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ALBERTO TUGUES

El espía del ramo marchito Introducción VALÉRIE TASSO

Dibujos BENEYTO MOMENT ANGULAR



ALBERTO TUGUES

EL ESPÍA DEL RAMO MARCHITO Introducción VALÉRIE TASSO Dibujos BENEYTO

emboscall


© Alberto Tugues © De los dibujos: Beneyto © De la ilustración: Guermantes © De la introducción: Valérie Tasso © De esta edición: Emboscall Primera edición convencional: febrero 2007 Depósito legal: B-13.746-2007 ISBN: 978-84-96716-31-5

Primera edición digital: abril 2012


PROEMIO PARA EL ESPÍA La siguiente línea fue encontrada casi sin querer, como sucede con las cosas importantes: «Te echo de menos. Recordé que no puedo tener recuerdos, sin ti.» Las palabras, un poco erosionadas ya, aparecieron en el lado interior y oscuro de una caja de hueso. Junto al texto, la imagen casi fantasmagórica, pero cierta, de una niña, una lámina acongojada de víscera, un delirio de compañía, un sombrerito cónico, de esos que los milesios les ponían a los niños, en fiestas, y una muda blanca, una gota roja, un número asegurado y un te quiero ágrafo y sordo. Con el descubrimiento llegó la incertidumbre. Eruditos de todas las naciones, Aristarco de Lampedusa, Pripenio llamado «el hereje», Silciato de Armea y Juliano el armenio, discutieron el origen de aquellos objetos, la autoría de las palabras y la extraña variante de color rojo, desconocido hasta entonces por la física. Llegaron a conclusiones parciales, todas ellas irrefutables. Sobre la manera inverosímil de retratar en aquel papel casi traslúcido a la púber de hermosos cabellos, preguntaron a Parrasio, el más grande pintor que dieran aquellas tierras y aquellos tiempos, quien se mostró incapaz de dar respuesta, acordando, el comité de sabios, que había sido una 5


metempsicosis inversa en grado sumo la que imprimiera la imagen. Sobre el principio orgánico del rojo, y puesto que todo tiene principio, acordaron, prevaleciendo la opinión de Silciato sobre otras que también se expresaron: que no teniendo datos empíricos que demostraran su ascendencia, otorgarían ésta a la mácula producida tras colisionar un alma infante con el tránsito de una existencia. De la lámina de víscera dijeron que debió pertenecer a un corazón, probablemente de mamífero, roto a medio crecer y mal cosido. No dudaron, tampoco, de que todos aquellos objetos debieron pertenecer a la niña representada. Pero la cuestión surgió después. ¿Tuvo la niña alguna vez existencia? Aquí el conflicto fue agudo. ¿Cómo otorgar existencia a alguien que recuerda lo existido en función de un tercero?. La discusión alcanzó tal profundidad metafísica como los tiempos no han conocido otra. Pero sucedió que por aquel entonces deambulaba por las tierras de la Cirenaica un taciturno poeta de nombre Tudesias, que tenía un andar aquejado por aquellas noches que nunca fueron, vestido de desconsuelo, con un capirote malva que nunca alcanzaba a quitarse. El poeta solía referirse en sus albas más mordidas «a la niña que le acompaña y le vela, que le sueña y le lava las palabras». Habla de ella a todas horas, queriendo, 6


como el tracio Orfeo, recuperarla de algún portal sin retorno y oscuro. Pero como ningún mortal había visto jamás a la protagonista de sus relatos, los ojos del cónclave de eruditos se posaron en él. La decisión fue firme. La niña existía porque el poeta la pensaba. Fue entonces cuando los oídos del mundo civilizado se volvieron hacia él, queriendo saber cosas de la más hermosa de las infantes. Y tan y tan maravilloso fue lo que habló de ella, y tanta y tanta la desgracia que cantaba por no poder estrecharla, que los ciudadanos del mundo decidieron que el poeta no podía morir. No porque les mereciera confianza, que tratar con niñas no estaba del todo bien visto, sino porque con su muerte moriría la niña de ojos numéricos y cabellos vírgenes. Invocaron a los dioses antiguos, esos que todavía obraban, a que concedieran la inmortalidad a Tudesias, y éstos, al oír las bellezas de la niña, aunque vinieran de boca de un mortal, decidieron darle a la niña, en la vida del poeta, existencia eterna. Pero los dioses, que no ofrecían nada sin contrapartidas, condenaron a Tudesias a vivir eternamente anhelando entre sus manos la Presencia Real de la pequeña de la muda blanca. Y nunca tuvo tanto sentido el infinito. Para adornar su concesión, y más por capricho que por consuelo, otorgaron que allí por

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donde pasara el poeta, bajo balcones y alamedas, sobre tumbas y campos, crecerían unas flores de rosetas simétricas y carnosas, a las que los muertos del lugar dieron el nombre de «siemprevivas». Lo cuentan en el barrio. Suelen susurrar su historia cuando lo ven pasar taciturno, vagando entre la sombra y la distancia, tropezando con sus propios gestos. Lo relatan entre dientes, con la vista puesta en otro sitio, temiendo ofenderle o acercarse a él aun cuando fuera sólo con la mirada. «Así me lo contaron, ¿sabes, Valérie? Así me hablaron de ese viejo melancólico, que aúlla y que te pide, a cambio de una flor roja, simétrica y carnosa, un proemio para su amor de niño vivo. Escrito en el viento, en la lámina misteriosa de aquella niña viva, que le costó perder la muerte. Escríbele y dile que cuando conseguí llegar hasta ella, me dijo: –Te echo de menos. Recordé que no puedo tener recuerdos, sin ti.»

Valérie Tasso Agosto 2006

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EL ESPÍA DEL RAMO MARCHITO



LA BALADA DE LAS NOVIAS ALQUILADAS



Sobrevivimos al amor como a otras cosas y lo guardamos en un cajón – hasta que adquiere un aire anticuado– como los trajes usados por grandes señores. EMILY DICKINSON [Trad. TERESA SHAW] “No deberías hacer juegos de palabras” –dijo Alicia–, “si luego te sientes tan desgraciado.” LEWIS CARROLL, Al otro lado del espejo [Trad. JOAQUIM JORDÁ]



VIDA DE CLAUSURA

Se había ido separando de las personas, de las cosas, y ahora sus noches y días, confesaba medio en broma, eran de verdadera clausura. Sólo así estaba a gusto: una vida de clausura, retirado al fondo de una habitación de su casa, mirando por una ventana cómo pasaban el tiempo y los pájaros. Y viviendo de este modo ascético, esperaba llegar un día al final de todo. Los que le conocían mejor, dicen que estaba ahí, recluido, solo, con los pájaros de afuera, desde el día en que dos manos, una de hombre y la otra de mujer, se le impusieron sobre su cuerpo. Esta imposición de manos, rivalizando entre sí para tocarle mejor, le humillaron, le rebajaron la vida hasta muy abajo, tan abajo que ya no pudo aprender, después, a poner bien los pies en el suelo. Patizambo casi, una piedrecita o el menor desnivel eran para él un gran obstáculo en el que tropezaba fatalmente; y más teniendo en cuenta que vivía en una calle donde siempre parecía más oscuro, más tarde de lo que en realidad marcaban los relojes, siendo luego imposible reconciliarse con el tiempo de los demás.

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Así las cosas, una cierta impureza le fue subiendo a los ojos, a la boca, y ahora ya escupía sin ningún rubor por las alcantarillas. De todos modos, aunque él dijera que sólo se trataba de una impureza del alma, reducida a líquido, las familias de transeúntes procuraban evitar su compañía, rechazaban la menor relación con él, temiendo ser alcanzados en los zapatos por esas originales impurezas. Y poco a poco fue volviéndose insociable, como aquella amiga suya, de juventud, que dejó de hablar porque un día los demás le descubrieron una mancha de sangre en la falda, que ella no había visto. Así pues, sospechando que tampoco habría para él un destino mejor, escogió una vida de clausura, vivir retirado al fondo de una habitación, con una ventana a su lado y los pájaros de afuera. Pero con el paso del tiempo, allí, enfrente de su ventana, apareció alguien entre los árboles, alguien que se escondía para mirarle de lejos, para dirigirle a él miradas ocultas. Alguien que le observa desde el otro lado, alguien que también vive en clausura, se dijo un día, antes de abrir la ventana y dejar que el otro entrara en su habitación. Y así fue como a partir de aquel día comenzó para los dos una vida nueva, también de clausura, pero una vida enamorada al fondo de una

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habitación, con una ventana que abrían un poco por las noches, para que les llegara el rumor fresco de los árboles y las plumas de los pájaros que pasaban. Una vida de clausura, sí, pero con un poco de aire libre, podríamos decir.

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DE LA BUENA SUERTE

Tampoco era lo más recomendable abusar tanto de la buena suerte, como él venía haciendo desde que había cumplido los cuarenta y dos años. Todo le era favorable; desde entonces, no sabía lo que era el más mínimo percance. Nadie, aunque lo intentara, hubiese podido dañarle o perjudicarle en algo, mientras le guardara el ángel de la buena suerte, como decía él mismo. Todo era, pues, cuestión de suerte, y no había más que hablar. Y así fue durante un tiempo. Hasta que un día llegó al edificio en que vivía, a su comunidad, un vecino nuevo, una persona cabizbaja, de apariencia frágil, pero habladora, locuaz, esto es, parlanchina. Mediante toda clase de argucias, de intrigas de escalera, consiguió al fin, no diremos enamorar, pero sí atraer hasta su casa al personaje anterior, al vecino de la buena suerte. Con dulces artimañas e invitaciones al caer de la tarde, éste subió al piso de arriba, y de este modo empezaron sus relaciones con el recién llegado. Cuando se enteraron en la comunidad de tales idas y venidas por la escalera, cuando averiguaron la verdad que se escondía tras esos portazos, anunciaron que no les parecía correcto que un antiguo vecino, uno de

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los primeros en fundar la actual comunidad, tuviera tratos al atardecer con un recién llegado, cuyos orígenes y familia aún no conocían. Ofendido, el vecino nuevo se fue del edificio y dejó abandonado a nuestro personaje, que ahora apenas subía y bajaba por la escalera. Triste, ya no tuvo más noticias de aquél. Y es por eso que algunos dicen que no es conveniente abusar de la buena suerte. Que no siempre sale bien querer conocer los entresijos, las desnudeces de un recién llegado a la comunidad. Aunque el vecino antiguo, en este punto, no les hubiera dicho toda la verdad, afirmaba el presidente de la comunidad; y les mentía otra vez al asegurar que él, en realidad, sólo deseaba palpar las durezas, las imperfecciones del alma del vecino recién llegado; para respetarle y quererle más en nombre de la comunidad, en nombre de todos. Poco más hubo, dijo al final a modo de confesión, y volvió a su casa triste y confuso, dispuesto ya a frecuentar menos la escalera.

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RELATO DE LA IMPOSIBILIDAD DE AMAR I No quería tener cuerpo. Ya de niño vio el inconveniente de tenerlo y ahora quería prescindir de él para siempre. Incluso en el amor se olvidaría de él: amaría, cumpliría con el deseo, pero sería un amante sin cuerpo. Sobre todo, sin cuerpo. En un principio, ni amigos ni familiares comprendieron del todo esa forma de amar, y así fue quedándose cada vez más solo, cada vez más soltero. De todos modos, él, que ya no llevaba cuerpo apenas, no tenía por qué avergonzarse de sus deseos y salía a la calle bien predispuesto para amar, para enamorar a los transeúntes desprevenidos, a los que preguntaba, dulcemente: “¿Querría algún día compartir su alma conmigo?, o bien, ¿podríamos un día intercambiar, compartir la mitad o lo que fuera de nuestras almas?”

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II Pero, con los años y las preguntas, fue viendo que no resultaba tarea fácil ser correspondido; y que en todos los casos predominaba, sin excepción, la reacción posesiva del cuerpo sobre los deseos del alma, y lo echaban, lo arrojaban a un lado, contra la pared, a él, que sólo preguntaba, que sólo quería compartir la mitad o los restos de una vida entre íntima y espiritual, más o menos. Tarea difícil, sin embargo, ahora ya lo veía, pues tenía mala traza vivir así, solicitando llegar hasta el corazón, hasta el alma del otro. Y palpar luego la parte suave y la parte áspera de esos restos de alma, para juntar más adelante ambas con las propias de uno, haciendo de las cuatro partes, dos suaves y dos ásperas, una sola alma enamorada. Y subir, ascender calle arriba, recién enamoradas, cogidas de la mano, en dirección a una casa desconocida… Desconocida, pero sin duda bien acomodada para recibir y hospedar a esas dos almas despojadas.

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III Tarea difícil vivir así, moviéndose sin cuerpo casi, entre restos y despojos de alma. Y siguió soltero por mucho tiempo, hasta que todos olvidaron su nombre y él, a su vez, dejó de amar a los transeúntes desprevenidos. Y ahora pasea arriba y abajo, sin nada mejor que hacer, sin destino; con menos cuerpo cada día; resecas ya las dos mitades de su alma, la suave y la áspera; pero soportando aún la más pura, o, como dicen las peluqueras del barrio, la más ridícula imposibilidad de amar.

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LA TIENDA DE LOS HORRORES

Siempre le decían que se fuera a comprar a otro sitio, a otra tienda. Había frecuentado ya casi todas las tiendas del barrio, y no sabía muy bien lo que pasaba, pero en ninguna era bien recibida. No sabía por qué tenía esas malas relaciones. Algo, quizá cierta fisonomía de perpleja, o esa mirada bobalicona, ausente, que no podía evitar al entrar en una tienda, no podía adivinarlo, pero algo había que predisponía a los tenderos en contra suya. Y ya la invitaban a salir con malos modos, en medio de la algarabía complaciente de los clientes, de los otros compradores, que de inmediato colaboraban con los tenderos indicándole a ella que se fuera a otra tienda, más abajo, a la derecha o a la izquierda, cuanto más lejos del barrio mucho mejor, sentenciaban entre bromas y veras. Algunos, incluso, advertían que esa mujer, tan poca cosa, tan perpleja, no era más que una soplona, una soplona de amores fracasados, de la peor especie, de esas que gustan del rumor, que van por las tiendas rumoreando amores infieles e impotencias. Y así, con tantas malas relaciones, rechazada de tienda en tienda, sin nadie dispuesto a atenderla, se fue consumiendo poco a poco. Vayas adonde vayas, siempre serás una extraña, mal

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recibida, decía resecándose cada vez más. Y andaba de un sitio a otro como si arrastrara una bolsa de trapos viejos, o como si un trapo viejo le hubiera entrado en el alma…, hasta que un día desapareció por una bocacalle y ya no volvió más a las tiendas de su barrio.

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LA HISTORIA DE UN ROCE

Últimamente, le gustaba rozar almas. Rozarse con otras almas, en el autobús por ejemplo. Ya no se ocuparía más de la vida, de eso que tanto buscaban los otros. A partir de ahora, pues, sólo se ocuparía de ir en autobús a ciertas horas, en horas punta, como decían los expertos, las más indicadas para el roce de almas. Ni árboles ni flores ni cuerpos, sino rozar almas tan sólo. Pero si rozar cuerpos ya era difícil, según le habían dicho, no lo era menos rozar almas en los autobuses, almas desconocidas, quién sabe si gastadas e indiferentes al roce; o bien, tímidas, poco favorables a dejarse rozar en público, en el pasillo de un vehículo público. Sea como fuere, al cabo de unos meses de ejercitarse en diferentes líneas de autobuses, le salió una pequeña llaga, no en la piel, sino en la parte más tierna del alma, la cual se manifestaba a veces con una mancha entre las costillas, que tan pronto aparecía como desaparecía. Así pues, tampoco era inocuo, inofensivo para el alma y la piel, subir a un autobús y ponerse en el sitio más adecuado para rozar almas.

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CELEBRACIONES EN LUNES

Escogía siempre los lunes. Esperaba a que volvieran todos los vecinos de sus trabajos. Prefería hacerlo después de la cena, a partir de las 22 h., cuando ya unos se acomodaban frente al televisor, en tanto que otros se iban a la cama. Era entonces el momento, y sin más demora, con todo a punto, comenzaba a hacerlo: descorchaba una botella de champán, hacía tintinear las copas llenas, en la mesa bien puesta para él solo, y brindaba, brindaba para celebrar, otro lunes más, que no había nada que celebrar. El ruido de la fiesta despertaba a los vecinos, que maldecían una y otra vez las fiestas falsas, solitarias, de los lunes (hacía ya tiempo que lo habían descubierto por la falta de movimiento en la escalera, tanto al empezar como al finalizar cada fiesta). Serpentinas arrojadas de un balcón a otro, más tintineo de copas, bolas de confeti entrando por la ventana de al lado, y luego, al cabo de tres horas, hacia la una de la madrugada, el brindis final, la despedida, rememorando, hoy, aquella noche en que le dieron un mal golpe detrás de la oreja y se le cayó el espíritu al suelo. Porque, según decía, tenía, había tenido un espíritu detrás de la oreja, hasta que se le cayó por un mal golpe.

