Guia urbana de perplejos

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GUIA

URBANA

DE PERPLEJOS emboscall



GUÍA URBANA DE PERPLEJOS

Moment Angular 92



ALBERTO TUGUES

GUÍA URBANA DE PERPLEJOS

Presentación A. Ràfols Casamada

EDICIONS DE LES ARTS DEL LLIBRE


© Copyright by Alberto Tugues Edición impresa: EDICIONS DE LES ARTS DEL LLIBRE Barcelona Depósito Legal: B. 26.669 • 1989 Impresión: I. G. LLAF Edición digital: Emboscall, noviembre de 2013 Colección: Moment Angular, núm. 92 www.emboscall.com


ÍNDICE POSTAL/PRESENTACION PARA ALBERTO TUGUES, por A. Ràfols Casamada

GUÍA URBANA DE PERPLEJOS I AUSENCIA UN LEGAJO DE CARTAS LA MANO PRIMER AMOR POSTALES DOS SUCESOS PERSECUCIÓN INFORME ESPIRITUAL DOS SUCESOS 2 ARCANOS EL TOCADO EL HOMBRE DE LA ACERA OJO DE CRISTAL LA CITA DOS CUENTOS MINIMOS EL VAGABUNDO EL VENDEDOR DE INFANCIAS EL PAQUETE EL MERCADER DE RECUERDOS EL MUCHACHO DE LAS ORQUÍDEAS UNA PAREJA

9 13 13 15 16 17 18 19 20 21 23 24 25 26 27 28 29 31 32 33 34 35 36 37


II UNOS SOBRES PEQUEÑOS EL OBSEQUIO CONVERSACION EN EL CLAUSTRO LA CARTA UN SONETISTA SIN VOZ EL MARINERO EL ARTESANO LA FIGURA LA ESCAPADA EL CUADERNO ÍNTIMO EL MENSAJERO PALABRAS LA CINTA MAGNETOFONICA SERVICIO DE LIMPIEZA ESTACION DE METRO EN LA TIENDA CORRECTOR FURTIVO UNA CALAVERA ESMALTADA CONVERSACIÓN EL ESQUELETO AFILADO BREVE ENCUENTRO LA TERTULIA DEL ASESINO CUENTO MINIMO EL MAESTRO UNA FOTOGRAFIA GERANIOS BLANCOS LAS ABEJAS DEL CLAUSTRO MENSAJES COSAS DEL DESTINO EL BUSCADOR DEL CEMENTERIO EL VIAJERO NOCHE DE BODAS UN HOMBRE EN EL SEMAFORO

39 40 41 42 43 44 46 47 48 49 50 51 52 53 54 55 56 57 58 59 60 61 62 63 64 65 66 67 68 69 70 71 72 73


EL BAÑADOR JUGANDO EN LA CALLE EL BAÑISTA EL ENCUENTRO EL LAZO NEGRO ASCENSION TARJETA POSTAL PARADA DE AUTOBÚS UN DESCONOCIDO EL PASEANTE ADIVINANZA LA ESCALERA LA APARECIDA ARENA UN HOMBRE SENTADO ALGUIEN DE UNA CIUDAD LA ESPERA UNA HISTORIA DE PAN TOSCO LA CARTA EL PASEANTE LA ÚLTIMA FRASE MERODEAR LA SALIDA EL PAPEL ARRUGADO RELATO DE VECINOS NO ERA UN HOMBRE CUALQUIERA

74 75 76 77 78 79 80 81 82 83 84 85 86 87 88 89 90 91 92 93 94 95 96 97 98 99

TÉRMINO MUNICIPAL DEL VIDRIO 101 HISTORIAS BREVES ESCRITAS EN LA PARED

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POSTAL/PRESENTACION PARA ALBERTO TUGUES Los resplandores del crepúsculo iluminan las estancias donde ahora reposan los violines. Has perseguido los pasillos secretos y las galenas, guiado por aves de vuelo casi transparente y oscuras plumas. Pero siempre resuena una campana, más allá del cercano ángulo del pasadizo nebuloso. Los pasos se entrelazan con los suspiros, que brotan del fondo de un país de olvido y nostalgia, inextinguibles. En el velado silencio despliegas el verso, como un pañuelo donde guardas aquella lágrima que, cada mañana, nos acomete inexorable. Recortas estrellas con un fino cuchillo, como si salieras de un sueño demasiado visitado. Y, súbitamente, reconoces de nuevo los objetos: las pinturas, los espejos, los tapices, las postales extranjeras, las ventanas y aquellas manos que, en el sueño, te conducían hacia los límites inciertos de un bosque de ceniza. No obstante, en el nacarado crepúsculo, cuando parecía que podría ser escuchada la mínima palabra del jazmín, regresa el lúgubre sonido de la campana como un sólido muro de sombra. Te abres camino, sin embargo, con el resplandor del canto. ALBERT RAFOLS CASAMADA (Traducido del catalán) 9



Para aquellos cuyas direcciones nunca estรกn cerca. HART CRANE



GUÍA URBANA DE PERPLEJOS I



AUSENCIA Dicen que vivía solo, ordenando los espejos rotos de otro tiempo. Seguramente, hacía demasiados años que nadie pronunciaba su nombre. Aquel día de octubre —ignoramos el año, pero sabemos que llovía— decidió, de improviso, levantarse más temprano y salir en seguida de su casa. Anduvo por todas partes, numerando aceras, clasificando carteles de propaganda, pero en vano pretendió llegar a las calles donde había sido feliz. La ciudad no era la misma de antes, ningún transeúnte sabía indicarle el camino: parecía el único superviviente. Al cabo de seis meses volvió a su casa: la puerta estaba cerrada por dentro... Llamó dos veces... Silencio... Miró por la cerradura: estaba allí... ¿Qué vio exactamente? Nunca lo dijo. Sin embargo, ahora ya sabía que el espectro de su infancia jamás le perdonaría ese medio año de ausencia. Lentamente, salió de nuevo a la calle vacía, extraña, y nunca más regresó a su casa.

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UN LEGAJO DE CARTAS Me dijo, al atardecer: «Le hice tantas preguntas, que ella, al fin, me confesó que me había escrito un legajo de cartas; pero aún no he recibido ninguna: sospecho que deben de estar escondidas en algún lugar secreto. Así pues, hoy hace exactamente cuarenta años que busco, por las aceras de todas las calles, ese legajo de cartas de amor que nunca pude leer». Una semana después, desapareció arrojándose a las aguas oleaginosas del puerto, donde había visto flotar un legajo de papeles: él ignoraba que mi hermana jamás le había escrito esas cartas.

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LA MANO Tenía una mano más triste que la otra. No quería decirme su nombre. En cuanto me veía, subía a la acera, daba un par de vueltas y se acercaba a mí a la pata coja: me introducía restos de su infancia en el bolsillo de la americana. Tenía demasiados recuerdos en la mirada. Aún ignoro su nombre, pero sigo aquí, mal sentado, mirando palabras, esperando en vano que su figura liliforme aparezca de nuevo a mi lado, una mano más triste que la otra.

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PRIMER AMOR Nunca se olvidaba de guardar, en el bolsillo más recóndito, medio folio en blanco, pulcramente doblado. Hacía más de doce años que tenía la esperanza de encontrar a alguien, hombre o mujer, que le pidiera una prosa mínima sobre su primer amor. Pero un mal resfriado acabó con su ingrávida presencia, antes de haber recibido ninguna petición. Recuerdan que, los últimos días, cuando se quedaba solo, escupía, al soslayo, en las páginas impares de un tratado sobre formas poéticas del que, al parecer, sólo conocía el prólogo y la bibliografía, ambos desmesurados. No sabemos nada más.

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POSTALES Todos los viernes, a las diez de la mañana, escribía tarjetas postales a los difuntos —siempre desconocidos. Y se sorprendía cuando no recibía una respuesta cordial. A veces, una nota urgente le comunicaba que no alterase más los dominios de la ceniza, que dejara de enviar sus mensajes líricos, desmesurados. Pero él no quería escuchar a nadie, y proseguía remitiendo tarjetas postales a los difuntos —siempre desconocidos.

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DOS SUCESOS 1 Nunca se olvida de mirar debajo de la cama, tres o cuatro veces al día: allí está otra vez, acurrucado, el espectro de su infancia, exhibiendo una cicatriz en forma de clavel: fue apuñalado por la espalda un día en que la ternura se hizo insoportable. 2 Aquel hombre, una mañana, de súbito, empezó a saludar a todo el mundo; se arrodillaba a los pies de cualquier transeúnte, y le recitaba hexámetros inéditos. Al anochecer, fue conducido a la cocina del Instituto Frenopático, donde, al parecer, celebró por vez primera su cumpleaños.

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PERSECUCIÓN Debo decir que me sigue a todas partes. En vano procuro perderlo de vista entrando en portales oscuros, desconocidos, o caminando en zigzag por las calles más solitarias y angostas de la ciudad. Vuelvo la cabeza y allí está, detrás mío, a unos seis o siete metros de distancia, con una jaula de cartón en la mano, vigilándome, atento al menor de mis movimientos. Reconozco que hemos hablado en un par de ocasiones, a voz en grito, sin aproximarnos el uno al otro; pero ahora hace tiempo que no me dice nada, y yo, por otro lado, cuando me exaspera su presencia, sólo me dirijo a él mediante señas: para indicarle, una vez más, el confuso e inútil espectáculo de nuestras carreras por la ciudad, como si fuéramos atletas furtivos condenados a correr sin destino. Además, no sé ya cómo explicarle que no puedo acordarme de su hermosa juventud, o de aquella maravillosa noche de nieve en la playa, ni, por supuesto, del breve y misterioso viaje a un puerto de cristal (todo esto expresado, recordemos, por señas, a una prudente distancia). La primera vez que nos encontramos —aunque él diga lo contrario— fue el mismo día en que me trasladé a un piso antiguo de su barrio. Al cabo de una semana, más o menos, él ya estaba allí, de pie, dispuesto a perseguirme... Ha pasado ya un cuarto de siglo, ambos hemos encanecido prematuramente de tanto correr, desorientados, por las aceras más inhóspitas de la ciudad, cada vez disimulando peor y dando más tumbos por las esquinas, pero en realidad todo sigue igual: uno permanece delante y el otro continúa detrás. 21


No he perdido la esperanza de pasar alguna vez inadvertido. Con todo, si una mañana él dejara de estar allí, a mis espaldas, ¿tendría yo fuerzas suficientes para vivir completamente solo...?

