Memorias de un niño de la guerra

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MEMORIAS DE UN NIÑO DE LA GUERRA

FÉLIX JURADO RAMOS

Mnemosine, 1


©Herederos de Félix Jurado Ramos Primera edición impresa: Agosto de 2003. ISBN: 84–96253-11-2 Edición digital: Junio de 2013 Edita: emboscall


Contenido

EN EL NOMBRE DEL PADRE vii PRIMER CAPÍTULO: INFANCIA 1 SEGUNDO CAPÍTULO: LA GUERRA (PRIMERA PARTE) 21 TERCER CAPÍTULO: LA GUERRA (SEGUNDA PARTE) 39 CUARTO CAPÍTULO: LA ÚLTIMA CARTA DE MI PADRE (LA POSGUERRA - PRIMERA PARTE) 57 QUINTO CAPÍTULO: MÁS MUERTE (LA POSGUERRA SEGUNDA PARTE) 69 SEXTO CAPÍTULO: MISERIA (LA POSGUERRA - TERCERA PARTE) 83 SÉPTIMO CAPÍTULO: EN EL MANICOMIO (LA POSGUERRA - CUARTA PARTE) 99 OCTAVO CAPÍTULO: EN LA MILI (PRIMERA PARTE) 119 NOVENO CAPÍTULO: EN LA MILI (SEGUNDA PARTE) 145 DÉCIMO CAPÍTULO: EN LA MILI (TERCERA PARTE) 163 UNDÉCIMO CAPÍTULO: EN EL PANTANO DE BARASONA (EMIGRACIÓN - PRIMERA PARTE) 181 DUODÉCIMO CAPÍTULO: EN EL PANTANO DE SAU (I) (EMIGRACIÓN - SEGUNDA PARTE) 203 DECIMOTERCER CAPÍTULO: EN EL PANTANO DE SAU (II) (EMIGRACIÓN - TERCERA PARTE) 223 DECIMOCUARTO CAPÍTULO: EN VIC (I) (EMIGRACIÓN CUARTA PARTE) 255 DECIMOQUINTO CAPÍTULO: EN VIC (II) (EMIGRACIÓN QUINTA PARTE) 279

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EN EL NOMBRE DEL PADRE Cuando en 1985 se jubiló, Félix J urado quiso poner por escrito los recuerdos de su vida. El poco tiempo que de niño había ido a la escuela apenas si le había permitido aprender a leer y escribir, y a lo largo de su vida tampoco tuvo muchas ocasiones para ejercitarse en ello. Pero eso no lo amedrantó: se apuntó a la escuela de adultos, donde pudo hacer un repaso elemental. Y se puso a escribir. A finales de 1989 el relato de su vida llenaba tres gruesos volúmenes de dietario con una letra clara. Leyendo sus memorias, nos damos cuenta de que Félix Jurado las tenía interiorizadas a base de explicar a otros y explicarse a si mismo los episodios una y otra vez a lo largo de la vida, por eso su escritura sigue los principios de la lengua oral. Es precisamente gracias a la ausencia de filtros artificialmente elaborados que la obra de Félix Jurado constituye un documento de primera mano -fiable como pocos- sobre una de las épocas más convulsas de la historia de España. Una época que tiene en la Guerra Civil su momento crucial, y que ha sido profusamente estudiada, pero se tiene la sensación de que siempre se ha querido presentar según los intereses partidistas de unos u otros, e ignorando la realidad de las personas a quienes les tocó vivirla. La obra, que ha publicado Emboscall Editorial y que se puede leer íntegra en Intenet, lleva por título Memorias de un niño de la guerra, escritas cuando me jubilé y se divide en cinco partes: infancia, guerra, posguerra, servicio militar y emigración. Como el título indica, el momento crucial es la guerra, sin cuyas consecuencias seguramente Félix Jurado no se habría sentido impelido a escribir sus memorias. Pero antes nos cuenta que nació en 1924 en Hinojosa del Duque, un pueblo de la comarca de Los Pedroches (provincia de Córdoba). Fue el hijo mayor de los cuatro que tuvieron Baldomera (le decían Petra) Ramos y Agapito Jurado. Constituían una familia humilde, con graves dificultades económicas que los obligaron a desplazarse a otras localidades por motivos de trabajo. Para Agapito, como para tantos otros de su condición, la República significó la posibilidad real de alcanzar mejoras sustanciales, y no es extraño, pues, que al estallar la

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guerra marchara voluntario al frente para defenderla. Después, cuando ya todo estaba perdido y el ejército republicano se retiraba en desbandada, decidió por su cuenta volver a casa. Pero no se escapó de las represalias de los vencedores. Fue fusilado en Hinojosa del Duque junto con su cuñado Nicasio y cinco personas más el 10 de noviembre de 1939. La familia Jurado conserva una carta, fechada cinco días antes, que una vecina logró sacar a escondidas de la cárcel. Es un documento estremecedor que se reproduce íntegro en el libro: léanlo, por favor. No cuesta mucho comprender cómo podían marcar la vida de un adolescente estos hechos. Los años siguientes fueron muy duros, determinados por la falta de trabajo o el trabajo pagado a precio de esclavo, el hambre, la enfermedad. Félix contrajo unas fiebres palúdicas que desencadenaron un estallido de rabia por todo lo que había pasado, a causa del cual fue ingresado en un manicomio, donde permaneció desde finales de junio de 1943 hasta finales de septiembre del mismo año. Si bien las condiciones del manicomio no eran, ni mucho menos, ideales, como mínimo pudo desconectar del pueblo. Como también lo pudo hacer, por un período mucho más largo, cuando fue a hacer el servicio militar en Sevilla, entre marzo de 1945 y agosto de 1947. Luego el regreso al pueblo, donde no había suficiente trabajo y de donde, de nuevo, habría que marchar. En septiembre de ese mismo año 1947 viajó a Barasona (provincia de Huesca), donde se estaba construyendo un pantano. Trabajó allí hasta mayo del año siguiente, cuando decidió volver a Hinojosa. Pero en septiembre emprende de nuevo el camino de Barasona, vista la dificultad de encontrar trabajo en condiciones mínimamente aceptables en el pueblo. Marchan él y tres más, pero dos no llevan billete en regla y a mitad del viaje deben bajar del tren. Cuando los dos que quedan llegan al pantano, comprueban que ya no contratan a nadie. Ponen rumbo a Barcelona, con la esperanza de encontrar trabajo. Después de unos días en la ciudad, marchan en Vilanova de Sau, donde se estaba construyendo un pantano. Félix trabajó allí entre septiembre de 1948 y mayo 1958. A lo largo de estos años vino otra gente de Hinojosa del Duque: los hombres a trabajar en el pantano, las mujeres a servir en las casas de Vic. Con


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una de ellas, Lucía Escobar, se casó Félix. Se instalaron en una de las casas que construyeron un kilómetro antes de llegar al pantano para los trabajadores y sus familias (lo llamaban “el poblado obrero”). En febrero de 1954 nació el primer hijo de la pareja, que se llamó Félix, como el padre. Después de que la concesionaria de las obras del pantano decidió pararlas, Félix encontró trabajo en la empresa Jaume Anglada, de Vic, dedicada a elaborar materiales para la construcción. Trabajó desde el día 2-6-58 hasta el día 27-8-85: 27 años. De la época de la emigración tratan el relato de las relaciones laborales (los trabajadores entre sí y con los encargados y los dueños) y familiares, y la consolidación de un patrimonio, centrado sobre todo en la construcción de una casa. La historia de Félix Jurado es la de alguien que ha tenido que perdonar para sobrevivir. Su vida ha sido la de un obrero: gracias a él y a tantos como él el país se ha rehecho y ha prosperado. No sería justo que no escucháramos lo que nos tiene que decir, porque lo que nos dice no sale en los libros de historia. No pide venganza, mas aun espera justicia.

Félix Jurado con los volúmenes de dietario donde ha escrito sus memorias. EL EDITOR



PRIMER CAPÍTULO: INFANCIA Voy a intentar recordar lo que he visto y he vivido en estos años que tengo. Empezaré dando los nombres y lugar donde mis padres y yo nacimos. Mi padre Agapito Jurado Perea, mi madre Baldomera (Petra) Ramos Herrador, yo, Félix Jurado Ramos, y la mujer con la que me casé, que se llama Lucía Escobar Fernández, los cuatro nacimos en Hinojosa del Duque, provincia de Córdoba.

Foto 1: mis padres y yo (foto tomada en 1925 aproximadamente) Yo nací el día 22 de agosto de 1924 en la calle San Gregorio 53, la casa era de mis abuelos paternos. Lo primero que yo recuerdo de este mundo es la primera vez que me montaron en un tren: mis padres se fueron a Montilla, por lo que años mas tarde lo tuvimos que hacer tantos miles de hombres y mujeres de todo el mundo. Creo que queda

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claro lo que nos negaban en nuestros pueblos: el trabajo y según en qué épocas el trabajo y la libertad. Mi padre era zapatero, y buscando trabajo fue a parar a Montilla. Allí encontró trabajo en su oficio, en casa de un tal Mendoza que tenía que hacer los zapatos para el ejército y cuando mi padre estuvo trabajando se llevó a mi madre y a mi hermano. A mí me dejaron con mis abuelos. Mi hermano Ambrosio que es el único hermano varón que he tenido. Somos cuatro hermanos, dos hembras y dos varones.

Foto 2: La casa donde nací, en Hinojosa del Duque, calle San Gregorio. En la actualidad tiene el número 53. (La foto la tomó el día 27 de agosto de 1989 mi nieta Laia). Mi hermano tendría pocos meses y mis padres vivían en una casa de vecinos donde tenían una habitación con derecho a cocina, estando en aquella casa estaba mi madre dándole el pecho a mi hermano y tenía mucha leche, y cuando le venía el apoyo del otro pecho se le salía la leche, un día la vio una señora y le propuso si quería darle pecho a otro niño. Mis padres, como que económicamente estaban tan fastidiados, le dijo no se me daría ningún cuidado; se lo dijo a mi padre y acordaron que sí. Fueron con aquella mujer a ver al matrimonio que tenían el niño y no se pusieron de acuerdo económicamente.


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Pero a los pocos días vino otra vez la mujer que se lo había dicho a mi madre antes. Aquella mujer era comadrona y le dijo a mi madre que si está su marido, que sé de otra señora que si se ponen de acuerdo le puede criar un niño. Mi madre le dijo que no estaba su marido, pero cuando venga ya le diré lo que sea. Mi padre en la casa que trabajaba había temporadas que tenían mucho trabajo y otras lo dejaban parado. Cuando vino mi padre le dijo mi madre lo que le había dicho aquella señora, fueron a su casa y ella los llevó a la casa de los hijos de los administradores del duque de Medinaceli. Eran los que tenían el niño, que ella no podía o no quería darle el pecho a su hijo y por eso buscaban una mujer que se lo criara, se pusieron de acuerdo con mis padres con unas condiciones un poco raras; yo comprendo que estarían en mala situación económicamente, pero yo sin recriminarlos no sé si lo hubiera hecho. Ya sé que cada generación que ha ido pasando nos hemos podido ir librando del yugo en que nos tenían enganchados. Hoy ya esto se ve y se vive de otra forma a la que ellos vivieron, y por eso voy a seguir como fue entonces. El trato fue buscarle a mi padre trabajo en otro pueblo, en Aguilar, para que no durmiera con su mujer, no la fuera a dejar embarazada. Lo segundo llevar a mi hermano a Hinojosa del Duque, le escribieron a mis abuelos paternos y ellos buscaron una mujer para criar a mi hermano, entonces como que estaban tan mal las pobres mujeres tenían que amamantar a sus hijos y a los de los otros, por suerte para las mujeres aquello ha quedado de momento superado, hasta tal punto que hoy ya hay pocas que amamantan a los suyos. Voy otra vez a lo que iba, le daban a mi madre 75 pesetas al mes y le dieron un pequeño piso para que se llevara los pocos muebles que tenía en la otra casa. Aquel piso que le dieron tenía una habitación, comedor y cocina. De las 75 pesetas que le daban a mi madre por criar a aquel niño mis padres tenían que mandar a mis abuelos 35 pesetas para la mujer que criaba a mi hermano. A mi madre además de las 75 pesetas le daban la comida y la cama. Cada uno estábamos por un sitio, mi padre en Aguilar, mi madre en Montilla, mi hermano en Hinojosa con la señora Juliana y yo con mis abuelos paternos. Mi abuela se llamaba Eugenia y mi abuelo Tomas.


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El piso que le dieron estaba enfrente de la casa donde estaba criando al niño. Cuando venía mi padre a ver a mi madre, mandaban a una criada para que los acompañara y salían de paseo. Mi padre se canso de aquello y un día cuando vino se lo dijeron a los padres del niño. Y ellos le dijeron que no podía darle mas el pecho al niño y buscaron a otra mujer para que le diera el pecho. Por lo que mi madre me ha dicho, el niño ya era un poco grande y no quiso cogerle el pecho a la otra mujer, lo tuvieron que criar con sopas que mi madre ya le había empezado a dar. Mi padre fue a Hinojosa y nos llevo a Montilla a mi hermano y a mí, y ahí es cuando yo empiezo a darme cuenta de que ando por este mundo. En aquel piso que le habían prestado a mi madre (aunque mi madre ya no criaba el niño, le dejaron el piso para que siguieran viviendo en él) lo primero que me acuerdo es del tren, como ya he dicho anteriormente, y de mis abuelos en Hinojosa, y de la señora que le daba el pecho a mi hermano y del piso que les dejaron a mis padres. Los primeros recuerdos son de cuando mi madre se iba a la plaza a hacer la compra y nos quedábamos mi hermano y yo en la cama, mi hermano siempre hacía sus necesidades en la cama; parecía que estaba esperando a que se fuera nuestra madre y cuándo se iba, él empezaba a hacer fuerza y yo ya sabía lo que iba detrás de la fuerza, pero como estaba tan gordo yo no podía con él, lo tenía que dejar que lo hiciera en la cama, suerte que lo hacía muy duro, si no nos hubiéramos puesto de mierda hasta las orejas. Me acuerdo que nos traía nuestra madre cuando venía de la plaza caña de azúcar, también un día llevaba caracoles, el caldo se le vertió a mi madre y le quemo una pierna a mi hermano. Voy a decir lo que yo recuerdo de aquellos años entre el 28 y 29 además de lo que he dicho que me acuerdo. También fue en Montilla donde yo vi por vez primera el cine mudo que entonces era el cine que había. Al lado nuestro había un hombre que iba leyendo lo que salía en la pantalla, también fue allí donde yo vi el primer automóvil, toda la gente salía de sus casas para verlo. Los chavales íbamos detrás del coche y los que eran más grandes que yo corrían ellos más que el coche. También fue en Montilla donde yo hablé por teléfono, hablar es un decir porque sólo dije adiós a mi abuela, porque yo veía tan difícil que sintiera la voz de mi abuela que me quedé espantado y no pudieron


