving traspasó las altas murallas de la fortaleza morisca; en su texto anidan relatos que evocan un legado que no sólo remite a su esencia histórica, también cohabitan en una suerte de arquitectura poética que traza una guía a los íntimos rincones de la


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del príncipe Ahmed», «El astrólogo árabe» o «La leyenda del soldado encantado», igual que anima habitaciones, salones y patios que el autor recorrió: reminiscencia de los antiguos fundadores nazaríes y anexión de crónicas de hostiles recuentos de destrucción y muerte que se leen en «Mohamed Ibn Alahmar, el fundador

cinescritura

imaginación. Afín a los orígenes de los cuentos orales, los tales preservan sus recursos folclóricos, su naturaleza híbrida que fluctúa entre los episodios inverosímiles de las leyendas y la realidad que los circunda, entre el contenido objetivo y la presencia de un nuevo narrador que reactiva la expresión popular que perpetúa el sentido de su conservación: valor de un rico bagaje que rejuvenece al liberarlo de las ataduras del pasado, tradición que cruza los tiempos y se resignifica en el encuentro de Oriente y Occidente. En ese universo narrativo, que se compone de casi cuarenta relatos, Irving es historiador y hombre de letras, conjuga la magia orientalista de antiguas historias, como «La leyenda


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de la Alhambra»y en «Yasuf Abul Hagig, el finalizador de la Alhambra». El azar que impulsó el paso del viajero grabó en sus palabras el inicio de la aventura que lo aguardaba, «para el viajero imbuido de sentimiento por lo histórico y lo poético, tan inseparablemente unidos en los anales de la romántica España, es la Alhambra objeto de devoción como lo es la Caaba para todos los creyentes musulmanes»; descanso o regocijo que alimentó su fantasía «con dulces quimeras y gozando esa mezcla de sueño y realidad que consume la existencia… murmullo de las cascadas de agua en la fuente de Lindaraja», matices melancólicos que vislumbran el punto final de su trayecto: «Un poco más, y Granada, la vega y la Alhambra desaparecieron de mi vista. Así terminó uno de los más deliciosos sueños de una vida que tal vez piense el lector estuvo demasiado tejida de ellos». Después de Irving, vendrían oleadas de visitantes de otras nacionalidades, escritores que abrevarían de sus páginas las emotivas vivencias del autor entrelazadas en la secuencia de sus historias, amoldables en su forma y contenido; de igual

manera, accesibles como piezas independientes que se extraen sin afectar la totalidad que unifica el marco que las encuadra. Tal estructura elástica existe como célula de un trabajo extenso que se desgaja de su unidad central y puede ser expandible en el fluir de imágenes que fueron materia prima de adaptaciones cinematográficas. Entre otras, la película homónima del libro de Irving, Cuentos de la Alhambra (1950) del director español, Antonio Martínez Castillo, mejor conocido como Florián Rey, que había consolidado su carrera con una producción importante que incluye títulos como La aldea maldita (1930), la cual marcó la transición del cine mudo al cine sonoro en España. Con la idea de crear un cine español comercial que recreara temas populares, el director realizó la trilogía, La hermana San Sulpicio (1934), Nobleza baturra (1935) y Morena Clara (1935), como señala Agustín Sánchez Vidal, afín a su idea de hacer un cine costumbrista que reflejara el folclore y el arraigo a la música tradicional española. La compleja transformación técnica del audio y las innovaciones tecnológicas provocadas