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Y así, hasta el próximo lunes, pues él estaba convencido de que tenía pleno derecho a esas celebraciones en lunes, ya que su tristeza, decía, prevalecía sobre la de los demás. De todos modos, siempre salía algún vecino a recordarle, a gritarle que era un perfecto imbécil, que él, por mucho que se empeñara en celebrar, los lunes, esas fiestas no señaladas, esas fiestas falsas, tenía un problema grave con la felicidad. Pero él, levantando la última copa, y sin pedir disculpas por el ruido de la fiesta, hacía saber a todos que ya había sido feliz, muy feliz en otro tiempo, en otra casa, y hay cosas que no pueden soportarse más de una vez, añadía antes de apagar todas las luches de la fiesta e irse a descansar.

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EL PESO DE LAS PALABRAS

¿Cuánto pesa una palabra? ¿Pesa más, pesa menos, según los días, según el último suceso, o depende tal vez del más reciente accidente sentimental que hayas sufrido? Le gustaba hacerse esas preguntas y otras, mientras regresaba a su casa, e iba midiendo, pesando las palabras. Porque, ya lo decían los bromistas del barrio, a él lo que realmente le apasionaba era calcular el peso de las palabras. Y las pesaba, decían, deteniéndolas un instante sobre la punta de la lengua, antes de decirlas. Las clasificaba en dos grupos: uno, de palabras exprimidas, y el otro se componía de palabras frescas, más leves, ligeras. Curiosamente, las exprimidas, según sus cálculos, eran de más peso que las jugosas, las frescas. Con el tiempo, y con la ayuda de un vecino equilibrista, llegó a descubrir que las exprimidas, las de más peso, eran palabras que solían venir de secretos mal guardados, de amores rotos en plena calle o de algún otro fracaso de última hora. Y las otras, las leves, las de peso más ligero, provenían seguramente de alguna buena noticia, de un día bien acabado, de una promesa halagüeña…

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Le gustaba, sin embargo, compartir con extraños las historias interminables de sus fracasos; es decir, palabras cargadas de peso. De ahí que después, al comprobar que una palabra exprimida pesaba menos que el día anterior, cuando la había pronunciado con toda la carga del corazón, se iba corriendo a un rincón de su casa y trataba de reanimarla y devolverle su peso natural. Como es lógico, los vecinos se reían de todo eso, de su colección de pesos y medidas, se burlaban de su ciencia con las palabras y lo atribuían todo a su tartamudez.

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MANOSEAR

Cada mañana, al despertarse, se sentía acabado, un hombre acabado, una vez más al borde del suicidio. Luego, a lo largo del día, se iba animando él solo, e incluso llegaba a decir, al sentarse a la mesa de un bar, ya de noche, que se sentía mal desde antes, desde mucho antes, pero que, pese a todo, estaba dispuesto a vivir más que sus vecinos. Y ahora, para colmo, recorta noticias, malas noticias de los periódicos, y guarda frases hirientes del vecindario, de sus novias, que siempre lo dejan medio muerto con la última noticia, la mala noticia con que lo abandonan. Pasado el tiempo, el alma se le volvió cada vez más frágil. Cualquiera, de haberlo sabido, se la hubiera podido manosear arriba y abajo; estrujarla con malicia; o clavarle, también, un juego de alfileres, o dos cabellos húmedos de algún lavabo…, huesos de oliva, una maldición de cinco palabras; y untándola toda, para finalizar, con ese líquido residual que viene de sus fracasos. Y ahora, para colmo, dice que se ha puesto a coleccionar malas noticias, hechos tristes de la vida. 31



COSAS DE LA SOLEDAD

Dicen algunos que se tocaba el alma (y no lo dicen con buena intención). Como no tenía a nadie a su lado, dicen que él mismo, cuando estaba solo, se tocaba el alma. No negaban que también él, tiempo atrás, hubiera conocido el roce con otras personas; no negaban que se hubiera rozado con otros cuerpos y, sobre todo en los últimos años, con otras almas del mismo barrio. Pero la verdad, añadían, es que ahora está solo y quiere seguir así, tocándose el alma a solas, a escondidas.

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EL MUNDO AL REVÉS DE UN NOVIO IMAGINARIO

En los últimos años escribió miles y miles de notas a la amiga, a una amiga. Día tras día le fue enviando esas notas, de media página cada una, que la amiga al principio contestaba con cierta generosidad y un poco de ternura en las palabras. Pasados unos meses, sin embargo, la lectora comenzó a dar síntomas de fatiga, ya parecía hastiada de tanto correo depositado en el buzón, y así dejó de contestar a las monótonas e inevitables notas, que le seguían llegando a diario, puntualmente. Pero él, mensajero constante, desasosegado, continuaba escribiendo y enviando, como si nada, las notas de media página a la amiga. Aunque no podemos saber si esto lo hacía con tanta ilusión como antes, lo cierto es que dichas notas no dejaban de llegar al domicilio de ella, y cuyos sobres ahora, sin abrir siquiera, eran ya devueltos al remitente. ¿A qué obedecía, se preguntaban algunos, este afán por escribir, cuál era el contenido real de tales notas? Decían los más allegados, en concreto una sobrina del autor de las notas, que en éstas se hablaba siempre de la vida cotidiana, pero sobre

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todo, añadían, de esa vida cotidiana que él en realidad no vivía: le hablaba, a la amiga, de ceremonias, de banquetes, de aniversarios a los que no era invitado; le contaba los viajes que nunca había hecho; le daba noticias de los noviazgos de peluqueras y clientes, a quienes sólo conocía de vista… Es decir, le hablaba de todo aquello que, a diario, él no hacía, pero que sí probablemente hubiera hecho de haberla tenido a ella a su lado, le confesaba, y entonces habrían paseado por las calles y plazas más bonitas de la ciudad, antes de asistir a todos los actos, a todas las celebraciones, antes de llegar al inicio espectacular de la fiesta más importante de aquel día, y a la cual, él solo, no hubiera podido nunca acudir. Pero un día él desapareció de casa, y se acabaron las notas, los envíos. Su sobrina halló una nota, la última, en el suelo, también a medio escribir, cuyo primer párrafo decía: “Me lo han confirmado en la peluquería. Sin embargo, creo que mañana no podré ir a la iglesia, ni tampoco podré asistir, por la tarde, al banquete de tu boda.” La sobrina se abstuvo de hacer público el resto de la nota.

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DECLARACIÓN DE UN AMOR INÚTIL

Ha vivido bastantes años, los suficientes sin duda para que aprendiera a retirarse a tiempo, solo, a escondidas. Pero hay días en que la luz, o mejor dicho, la falta de luz de las calles estrechas en donde vive, le pone triste y se lamenta, entonces, de su poca habilidad en el trato de cuerpos y almas. Se lamenta de no haber sabido aún, a su edad, acercarse a la ciclista del 3º 2ª y declararle su amor. Bien es cierto que hasta ahora había vivido tranquilo, sin declararse a nadie, pero un día salió a pasear con una amiga que, luego de reprenderle por su silencio, le dijo que era indispensable, a su edad, poder declararle su amor a alguien, así que le animaba, pues, a hacerlo ya, de una vez, sin más demora. Pero esa declaración no llegaba a ser pronunciada. Persistía en el silencio. De tal modo, que las palabras que hubiera querido decir se le fueron corrompiendo por dentro, hasta resultar irreconocibles, ya del todo impronunciables. Y por un desvío del barrio se fue alejando para siempre de la ciclista del 3º 2ª. Antes de despedirse de un familiar, dijo una palabra, la palabra final imprescindible, pero ya nadie la recuerda. Una palabra final dedicada, al parecer, a la ciclista del 3º 2ª. 36


BALADA DE LOS DOS VECINOS

Ella, la vecina nueva, vivía sola en el piso que estaba debajo del suyo, en el entresuelo. Él, un día de otoño, decidió bajar a verla para preguntarle cómo le iba la vida, y hacerle un ofrecimiento. Pero ella, al abrirle la puerta, lo primero que le dijo fue: “No quiero ver a nadie. ¿La vida? La vida iba en mi contra, y por eso me fui de casa, y ahora quiero vivir sola, aquí, lejos.” Y él le respondió: “Sólo pretendía ofrecerle un simple roce, un roce para almas gastadas.” Ella no cerró la puerta, y, haciendo una mueca, le dijo que podía pasar y sentarse en una silla. Se fue un instante y volvió de la cocina con un cuchillo pequeño en la mano. Se desabrochó la blusa a rayas y se clavó el cuchillo en un grano de uva negra que tenía tatuado en el abdomen, en el lado izquierdo. El grano abierto se le derramó por dentro, blusa abajo, hasta empaparle la falda y mojarle los pies. Entonces él aprovechó para extraerse del pecho un trozo de algo, envuelto, algo que aún le quedaba, dijo. Con ello intentó limpiarle la herida, cuyo grano de uva negra aún sangraba. Sangraba, tristemente. Y así, con ese roce gastado de almas, vivieron unas cuantas horas más en aquella casa,

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donde aún goteaba, ahora sobre los pies de Êl, un grano de uva negra‌, la sangre de ambos empapando la alfombra del entresuelo.

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EL CRONISTA

Hacía ya tiempo que vivía en otro mundo, un mundo sobrenatural en donde los fracasos, decía, eran menos rotundos y, sobre todo, apenas eran divulgados. Pero a causa de la familia y del trabajo, se veía en la necesidad cotidiana de poner los pies en el suelo de una oficina, de ocho a nueve horas al día. Al finalizar la jornada, ya de vuelta a casa, se sacaba los zapatos y regresaba a su mundo, donde reanudaría su oficio de cronista, oficio para el que había sido elegido por los residentes de aquel mundo; ellos, más separados de la realidad de abajo, de su lenguaje, más separados que él, lo habían escogido para que narrara en sus crónicas las historias breves que sabían; para que transmitiera, a los de allí abajo, los contactos, los roces de alma que se mantenían en otro lugar, y que tanto valoraban los residentes del mismo. Habría que explicar que él, ya en un principio, de joven, sufrió una clase de fricción, un roce no deseado, del que salió malparado y herido, paralizados los miembros, sin habla casi. Pero unos sonidos suavemente articulados, que venían de una voz ausente, desconocida y sin embargo familiar, le contaron en detalle el argumento de una historia breve que le hizo reír toda la noche. En seguida,

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les pidió que le contaran más historias, y entonces fue cuando una voz, dos voces le convidaron a subir a ese otro mundo, donde permanecerá ya para siempre a pesar de las idas y venidas. Del cual preferiría no tener que bajar a diario para mantener a los cuatro miembros de su familia, que le esperaban en el comedor de casa, sorprendidos, perplejos todavía, pero ya sin hacerle tanto caso como al principio, cuando llegaba de improviso de sus continuas ausencias y regresos, sin avisarles de sus correrías por otro mundo. Y porque ahora, sus ausencias, sus idas y venidas, son cada vez más humorísticas, y ya no pierde sangre por el suelo de la oficina, como antes. Y eso, dicen, gracias al humor que en ese otro mundo se vanaglorian de cultivar con excelencia. Allá, según él mismo les ha dicho, parece ser que resuelven los líos metafísicos y de cocina con unas historias breves, saludables, haciéndole al cronista más llevadera la transición de un mundo a otro. Ésta es, en suma, la vida natural y sobrenatural de un cronista, antes solitario y triste, que ahora aplica sus palabras al roce de almas de otro mundo, y que luego baja aquí, baja aún para trabajar y contarlo.

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INTROMISIÓN

Ya sabía que estaba mal visto, pero le daba lo mismo: era un entrometido. En cuanto alguien, por ejemplo un vecino nuevo o una amiga reciente, en cuanto alguien le daba una oportunidad, se entrometía en las cosas de su alma, entre los brillos y sombras del alma, decía él, buen lector de rimas. Pero, más adelante, pasados unos días, les rogaba encarecidamente que no se lo tomaran a mal; porque él, como ya habrían supuesto, sólo hablaba por hablar, le gustaban las palabras rimadas y, casi sin querer, se veía entrometido de pronto en las cosas del alma. No pretendía engañarles en modo alguno, no se entrometía con mala voluntad. Y así iba haciendo, hablando y jugando a los espíritus, hasta que un día tuvo la ocasión de introducirse en lo más recóndito de un alma, y se encontró con algo imprevisto que le impidió regresar a la superficie. Dicen que murió consumido por lo que allí vio. Otros opinan que no vio nada, como siempre, y que se fue con las intromisiones a otra parte, a molestar almas a otro sitio.

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EFECTOS SECUNDARIOS

Ahora tiene una mutilación, después de haber vivido unos días felices. Le vemos a menudo caminar despacio por las calles más solitarias. No quiere ver a nadie, no quiere ir a ningún otro sitio. A nadie. A ningún sitio. Y esto le pasa ahora, después de haber vivido unos días felices, ahora que tiene una mutilación en el alma, gastado el tiempo de unos días felices, tocándose, él solo, la herida perpetua del alma.

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HERIDA NO LUMINOSA

Aquello le tenía preocupado. Era como si un trozo sanguinolento, procedente de la herida de otra persona, de alguien conocido o desconocido, se le hubiera metido dentro. Y cuando esa herida sangraba, también parecía sangrar este trozo incorporado, este trozo que venía de lejos y llegaba hasta el fondo de su ser. Así lo sentía, y se asombraba de que las gotas de sangre no se derramaran hacia abajo, sino que fueran subiendo cuerpo arriba, por dentro, garganta arriba, tiñendo las cuerdas vocales y modulando las palabras que nunca diría. Que nunca podría decir. Hasta que la herida y las palabras se le fueron apagando por dentro, apagando, como si tuviera otro muerto a su lado, otro muerto dentro.

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LA MALABARISTA

No siempre decía las mismas cosas. Si le preguntaban según qué y él estaba de buen humor, también sabía hablar de otras cosas. A modo de ejemplo, ahora les diría que andaba por jardines y tiendas, que andaba enamorado. Así era de un tiempo a esta parte. Debían creerle. No era lo mismo de siempre, sino que ahora les decía otra cosa: se había enamorado de aquella mujer, la más alta, que vivía en una trastienda del barrio, y que trabajaba de malabarista en un pequeño circo. Algunos decían que hacía juegos malabares, sí, pero juegos malabares con los espíritus: se paseaba con su esposo difunto, invitaba a los amantes muertos para hablar de la mala vida de las familias, de los sucesos de los vivos. Comenzó a enamorarse de la malabarista el día en que le dijeron, en una tienda, que ella, esa mujer, tenía a veces una mano más triste que la otra, y en tales ocasiones se tocaba una herida que tenía en la parte inferior del alma, se la tocaba con la mano más triste. Era, por tanto, una malabarista que vivía en una trastienda, de manos tristes, la mujer más alta que él había conocido y de quien se había enamorado.

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Sin embargo, en la historia de su vida, estaba acostumbrado a perder, y además era ya un poco tarde para enamoramientos. En resumen, añadía (para hablar de otra cosa y no decir siempre lo mismo), ahora, los fines de semana, ha comenzado a tratar a una vecina con la que mantiene largos coloquios sobre el lío de almas, sobre el lío sentimental entre él y la malabarista de manos tristes, una más triste que la otra, que hace juegos malabares con los espíritus, en un pequeño circo.

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EL PRESENTIMIENTO

Tuvo un presentimiento, volvió a casa y, en un rellano de la escalera, se encontró con un vecino, que le paró un momento para advertirle: “Nunca hables de amor con nadie. Escúchame bien. No aproveches jamás las buenas y distintas ocasiones que se te presenten, no las aproveches nunca para declararte, para declarar tu amor a ninguna persona. Sigue viviendo así, solitario, sin debilidades aparentes, desengañado, pero sin envidiar en absoluto la felicidad de las parejas, sin participar en los aniversarios interminables de las familias, ni desear a la mujer del prójimo ni a sus hijos. Escúchalo bien. Vive así, cada vez más distante, cada vez más ausente.” Se despidió del vecino moralista, y por fin pudo abrir la puerta de su casa, dispuesto a borrar toda huella de amor, a romper los escasos recuerdos que aún guardaba en el cajón de un armario. Llevó a cabo las recomendaciones de su vecino, aprendió a callar a tiempo y se fue olvidando, a propósito, de ser feliz. De manera oportuna, interrumpía cada uno de sus sueños con el fin de ignorar el desenlace de los mismos: prefería no saber cómo acababan. No tenía, pues, a nadie en este mundo. Afortunadamente, añadía él, y todo gracias a un presentimiento. 48


UN ENCARGO

Tiene una responsabilidad espiritual, dice. No niega que, tiempo atrás, quizá hubiera cometido más de una indiscreción; alguna imprudencia en el trato. Pero el encargo que ha recibido ahora es de tal condición, que debe mantenerse en el más absoluto silencio, guardando en todo momento el secreto que le ha sido encomendado, hasta la propia muerte si fuera necesario. Al transitar de un mundo a otro tan a menudo, insistiendo demasiado en el roce usual de almas, un día, al volver, se pilló los dedos en la herida profunda de un alma, pero que tenía cuerpo aún. Como suele ocurrir siempre, la muerte no tardaría en hacer su aparición detrás del roce no sólo de almas, como decíamos, sino también de cuerpos. Se suicidó uno de los amantes. Por eso, desde entonces, tiene una responsabilidad espiritual con todos los novios y novias del mundo. Y un encargo, afirma, cuyo secreto no puede revelar a nadie.