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INFORME ESPIRITUAL Desde que extravió su alma en el Paseo de Gracia, quizá dentro de un cubo de ceniza, nadie ha vuelto a pronunciar su nombre. Él, sin embargo, no se desanima y continúa buscando, bajo la arena de una playa solitaria, restos de su infancia, alguna palabra, una mirada, una carta, pero sólo encuentra flores de plástico, esqueletos de perros vagabundos, su propio esqueleto.

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DOS SUCESOS 1 Todos los espectros del barrio desplegaron, delante de mi casa, una pancarta con este mensaje: Él no vendrá más. Tiene los bolsillos llenos de tristeza. Y un sueño atado a las piernas. 2 Una hora al día corro por calles y plazas, tropiezo, me levanto, disimulo, vuelvo a correr y, al fin, me escondo detrás de un muro, pero este señor siempre me reconoce y me dedica requiebros fúnebres.

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2 ARCANOS 1 Ella ya sabía que aquella postal no le servía de casi nada, pero la llevaba en el bolsillo, envuelta en musgo, y le daba conversación para sentirse menos sola. 2 Siempre que podía hablaba con los insectos que encontraba debajo de las piedras del claustro. De tal manera que, una mañana, después de hablar largo rato, aceptó la invitación y desapareció con ellos, lejos de los zapatos de los hombres, de la ciudad, cuyo lenguaje nunca había entendido.

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EL TOCADO A modo de tocado perenne, lleva una serpiente de mármol, rosa, enroscada alrededor de la cabeza. Tiene, asimismo, un ojo lleno de palabras muertas; y, entre los labios, una serpentina de ceniza. Pequeño monstruo que viene del pasado y me acompaña a todas partes, y cuya melancolía todo el barrio ignora. Nadie recuerda su nombre.

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EL HOMBRE DE LA ACERA Vivía en la acera —por culpa de un malentendido, decían las buenas lenguas. No sabemos qué recuerdos tenía al amanecer. Nadie le preguntaba nada desde hacía meses. Jugaba con perfiles ausentes. No emitía ningún sonido audible. «Tiene un sueño prendido en la mano», anunciaba el vecino más lírico del barrio, pero nadie le hacía caso. El hombre de la acera guardaba su infancia en un pañuelo verde, o quizá dentro de un sobre de carta (a decir verdad, prefería no comprobarlo —me indicó un día mediante un gesto). A veces, cuando se ponía el sol, daba un salto de circo y sonreía. Le gustaba celebrar la Navidad en el pasillo de un hospital, donde nadie recordaba los días de su primer amor.

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OJO DE CRISTAL Ya no había nadie detrás de aquel recuerdo. Seguramente, era demasiado tarde. Llevaba un estuche cerrado en la mano. Aquello no le sorprendió: en realidad, nunca hubo nadie detrás de aquel recuerdo. Y se fue por donde había venido, calle arriba, algo más cansado y solo. A veces, cuando llovía, salía a pasear con un paraguas roto —una mano más triste que la otra—. y escondía sus falsos recuerdos en el bolso de cuero de otro tiempo. Si, por el contrario, hacía sol, se sentaba en la playa de la Barceloneta, dibujaba una circunferencia en la arena húmeda y, con su ojo de cristal en la mano, triste como uno de verdad, se ponía a jugar alrededor de ella.

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LA CITA Corría alocadamente de un lugar a otro, temiendo siempre llegar demasiado tarde a aquella cita: ellos ya le habían advertido, más de una vez, que no iban a permitirle otra demora; el próximo día sólo le esperarían cinco minutos. Cada mañana, a las once y media, se encontraban en una de las ocho iglesias del barrio, y dos horas más tarde se despedían sin concretar nunca en cuál de ellas se reunirían al día siguiente. Él mismo, decían, era quien debía averiguarlo. Por eso visitaba una iglesia tras otra, corriendo por las calles del barrio, arriba y abajo, hasta dar con ellos, que, por lo general, acostumbraban a sentarse en el primer banco de la iglesia, cerca del altar, cada vez más pálidos y sarcásticos. Él ya había observado que, últimamente, aquellas personas no escuchaban nada de lo que les contaba, todas las mañanas, antes de entrar juntos en la cafetería del puerto. Después de un frugal desayuno, les entregaba, como si nada, una copia de su último poema. A poco, ellos sonreían maliciosamente: tampoco esta vez les acababa de gustar aquella hoja manuscrita, bien presentada, por otra parte —ellos reconocían—. Para ser exactos, hacía ya treinta años que perfeccionaba su poema, modificando aquí un adjetivo, allí un signo ortográfico. Todo en vano: ellos siempre negaban con la cabeza, desaprobando la última versión que les presentaba. Pasaron los años y las modas. Ahora recuerdan que, desaparecido el poeta, su hermano no quiso autorizar a nadie la publicación de los 29


veinte versos de que constaba, al parecer, el Poema Supraeconómico, como solían titularlo sus vecinos más líricos.

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DOS CUENTOS MINIMOS 1 Primero ordenaba todas las palabras que veía escritas en las paredes; después, seleccionaba las más borrosas para construir frases que, una vez a la semana, enviaba a seres que nadie conocía. 2 Cada mañana oculta mensajes herméticos en las grietas más profundas de un muro, donde aún espera, en cuclillas, que alguien lo reconozca o le haga una seña cómplice. Cierto es que, al pasar por mi lado, me ofrece siempre una copia de sus mensajes, pero, después de tres años, no he podido todavía descifrar el significado del primero que me entregó. Y tengo los otros (1.094) pendientes de lectura.

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EL VAGABUNDO Mal escondido detrás de su propia tiniebla —perfil arañado, una flor de hielo en el ojal, medio recuerdo en el ojo derecho—, va y viene el poeta vagabundo por la acera menos iluminada; ya sin memoria trascendente, con el rabo y el arte poética entre las confusas piernas, mostrando a todo el barrio las caretas ajadas de su ternura. Todavía celebra la verbena de san Pedro en el desván de un asilo.

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EL VENDEDOR DE INFANCIAS Él no pretendía engañar a nadie con su mercancía de otro tiempo, primorosamente restaurada. Si vendía infancias de segunda mano, no las anunciaba como si fueran de primera, a diferencia de otros, con menos escrúpulos. Tenía, es verdad, unas infancias más alegres que otras, pero él jamás lo había ocultado, todo el mundo lo sabía. Vender una y, al poco tiempo, cambiarla por otra, era para él algo inaceptable, pese a la violencia de algunas reclamaciones. No, no lo haría. Cada uno podía elegir la que más le gustara, buscando al azar, sin miedo alguno. En consecuencia, a qué venían luego, con aspavientos, exigiendo continuas mutaciones, ya una infancia menos triste, ya otra más infantil, si cabe.

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EL PAQUETE Preferiría no hacerlo —dijo, y dócilmente desapareció detrás de su biombo. HERMÁN MELVILLE Al mediodía, en la playa de la Barceloneta, aparecía la sombra de aquel hombre tatuado, de incógnito, siempre con el mismo paquete en la mano, de forma ojival, envuelto en papel jaspeado, cada vez más roto. Asimismo, le crecía demasiada tristeza en la otra mano (sin paquete). Hacía más de un año que nadie le preguntaba nada: no les importaba —decía— el misterio que, a buen seguro, se ocultaba dentro del paquete, y que a él, por otro lado, le estaba rigurosamente prohibido indagar. «Mañana volveré», reiteraba a los últimos bañistas de la temporada. En invierno, prefería no hablar con nadie.

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EL MERCADER DE RECUERDOS No sabía a quién dirigirse. Esperaba a los transeúntes medio escondido detrás de los se-máforos o de un árbol. Pero nadie le pisaba un pie siquiera (que hubiera sido, para él, un mis-terioso accidente de amor secreto). Iba de un barrio a otro de la ciudad, desaliñado, mirando de soslayo, tropezando, en busca de alguien que, al fin, aceptara adquirir uno de sus recuerdos: barcos de papel, pelucas verdes y rojas, billetes de tranvía, sellos de otros países... Cada mañana hacía el mismo trayecto, ajeno al tiempo, en otro espacio, infatigable, con una máscara de yeso en el bolso playero. Al parecer, nunca pudo regalar nada a nadie.

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EL MUCHACHO DE LAS ORQUÍDEAS Todas las noches de semana santa, cuando la calle se quedaba solitaria, depositaba ramos de orquídeas entre las nalgas de los poetas difuntos, sin nombre, que hallaba tirados sobre el asfalto. Le habían asegurado que esta ofrenda diaria favorecía manifestaciones ocultas de alta lírica, y se sentaba a esperarlas en el bordillo de la acera. Pero las flores se marchitaban sin misterio alguno, los difuntos no abrían la boca en su presencia, y el muchacho de las orquídeas se reía discretamente hasta el alba.

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UNA PAREJA Todo el vecindario sabía que, los viernes por la noche, hablaba demasiado el espectro rosa que dormía a su lado, en especial de geografía. Por eso, una noche, le rogó que hiciera el favor de acostarse debajo de la mesa camilla, como tiempo atrás. Al principio, el espectro no lo entendió bien: dejó pasar tres largas semanas antes de trasladarse definitivamente. Pero una vez tumbado bajo la mesa camilla, su discurso geográfico se hizo cada vez más reiterativo y ensordecedor, acaso debido a la tristeza, a la humillación del cambio de estancia. Pero al final fueron dichosos y partieron nueces en la primera habitación, hasta que un día de verano puertas y ventanas se cubrieron de tanto serrín húmedo, que ya no pudieron salir más a buscar nuevas palabras y nueces.