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La presencia de artistas de la canción andaluza y una trama de carácter cómico o melodramático lograron películas que impactaron principalmente en públicos de bajo nivel cultural. Los nombres de Juanita Reina, Lola Flores, Carmen Sevilla y otros fueron recurrentes en escenas que se reprodujeron en más de ochenta películas de ese periodo. No en vano Rey dijo que el cine español tenía la obligación de orientarse hacia América y mostrar a su audiencia un cine apegado a sus raíces folclóricas, donde hubiera «mujeres morenas y música española». Siguiendo el esquema común de otras películas —rodaje en locaciones andaluzas, aparición de gitanos y delincuentes anónimos, ambientaciones regionales y personajes de rangos o ámbitos sociales opuestos— la adaptación de Cuentos de la Alhambra significó la recuperación de un libro entrañable que divulgó la cultura hispana en el resto de Europa y en América. A modo de preámbulo, Rey caracteriza a Irving en su natal Nueva York en 1830 y lo convierte en el narrador que desarrolla la trama en retrospectiva. Asimismo, interviene en

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por el desarrollo de la industria fílmica, sobre todo en los Estados Unidos, fueron determinantes para Florián Rey, quien viajó a Francia para familiarizarse con novedosos sistemas en auge en aquella época; su estancia en ese país durante tres años le valió una contratación como director de doblajes en la sede francesa de los estudios Paramount. El ascenso de su carrera disminuyó en el transcurso de la Guerra Civil y buscó en Alemania estudios cinematográficos con la idea continuar los éxitos hasta entonces obtenidos. Sin embargo, a su regreso a España, enfrentó un público muy distinto al de la preguerra. Hacia finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta, las películas de Rey tuvieron poca aceptación y marcaron un declive definitivo en su trayectoria. A pesar de que Cuentos de la Alhambra fue calificada por algunos críticos de «fantasía exótica», su realizador conservó en la película elementos estéticos que habían emparentado trabajos anteriores. Rey siguió la línea de los musicales folclóricos —o españoladas— un género, según Marvin D’Lugo, que alcanzó en la primera mitad de los años cincuenta su mayor expresión.


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algunas escenas como consejero que ayuda a los personajes a resolver intrincadas situaciones, pues fue su pluma la que les dio «cuerpo y alma». Aunque el título de la película sugiere una adaptación global respecto de su origen literario, el hilo conductor se apoya especialmente en el cuento «Leyenda del gobernador y el escribano», una recreación completa de las esferas sociales en pugna constante. Los núcleos de poder se dividen entre un gobernador militar que defiende la autonomía de la Alhambra y el corregidor de Granada, quien busca incrementar su dominio en esa región. Alrededor de ese conflicto se añaden los incidentes de una pareja de enamorados que desafían la autoridad; las pericias de la astuta joven, que protagoniza Carmen Sevilla, se enlazan a una intriga en la que no falta el tono festivo de canciones y bailes que relajan la tensión y anticipan la conclusión de un final feliz. Florián Rey y Washington Irving interactúan desde ángulos distintos. El director reconstruye una parte del microcosmos en los sitios que el escritor conoció, reproduce en los diálogos el acento que emana de la

tierra que le dio cobijo, aprovecha el talento de una figura que supo proyectar el encanto de longevas historias que irradian en sus páginas. El escritor enriquece la perspectiva historicista, absorbe de los monumentos ruinosos una España que fue puente de comunicación entre dos mundos apartados entre sí, un testimonio que perdurará inscrito en los muros de la Alhambra, el sentimiento de una voz que se mantiene intacta.

Título: Cuentos de la Alhambra Año: 1950 País: España Duración: 114 minutos Director: Florián Rey Música: Jesús García Leoz Fotografía: Heinrich Gärtner

Reparto: Carmen Sevilla Mario Berriatúa José Isbert Nicolás D. Perchicot Carmen Sánchez Juan Vázquez


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Las matrioshkas de Rimsky-Korsakov Rebeca Mata Sandoval

L

a estructura abismada corresponde al desarrollo de una acción dentro de los límites de otra acción y la encontramos en la recopilación de cuentos árabes que conocemos como Las mil y una noches. El título de estos relatos lo conforman Los mil y un cuentos que proceden de Persia. La historia de Scherezada se añade más tarde.