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hacer que le dijera nada más. Cuando era el tiempo de trasegar el vino salíamos los muchachos a jugar y hacíamos nuestras primeras travesuras, pasaba una manguera por la calle que transportaba el mosto de las uvas de donde las estrujaban a los conos, los muchachos más grandes que yo con una aguja la pinchaban, salía un chinguete y nosotros bebíamos de aquello. Un día a mí, que era uno de los menores y corría menos que los otros, vino un hombre de los que estaban trabajando allí y me cogió, me llevo a la bodega y me cogió de las piernas y me puso boca bajo. Me dijo “te voy a meter en ese cono para que te hartes de vino”. Yo me eche a llorar y me dijo “¿vas a volver a hacer eso?” Yo le dije “no, no” y cuando me soltó me fui a mi casa con más miedo que vergüenza; después, cuando los otros muchachos me decían “vamos a pinchar las mangueras”, yo salía corriendo para mi casa. También íbamos a buscar pasas de las que quedan cuando estrujan las uvas, pero aquello se lo decíamos a los hombres que estaban allí trabajando, también había ido con mi madre a un seminario que hay de frailes, ya que estaba allí un hermanastro de mi madre. Estaba estudiando; se llamaba Jesús. Luego murió cuándo vino la guerra civil en el frente. Él, cuando íbamos a verlo me daba pelotas de trapo que las hacía él. Un día me encontré una peseta de plata que en aquellos tiempos era un tesoro, se lo dije a uno de los muchachos que estábamos jugando y el que era mayor que yo no se lo pensó mucho, enseguida me dijo que esa peseta era suya, que su madre lo mandó por aceite y la perdió, con lo bien que le habría ido a mi madre para comprar la comida aquel día, se la di a aquel muchacho, cuando se lo dije a mi madre me dijo habértela traído a casa y no haberle dicho nada a nadie, pero con aquella edad que yo tenía era todo inocencia, que con el correr del tiempo la vamos perdiendo. Allí tuve yo infección de vientre y cuando me puse mejor iba yo con unas primas del niño que había criado mi madre. La casa de ellas era muy grande y daba a dos calles, por su casa pasábamos cuando íbamos a por el pan, su abuela nos dejaba pasar por ahí para ir a la panadería que estaba en la calle opuesta a la que estábamos nosotros. Yo traía unos bollos para que mi madre me los hirviera y sólo podía beberme el caldo, me costo bastante recuperarme, me quede como un fideo pero me salvé para poderlo contar, también me acuerdo de ir con mis padres a pasear al paseo donde hoy está la estatua del gran capitán,


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entonces no sé si estaba, desde allí veíamos los carros tirados con bueyes y cargados con caña de azúcar, también había ido con mi madre y otras mujeres a rebuscar uvas. Yo me quedaba donde ellas dejaban las cestas y allí ellas iban trayendo las uvas, yo, como me quedaba solo, me ponía a llorar y sólo me llevaron un día. En Montilla estaban las viñas muy cerca del pueblo, también me acuerdo de un día que mi padre fue a cazar pájaros, metió unos cuantos en una jaula y fue a echarles de comer, estaba la ventana abierta y se escaparon casi todos los pájaros, otro día me fui con otros muchachos cerca de Aguilar y cuando vinimos, a mí me sacudieron el polvo, no quedé con ganas de ir de excursión, cuando mis padres se cansaron de estar allí pasando trabajos y hambre; pensarían que para pasar hambre allí la podíamos pasar en Hinojosa, y volvimos al pueblo que nos vio nacer. Escribieron a mis abuelos paternos, mis abuelos maternos yo no los conocí, así eran los padres de mi padre, los que tenían que preocuparse siempre de hacer las cosas y cuando nos dijeron que nos tenían buscada la casa nos volvimos a Hinojosa; la casa que nos habían buscado era en la calle donde vivían mis abuelos. Me acuerdo del primer día cuando llegamos; mi tía Evangelista era la única hermana que tiene mi padre, eran cuatro hermanos, tres varones y una hembra. Mi tía le decía a las vecinas mira mi sobrino tan chico y ya ha estado en Montilla. En aquellos tiempos se morían la mayoría sin haber salido del pueblo. Ella misma murió con noventa y tantos años, y una vez que salió del pueblo (vino a Vic a ver a una hija) tenía ochenta años. La casa donde nos fuimos a vivir, en el portal mi padre puso su taller de zapatería, que era una mesa y las pocas herramientas que tenía, con lo poco que sacaba arreglando los zapatos que le traían si echaba unas medias suelas y tacones, hacia algunos nuevos y con la ayuda de sus padres íbamos tirando. Mi abuela traía todo lo que podía, mi abuelo era panadero y ellos tenían cinco fanegas de tierra y fanega y media de viña. Un hijo que le quedó soltero hacía de alfarero. Ellos tenían para vivir bien. Mi abuelo y mi tío Miguel, que estaba soltero, aunque ellos veían que mi abuela nos daba todo lo que podía, no se metían en eso, pero en la casa de enfrente de mi abuela vivía mi tía Evangelista i mi tío Nicasio, ellos tenían una tienda de comestibles y mi abuela les ayudaba a ellos en todo lo que podía, hacía la comida y le cuidaba los hijos, y mi tío Nicasio si veía a


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mi abuela llevarnos algo le decía: “el pan que le das a esos es la mitad de mis hijos”, el pobre hombre no se daba cuenta de lo que le hacían a él sino lo que le daban a los otros; ¡cuantos berrinches que le hizo pasar a mi pobre abuela! En aquella casa tuvieron mis padres a su tercer hijo, esta vez una hembra, mi hermana María. Ella nació el 29 de agosto, segundo día de la feria y fiesta de San Agustín, en qué con el tiempo hasta eso ha cambiado: ahora la feria empieza el día 24 de Agosto. Eso ha sido una de tantas cosas que trae la guerra, que la gente emigre de sus pueblos; y ahora han cambiado la fecha de la feria para que coincida con las vacaciones de los que ahora viven en otros lugares de España. a mí, el día que nació mi hermana me mandaron a la pastelería a por una torta para mi madre. Mi hermano se ve que vio a mi madre cuando parió y vino una vecina y le dijo “Fulgencito, a tu mamá le ha traído la cigüeña una niña” y él le dijo “esa niña la ha cagado mi mamá”, a mí aunque mi tío protestaba tanto, mi abuelo me dijo: “tu te vienes a comer al mediodía aquí con nosotros”, le dijeron a mis padres que me pusieran en la escuela, que ellos pagarían un real que era lo que valía la escuela una semana. Me pusieron en la escuela de la Vitorina. Allí no sé si llegue a juntar las letras y a conocerlas todas pero a rezar sí que me enseñaron: todos los días por la mañana nos hacían rezar y por las tardes nos hacían ir a la doctrina y lo que teníamos que hacer, que era leer y escribir, poco nos daban. En la doctrina nos daban vales y el que mejor rezaba más vales le daban, y cuando teníamos bastantes vales nos daban algún juguete o alguna estampa, y esas eran nuestras notas. El que más grande tenía el juguete más valía en la escuela, o sea que la doctrina eran las notas. Yo no sé de quien sería la culpa de que en vez de enseñarnos a leer nos enseñaran a rezar, si era culpa de la maestra o de los curas. Para mí, con lo que he visto después, debía ser culpa de los curas porque allí nos preparaban para la otra vida, que dicen ellos que hay. Y en esta pensáramos por sus cabezas y las nuestras las tuviéramos para contrapeso del culo; por eso, cuando en la cabeza te meten hipocresías, el trabajo que cuesta de ver la realidad y muchos nunca llegan a verla. ¡El trabajo que tenían algunos para que sus hijos fueran a la escuela! La mayoría de los jornaleros no tenían ni para darles de comer y vestir a sus hijos, así menos podían pagar una escuela; lo


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que tenían que hacer con los hijos era ir a hacer de pastorcillos y a ellos como les tenían metido en la cabeza que había que tener todos los hijos que dios quisiera, venga a joder a pancho lleno. Al poco tiempo de tener mi madre a mi hermana María, como mi padre la mitad de los días o más estaba parado un día vino un conocido suyo que estaba en Monterrubio de alfarero y le dijo mi padre que si él podía buscarle alguna casa en que hiciera falta algún zapatero, le dijo que se lo miraría y al poco tiempo le mandó a decir Modesto (que así se llamaba aquel hombre conocido de mi padre) que si quería ir allí, el había hablado con uno y le daría trabajo. Fue mi padre a Monterrubio y se arregló con él y se quedo el allí trabajando, al poco tiempo buscó una casa en la que vivía una mujer sola y nos llevó a nosotros a Monterrubio. Vivíamos con aquella mujer; se llamaba Carmen y le llamaban de apodo “La Tía Caña”. Allí estuvimos unos meses hasta que mis padres encontraran una casa para vivir nosotros solos. Nos cambiamos de casa; allí, mientas tuvo mi padre trabajo todos los días, estábamos bien. Me acuerdo que cuando estábamos nosotros allí pusieron las 8 horas de jornada o las 48 horas semanales, el que tuviera trabajo toda la semana, que tampoco había mucho. Yo vi a los hombres que estaban trabajando en las calles y uno que hacía de capataz decía a los otros “aquí tengo el reloj para trabajar sólo las ocho horas que han puesto”, no sé bien que año sería. Para mí, echando cuentas ahora, porque entonces no sabía cómo iba eso del tiempo, serían entre los años 1932 o 33. En el tiempo que estuvimos allí no fui a ninguna escuela, ¡cómo había tanto dinero y éramos ya 5 de familia! Como a mi en la escuela de la Vitorina ya me habían culturizado bastante, con aquella cultura podía defenderme en este mundo con aquel aprendizaje que hice en aquella infancia. Aunque luego no haya tenido mucha afición a la escritura no se nota lo correctamente que escribo como podéis ver si alguno que sepa algo más que yo leyera esto. En Monterrubio, cuando mi madre iba a lavar a un pozo, allí cerca había un arroyo, aquel pozo le decían los palitos. Un día que fue nuestra madre a lavar allí, era invierno, se fue ella por la mañana y nos dijo luego al mediodía os venís donde yo estoy lavando y allí comeremos, que ya me llevo yo la merienda.


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Cuando nos fuimos llevaba a mi hermana a cuestas como ella era pequeña. Era en invierno (como ya he dicho) y había hielo en una charca, nos paramos y cogimos hielo para comérnoslo, que eso de comer hielo los niños y niñas de aquellas tierras y aquella época sabemos bastante. Yo que era el mayor de los tres fui el que me acerqué a la charca y cogí unos trozos de hielo, me moje los zapatos y me puse otra vez a mi hermana a cuestas. Por el camino que teníamos que andar había grava y me caí, le dije a mi hermano quítame la niña de encima y él, que tampoco era muy grande, pensó que hacia yo aquello porque quería y él lo que hizo fue echarse encima de mí también. Yo me había hecho una herida en la rodilla que me quedo la cicatriz mientras viva, me lié un pañuelo y fui sangrando hasta que llegamos donde estaba nuestra madre. Ella me corto la sangre como pudo. Hasta que nos vinimos al pueblo y me pudieron curar la herida de la rodilla. Pero había otra herida más profunda que aquella de mi rodilla: esa era más difícil de curar, que era el hambre. La casa en la que estaba mi padre trabajando aflojó el trabajo y lo dejaron parado. Él hacía en la casa en la que vivíamos lo que le iba saliendo, pero no era un jornal diario. Mi madre y yo (cómo ya he dicho anteriormente era el mayor de tres hermanos y tenía 8 años más o menos) teníamos que ir al campo algunas veces a espigar, otras a buscar aceitunas y otras bellotas, según lo que había en los campos. Y el día que mi padre no tenía ningunos zapatos que arreglar, ese día iban mis padres al campo a recoger lo que daba el tiempo y yo me quedaba en casa para cuidar a mis hermanos. Dejaba la puerta de la calle cerrada, si no, cuando hubieran venido, tendrían que habernos ido a buscar, y quién sabe dónde hubiéramos ido a parar, si juntos o separados. Algunas veces había ido también con mi padre al campo y él me decía quédate a la sombra de esos árboles hasta que yo venga. Hoy comprendo que le era más rentable ir él solo a espigar que llevarme con él. Porque luego ya lo diré, lo que hacía cuando yo fui mayor y tenía que ir a espigar con otros, lo que nos hacían si fuesen las espigas cogidas de los trigales, o de los rastrojos; seguiré con lo que hicimos en Monterrubio, después llegaremos a Hinojosa. También había ido con mi padre a pescar peces y galápagos. Unas veces los cogía con las manos y me los echaba a mí a la orilla y yo los echaba en un saco


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o una talega, otras veces hacía una cosa con cañas que era cónica, aquello le decían un garlito. Eso lo ponía en la corriente de un arroyo o un río anochecido y al otro día íbamos y siempre habían caído mas o menos galápagos. Para quitarles la concha tenían que echarlos en agua hirviendo y así era como los podían arreglar, yo entonces los encontraba buenos cuando los comía, a todos nos sabían buenísimos como dice ahora mi nieta cuando le dices que si está buena la comida. Pero yo, cuando he podido comer otras cosas, aunque alguna vez he cogido algún galápago lo he vuelto a soltar. No quiero que nadie más tenga de comer galápagos. Un día mi padre y yo fuimos a por bellotas; cogimos unas muy grandes y dulces y mis padres me dijeron llévale unas pocas bellotas a un matrimonio que eran mayores y vivían en nuestra calle. Mis padres pensaron que a ver si llevándoles aquellas bellotas nos daban un pan. Lo único que me dieron fue las gracias, nos quedamos sin bellotas y sin pan, por eso todos los refranes son verdaderos. Ahí uno que dice El que regala bien vende si el que lo toma lo entiende, pero si el que lo toma se hace el desentendido el que regala queda jodido, ese fue nuestro caso, quedarnos jodidos. Lo único bueno que me quedó de nuestro paso por Monterrubio fue que tenía las manos llenas de verrugas a más no poder y el hijo de Modesto me hizo desaparecer cuando me dijo “¿quieres que se te quiten las verrugas?”; yo le dije “no se pueden quitar, que en Hinojosa me las quemó un cura y me hizo mucho daño y no se me quitaron”. Él me dijo: “yo te las voy a quitar sin que te des cuenta y no te va a doler nada”; yo le dije “quítamelas” y él me dijo “cuéntatelas sin que te equivoques”. Yo le dije “no sé si sabré contármelas, como tengo tantas” y el me dijo “dame las manos que yo te las contaré” y eso fue lo que me hizo. A los pocos días, cuando me di cuenta, ya no tenía ninguna verruga. Sólo tenía señales, y cuando le enseñé las manos me dijo “cuando pase un poco de tiempo ya no tendrás ni señales” y así fue, me desaparecieron las verrugas y las señales para siempre. Allí las cosas iban de mal en peor: mi padre tenía poco trabajo y cuando no había nada en los campos teníamos que comer la lengua; aunque sea mucho decir era lo único que teníamos en la boca. Por supuesto que no nos la comíamos, que poco felices son los padres que