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II Escondido en el campo, escribió incesante y fanáticamente a los periódicos, a la gente que desempeñaba cargos públicos, a los amigos y parientes; después, a los muertos, sus propios muertos sin importancia y, por último, a los muertos famosos. SAUL BELLOW


UNOS SOBRES PEQUEÑOS Le habían prohibido que los abriera. Hacía ya tiempo que un desconocido le daba unos sobres pequeños, de color marrón, con extrañas direcciones escritas a máquina, para que los dejara en las alcantarillas del puerto. Pero una mañana no pudo contenerse más y abrió uno de ellos. Dentro no había ningún texto, sólo una fotografía prendida al sobre con un alfiler. La desprendió y observó atentamente: el individuo retratado, de perfil alegre, con una flor de almendro en la cabeza, sí, eran sus propios rasgos los que iban apareciendo en la fotografía; rasgos de infancia muerta, entre sus manos solitarias, su propia infancia. Sólo algunos saben que, a los pocos días, murió de vergüenza.

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EL OBSEQUIO El sabía que ellos le recordaban. Escarbaba en la playa días enteros, hasta descubrir el obsequio que ellos habían depositado allí, la noche anterior, para que él —sólo él— lo hallara. Aquel día, sin embargo, no encontró nada. Estuvo semanas escarbando la arena, haciendo miles de hoyos inútiles. Y al fin lo dijo: «También ellos, los difuntos, se han olvidado, precisamente hoy, de sepultar en la arena un recuerdo para mi aniversario».

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CONVERSACION EN EL CLAUSTRO Nos sentamos en el claustro y me dijo: «Voy de una casa a otra, llamando dos veces a cualquier puerta, pero nadie quiere decirme nada, me cierran la puerta, y aparecen más rayas blancas en los cristales de mi recuerdo. Una noche, hace muchos años, quedamos citados aquí, en el claustro, y aún estoy esperando que su voz me reconozca... Adiós, ahora tengo prisa, debo ir a llamar de nuevo a cualquier puerta: ya verás, hoy me confesarán la verdad, el motivo de su larga ausencia... Seguramente, un recado urgente confundió su camino y anda todavía perdida, susurrando mi nombre, ya verás».

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LA CARTA Escribió ocho veces aquella misma carta, y aún creía que no era lo bastante clara. Pasó el tiempo, dos, tres años. No podía seguir haciendo modificaciones, así que por fin decidió enviarla. Y pasó el tiempo, dos, tres años. Un día llamó a la puerta un desconocido: le devolvió la carta sin abrir, el destinatario había desaparecido del cementerio sin dejar huella alguna. Dicen los más viejos del lugar, que, a partir de entonces, no ha dejado de corregir la misma carta, añadiéndole notas laudatorias sobre su juventud, una receta de cocina y un tratado sobre relación epistolar.

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UN SONETISTA SIN VOZ Uno puede perder una parte importante, valiosa, imprescindible, de sí mismo y continuar viviendo. JOSEPH ROTH Hacía casi diez años que no hablaba con nadie. Aquel día, sin embargo, todo parecía más favorable, transparente. Salió, pues, de su casa más temprano que de costumbre, con el firme propósito de hablar con el primer individuo que pasara por la calle. Se presentó, en primer lugar, cortés, a una mujer vestida de blanco. Le habló de la serenidad de los árboles, de las múltiples voces extrañas que cada uno lleva dentro de sí, cuando, de pronto, recibió un sorprendente zarpazo en el cuello. Seis horas más tarde, ya recuperado, se anunció a un hombre rubio; pero sólo recuerda cómo un objeto —acaso un dedo— penetraba veloz en su ojo derecho. Consternado, un ojo morado, arañado el cuello, estuvo así mucho tiempo, vagando con temor por callejas y avenidas. Hasta que una mañana, inesperadamente, una mujer le saludó con la mano, desde la otra acera, discreta pero visiblemente emocionada. «A lo mejor —pensó— esta dama quiere saber el origen del nombre de este barrio». Cruzó la calle, ligero, se acercó a ella sin miedo, dispuesto a contárselo todo. Pero una camioneta, silenciosa, de un color verdoso, matrícula alemana, se lanzó sobre él, dejándolo sin voz y sin piernas. 44


Aquella mujer, al conocer la verdadera historia del ahora mutilado, hizo una leve mueca: «En realidad —musitó—, sólo deseaba saludar al hombre que se hallaba, en aquel preciso instante, junto al desconocido que atropellaron». Él, ahora, sin voz, sin piernas, pero alegre a pesar de todo, permanece en su casa esperando aún, dos años después, que la dama aquella le haga una romántica visita. Mientras tanto, le sigue dedicando confusos y mal rimados sonetos de amor.

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EL MARINERO Sinceramente, empezaba ya a molestarme que aquel marinero (a quien, por otro lado, no conocía, a pesar de lo que él afirmara) subiese a mi casa, dos veces a la semana, para formularme siempre la misma pregunta: «¿Recuerdas la noche en que desapareció tu primera novia?». Yo, a decir verdad, apenas si me acordaba de esa muchacha, algo pecosa, la cabeza cubierta de trenzas verdes, con la que tuve una relación efímera. Por tanto, casi había olvidado su nombre cuando, en el rellano de la escalera, apareció él, un muchacho moreno, alto y delgado, vestido de marinero, con un tatuaje de ella en el brazo derecho. A mí, al principio, no me parecía mal que subiera a verme, aunque me sorprendía la reiteración de su pregunta, y me quedaba atónito mientras él sonreía, misterioso. Esto era lo que más me intrigaba. ¿Qué pretendía, en realidad? Pasaron los años. Una noche lo encontraron tendido en la acera, asesinado, delante del portal de mi casa. Me vestí de marinero y asistí al funeral. Allí conocí a su madre, una mujer de mediana edad, realmente encantadora: desde entonces, cada jueves, le hago una visita, tomamos un té perfumado de jazmín, hablamos de los misteriosos idilios de su hijo, y luego, puntualmente, nos acostamos en la alfombra búlgara. Con todo, yo vivía más tranquilo antes de conocer al marinero y a su bella madre.

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EL ARTESANO Se quedaba allí, de pie, inmóvil, clavado en la calle donde había vivido de niño. Todo el día así, con una mano tendida a lo desconocido, sonriendo al suelo, ofreciendo a los transeúntes otra muestra de su trabajo artesanal: una serie numerada de postales extranjeras, un álbum de fotografías recortadas, figurines pasados de moda, relojes sin manecillas, a buen precio, adecuados para adornar casas desoladas. Una noche de invierno me acerqué a su tenderete, una especie de mesa plegable. Quería examinar en detalle las cualidades de su artesanía. Pero inopinadamente me tiró al suelo, me hizo confesar mi responsabilidad en su fracaso amoroso, y luego me dejó abandonado en la calle, abandono del que tardé mucho en recobrarme. Aún hoy —ausente él— prefiero dar un ligero rodeo para evitar la memoria contundente de esa calle.

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LA FIGURA Se sentaba en el banco de aquella estación de tren abandonada, y esperaba, hacía tiempo que esperaba. Más de uno se preguntaba qué pasaría si, de pronto, llegara realmente alguien a la estación y se dirigiera a él, que desde su adolescencia no hablaba con nadie. Y todo por culpa de aquella desconocida, que había abusado de su buena fe, prometiéndole una cita en la estación aban-donada: él todavía permanecía allí, mirando fijamente los raíles cubiertos de hierba. Ciertas noches hacía una figura con flores y piedras pequeñas, a su lado, sobre el mismo banco de madera, y algunos lo vieron dialogar con ella, horas y horas, formulándole extrañas preguntas sobre estrellas y senderos; en busca, sin duda, de una revelación que le permitiera dilatar su esperanza una semana más. Porque él ya sabía que la desconocida vendría más tarde.

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LA ESCAPADA A veces, no sé por qué, me deja sentado al lado de un recuerdo. De pronto, sin decir nada, sale corriendo Vía Layetana abajo, hacia el mar, con las manos en los bolsillos. Cuando regresa, cabizbajo, calla más de lo normal y no quiere decirme quién le espera allí, en un rincón del puerto. Pero esta vez no ha regresado todavía. ¿Qué le habrá sucedido? Llevo tres semanas dando vueltas por la ciudad, mirando en tiendas de barrio y salones de billar, haciendo preguntas sutiles a los niños y porteros, a los vendedores ambulantes. Sólo un homicida arrepentido recuerda haberla visto pasar por la otra acera, al anochecer. Tal vez algún día volvamos a encontrarnos, mi infancia y yo.

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EL CUADERNO ÍNTIMO Sí, ya le he dicho varias veces que no nos conocemos de nada, pero él sigue con su costumbre de pararme en mitad de la calle, vociferar mi nombre y ponerse a reír. Todo empezó aquella tarde, cuando buscaba semanarios dentro de las papeleras públicas, y encontró un paquete abandonado al pie de una de ellas. Lo abrió sigilosamente, procurando no ser visto por nadie; pronto fueron apareciendo, medio rotas, amarillentas, las cincuenta hojas de un cuaderno, demasiado íntimo, que alguien había escrito en su adolescencia... Pero, sí, dios mío, aquellas hojas se parecían a las mías, se trataba, pues, de mi diario, de mi cuaderno de juventud. Aquel vagabundo me había descubierto. Desde entonces, él —ese desconocido, insisto— no deja de reírse de mi forma inclinada de andar; y, a decir verdad, ya no sé qué hacer para que no me reconozca. Por muchos y variados rodeos que dé, me lo encuentro siempre allí, acurrucado en algún portal de mala muerte, enarbolando, enigmático, su telaraña de hojas íntimas. Ignoro todavía sus intenciones.

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EL MENSAJERO Para distribuir sus mensajes, prefería viajar en metro. Bajaba en todas las estaciones; salía precipitadamente, dejaba uno de sus mensajes en el suelo del andén, y regresaba corriendo al mismo vagón del que había salido. Yo, aquella mañana, estaba sentado en la estación de la calle Aragón, esperando a que se alejara una tormenta, contando los zapatos de los viajeros más solitarios, cuando lo vi delante de mí, haciendo muecas: depositó, raudo, un mensaje a mis pies, que decía: —Si la vuelves a ver, dile que estoy siempre en el primer vagón, línea V...; dio media vuelta y subió corriendo al metro. Sí, aquella caligrafía era como... Mi reacción... Pregunté aquí y allá... En vano. Una noche cualquiera se arrojó a la vía, y mu-rió bajo las ruedas del último metro de aquel día. Llevaba un carnet de identidad caducado y una carta sin abrir.