La primera compilación moderna se publicó en El Cairo en 1835. Hasta 1704 se hizo la primera traducción al francés de estos relatos; posteriormente apareció la traducción al inglés de sir Richard Francis Burton como Arabian Nights. La idea del número mil corresponde a una cifra que tiene que ver con la infinitud. Nikolai Andréievich Rimsky-Korsakov (1844-1908) es el más joven del grupo de los cinco nacionalistas rusos. Su obra ofrece una exaltación del color y la tendencia a la fábula; de esta forma sus imágenes se vuelven inmateriales. La obra de un artista por lo general se nutre de sus experiencias. Así encontramos que el tío Piotr llevaba al niño Nikolai a todos los servicios religiosos del monasterio cercano; así, a temprana edad el pequeño aprendió de memoria las canciones de los campesinos y los temas religiosos. Al cumplir 12 años, ya había hecho cuatro viajes para visitar a un pariente que era almirante de la flota imperial, ya que la familia Rimsky-Korsakov


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estaba conformada por militares y marinos. Nikolai ingresó a la Escuela de Cadetes Navales y así se forjó una vida de navegante, sin abandonar la música. Pasó dos veranos a bordo de un buque escuela y en 1862 egresó de la Escuela Naval como guardia marina y fue destinado a la fragata Almas. Visitó Inglaterra, Estados Unidos, Río de Janeiro, España, Italia y Francia. Convertido en un profesional del mar, regresó a San Petersburgo tres años después. Allí estrenó una sinfonía que había compuesto durante sus largas travesías. El público se sorprendió al ver que un marino uniformado salía a recibir los aplausos. La Rusia de Rimsky es maravillosa en sus límites con el oriente, exótica. En el auge del interés por el Oriente y como un reflejo de sus propios viajes y un poco con el alma de Simbad, Rimsky-Korsakov compone Scherezada (1888). Su intención es la de ofrecer una serie de figuras de caleidoscopio, brillantes escenas orientales por medio del trabajo libre del material sonoro. Su trabajo se asemeja a un juego de matrioshkas que va encerrando una estructura dentro de otra. El compositor trató de no encauzar al oyente por ninguna

ruta. Los episodios que inicialmente se llamaban Preludio, Balada, Adagio y Final, acabaron teniendo una referencia a episodios en específico en los que el oyente crea sus propias referencias a partir de los títulos y del material sonoro. A pesar de su intento porque la obra no se vinculara a referencias concretas, pues en la segunda edición las suprimió, las indicaciones de su plan original se han mantenido en los programas hasta nuestros días. Así tenemos: 1. El mar y la embarcación de Simbad: Presenta las voces principales: la de Schahriar, que escuchamos en los primeros compases, y luego la de Scherezada en los solos de violín; estas voces darán continuidad y unidad a la obra entera, ya que aparecen en todos los números. En medio de ambas voces o temas, escuchamos el mar. Aunque podemos distinguir con claridad las cuatro partes en que se divide la pieza, existen motivos melódicos que unifican el movimiento. 2. Relato fantástico del príncipe Kalendar: Está constituido por un tema y variaciones que cambian en virtud de su acompañamiento y que narran la


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a través de la obra entrelazándose y mostrando diferentes características sin que correspondan a imágenes definidas. Sin importar los esfuerzos del músico, el solo de violín nos lleva a través de las cuatro escenas o historias como la voz de Scherezada, abriendo y cerrando o dejándonos en suspenso en medio del relato para pasar de un movimiento a otro. Al inicio de la obra, las olas nos arrastran junto con el barco de Simbad y nos sitúan en un escenario específico. Aunque no sepamos dentro de cuál de sus viajes nos encontramos, nos otorga la libertad de elegir nuestra propia aventura. Scherezada fue interpretada por única vez por Rimsky-Korsakov en 1890 en el Teatro de la Moneda en Bruselas. El éxito que tuvo no le pareció al compositor y prohibió que fuera interpretada o que se utilizara en un ballet. Sus esfuerzos resultaron insuficientes para contener el triunfo de la obra, que además de la enorme cantidad de interpretaciones, se convirtió en un ballet muy famoso.