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LA FORMA

No lo dudes, le dijeron, ya verás, un día, sin quererlo, te extraviarás de verdad, habrás escogido el desvío equivocado y acabarás perdido y muerto en un rincón desconocido. Conserva, pues, tus fuerzas, le aconsejaban, ya de por sí escasas, y resérvate para el día crucial de tu vida, día en que nadie estará ya a tu lado. No lo dudes. Reserva tus fuerzas para ese día, en que ya no volverás a tu casa, a casa de nadie. Porque, antes de lo previsto, suele presentarse ese día y, entonces, al no disponer de las palabras necesarias, te ves obligado a despedirte mal, con prisas y falta de cortesía. Por tanto, reserva tus fuerzas. Hay otros peligros también, si no vigilas. Así lo hizo durante un tiempo, cumpliendo lo mejor posible el consejo dado. Hasta que una mañana, no sabe por qué, tuvo una ocurrencia y quiso escribirla. Fueron pasando los días y las noches, tuvo más ocurrencias y también las escribió. Ya no podía evitarlo. Pero en una ocasión, mientras corregía una ocurrencia de la noche anterior, vio, a media altura de la pared de enfrente, una pared blanca, vio, decíamos, la forma orgánica de un alma, de la que se desprendían gotas de sangre reseca. Se acercó a la pared, tanteando, para

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verla mejor e intentar palpar el contorno irregular de dicha forma, recubierta por una capa de sangre oscurecida. Se acercó más aún. Palpaba ya las estrías del contorno de la forma, pero entonces una de las gotas resecas se desprendió con tanta fuerza, que se le incrustó en el ojo derecho. Cerrando los párpados, con un ojo más herido que el otro, se retiró a un rincón, al rincón de su perdición. Desde allí, con la mirada extraviada, ya no podía contemplar nada más, excepto esa forma orgánica, la forma orgánica de un alma. Se volvió esclavo de aquella forma, contemplándola día y noche. Como le habían anunciado, aquél fue el día crucial de su vida, y él, para no ser dañado y vivirlo plenamente, no se había reservado las fuerzas ni las palabras necesarias para tal ocasión. El resto de palabras de que disponía no le bastaron para enfrentarse a la aparición del día crucial, y, una vez ya en el rincón, no pudo reaccionar ni recuperarse de lo visto. Ni volver al punto de partida, para seguir anotando ocurrencias, cosas vistas y no vistas.

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BALADA DE LAS NOVIAS ALQUILADAS

I Ésta es la historia de un hombre solitario, que dice que un día vio la forma orgánica de un alma dentro del cuerpo de su novia. Ella, su novia, decidió romper todo contacto con él, que se convirtió en un hombre solitario. Pero uno de sus vecinos llegó a descubrir que, los fines de semana, el hombre solitario compraba los servicios de mujeres, con el fin, le dijo él mismo, de poder encontrar un día aquella forma orgánica de alma, aquella aparición, dentro del cuerpo de una de esas mujeres. Le contó detalladamente cómo indagaba dentro de ellas, cómo buscaba por todos los intersticios, por todos los secretos de la piel, aquella forma orgánica de un alma, que vio una noche en el cuerpo de su novia. Pero lo que no le dijo a su vecino era lo que se descubrió más tarde: que después de estar varias veces con una mujer, y comprobar que dicha forma no se encontraba en el interior de ella, el dolor del fracaso le angustiaba de tal modo, que intentaba suicidarse allí mismo, delante de la mujer aún desnuda, asustada y perpleja ante ese cliente que nadie sabía lo que buscaba. No sospechaban en

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absoluto lo que pretendía manoseándoles las entrañas: quería ver otra vez y tocar la forma orgánica de un alma. Y así fue continuando su vida, seleccionando cuerpos para llegar hasta la sangre y un día no lejano, decía, poder encontrar la forma orgánica de un alma, aquella forma que una novia llevaba dentro de sí… Pero una noche de invierno se suicidó de verdad, muriendo ensangrentado entre los zapatos de una mujer desconocida.

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II (EL SOPLÓN)

Era, dicen, el soplón de los amores muertos. Ya de joven, al cambiar la voz, una novia lo abandonó al tercer mes de noviazgo, y desde entonces, afirman, frecuenta el trato con novias alquiladas, uno o dos días a la semana, para contarles, para soplarles historias de otras vidas, de otros barrios, y sobre todo habladurías de amores muertos. Amores que dañan, les dice, como si ellas, las novias alquiladas, fueran doncellas; amores que producen excrecencias en el alma, convirtiéndose más tarde en una forma, les cuenta, la forma orgánica de un alma. Otro día, con más calma, les explicaría de qué modo la encontró por vez primera dentro del cuerpo de su novia, que según dicen le dejó al cabo de tres meses de noviazgo, sin comprender lo que él buscaba. Era un soplón y no era feliz en esta vida, decían.

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III

Así acabó aquella historia. Andando por las calles húmedas y sombrías, ahora subía a las habitaciones más cerradas, ahora bajaba por las escaleras más humillantes, apenas iluminadas, de falsos hostales, de falsas pensiones, de prostíbulos de barrio. Hacía ya mucho tiempo que su novia le había abandonado. Pero él seguía buscando aquello, una especie, decía, de forma, una forma orgánica, oscurecida y sin embargo brillante, que un día vio en el interior del cuerpo de la que había sido su novia. La forma orgánica de un alma, una forma, decía, que sólo se encarna en cuerpos de novia. Y por eso, desde entonces, desde que fuera abandonado, prosigue buscando aquella forma dentro de otros cuerpos, de otras novias, a las que paga por adelantado sus servicios, novias alquiladas. En busca de la forma que un día le deslumbró, tanto, que reaccionó demasiado tarde y le abandonaron ya la primera noche. Así acabó aquella historia, imponiendo sus manos en cuerpos desconocidos, manoseándolos por dentro; volviendo a bajar y subir escaleras de prostíbulo, entrando en habitaciones frías, donde le esperaban otras novias, desnudas, novias alquiladas en cuyas

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entrañas no conseguía encontrar aquella forma, la forma orgánica de un alma, aquella forma que vio en el interior de su primera y única novia, refulgiendo oscura. Una búsqueda imposible, decepcionante. Después de su suicidio, corrieron los rumores, las habladurías sobre el posible asesinato de una novia alquilada, pero, según los indicios, no fue sino una calumnia del vecindario, una falsa sospecha.

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IV FALSA MUERTE EN LA HABITACIÓN

No era cierto que hubiera muerto. Todo comenzó el día en que intentó seriamente suicidarse (el intento más serio, decía él), y al despertar, una semana después, tuvo la decepción más grande. Pero volvieron a recuperarle para el trabajo y la vida, y al cabo de un tiempo fue cuando volvió a ver aquello, la forma orgánica de un alma, cuya identidad no podía él reconocer aún. Por tanto, él no murió aquel día, como había dicho una pareja de vecinos; no murió ni ese día ni tal como se había murmurado, es decir, dentro de la misma habitación adonde él acudía con las novias alquiladas. Una infamia, esto es lo que hacían con él los vecinos, aquella pareja, y luego se sumaban los otros, que divulgaban como verídica la muerte de él, por estrangulamiento, entre los zapatos de una desconocida. Casi había muerto al atarse mal una corbata al cuello, eso era todo. De momento, pues, aún estaba por aquí, indagando, y defendiéndose, otra vez, de las acusaciones de abuso espiritual que ejercía, informaban los vecinos, sobre las novias alquiladas. Él las llamaba así en

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homenaje a una primera novia, que celebró la boda con otro, añadía, y ahora se ve obligado a contratar novias de alquiler para averiguar si, dentro de alguna de ellas, aparece la forma orgánica de un alma, semejante a la que viera un día en el cuerpo de otra novia, la primera novia. Él esperaba morir un día en esa misma habitación, fría, al lado de una novia alquilada, en la casa desconocida; pero no sería el mismo día que sus vecinos determinaran que él había muerto, por estrangulamiento, para dejar ya en el olvido la existencia desagradable e incómoda de tal vecino y sus novias alquiladas.

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OTRA NOVEDAD

Aunque malvivía con un pie aquí y otro allá, no sería exacto decir que vivía descontento, si bien es verdad que hubiera deseado quedarse más tiempo allá, y al fin poder tener los dos pies firmes en el mismo sitio, sin merodear más de un lugar a otro, haciendo de mensajero inútil, desasosegado. Con tal experiencia de tránsitos, cuando él y yo nos volvíamos a encontrar por la calle, traía siempre consigo algún caso interesante, las historias más recientes de algunos ausentes, a favor de los cuales hablaba sin reticencias: no le gustaban los de aquí, los vivos. Con los de allá, con los ausentes, pasaba largas temporadas y tenía una buena convivencia, una mutua simpatía. Pero esta vez ha bajado con otra novedad, dice. Ha descubierto, al parecer, una estrategia nueva de fingimiento, de callado amor, como él indica. Se trata, en resumen, de hacer una declaración de amor negándola al mismo tiempo, de modo que tal declaración se vaya silenciando, desapareciendo, a medida que la vas diciendo: se expone la declaración entre argumentos contrarios, no sólo a la propia declaración, sino al amor mismo, resultando de todo ello una perfecta declaración de amor encubierta. 60


No entendía esa estrategia, le comenté. Un poco misterioso, me respondió que el objeto a conseguir era el descontento, la insatisfacción tanto del amado como del amante. De modo que este último, el amante, pudiera seguir amando sin posibilidad de reconocimiento mutuo, esto es, en forma encubierta, no usual, no cotidiana. Así, fuera del tiempo, del uso cotidiano, aquél, el amado, continuaría con su vida, conocería a otras personas, y finalmente se casaría con un ser vivo. Mientras, el amante, a favor de la soledad, retirado a solas con su amor encubierto, proseguirá su relación con los ausentes, frecuentándolos más, si cabe, intercambiando con ellos declaraciones de amor sin herirse el alma. De pronto, me decía adiós, me daba un abrazo, y ya se iba otra vez para allá, nostálgico.

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EL TRAJE DE NOVIA

Ahora era un simple novio soltero, lo que se dice un novio sin novia, explicaba cuando estaba de buen humor. En realidad, nunca hubo tal novia: era sólo una amiga a la que él había convertido en novia en su imaginación. Pero los días fueron pasando así, cultivando este sueño: era su novia, aunque ella ignorara su condición de tal. Por tanto, indicaba, no debería extrañar que él, previendo que ella un día se alejaría a otro lugar, con otra persona, preparara ya una carta de despedida, explicándole en detalle los motivos familiares, uno de ellos muy grave, que le obligaban a anticipar la ruptura del compromiso, un compromiso nupcial que, tarde o temprano, ella misma se hubiera visto en la necesidad de romper al trasladarse a otro sitio con otra persona. Escribía de un tirón, para conmover más. Así que, para evitar más dolor en ambos, era preciso terminar cuanto antes, ahora mismo, dicha relación. La amiga, que nada sabía de la ceremonia nupcial que él había imaginado, se tomó a broma la ruptura del compromiso, y para ella no fue tan importante como él hubiera querido, y se alejó calle arriba, hacia otro sitio, con otra persona, sin ningún remordimiento. No guardó siquiera la carta de despedida.

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Así, pues, conforme a su costumbre, haciendo una pose de espectro, se anticipó a lo que iba a ocurrir, decíamos, y con esas explicaciones se despidió de ella, de la novia, de aquel amor que no fue declarado sino al final, en un papel de carta, deseándole toda la felicidad del mundo a la novia que no sabía que lo era. Y cuando ya estaba solo, cuando ya era un novio absolutamente soltero, fue un día a una tienda a comprar un traje de novia, y pidió que le mandaran a casa el vestido más blanco que había en el escaparate. A los cuatro días de recibir el paquete, guardó el traje de novia en el armario, dentro de una funda negra, deshilachada, como un luto por la boda no celebrada. Cuando, a veces, alguien le hacía una visita, abría el armario, con cierta ilusión, y le mostraba al visitante el hermoso traje blanco de la novia ausente. Entonces, para ilustrar al visitante, fingía y contaba una historia de amor y despecho, de celos y heridas entre la niebla. Al cabo de los años, salía poco de casa y apenas tenía visitas. Hubo una denuncia y derribaron la puerta de su casa: a él, al novio, lo encontraron muerto dentro del armario, acurrucado bajo la ceniza del traje de novia, que alguien había quemado.

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EL ESPÍA DEL RAMO MARCHITO



Sabrías que me abruma también esta aventura Espantosa de osar descubrir oro oculto Bajo tanta carroña. JEAN GENET, Marcha fúnebre, XIII [ Trad. A. MARTÍNEZ SARRIÓN] Después de un minucioso análisis del corazón, Hayy se convence de que el ser que había en sus . compartimientos se ha marchado. IBN T. UFAYL, El filósofo autodidacto [Trad. A. GONZÁLEZ PALENCIA]



LOS NOVIOS

Tuvo una corazonada y se escabulló entre los sentimientos, unos sentimientos nupciales que, pese a estar muertos, lo mantenían en pie, aunque medio muerto, como es natural. Medio muerto, aquí, en el suelo húmedo de un jardín, detrás de un árbol. Dicen que se había vuelto raro al intentar seguir y comprender a una pareja de novios, los cuales exhibían su pasión y celos por todo el barrio. Quería comprender lo que veía, las contradicciones de aquellos novios, y dicen que fue por eso que acabó haciendo cosas raras por la calle y por los jardines y parques. Como si el desorden sentimental que le era dado ver tanto en la novia como en el novio; como si el desbarajuste que ambos propagaban por doquier, de una acera a otra, por tiendas y portales, le hubiera envenenado por dentro, alterándole el alma, manipulando el ir y venir de su vida de un modo caótico. Desde entonces, desde la muerte de sus sentimientos nupciales, el tiempo que aún le queda por vivir lo dedica sólo a mirar, a contemplar sin querer entender, a las parejas que busca por los jardines; y de las que a veces, en momentos de máxima debilidad, se enamora perdidamente, a distancia, mirándolas desde el refugio de unos árboles.

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UN SECRETO DE AMOR

No le gustaba ser de aquella manera. ¿De qué manera? Volvía a decirlo, no le gustaba ser de aquella manera. En realidad, no le gustaba ser de ninguna manera. No le gustaba ser, añadió al final aquel pobre hombre, que moría, no de amor, sino a causa de los ruidos y de las habladurías de los vecinos sobre el último amor de su vida, como decía él. Era un abuso de confianza hablar así de sus sentimientos. Un abuso espiritual. Él no se entrometía en las relaciones de las otras parejas, de los otros novios. La suya no era una relación más extraña que las otras. Tener una novia a la que nadie conocía, a la que nadie había visto ni por la escalera, no significaba que su noviazgo fuera más raro que el de otros. Tarde o temprano, habría que salir al paso de las habladurías, de aquel infundio vecinal que proclamaba que su novia era tan desconocida, que ni siquiera él la conocía. Que tenía una novia que ni ella sabía que lo era. Como una novia inventada, una novia de ficción. Pero él les demostraría la existencia real de tal novia. Ante todo arreglaría las cuentas pendientes, tomaría las medidas oportunas para desautorizar

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las murmuraciones que una pareja de novios revelaban a los vecinos, unos novios a quienes él, en un arrebato de desespero, les había confiado un secreto de amor, o una desviación, como ahora repetían ellos a los vecinos, encantados de escuchar. Aquella vez se había precipitado, no fue nada precavido, y ahora ve traicionado su secreto de amor por una pareja de novios, con habladurías de la peor especie. Tenía el mundo ya muy visto, y sabía cómo enfrentarse a las difamaciones sobre su amor, sobre él y la novia a quien nadie conocía aún. Pero ya la conocerían algún día, les anunciaba él, solícito, tendría mucho gusto, mucho placer en presentarles a su novia, y acabar así con el malentendido de un secreto de amor, o de ese desvío que tanto proclamaban aquellos novios, aquella pareja de novios que sin duda buscaban su perdición. Pero él ya tenía el mundo muy visto, les decía otra vez, y pronto saldría al paso de las habladurías mediante la presencia irrefutable de su novia en el edificio, subiendo y bajando ella alegre por la escalera, cantando. Sólo era, añadía, cuestión de tiempo.

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FALTA DE MOVIMIENTO

Él era quien no se movía, quien estaba siempre en el mismo sitio. Sin moverse. En el mismo lugar, siempre. Mientras los demás se iban, cambiaban de casa, de ciudad, de gente. Él era quien permanecía, sin cambiar de sitio. A ratos, haciéndose el muerto. Espíritu casi, con el cuerpo haciéndose el muerto a su lado. En la misma casa de siempre. La casa natal, la casa del principio y del fin. Él era quien había sido amado y había muerto, y ahora ya no era sino amador muerto, un novio fracasado y desconocido en la casa de siempre.