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PALABRAS Tenía los bolsillos llenos de palabras. Cuando alguien le preguntaba qué hora era, entregaba, sin decir nada, un trozo de papel con una palabra escrita, generalmente ilegible. Hubo un tiempo en que temió quedarse sin palabra alguna en el bolsillo. Ignoraba que nadie volvería a preguntarle nada hasta quince años después. Y fue un niño quien, pasado ese tiempo, le preguntó por qué sonreía tan mal. Pero cuando iba a responderle, mediante un trozo de papel escrito, una mujer rubia —acaso la madre del niño— le dio un puntapié en el bajo vientre, le desgarró el bolsillo de las palabras y se llevó al niño de aquel obsceno lugar, profiriendo maldiciones eternas. La calle estaba llena de gente, pero nadie dijo nada. El hombre se fue levantando poco a poco, apoyando ahora una mano, ahora la otra en el bordillo de la acera; y se encaminó a su casa —un ojo más triste que el otro—, a tientas, con serrín en los labios, dudando de todo. Jamás volvió a salir de su casa.

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LA CINTA MAGNETOFONICA Hacía ya tiempo que depositaba, de vez en cuando, una cinta magnetofónica, con palabras y murmullos grabados, junto a la tumba de aquella mujer. Le gustaba sorprenderla con frases nuevas —grababa un texto de cuarenta a cincuenta palabras, más o menos. Colocaba la cinta (por la mañana siempre) en ángulos distintos de la tumba, a fin de que ella pudiera oír mejor todas aquellas palabras de recuerdo. Aquella mañana de agosto, por ejemplo, le comunicó el texto siguiente: «Querida mía, ausente desconocida, hoy eres más arácnido que ayer, probablemente. Beso las telas de araña de tu cuerpo. ¿Cuántos, dime, cuántos y de qué color y forma son los gusanos que aroman y trenzan, a la par, el vello ceniza de tu vientre?». Así hablaba nuestro personaje, a través de la cinta, bajo los cipreses, influido sin duda por aquella antología de poesía lírica que, adoles-cente aún, le regalara una misteriosa vecina.

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SERVICIO DE LIMPIEZA Era barrendero. Tenía..., no sabemos qué tenía en la mirada. Hacía años que llevaba en la mano un ramo de flores de ropa —que nadie quería—, envuelto en papel de plata. El barrendero de la ciudad catalogaba residuos de todo y de todos, delicadezas rotas: los habitantes de aquella ciudad no tuvieron nunca infancia; y él, después de tantos años viviendo allí, apenas si recordaba cuánto tiempo hacía que ya no era niño. Una noche, luego de barrer la calle dos veces, se alejó para siempre de la ciudad, calle arriba, con dos muñecos de plástico, sucios, en el bolsillo.

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ESTACION DE METRO A las nueve de la mañana, al mediodía o al atardecer. Siempre me lo encontraba en la estación de metro, con una hoja de afeitar en la mano, oxidada, la misma que utilizara para rasgar la única postal, algo descolorida ya, que recibiera de niño. A veces, pronunciaba mi nombre desde el otro andén, para atraer mejor mi atención sobre la hoja de afeitar, que ahora exhibía de nuevo, sin pudor alguno, incluso con cierta alegría; y me describía, a voz en grito, pero de manera precisa, el color del extraño líquido que la postal aún desprendía, no obstante los años transcurridos, y que sólo él podía ver.

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EN LA TIENDA Lo conocían en todas las tiendas. Ya sabían que, antes de preguntar el precio de un objeto, saldría precipitado a la calle, saludando con la mano al primer viandante que pasara por allí; y que volvería a entrar, satisfecho, comentando las peculiaridades de la nueva cita, imaginaria, del próximo domingo. No sabemos si hacía esto para que nadie adivinara su soledad.

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CORRECTOR FURTIVO Sus pasos y risas me desvelan de nuevo. Si me acuesto, es él quien se levanta, jovial, y espía en mi escritorio, por enésima vez; modificando, inevitablemente, los poemas que no quiero publicar. Mañana le volveré a decir, a este muerto indiscreto, que no se levante más cuando yo esté descansando.

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UNA CALAVERA ESMALTADA Nadie dijo nada más, y me fui calle arriba, dando saltitos por la acera. Al doblar la esquina, se acercó a mí: era un hombre sin orejas, que llevaba un violín atado a la cintura con un cordel; y una pequeña calavera entre sus manos, una calavera esmaltada —que tenía mi semblante. Aún no he comprendido por qué, sin mediar palabra alguna, me arrojó entonces aquel diccionario etimológico a la cabeza. Perdí el equilibrio, tropecé con él y caí de lado, agarrándome a la calavera esmaltada. Tendido en el suelo, hacía malabarismos con los pies, el diccionario y aquella pelota fúnebre, la calavera, recordando mis años de fútbol, cuando descubrí que ésta tenía una inscripción en la frente: «Si dejas de mirarme, imbécil, verás cómo sube un cortejo de gusanos verdes por el túnel de tus sueños». Aparentando serenidad, salí huyendo de las perversas metáforas de aquella ciudad húmeda.

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CONVERSACIÓN Lo hacía cuando no pasaba nadie, discretamente. Primero se descalzaba; después, guiñaba un ojo, ladeando la cabeza, mientras se introducía dentro del sepulcro de su interlocutor, para reanudar la conversación del día anterior. «Ella tenía sesenta y dos pétalos de oro entre los muslos», proseguía uno, con infinita nostalgia. «Ella ya sólo besa mariposas de polvo, y se siente mejor que nunca», respondía el otro, mirando hacia atrás y mofándose del vacío, de las tinieblas.

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EL ESQUELETO AFILADO Me dijo, con tinieblas en la voz, que lo acompañara al Pasaje de los Gatos. Una vez allí, detrás de un automóvil, me enseñó el pequeño esqueleto, de calavera afilada, que una desconocida le había clavado en el abdomen. Aún no he podido descifrar por qué, de improviso, me tiró de la oreja derecha, y luego me introdujo, lentamente, aquel diminuto esqueleto en la espalda, cerca del hombro. Porque, en realidad, no nos conocíamos de nada y, además (debo decirlo), procuré ser amable con el inoportuno desvarío de aquel hombre, e incluso le di una palmadita a su pequeño y aguzado esqueleto, el cual hoy hace exactamente doce años que llevo clavado.

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BREVE ENCUENTRO Se sentó a mi lado, en las escaleras del puerto. Permanecimos así un tiempo, sin decir nada. Al cabo de una hora, él se quitó la chistera de paja y me indicó que su presencia era del todo involuntaria, ya que estaba allí sólo por error. A decir verdad, se había extraviado y ahora no sabía cómo regresar a su nicho.

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LA TERTULIA DEL ASESINO A decir verdad, aquel asesino no era como los otros. Tenía la costumbre de ir al cementerio a discutir con sus víctimas (seis o siete, ya no recordaba bien). «Mis difuntos», decía él, con insólita gravedad. Hablaban de cualquier tema: la muerte de Dios, el clima, historias de criminología, arte poética, gastronomía... El muchacho asesino no les daba nunca la razón, y sus contertulios estaban tristes. Era demasiado dogmático: sus gritos se oían a veces más allá de la muerte, y todo el mundo se despertaba. Un día de verano, el muchacho tropezó con una piedra, cayendo al suelo con tan mala fortuna que un juguete de metal, abandonado, le abrió la cabeza. Antes de volver a discutir con sus difuntos —pero esta vez todos a un mismo nivel, bajo tierra—, me advirtió, sereno: «Si te acercas de nuevo a las calles de tu infancia, éstas, ya lo verás, se reirán de ti, de tu forma de andar perdido».

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CUENTO MINIMO Nadie lo hubiera dicho a juzgar por su forma de andar; hacía casi tres años que sólo hablaba con las alcantarillas del puerto, arrojando a veces en ellas cuantas palabras dejaba de pronunciar, o serpentinas de todos los colores y algún que otro recuerdo inoportuno. Se entretuvo demasiado, noche tras noche, en el mismo rellano de una escalera en ruinas, y ahora sólo escuchaba el rumor subterráneo de la vida humana. Un día cualquiera murió de tristeza, como tantos otros. Poco importa si alguien lo recuerda o no.

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EL MAESTRO Había perdido ya, por las calles de la ciudad, una gran parte de sí mismo. Todo el mundo lo podía ver: cada vez tenía menos cuerpo, hombre de figura menguante. La culpa era siempre de aquellos malos conductores. Al menos, él, cuando cruzaba la calzada, no carecía de cierta elegancia. Disimular, en este caso, no era lo más importante. «Es necesario —reiteraba una y otra vez— elegir bien el cruce, medir exactamente el paso cebra, las características del semáforo; y esperar, sobre todo hay que saber esperar al conductor adecuado. De lo contrario, saldrás malparado del atropello y de nada te servirá la indemnización por accidente». Así reflexionaba el hombre menguante, didáctico, mientras analizaba los reflejos de los conductores que pasaban delante de él, calculando la velocidad media de los vehículos, que, decía, variaba según fuera lunes o martes, por ejemplo. Me dijeron que no murió atropellado. Una fría corriente de aire se llevó al mar los últimos jirones de su ser. Hoy, nadie recuerda su voz.