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como los míos tienen que ver que ni sus hijos ni ellos mismos no pueden ni comer, que es lo menos que podemos tener las personas que venimos a este mundo. Ya comprenderéis que si no podíamos comer, cómo le podía pagar el alquiler al dueño de la casa donde estábamos viviendo. Un día, cuando vino el dueño de la casa para ver si le podíamos pagar algo de lo que le debían mis padres, le dijo mi padre si tuviera dinero para pagar un carro y llevarnos a Hinojosa nos íbamos, pero ni eso podemos hacer. El hombre por que le dejaran la casa vacía le dijo a mi padre: “Si os vais, yo os pago el carro”. Mi padre le dijo: “escribiré a mis padres y cuando nos busquen allí una casa nos vamos”. Y cuando mis abuelos nos escribieron diciendo que nos habían buscado una casa nos fuimos a nuestra Hinojosa. Fuimos a casa de mis abuelos; cuando llegamos, después de saludarnos con nuestros abuelos, mi abuela Eugenia le dijo al hombre del carro “véngase detrás de mí que yo le diré donde tiene que descargar los muebles”. Nos llevó a Casasola y cuando terminaron de descargar el carro, mi abuela le dio una peseta para que se convidara. En aquellos tiempos con una peseta podías comprar cuatro litros de vino, valía 25 céntimos un litro. Allí mi padre volvió a poner su mesa y sus herramientas, o sea, su pequeño taller, y con los zapatos que iba arreglando y la ayuda otra vez de nuestros abuelos, íbamos andando el camino de nuestra vida. A mí me compraron una lechona para que fuera con ella por aquellos campos, para que comiera hierba y así poder hacer la matanza. Un día se me perdió y como no la encontraba me fui a mi casa y le dije a mi padre que se me había perdido. Mi padre me dio con el tirapie en las nalgas, me dijo “vete a buscarla donde la tenías”. Me fui con el culo caliente a buscarla, y cuando llegué salió la cochina con una barriga que parecía que estaba preñada. Se había metido en un trigal. Si me llega a pillar el guarda… Mi padre me calentó el culo, él me hubiera calentado todo el cuerpo. Eso fue en el verano. Después cuando empezó el colegio me pusieron en una escuela pública, en la escuela del sindicato, y allí fue cuando acabé de conocer y ajuntar las letras. Porque en el colegio de la Vitorina lo que aprendí, como ya dije, fue a rezar y ahí en el sindicato no había tanto rezo. Empecé a sumar y restar. El restar se me daba mejor que sumar. Mi padre me decía “si


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tienes 5 naranjas y te quitan dos, ¿cuántas te quedan?”. Así empecé a hacer las restas. En aquel colegio nos daban la comida de la mediodía. Era el tiempo de la segunda república, que aunque duró tan poco y tan mala como dicen algunos que fue, algo bueno hicieron. Yo creo que si aquello hubiera existido siempre, no habría tantos analfabetos como había en Andalucía y Extremadura, que son los que más conozco. Aunque de mi edad, anteriores y algunos posteriormente los hay en toda España. La comida que nos daban al mediodía la hacían por clases, y no nos tocaba todos los días. Porque éramos los que estábamos en la escuela del sindicato y otros que venían de otra escuela que había enfrente de la fabrica de la harina. A otro muchacho que era tan rico como yo y a mí; el maestro que teníamos en la clase que estábamos nosotros (se llamaba Manuel) siempre nos decía “vosotros quedaros en la acera de enfrente y si falta alguno os llamaré”. Y así nosotros comíamos casi todos los días. Como mis padres sabían que el día que tardaba en llegar, era que me quedaba a comer. La comida era siempre la misma: cocido de garbanzos y sopa de fideos, pero estaba muy bien condimentada. Nosotros vivíamos en Casasola y el otro en la Costanilla. A los dos nos cogía cerca de la escuela. Si algún día no podíamos comer allí, nos decía Don Manuel, creo que con todo el dolor de su corazón, “iros, que hoy está todo completo”. Eso era en el año 1933, cuando una noche se corrieron las estrellas: decían que todas habían corrido hacia el norte. Me hubiera gustado verlas, pero yo estaba acostado y como dormía, mis padres no me quisieron despertar. Al otro día la gente decía que aquello anunciaba guerra, derramamiento de sangre. Yo creo que lo que vino después más bien fue por culpa de los hombres que lo hicieron que por culpa de las estrellas, por no entenderse los hombres es por lo que vienen siempre las guerras. Yo estuve en la escuela del sindicato dos cursos, y también estuvimos poco tiempo en Casasola. Aquel año murió un tío de mi madre que no tuvo familia en su matrimonio, y cuando murió la madre de mi madre, su padre se casó otra vez, y a mi madre se la llevaron con ese tío y su esposa, por eso como que se crío con esos tíos, cuando murió le dejaron a mi madre una casa. La casa estaba en la calle Fontanilla o Antonio


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Barroso. Era media casa pero tenía mucho patio, o corral, como dicen en el pueblo. Allí pusimos conejos, gallinas y un lechón para irlo criando para la matanza. Ya con nuestra casa empezábamos a ver un poco de luz, mi padre allí empezó a tener más trabajo con los zapatos, y cuando juntó 12 duros compró un burro que tenía 12 años, y le costó eso 12 duros, mi padre decía un duro por año. Yo, cuando terminé el colegio aquel año, como mi padre hacía algunos viajes, él iba combinando unos días con los zapatos y otros con hacer algún viaje, yo iba con él. Lo que llevábamos para vender eran pucheros, que como mi tío Miguel los hacia se los dejaba y cuando venía de venderlos se los pagaba. Eso no se lo hacían sólo a mi padre, se lo hacían a todos los cargueros; nosotros íbamos a vender los pucheros y alguna vez también llevábamos cántaros, los vendíamos por todos los pueblos del valle de los Pedroches. Una vez le dejaron un carro de varas, me acuerdo de los dos viajes que hicimos. El primero, fuimos a Pozoblanco, el segundo a Santa Eufemia. En Santa Eufemia, como que las mujeres no todas tenían dinero, nos decían que ellas nos lo tenían que pagar con grano. Para allí llevábamos pucheros y para aquí cebada y trigo. Luego, un día cambió mi padre aquel burro por otro que decían que tenía 4 años: había unos gitanos enfrente de nuestra casa y le dijeron que, si quería cambiar el burro, sabían de uno que era mejor y más joven; a aquél le tuvo que dar mi padre el nuestro y un jamón. Al otro día de cambiarlo fue mi padre a por una carga de leña y cuando venía para casa el burro cargado como venía se iba dejando atrás a todas las yuntas que venían para el pueblo, y mi padre nos dijo “este si que es un buen burro”. Tan bueno que cuando fuimos al otro día a la cuadra estaba muerto; mi padre tupió a los gitanos y ellos le dijeron “eso es que habrá comido una mala hierba”, y mi padre les dijo “vosotros sí que sois unas malas hierbas”. Un día unos muchachos me dijeron que aquel burro lo habían cargado muy joven, estaba abierto del pecho: eso no tenía cura. Le pusieron los gitanos una inyección y por eso andaba tanto el día que fue mi padre a por la leña, como le debían echar tanta dosis de la inyección se lo cargaron. Nosotros nos quedamos sin burro y sin jamón. Mis padres pensaron que cuando empezara otra vez la escuela que fuese donde había estado cuando vivíamos en Casasola, pero antes de


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empezar la clase le dijeron a mi madre que si quería podía ir a la escuela de los frailes que había un fraile que si le lavaban la ropa a él, podía ir un muchacho a la escuela. Lo miro mi madre y así pude ir a la escuela de los frailes. Más me hubiese valido ir a la escuela donde había estado antes; en el convento aquel, cuando vieron que yo sabía restar, en vez de enseñarme a mí, me pusieron para que yo enseñara a otros muchachos. Allí todos los muchachos eran hijos de señoritos y yo era el único que tenía mi madre de lavarle la ropa a un fraile de aquellos. No podía decir nada, ni yo que era un niño, ni mis padres que eran pobres. Ya era una gran grandeza estar un hijo de un zapatero en una escuela de frailes; todo lo que yo hice de enseñar a los otros me lo pagaron muy bien: como la mayoría de la gente clerical es tan buena, cuando llevaba la mitad del curso allí, echaron o se fue que para mí fue lo mismo. El se fue para donde se fuera y yo me fui para mi casa, se terminó para mí el colegio. Mis padres cuando vieron lo enfadado que me puse quisieron ir a ver al maestro de la escuela donde había estado antes, yo le dije que aquel año ya no me iban a admitir. Yo iba a hacer otra cosa como hacía un vecino nuestro, fui a un almacén de un hombre que le decían Montillano, traía naranjas en camiones y las daba para que las vendieran, después se las pagaban cuando las habían vendido. Así entré yo a tomar parte en aquel negocio. Entonces se vendían las naranjas por docenas. Por cada centenar nos daban cinco de más por si alguna salía mala. Allí, cuando íbamos a por las naranjas, nos podíamos comer las que nos viniera en gana. El precio que nos costaba un centenar era de 6 o 7 reales. Nosotros las vendíamos entre 20 i 30 céntimos la docena. Yo cogía un centenar por la mañana, ponía unas pocas en un saco y otras en una espuerta, me echaba el saco a la espalda y con el trozo de saco que me venia al pecho me liaba la espuerta que la llevaba atada con una cuerda. Así empezaba a pregonar “mis naranjas gordas y dulces” por todo el pueblo. Cuando terminaba un centenar, le pagaba a aquel las que había vendido y me llevaba otro. También las cambiaba por huevos, iba pregonando “naranjas gordas y dulces; tres o cuatro de las gordas, un huevo”. Las que cambiaba por huevos me salían más a cuenta, pero había veces que se me rompía algún huevo. Aquello era un buen negocio para sacarme al día 1’20 pesetas, teína que dar muchas


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voces y pasos. Los huevos valían entonces dos, tres perrillas o quince céntimos, que es lo mismo. Valía todo muy barato, lo malo es que no había trabajo, pero sí muchos trabajos para sobrevivir. Entonces sí que había paro y sin ningún subsidio de nada, por eso estaban recalentando el ambiente y vino lo que no teína que haber venido. Antes de que se terminara la temporada de las naranjas, cambié de oficio; aunque parezca una contradicción que digo que no había trabajo, a mí me hicieron dejar una cosa para hacer otra, pero el trabajo que tenía que haber tenido era el de la escuela, como quisieron mis padres haber mirado si me admitían en la escuela del sindicato. El paro que había era el de los hombres que iban a la plaza del pueblo para ver si les daban algún jornal; y se tenían que venir todos los días de nuevo para su casa y salir por los campos para poder traer algo para comer, aunque fuera escardillos o romanzas, si no había otra cosa. A mí el otro oficio que me dieron fue el de pastorcillo: vino un día la hermana de mi madre, la tía Antonia, y les dijo a mis padres que si sabía ellos de algún muchacho para irse de pastorcillo. Cuando llegué a mi casa me dijeron que si quería ir de pastor; yo les dije que con las naranjas ganaba más de lo que le daban a los pastorcillos. Ellos me dijeron “las naranjas es una temporada y de pastor, si te va bien, puedes estar hasta que tu quieras”. Entonces teína yo diez años, y me convencieron mayormente mi tía y mi madre. Me fui a Manoshierros, cerca de la sierra que años mas tarde se hizo famosa en la guerra civil española, Sierra Trapera. Me ajustaron dándome la comida y treinta reales al mes (7.50 Pta.). Yo pensaba que iba de pastorcillo, pero no fue sólo aquello: hice de cabrero, de pastor y de porquero, eran las tres clases de animales que tenía que guardar. Me estiraba de los pelos y pegaba más palos que los que le dan a un tambor en un desfile, cuando sacaba los animales del corral para que fueran a comer por aquellos campos; se me hacían tres bandos: las cabras se iban a la viña, los cerdos al arroyo y las ovejas a la simentera, por eso me llevaron a mí allí. Aquel matrimonio tenía una hija un poco mayor que yo, y ella no podía hacer carrera de los animales. Aquello era un problema: tenía que estar todo el día corriendo cuando sacaba las cabras de la viña, las dejaba en un manchón (un campo que no está sembrado) y me iba a por las ovejas, y cuando venía con las ovejas para donde estaban las cabras ya


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habían vuelto otra vez a la viña y así estaba todo el día. Los que menos ruido me daban era los cerdos, que se entretenían hozando en el arroyo. Suerte que vino una primavera de lluvia y estuve poco tiempo. Voy a decir lo que me daban de comida. Me llamaban a mí temprano para que preparara la leña para hacer la candela, mientras preparaba el hombre para hacer las migas (Comida típica andaluza que se prepara con pan partido a trozos pequeños; se echan en la sartén con agua, sal, aceite e irlas moviendo en la sartén hasta que se pongan doradas. Se acompaña con sardinas, chorizo, uvas y unos tragos de vino, y si quieres que sean canas se le echa leche). Nos las comíamos con chorizo de patata o papas como dicen en Hinojosa. Por la mediodía me llevaba la hija del matrimonio un trozo de pan, un trozo de chorizo de papa y una naranja. Los primeros días me comía el chorizo pero a los pocos días no podía comérmelo y me comía el pan con la naranja. El chorizo se lo echaba a un perro mastín que era como un burro de grande. Por la noche cenábamos cocido con chorizo de patata como es natural. El de carne yo no lo vi, se lo comerían ellos al mediodía. Yo pensaba para qué vendría mi tía para que fuese allí yo de pastorcillo. Estaba mejor en el pueblo vendiendo las naranjas. Como he dicho, suerte tuve con la lluvia: un día me puse chorreando, y me tuve que acostar pronto y desnudo, para que pusieran la ropa a secar al fuego. Así me la pude poner al otro día, pero cuando salí al corral para ver como estaba el día seguía lloviendo. Les dije a los amos que llovía mucho, que me dieran una manta y me dijeron “ponte debajo de un chaparro”; así tuve que estar todo otro día mojándome, por la noche tuve que hacer la misma operación, por la tarde estuve pensando lo qué iba a decirle al otro día. “Que me iba a ir a mi casa”. Me dijeron que me acostara, que me iban a secar la ropa. Cuando vino el hombre a por la ropa donde yo me acostaba se lo dije, pero él se pensó que era de broma. Por la mañana me llamo el hombre para preparar la leña (aquella noche aunque era una criatura no pude conciliar el sueño) me levanté cuando me dio la ropa, le fui a buscar la leña y le dije “voy a coger mi chiva para irme”. Me dijo no te vayas que hoy no llueve; pero fui a por la chiva y como que la chiva no quería venirse detrás de mí la cogí a cuestas y le dije al hombre adiós. El no me dijo nada.