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UN RAMO

Ya no les daría ninguna explicación más, afirmaba. Si entraba y salía de los parques y jardines públicos demasiado a menudo, no quería decir que le gustara molestar a las parejas, importunarlas con su presencia, con su mirada. Sólo extendía un lazo delgado, una relación efímera con las sombras de aquellos novios, de aquellas parejas de novios que se ocultaban entre los árboles. No se trataba de una mera intromisión, indicaba. En modo alguno deseaba entrometerse en sus vidas, en lo que hicieran o dejaran de hacer más allá de los árboles: quería recordar cosas de su propia vida, mirándolos, eso es todo. Aquí todos podían ser novios, excepto él, decía para defenderse. Todos presumían, todos, menos él, tenían una novia o un novio. Pero se equivocaban: también él había sido novio una vez, aunque no por mucho tiempo, es verdad. Un hombre y una mujer le traicionaron, y se quedó solo de nuevo, sin novia. Pero ahora tampoco era un falso amante, un indecente, como decían algunos. Un novio muerto quizá sí, un novio muerto, con el traje limpio, que iba a espiar a los otros novios, a los que aún vivían; a los que celebraban su noviazgo sobre el césped, mientras él los observaba desde un

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escondrijo, parado detrás de un árbol. En la mano, un pañuelo y una bolsa de plástico, dentro de la cual llevaba siempre unas flores marchitas, que había hallado en alguna papelera, y con las que hacía primorosos ramos de novia. Era al atardecer cuando iba de un parque a otro, con el ramo del día guardado en la bolsa, buscando con la mirada a una pareja adecuada de novios que no rechazaran su ofrenda, la ofrenda de su ramo mustio, que les hacía desde lejos, con la mirada más amorosa. Y más tarde, el novio muerto se iría, les dejaría para siempre, y abandonaría el parque, con un pañuelo húmedo en el bolsillo, y tiraría el ramo a la basura. Hasta mañana o pasado mañana, que saldría a buscar otros novios y más flores marchitas en las papeleras, con las que haría otro ramo de novia.

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CARTAS DE AMOR AL REVÉS

Esta vez sí que daría que hablar. Hoy mismo acabaría con esa vida discreta que, aun así, tantos trabajos le había costado. Ya no se empeñaría más en vivir. Estrenaría su mejor traje, diría adiós a todos y se iría para siempre. Sería un disgusto para la familia: tiempo atrás ya lo había intentado dos veces. En ambos casos, aún lo recuerda, se sintió muy triste al despertar. Pero ahora lo había preparado todo mucho mejor, el horario, las pastillas, la sábana de color para cubrir la almohada, debajo de la cual pondría la cabeza, de lado, para respirar menos cuando las pastillas le fueran haciendo efecto y le viniera aquel sopor que se lo llevaría para siempre, con el traje estrenado para tal ocasión. Había aprendido las cosas de la vida al revés, y se acostumbró a decir unas palabras por otras; a decir las cosas no diciéndolas, e incluso mencionando lo contrario de lo que deseaba: por eso las cartas de amor que mandaba a su novia eran, en realidad, cartas de desamor cuya ternura oculta su novia no podía adivinar, y ésta se cansó pronto de tantos mensajes indescifrables y se fue con otro novio del brazo, más común y de lenguaje claro y penetrante.

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Dicen que esto le provocĂł un problema mortal de ternura, y una vez al aĂąo intentaba suicidarse, sin conseguirlo del todo dada su mala costumbre de hacer las cosas al revĂŠs.

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UNA DEBILIDAD

Dice que ya se preparaba para un próximo disgusto, para el gran disgusto que tendría muy pronto, dentro de unas semanas a lo sumo. Y todo por culpa de una debilidad, que actuaba como un resorte para su alma. Muchos lo sabían y abusaban de ello, de su debilidad: ya de niño la sufría, era como una desolación física, que le dolía en el costado, que le dejaba el alma como un despojo, sangrante. Una imposibilidad de amar, decían algunos. Una debilidad, una impotencia amorosa, decían casi todos. Cuando le venía esa debilidad, por alguien, por un gato, por un pájaro, sentía como una tristeza mortal. Así no era fácil vivir, y ya se preparaba para el próximo disgusto de mañana, que le arrojaría otro despojo sangrante en el alma. Siempre había sido una persona con la que pasar un rato y olvidarla después. Su debilidad no le permitía aguantar más, y los demás ya tenían suficiente, más que suficiente con ese rato interminable. Quienes le habían tratado sabían de lo que hablaban cuando lo explicaban a sus respectivas familias, de vuelta al hogar. Pero lo que sí ignoraban es que, desde hacía tiempo, perseguía a las parejas de novios por los parques, y mirándoles fijamente parodiaba sus gestos amatorios, sus

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manos, mientras se desangraba por dentro como un despojo mĂĄs. No sabĂ­a lo que significaba la vuelta al hogar.

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TENÍA VEINTE AÑOS Y UNA MUERTE De cera son las puertas de los amores; cuenta que a la salida ya son de bronce. Y que a la entrada suelen estar abiertas; después, cerradas. A. MACHADO Y ÁLVAREZ, Cantes flamencos y cantares

I No podía con este mundo. Sentía a través de los personajes que iba creando por la noche. Sólo podía sentir en el mismo instante de dibujar sus vidas, de inventarlas. Luego, guardados ya los dibujos y pasada la sensación que le habían dado, otra vez se quedaba inerte, como petrificado, reviviendo otro tiempo, cuando tenía veinte años y huía de todas las familias, y vivía solo con los dibujos y una novia, aquella novia que no le duraría más de seis meses. La prometida que desapareció un día, asustada ante la falta de promesas, decía él después, sonriendo. En definitiva, un episodio de amor y desamor que le llevó a abusar de la muerte. Tenía, pues, veinte años. Veinte años y una muerte. 81


Mal suicidado y desangrado, continuó sobreviviendo gracias a los personajes inventados que acudieron, solícitos, en su ayuda. Tenía veinte años y había muerto, pero alguien –uno de ellos- le agarró de un brazo y lo empujó hacia el lado de la vida. Sin embargo, ya no amaría nunca más y se convertiría en un mirón. Desde entonces, llevaba un trozo de hielo colocado por dentro, entre la garganta y el corazón, que le dejaba sin voz mientras miraba a los demás amándose. Pero un verano conoció a otra persona, solitaria, con poca voz, y quiso identificarse con su alma, olvidando por unos momentos que él no podía sentir desde entonces, desde los veinte años. Al cabo de unos días, como hacía siempre, convocó de nuevo a sus personajes y los citó a todos en una esquina de la otra vida, esa vida desviada por donde se encontraban a menudo, tristes y solitarios, tanto ellos, los personajes, como su autor, el dibujante. De todos modos, había una condición: esos personajes cada vez abusaban más de él, y ya le exigían ahora que sintiera como ellos en todo momento, hasta el agotamiento físico, espiritual. Así pues, ya no podía con este mundo, y los personajes, a cambio de ayudarle a sentir, le exigían cada noche más atención, una dedicación absoluta, otro sacrificio. 82


II

Dijo que aquel sería el último día. Después de tocar la forma húmeda de un alma, que se le había aparecido sobresaliendo en la pared de un pasillo, dijo que ya no esperaría más. Aquel sería, pues, su último día. Y con los dedos húmedos aún de alma, escogió una hoja nueva de afeitar y apagó las luces del pasillo. Cuando su familia regresó, lo hallaron tendido en el suelo, y de la pared ensangrentada colgaba ahora una forma, aquella forma que goteaba sobre el cuerpo de él; una forma rugosa, húmeda, cuya textura no pudo ser identificada, y que se estremecía al ser tocada y sangraba más sobre la mano, cerrada, de él, dentro de la cual encontraron una fotografía de boda, arrugada y rota. La hoja de afeitar entre los dedos de la otra mano, abierta. Había tenido veinte años y una muerte, y a ciertas horas buscaba novios entre los árboles, manos de novias y novios.

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LOS PAPELES DE UN DESCONOCIDO



I

Hoy he escrito una carta de amor para otro. Esto me place mucho. SÖREN KIERKEGGARD, Diario de un seductor

Un desconocido me ha parado por la calle y me ha entregado un papel escrito. Se ha despedido en seguida de mí, hasta otro día, no sabe cuándo, para seguir dándome noticias de lo que él ha llamado “un extraño caso de amor”. Al quedarme solo, he buscado un rincón, un portal solitario para leer con tranquilidad el papel que me había entregado aquel desconocido: «Ya lo he decidido. De ningún modo le confesaría este amor, nunca le revelaré el secreto: ésta será, pues, aun a riesgo de no ser comprendido, la más sincera declaración de amor. No decirla, tal será la declaración más pura de amor que le podría dedicar. Toda aquella relación se verá encubierta, así, bajo lo que denominaré un roce de almas. Piel de espíritu contra piel de espíritu. Y no pasaremos de tal roce, no iremos más allá. Sin declaración alguna de amor que venga a estorbar con otros elementos, con formas orgánicas.»

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Éste es un extraño caso de amor, me digo, mientras me guardo el papel en el bolsillo; una verdadera declaración de amor sin declarar. Esperaré con cierta ansia y curiosidad la entrega de más noticias, de otro papel.

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II

Al cabo de un tiempo, el mismo desconocido me hizo entrega de otro papel, en el que decía: «Han pasado los años, y ahora va por las casas preguntando hasta dónde puede llegar la atracción de almas. Porque, en su caso, parece ser que la relación no tuvo un buen fin, y aquel roce de almas, tan bien preparado y con las palabras más dulces, acabó en fracaso. Sin embargo, había tocado sangre, decía. Una noche tuvo la tentación, aprovechando el roce, de introducir un dedo en aquella alma, en la parte superior, y cuando lo extrajo estaba cubierto de sangre. Una visión, la de aquella sangre, cuyos efectos le persiguieron hasta el mismo día en que estiró ambas piernas, en un portal, y ya no volvió a levantarse.»

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III

He entrado a tomar una cerveza en un bar de mi barrio, y alguien ha deslizado un papel en el bolsillo de mi abrigo. Esta nota me ha sorprendido, y me ha preocupado más que las anteriores, pero no sé si podré averiguar la verdad de lo que en ella se dice. Ya la he leído varias veces, y no sé qué pensar: «Habían vivido juntos una temporada. Ahora, sin embargo, algo les había ocurrido, aunque era algo distinto para cada uno de ellos. Ella conoció en seguida a otra persona, con quien no dudó en prometerse. Muy pronto le llegaron a él noticias de ese compromiso y dejó escrita esta confesión en casa de una vecina, antes de marcharse y desaparecer del barrio: “Nos hemos vuelto a ver. Les participamos que somos felices. Por ejemplo, les diré que acabo de acariciar el traje de novia, que yo mismo le he desabrochado, y ha caído desmayada, casi desnuda, entre mis brazos, sin palabras, junto al traje blanco, labios entreabiertos, la piel del vientre enfriándose, entre mis brazos, el corazón palpitando aún, coágulos de sangre entre los dedos, un trozo de intestino en una caja de cartón, estampada de estrellas y pájaros, sobre la mesa, una novia y un novio entrelazados, amor, amor mío, gotas de sangre traspasando el cartón de la caja estampada, manchando tus zapatos blancos,

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mis zapatos negros, un regalo tuyo, estrenados para celebrar este día, el día de nuestra boda siempre aplazada, en que mueres para todos, muerta para todo el mundo excepto para mí, en cuyos brazos vivirás siempre, desangrándote, en esta casa desconocida donde viviremos siempre, desangrándonos los dos.” La vecina hizo llegar esta nota de confesión a otra vecina, y así fue pasando de mano en mano, hasta la indiferencia y el olvido de ese vecino tan raro, que afortunadamente desapareció sin dejar señas. La policía no ha cerrado el caso.»

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IV

Sin nada mejor que hacer, paseaba aquella mañana de una calle a otra, hasta que me detuve a mirar el escaparate de una zapatería. Me quedé un momento abstraído contemplando la forma de un par de zapatos cuando alguien, por detrás, me dejó un papel en la mano, un desconocido que al volverme ya no pude ver sino de espaldas. Otro papel más, me dije, y leí las palabras que siguen: «Anoto las cosas vistas y las no vistas, me gustan las ausencias cuya virtud fortalece el corazón, pero no soy un asesino de novias. No voy por ahí, como dicen algunos, seccionando cuerpos de novia con el objeto de recomponer, un día, con esos trozos, un solo cuerpo, el cuerpo amado, ausente. Sólo son habladurías, calumnias. Tuve un amor imposible, no lo niego. Pero fue declarado imposible de mutuo acuerdo, por los dos, el novio y la novia. Decidimos mantenerlo así, imposible, porque descubrimos a tiempo que sólo evitando la consumación del mismo, podría permanecer, sobrevivir para siempre este amor. Un amor que sólo se mantendría como tal mientras fuera imposible. Sabiendo, por otra parte, que siendo imposible, también sería incompleto. Pero al menos existiría, nos dijimos, nos prometimos el uno al otro. Que, tiempo después, una de las dos partes, la parte de la novia,

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no respetara ese acuerdo, ese compromiso, no justifica que algunos vayan sugiriendo sospechas. Ni que otros me acusen ya directamente de intentar recomponer aquel amor -traicionado por una de las partes, la parte de la novia- manipulando los trozos de novias distintas que dicen llevo en bolsas de plástico. Habladurías, calumnias. Que busquen al verdadero asesino de novias, y que me dejen a mí tranquilo con mi parte, respetada, mantenida, de aquel amor imposible.» Me alejo de la zapatería y me voy por una bocacalle estrecha, cada día más perplejo con esos papeles. ¿Qué pretenden indicarme con tales mensajes? ¿Alguien, un desconocido, está haciendo un esfuerzo por advertirme? ¿Sospechan de mí? ¿Será, pues, falsa la confesión de la nota anterior, que una vecina halló en su propia casa?

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V

Esta vez me han llegado dos papeles. En uno han escrito estos versos: “Me chupó a mí primero, y ahora te chupa a ti; / y en esta pulga nuestras dos sangres mezcladas están.” Sin más comentarios, ahora pasaremos al otro papel: «Era un chico muy raro: dicen que perdía sangre a través del alma. Mortalmente herido, tenía como una hemorragia en el alma, desde que le vino aquella imagen, aquella visión, que le había removido los restos de un sentimiento. Él se había acostumbrado a no sentir, y a tener pequeños suicidios, discretos, pero cometidos a diario con total impunidad, aunque vagamente sospechados por su familia. Día tras día se mataba un poco más separándose de todo y de todos, y para ello iba de visita al infierno, decía, pero en realidad acudía a un barrio donde se escondían los seres medio vivos, las novias alquiladas con quienes compartía dosis de fracaso, recuerdos de sangre, bisuterías; con quienes era posible compartir, imitándolo, el amor correspondido de los demás, aquel amor que él no conocía, pero que era representado en los parques y en las casas de los demás. Una imitación de los rituales de la vida ajena, celebrada con el silencio de una novia alquilada. Pero ahora había tenido

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una visión, había visto la forma herida, acuchillada, de un alma, cuyos cortes profundos le miraban y le hablaban, rozándole el lado insensible de su cuerpo (porque tenía un perfil como de muerto). En suma, volvía a sentir, como si ardiera un rescoldo entre las manos ásperas de una novia alquilada, como si la desolación no fuera tan fría en la habitación, y las manos ya no se mancharan con venenos de suicidio discreto, con imitaciones de amor. Sin embargo, tiempo después volvió a recaer. Dicen los vecinos del lugar que, antes de llegar la ambulancia, aún intentó levantarse mientras pedía que le ayudaran a abrir la ventana, en cuyo patio interior, abajo, les decía muy convencido, le estaba aguardando su verdadera novia, la que siempre llegaba con retraso los domingos, con demasiado retraso. Y fue entonces cuando pronunció la palabra, la declaración que tenía prohibido decir: “Te quiero”, dijo, antes de que le introdujeran en la ambulancia, ya del todo inconsciente sobre la camilla.» Después de leer este último papel, entraré en un bar de novias alquiladas, como sugiere el papel, y haré algunas preguntas interesadas mientras me bebo una cerveza, disimulando. Una pulga muerta con sangre de los dos amantes entre los dedos. No conviene hablar más.

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VI DESOLACIÓN AMOROSA

Esta mañana, al abrir el buzón de mi casa, me encontré con este papel escrito a máquina (los papeles anteriores estaban escritos a mano): «Lo hice por desolación. No puedo ocultarlo durante más tiempo. Confieso que lo hice por desolación. Sin desnudarla, luego de intentar cortarle las uñas de los pies, con una hoja nueva de afeitar le corté las venas del pie izquierdo. Por fin conocería la sangre, no de su cuerpo, que no me interesaba, sino la sangre de su alma, que ya me humedecía los dedos. Una sangre de la que me había enamorado, pero cuyo amor, al no poder decirlo, declararlo, se me fue corrompiendo por dentro, hasta que me dejó en una desolación amorosa que no pude soportar. Y entonces fue cuando necesité llegar a la sangre, a su sangre, para tocarle el alma, que se me escapaba, que seguramente se iba con otros y yo no lo sabía, en mi desolación amorosa de no ser amado. Pero ahora ella, mi novia, estaba aquí, goteando en mi mano, en la mano que ya sería para ella, en esta casa, donde estaríamos siempre juntos, rechazando el amor de cualquier otro; en donde sangraríamos los dos juntos, ella sangrando conmigo, abiertas las venas de mi brazo derecho,

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estirados en el suelo, besándonos mientras vamos perdiendo la sangre en esta casa desolada… Lo confieso, no quiero ocultarlo por más tiempo: lo hice por desolación.» De esta nota deduzco que él sobrevivió a su novia. Estoy cansado de tantas notas. Vivir así, entre los papeles de un desconocido, me agobia, me angustia cada vez más, y me hace sentir culpable, no sé por qué, como si yo también fuera responsable de la muerte accidental de mi primera novia.