pájaros en el alambre

historia de Schahriar cuando a su regreso de la guerra encuentra a su esposa con sus amantes en medio de una orgía. Un silencio anuncia la aparición del sultán. 3. El príncipe y la princesa: Es el movimiento más simple de la obra y se encuentra construido sobre dos temas de danza, uno sentimental y el otro voluptuoso. Al final recapitula el tema inicial para cerrar con languidez, semejando el sopor de los amantes. 4. Fiesta en Bagdad: El barco naufraga contra las rocas vigiladas por un guerrero de bronce. 5. Conclusión: Esta pieza cierra la obra mostrando el tema de Schahriar, Scherezada y la fanfarria que ilustra el naufragio, además de introducir nuevos temas. La estructura de la obra se parece más a la de una suite que a cuatro episodios separados, como parece haber sido la intención del compositor. Mantiene la unidad antes mencionada por medio de los temas y las voces del sultán y la princesa. Rimsky-Korsakov insistía en que la aparición de los leitmotivs sólo constituía material para el desarrollo sinfónico que aparece


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Wajdi al Ahdal (Sana, 1973) es autor de la novela El filósofo de la cuarentena, finalista del premio de Literatura Árabe en 2008. Mohammed Hassan Alwan (Riyadh, 1979) es uno de los autores sauditas más representativos de su generación. Ha publicado dos novelas y una colección de relatos cortos. Osama Esber (Latakia, Siria, 1963), poeta, novelista y editor, desde el 2004 publica la revista literaria de más renombre en Siria, Al-Fikr. A fines de los noventa participó en el Programa Internacional para Escritores de la Universidad de Iowa, Estados Unidos. Faïza Guène (París, 1985) nació en Francia de padres argelinos; escribió su primera novela a los diecisiete años, convirtiéndose en un éxito de ventas (360, 000 copias vendidas). Ha sido traducida a una decena de idiomas. Jabbar Yassin Hussin (Bagdad, 1954) es periodista; su filiación con el partido comunista iraquí lo hizo objeto de torturas durante el régimen de Saddam Hussein, hasta obligarlo al exilio en Francia, donde radica desde 1976. Su obra, compuesta por novelas, cuentos e historias infantiles, versa principalmente sobre la experiencia del exilio. Gassan Kanafani (Acre, Palestina, 1936-Beirut, 1972) es una de las principales figuras de la literatura palestina del siglo pasado. Su obra, en la que las historias cortas tienen gran peso, es considerada como un himno de resistencia del refugio palestino. Fue asesinado por un coche bomba por los servicios secretos israelíes. Naghib Mahfuz (El Cairo, 1911-2006) es el escritor egipcio más conocido de la época moderna. En 1988 recibió el Premio Nobel de Literatura, convirtiéndose en el primer autor de origen


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Antonio Martínez Castro es arabista por la Universidad Autónoma de Madrid. Tomó cursos de árabe en el Inalco de París, en varios países árabes y un magister de literatura árabe en la Universidad San José, de Beirut. Ha trabajado como profesor de español en universidades de Beirut, Damasco, Sanaa. Es profesor de árabe en la Escuela Oficial de Idiomas de Almería. Además de algunas traducciones, ha publicado artículos sobre literatura árabe contemporánea en las revistas Hesperia, Nación Árabe y Anaquel Panárabe. Ibrahim Samuel (Damasco, 1951): sus cuatro novelas publicadas a la fecha lo colocan como uno de los autores de referencia en el mundo árabe. Ha sido traducido a una decena de idiomas. Muhammad Shukri (Nador, Marruecos, 1935-Rabat, 2003) se convirtió en uno de los más importantes escritores marroquíes de todos los tiempos. Su obra cumbre es la trilogía autobiográfica compuesta por los libros El pan desnudo, Tiempo de errores y Rostros, amores, maldiciones. Zakariya Tamer (Damasco, 1931) es uno de los más conocidos, leídos y traducidos autores de cuentos del mundo árabe. También escribe historias para niños y trabaja como periodista independiente escribiendo columnas satíricas en los diarios. En 2009 se hizo acreedor al Premio Internacional de Literatura Metrópolis Azul en Montreal, Canadá. Yabra Ibrahim Yabra (Belén, 1919-Bagdad, 1994) nació en el seno de una familia ortodoxa-siríaca en Palestina; se refugió en Irak después de los acontecimientos de 1948. Poeta, novelista, traductor y crítico literario; estuvo a cargo de la publicación de la mayor parte de la obra de T.S. Eliot en la región.