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Empecé a andar, perdí de vista la casa, puse la chiva al suelo y ella se lió a berrear, yo andando hasta que la chiva se vio sola y como que las cabras son tan asustonas, cuando se ven solas. La llamé que como era de dos colores le decía colorina. Cuando se decidió a seguirme nos pusimos los dos en marcha hacia el pueblo. Desde allí había ocho o diez kilómetros. Cuando llegamos al pueblo, era casi mediodía, la chiva iba comiendo hierba y yo tenía que ir a su paso y sin comer. En aquel tiempo no había bellotas, cuando íbamos llegando al pueblo vi venir un hombre, era mi padre que iba a por un saco de hierba para un cerdo y los conejos que teníamos. Me dijo “¿vienes a cambiarte la ropa?” Y le expliqué lo que me había pasado. Me dijo “vete para casa que ya nos apañaremos como podamos”. Yo tenía vecinos que también estaban de pastorcillos, se venían a casa por casos similares al mío. Cuando los veían sus padres les daban un par de correazos con el cinturón y los mandaban otra vez con las ovejas. A los pocos días de venirme de aquel sitio vino el hombre a hablar con mis padres, lo primero que les dijo que yo no quise ni pararme a comer las migas, cosa que él no me había dicho. Pienso que aunque me lo hubiera dicho tampoco lo hubiera hecho. También les dijo a mis padres que me fuera otra vez y me daría cincuenta reales al mes y el hato (Una poca de harina, garbanzos, aceite y poco más). Y que yo me hiciera la comida. Mi madre le dijo “¿cómo se va a hacer la comida él solo?”, él le dijo “le daré cuarenta reales y la comida porque él ya sabe como atender a los animales”, pero lo que no supo el animal de él atenderme a mí. Yo no estaba en casa, me había puesto otra vez a vender naranjas. Cuando me dijeron que había venido para que volviera, dije para eso no me hubiera venido. Siempre se aprende algo; allí aprendí a madrugar, en el poco tiempo que estuve, cuando empezaron los esiervos (Quitar la hierba a los trigos y la cebada. Lo hacían las mujeres y los muchachos). Si venia algún hombre era de manijero(Se lo dicen al que hacía de encargado). Yo por las mañanas me levantaba temprano y daba una vuelta por las calles por las que yo sabía que me podían comprar algunas naranjas, para la hora que nos teníamos que ir a servar ya estaba preparado. Por aquello había varios tipos de jornales, según la edad que tenías y el trabajo que podías hacer. Las mujeres ganaban 2,50 y los muchachos entre 1,75 y 2,25


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al día. Y con aquel dinero ya teníamos para comprar dos panes, y si quedaba algo para comprar aceite. Con lo poco que ganaba con las naranjas, en mi casa ya teníamos para una ayuda. Cuando se terminó quitar la hierba a los trigales eso era unos cuantos días porque esa faena se hacía cuando las siembras estaban ya grandes. Cuando es la siembra pequeña le quitaban los hombres con las zolejas o azada. Las naranjas se terminaron, me tenía que quedar en casa y nos teníamos que apañar con lo que hacía mi padre. Como tampoco tenía trabajo para todos los días, estuvo también trabajando en una carretera que le estaban echando grava. Era la carretera del Mármol, yo le llevaba la comida al mediodía y comía con él, después cogía un saco de hierba para el cerdo y los conejos, mi hermano sacaba el cerdo con dos o tres muchachos más que también tenían cerdos. Los llevaban por las cunetas de las carreteras y por la colada para que comieran hierba. Aquel verano ya fui yo unos días a segar habas con mis padres y cuando terminamos la siega íbamos a espigar, esto ya era el verano de 1935. Después del verano no sabia qué hacer, fui a ver a mi abuela un día de los muchos que iba y le dije “¿me quiere dar pucheros y los vendo por las calles?” Empecé a vender pucheros por las calles. Los llevaba en una espuerta con una cuerda, me los echaba a la espalda e iba de puerta en puerta, “¿me compra usted pucheros?” Así me sacaba algún dinero, no vendía muchos porque en Hinojosa había por aquellos años diez o más casas que hacían cántaros y pucheros, pero más saca mariquilla hilvanando que holgando. Aquel año se veía la cosa que iba de mal en peor. Los señoritos no daban trabajo, le echaban a los señoritos los obreros que fuese a cada uno. Mi padre también fue echado y cuatro hombres más a los lotes, lo que hacían era matar langostos. Yo fui con ellos para tener cuidado de que se cocieran los garbanzos y así comía con ellos, eso fue una semana, después mi padre seguía en casa con sus chapuzas. A los zapateros les estropeó el trabajo más de lo que estaba cuando salieron a la venta unas alpargatas que tenían una suela muy gorda: valían sesenta céntimos. Eso era lo que usaban las mujeres y los muchachos. Iban pocos a arreglar los zapatos, como no fueran los zapatos de los gañanes (Los hombres que van arando o haciendo otros trabajos del campo y tienen que llevar unos zapatos con las suelas de goma muy


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gruesa) y pocos más. Mi padre se ponía también en la feria con los feriantes que vendían suela para los zapatos. Mi hermano iba a por hierba y yo a por leña a cuestas, nos ayudábamos uno al otro y así lo pasábamos mejor. Cuando cogíamos la leña hacíamos un saco de leña gorda y otra menuda, y él un saco de hierba. Cuando lo teníamos todo echo, él se quedaba con la hierba y el haz de leña, yo iba a casa a llevar los chiquitos (Leña que salta cuando están talando las ramas de las encinas). Después volvíamos los dos a casa y así íbamos los dos haciendo nuestro aprendizaje para ir preparándonos para ir por este mundo. Cuando llegó el tiempo de hacer la matanza matamos un cerdo que pesaba ocho o nueve arrobas (En Andalucía 11,5 Kg); hicieron mis padres su morcilla y chorizo de patata y de carne. A mí lo que más me gustaba del cochino era la asadura hervida; y como eso era lo que ponían el día de la matanza con las migas para el almuerzo, para que quedara una poca para mí para otro día, me mandó mi madre a casa del Montillanos a por un kilo de sardinas. Además de las naranjas era el pescadero que más barato vendía el pescado. Aquel día vendían las sardinas a 25 céntimos el kilo. A aquel hombre también lo fusilaron al acabar la guerra Como mi madre me dio cincuenta céntimos compré dos kilos, como tenían que comer con nosotros el Ángel y la Encarnación. Él era el que mataba el cochino; ella ayudaba a mis padres a hacer los embutidos. La mejor temporada que se pasaba es cuando se hace la matanza, aunque los jamones se los comían otros: había que dejarlos y cuando estaban curados, los vendían para comprar otro cochinillo, lo criabas como podías para el próximo año y así era aquello en aquel tiempo y en aquel pueblo.



SEGUNDO CAPÍTULO: LA GUERRA (PRIMERA PARTE) En la primavera de 1936 volví a servar y cuando empezó la siega de las habas también fui. Con la siega de las habas aquel año nos cogió uno de tantos como hay sin conciencia y nos llevo a segar habas. Sólo quería muchachos, le dijimos si quería que fuesen mujeres y dijo que no. Cuando empezamos a segar como estaban sembradas en lineos nos dijo “cada uno cogéis cuatro lineos y el primero que llegue se sienta hasta que llegue el último”. Nos pusimos todos a segar como desesperados y de seis que éramos cuatro llegamos casi juntos pero dos se quedaron bastante retrasados; cuando nos íbamos a sentar los cuatro primeros, nos dijo “ayudarles a esos y luego nos vamos todos a hacer el cigarro”. Así lo hicimos pero cuando volvimos otra vez a segar nos dijo “esta vez el que llegue primero se sienta de verdad”; pero para ser chavales de diez y doce años (yo no los hacía hasta agosto, eso de las habas era a primeros de junio) nos pusimos todos de acuerdo sobre la marcha: nos decíamos unos a otros que llegaremos todos a la vez. Así fue y él nos decía “aligerad, que vais muy despacio”. Pero llegamos casi todos iguales. De aquello cuantas veces me he acordado en los sitios en que tuve que trabajar, que nos pusiéramos de acuerdo los niños y no somos capaces de hacerlo los hombres. Y es que los años se van llevando la inocencia de los niños y va viniendo la maldad de los hombres. Después de la siega de las habas íbamos a espigar habas. Algunos días escapábamos bien, otros si nos cogía un guarda de mala leche nos las rociaba en el campo que las habíamos espigado y nos rompía el saco. Que alegría de pueblo que habrá otros de otros pueblos que dirán lo mismo, y otros que dicen que en su pueblo no los dejaban espigar ni mucho ni poco, un día que me rociaron las habas, después de estar todas las mañanas cogiéndolas una por una en una haza que ya no había angarillas (Montones que hacían con las habas hasta que se las llevaban a la era). y como hacia tanto calor le decía a mi abuela que me diera pucheros otra vez para venderlos por el pueblo. Empecé a vender. Entonces ya se decía por el pueblo que iba a haber guerra y los señoritos

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estaban enseñando a disparar con pólvora muda a los pistoleros que eran unos que ellos tenían pagándole un sueldo, los iban preparando de lo que veían que iba a venir. Como las últimas elecciones municipales las habían ganado las izquierdas, ellos no podían soportar que hubiera un alcalde de izquierdas gobernando en el ayuntamiento. Y el día de la Ascensión, aquella noche mataron a un joven en la puerta de la Virgen del Castillo (iglesia que está en la plaza mayor del pueblo); aquel joven venía de ver la novia e iba para su casa cuando le dieron el tiro. Estando agonizando se lo llevaron a Córdoba, por no decir que lo habían matado. Aquel crimen que fue el primero de los muchos que habría después en Hinojosa. De aquel crimen se responsabilizó a la Guardia Civil, aunque la gente decía que habían sido los pistoleros. Aquella noche hubo aquel muerto y muchos tiros por las plazas y calles adyacentes. Mi padre, cuando dejaron de oírse tiros, él que estaba en nuestra casa le dijo a mi madre: “voy a ir a casa de mis padres. Como mi padre y mi hermano son socialistas no les haya pasado nada si estaban en la casa del pueblo”. Mi madre le dijo “ya voy yo contigo, que los niños están durmiendo”. Yo no sentí nada de los tiros ni de que ellos se fueran. Yo me enteré al otro día de lo que había pasado. Nosotros vivamos en la calle Fontanilla, mis abuelos en la calle San Gregorio. Cada calle está en un extremo del pueblo. Cuando mis padres llegaron a la calle Corredera, en aquel cruce estaba la Guardia Civil a caballo y no querían dejar pasar a mis padres. Mi padre decía que iba a casa de sus padres a ver si les había pasado algo a ellos como habían pegado tantos tiros. Pero como habían matado a aquel joven no querían ver a gente por las calles. Nada más que ellos. Mi padre insistía para que le dejaran pasar y en vez de dejarlo pasar se liaron a dar sablazos y a mi madre le pusieron un brazo amoratado. Mi padre cuando vio a mi madre los lamentos que daba le echo mano a las bridas del caballo y se encabritó el caballo. A mi madre se la llevaron a curar y a mi padre a la cárcel. Cuando me levanté vi a mi madre con el brazo hinchado y morado, entonces me dijo lo que había pasado. A mi padre y a otros que aquella noche habían detenido se los llevaron a Córdoba. La cosa se ponía fea. La Guardia Civil estaba en complot con los señoritos y querían tener la cárcel vacía para lo


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que estaban planeando. A mi padre y los que estaban presos les valió el Dr. Romera que le dijo “echad a estos hombres a sus pueblos que va a haber una sublevación y los van a matar”. Y no se equivocó, que uno de los que fusilaron fue a él. Mi padre antes de eso no había estado afiliado a ningún partido político pero cuando vino de Córdoba se afilió al partido comunista de España PCE; no sé si él tenía esas ideas ocultas, aunque por lo que mi madre me ha dicho, él decía que no sabía ni lo que era el comunismo. Aunque yo le oí decir más de una vez que él daría su vida porque su mujer y sus hijos pudieran comer cada día (ya diré mas adelante como estamos hoy en día). Pero él dio la vida como decía: si no sabía lo que era el comunismo, tenía corazón de ellos, de los comunistas de verdad. Como he dicho de los señoritos y la Guardia Civil, y más que la Guardia Civil el teniente, estaban en complot para derribar el ayuntamiento de izquierdas. Se ve que unos días tuvieron junta el alcalde y el teniente de la Guardia Civil, el alcalde le pidió opinión de lo que el teniente haría, si estaría a favor del gobierno o de los sublevados. El teniente engañó al alcalde, le dijo que haría lo que le dijeran de Madrid. Y como que el alcalde estaba mosqueado, otra noche que tuvieron junta en el ayuntamiento le volvió a preguntar que pensaban ellos de cómo iba la cosa. El teniente cuando se despidieron le dijo: “iros tranquilos a vuestras casas que aquí no pasa nada”. No pasó nada. Nada más que cuando estaban en sus casas los concejales de izquierdas y el alcalde, Adolfo Merino, mandó a por ellos el teniente de la Guardia Civil y los metieron en los calabozos del ayuntamiento. Pusieron ellos un gobierno nuevo en el ayuntamiento; entonces la juventud socialista de Hinojosa planearon de ir a Pueblonuevo del Terrible para que vinieran los mineros a ayudarles a liberar los presos que la guardia había metido en la cárcel. Era ya del 20 de julio para adelante. Ya había estallado la guerra civil. Por aquellos días yo iba vendiendo pucheros por las calles y sentía lo que decía la gente. Un día que iba con mis pucheros pasé por la plaza para ir a la calle Malara; vi en la azotea de casa de uno que le dicen el Gato (es tío de un primo hermano mío, ese primo mío se llama Justo) estaban en la azotea él, su tío y dos hijos de su tío; estaban como si estuvieran en las trincheras apuntando con las escopetas hacia la plaza. Yo pasé