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LA HABITACIÓN CERRADA



Vós mateix una hora abans no ho sabreu, que la vostra confessió és tan pròxima. Tinc el convenciment que us decidireu a “acceptar la sofrença”. FIODOR DOSTOIEVSKI, Crim i càstig [Trad. ANDREU NIN]



UN CUENTO DE HADAS MUERTAS

… un amor que ha resuelto no calmar su sed al lado de la raza humana. LAUTRÉAMONT, Los cantos de Maldoror, II

I Aquel dolor reapareció más allá, pero no a gran distancia. Más cerca o más lejos, según quién lo recordara, pero siempre en la misma ciudad. Era una mancha de sangre, rectangular, ya reseca, que no se mostraba al primero que llegaba pregonando tristezas. No quería mostrarse a todo el mundo. No era suficiente llevar un recuerdo muerto en la mano, un cabello arrancado. Antes de la revelación, tenías que pasar una temporada tocándote el alma a solas, a escondidas, e introducir dos dedos en una taza de sangre caliente. Sólo después de este ritual, en plena soledad, algunos podrían acercarse a la mancha de sangre reseca, rectangular; sólo entonces tendrían algo en común: venir de un lugar desolado, venir de un amor muerto.

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II Sin embargo, no hubo ninguna celebración. Aquel era un noviazgo herido de muerte, en la playa de los escarabajos dorados. Con tanta sangre de por medio, al final no fue posible aquel roce de almas, para el que tanto se habían preparado, introduciendo los dedos en la sangre caliente y tocándose cada uno el alma, a solas. Así, ambas se fueron por caminos distintos, desapareciendo tras una niebla enrojecida, con retales de luto por el suelo, retales que envolvían las sílabas que iban cayendo por detrás, cubiertas, empapadas de… Sílabas abandonadas, mal pronunciadas. Una de las almas, pues, se fue calle arriba, en busca desesperada de ramos de luz, de otras casas, de otras manos, de otros espejos. En tanto que la otra, en cambio, más sedentaria, se encaminó hacia abajo, regresando una vez más a los callejones de su infancia. Al fracaso. Volvía a las calles húmedas, estrechas, malolientes, donde todo, la vida y la muerte, había ocurrido en poco tiempo. Y en donde se reencontraría de nuevo con la vida muerta de las novias alquiladas, con la diadema de bisutería de los novios mal travestidos, con la mirada perdida de las madres que tienen amantes infieles, crueles, y con los padres, ebrios, que persiguen y rajan a las niñas descaradas. Un acordeonista al fondo, cantando que una de las dos

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almas consiguió llegar al bosque de los espejos y alcanzar un ramo de luz para iluminar la casa nueva. Mientras, la otra, seguía callejeando, buscando heridas, buscando ausencias, novias alquiladas que le contasen las últimas noticias sobre el joven carpintero, que se había desgarrado las entrañas con un amor y pastillas. O que le volvieran a recordar cuál fue el abandono más grande, o las primeras muertes de una novia, malquerida. De este modo, compartían ramos marchitos, salivas quemadas, ventanas que dan al crimen, a la sangre reseca, rectangular. Amor gastado, en la casa de siempre, con la misma escasa luz, troceando y compartiendo aquel amor muerto, agusanado, pero revivido otra vez en esta noche de pena y delirio, de pena y perro, ahora que todos se han ido a la mesa de arriba, con un ramo de luz, y aquí sólo quedan unos cuantos solitarios, en la esquina de siempre, resquebrajada, manchada de sangre, con todas las hadas muertas al lado, asesinadas sobre retales de luto.

III Y también bajará a recorrer estas calles húmedas, estrechas, aprovechando la oscuridad del cielo, ahora que se cierran todas las ventanas, el hermafrodita esquivo, que aún sangra cada mes por las habitaciones más frías, pero que ya no ama a

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nadie. Y a una prudente distancia, nos seguirá el pederasta, delgado y pálido, bajo de estatura, que desea una vez más tocarte el alma, la piel, y desgarrarla, hacerla sangrar, en la sala oscura, en donde mañana volverán a morir todas las hadas. En suma, muchos tenían algo en común: venían de un amor muerto, y cada uno llevaba, en el bolso mal cerrado, un resto, un despojo, un recuerdo esmaltado, que sangraba por las costuras del bolso, goteando a lo largo de la calle hasta dejar un rastro que señalaba el camino de vuelta a casa, a la casa desolada, en donde te espera un espectro, un mechón de polvo, un amor raspado, desaparecido en extrañas circunstancias, como suele decirse, extraviado quizá en el país de las novias alquiladas. Con todas las hadas muertas. Vestidas con retales de otro tiempo, gastados, se ponen a tu alrededor…, te levantan del suelo…, y te llevan a un lugar desconocido, confortable, las manos de todas las hadas muertas.

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LA HABITACIÓN CERRADA I

Él, como siempre, andaba callejeando por los barrios bajos, subiendo y bajando aceras, doblando esquinas. De pronto, la vio aparecer, de espaldas, callejeando también, hacia abajo, en dirección al puerto. Iba sola, con una maleta, aunque parecía esperar a alguien que vivía en aquel mismo barrio, o bien se dirigía a un sitio, a una casa desconocida. No la llamó, no dijo su nombre, y la siguió a cierta distancia. Pero no la seguía para descubrir algo de ella, de su vida, un secreto, tal vez un encuentro misterioso; no, la seguía como soñando, maquinalmente, iba detrás porque ella estaba ahí, delante, sin más, a una prudente distancia el uno del otro; ignorando adónde les llevaría ese vagar, el seguir bajando por aquellas calles angostas (al menos él no lo sabía). Sin embargo, al cabo de unos minutos de tal seguimiento, y pese a querer mantener las distancias, lo cierto es que él se fue acercando a los pasos que daba ella, cada vez más cerca de su cuerpo, hasta que, sospechando algo, ella volvió de pronto la cabeza, y lo vio allí, de pie, casi petrificado, pero no lo reconoció. Y entonces pudo él comprobar que la persona a quien seguía, de

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camino a lo desconocido, no era realmente ella, sino que se trataba de otra persona, una mujer a quien no conocía (la maleta ahora había desaparecido). De todos modos, ella, la desconocida, pasada la sorpresa, le sonrió y le dijo “hola”, y él le devolvió el saludo. Después de un silencio, ella le sugirió que la acompañara unos metros más allá, hasta una pensión que estaba allí cerca, le dijo. Mientras la acompañaba, ella le contó que, pese a las apariencias, de niña también había coleccionado cuentos de hadas vivas, hasta que un día murieron todas en casa de su familia, y ahora ella iba y venía por la calle de las hadas muertas, de todas las hadas muertas. A continuación le dijo que, ahora mismo, le quitaría el frío de la mirada, en una habitación limpia, a cambio de un precio, usando técnicas, le confesó, en que era experta desde temprana edad, cuando las hadas ya estaban muertas. Así llegaron hasta la puerta del edificio, que resultó ser una falsa pensión de barrio. Antes de que ella abriera la puerta, de cristal opaco, él se excusó diciéndole que no se sentía muy bien, que tenía un exceso de tristeza en el ojo derecho que no le dejaba ver claramente las cosas. Ella le contestó que parecía un espectro, pero no se enfadó, y se despidieron hasta otro día, prometiéndole él que volvería un día a buscarla en la calle de las hadas muertas.

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II EN LA PUERTA DE LA HABITACIÓN

Otro día, en el mismo sitio. Habían entrado ya en la falsa pensión, subiendo hasta la habitación convenida, pero ante cuya puerta, cerrada aún, él le dijo a la novia alquilada que no podía entrar, pues sentía un malestar en el costado derecho y en tales condiciones no podía compartir ni un amor muerto. Al oír esto, ella le pidió que esperase un momento porque deseaba enseñarle algo, que sin duda le interesaría. Entonces, sin más demora, ella abrió la puerta de la habitación y le mostró la sorpresa que guardaba en el interior: un hombre y una mujer estaban allí dentro, manoseando una víscera, no…, en realidad, era un corazón. Esa mujer, a quien él parecía haber reconocido, estaba de pie, medio desnuda, mientras el hombre, con un estilete en la mano, sentado en un sofá, desnudo también, parecía estar muy pendiente de la mujer, que ahora, toda desnuda ya, en medio de la habitación, manoseaba el corazón con las dos manos, sobre una mesita de noche, y de cuya tabla de mármol chorreaba sangre, salpicando el suelo… Al hombre, con el rostro velado, no pudo identificarlo. De pronto, ambos, la

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mujer y este hombre, volvieron la cabeza hacia la puerta abierta, indiferentes, pero no dijeron nada. Acto seguido, la novia alquilada cerró de inmediato la puerta, sin haber dado ni un paso por la habitación, sin haber hablado con ellos, y le dijo a él que ya podían irse: más adelante comprendería lo visto, y que ya se verían otro día en la calle de las hadas muertas. Él le dijo “adiós”, y se fue por el pasillo de las lámparas rojas, tropezando con una alfombra raída, y palpándose el pecho, donde tenía dos figuras clavadas, y sangraba como aquel corazón en la mesita de noche. Al salir a la calle, le llamó alguien, un hada malherida también, que estaba apoyada en un rincón, y le aconsejó que se lavara los labios en la sangre pura que ella perdía, sin remedio. Así lo hizo. Así lo hizo y así vivió ya todo el tiempo, con un poco de sangre en la boca, y dos figuras clavadas como estacas en el corazón.

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III DENTRO DE LA HABITACIÓN

Pasado un tiempo, unos cinco o seis meses, él volvió a la falsa pensión, aunque esta vez sin la novia alquilada, y subió a la misma habitación cuyo interior misterioso, ensangrentado, aquélla, la novia alquilada, le había mostrado desde el pasillo, sin llegar a entrar dentro. Apenas recuperado, tanto le había conmovido e intrigado lo que allí había visto, ahora subía dispuesto a descifrar el misterio que se ocultaba dentro de la habitación. Esta vez, pues, sin la compañía de la novia alquilada, llega solo hasta la puerta y llama con dos golpes de nudillos. Al cabo de unos veinte segundos le abre la puerta una mujer, medio desnuda, la misma que la vez anterior estaba ocupada manoseando un corazón con las dos manos, ensangrentando el suelo, y a quien él conocía de otro tiempo. Le dice que puede pasar, como si le hubieran estado esperando desde entonces, cuando él apareció en el dintel de la puerta acompañado de la novia alquilada. El hombre sigue ahí también, sentado en el sofá, como antes, desnudo, y con el mismo estilete en la mano (ahora se puede apreciar que tiene el mango de nácar). Todo, incluso la mesita de noche, con tabla de mármol jaspeado (de cerca lo ve mejor)…, todo,

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pues, se conserva igual dentro de la habitación, excepto la presencia del corazón sangrante, les advierte él. A lo cual responde la mujer diciendo que el corazón en realidad no había desaparecido de allí, pero ahora lo tienen encerrado, guardado en un cajón de la mesita de noche. De momento, añade la mujer, le dejarán ver sólo una muestra, unas cuantas láminas, muy finas, rectangulares, bien cortadas, de ese corazón que él recuerda chorreando sangre, de la mesita al suelo…, unas láminas calientes, trémulas aún, pese a los meses transcurridos desde la última vez. Y abre un pañuelo de algodón, empapado en sangre, donde conservan las ocho láminas de carne, palpitantes. Luego de mostrárselo y de haberle dejado palpar una de las láminas, lo envuelven todo otra vez, haciendo un nudo pequeño con las cuatro puntas del pañuelo. Mientras tanto, la mujer se desnuda del todo, y el hombre vuelve a sentarse en el sofá, con el rostro velado y el estilete en la mano, un rostro que él no ha podido aún identificar. Mareado por las gotas de sangre que resbalan del cajón de la mesita, se despide del hombre y de la mujer y abandona la habitación arrastrando los pies, mirando de reojo los pedazos de una fotografía esparcidos sobre el suelo, manchados de sangre. Ahora ya lo había visto, ahora ya lo sabía casi todo y, sin dejar de arrastrar los pies, cayó escaleras abajo.

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EL VECINO QUE SE ENAMORABA DE LOS NIÑOS

I Hace ya tiempo, en la comunidad de vecinos se organizó una fiesta, cuidando el más mínimo detalle, cuyo invitado especial iba a ser un hombre delgado, de mediana edad, de cabello rubio y modales femeninos, un vecino, al decir de algunos, que se enamoraba de los niños. Para que la fiesta fuera del todo vistosa y un éxito, acordaron las mujeres estrenar todas un vestido blanco, y los hombres, zapatos de charol, a la vez que recomendaban al invitado especial que se vistiera como de boda, adquiriendo para ello, si quería, un traje de novio en la tienda de ropa de segunda mano que había en el mismo barrio. Así lo hizo, ilusionado, se fue a la tienda y compró el traje de novio más rutilante y bien planchado que le dieron a escoger.

II Por fin, llegó el tan ansiado día, el día señalado. Todos estaban ya en el rellano de la escalera, esperándole, abrieron la puerta y le hicieron pasar en primer lugar, con muestras de

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alegría, de un quizá excesivo jolgorio por parte de los allí presentes. Pero él entró feliz y contento al comprobar que era aquélla una fiesta inesperada, en su honor, una verdadera fiesta sorpresa dedicada a él, a quien rodeaban excitados matrimonios, niños simpáticos, solteros revoltosos y viudas alegres, más alguna que otra exnovia de él, que se habían sumado a la fiesta, previa invitación secreta. Al poco rato, le presentaron un niño vivaracho, de largas pestañas, como pudo observar, y le anunciaron que se iba a representar una función de teatro, un simulacro de boda entre él mismo y ese niño que ya conocía. Sería un espectáculo de lo más artístico y casi familiar. Un sueño como final de fiesta. Él aceptó su papel en la ceremonia, y entonces uno de los vecinos, el más hablador, juntó las manos de ambos, dijo unas palabras de bienvenida, y los desposó para un día, sólo para este día de fiesta, dijo el oficiante. Acto seguido, la dueña del piso ordenó servir en la sala comedor una abundante merienda, a base de pasteles, platos de nata y de crema, tazas de chocolate. Otro vecino, acordeonista aficionado, amenizó las horas tocando melodías populares italianas, hasta el anochecer.

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III Al anochecer. Fue entonces cuando se adelantó una pareja, un hombre y una mujer, dirigiéndose ambos hacia la alcoba principal de la casa, y después llamaron al invitado para que hiciera el favor de entrar en la habitación, solo, con el fin de continuar con la representación amorosa, pero ahora sin el niño de largas pestañas. De nuevo aceptó él la propuesta, y entró solo en la habitación, como le habían pedido, con su traje de novio, reluciente, aunque un poco ancho para su talla. Una vez dentro, el hombre y la mujer cerraron la puerta con llave, y él se quedó allí, en la habitación, solo, unos diez minutos, sin comprender lo que sucedía. De pronto, la misma pareja de antes llamó al resto de los vecinos, que aún estaban merendando, y todos juntos abrieron la puerta y entraron en la habitación, donde estaba él, sentado al borde de la cama, esperando una explicación. Pero no le dijeron nada, y ya sin miramientos lo empujaron sobre la cama, lo ataron a ella y le amordazaron con un calcetín largo, blanco, de primera comunión, dijeron algunos, riendo. Ya del todo inmovilizado, fueron a buscar al niño de largas pestañas y lo hicieron entrar también en la habitación, para que viera al novio, al vecino que se enamoraba de los niños, atado en la alcoba, amordazado en el lecho de la falsa boda. El niño fue el primero en insultarlo y

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escupirle, y a continuación se colocaron todos alrededor de la cama, del novio amordazado, al que insultaban y escupían en los ojos, mostrándole sexos de plástico de hombre y de mujer que restregaban contra su rostro, hasta hacerle sangrar, en un alboroto de risas y gestos obscenos.

IV Al cabo de media hora de suplicio, el corazón del hombre delgado, del vecino que se enamoraba de los niños, dejó de latir. Murió entre espasmos, pero no por miedo a los reflejos del estilete que empuñaba uno de los vecinos, amenazante y burlón…, su corazón dejó de latir a causa de las náuseas cuyo vómito había reprimido la mordaza del calcetín largo, blanco, de primera comunión, que le llenaba toda la boca; y que le había provocado la asfixia, dijo el médico forense al certificar la muerte del vecino, del invitado especial que se enamoraba de los niños.

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POR UN SENTIMIENTO DE MÁS

No debía haberlo mencionado. Por un sentimiento de más. Había tocado sangre, y a partir de ahora su vida, sus palabras ya no serían reconocibles, serían otras. Y todo por un sentimiento de más. Cualquiera de sus recuerdos, de sus palabras, tendría ahora otro sentido, otra interpretación. Nadie sería ya capaz de identificar el resto de pureza que aún le quedaba en alguna parte del cuerpo, del alma. Porque le darían ahora otro nombre, un mal nombre a todo lo que tuviera relación con él, con su vida. Lo recordarían, pues, de otro modo, y justo entonces ya habrían comenzado a quererle menos, por haber tocado sangre, por haber sentido un sentimiento de más. Y su corazón en falso, destruido para siempre, mientras el alma le sale a trozos por detrás, después de haber tocado sangre, la piel, la muerte de otro. A puerta cerrada, en la habitación de los amantes, con un corazón caliente sobre la mesita de noche, mientras un niño muerto sube y baja por la última escalera.