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UNA FOTOGRAFIA No contesté, pero me alejé apresuradamente, ocultando mi rostro a todo el mundo. KNUT HAMSUN Cada día, de once a doce de la mañana, se sienta en un banco del parque para leer los periódicos, de fecha atrasada, que un buen amigo le selecciona. Realmente, no tiene nada mejor que hacer, sin hogar, sin trabajo... Con todo, a veces siente un poco de ternura por la vida, e incluso por sí mismo; no es, pues, demasiado infeliz. Pero he aquí que, una mañana, se para delante de él una muchacha, morena, de unos veinte años, y le dice: «Oye, mira», se levanta el vestido, le muestra el pubis, la vulva, cuyos labios separa con tres dedos, y comienza a extraer de allí dados de plástico y fotografías de otro tiempo, acaso de su infancia. En una de ellas aparece, mal iluminado, el perfil de nuestro lector de periódicos atrasados, el cual, ate-rrado, arroja aquellos recuerdos al suelo y, con los dedos viscosos, huye del parque en dirección desconocida. Al huir, le pareció reconocer el sonido de una carcajada: aquella joven del parque se reía de una manera perversa, burlona, como aquella novia que una tarde lo dejó sentado, para siempre, en otro banco del parque, mientras releía una carta que alguien había extraviado, también de fecha antigua, como los periódicos.

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GERANIOS BLANCOS Tenía veinticinco años. Sólo quería hablar con desconocidos. Los paraba en mitad de la calle, les decía cuatro palabras a modo de introducción, se bajaba la cremallera del vestido, lentamente, se desabrochaba el sujetador, y al fin les mostraba el secreto último de su bello perfil, sí, ahora podrían ver su cuerpo al natural, palparlo sin prisa, besarlo hasta mañana, ah, sí, maravillosos sus pechos de nieve encendida, amados públicamente, sus pechos, míralos, antaño olisqueados y mordidos por las ratas del barrio... Un día apareció tendida en la Avenida de la Catedral, muerta, con la cremallera del vestido abierta, rodeada de gorriones y gaviotas extraviadas; el seno roído cubierto de geranios blancos, que iban cayendo de un balcón abandonado. No sabemos nada más.

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LAS ABEJAS DEL CLAUSTRO Hoy ha venido antes y me lo ha contado todo. Entonces aún no sabíamos por qué iba cada día al claustro, a media tarde, se quitaba las bragas y las arrojaba contra un sarcófago del siglo XII. Un día, al atardecer, el vigilante de la Catedral, después de cerrar las cinco puertas que dan acceso a la misma, entró en el urinario público del claustro y allí estaba ella, tendida, sin conocimiento, desnuda, con la cabeza cubierta de periódicos mojados: alguien le había introducido en el cuerpo un tubo de cristal lleno de abejas zumbantes. Hoy ha venido antes y me lo ha contado todo.

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MENSAJES Dejaba oscuros mensajes dentro de un sobre azul, al lado de los insectos que salían de entre las lápidas del claustro. Sabía que sólo ellos podrían un día hallar al destinatario de sus mensajes, bajo las piedras más húmedas.

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COSAS DEL DESTINO ¿Por qué me esperaba siempre, de 9 a 10 de la mañana, acurrucada en una esquina? Una vez más estaba allí, casi petrificada, haciéndome señas equívocas. Un día me golpeó la cabeza, varias veces, con un bastón que tenía escondido detrás suyo. Otro día me arrojó un puñado de ceniza a los ojos, y luego, entre sollozos, me gritó: «Esqueleto, eres sólo un esqueleto insepulto!»: naturalmente, tuve que disculparme y hacerme el muerto para que se calmara. En otra ocasión, mientras corregía mental-mente un poema en prosa, me rasgó los pan-talones, recién planchados, con un estilete do-rado. Aquella vez perdí la paciencia y me enfadé duramente con ella, que sostenía, indiferente, el estilete en la mano. Desapareció un invierno calle abajo y no he vuelto a verla. Desde entonces estoy aquí, de 9 a 10 de la mañana, acurrucado en esta esquina, mirando siempre a otra parte, esperándola: quiero de-volverle, entero, el destino que me dio.

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EL BUSCADOR DEL CEMENTERIO Cada mañana se levantaba muy temprano para ir al cementerio. A menudo, cuando llegaba no habían abierto aún la puerta. Entonces se agachaba y entraba por un boquete del muro. Una vez allí, sentado junto a una lápida, hablaba en voz alta con los difuntos que tenía más cerca, y les rogaba que silbaran una canción antigua. Acto seguido, ya entre silbidos, empezaba a buscar, con renovado afán, la única fotografía que le hicieron de niño. Después, pasadas unas horas, y sin haber hallado ningún indicio nuevo sobre la fotografía perdida, salía de aquel lugar por la puerta trasera, comiendo patatas fritas, sonriendo al vacío y despidiéndose hasta mañana de todo el mundo, vivos y difuntos.

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EL VIAJERO A primera hora, entraba, jovial, al andén principal de la estación término dé su ciudad. Se paseaba arriba y abajo por los andenes, catalogando postales extranjeras e inmensas y misteriosas hojas en blanco. A las doce de la mañana —siempre a esta misma hora— , se preparaba ya para salir de la estación, exultante, como si acabara de llegar de un largo viaje. En cuanto veía a un viajero rezagado o desorientado, se ponía a su lado, nada discreto, y le contaba las secretas mara-villas de aquellos países extranjeros que él, como ya era sabido por todos (aquí hacía una mueca), había visitado de riguroso incógnito. En la escalera de la estación que daba a la calle, se fracturó cinco veces la misma pierna.

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NOCHE DE BODAS ¿Dónde se ha ido la ternura? —preguntó al espejo de la habitación 216, Hotel Biltmore. MALCOLM LOWRY Cada vez tenía más miedo a las palabras. Desde entonces —un extraño día, ciertamente—, en cuanto alguien le preguntaba algo, cualquier cosa, se quedaba atónito, sin poder responder nada; y luego de siete largos segundos, exactos, insoportables, echaba a correr y se pos-traba al lado de una alcantarilla, balbuciendo endecasílabos sobre una enigmática noche de bodas. Ya no recordaba el nombre de su ex esposa, pero continuaba viendo todo aquello: enormes cangrejos blancos, amaestrados, entrando y saliendo de las hendiduras sagradas del cuerpo de su amada, befándose de él, de sus piernas desnudas, de su mirada ausente. Fue entonces cuando empezó a balbucir en-decasílabos, mecánicamente, de alcantarilla en alcantarilla, sin mirar a nadie.

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UN HOMBRE EN EL SEMAFORO Cuando los automóviles se paraban en el semáforo, él salía de su escondrijo, casi siempre detrás de un árbol. Iba de un coche a otro, introduciendo su diminuta cabeza por la ventanilla, ofreciendo su mercancía a los conductores, a precios de liquidación: por ejemplo, una fotografía de la primera comunión de un allegado, media docena de claveles mustios, un libro de historia sagrada, ilustrado, o cualquier otro recuerdo de infancia (o como se llame, decía, esta edad que él ignoraba). Una noche, durante su trabajo, un conductor gracioso le quemó una mano encendiendo dos mecheros a la vez, y todos los recuerdos, ajenos, siempre ajenos, quedaron esparcidos e irreconocibles en medio de la calle.

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EL BAÑADOR Lo hacía por la mañana, en los servicios del Paseo Marítimo, en invierno, cuando no había nadie. Se quitaba los pantalones, mirando de reojo al espejo ovalado, medio roto, único testigo; e intentaba ponerse un bañador de su infancia, de los años cincuenta, el mismo que una conocida le regaló cuando era niño. En vano. No quiso decirme qué pensaba allí dentro, en el servicio, con el bañador, que no le entraba, a la altura de las rodillas, perfilando en el espejo cruel una postura de lo más cómica, humillante, nunca vista. Al cabo de una hora, más o menos, salía exhausto del santuario-servicio, con el bañador negro, infantil, en la mano vencida. Descansaba un rato merodeando por la playa, flanqueado por algunos cuerpos desconocidos que también habían ido allí a recordar, inútilmente.

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JUGANDO EN LA CALLE Un niño, que lo vio todo mientras jugaba por la calle, dejó de sonreír a partir de aquel día, y nunca más volvió a recordar el lenguaje de los hombres. Su cuerpo se fue convirtiendo en un objeto usado, de segunda mano, mitad niebla y sarcasmo, mitad sonrisa petrificada.

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EL BAÑISTA Todo era espectral, también yo. ROBERT WALSER Lo había dicho varias veces: él no quería ir. Prefería quedarse en casa. Pero lo arrastraron a la playa. Una vez allí, todos se desvistieron, él también. Así fue conocido, por vez primera, su exótico traje de baño, un modelo antiguo, de mal gusto, estampado de estrellas verdes e in-sectos amarillos, adquirido sin duda en las rebajas de unos grandes almacenes. Con todo el ridículo del mundo clavado en las piernas, empezó a correr y se lanzó, llorando, al mar. Durante mucho tiempo se negó a salir del agua: no quería que los demás bañistas contemplaran su regreso a la arena. Así pues, decidió sonreír y disimular: cuando alguien se acercaba a su lado, nadando atléticamente, él, ordenado, solidario pero muy resentido, hacía ver que también nadaba, con alegría, con seguridad, silbando incluso un vals entre las olas. O bien, de pronto, buceaba aquí y allá con la discreta elegancia de una sirena o de una gallina mojada. En realidad, el agua no le llegaba nunca a la cintura, de tal suerte que, mientras exhibía sus piruetas, permanecía, a menudo, astutamente arrodillado sobre el lecho de la orilla, donde los niños jugaban con el movimiento de las olas. Regresó a tierra al cabo de cinco horas de natación fingida, sin aquel bañador, tapándose con hojas de periódico. «Pero ya la vida dejó de ser lo que él recordaba» —leyó después en alguna novela desmesurada. Por supuesto, jamás volvió a la playa, desapareció tierra adentro, lejos de toda presencia humana, lejos de todos los bañadores estampados. 76