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de largo y no dije nada, era que estaban esperando por si venían los del Terrible. Desde allí ellos veían el ayuntamiento y tendrían pensado de liarse a tiros para que no se llevaran los presos. La Guardia Civil, temiendo que iban a venir los mineros e iba a haber lo que hubo (una sangría), se fueron unos a Pozoblanco que allí ya mandaban las derechas (después quedó en la zona roja hasta terminar la guerra, lo mismo que Hinojosa). Aquellos guardias eran los sublevados. Otros se fueron a El Viso, aquellos seguían leales al gobierno. Los mineros de Pueblonuevo vinieron a Hinojosa el día 27 de julio de 1936. ¡Vaya día para la Historia de Hinojosa del Duque! Y como a los fascistas del pueblo les fue tan bien aquel día, el día que escribí esto a mano que fue en 1989 para más exacto el 8 de julio, hay en Hinojosa una calle que lleva el día 27 de julio; o sea, que aunque hoy en España hay gobierno socialista, en Hinojosa hay ayuntamiento fascista de la UCD, espero que haya algún día ayuntamiento de izquierdas y cambien la calle de nombre. El día que vinieron los mineros de Pueblonuevo, venían con ellos las Juventudes Socialistas de Hinojosa, que habían ido anteriormente a pedir ayuda. En Pueblonuevo la Guardia Civil se quedó a favor del gobierno y también venían con los mineros, mi padre aquella mañana salió a ver si de verdad venían, y cuando divisó los camiones y vio que venían civiles, escondió el carné que hacía pocos días que tenía. Cuando le pidieron qué ideas, se quedó un poco en suspenso porque no sabía de qué sitio venían, no sabía si venían de Pueblonuevo o de Pozoblanco que hubiesen dado la vuelta por Villanueva del Duque, pensó que salga lo que dios quiera. Les dijo que era comunista y le dijo uno “con qué me lo demuestras”. “Con el carné que tengo ahí escondido” y mientras llegó otro camión que venía con gente del pueblo, le dijeron a los guardias ese es de los nuestros. Le dijeron que se montara con ellos en el camión. Cuando llegaron al molino de viento, que es un cerro que hay entrando en Hinojosa viniendo de Pueblonuevo, desde allí se divisa la carretera que va a Pozoblanco. Vieron un coche que iba en dirección a Pozoblanco, mi padre le dijo al teniente de la Guardia Civil: “ese coche va a avisar a la Guardia Civil para que vengan, más vale que si llevan ustedes dinamita que fuesen algunos a volar el puente del río que hay antes de llegar a


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Fuente la Lancha”. Él le dijo a mi padre “esos son los señoritos que se van huyendo”. Si hubiese hecho lo que decía mi padre seguro que no hubiese habido aquel día tantos muertos, ni tantos que murieron a consecuencia de aquel día, en la guerra y después de la guerra. Pero el teniente ya sabría de antemano que aquellos iban a venir. Él era un teniente y mi padre era un zapatero, pero ya había visto una guerra antes en Marruecos, era de la quinta de 1919 y a su quinta la licenciaron unos meses antes a los que había en Marruecos porque murieron muchos. Cuando llegaron a Hinojosa yo hoy pienso que aquello fue la primera venta que hicieron, porque los mineros traían un camión blindado y con aquel armamento podían haber llegado hasta la plaza y haber liberado a los presos. Pero se bajaron de los camiones cuando llegaron al pueblo y uno de los guaridas civiles le disparo a un señorito y no le dio y un minero le dijo “otra vez que le tires a otro y no le des ya te daré yo a ti”, mi padre le dijo al minero “¿no os fiáis de ellos?” Y le dijo que no. Mi padre le dijo “entonces para qué los habéis traído”. Se esparcieron por todo el pueblo; los que pasaron por mi calle venían diciendo puertas francas, y toda la gente abría las puertas y se empezaban a sentir tiros por varias calles, pero en la plaza, que es donde estaba la cárcel, sólo fueron algunos mineros y una pareja de la guardia civil. El alcalde, que estaba en el balcón del ayuntamiento, tomó una pistola en cada mano; disparando, le tiró un guardia civil y le mató. Después, en vez de de haber echado los presos fuera y terminar de hacer lo que tuvieran que hacer, le dieron la orden de saquear la casa de los ricos y pararse a comer. Lo que estaban esperando no era tomar el pueblo sino darle tiempo a que viniera la Guardia Civil de Pozoblanco. Por lo que yo he oído, los guardias civiles que vinieron de Pozoblanco fueron doce y un teniente. Yo viví todo esto pero con mis pocos años, hay cosas que me he tenido que informar por personas mayores, entre otros Víctor Delgado y Francisco Carracedo, cuando llegaron los guardias de Pozoblanco no sé cómo lo hicieron pero de los guardias civiles no murió ninguno de ningún bando. Los mineros dieron la orden de sálvese quien pueda. Y la gente que tenían detenidos los de Pueblonuevo, algunos se los llevaron, a otros los mataron. En la Cruz de la Torrecilla fue donde más murieron. A los civiles de Pozoblanco


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les dieron los señoritos las llaves de la cárcel y a los presos que habían venido a liberar los mineros se los llevaron a Pozoblanco. A mí aquel día no me mataron, pero una bala que vino del convento de los frailes, si hubiese tenido unos centímetros más… me botó la bala por encima de la cabeza (impactó en el asta de la puerta de mi casa). Nosotros, aquel día, como que no venía mi padre, pensamos que también habría muerto. Toda la gente se salía del pueblo, nosotros nos fuimos con unos vecinos a un campo donde ellos estaban de porqueros. Al otro día, cuando amaneció nos vinimos al pueblo a ver si estaba mi padre en casa, como que no había venido fuimos por donde decían que había muertos; mi madre y otra mujer, la Encarnación la del Ramo, se fueron para casa de mis abuelos, en Camino Sevilla. De aquella calle habían matado a más de uno pero mi padre no era ninguno de ellos. Cuando estaba mi madre por allí le dio una mujer noticias de mi padre, le dijo que estaba en el cortijo del hermano de mi madre, yo estaba por la carretera de Bélmez, que es la misma que viene de Pueblonuevo y allí también había muertos. Yo, cuando vi un camión de los que los iban recogiendo, me subí por una rueda y conocí al hermano de un cura que se llamaba Ciriaco. Aquel hombre era muy gordo y tenía mucha papada, no sé con qué le harían el corte que tenía en ella. A mí me dijo el chofer que para qué me subía allí, y le dije a ver si está mi padre, él me preguntó ¿quien es tu padre? Le dije Agapito Perea y me dijo que no. Y cuando volví para mi casa vi en una acera que había sangre; le pregunte a un muchacho que estaba allí al lado esto de qué es, si cuando he pasado me ha parecido ver un tronco de encina, él me dijo que era un soldado que mataron ayer. Después de muchos años, me he enterado quien mató a aquel muchacho, lo mató un pistolero que no valía una mierda: le echaron el alto y cuando el soldado tenía las manos en alto fue Armando, que así se llamaba el pistolero, y le puso la pistola en la sien y lo mató. Eso lo vieron unos hermanos desde la ventana de su casa. El que me lo dijo a mí se llama Francisco. Mi padre vino el día después del infierno aquel, vino por la tarde y en el pueblo temblaban hasta las piedras. Nos fuimos unos días a la finca de los jarales, que tenía mis abuelos paternos, había un chozo de casar (Un chozo que está hecho de material y no de junco como los


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hacen los pastores); allí estuvimos unos días. Estando allí fue mi padre al pueblo y le dijeron que si quería ir a trabajar a las calles una semana. Nos vinimos todos a casa, cuando terminó mi padre de trabajar en las calles se apuntaron unos cuantos y se fueron al frente, entre ellos mi padre. Se fueron al frente de Madrid y estuvo en el batallón de la Pasionaria. Éramos tres hermanos y mi madre embarazada, mi madre le decía a mi padre que no se fuera y el le dijo “para cuando tu vayas a dar a luz ya vendré yo”. Lo hizo. Con lo que paso no estaría el hombre tranquilo, prefirió irse al frente. Esto es una hipótesis mía. La verdad la sabría él. Muchos decían que se iban por las diez pesetas que les daban de jornal. Después de irse mi padre al frente, vinieron un día (14-8-1936) un batallón de milicianos. Decía la gente que eran asturianos, entre ellos venía una miliciana que decían que a ella le habían matado a sus padres, hermanos y novio y venía envenenada. En Belalcázar hizo mas daño que en Hinojosa. Yo aquel día no me quedé en casa como el día que vinieron los del Terrible; aquel día, como que no estaba mi padre en casa, cuando decían que venían milicianos me salí a verlos. Aquel día había mucha gente en las calles para verlos, mayormente desde la plaza hasta el convento de los frailes; aquellos si que tomaron el pueblo, los frailes les hicieron resistencia: mataron a uno. A los pocos días de aquello canjearon los presos de Pozoblanco por los de Pueblonuevo. Los trajeron en camiones que pararon en la gasolinera; estaban allí los familiares de los presos esperándolos, y muchos curiosos para verlos. Venían el alcalde y los concejales y a partir de aquel día se hicieron cargo del pueblo. A ellos los quisieron envenenar en Pozoblanco. Les habían echado veneno en la comida y un cocinero les dijo que no comieran, que la comida estaba envenenada. Ellos se escaparon de aquello pero ya estaban los hombres del pueblo endemoniados, empezaron a meter a los ricos y a algunos que no eran ricos en la cárcel. A los pocos días empezaron a darles el paseo, que decían que era matarlos. Lo que más resonancia tuvo fue los que mataron en el pozo de las arenas. Porque allí mataron a treinta y nueve y fue por allí un cortijero y les dijo que para que hiciera cuarenta que mataran a su perro. Por eso fue aquello lo más sonado, al que dio el perro para que lo


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mataran le decían gobierno, pues la muerte de su perro fue más tarde la suya. Después de la guerra. En otro sitio en el arroyo de la Jesa, también mataron, pero yo me he enterado hace poco de cuantos fueron; me lo ha dicho uno que estaba con su tío de pastor allí cerca de donde los mataron: fueron 29. Él sintió los tiros cuando los mataron y vio desenterrarlos cuando terminó la guerra (Francisco Carracedo Murillo). También mataron cerca de allí dos hermanos que eran pintores. Aquello lo vi yo un día barriendo cuando estaban presos y los hacían barrer la plaza. Una mujer le dijo a uno “Ay qué dolor”. Él le dijo “ha de haber para todos”; no se equivoco aquel tampoco: a esos que he dicho antes los mataron en los campos y los enterraron donde los mataron. También mataron a otros en el cementerio. Yo mientras mi padre estuvo en el frente estuve trabajando con los albañiles en una reparación que estaban haciendo en los depósitos de las aguas del Pilar. Allí con mis doce años recién cumplidos empecé a ganar el jornal de un hombre. Hubo quien veía mal que me dieran treinta pesetas a la semana, como a ellos. Cuando se enteró el encargado, que era Manuel Pescuezo, le dijo a aquellos “¿Por que le decís nada al muchacho? ¿Es que os quitan a vosotros algo para él? Si él trabaja más que alguno de vosotros.” Mi padre cuando cobraba mandaba las 300 pesetas. Mi padre vino del frente en octubre, antes de que mi madre diera a luz. A los pocos días de venir él matamos el cochino que teníamos; al día siguiente dieron la orden de evacuar el pueblo. Ya estaban los frentes cerca del pueblo. Nos tuvimos que ir con lo poco que pudimos llevarnos a cuestas, no teníamos ningún burro, y mi madre con el barrigón poco podía llevar. Mi hermano y yo cada uno llevaba un poco. La María, que era la más pequeña de los tres, bastante tenía con poder seguirnos. Mi padre era el que iba bien cargado, nos tuvimos que dejar los chorizos y las morcillas que estaban todavía sin embuchar; todo se echo a perder. La primera noche que tuvimos que hacer, nos quedamos en un campo que le decían El Majuelo de Curro Lanas. Allí estaba la casa llena de gente, y como que no se cogía, al otro día reanudamos la marcha. Había veces que íbamos por el camino y otras por la orilla de un río. Cuando veíamos una casa íbamos. Y en todas había más gente de la que cogía. Con lo despacio que teníamos que andar mi padre le decía


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a mi madre: “a ver si va a pasar como con la virgen, que vas a dar a luz en un pajar”. Mi madre le decía que ya había tenido al Ambrosio en la huerta: un día que fue a lavar, nació mi hermano en una huerta que le decían de Don Amador. Estuvimos todo el día andando y cuando se estaba poniendo el sol llegamos a una pequeña casa. Allí había tres matrimonios que habían llegado aquel día. Allí nos acomodamos como pudimos. Cerca de allí había otra casa que fue donde les dieron la llave a los otros que llegaron antes para que entraran en la casa. La familia que les dio la llave era de Belalcázar. Como vieron a una mujer embarazada le dijeron que había una mujer que había ayudado a los partos, que cuando le llegara la hora de dar a luz fueran a avisarla. La que vieron ellos embarazada era una mujer que hacia churros en el pueblo; se llamaba Gregoria. Así había dos embarazadas. A los muchachos nos acostaron en el pajar. Desde allí sentimos cuando parieron las dos mujeres. Fue la misma noche que llegamos. La primera fue la Gregoria, fueron los hombres a avisar a la que hizo de comadrona; y mi madre, mientras estaba atendiendo a la Gregoria, ella se puso a hacer un poco de chocolate para la parida. Cuando se iba la mujer que había hecho de partera, le dijo mi madre: “No se vaya, que me está dando un dolor y pienso que yo también voy a dar a luz”. La otra mujer le dijo “ya que estamos puestos cuando quieras puedes empezar”. Del mismo chocolate que hizo para la otra, le sirvió para ella también. Las dos que nacieron fueron hembras a mi hermana le pusieron Carmen. Mi padre y otro hombre fueron a los Malverdes, que estaba lindando con la finca en que estábamos nosotros, que le decían la Juanlabrada. En los Malverdes tenían cabras y ovejas de los comités. Le dijeron que tenían que darle o venderle algún litro de leche para las mujeres que habían dado a luz. Acordaron darle dos litros para cada una cada día. Con aquella leche teníamos para todos y también iban los hombres por los cortijos de aquellos contornos para pedirles a los pastores alguna oveja aunque fuera vieja y por el pan iban algunas veces a Hinojosa y otras veces a Santa Eufemia o El Viso. Cuando digo el pan quiero decir la comida porque no sólo comíamos pan. Yo fui un día con mi padre al pueblo y ya habían abierto las puertas de nuestra casa, había dos soldados en el patio que estaban queriendo coger los conejos que teníamos. Le dijeron a mi padre que si le quería vender algunos, y él le