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DE LAS RATAS Y EL AMOR

I Lo hicieron bien, mediante promesas y sortilegios ya le habían confundido y casi desnudado, de cintura abajo. Le dijeron que iban a quererle más. Con las manos enguantadas de blanco, le abrían las delgadas piernas y le susurraban que ahora, en esta habitación tan confortable, jugarían con él y le querrían más que antes. El niño, perplejo, angustiado, un poco seducido también, intentaba cubrirse con las dos manos, en cruz. Igual que una niña, le dijeron al besar sus manos y separarlas de los muslos, de la entrepierna. Aquella pareja, aquel hombre y aquella mujer, le frotaban los labios y el sexo con una prenda interior, doblada, de la que se podían apreciar algunos bordados. Parecía una niña, le volvieron a susurrar, mientras el hombre le besaba ahora los labios, y la mujer le abría el prepucio con un pasador blanco del cabello, recién desinfectado con alcohol, aseguraba la mujer al hombre, que ahora tenía los dedos enguantados sobre los labios del niño.

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II Pasaron los años y el niño siguió viviendo y se enamoró. Pero todo se acabó una mañana, al recibir una nota de ruptura. Una ruptura amorosa, en la cual se le informaba que él se merecía algo mejor, que había idealizado en exceso a la novia, su ya exnovia al leer la nota, y que ella sólo quería tener un hombre a su lado, que la protegiera, que la cuidara, aunque éste no supiera nada de pájaros ni de sombras chinescas, conocimientos que él tanto dominaba, por supuesto, y que sin duda cautivarían, enamorarían a cualquier otra novia, más preparada y más atenta al mundo especial de los pájaros y las sombras. Pero siempre recordaría con gratitud y mucho afecto la poesía rimada que le había dedicado, comparándola a ella con la belleza de ciertos pájaros, tanto por su elegancia en el vestir, como por la delicadeza de trato.

III Después de leer la nota de ruptura, se la guardó en el bolsillo, y se fue a un jardín entre cuyas palmeras se tendió a recordar, a recapacitar sobre las noches de amor pasadas en casa de unos amigos. Luego de repasar vivamente los días de su noviazgo, 121


ya fracasado y notificado, percibió un cosquilleo, como un movimiento en su bolsillo, donde había guardado la nota escrita. Era como un alboroto de roedores, sí, las palabras en el bolsillo, las palabras de la nota, se habían convertido en ratones que pasaban de un bolsillo a otro de los pantalones, del abrigo. Agujereándolos, ahora se le introducían por detrás, entre las piernas, y le subían hasta las entrañas, hasta el corazón, que roían y masticaban lentamente. Corazón masticado, digerido, amor haciéndose lentamente, encarnándose, volviéndose rata, una sola rata ahora, royendo, masticándole por dentro.

IV Cuentan que, pese a lo sucedido, él dijo un día –todos lo recuerdan–, que no le sabía mal haber conocido esta clase de amor. El amor de una rata que se le había comido el corazón, y que, según explicaba, aún la tenía adentro, mordisqueándole, masticando aún y digiriendo este amor…, el amor que él aún sentía, en las entrañas mordidas, el amor que él ya siempre sentiría, con una rata dentro, en el interior de su cuerpo, viviéndolo, royéndolo, devorándole primero el corazón y ahora las entrañas, ya siempre así, mientras un hombre y una mujer volvían a comprar pasadores blancos para el cabello.

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LA CENA INTERRUMPIDA

I La historia de aquel día comenzó, para él, cuando vio casualmente, por la calle, a una amiga de las de antes, decía, y de quien había estado enamorado tiempo atrás. Se saludaron cordialmente, y ella en seguida le presentó a su acompañante, su marido, le dijo, recién casados hoy hace quince días. Por este motivo, para festejarlo como es debido, le invitaban ya a una cena que iba a celebrarse el próximo domingo, y no admitirían ninguna excusa, le advirtieron sonriendo. Él, dudando un poco, aceptó al final dicha invitación, un tanto precipitada, les indicó medio en broma. Por tanto, se despidieron hasta el siguiente domingo, y él se desvió por una bocacalle para volver a su casa, quizá algo preocupado por aquella cita imprevista.

II Y así fue como llegó el domingo, y él se presentó, media hora antes de lo convenido, a la nueva casa de los recién casados, donde ya estaban los dos, sin embargo, esperándolo a la puerta del jardín, saludándole con la mano. Al entrar en la casa,

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le anunciaron que él era en realidad el único invitado de aquella noche, una cena íntima, pues, sólo para ellos tres, añadieron. Casi en volandas, lo trasladaron de inmediato a la sala del comedor, en cuya mesa ya estaba todo bien dispuesto, e incluso servida la comida y las copas llenas, lo cual dejó al invitado bastante perplejo, aunque les dijo que admiraba tanta prontitud y buen hacer, sin vanas demoras. Una vez animados y familiarizados, empezaron a contarle, entre plato y plato, los fabulosos viajes de su luna de miel, mientras él permanecía callado, concentrado mirando a la amiga: cómo fruncía los labios al masticar, o el suave movimiento de una mano entre el tenedor, el plato y la copa; haciendo ver, él, que escuchaba con atención las idas y venidas de los novios por los países más exóticos, y sonriendo sin ganas ante las procaces descripciones de algunos placeres, a los que se había entregado la feliz pareja, según contaba el marido, de una ciudad a otra, de un hotel a otro, en el fulgor de la noche, en habitaciones majestuosas.

III Pero al llegar a la mitad de la cena (ahora el marido acababa de traer unos platos de carne asada), los dos anfitriones se levantaron de la mesa –primero ella y luego él–, y le dijeron que se veían obligados

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a retirarse un momento para discutir un asunto delicado. No podían aplazarlo, se trataba de un asunto delicado, muy delicado, y que no podían dejar para más tarde, le confesaron señalando la urgencia del mismo. Entonces él, sorprendido por el enigma, pero amable, les dijo que no se preocuparan en absoluto, ya que él les esperaría leyendo una revista, mientras ellos dos resolvían aquel asunto delicado. Dicho esto, el matrimonio recién casado se dirigió a la alcoba que estaba junto al comedor, cerrando la puerta con llave con cierta dificultad (la llave crujía rascando demasiado en la cerradura). Fue pasando el tiempo, y él seguía allí, inmóvil, sentado a la mesa, como si alguien lo hubiera arrojado al comedor, de mala manera; con la cena interrumpida, hojeando la misma revista odiosa, contemplando los platos y los vasos estáticos, y sintiéndose ya muy preocupado por la demora de los anfitriones. Porque la habitación continuaba cerrada, no se oía ningún ruido, ninguna voz. Un asunto delicado, interminable al parecer, tratado a puerta cerrada, bajo llave, que se estaba convirtiendo en eterno para el invitado. Una eternidad terrorífica, pues a la ausencia de voces y ruidos, se añadía ahora, dominándolo todo, invadiendo el espacio, como una corriente de vacío, un rumor de vacío, aterrador, que se escapaba de

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la habitación, por debajo de la puerta. Un vacío afilado, frío, muy frío, que se desparramaba hasta el comedor, y le subía a él por detrás, por la espalda, desgarrándole la piel, como si aquellos esposos recién casados le estuvieran hiriendo de lejos, abusando de su cuerpo y de su alma desde la habitación, a puerta cerrada.

IV De pronto, oyó crujir de nuevo la llave, rascando en la cerradura como la vez anterior; volvió la cabeza hacia donde estaba la alcoba y vio salir de la habitación, primero, al hombre, al esposo, y después a la mujer, a su esposa, que salía moviendo la cabeza con una sonrisa y abrochándose la blusa, con algunos dedos ensangrentados, como pudo ver él desde el comedor. Ya no descubrió nada más, ni vio cómo se le acercaban, frotándose ambos las manos con una pieza de jabón, puesto que un estremecimiento agudo en el pecho le hizo desplomarse, sin sentido, sobre la mesa, aferrándose al mantel negro con desesperación (varias copas y platos cayeron al suelo)… Así ocurrió, el invitado había perdido el sentido en el mejor momento de la velada, interrumpiendo la cena y la fiesta, argumentaron, como quejándose, los recién casados a los camilleros de la ambulancia.

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V Nunca sabremos lo que verdaderamente sucedió allí dentro…, cuál fue el asunto delicado a tratar…, qué se dijeron en la intimidad los recién casados…, qué historia planearon aquel hombre y aquella mujer, de quien, en otro tiempo, él se había enamorado…, qué hicieron realmente en el interior de aquella habitación, a puerta cerrada, bajo llave. Él, el invitado, tiempo después sólo recordaba el inmenso abandono, aquel rumor de vacío infinito, afilado, que se escapaba por debajo de la puerta de la habitación; y que se desparramaba, terrorífico, hasta la mesa del comedor, hiriéndole, desgarrándole el cuerpo por detrás, y un peso frío, acerado, hundiéndole los hombros y apretándole el cuello, descarnándolo, hasta hacerle perder el sentido sobre la mesa de la cena interrumpida.

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CUENTO DE AMOR EXTRAÑO

I Hay cosas que sólo ocurren al atardecer, y te dejan el alma rota para siempre, decía. Así fue. Tenía una herida más abajo, y el corazón mal clavado, y hoy, además, le seguían dos individuos por la calle. Al atardecer, esto ocurrió al atardecer.

II No había duda, le seguían, le buscaban a él, ahora los dos individuos se habían separado un poco el uno del otro, pero sería mejor no correr, continuar andando así, pensaba él, cuando ya le acorralaban en la acera, uno por delante y otro por detrás, entre los coches aparcados y la acera. Una vez ya detenido, lo llevaron a un portal y comenzaron a interrogarle, querían saber, querían averiguar por qué frecuentaba tanto algunas calles de este barrio, entrando y saliendo de bares y casas, tan a menudo y con tanto misterio. Querían saber, informarse de su vida, de su alma.

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III De pronto, sonrieron y le comunicaron que ya conocían las inclinaciones de su alma, sus deseos más íntimos, pues hacía más de una semana que estaban grabando sus palabras, sus intenciones, sus idas y venidas con aquella mujer búlgara, sí, la del bar, con quien hablaba de prostitución, de la belleza corrompida de ciertos niños y niñas, que él, y también aquella chica búlgara, habían tratado en la infancia, enamorándose más de una vez, amor que ahora les gustaría volver a sentir contemplando otras bellezas corrompidas…, según pudieron escuchar y grabar. Su herida se abría, se desgarraba más, se veía a sí mismo a lo lejos, con el alma despojada, el corazón helado en el mismo portal, pendiendo de un clavo oxidado. Cuerpos, almas troceadas, sueños desangrados, todo se movía, se balanceaba dentro de él, fotografiado, porque también le habían fotografiado, le dijeron, prendido en imágenes, una noche en que perdió una gota de sangre por la calle, ¿recuerdas?

IV El mundo desapareció de pronto de su vista, se vació a su alrededor, allí, solo, detenido en el portal, investigado, desnudado por unos desconocidos, despellejado, introduciendo los dedos hasta

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el corazón, mal clavado, hasta el alma de él. La vida escapando a trozos, rozada por aquellas manos que anunciaban sangre, al atardecer, un atardecer de pena y perro, aullando la pena en la cola despellejada del perro, de un perro que le miraba desde la otra acera.

V Pero esta vez, sin embargo, le dijeron que podía irse, lo que había hecho no era aún, después de todo, un crimen…, podía irse, aunque le advirtieron que no dejarían de vigilarle, de seguir sus pasos, sus inclinaciones, sus recuerdos de niños y niñas, en caso de que reincidiera por esas calles húmedas, peligrosas, probando esos venenos… Agradeciendo las recomendaciones, cabizbajo, se fue calle abajo, hacia el puerto, absolutamente solo, palpándose la media muerte del alma, con un silencio entero en el corazón, mal clavado, despojado en el mundo hostil, sospechoso para siempre, triste, herido, una aguja clavándosele en la punta del dedo índice, que goteaba sangre dentro del bolsillo (una gota cayó al suelo).

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VI Fue entonces, desesperado, cuando pensó en una fotografía que un día le enseñaron, en la niña de una fotografía, de unos diez u once años, en la mirada de aquella niña, que ahora le abría la puerta y le dejaba pasar, le dejaba entrar al otro lado de la fotografía. Y él le dijo a la niña, ten, éste es mi corazón muerto, puedes enterrarlo en el rincón más apartado del jardín, y cúbrelo de tierra con hojas de hierba y plumas de gorrión, con la condición de que no te acercarás nunca a ese sitio durante mucho tiempo. Años más tarde, cuando seas mayor, regresarás a este rincón del jardín, el rincón más apartado, y contemplarás la tumba del corazón muerto. Entonces, sólo entonces, si encima de él, de su tumba, ha crecido un pequeño rastrojo, con una flor seca en medio, podrás abrir un surco con una hoja de afeitar, con una cuchilla, y harás una herida en la tierra, junto a la flor seca…, una herida profunda en la tierra para que así, cada noche, unas manos extrañas, desconocidas, puedan ir juntando y volviendo a esparcir la sangre reseca de este corazón muerto, sospechoso, mal clavado, que habrá dejado una carta rota entre las raíces, entre la tierra y la flor seca.

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VII (Resumen de vida)

Un instante antes, aún era inocente. Ahora, una vez detenido, ya es culpable. Lo que las familias ignoran es que su delito ya viene de lejos. En realidad, hace mucho tiempo que no es inocente. Todo empezó cuando dejó de morir. Tiempo atrás, se dejaba morir de amor, amando siempre a quien no le amaba, hasta que un día despertó y dijo “basta”, ya no amaría más. La vida tiene estas cosas, le dijeron, y cada vez le gustaba menos eso, que la vida tuviera estas cosas. Corrompido el corazón, ya no tendría más noviazgos en su vida.

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VIII En primer lugar, le hacía daño, le provocaba siempre una herida, una inmensa herida interna. Cualquier palabra, cualquier mirada, cualquier gesto que viniese del mundo adulto, le hacía un daño irreparable. ¿No había algún remedio? No, éste es un mal incurable, le dijeron. Así pues, estaba condenado a enamorarse de niñas. Y poco a poco, día tras día, fue dejando de crecer, para vivir, decía, a la altura de las niñas que no tenían más de once años. Para no asustarlas, como habría hecho un simple adulto, se encogía hasta el tamaño de su propia infancia, y las miraba y les hablaba con una dulzura que no tenía edad. Ni él ni las niñas, pensaba, tenían edad suficiente para ser tan brutales como los adultos. Aunque también en esto se equivocaba: más de una niña le había tratado con malicia y crueldad. Su corazón sangraba en tales ocasiones, por la rudeza, por el maltrato de alguna niña despiadada. De todos modos, añadía en seguida, ni punto de comparación con el mundo adulto, ese mundo donde los hombres y las mujeres se maldicen hasta la muerte (estas dos palabras, hombre y mujer, con sólo pronunciarlas ya se le abría una herida por dentro, en las entrañas).

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IX Pero nunca había tocado a nadie, tampoco a una niña. Sólo las miraba, les decía un par de palabras dulces, sin edad. Sin embargo, las madres, los padres, los guardias, ya le habían puesto el ojo encima, y lo echaban, lo expulsaban de los parques y jardines que él frecuentaba; y se iba, casi huyendo, llevando el ojo de alguna madre clavado a la espalda, cuyo filo ovalado se le introducía hasta tocarle el corazón. X Pasados los años, un día le enseñaron una fotografía, y ahora vive más feliz, más tranquilo, enamorado de la niña de aquella fotografía, una niña que ya no existe, añade con tristeza, y que hoy será una mujer que ama y maldice a los hombres.

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XI (Entre sus papeles, la policía encontró un sobre con esta declaración y un cuaderno, escritos a mano, manchados de tinta. De los veinte capítulos del cuaderno, titulado Los cantos…, transcribimos los cinco descifrados)

DECLARACIÓN DE AMOR A NADIE Te echo de menos. Te conocí a través de una fotografía en blanco y negro, así fue como vi tu mirada y descubrí tu infancia, entre otras personas, sin mí, un desconocido; así fue como me enamoré de una niña, a quien echo de menos siempre, una niña cuya mirada sobrevive, brilla aún hoy en los ojos de una mujer, pero yo me enamoré de una niña que ya no existe, y te echo de menos en el cuerpo de una mujer. Te recuerdo. Siento nostalgia, tengo añoranza de ti, a quien no conocí en la infancia, pero de cuya mirada me enamoré al contemplar una fotografía, al ver tu figura de niña triste enmarcada en otro tiempo. Amor imposible, enamorado de la niña de una fotografía, corazón herido, blanco y negro en

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la mirada, sin poder tampoco amar a la mujer que hoy es, y en cuyos ojos pervive, resplandece la infancia, la niña que ya no existe…, he decidido esta noche abandonar el mundo, este mundo de adultos, y dejar para nadie, para ti, una nota, una declaración de amor, firmada (hoy lo confieso) por un pederasta delicado, enamorado de una niña, la niña de una fotografía, que no existe, a la que siempre amaré, pero no en este mundo, y cuya mirada vendrá conmigo, en mis ojos, hasta más allá de la muerte.