EL ENCUENTRO No se sentía más confuso que otros días. Salió de casa sonriendo, agitando los dedos en secreto, murmurando bellas palabras, con alegría y a paso ligero, dispuesto a encontrar a un transeúnte amable que le supiera indicar el día, el mes, el año y la calle en que estaba la vida: no quería llegar tarde a la cita que le había concedido un amigo de su infancia. Pasaba de una acera a otra, más ágil que nunca, y contemplaba todos los escaparates: le asombraba que hubiera tanta belleza aquella mañana de otoño. Como es lógico, llegó al lugar de la cita con una hora de antelación. Ahora se distraía puliendo versos y frases de bienvenida que dedicaría a su amigo. Se paró delante de un escaparate recién iluminado, mirando en realidad hacia su infancia: recordaba aún los hermosos paseos que ambos daban por el puerto, cuando apareció, de pronto, el rostro del amigo reflejado en un espejo de juguete del escaparate. Observó que tenía un perfil extraño, desconocido, y ya no se reconocían. Entonces sintió miedo y se volvió, tímidamente, hacia las paredes húmedas de otro tiempo. Poco a poco, se fue recuperando y al fin consideró que lo mejor era presentarse de una manera espontánea, y lo llamó por su nombre. Todavía hoy le duele, a veces, la grave quemadura que aquel ser tan recordado le infligió en una oreja. Días después, con la oreja menos quemada, comprendió definitivamente que ambos habían tenido siempre recuerdos diferentes. Con la ilusión que le quedaba, prosiguió mirando escaparates iluminados, y de vez en cuando sonreía al volver la cabeza hacia otro lado, siempre hacia otro lado. 77


EL LAZO NEGRO Llevaba un secreto atado al muslo, con un pequeño lazo negro. Pero las maneras frívolas de una mujer le obligaron a hacer un mal gesto, provocando que apareciera, allí mismo, en plena calle, la forma desmedida de su secreto..., no sé cuántos centímetros de presencia turgente, erecta, que temblaba, desolada, en medio de la vía pública. A su alrededor se formó un corro de gente curiosa, y algunos empezaron a maldecir al hombre que, humillado, sonrojado, se esforzaba en vano por reducir al mínimo el tamaño de su miembro, inclinándolo con fuerza hacia el muslo derecho, donde —vociferaba el público espectador— intentaría volver a sujetarlo con el pequeño lazo negro, que había caído sobre el bordillo de la acera. Cuando parecía estar a punto de lograrlo, un hombre y una mu-jer surgieron del grupo, amenazantes, y fueron corriendo hacia él, con un cartabón de madera en la mano. Pronto se disolvió el corro de espectadores, y sólo algunos niños del barrio pudieron ver cómo fluía, calle abajo, un riachuelo de sangre con un pequeño lazo negro.

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ASCENSION Cada sábado, durante veinte años, subió al funicular para no regresar más: quería arrojarse o ser arrojado, cuanto antes, a las aguas que fluían dos mil metros más abajo, en el llamado abismo verde. Pero ni él se lanzó al vacío ni el funicular descarriló, y así continuó viviendo —sin dejar de subir al funicular—, hasta cumplir los setenta años, en que fue atropellado en el centro de la ciudad por el ciclomotor de una adolescente.

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TARJETA POSTAL El pequeño jardín —dos palmeras y una magnolia— de una tarjeta postal, que encontró en el suelo del claustro, sobre una lápida del siglo XVII, era el único domicilio que él recordaba —respondió al juez cuando éste le preguntó, por sexta vez, dónde estaba el día del crimen.

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PARADA DE AUTOBÚS Era una verdadera fatalidad: aquella desconocida y él se encontraban siempre en la misma parada del autobús, dos e incluso tres veces al día. Sin embargo, aquel mediodía, antes de que ella apareciera, bajita, perfil autoritario, el hombre se fue corriendo a la otra parada, detrás de un autobús que al fin pudo alcanzar, exhausto bajo aquel sol de julio. Todo en vano: allí estaba ella de nuevo, como un trozo de hielo, sentada, al fondo del autobús, agitando discretamente sus manos huesudas en señal de venganza.

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UN DESCONOCIDO Sólo salía al atardecer, y se ponía detrás de la primera persona que pasaba por la calle. Esta, por lo común, huía espavorida de aquella voz que se adhería a sus hombros; o bien pedía ayuda a algún transeúnte para zarandear a ese ser monstruoso. Por tanto, no llegaban a conocer la verdadera historia de amor de aquel desconocido, que yo, ahora, no puedo relatar.

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EL PASEANTE De él sólo se recuerda que, a lo largo de quince años, pasó diez mil novecientas cincuenta veces por el claustro de la catedral, siempre resfriado, en verano y en invierno, con un libro de gramática en la mano; y que, según dicen los más extravertidos del lugar, no llegó a pronunciar, durante toda su vida, más de cien palabras inteligibles con sus familiares y amigos. Ignoramos lo que sus vecinos opinaban realmente de él en las misteriosas noches de primavera, verano, otoño e invierno, aproximadamente.

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ADIVINANZA Hacía mucho tiempo que esperaba a un desconocido cualquiera, a alguien que por fin adivinara en qué año fue abandonado por su mejor amigo. Porque él, decía, ya no se acordaba de la fecha exacta del abandono; y, por otro lado, creía, supersticioso, que sólo así, adivinando la fecha, podría algún día recobrar el tiempo de aquella noche sin nombre, y transfigurarlo hasta conseguir el reencuentro con su amigo. Una noche de verbena, se sentó en la acera, menos triste que de costumbre. Más tarde, recogieron su cuerpo y lo trasladaron al servicio municipal de pompas fúnebres. Dicen que dentro de la mano cerrada, que no pudieron abrir, había un trozo de fotografía, dedicada.

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LA ESCALERA Perdió la voz un día que estaba jugando en la barandilla de la escalera. Más abajo, en el rellano del primer piso, un hombre y una mujer se introducían candelas encendidas por los orificios más extraños y oscuros del cuerpo. Aquel niño salió huyendo de la escalera, sin girar la cabeza, y jamás volvió a recordar el camino de regreso a su casa. Aun hoy, de vez en cuando, sigue preguntando a los demás cuál es su domicilio.

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LA APARECIDA En cuanto ella aparecía entre la gente, firme, rocosa, ocupando toda la acera —tantos y variados eran sus gestos— , él se agachaba en seguida detrás del primer automóvil aparcado que veía, y, en cuclillas, hacía ver que se ataba los cordones rebeldes de sus zapatos, permane-ciendo largo tiempo en esta postura, sin importarle que alguien lo pudiera ver, ni que ella hubiera desaparecido ya de su vista, calle arriba: había que ser muy precavido y no confiar nada en las esquinas, dado que ella siempre aparecía de súbito en cualquier lugar y a las horas más inverosímiles.

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ARENA Aquella noche, en la playa, ellos se disponían a celebrar la verbena, como cada año, cuando lo encontraron tendido boca abajo, sangrando, con un legajo de papeles en la mano. Al vaciarle los bolsillos, salieron más papeles, de color verde, con la misma frase escrita en todos ellos: «Yo sé que su cuerpo se mueve debajo de este rectángulo de arena, y no me iré hasta que lo encuentre».

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UN HOMBRE SENTADO Atardecía, en la playa apenas si quedaba gente, pero él no se levantaba: permanecía sentado, en la arena, sobre una toalla blanca de lavabo. Poco a poco, los últimos bañistas iban desapareciendo, mientras él seguía allí, más sentado que nunca, sin poder hablar, clavado en la arena, ahora húmeda, desde las diez de la mañana, abandonado delante del mar. Nadie fue a rescatarlo, y se quedó así, sentado para siempre en la playa.

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ALGUIEN DE UNA CIUDAD Nadie había oído nunca su voz, pero cuando llegaba a su casa, de noche, hablaba sin parar con todas las puertas amarillas, paredes y bombillas que tenía a su alrededor, las cuales hacía horas que lo esperaban con verdadera ansia: sólo ellas, pues, conocían a la perfección el más nimio detalle —por ejemplo, la cantidad de vello del pubis— de sus raras y locuaces amantes; así como esos peculiares y reiterados viajes turísticos a los cementerios marinos que efectuaba cada invierno.

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LA ESPERA Cada día salía más temprano de su casa, con la inquebrantable esperanza de encontrarla de nuevo esta vez. Decía, a quien quería oírle, que la esperaba siempre en la misma esquina, donde habían quedado para verse una mañana de domingo, hacía ya unos treinta años. Si ella aún no había llegado —proseguía— se debía seguramente a una necesidad de última hora, a algún recado urgente que, sin duda, le habría obligado a desviarse de su camino. De ahí, pues, la comprensible tardanza —concluía, sonriendo satisfecho.

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UNA HISTORIA DE PAN TOSCO Cuando aquella tarde volvió a pasar por delante del bar, le llamaron con malas maneras y le presentaron con desprecio aquel bocadillo, muy frío, duro, deformado, que él, es cierto, había pedido una semana antes, pero entonces le dijeron que la plancha aún estaba fría y no podían servírselo. Por eso, al ser requerido sin ningún respeto, dudó unos instantes, pero al fin entró en el bar, dispuesto a consumir aquel objeto amorfo que sobresalía de la barra, amenazante. Mientras los otros clientes murmuraban, divertidos, él empezó a extraer servilletas de papel, nervioso, arrugándolas sobre el mostrador, con cierta elegancia, para demostrar al mundo que no carecía de carácter... Y pasó a deglutir lentamente, con mirada desesperada, aquel objeto petrificado de pan tostado, aquel «ser de otros días», como indicó el filósofo inoportuno del bar. Media hora después, desapareció para siempre de aquel lugar, y dicen que jamás volvió a comer con los hombres.

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LA CARTA Siempre entraba al claustro con aquel papel en la mano, una fotocopia de la única carta que había recibido en toda su vida (alguien, no sabía quién, le había robado el original). En ella se le comunicaba que su primera e inconstante novia (astutamente le abandonó para casarse con un célebre funcionario), había tenido ya dos hijos, uno de los cuales —le decía— tenía un glande parecido al suyo (escrita la carta en tinta azul, este último párrafo aparecía resaltado en tinta roja, como si fuera una burla que él no llegaría a comprender nunca). Enloqueció de emoción y sorpresa, y desde entonces participaba aquella singular noticia a todos los seres conocidos y desconocidos que se encontraba por la calle o en el claustro. Una noche de invierno lo hallaron tendido bajo un banco de madera del puerto, con aquella carta entre los labios, impregnada de aceite y orines de perro.