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árabe, y el único hasta la fecha, en ostentar dicho galardón. Escribió más de 350 cuentos a lo largo de su carrera, que se extendió por cerca de 70 años.


El diez

E

n muchas culturas, el tiempo se mide por décadas. Muchos dioses han redactado las reglas del juego mediante decálogos. Entre los mayas, el décimo día es nefasto, porque pertenece a Thoh, dios de la muerte. Diez es el número de la tetraktys de los pitagóricos, que juraban de la siguiente manera: «No, lo juro por aquel que ha transmitido a nuestra alma la tetraktys en que se encuentran la fuente y la raíz de la eterna naturaleza». La siguiente pirámide contiene el 10. En la cúspide está el uno, la divinidad, el principio de todo; en la parte de abajo se ve la dualidad, lo masculino y lo femenino, principio de la fecundidad; también, el dualismo profesado por muchas culturas, el ying y el yang, el cielo y la tierra, la gloria y el infierno, la luz y la noche, el movimiento pendular, la antítesis; en la tercera línea se ven tres puntos que simbolizan los tres niveles de la vida humana: lo corporal, lo intelectual y lo espiritual; los cuatro puntos de la última línea simbolizan la base de la pirámide: los cuatro elementos, los puntos cardinales de la Tierra, las cuatro estaciones del año.

. . . . . . . . . .

En esta figura se ven cuatro puntos en los tres lados que cierran el triángulo, alrededor de uno. También se observan 3 triángulos en la base de la pirámide, dos más sobre éstos y el último que corona los 6 triángulos. La suma de los primeros 4 números del sistema decimal da 10: 1 (mónada, es el punto) + 2 (díada, la línea) + 3 (tríada, el triángulo) + 4 (tétrada, la pirámide).



María Cruz

La novela gana siempre por puntos; el cuento, por k.o. www.elpurocuento.com

1. Nadie puede pretender que los cuentos sólo deban escribirse luego de conocer sus leyes, porque no hay tales leyes; a lo sumo, cabe hablar de puntos de vista, de ciertas constantes que dan una estructura a ese género tan poco encasillable.

3. Un cuento es significativo cuando quiebra sus propios límites con esa explosión de energía espiritual que ilumina bruscamente algo que va mucho más allá de la pequeña y a veces miserable anécdota que cuenta. La idea de significación no puede tener sentido si no la relacionamos con las de intensidad y de tensión, que ya no se refieren solamente al tema sino al tratamiento literario de ese tema, a la técnica empleada para desarrollar el tema.

50 pesos

Cuento

árabe

número 10

contemporáneo

El Puro Cuento

22. Un escritor argentino, muy amigo del boxeo, me decía que en ese combate que se entabla entre un texto apasionante y su lector, la novela gana siempre por puntos, mientras que el cuento debe ganar por knock-out. Es cierto, en la medida en que la novela acumula progresivamente sus efectos en el lector, mientras que un buen cuento es incisivo, mordiente, sin cuartel desde las primeras frases. No se entienda esto demasiado literalmente, porque el buen cuentista es un boxeador muy astuto, y muchos de sus golpes iniciales pueden parecer poco eficaces cuando, en realidad, están minando ya las resistencias más sólidas del adversario. Tomen ustedes cualquier gran cuento que prefieran, y analicen su primera página. Me sorprendería que encontraran elementos gratuitos, meramente decorativos. El cuentista sabe que no puede proceder acumulativamente, que no tiene por aliado al tiempo; su único recurso es trabajar en profundidad, verticalmente, sea hacia arriba o hacia abajo del espacio literario. Y esto, que así expresado parece una metáfora, expresa sin embargo lo esencial del método. El tiempo del cuento y el espacio del cuento tienen que estar como condenados, sometidos a una alta presión espiritual y formal.