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dijo “cogerlos vosotros si podéis”, como que los conejos se metían en una madriguera que habían hecho en el corral. Se fueron los soldados y aquel día no se llevaron ninguno, pero después se los llevaron todos: era la guerra. En la Juanlabrada, como que aquella casa era pequeña y estaban allí cuatro matrimonios y todos tenían hijos, cuando encontraron otro sitio se fueron dos matrimonios y nos quedamos allí dos matrimonios, los dos que habían tenido las pequeñas. El otro a los pocos días se tuvo que ir, ya que la pequeña se les puso enferma y se fueron al pueblo, pero con la poca asistencia médica que había, murió la niña. Con aquella familia nos hicimos buenos amigos, cuando nos veía aquella señora siempre decía que el día que nació mi hermana Carmen, nació la niña que se les murió a ellos; ya murió aquel matrimonio hace años. Cuando vamos a Hinojosa, una hija que también siguió su oficio, cuando nos vemos siempre recordamos aquello. Cuando le compro churros siempre me dice “estos para que te los comas tú con el café”. Después de haberme tomado el café con los churros, me dice “¿cuántos te pongo?” Esos ya eran para llevármelos a casa. Gracias, Olegaria, por tu generosidad. Nosotros nos quedamos allí solos y pronto empezaron a venir los agricultores para empezar la siembra. Aquella casa era la que tenía aquella finca para cuando iban los agricultores para hacer las labores del campo. Por eso estaba allí sola cuando llegaron aquellas familias. Entre ellas nosotros. Yo ponía allí las trampas para coger pájaros, cogía muchos trigueros, que después de los que nos íbamos comiendo, llenamos una tinaja de pájaros en aceite. Así teníamos pájaros para cuando nos hacían falta. Cuando empezó la gente a irse al pueblo nos fuimos nosotros. Nos llevó uno de los que habían terminado de sembrar. En su carro nos llevó lo poco que teníamos. Cuando llegamos al pueblo ya había mucha gente de los pueblos que se venían huyendo de los fascistas. Había gente de los pueblos que hay desde Azuaga hasta Hinojosa, mucha gente la alojaron en el convento de la Concepción. En aquel convento pusieron un comedor para darle la comida a los refugiados, pero allí comían los refugiados y mucha gente del pueblo. Los frentes de guerra


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quedarían definitivamente entre Pueblonuevo y Hinojosa. Las líneas de fuego (de lo que yo sé) venían cerca de Espiel por Calatraveño, con dirección a Cabeza Mesada, y Manos Hierros, que son dos montículos, y Sierra Trapera. Y de allí pasaban para Monterrubio y Cabeza del Buey, ya metidos en Extremadura. Al poco tiempo de venirnos de la Juanlabrada estaban alistando gente para llevárselos a Madrid, y mi padre se fue con aquella expedición. Entonces lo echaron a la sexta brigada mixta, que era de choque, y estuvo en varios frentes, entre otros en Belchite. Después los trajeron para Extremadura: estuvo en Villanueva de la Serena; y de allí los llevaron a Balsequillo… Después continuaré con esto, voy a decir lo que hacíamos, mientras, nosotros, la familia. Mi madre, con cuatro ya tenía bastante trabajo, mi hermano y mi hermana María le ayudaron a tenerla. A mí me colocaron a trabajar en el comedor que pusieron en las monjas de la Concepción, aquello era grandioso, era un convento de monjas de clausura, entonces sirvió para albergar a los refugiados. Después de terminar la guerra pusieron en el convento la prisión. Después hablaremos de esto último. Yo estaba para hacer recados; entre otras cosas le ayudé a un hombre que le decían el tío Curubilla a partir carne, porque allí llevaban las reses enteras, una veces cabras y otras borregos. También ayudaba a servir las mesas y lo que me mandaban que hiciese. Ha sido la vez que he comido más carne frita en toda mi vida. Ganaba cinco pesetas como todas/os, que allí ganaban lo mismo las mujeres que los hombres; por eso estaban luchando, por la igualdad. Y se perdió hasta la libertad. A mí me daba mi madre diez céntimos por la mañana para que comprara churros, y yo me iba guardando los diez céntimos; y cuando ponían aceite para que se hirviera, echaba un chusco y eso es lo que comía yo y todos los que querían hacerlo de los que estábamos trabajando. Por la mediodía comíamos carne frita y un poco de rancho del que hacían para todos los que iban allí a comer, algún día hacían ensalada para los que estábamos trabajando. La ensalada la hacen con la lechuga partida en trozos pequeños, le echaban agua, sal, aceite y vinagre. Me acuerdo de un día que la hicieron las mujeres: un día les salió sosa y me dijeron a mí “ve y trae un puñado de sal”, yo metí la mano en un saco y no miré lo que era, cogí un puñado


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de arroz y lo eché en la cazuela y me dijeron “joío por culo, qué has hecho, ya nos has dejado sin ensalada”. No se pudo comer. Con los diez céntimos que me iba dando mi madre, hice una bolsa de trapo y los iba guardando. Cuándo tenía cuarenta o cincuenta perras gordas, nos tocó otra vez salir del pueblo. Allí cuando veían movimiento en los frentes daban la orden de evacuar el pueblo, que unos la mayoría se iban y otros se quedaban. Mi madre, como que nosotros no teníamos ninguna bestia, para llevarnos lo mas imprescindible fue a hablar con los del comité para que nos dieran alguna bestia; nos dieron una burra con la que íbamos a buscar el pan en el comedor, la burra se acostaba cuando llevaba la carga, decían que de haber llevado el pan caliente se le había recalentado el lomo y por eso lo hacía, ese vicio se lo quito mi tío Casildo, le echó un trozo de mecha encendida en la oreja y se levanto con la carga sin tener que decirle arre. Aquella vez nos fuimos con unos tíos de mi madre y otra familia de mis tíos, que nosotros también les decíamos tíos. Nos fuimos a las Picarazas, a una casa que tenían allí en la finca de Los Peñas, nosotros fuimos a la de Jesús Peñas, la otra era del Evaristo, mi hermana María se fue en un carro con otra familia que eran parientes de mis tíos. Ellos fueron a Valde Infiernos, otra finca que hay cerca de El Madroñil. Al otro día cuando nos levantamos me dijo mi tío José Herrador “vamos a ir a ver si encontramos el sitio donde han ido esos y nos traemos a tu hermana”. Cuando llegamos a la casa de Evaristo Peñas venían Manolo Conejo y su padre con mi hermana, ellos se fueron para Valde Infiernos y nosotros para la casa en la que estábamos. Yo con mis perras gordas no sabía qué hacer, siempre las llevaba encima y un día las perdí, entonces fue cuando se enteraron que yo tenía aquel dinero, una mujer que se las encontró me las dio y entonces se las di a mi madre. En aquella casa estábamos también muy espesos y cuando se fue una familia que estaba en una choza que estaba cerca de la casa nos cambiamos nosotros allí. Pusimos allí unas gallinas y así teníamos huevos, mi padre mandaba lo que él iba cobrando. Desde allí teníamos que ir a Hinojosa a por el pan y los comestibles que nos hacían falta, iban mi madre y sus primas, o sus tíos (bien su tío José o su tía Marcelina). Yo le decía a mi madre que como no habían quitado el comedor me quería ir otra vez para ver si me admitían otra vez para trabajar. Ella me dijo que para que


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quería irme yo solo. Un día que fui con ella al pueblo fui a ver al que estaba de encargado, que era el mismo que cuando yo había estado con los albañiles (Manuel Pescuezo). Le dije si me podía ir a trabajar aunque mi familia estaba en el campo, me dijo que sí. Se lo dije a mi madre, que yo me quedaba en el pueblo para trabajar, ella me dijo “cómo te vas a quedar tu solo para dormir”, porque la comida estaba segura. Yo le dije “vamos a ver a Jesús la Chabarcas”, que era una vecina nuestra que hacía de conserja en la casa del pueblo. Y por eso tenía que estar ella en el pueblo. Aunque había mucha gente más. Serían los más valientes o los que no habían encontrado donde estar. Sobre todo los que estaban esperando que vinieran pronto los fascistas, que era lo que eran ellos. Aunque mi madre no estaba muy conforme, me quedé yo. Le dije a mi madre que “con lo que yo gane podemos comer y lo que manda papa lo podemos ahorrar y comprar alguna fanega de tierra”, como decía mi padre que si tuviéramos un poco de tierra podíamos tener pan para el invierno. Al fin me quedé allí, mi madre se fue al campo, yo por la mediodía (que era cuándo daban el pan a la gente que venia a comer) le decía al que se encargaba de dar el pan, que era un hombre de Pueblonuevo que le faltaba una pierna, le decía “dame el pan para mi familia”. Yo se lo daba para que me lo guardara en su casa una vecina nuestra y cuando venia mi familia al pueblo se lo daban el que no se habían comido. Aquella familia eran nada más que diez hermanos, la madre se llamaba Currita. Yo estuve sólo hasta un día que vinieron 22 aviones y pegaron un buen bombardeo en el pueblo, hubo varios muertos. Una de las bombas que echaron iba dirigida a las monjas de la Concepción; allí había mucha gente ya que era la hora de la comida, si hubiese caído allí hubiera hecho una matanza, pero cayeron unos metros más abajo y murieron dos mujeres, por otras calles también murieron. En la Fontanilla murió un padre e hijo y otra muchacha, y turbaron dos casas un poco por bajo de la nuestra. En la plaza también cayeron bombas. Eran bombas arrasantes, que no era por gusto cuando nos decían que nos fuéramos al campo. Aquellos aviones decían que eran rusos que se habían equivocado, que en vez de bombardear en Pueblonuevo lo hicieron en Hinojosa. Pero la formación que traían era fascista. También decían que los fascistas sacaban la bandera Española por los


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patios de los corrales. A partir de aquel día el pueblo se quedó casi solo. Quedaron soldados y los que tenían cargos en el comité y el ayuntamiento y pocos más, hasta que se olvidó aquello. Aquel día venía mi hermano y la tía Marcelina al pueblo a por comestibles y cuando ellos vieron tantos aviones se pararon, estaban a unos dos Kilómetros del pueblo y cuando vieron que terminó el bombardeo se fueron acercando al pueblo. Venían diciendo si me habrían matado a mi, porque a ellos les parecía que habían tumbado todo el pueblo, y estaba ardiendo del humo que veían. Pasaron ellos más miedo que yo, aunque yo también pase el mío. Donde estaba metido había muchas mujeres llorando y acordándose de sus familiares. Cuando mi tía y mi hermano llegaron al pueblo dijeron si todas las casas están nuevas, ellos pensaban que las habían tumbado todas. Cuando nos vimos mi tía mi hermano y yo llorábamos de alegría; mi hermano me dijo: “tu ya no te quedas aquí, mañana te vienes con nosotros”. Aquella noche nos quedamos a dormir en casa de una prima de mi madre que se llamaba Gregoria. Al día siguiente bien temprano emprendimos camino de donde estaban mi madre, hermanas y demás familia. Ya no volvía a trabajar más allí. Después, si iba al pueblo daba la vuelta lo más pronto posible. En el campo no tenía nada que hacer, como no fuera coger pájaros con una red. Un día fui con uno que le decían Carrillo Amagre, su sobrino y yo, con la red a coger pájaros a los aguaeros, cogimos medio saco y donde fuimos había un hombre de Belalcázar que tenía tomates sembrados; nos dijo: “yo pongo los tomates y vosotros los pájaros y hacemos gazpacho”. Comimos gazpacho migado con mas pájaros que pan. Un día pensamos mi madre y yo de comprar dos lechones para criarlos y hacer la matanza cuando fuera el tiempo. Allí no tenían cochinos pequeños donde estábamos nosotros y tuve que ir a las parcelas, que allí había dos tíos míos, eran la hermana de mi madre, la tía Antonia, y el tío Casildo, el que espabiló la burra para que no se echara con la carga. Allí había una familia que tenía una cochina con lechones para destetar, y nos vendieron los que yo quise. Cogí dos lechones, cada uno pesaba 23 libras y valía la libra 2,50 pesetas, así que pronto eché la cuenta: me costaron 115 pesetas. Yo le dije al hombre “son 23 duros”, y una hermana de mi tío que estaba allí dijo “¡Coño, que pronto has echado la cuenta, qué listo es el sobrino de mi hermano!” Y


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dijo ella “yo sé otra cuenta, verás que rápido te lo digo: 25 mujeres 50 tetas y si son de cochina 250“. Yo le dije “esa es más difícil que la que yo he echo” y se echaron a reír. Yo eché con la ayuda de mi tío los dos lechones en la burra y me fui más contento que unas pascuas. Ya tenía donde entretenerme, o mejor dicho donde entretenernos, porque mi hermano también los sacaba a comer. En la choza en la que estábamos nosotros había tinaones para entrar los cochinos, también iba algunos días cuando había criadillas a buscarlas (eso se cría en la tierra, que no siembran). Cuando era el tiempo de hacer queso nos daban suero, que es el caldo que queda de hacer el queso. Estando allí fue cuando llevaron a mi padre al frente de Villanueva de la Serena y fue mi madre con nuestras hermanas y otra mujer que también tenía a su marido en la misma brigada de mi padre. Estuvieron una semana, mi hermano y yo nos hacíamos la comida, aunque yo era el cocinero y él se encargaba de sacar a los lechones para que comieran por aquellos campos. Un día nos cayo una rata en la olla de la leche y cuando fuimos a echar la leche en la sartén que teníamos las migas cayó la rata, nos dio asco y las echamos a los lechones, comimos pan y tocino. Cuando vino mi madre con mis hermanas nos quitó un peso de encima, porque además de que los días nos parecían años, también me enseñaron a ser supersticioso con las mariposas, decían que las blancas traían buena suerte y las negras mala. Cuando iba a la casa que estaba cerca de la choza siempre había una mariposa negra dando vueltas por la puerta de la casa. Yo me echaba a llorar y le decía a mi tía que a mis padres les habría pasado algo. Una muchacha que también tenía a su hermano en la guerra, o mejor en los frentes, porque en la guerra estábamos todos, ella salía a la puerta y me decía a mí, para que yo no llorara, que era a ella a quien le traían malas noticias de su hermano. Yo no sé si sería por la mariposa negra o no, pero al poco tiempo tuvieron noticias de que su hermano había muerto en el frente. De Villanueva de la Serena trasladaron a mi padre a Valsequillo; cuando nos escribió mi padre le dijo a mi madre que si estuviéramos en el pueblo él podría ir algún día a vernos. Se fueron mi madre y nuestras hermanas al pueblo y así vino mi padre al pueblo y se veían ellos. Un día que vino una mujer del pueblo nos dijo que estaban mis padres en el pueblo, ya era bastante tarde y mi hermano y