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LOS CANTOS DEL PEDERASTA DELICADO (Cinco cantos descifrados entre manchas de tinta)

¿Cómo entender el descenso y el ascenso periódico de las almas? PLOTINO, Enéada sexta

I LA NIÑA DE LA FOTOGRAFÍA Recuerdo el día que nos presentaron. Yo me sentía triste, medio muerto, y tú, desde otro tiempo, mirabas a quien te hacía la fotografía, quizá un desconocido o alguien de tu propia familia. Aquella mirada me salvó. Sin tú saberlo, me salvó, me salvaste. Así pues, cuando yo te conocí, tú aún tenías once años, once años para siempre, en el espacio de una fotografía, un interior en blanco y negro. En aquel mismo instante en que nos miramos, yo llevaba ya demasiado tiempo en la vida, cambiando de mirada. “Tengo cien años”, dijo una vez una prostituta adolescente. Y, sin embargo, al verte, al contemplarte, al mirarnos, me enamoré de la niña de la fotografía.

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II ACERCAMIENTO

Con el corazón sangrante, extraviado por los días de esta vida, me acerco a ti, a la niña de la fotografía, de cuyos ojos estaré siempre enamorado. Ahora surgen tus manos de la fotografía, y se acercan a mí y lavan la sangre ya reseca de mi corazón. Después, tus ojos me indican que debes irte como otras veces, y volverás a la habitación de tu casa, mientras yo me quedaré aquí solo, en otra habitación, perdido, mirándote, viendo cómo va y viene de un mundo a otro la niña de la fotografía.

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III LA CONFESIÓN DEL PRIMER FRACASO

Yo también tuve una novia de mi edad, y nos amábamos…, pero no la amaba como ella deseaba…, la amaba, pero no en su cuerpo real, la amaba en otra edad, en la edad que ya no tenía…, no amaba sus veinte años, sino a la niña que ya no existía, sus once años…, yo también, decía, he tenido una novia de veinte años, de mi edad, pero no me había enamorado de ella, sino de los once años, de la edad que ya no tenía. Muchos años después, conocí a la niña de la fotografía.

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IV EL REENCUENTRO

La novia alquilada, aquella noche, le había dejado solo por unos momentos dentro de la habitación, en aquel falso hotel para amantes. Le había asegurado que volvería enseguida y le daría una grata sorpresa, una sorpresa sentimental, añadió. Al cabo de una hora, más o menos, llamaron a la puerta de la habitación, y era ella, la novia alquilada. La sorpresa que traía estaba allí, a su lado, una niña de unos once años. Sí, pensó él, se parecía a la otra niña, a la niña de quien él se había enamorado desde que la vio por vez primera en una fotografía. Pero no podía ser, dijo él, perplejo y asustado, pues aquella niña ya no existía, la niña de la fotografía se había convertido ya en una mujer, en otra persona, a la que él no podía querer como antes, cuando era la niña de la fotografía. ¿Cómo era posible que la hubiera encontrado?, preguntaba a la novia alquilada, ¿traer hasta aquí a la niña que no existe? ¿Era realmente la misma niña?… Sí, soy yo, dijo la niña, ¿es que no lo ves?, soy la misma niña, y me han dicho que te has enamorado de mí, y que este amor te ha herido en lo más profundo, troceándote el corazón. He venido, pues, a desclavarte del dolor, a limpiarte la herida, el cora141


zón. Él le respondió que no, que era imposible hacerlo, ya que vivían en tiempos, en realidades distintas. Entre sus edades se extendía una bruma infranqueable, no podían tocarse el uno al otro… De pronto, la novia alquilada puso las manos sobre la niña y empezó a desvestirla. Él, más asustado aún, le dijo a la novia alquilada que dejara marchar a la niña, que no la desnudara más y la devolviera a la pureza de la fotografía. Pero la niña ya estaba completamente desnuda, y no quería irse, le contestó la novia alquilada. Fue entonces cuando la niña se acercó a él y le dijo que no se angustiara más, que no sufriera tanto, y le pidió que le diera la mano, y los dos juntos se despidieron de la novia alquilada y salieron de la habitación. Así, de este modo, cogidos de la mano, bajaron por la escalera y abandonaron aquel falso hotel, él y la niña de la fotografía. Como en un cuento de hadas muertas. Como dos novios heridos muy adentro, caminando por el sendero de un bosque que no podemos ver desde aquí, desde la calle, y donde dicen que no hay ni hombres ni mujeres. Sólo memorias heridas y enamoradas, alejándose ahora más allá del bosque, mar adentro, que no podemos ver desde aquí, desde la calle, desapareciendo, así, de la vista de todos los vecinos, de todas las miradas, él y la niña de la fotografía, con las manos entrelazadas, escondiendo ambos el cuerpo en que hasta entonces habían vivido. 142


V LA OPINIÓN DE UN VECINO Él no era un criminal, ni andaba pisoteando las flores de este mundo, hasta sangrar. Si él se hizo pederasta, dice un vecino, fue por amor, por haberse enamorado de una mujer a la que no podía amar. Así pues, incapaz de amar a la mujer de quien se había enamorado, un día escogió una fotografía que le mostraron de la infancia de dicha mujer, y entonces él mismo se forzó, dice que forzó su corazón a enamorarse de la niña de la fotografía. Se enamoraría de ella, de la niña que aquella mujer había sido, a fin de que su amor imposible, irrealizable con la mujer adulta, se desviara hacia la niña de la fotografía, a través de cuyo amor iría matando el primer amor que había sentido por la mujer. Con el amor a la niña de la fotografía, pues, acabó matando el amor a la mujer, aunque ésta no dejaba de ser la niña de la fotografía, y por tanto el amor, al desviarse, nacería y moriría a cada instante. Y así fue cómo, apenas sin darse cuenta, se hizo pederasta por amor, pero en todo caso un pederasta delicado, concluye el mismo vecino. 143



LA BALADA DE UN HILO



“Hay cosas que no pueden decirse”, y es cierto. Pero esto que no puede decirse es lo que se tiene que escribir. MARÍA ZAMBRANO, Por qué se escribe



I

Por un sentimiento de más, se acercó hasta la herida de un corazón. Y aunque tenía el alma abierta por detrás, extendió un hilo blanco prendiéndolo por ambos extremos sobre la herida. Tiempo después, por un sentimiento de más, recogió el mismo hilo, pero ensangrentado, y volvió a guardarlo, a trozos, seis trozos de hilo blanco cuyas puntas de sangre goteaban, ahora, en su alma, en su propia alma abierta por detrás.

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II

Ahora sigue viviendo así, desapareciendo a menudo de los asuntos de los demás, desde que lleva seis trozos de hilo en el bolsillo. Dice que, ya de joven, había sufrido una obstrucción amorosa, y que por eso mismo no podía hablar de amor con nadie. Hasta que un día, por un sentimiento de más, un sentimiento imprevisto, prendió un hilo a una herida (alguien, desconocido, se había puesto a su lado). Desde entonces lleva este hilo, troceado, en el bolsillo. También dice que ha usurpado un poco de sangre, y quiere devolverla intacta, limpia, extrayéndola de los seis trozos de hilo; así restituiría la sangre que el hilo había usurpado entonces, al empaparse en aquella herida.

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III

Ahora el hilo sobresalía, colgando un poco de su bolsillo. Ya no saludaba cuando alguien, un conocido, le advertía que, de una punta del hilo, goteaba sangre al suelo. No le hacía caso y continuaba bajando por la calle, con el corazón herido. Pero esta sangre, decía, la sangre que se derramaba del hilo, era su propia sangre, y no del otro corazón cuya sangre había usurpado, empapando en ella un hilo, el hilo que ahora le colgaba un poco del bolsillo, goteando sangre de la punta, goteando al suelo. Y todo, decía, por un sentimiento de más…, o por tantos amores fracasados, añadían, sin contemplaciones, sus vecinos más próximos.

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IV

A veces, cuando está sentado en algún rincón de un bar o de un jardín, pone la mano en el bolsillo y extrae disimuladamente un fragmento de un hilo, el menos manchado de sangre de los seis trozos que lleva en el bolsillo. Lo hace así para no llamar la atención de cualquier entrometido que se siente a su lado y quiera averiguar, preguntando con habilidad, de quién es la sangre reseca del hilo. La sangre de aquel día, cuando usurpó el amor que no querían darle. Y ahora besa el hilo, la sangre reseca, y vuelve a guardarlo en el bolsillo, con los otros cinco fragmentos que aún conserva de aquella historia de amor. Ellos son el único testimonio, la única prueba de lo que un día vivió. Pero no todos, se dice, comprenderían la historia de su amor, en este barrio domina la calumnia, y vigila para que no le descubran a traición, mientras besa otra vez uno de los seis fragmentos del hilo, ensangrentados.

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V DECLARACIÓN (I)

Dicen que no había sido un mal chico. Delicado, quizá demasiado frágil y silencioso, de pocas palabras, pero de mirada franca, limpia. En suma, un chico de buen corazón. La historia del hilo también les había sorprendido a ellos, sus vecinos de toda la vida. De un tiempo a esta parte, es verdad, siempre iba por los parques, jugando con un hilo entre los dedos. Consideraban que ahora, por algún asunto extraño, sin duda turbio, se había convertido en un caso perdido, siempre con aquel hilo ensangrentado en el bolsillo, que él mismo empapaba en su propia sangre al morderse las uñas. (Él sonreía, misterioso, cuando oía estas frases sobre el origen de la sangre en que había mojado el hilo, los seis trozos en que lo había cortado para una mayor comodidad en la manipulación, cada vez que salía a pasear. Se sentaba en un rincón del parque y besaba uno de aquellos trozos de hilo, reviviendo otra vez aquel amor, la nostalgia de su amor, del que sólo conservaba esta sangre reseca, la sangre en la que había empapado el hilo cuando dejaron de quererle.)

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VI

Siempre le ocurría lo mismo. Cuando quería a alguien, al poco tiempo de la relación, después de algunos encuentros, ya le decían que no podrían verse más, que debían dejarlo. Y, en efecto, le dejaban ahí, pasmado, sin moverse apenas del sitio en donde se había enamorado, meses atrás. Desde ese lugar, despidiéndose aturdido, veía cómo se alejaban los demás, camino del futuro, cómo iban desapareciendo detrás de las casas, detrás de otras personas, decía, melancólico. No les pedía que mirasen hacia atrás, una última mirada, una rectificación. Era inútil, ya se lo habían dicho cuando empezaba a vivir, todas las historias acaban mal, siempre. En vano esperarás, la próxima vez, un trato más delicado, en vano, le habían dicho. Hoy mismo, antes de ser abandonado de nuevo, le acaban de decir que es mejor que se busque a una persona digna de él, que valga tanto como él, y que verdaderamente desee vivir y morir a su lado, le explicaba esta novia antes de dejarlo allí, solo, petrificado, en el mismo lugar donde se habían conocido. Desde entonces, cuando alguien quiere explicarle algo, tiene la precaución de palpar el hilo

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ensangrentado que lleva en el bolsillo, a modo de amuleto contra el desamor que ya le acosa por detrรกs. Si este desamor es demasiado complicado y no cesan de explicarle todos los motivos, les apretarรก el cuello, les estrangularรก unos segundos con el hilo hasta que simulen morir de amor, y luego les dejarรก partir.

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VII DECLARACIÓN (II)

Los dos estaban desnudos, cuenta una vecina. Habían dejado entreabierta la puerta de la habitación, a propósito sin duda, para que él, al entrar, los descubriera cuanto antes y así poder gozar con la mirada perpleja de él. Extraviado, herido de muerte por lo que estaba viendo, sólo reaccionó para acurrucarse junto a la cama. Su desolación crecía y se agarraba a una de las patas de la cama, reclinando la cabeza contra el lecho, cuyo somier rechinaba bajo el peso de los amantes. Ésta era, pues, la verdadera esencia de ella, de su amada, que ahora entregaría su cuerpo enamorado, su corazón a otro ser, mientras él seguiría allí, encogido, viendo el intercambio amoroso, el enlace de los cuerpos y las almas de ambos, enlace amoroso del que él siempre quedaría excluido. De vez en cuando, le rozaban la cabeza con los pies entrelazados, y ella, cuando alargaba el brazo hacia donde estaba él, acurrucado, le mesaba los cabellos con una mano untada, pringosa, y él no se movía de allí, contemplando el ejercicio, la entrega de aquellos dos amantes. Pero fue entonces, al parecer, cuando extrajo aquel hilo del bolsillo… y lo empapó en la sangre de ella. 157


VIII MERIENDA Y DESCUBRIMIENTO

Llegaron puntualmente a la cita, un hombre y dos mujeres. El vecino del 4º 2ª les había invitado a merendar esa tarde, y a verlo todo desde el balcón más grande de su casa. Pero, eso sí, lo harían sin abrir las puertas; sólo descorrerían un poco los visillos y lo verían todo desde dentro, a la vez que merendaban sentados a la mesa que les había preparado junto al mismo balcón. Desde allí, podrían ver, podrían descubrir las idas y venidas, por la acera de enfrente, de aquel otro vecino que vivía debajo de los pisos de las tres personas invitadas, y al lado, en el mismo rellano, del anfitrión de la merienda. Al cabo de media hora, cuando los cuatro allí reunidos ya habían tomado más de una cerveza y de un té, apareció él, el vecino sospechoso, caminando arriba y abajo por la acera de enfrente, como si buscara a alguien. De pronto, “ahora, ahora, fíjense con atención”, el vecino sospechoso se ponía entre los labios una hebra de hilo, de hilo blanco, aseguraba el anfitrión, de fino hilo blanco, lo aseguraba pese a la distancia que les separaba de la acera.

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IX INFORME POLICIAL REDACTADO POR UN COMISARIO LECTOR DE POESÍA ROMÁNTICA (Datos para una estadística realista sobre los amores bajos)

1

Entraron en el bar y le pidieron la documentación. Interrogado, él les dijo que estaba allí, hablando con aquella chica del bolso rojo, porque deseaba averiguar la dirección exacta de un hostal abierto hacía un tiempo, en una de cuyas habitaciones se encerraba un misterio amoroso, un corazón herido. Sin más preguntas, dedujeron que era un alucinado del barrio y les invitaron a marcharse, a él y a ella. En aquellos días, declaraba después él, las novias alquiladas eran acosadas por la policía, y no era fácil acceder a los falsos hoteles, a los prostíbulos legales (el detenido siempre hablaba de novias alquiladas y hoteles, en donde escogería la habitación que tuviera el ajuar más limpio, de hilo blanco, para la noche de bodas, indicaba a los recepcionistas, que naturalmente no le hacían el menor caso y se reían de su ridícula boda).

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2

En busca de una falsa boda, en busca de un ajuar de hilo blanco y reluciente, la chica, la novia alquilada, le decía ahora que no se preocupara aunque no les hubieran dejado entrar en aquel hotel (ella no tenía los documentos en regla y la policía andaba cerca), ya que sabía de otro sitio. En el mismo barrio, un piso abierto para ellas, para las novias, que disponía de una sola habitación y un cuarto de baño, por sólo diez euros. Y fueron allí, a un piso viejo, un poco siniestro, pero regentado por una mujer árabe muy agradable. Al disponer sólo de una habitación, les dijo, había que esperar en el pasillo de la casa, de pie (ignoramos por qué faltaban sillas), detrás de otra pareja que también aguardaba. Mientras esperaban, comentaron algo sobre el cerco policial y otros inconvenientes para el trabajo. Por fin, la pareja anterior salió también de la habitación, cruzándose con ellos dos por el pasillo. Entonces, él, antes de entrar, le pidió a la mujer árabe que recogiera bien la habitación y cambiara la ropa blanca de la cama, para esta boda, añadió. Así lo hizo, así lo hacía siempre, susurró la mujer.

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3

Aquí el relato se vuelve más romántico, más miserable. Al entrar en la habitación, él vio una papelera en donde se acumulaban bolas de papel arrugado. Preservativos envueltos en papel higiénico, que alguien vaciaría más tarde, no, ahora no, advirtió la novia alquilada. Estaban ya los dos encerrados en la habitación fría, sin calefacción, con una bombilla deslumbrante colgada del techo. A continuación, previo regalo (esto es, pago) a la novia alquilada, él le confesaba que no deseaba hacer nada, salvo descansar un rato y recordar algunas cosas de su infancia. (Aquí, el declarante, adquiere una pose romántica, hablando dulcemente.) Ella, sin apenas desnudarse, desconfiando de tales rarezas, se tiende en la cama, diciéndole que ya la avisará cuando quiera salir de la habitación. Pasados unos minutos, él le hacía saber que ya estaba bien, que habían vivido una noche de bodas muy feliz (lo decía medio en broma, para que ella no se asustara), y que ya era tiempo de abandonar el hotel.