núm. 10

NAGHIB MAHFUZ ZAKARIYA TAMER IBRAHIM SAMUEL GASSAN KANAFANI MUHAMMAD SHUKRI JABBAR YASSIN HUSSIN YABRA IBRAHIM YABRA MOHAMMED HASSAN ALWAN Cinescritura Washington Irving y Florián Rey: FAÏZA GUÈNE Cuentos de la Alhambra WAJDI AL AHDAL OSAMA ESBER

Pájaros en el alambre

Las matrioshkas de Rimsky-Korsakov

Julio Cortázar

MOHANNAD ORABI

AHMAD MOUALLA

L

a intersección texto-lector, o para decirlo en términos de Hans Robert Jauss, la fusión de horizontes que se presenta entre el texto y el lector a partir de una lectura con intenciones estéticas, acontece como una revelación en que ambas instancias han podido decirse algo. El texto habla cuando el lector distingue sus señales, sus indicios, su estructura preorientadora, y atiende su llamado. El texto apela a un otro, pero en actitud comprometida, consciente de que en toda lectura se reconstruyen constantemente los horizontes desde donde se parte y hasta donde se llega. En este encuentro de voces, de miradas teóricas, se compilan seis trabajos que reflexionan, en general, sobre la naturaleza de la obra de arte literaria, sus modos de aprehensión, recepción e interpretación, así como de la experiencia estética del lector. En todos ellos se percibe la confirmación de una tesis que la teoría de la recepción y la neohermenéutica han defendido: la obra de arte literaria es más que el texto y emerge en razón (y gracias a) quien la recibe.

Maite Villalobos Maite Villalobos

AL FINAL, SÓLO EL ABISMO

Felipe Reyes Miranda

Soy la Luna. La encantada, la difusa. La que se pierde y aparece en los eternos círculos de la vida. La que muere, la que resucita. Soy la luz que envuelve a la noche, la que alza los mares hasta tocar las estrellas. Soy la inalcanzable, la que se va, la eternamente presente.

Gloria Vergara • Ada Aurora Sánchez coordinadoras

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ntre los enigmas que flotan en Donde nace el agua, Maite Villalobos hace entrecruzamientos de la realidad y un mundo habitado por fantasmas. Los espacios que la poeta canta son la intimidad del hogar y el medio inmediato; los personajes que logra construir son fuertes, pero el que encierra las emociones es el pueblo; al mismo tiempo que se oyen céfiros también se escuchan murmullos y maledicencias, silencio, sabiduría ancestral, una naturaleza no siempre idílica. La muerte que envuelve al pueblo de este libro —y que lo llena de espectros— tiene un toque festivo, pues cada acto lleva consigo el despertar de lo sensual. Éste no es un poemario en blanco y negro; por el contrario, es colorido, tiene los tonos del cempasúchil y la cochinilla y podemos rastrear su belleza con el olfato y beber pulque y aguamiel mientras recorremos sus calles de piedra. Hay un imaginario que toma de lo mexicano su inspiración, pero que lo transforma en algo más, en interioridad, en voces secretas que revelan verdades. La autora realiza una catábasis, el yo poético es testigo y parte del entramado social del pueblo; observa, se involucra y canta una canción depurada que conjura el pasado.

Hermenéutica y recepción de la obra de arte literaria

AL FINAL, SÓLO EL ABISMO

Donde nace el agua

Felipe Reyes Miranda

Donde nace el agua

Hermenéutica y recepción de la obra de arte literaria

Gloria Vergara Ada Aurora Sánchez coordinadoras


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