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yo cogimos la burra y nos fuimos al pueblo para ver a nuestro padre. Nos fuimos por la carretera que va a Belalcázar, y cuando se nos hizo de noche, a mi hermano no sé que se le influían las estrellas, de una vez que vio una correr y lo asustaron. No podía mirar a las estrellas, yo iba montado en la burra, él iba detrás, se tapó la cabeza para no verlas, y cuando llegamos al pueblo ya se había ido nuestro padre al frente. Se fue aquella tarde, nosotros nos fuimos otro día y mi madre y mis hermanas se vinieron al otro día que fue mi tía y llevó la burra para que se vinieran ellas. A mi hermana María, cuando llevaba unos días en el campo, le dieron fiebres y la tuvo que llevar mi madre al pueblo. Cuándo llegaron al pueblo al otro día la llevaron al médico y ya no tenía fiebre, estuvieron allí unos días sin darle fiebre y cuando volvía al campo le volvía a dar. Su medicina era estar en el pueblo. Yo también tuve un dolor de muelas: tuvo mi madre que llevarme al pueblo y el dentista, que era más burro que un chaparro, por poco me deja sin muelas. Me sacó tres de una vez (le decían “Calabaza” pero para mí más bien era un melón). También estando allí tuvimos que ir al pueblo para que nos pusiera la inyección del tifus; a mí la primera (las ponían en dos veces) me dio una fiebre que nos tuvimos que quedar una noche en el cercado de las puertas coloradas con una familia que estaban en una choza Ya nos dijeron que si nos daba fiebre era de la inyección, que era muy fuerte. Por poco me hacen lo que hicieron los gitanos con el burro que cambió mi padre por el que teníamos y un jamón. Por la mañana ya se me había quitado la fiebre y nos fuimos para las Picarazas. Suerte tenía mi madre que sus tíos, cuando estaba ella en el pueblo, alguna cosa cuidaban de nosotros. Se iba tranquila que no nos quedábamos del todo solos. Con mi hermana María tenía que ir a menudo al pueblo, por las fiebres, y allí se le quitaban sin medicina, pero al volver al campo le volvía a los pocos días. La llevó un día mi madre a Belalcázar, que había allí un hospital militar Y mi madre, para que la visitara un médico militar, como no visitaban a los paisanos, le dijo que su marido estaba en la sexta brigada, ellos eran de la misma brigada; por eso la visito un médico. Mi madre le dijo los síntomas que tenía la niña, él le dio unas pastillas y le dijo que si podía cambiar que


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cambiara a otro sitio aunque fuera en otro campo, cuando le escribió a nuestro padre le dijo que no sabíamos donde irnos. Porque la María en aquel sitio no podía estar, mi padre le escribió cuatro letras a mi madre para que fuese a ver a uno que tenía una huerta en Belalcázar. Pora que él nos buscara algún campo cerca del suyo, aquel hombre nos llevo a una finca que se llama Rebascos. Y allí nos dijeron que si queríamos irnos a un chozo que había cerca de la casa. Al que nos mando nuestro padre a ver se llamaba Leoncio, allí nos fuimos lo mas pronto que pudimos, había un matrimonio que tenía una hija y un hijo, el chico era de mi edad y ella era un poco más grande que yo. Antes de irnos a Rebascos murió mi abuela Eugenia: sacando un cubo de agua se le reventó una hernia que tenía y murió sin que los médicos pudieran hacer nada por salvarla. En aquellos tiempos valía poco una vida y menos que valía el médico que había quedado. Mataron a dos médicos que eran mejores y dejaron al que menos valía. Mi madre vio muerta a la abuela: un día que fue al pueblo, una mujer la vio y le dijo “Petra, ¿estando tu suegra de cuerpo presente y no vas de luto?” Ella le dijo: “si yo vengo del campo y no sé nada”. Cuando fue a casa de mis abuelos, hacía poco que la habían traído del campo. Ellos estaban en un sitio que le llamaban el cercado de Bernabé. Cuando se enteró mi padre, lo mismo que mis hermanas y yo, ya estaba enterrada.



TERCER CAPÍTULO: LA GUERRA (SEGUNDA PARTE) Pocos días después de la muerte de mi abuela, trasladaron a mi padre y a toda la sexta brigada del frente de Andalucía a los frentes de Madrid. Mi padre y otro de Hinojosa, cuando llegaron a la estación de Madroñil, como sabía que nosotros estábamos cerca de allí, intentaron de quedarse en la estación y cuándo se fuese el tren venirse con nosotros, pero fueron poco precavidos: en la cantina que había se metieron en el patio y los fusiles los dejaron en un rincón, y cuando el cantinero vio que se iba el tren salió con los fusiles diciéndole a los soldados que se los dejaban allí olvidados. Cuando el tren llegó a la primera estación ya los habían detenido a ellos la vigilancia que había en la estación y los llevaron presos a la cárcel de Ciudad Real. Aquello fue casi seguro su salvación y la del otro, que se llamaba Camilo, porque mientras estuvieron en Ciudad Real entró su batallón en combate y murieron muchos. Nosotros nos cambiamos a Rebascos y allí, con aquella familia empezamos nuevas amistades, el hombre se llamaba Manuel, nosotros le ayudábamos a hacer lo que hacía en la huerta, y de lo que se criaba en la huerta nos daba. Mi hermana María en aquel campo ya no volvió a tener fiebre, seria algún polen que había en el otro campo. Como he dicho antes, yo le ayudaba a aquel hombre en las faenas del campo y mi hermano se cuidaba de andar con las lechonas, que eran ya bien grandes. Él las llevaba a un arroyo que había cerca, y yo ponía trampas para coger pájaros para ir comiendo. Algunos días, cuando íbamos a Hinojosa, si podíamos llevábamos algunas docenas de pájaros para venderlas; también cogíamos peces en un arroyo, yo metía las manos en las cuevas debajo de las piedras y cogía de esta forma los peces. Un día vino a vernos nuestro tío Casildo y le dije “tito, ahí en el arroyo hay peces, ¿quiere que vayamos y cojamos unos pocos, y se los lleva usted para que los pruebe la tita, que a ella le gustan estos peces pequeños fritos?”

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Fuimos, y cuando una de las veces que metí las manos en las cuevas me pegó una comadreja un bocado en un dedo y me lo atravesó de parte a parte. Me salía mucha sangre, mi tío cuando vio lo que me pasó dijo “vámonos y que se jodan los peces”. Yo le dije “espere que coja otros pocos”. Cuando cogimos como un kilo nos fuimos. El dedo me dolía pero ya no sangraba, como que lo tuve metido en el agua se corto pronto la hemorragia. Mi tío se llevó los peces para las parcelas, que es donde ellos estaban. Al poco tiempo de estar nosotros allí, estando un día mi hermano con las cochinas en el arroyo, vio venir a un hombre que venía por la orilla del arroyo, vino corriendo al chozo y nos dijo “por allí lejos he visto un soldado que viene para aquí”. Cuando mi madre lo vio nos dijo “¿no lo conocéis? Es papa”. Salimos corriendo y llorando de alegría a su encuentro. No podíamos contener las lágrimas. El vino como la vez primera, se iba voluntario y voluntario se venia. Yo pienso muchas veces, no sé si me equivoco, que mi padre, desde el día que le dieron a mi madre los guardias civiles con el sable en el brazo, hasta ocho meses después de terminada la guerra, para los que se terminó, no estaba tranquilo. Ya hablaré de la tranquilidad que tuvo. Cuando llegó mi padre a la casa que estaba al lado de donde teníamos el chozo, donde vivíamos nosotros, saludó mi padre al matrimonio y mi madre le dijo este es mi marido. Ellos se quedaron en la casa y nosotros nos fuimos al chozo. Mi padre se quitó la ropa que traía puesta, y la que traía interior la tuvimos que quemar de los piojos que traía. Entonces había piojos para los militares y los paisanos, y si no había bastante con los piojos también vino sarna. A mi padre le gustaron mucho las cochinas y pensó que las podíamos dejar para criar y comprar un cochino para hacer la matanza, y así lo hicimos. Mi padre allí empezó a arreglar zapatos. Fuimos mi madre y yo un día al pueblo y nos trajimos las hormas y las herramientas que tenía en casa. Mi padre fue a ver al Leoncio, que estaba cerca de allí, y le dijo que si tenía zapatos para arreglarlos, o si sabía alguien que quisiera que le arreglara los zapatos. Así empezó a arreglar los que la gente le iba trayendo, la gente que estaba por aquellos campos. También hizo algunos nuevos para los agricultores. Les decía que le dieran garbanzos, harina o aceite y con eso no pasábamos hambre en


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la guerra. Lo malo fue la postguerra. Mi padre, cuando vino la vez primera del frente, le dijo a mi madre que la guerra la perdían los rojos, cuando vino la segunda vez lo veía mas claro todavía. Decía que había muchas ventas y poca disciplina. La prueba era lo que él hacía, porque hubo a quien por hacer lo mismo lo fusilaron. Pero a él se lo tenían guardado para ocho meses después de terminarse la guerra. Que fue como dije anteriormente como quedó tranquilo. Quería decirlo mas específicamente cuando llegue el final de la guerra. Pero esto no podía contenerlo. Cuando mi padre estaba allí con nosotros se fueron unos porqueros a otro sitio, y la choza que allí dejaban, que era cerca de donde estábamos nosotros, era más grande que en la que estábamos. Le dijo mi padre a Manuel que si no le sabía mal que nos fuéramos a la otra choza, el otro le dijo “por mí haced lo que queráis, ya sabes que aquí tendréis de lo que se cría en la huerta”; cuando mi padre le arreglaba los zapatos a ellos no les cobraba nada. Un día de los que fuimos mi madre y yo al pueblo, porque mi padre no iba al pueblo, no quería que lo vieran, vimos al padre de mi padre aquel día, le dijimos que mi padre estaba en el campo con nosotros. Mi abuelo le dijo a mi tía Evengelista, que era con quien estaba mi abuelo, que se quería venir un poco de tiempo con nosotros para ver a mi padre. Se vino y cuando se vieron fue un valle de lágrimas. Como que cuando se murió mi abuela, no se enteró hasta después de su muerte, mi padre tenía el remordimiento de no haber visto a su madre muerta. Fue un drama cuando se abrazaron. El tiempo que estuvo allí mi abuelo hizo mucho frío, un día cogió un erizo y lo mató, lo echó al fuego y cuando le quitó los pinchos que tienen parecía un lechoncillo y lo frió. Que bueno estaba, decía él, se lo comieron él y mis padres. Allí había una cañada; mi abuelo nos decía a mi hermano y a mí “vamos a beber agua, que esta muy clara”. Nos tendíamos en la orilla y bebíamos agua a buza. Eran los tiempos que no estaban las aguas de los arroyos, cañadas y ríos contaminadas. Pero había guerra, aquel invierno era en 1938. De tanto frió que hacía se quedaban helados los pájaros, nosotros veíamos donde se acostaban los trigueros y después al otro día íbamos y cogíamos los que se habían helado. Entonces había muchas clases de pájaros, perdices y conejos. Mi abuelo, como que hacía tanto


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frió, nos dijo: “el día que regreséis al pueblo me voy con vosotros, que allí en el Majuelo no hace tanto frió”, y se fue otra vez con su hija. Unos días después de irse mi abuelo, tenía las trampas puestas para coger pájaros, cuando fui a verlas había cogido con una un perdigón. Se la había llevado bastante lejos pero no se escapo. Un día iban mi padre y mi hermano hablando de las liebres, mi padre le decía a mi hermano Flugencio: “¿si tu vieras una liebre que harías?” No se lo había terminado de decir cuando le dijo esto (se había tirado al suelo que había una acostada): “Papa, papa, cógela que no se vaya”. Cuando íbamos mi madre y yo al pueblo, mi padre nos preguntaba que ambiente había por el pueblo. Nosotros le decíamos que ya había mucha gente por sus casas, y milicianos que habían traído a su familia. En casa de la Encarnación la del Ramo había una familia de Adamuz, tenían un hijo, Rafael que cantaba muy bien. En la casa de la Antonia la Valenciana estaba la mujer de un comandante. Rafael era un año mayor que yo y cuando fui a la mili lo vi en Sevilla; estaba en La Maestranza y parque de artillería, que fue donde yo hice la mili. Después no he vuelto a saber nada de él ni de su familia. Su canción favorita decía así: De P Pozoblanc ozoblancoo venimos, batallón de Villafr Villafranca, anca, de peg pegarle arle a los ffascistas ascistas una carr carrer eraa muy larg larga. a. Los canallas se pensaban que estaban en P Puertollano uertollano y las minas de Almadén las tenía en sus manos. Al otr otroo día sig siguiente uiente anunciamos un ataque, les ccog ogimos imos prisioner prisioneros, os, les matamos un ccomandante, omandante, les ccog ogimos imos ffusiles, usiles, tanques y ametr ametrallador alladoras, as, ya además las municiones,


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la mantas y las cantimplor cantimploras. as. Corrían ccomo omo puenc puencos os y los plantamos en la chimorr chimorra. a. Calla Queipo, so borr borracho, acho, qué has puesto tú en la fr fronter ontera, a, que ccon on la unión pr proletaria oletaria con España no hay quien pueda. Una buena copla para que se hubiese cumplido, pero fue todo lo contrario. Mis padres fueron un día al pueblo, y como que mi padre no tuvo ningún obstáculo cuando vinieron nos dijeron nos vamos al pueblo. Así lo hicimos. Nos despedimos de Manuel y su familia y yo no volví a ir más por allí ni a saber nada más de ellos. De Leoncio hace años que me dijo uno de Belalcázar que había muerto. Cuando estuvimos en casa mi padre puso allí su zapatería, y entre los militares y paisanos tenía trabajo. Mi hermano sacaba los cochinos y yo iba con la burra a por leña y hierba, algunos días a poner las trampas. Un día vino Rafael, el que cantaba lo de Pozoblanco. Vinimos y cogimos una docena y media pájaros. Cuando nos veníamos para el pueblo, iba un miliciano para donde estaban los frentes, nos vio los pájaros y quería que le vendiéramos media docena, nosotros le dijimos que no. Nos ofreció siete pesetas de plata, que estas servirían cuando termine la guerra, pero le dijimos que eran para una mujer que estaba enferma. Cuando se fue el miliciano me dijo Rafael, por cada peseta de esas nos hubiese dado el comandante que viven en ca la Antonia la Valenciana cinco pesetas por cada una, aquel comandante era un pájaro. Decía que él tenía de comprar una pistola que tenía que pagarla con plata. Sabía que los billetes no iban a servir cuando terminara la guerra y quería recoger toda la plata que tenían los vecinos, que no eran tan incautos como él creía. Un día fui a Monterrubio con una carga de cántaros y me quedé una noche en un campo donde se había ido mi tío Casildo de porquero, y allí comí lo que no había comido nunca, y no lo he vuelto a comer: lechón cocido con leche. Por allí cerca pasaba una máquina de tren blindada. Que le decían el Cuervo por lo negra que era. Esa máquina siempre hacia el recorrido por aquella vía. Los cántaros los vendí como me costaron.