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EL PASEANTE El moderno quiosco-bar del paseo del puerto estaba lleno de gente sofisticada. Él se acercó a una mesa, sigiloso, con media sonrisa helada, e hirió a dos mujeres y a dos hombres con un tenedor —luego se supo que siempre llevaba un tenedor en el bolsillo para recordar una fiesta de juventud. Cuando lo interrogaron, sólo dijo que hacía demasiado tiempo que nadie hablaba con él: de ahí, su violencia; y, por otra parte, la brisa del paseo le recordaba aquellos días de playa de su infancia, cuando todo era recién pintado y nadie había muerto aún. Lo encarcelaron. Pasados tres meses, se ahorcó en su celda: del bolsillo le cayó una tarjeta postal antigua (una playa azul), dirigida a un amigo del colegio, cuya dirección seguramente ignoraba.

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LA ÚLTIMA FRASE Cuando lo encontraron tendido en el suelo, desnudo, con una jeringuilla rota entre los testículos, se incorporó un momento, les dedicó un breve escupitajo y pronunció, cuatro veces, esta frase: «Todos nos veremos en el salón de billar del cementerio, y nos reiremos mucho». Acto seguido, lanzó una carcajada; de súbito, la expresión de su rostro se tornó solemne, y, entre lágrimas, representó los detalles que aún recordaba de su primera comunión, rodeado de transeúntes incrédulos. Finalizada la representación, se levantó, más ausente que antes, casi moribundo, y desapareció dando traspiés, en dirección al puerto. Una estampa de primera comunión, que guardaba entre el forro de su americana, nos indica que nació en Lérida, el 20 de abril de 1945.

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MERODEAR Aquella noche del mes de octubre la gente parecía más rara aún. Y él, por otro lado, estaba ya cansado de merodear por las calles de su infancia, en busca —dijo después— de antiguos nombres caligrafiados en la pared. Así pues, se acercó a aquella desconocida y la mató. Cuando se presentó a la comisaría de policía de la calle Ancha, sintió como si llevara prendido un broche de hojalata en el ano, semejante a los que vendían, hace años, en el quiosco de la plaza principal de su barrio. Murió en la cárcel, con el dedo meñique sobre el labio inferior, seis días después —añadió un celador— de haber encuadernado su colección de revistas de barcos.

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LA SALIDA Hacía tantos años que había salido corriendo de su casa, deambulando arriba y abajo, por toda la ciudad, caminando por las aceras más estrechas, que ya no recordaba bien lo que estaba buscando. Por eso, y ante la duda, no se atrevía a volver a su casa con las manos vacías, aunque nadie, probablemente, le estaría esperando. Y proseguía preguntando aquí y allá sí tenían alguna cosa urgente para él.

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EL PAPEL ARRUGADO Este fue su destino: llevar siempre en la mano el mismo papel arrugado, de un color verdoso, cuadriculado —que no sabía a qué papelera echar—, hasta el día del fatal accidente que ya no le permitió salir más a la calle..., y así acabó su destino, con un papel arrugado en la mano derecha, y una oreja más aterida que la otra.

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RELATO DE VECINOS Antes de subir, el hombre cojo prefirió dar varias vueltas alrededor del viejo edificio... Se paró en la esquina de enfrente varias veces, observando atentamente todos los detalles del balcón, de las ventanas. Era preciso que nadie se asomara a la calle en aquel momento —se decía a sí mismo; por otro lado, las macetas de flores amarillas parecían abandonadas, los cristales de las ventanas estaban algo empaña-dos, sobre todo los de la derecha... Al fin, cuando ya anochecía, decidió subir a la casa, no importaba lo que pudieran decirle desde algún rellano de la escalera. No iba a detenerse por ello. Siguió subiendo, hasta llegar al cuarto piso. Allí encontró la puerta entre-abierta. Sin llamar, entró al pasillo y depositó una carta sobre el tapete a cuadros del velador. Sonrió, escudriñó a un lado y a otro. Nadie. Volvió a sonreír, y se fue a hurtadillas, sin mirar atrás. A él no le conocían bien aún, por na-da del mundo regresaría a esta casa —sentenció para sí. Dos meses más tarde, algunos vecinos respondieron que aquel hombre cojo, tímido pero de buenas costumbres, había vivido siempre allí arriba, solo, en el cuarto piso de las flores amarillas.

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NO ERA UN HOMBRE CUALQUIERA Se volvió cada vez más taciturno... Apenas salía de casa... No quería ver a nadie... Miraba con desconfianza los títulos de todos los libros de su biblioteca... Cuando alguien le llamaba por teléfono, salía al balcón y saludaba a los desconocidos hasta que el teléfono dejaba de sonar... Al timbre de la puerta, respondía con una extraña sonrisa, sin levantarse de la silla, disimulando y abriendo al azar una antología de poesía francesa del siglo XIX... Cuando llo-vía, salía a pasear por el muelle, con su viejo paraguas amarillo... Esta es la historia de un hombre que dejó de hablar a partir del día en que le instalaron el teléfono en su casa.

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TÉRMINO MUNICIPAL DEL VIDRIO



Calle de Escudellers Un desconocido sale a la calle y traza líneas amarillas en la pared, formas que no puedo distinguir desde aquí, sentado en el suelo de la memoria. Me acerco lentamente, y veo ya, entre dos manchas de humedad, dibujadas con tiza, las letras inacabadas de mi propio nombre, y, más abajo, bien perfilados, los últimos zapatos de mi infancia... Calle del Vidrio Sonidos, nombres, aceras de otro tiempo. Voy arriba y abajo, con figuras de serrín y vacío en la mirada. De pronto, un recuerdo al lado de una alcantarilla: no me reconoce. Vuelvo a mirar las aceras..., allí, un puñado de ceniza, cristales rotos en el bolsillo. Calle Nueva de San Francisco Ya no está allí. Venía no sé de dónde, se paraba en este portal y esperaba, de pie todo el día, hacía diez años que esperaba que ella volviera por aquella esquina. 103


Calle de Obradors 3.30 h. Sábado. Cine Castilla. 4 h. Jueves. Cine Barcelona. 3.30 h. Lunes. Cine Alarcón. Calle de Escudellers Blancs Todos los nombres, todas las formas se ríen de ti, a tus espaldas. Con todo, te vuelves, agradecido, pero ya no hay nadie detrás de ti. Y, como siempre, escribes lo mismo, y caminas hacia otra parte, sin gestos, sin palabras, educadamente triste, o algo parecido, mirando a otro lado, en busca de medio fragmento, inútil, seguramente irreal, de tu infancia. Calle de Aray ¿Cuántos gramos de silencio? Las paredes no oyen, o quizá ya no me recuerdan. Calle de Arenas 4, 5 tinieblas a media voz. Casi treinta y dos fracasos en el bolsillo. 32.

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Calle del vidrio No, entre los adoquines no hay esta vez ningún mensaje. Sigues andando, con el alma colgada de la cintura. Los espectros de este barrio ya no te quieren ni ver. Si no vigilas, tú y el poema seréis acuchillados, no por el tiempo ni la sombra, sino por una mano vulgar. Vete de aquí; en realidad, jamás hubo mensajes entre los adoquines. Calle de la Rosa Si te quedas en la acera, y disimulas, en cuclillas, verás cómo el dolor se confunde y pasa de largo sin mirarte. Pero cuando te sientas más seguro, vendrá un desconocido cualquiera y te llenará la boca de ceniza. Por tanto, de nada te servirá quedarte en la acera, disimulando, en cuclillas. Calle de Carabassa Abro el sepulcro de asfalto, miro, pero dentro ya no hay nada: cansada de esperarme, también ella, mi infancia, se ha ido a otra calle. Polvo y serpentinas en la mano. 105


Calle de Rull Un esqueleto arrodillado lee un tebeo. Plaza Real Miro otra vez, pero no, ya no estoy allí, ágil y sereno bajo las arcadas, con una pierna más alegre que la otra. Pasaje del Reloj No me quiere hablar el espectro que aún vende cupones de la ONCE en el Pasaje. Tengo frío. Volveré otro día. Me voy de nuevo a la calle del Vidrio. Calle del Vidrio Doy un salto de una acera a la otra, y sonrío, entre dos recuerdos que no voy a escribir, de momento. Un álbum de cromos en la papelera. Bolas de vidrio de color azul, en el suelo. Calle de Còdols Eres el vagabundo de los falsos paraísos infantiles; ya no tienes ni manos, de tanto buscar en vano; pronuncias una palabra, y todo, casas, aceras, farolas, recuerdos, se transfigura; estás solo, por qué has vuelto, incluso tu infancia ya no te quiere ver más, vete a mirar a otra parte; 106


no levantes más el musgo húmedo de tu infancia: debajo no hay nada, ni un gusano de seda Pasaje del Reloj Un paso, otro paso... Te has quedado sin palabras. Una mirada, otra mirada... De tanto mirar al silencio, te has quedado medio tonto. «Yo, inspector de alcantarillas», anuncia un periódico arrojado al suelo. Calle de Aviñó Abandonada, medio abierta, encuentras una caja de bombones en el portal. La abres del todo, ilusionado, y aparece una miniatura de yeso de tu cadáver. No sales corriendo —para qué—, pero disimulas cuando un transeúnte te señala con el dedo. Tuerces a la derecha, te apoyas en la esquina y arrojas tu infancia por arriba y por abajo. Calle de Escudellers Por las grietas de las paredes salen, cada mañana, voces difuntas hasta la calle, en donde permanezco archivando sombras y cristales ensangrentados. Sin embargo, aquí también hay máscaras de pirata y caramelos de miel. Aquella tienda ya no está abierta. 107


Aquel cine ha desaparecido, ahora es un garaje. Aquella barbería está cerrada. Por las grietas de las paredes... Calle de Tres Llits Pared húmeda. Cromos repetidos en el suelo. Me acerco más. Tropiezo con una baraja de cartas, muy usadas. Se me caen las gafas. De seis clavos plateados, entre desconchados, cuelgan las marionetas de un sueño, debajo de una ventana cerrada; memoria clavada en las paredes húmedas de ya no sabes qué infancia. Pasaje del Reloj Vidrios de colores entre los dedos; un párpado más caído que el otro; pies dubitativos; labios fruncidos en la ceniza de una verbena; plumas de paloma y figuras de espuma de cerveza, patatas fritas y claveles marchitos entre las palabras. Calle Nueva de Zurbano Hotel Zurbano. Toreros y esqueletos en la acera. Carruaje de calaveras y cascabeles aguardando en la plaza Real.