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4

Al salir de la habitación, se cruzaron con otra pareja, y mientras se despedían de la mujer árabe y él le daba los diez euros, ésta les anunció que al día siguiente iban a abrir otro piso, con cuatro habitaciones disponibles, aunque en éste, a causa de la premura, de la urgencia, no habría de momento servicio de agua, de cuarto de baño, pero sí una estufa eléctrica dentro de la habitación, así como una luz más íntima. Cuarto cerrado, sin ventanas, sin ventilación, no podían arriesgarse a ser vistos. El precio sería el mismo. La mujer abrió la puerta con precaución, vigilando, y la novia alquilada y él, uno detrás del otro, en descenso amargo, bajaron a la calle estrecha, disimulando, escondiéndose de las miradas, ahora todo más triste en la oscuridad del barrio, y se dijeron adiós con un beso en la mejilla, con un beso muerto.

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5 ¿Me dices que no quieres verlo? ¿Que prefieres ver la parte intacta? D. H. LAWRENCE, Granadas (Cita del comisario)

Y la papelera sigue ahí, o en otro piso cualquiera, aún sigue ahí acumulando bolas arrugadas de papel higiénico, traspasadas por la humedad de los preservativos envueltos y tirados allí, al fondo de la papelera. Restos de amor solitario en el cuarto cerrado, fracasos estrujados con papel higiénico. La bombilla iluminando los rincones, las sombras que se mueven debajo de la cama, piel gastada entre los pliegues de las sábanas (no de hilo blanco). La puerta cerrada, cuatro paredes escupiendo frío a los cuerpos desnudos; medio desnudos; ya vestidos para bajar otra vez a la calle oscura, subiendo y bajando por la escalera, cabizbajos, volviendo la cabeza contra la pared desconchada cuando sube alguien. Sales a la calle, huyes por la acera y te sacas el alma del bolsillo, con alfileres te la clavas a la altura del corazón. Te arrastras por las aceras, herido, los alfileres clavándose cada vez más en el corazón, pero el alma se te desprende igual que siempre, a pedazos, como las bolas de papel,

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arrugadas. Alma y amor desechados, despojos envueltos en papel higiénico y arrojados a la papelera, arriba, donde se acumulan los preservativos de los solitarios, en el piso de las habitaciones sin ventana, sin agua, días muertos por el suelo, y la bombilla, cegadora, abriendo cicatrices en los vientres desnudos. Un ratón se escapa por la alcantarilla, pero antes vuelve la cabeza un momento y te mira, asustado, y tú le sonríes y le saludas con los dedos, reconocido al fin. Después, andas un poco más y te lavas las manos en una fuente de la calle. (Informe, ligeramente embellecido, firmado por el comisario, recomendando que se investigue la inclinación del declarante por el hilo blanco, su obsesión por los ajuares de hilo blanco).

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X

¿Un sentimiento de más?, comenzaron interrogándole. ¿Era por un sentimiento de más por lo que llevaba aquel hilo ensangrentado en el bolsillo? Lo que se siente, en este caso, no es del todo amor, tampoco deseo, es como una ausencia afilada que te corta el corazón, pero no es amor ni deseo, responde él. ¿Cómo se manifiesta?, le preguntan, incrédulos. Ya lo ha dicho, a través de una desgarradura, de una herida. Un sentimiento de más, que sangra después de cada despedida, después de cada separación. ¿De dónde procede tal sentimiento, quién o qué lo han originado? No sabría decirles. En este momento deja de hablar, quisiera explicarlo, pero ya no hay más palabras. Ni siquiera él sabe con certeza de dónde procede, quién lo ha provocado, hiriéndole. ¿Quizá lo ha desviado, lo ha corrompido frecuentando malas compañías? Él no lo cree así. Porque un sentimiento de más, cuando es real, tangible casi, se resiste a cualquier desviación, por mucho que lo intentes el sentimiento sigue ahí, puro en medio de la miseria, abriéndote más la herida, por donde se derrama inútilmente el corazón, el alma, o como se llame lo que aún vive en tu cuerpo casi muerto. Bonita historia, dicen quienes lo interrogan. Pero no le van a devolver el hilo ensangrentado que le han

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incautado. Él se palpa la americana, el vacío del bolsillo. Finge que se desespera. Ignoran que en su casa guarda cinco trozos más de hilo. Le dicen que se puede ir, ya le llamarán después de analizar la sangre reseca. Regresa a su casa. A partir de ahora, sólo llevará un trozo de hilo en el bolsillo, y esconderá los cuatro restantes en una cajita de cartón, amarilla, junto con otras miniaturas (recortes de tebeos, de fotografías, estampas, recordatorios…), cosas de su vida.

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XI

Así comenzó el cuento, la balada del hilo. Como él decía que tenía el corazón medio muerto y, sin embargo, quería sentir, decidió escoger a una persona para ello, para volver a sentir, y a la que usurparía vida, sustancia. Mediante una estrategia de encuentros y palabras (él lo llamaba “operación mística”), fue incorporándola dentro de sí, hasta conseguir la visión del interior atormentado del alma de la persona escogida, usurpada. Pero, incauto, no había tenido en cuenta la peligrosidad de esta absorción, de esta incorporación, ya que, al volver a sentir a través de ella, le empezó a crecer un sentimiento de más, que él no había previsto, sentimiento que se le fue desarrollando hasta provocarle un dolor físico, entre las costillas. Entonces, desesperado, para anular ese sentimiento y su excrecencia dolorosa, lo primero que hizo fue desviarlo hacia la noche, rondando por los bares y las novias de otros mundos. En resumen, podemos decir que ha vuelto a sentir, pero doliéndole lo que siente, lo ha desviado y corrompido en parte. Y ahora, después de todo, después del daño, se afana el pobre amante por recuperar la pureza del primer sentimiento, cuando éste aún no era un sentimiento de más. Pero lo que ignora, el pobre amante, es que

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se afana en vano en la búsqueda de una pureza de corazón, de sentimiento, que se extinguió hace ya demasiado tiempo en su alma. De todo esto, le quedó un hilo, y así comenzó el cuento, la balada de un hilo ensangrentado.

Dibujo de un ramo marchito, encontrado entre los papeles del sospechoso.

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XII

El trozo cortado de hilo, con el que hoy sale a pasear, no mide más de veinte centímetros (después del primer trozo incautado por la policía, y además de éste con el que sale a pasear, le quedan otros cuatro que guarda en una cajita de cartón, amarilla, cada uno de ellos midiendo más o menos veinte centímetros). Lo acaricia con los dedos, acaricia la suave corteza que ahora lo envuelve, la sangre reseca que lo adorna. Se dirige al jardín próximo a su casa, donde juegan los niños perversos que a veces lo echan del banco, del jardín, los niños y sus madres descaradas. Y entonces se va a cualquier sitio, hacia arriba, o mejor hacia abajo, sin dejar de acariciar el hilo amado. Pero se inquieta: aún no sabe qué vecino o cuál de estas madres le ha denunciado a la policía, descubriendo su amor secreto, la presencia de un hilo extraño en sus manos, un hilo manchado. Por suerte, la sangre encontrada en el hilo, después de analizada, resulta que no coincide con la de aquella mujer, herida y estrangulada en un portal del barrio, hace pocos días. Él dice, como testimonio de su inocencia, que este hilo es sólo una muestra amorosa, de tal calidad que no dejará sitio nunca a otro amor. Breve, 170


desgraciado y mal consumado, pero un amor de una intensidad tan poco usual, que ella tuvo la delicadeza de regalarle, como última despedida, un hilo blanco de un metro veinte centímetros, empapado en sangre, en la sangre fresca de ella misma, según le confesó en una nota días más tarde, cuando él ya no era sino un pobre vagabundo, un pobre amante con un hilo ensangrentado en el bolsillo.

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XIII PRISIONERO EN EL CÍRCULO MÁGICO

Siempre ha tenido un trozo de hilo en la herida. En realidad, se trata siempre de la misma herida, del mismo hilo blanco en la herida. Y esto no le deja sentir. Por eso, cuando le viene un sentimiento de más, lo desvía, lo hace desaparecer. Sin embargo, para conseguir desviarlo, se requiere de un gran esfuerzo, y es entonces cuando el hilo se estremece y la herida vuelve a abrirse. De este modo, con la herida abierta, mal suturada, y el hilo suelto, manchado, el pobre amante no puede hacer las cosas normales de la vida, y un espíritu oscuro lo lleva de regreso al mundo prostituido de su infancia. Dice que no puede decirlo de otra manera. Si pudiera, no escribiría mensajes a nadie, ni lo diría de esta manera, lo cual es ya un ejemplo de la dificultad para hacer las cosas normales de la vida, como decíamos al inicio de este círculo, cuando mencionábamos el trozo de hilo en su herida.

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XIV CONCLUSIÓN FINAL REDACTADA POR EL COMISARIO DE POLICÍA

1 (LA SEGUNDA NOCHE DE BODAS) Aquella invitación, en realidad, se la habían mandado pensando más en él que en sí mismos –le comunicaban los recién casados–, ya que deseaban que también él pudiera gozar, que también pudiera participar de la dicha que sentían ambos desde el día de la boda, cada noche; y por ello le invitaban a compartir sincera, absolutamente, lo que ellos denominaban la segunda noche de bodas, a celebrar dentro de una semana. Quizá no debería haber aceptado la invitación, que tanto le había sorprendido, pero no tenía otra opción si quería llegar a conocer mejor a la esposa, de quien aún estaba enamorado. Sólo acudiendo a esta cita podría adentrarse en la vida íntima de ella, conocer los gestos, las exclamaciones o susurros de su cuerpo, de su placer, mediante cuya observación, creía, le sería dado por fin tocar la parte física del alma de la novia, ya casada, de aquella novia que siempre le había rechazado.

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Ahora, por lo menos, en prueba de amistad y compasión, le ofrecían la posibilidad de conocer y poseer de algún modo la intimidad, el acto secreto de aquel amor, repetido en la magia de una segunda noche de bodas, sólo para él. Acudiría, pues, a la cita.

(En este capítulo faltan doce líneas, que fueron tachadas en tinta roja por el mismo comisario).

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2

Después de cenar, antes de pasar a la habitación de matrimonio y celebrar la segunda noche de bodas, sólo para él, le hicieron entrega de un recipiente, un orinal de porcelana adornado con dibujos de campo y playa, como podía observar. Se lo entregaban, se lo encomendaban con toda la confianza, por si, durante el acto amoroso, uno de los tres padeciera una urgencia fisiológica, le advirtió el marido. Así, en caso de accidente, sería él, que estaría junto a la cama esperando y contemplando, quien con presteza buscaría el recipiente allí, debajo de la cama, lo sacaría y luego se cuidaría de su limpieza y vaciado -esto le encomendó el marido, mientras ella, novia y esposa, asentía dulce, misteriosa, como un ángel azul. De todos modos, sólo fue necesario usarlo dos veces, recordaba él, tiempo después: primero el marido, quien, interrumpiendo de pronto el acto, solicitó orinar enseguida, antes de proseguir amando; y luego también ella, finalizado ya el acto, usó el recipiente para escupir y lavarse. Él, tal como le habían encargado, cumplió con su función y se cuidó del postrer vaciado de ambas urgencias. Con limpieza, lo mejor que pudo.

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Se despidieron hasta algún otro día, sin concretar más, pero él, entonces, ya había descubierto la parte física de un alma, del alma de su amada. Dicen algunos que, desde aquella noche de bodas, él no ha vuelto a enamorarse más, y que siempre tiene a mano, debajo de la cama, un recipiente de porcelana para las urgencias del amor. En conclusión, escribe el comisario, podemos deducir que el hilo blanco, el hilo incautado, proviene seguramente del ajuar de esta segunda noche de bodas, hilo que, desde entonces, el sospechoso siempre llevaba en el bolsillo.

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3 NOCHES DE RONDA

Había decidido hacerlo. Volvería a rondar por las calles de su infancia, y entre recuerdo y recuerdo buscaría a la muerte, por alguna esquina, con la esperanza de poder caer, un día, en la acera, acuchillado por delante o por detrás (sobre esto no tenía preferencias), junto a una farola, eso sí. Hacía ya tiempo, se había apuntado a cursillos de muerte, de esos que se programaban para cosas del desamor, para casos de novias perdidas. Pero ahora, decía, declinaba hacerlo él mismo. Así pues, rondando por el barrio, de noche, provocando a la realidad, creía que algún día se encontraría con alguien que le facilitaría la caída de bruces, en la acera, y desaparecería para siempre de este mundo, junto a una farola. Morir así, rondando por el barrio, sería, dice, un bonito final para el cuento de su vida. (La última vez que nos vimos en la comisaría, una tarde, hablaba con la boca llena de tristeza, anotó el comisario en su informe).

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4 LA MUERTE DEL SOSPECHOSO (Con dos trozos de hilo en la boca)

Tenía quisquillosa el alma, dijo la última vez, y por eso a menudo se preguntaba: “¿Se puede amar, se puede querer a alguien, más allá del cuerpo, sin que éste, el cuerpo, interfiera en esa clase de amor?” Porque él, argumentaba, había conocido diferentes cuerpos, altos, bajos, bien proporcionados o desproporcionados, pero siempre lo mismo: no sentía apenas nada, ningún sentimiento, excepto muerte, un poco de piel arrugada entre los dedos. Con aquellos cuerpos, ya desnudos, ya medio vestidos, no había experimentado nunca lo que se dice una intimidad, un placer íntimo. Los tocaba, los palpaba, como si no estuvieran vivos, como si no tuvieran alma, vida, ni él ni ellos: sólo piel arrugada y muerte, insistía. Él, por lo demás, resentido por los noviazgos fracasados, tampoco deseaba saber nada de la vida íntima de aquellos cuerpos, desnudos, que se tendían a su lado como si él acabara de morir un momento antes, como si él les hubiera estado esperando siempre así, discreto, sonriente, pero muerto. En los últimos tiempos había conocido a otra persona, confesaba. Y empezó a tener un

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sentimiento, un sentimiento de más, decía, por alguien cuyo cuerpo ni siquiera había rozado. Sentía en sus manos cómo palpitaba el corazón, el alma de aquella persona, y sin embargo nunca llegó a tocar su piel. De todos modos, este descubrimiento, concluía, tampoco le valió de mucho, fue en realidad un descubrimiento inútil, demasiado tarde para todo, y siguió viviendo más solo que antes, acostándose de vez en cuando al lado de otros cuerpos, pero sin amor alguno, sin alma, como un muerto al lado de otro muerto. (Hoy no ha despertado. Ha sido encontrado muerto al lado de una mujer desconocida. Dos trozos de hilo blanco en la boca).

Barcelona, 2005 - 2006

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ÍNDICE PROEMIO PARA EL ESPÍA, por Valérie Tasso

8

EL ESPÍA DEL RAMO MARCHITO LA BALADA DE LAS NOVIAS ALQUILADAS

11

VIDA DE CLAUSURA DE LA BUENA SUERTE RELATO DE LA IMPOSIBILIDAD DE AMAR

15 19 21

I II III

LA TIENDA DE LOS HORRORES LA HISTORIA DE UN ROCE CELEBRACIONES EN LUNES EL PESO DE LAS PALABRAS MANOSEAR COSAS DE LA SOLEDAD EL MUNDO AL REVÉS DE UN NOVIO IMAGINARIO DECLARACIÓN DE UN AMOR INÚTIL BALADA DE LOS DOS VECINOS EL CRONISTA INTROMISIÓN EFECTOS SECUNDARIOS HERIDA NO LUMINOSA LA MALABARISTA EL PRESENTIMIENTO UN ENCARGO LA FORMA BALADA DE LAS NOVIAS ALQUILADAS I II El soplón III

21 22 23

24 26 27 29 31 33 34 36 37 39 42 43 44 45 48 49 50 52 52 54 55


IV Falsa muerte en la habitación

OTRA NOVEDAD EL TRAJE DE NOVIA

EL ESPÍA DEL RAMO MARCHITO LOS NOVIOS UN SECRETO DE AMOR FALTA DE MOVIMIENTO UN RAMO CARTAS DE AMOR AL REVÉS UNA DEBILIDAD TENÍA VEINTE AÑOS Y UNA MUERTE I II

LOS PAPELES DE UN DESCONOCIDO I II III IV V VI Desolación amorosa

LA HABITACIÓN CERRADA UN CUENTO DE HADAS MUERTAS I II III

57

60 62

65 69 71 73 74 76 78 81 81 83

85 87 89 90 93 95 97

99 103 103 105 106

LA HABITACIÓN CERRADA

108

I II En la puerta de la habitación III Dentro de la habitación

108 110 112

EL VECINO QUE SE ENAMORABA DE LOS NIÑOS 114 I II

114 114


III IV

116 118

POR UN SENTIMIENTO DE MÁS DE LAS RATAS Y EL AMOR I II III IV

119 120 120 121 121 122

LA CENA INTERRUMPIDA I II III IV V

123 123 123 124 126 128

CUENTO DE AMOR EXTRAÑO I II III IV V VI VII Resumen de vida VIII IX X XI Declaración y cantos I La niña de la fotografía II Acercamiento III La confesión del primer fracaso IV El reencuentro V La opinión de un vecino

LA BALADA DE UN HILO I II III IV V Declaración I

129 129 129 130 130 131 132 133 134 135 135 136 138 139 140 141 143

145 149 151 152 153 154


VI VII Declaraci贸n II VIII Merienda y descubrimiento IX Informe policial X XI XII XIII Prisionero en el c铆rculo... XIV Conclusi贸n final...

155 157 158 160 166 168 170 172 173




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