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Plaza Real Entre palmeras y arcadas: todo el misterio, el lenguaje, el absurdo, la alegría, el universo, el silencio. No hables más. Aquí, un solo verso (de Mallarmé): Tú, que sobre la nada sabes más que los muertos. Déme una cerveza y medio recuerdo. Rambla de Capuchinos 1955. 100 gramos de cacahuetes. Miles y miles de tebeos, películas por todas partes. Sueños, se estremece de alegría la piel de la calle, sueños. Esto sucedía cuando aún no tenías cosidos los labios. 1950. 1955. Cintas y delirios del barrio, alrededor de los pies. Rambla de Santa Mónica Un niño con un espectro en el bolsillo. Rambla de San José Siempre le salían flores en el cráneo. Cucuruchos de añoranza. Polvo entre los dedos.

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Pasaje de la Paz Un día encontró un tesoro bajo la arena de la playa: dos bolsitas de ceniza y un collar de guijarros. No necesitó más para recordar la vida con amor. Pero algunos se burlaban, a veces, de su memoria. Calle de Ataúlfo 10 de la mañana. Cruzo la calle titubeando —suelo mojado—, y una mano de serrín me coge del cuello y me arroja a un abismo de asfalto y diamantes, entre acera y acera, alcantarilla abajo, con el alma reseca debajo del brazo. Plaza Milans Todas aquellas palabras están aquí, sentadas o de pie, espectros que me señalan con el dedo roto, sin reconocerme. De súbito, aparece un paquete en la esquina. Paso de largo..., regreso, abro el paquete y un alma muerta me escupe a la cara. Ofendido, prosigo mi camino, con el paquete atado a la memoria. Calle de la Condesa de Sobradiel Aquel hombre tenía más ceniza en el ojo derecho que en el izquierdo, y sin embargo no se lamentaba demasiado cuando un desconocido, en la calle, le hacía tropezar con idilios muertos. 110


Plaza Duque de Medinaceli En este sótano, una mujer vende guías urbanas para iniciados. Guías de infancias, calles y espectros. Calle de la Merced Del bolsillo se me cae... un lazo de hielo que no significa nada, sólo un lazo de hielo o un fragmento de silencio en el suelo. Calle Ancha Nadie entenderá nada, pero no importa, si dices que hay palabras muertas de soledad que hablan contigo a medianoche. Calle de Luis Braile Dice que no recuerda nada de su infancia, y me golpea varias veces, a traición, con una palma del domingo de ramos. Dolorido aún, doy unos cuantos pasos hasta que me desvanezco sobre las aceras de otro tiempo. Calle de Boltres Aquel niño siempre tenía un sueño amarillo detrás de la oreja.

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Calle del Call Tenía cinco dedos temerosos y cinco dedos ausentes. Calle de Baños Nuevos Un pie más solitario que el otro. Pasaje del Dormitorio de San Francisco Ceniza de tu infancia entre los dedos del pie derecho..., no escribas más, deja que las sombras se confundan y no puedan identificarte. Toda la vida así: cuatro palabras detrás y un espejo roto delante. Calle de Tomillo Se paró en medio de la calle, levantó una pierna, y, sonriendo aún, empezó a recordar nombres de minerales y frases de amor que ya nadie podía entender. Un día, al amanecer, barrió meticulosamente el bordillo de la acera, limpió el polvo de sus zapatos, y, sin decir nada, sonriendo aún, se echó allí para siempre. Más abajo, en la otra acera, dos párpados abiertos en el suelo. Calle de Ataúlfo Vive encerrado en su casa desde que se quedó sin camisas nuevas. ……. 112


Detrás de todas las puertas, siempre hay un recuerdo que nadie recuerda. Calle de Calella Está detrás de la puerta esperándome. No saldré nunca más. Detrás de la puerta, con las manos llenas de serpentinas y de mariposas, repite mi nombre dos veces a la semana. Calle de Riudarenas Cuando miraba hacia atrás, le apenaba ver cómo su memoria se clavaba cristales de nieve en los pies, y ya no sabía pronunciar ninguna palabra dulce. Plaza de San Francisco Siempre me lo encuentro detrás de todas las puertas, pero él, pobre y cabizbajo, hace ver que no me reconoce... y antes era mi espíritu, mi infancia, mi esqueleto. Calle de los Templarios Sin palabras, nadie delante, nadie detrás: se había convertido en un mineral vulgar, y era feliz. Cuando menos lo esperaban, desapareció, calle arriba, con los bolsillos llenos de postales que nunca envió. Sólo un anciano del barrio conocía su domicilio. 113


Calle de Cervantes Un poema en prosa escrito en la pared Bastó un mes para que su adolescencia se extraviara por los pasillos y salas de aquel hospital. Por eso, años después, con un ojo más cerrado que el otro, pero sin miedo, frecuentaba las salas de visita de todos los hospitales; e interrogaba, sin menear la cabeza, a los enfermos que salían a pasear por los pasillos, pero en realidad ya nadie se acordaba de su adolescencia.

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HISTORIAS BREVES ESCRITAS EN LA PARED



Sólo sabemos que tenía siempre el mismo recuerdo en la mano. Una mañana dejó su recuerdo en la acera, y desapareció después de guiñar el ojo derecho. Desde que le ha salido un silencio detrás de la oreja, ya no vuelve la cabeza cuando alguien, desde lejos, lo llama por su nombre. Y por eso dicen que tiene a veces un párpado más helado que el otro. A partir de los veinte años le empezó a crecer una ceniza verdosa entre los dedos. Ningún médico, ningún curandero supo explicar el origen de la misma (pero se reían a carcajadas cuando extraían un poco de ella para examinarla). Todo el barrio subía a su casa para contemplar el misterio de la ceniza, que ahora ya le llegaba a la altura de los codos. En la oficina le dijeron que enviara, por correo certificado, quince sobres, tamaño carta, con signos de esperma dentro. Y así lo hizo. Sólo mandaba cartas a los desconocidos. Cuando le preguntaron por qué lo hacía, dio media vuelta, sin hablar, y se fue llorando por el callejón. Este fue su verdadero destino: marcar, con devoción y temor, números de teléfono equivocados. 117


Pronunció dos frases de amor, en su juventud, durante una cena de ya no recuerda qué aniversario; y a partir de aquella noche, no volvió a cenar jamás con los hombres, ni a dirigirles una sola palabra. El día que lo fueron a buscar, lo encontraron tendido boca abajo, rodeado de bocadillos petrificados, seis relojes parados y varias cartas inacabadas. Llevaba una tristeza alrededor de la cabeza, como una venda rasgada. Subiendo por esta calle, a mano derecha, no encontrarás a nadie..., ya lo sabes, pero sigues andando hacia la esquina de arriba, confiando en el azar..., y, como siempre, no encuentras a nadie. Dicen que aquella mujer sólo hablaba con una fotografía que guardaba en el bolsillo. Un día desapareció en el metro, y hallaron la fotografía, arrugada, en una papelera, entre hojas de calendario. Nadie quiso decirme quién salía fotografiado junto a ella. Medio silencio entre los dedos. Podrías escribir otra metáfora, cerrar los ojos, abrirlos, petrificarte en la máquina de escribir, pero seguramente continuaría habiendo medio silencio entre tus dedos. 118


Un recuerdo en el suelo. Le creció una flor de hielo dentro del cuerpo, y ya nunca volvió a recordar las dos o tres palabras mágicas de su infancia. Puerto. Acera. 15 de noviembre. Pasa un esqueleto con un hueso de menos, y te reconoce, pero no sabe pronunciar tu nombre. Todo su amor estaba dentro de aquel paquete, bien envuelto con papel de fantasía. Después de su muerte, lo abrieron y se encontraron con un excremento de gaviota dentro, acompañado de una nota que decía: —Jamás conoceréis mi secreto; acordaos de mí y escribid una elegía. Nombró una por una todas las piedras del barrio de la Catedral; una noche dio media vuelta y se fue por donde había venido, con un poco más de tristeza detrás de la oreja, sin pedir nada a nadie, diciendo buenas noches a quien en ese momento pasaba por su lado. Lo había perdido casi todo. Le quedaba aún, en el ojo derecho, una mota de luz que venía de otro tiempo.

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Todo su amor estaba dentro de aquel legajo: una colección de cartas que no había leído. Hasta que un día las abrió y toda la ceniza le subió a la boca. Jamás volvió a coleccionar cartas. Hacía años que daba vueltas y vueltas por las mismas calles de la Catedral, sin hablar con nadie, tímido, utilizando sólo la mirada y el gesto como formas de expresión. Así andaba, sin palabras, sin destino, desde que le hicieron ver que ya no había nadie esperando detrás de aquel recuerdo. Cenizas de papel, nada más, en el labio inferior. Me seguía a todas partes, de 3 a 7 de la tarde. De una esquina a la otra, por los supermercados, en los urinarios públicos, alrededor de las iglesias, entre las mesas de los bares; allí estaba él siempre, observándome, hasta que me rogaba que me parase un momento. Entonces, en plena calle, me contaba de nuevo, por enésima vez, aquella historia de amor que nunca sabía terminar. Me dijo: «A veces me acurruco en una esquina húmeda de mi barrio, y me pongo de cara a la pared: así hablo mejor con los espectros más generosos de mi infancia». Como no sabía despedirse de nadie, llevaba siempre las manos en los bolsillos, y un ojo ausente.

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Marcaba un número de teléfono al azar: si le contestaba una voz agradable, le daba las gracias por todo, y se despedía humildemente hasta nunca. En realidad, hacía ya treinta años que daba vueltas por la ciudad, sin un domicilio fijo, con dos recuerdos largos y uno corto en la mano.

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La primera edici贸n de este libro, de EDICIONS DE LES ARTS DEL LLIBRE, se impri贸 en Barcelona en 1989. Esta edici贸n digital, realizada por Emboscall, se ha realizado tambi茅n en Barcelona, en el mes de noviembre de 2013.



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