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Las mujeres me tenían que dar pan a cuenta de lo que valían los cántaros. Porque a la gente de fuera sólo nos vendían un pan. Fui en la guerra y varias veces después de la guerra también. Una temporada estuvimos yendo los muchachos al Cerrocuete a por leña y allí había soldados de fortificaciones, nos dijeron si queríamos traerles de Hinojosa algunos encargos, les dijimos que sí. Nos dieron algunos las cantimploras y le comprábamos lo que nos decían que había que comprar sin cartillas de racionamiento. Huevos, gallinas, vino o aguardiente. Nos daban algún duro para nosotros, también comíamos rancho del que hacían para ellos. Allí conocí uno entre ellos que se llamaba Sebastián. Vino a vernos a mi casa y después que volvimos a salir a otro campo, esta vez porque quisimos. No fue porque dieron la orden de evacuar el pueblo. Allí fue la ultima vez que vi a Sebastián y a otro que iban de traslado. También había visto en el Cerrocuete a los dos catalanes que había visto hasta entonces. Porque después hace cuarenta años que estoy viviendo en Catalunya. Uno se llamaba Rafael y el otro Cisquella; el Rafael, por lo que me enteré, murió puesto de pie en una trinchera diciendo “¡Fascistas, no tiréis que soy Rafael!” Hicieron una descarga y lo mataron. Fueron tantos miles sin saber sus familiares donde quedaron muertos. En los frentes las liebres y los perros se comían a gente que quedaba muerta por los campos de batalla. Los enterraban muy someros. Algunos ni eso. Se pudrían donde los mataban. Ya diré donde los vi yo. Cuando nos fuimos la ultima vez al campo, yo dije que no fue porque dijeron que se fuese la gente; pero lo que hicieron para que la gente se estuviera en los campos fue poner en el campo dos o tres sitios para dar el pan. Uno de los sitios era en el lote de ropero. Allí cerca había una familia conocida nuestra. Nos dijeron “si os queréis venir donde estamos nosotros hay un chozo que está vacío”. Nos fuimos, así estábamos cerca de donde repartían el pan. Allí podían estar los cochinos comiendo por aquellos campos, ya estaban las cochinas preñadas y también teníamos gallinas. Cuando parieron las cochinas juntamos una piara. La primera que parió, parió diez, la otra parió después, solo parió dos. A la primera


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le dejamos ocho para criarlos, decían que diez eran muchos. La que parió dos, cuando estaban para destetarlos pesaban dos arrobas, cuando los cochinos los otros después de destetarlos pesaban de veinte a treinta libras (la arroba son 25 libras). La última que parió, sólo hizo aquella cría; como que allí comía todo lo que quería, allí se amachorró. No quedaba preñada. Un día que vino mi abuelo, que también se había mudado; ellos a otro lote, ellos estaban en el lote de la niña de don Tomas. Mi abuelo le dijo a mi padre que aquella cochina estaba perdiendo el tiempo, como que si la matábamos en el chozo se echaría a perder toda la carne, lo mejor que podíamos hacer era venderla. Yo le decía si la venden, cuando se termina la guerra no servirá el dinero, pero ellos decían que aquello eran habladurías de la gente y la vendieron. Les dieron 500 pesetas, una fanega de trigo y un ovillo de cáñamo que pesaría un kilo, no sé donde habría ido aquel hombre a por aquel ovillo tan gordo. Yo nunca había visto un ovillo de cáñamo tan gordo. A mi hermano y a mí nos dio un gran disgusto al vender la cochina. Nos quedamos con la otra cochina y los lechones, que los fuimos matando conforme nos hacía falta. Los zapatos que hacía mi padre eran ya todo a cambio de garbanzos, harina, aceite o vino, por eso en la guerra no pasamos hambre. En ese campo fue donde mejor estuvimos, lo malo es que a mí me dieron fiebres palúdicas, que no me quedaron fuerzas ni para estirar las gomas del tirachinas. Y no había Tepel, que eran las pastillas que mandaban para esa fiebre, tuvo mi padre que ir un día a Belalcázar, y unos soldados le dieron unas cuantas, eso me salvó de las fiebres aquel año. Que después cada año me dieron hasta que fui a la mili, que fue cuando las pude desterrar. Allí, cuando había bellotas, podíamos coger las que queríamos, no había guardas ni Guardia Civil que nos las quitara. Cuando no había allí íbamos unos cuantos muchachos cerca de las primeras lineas de fuego. Tan cerca que veíamos a los fascistas paseándose en las trincheras en las que ellos estaban. A nosotros nos dijeron unos milicianos: “si nos traéis algún pollo o chorizo, os ayudamos nosotros a coger bellotas”. Así, cuando íbamos y les llevábamos un pollo o un chorizo, y veníamos con los burros cargados de bellotas.


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Hasta que un día nos dijo un oficial que cómo teníamos valor de ir hasta allí, si un día había un combate nos podían matar, que no fuésemos allí, tan cerca de las trincheras. Ya cuando íbamos nos quedábamos más atrás, aunque cogiéramos menos. Veníamos un día de recoger bellotas, cuando sentimos mucho ruido y eran unos aviones que se venían peleando. Era que traían a uno de los fascistas, y cuando hacía por volverse le tiraban los otros con las ametralladoras. Nosotros dejamos los burros y corrimos a un pozo. Nos metimos en un pozo, en una piedra que tienen los pozos por allí que le dicen un marrano. No sé porqué le darán ese nombre. Estuvimos allí hasta que vimos que estaban lejos de nosotros. Ya hablaremos más de las bellotas, que de eso hay para escribir un libro, del valle de las bellotas. La quinta de mi padre la movilizaron unos meses antes de terminar la guerra, él era de la quinta del 19. Dieron la orden que los oficiales no fueran de momento. Los oficiales eran los que tenían algún oficio, que no fuera el campo. Él era zapatero. En el pueblo hicieron una cooperativa de su oficio y tenían que ir todos los días al pueblo a trabajar. Pero al poco tiempo de irse los otros de su quinta recogieron a los oficiales, a él se lo llevaron al Guijo, desde allí venía los fines de semana y traía algunos zapatos de los oficiales que tenía allí y se los arreglaba en el chozo, con eso venía todas las semanas. Un hermano de mi padre que se llamaba Flugencio, venía al chozo y si mi padre tenía vino le daba alguna vaso y se comían una tapa de chorizo o lo que tuviésemos. El hijo de mi tío se había ido con los fascistas. Era el que yo vi cuando iba vendiendo los pucheros, unos días antes de venir los mineros de Pueblonuevo. Estaban él y sus primos y tío con las escopetas en la azotea. Es mi primo Justo. Yo, aunque mi padre y mi tío hablaban de él, de aquello nunca le dije nada a nadie. Mi tío le decía a mi padre que como que su hijo no escribía lo habrían matado, porque había quien escribía por la Cruz Roja. Mi padre le decía “tu hijo no ha muerto. Ya vendrá cuando termine la guerra”. Y así fue. A los dos primos de mi primo y a su tío los mataron los rojos. Y mi primo y un primo suyo se fueron con los fascistas. Si no se hubiesen ido seguro que los hubieran matado, porque lo que yo vi no le di ninguna importancia como un niño que era, los verían los


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del pueblo que estaban por la plaza. Después diré algo del primo de mi primo que le decían el Gato. Cuando escribo esto ya había muerto, murió en 1988. Vaya pieza que fue. Mi padre, cuando estaba en El Guijo, empezaron a preparar la ofensiva que iban a dar los rojos, que se llamaría la ofensiva de Extremadura. Aquellos hombres estuvieron por todos los campos más de un mes, hasta que empezó la ofensiva el día 5 de enero de 1939. Yo, como había tantos hombres y tanques sentía algunos que decían “si tenemos que dar la ofensiva no sé que están esperando, que aquí nos vamos a morir de frío”. Había un muchacho con quien íbamos a por las bellotas, que se llama Manolo y de mote le decían “Pinchauvas”. Cantaba muy bien. Un día le cantó coplas a unos tanquistas, y el cocinero le dio una barra de chocolate. Él la partió y me dio a mí la mitad; el cocinero dijo: “eso lo hacen los buenos compañeros”; le dijo “dásela toda a ese” y le dio otra para él. No sé si vivirán, hace mucho tiempo que no sé nada de él ni de su hermano. Después volveré a hablar de los belloteros. Otro día que fuimos a por bellotas. Allí había hombres para aquella ofensiva, de Hinojosa a El Viso y de Belalcázar a Villanueva del Duque, esos fueron los que yo vi. Algunos decían que la plana mayor del mando estaban en Almadén del Azogue. Yo no he visto nunca tanto ejército como el que había allí. Un día cogieron una liebre que corría entre tantos hombres, yendo de un lado a otro hasta que la cogieron. Si aquella ofensiva no hubiese sido cómo muchas de las que hubo en aquella guerra, una venta. Hubiese llegado hasta el estrecho de Gibraltar y Portugal. Lo que es lo mismo, la batalla del fin del fascismo en España. Pero con mandos fascistas en un ejército rojo no se puede ganar una guerra. Fue una ofensiva preparada para matar a muchos hombres, y así tener menos que fusilar cuándo se terminó la guerra. Ya estaban preparando una paz horrorosa que tardó pocos meses en llegar. Nosotros nos enteramos la noche de antes de que iba a haber la ofensiva al otro día, por un miliciano que vino al chozo donde estábamos nosotros. Aquel hombre estuvo llorando y diciendo que tenía dos hijos de la edad nuestra y ya no vería mas a su familia. Le habían tocado las tijeras para ir a cortar las alambradas de las primeras líneas fascistas.


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No sé qué sería de aquel hombre. Cuando empezó a amanecer al día siguiente, empezó la ofensiva. Nosotros, cuando nos despertamos, ya oíamos el cañoneo, más tarde empezaron a pasar aviones de los rojos para el frente, iban las pavas y los cazas que les decían moscas. Cuando fui a por el pan a la casa que lo daban, había allí milicianos que decían que los nuestros ya han roto las líneas de fuego de los fascistas y van avanzando. Pero como eso era una venta, como he dicho y lo diré mil veces. Habían roto el frente entre Sierra Trapera y Cabeza Mesada, en vez de haberse llevado el frente por delante con las fuerzas que tenían. Lo hicieron a trozos y se metieron o los metieron en un callejón sin salida. Se dejaron Pueblonuevo en poder de los fascistas, como la mitad de los frentes, y hubo parte del ejército que tomó parte de la ofensiva que llego hasta Azuaga; digo el ejército que tomó parte, porqué más de la mitad se quedó por todos aquellos campos sin tomar parte en la ofensiva. Se los llevaron entre los campos que hay entre El Viso e Hinojosa, y después los dejaron de Hinojosa hasta donde estaba la segunda línea de los rojos para darse una idea de como fue aquello. Para tomar el peñón de Peñaroya tuvieron que matar los milicianos al capitán que iba al mando de ellos, porque cuando estaban cerca del peñón con los hombres que habían muerto el capitán los hacía retroceder y así entre para adelante y para atrás se hubiese cargado a todos los hombres que llevaba, lo tuvieron que matar a él porqué vieron lo que el tío quería hacer. Después de la guerra me dijo a mi mí tío Alfonso, que se quedo con los fascistas, que en el peñón sólo había un teniente y un asistente y dos ametralladoras. En Pueblonuevo, para que pensaran que había muchos soldados se pusieron los balillas (que son los muchachos falangistas) a tocar los tambores y trompetas y por eso pasaron fuera de Pueblonuevo. Aquello fue porque los mandos que tenían los rojos muchos eran fascistas. Por eso se dejaron muchos sitios cortados, en vez de avanzar se entretenían en los campos pasando frió y mojándose, porque llovía por aquellas fechas. A algunos les hacían que se trajeran las piaras de ovejas de los pueblos que habían tomado, como sabían los mandos que aquello lo iban a dejar pronto dirían “nos llevamos las ovejas y así podremos comer carne hasta que termine la guerra”. Que fue una venta lo dicen hasta los que estaban con ellos.


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A mí me dijo un hombre de los que estuvo con ellos en aquella ofensiva por la parte de Extremadura, que allí tuvieron muchas bajas, y un teniente que estaba con él le decía “a mí me quedan dos balas, y antes de que nos cojan una para ti y otra para mí”. Aquel hombre me dijo que no tenían ni municiones ni comida. A los rojos los hicieron parar en un sitio y de allí no avanzaban. Allí estuvieron unos días hasta que vino refuerzo de los fascistas. Entre ellos muchos moros, que fue a los que hicieron atacar en primera fila. Hubo una carnicería, los moros que iban delante cayeron a miles. Los rojos tuvieron también muchas muertes, hasta que llegaron a las trincheras que tenían antes. Los fascistas y los rojos se quedaron cada uno en sus trincheras hasta el fin de la guerra. Aquel hombre también me dijo, aunque yo ya lo había oído muchas veces, que ellos tenían mucha disciplina y mucho miedo de pasarse con los rojos porque alguno que lo había echo le fusilaron a los seres más queridos. Y cuando rompieron los frentes tuvimos el valor cuatro muchachos de ir a por bellotas donde las había que eran entre las dos líneas: la de los rojos y la de los nacionales, como decían ellos, pero nacionales éramos todos. No creo que la nación fuese de unos pocos. Fuimos por la parte por donde esta la Molina de Casto Aparicio y la virgen de la Antigua. Allí vi los hombres muertos que había dicho que sus familiares no sabían donde estaban. Si no, ya que los hombres no los enterraban, hubieran ido sus familiares a hacerlo. Aquellos dos muertos que vimos nosotros cada uno estaba detrás del tronco de un chaparro. No eran de aquella ofensiva, estaban consumidos, estaban entre las dos líneas; a lo mejor se quisieron pasar de un bando al otro y los mataron y por eso no los habrían enterrado. Aquel día me acordé del hombre que estuvo llorando en nuestro chozo, el que tenía que ir a cortar las alambradas; pensé que si le tocó de ir por allí, él no tuvo que cortarlas, porque por allí fueron los tanques los que se cuidaron de hacer aquel trabajo. Estaban las piquetas y los alambres todo echo trizas. Allí había muchas bellotas en el tiempo que era, ya hacía tiempo que estaban en el suelo; así nos ahorrábamos el trabajo de varearlas, pero cuando nosotros llegamos era media tarde, cuando tuvimos hechas las cargas ya era casi oscurecido, nos tuvimos que quedar allí una noche.


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Había muchos milicianos y nos dijeron de donde habíamos venido nosotros. Le dijimos que de un campo que esta mas allí de Hinojosa y se fueron. Al poco vinieron ellos y otro que era un comisario de brigada. Nos dijo “¿vosotros qué buscáis aquí?” Le dijimos todos a coro “bellotas”. Vosotros estáis aquí para iros con los fascistas, nosotros le dijimos que éramos rojos. Nos dijo ya podéis iros para donde esté vuestra familia. Nosotros ya habíamos estado hablando con unos milicianos que están en la Casa de la Molina, eran de Hinojosa, los conocíamos. Le dijimos al comisario que aquella noche nos íbamos a quedar en aquella casa, que había unos hombres que conocíamos, él nos dijo “venid conmigo”, y fuimos a la casa y le pregunto a los que le dijimos que nos conocían. Así nos pudimos quedar aquella noche, que por cierto dormimos pocos. Nosotros teníamos poca comida, porque en casa no pensaban que nos quedaríamos una noche por ahí. Cuando fuimos a la casa después de terminar de coger todas las bellotas, nos dijeron los milicianos “si queréis comer rancho tomad este plato y vais ahí que está la cocina y que os den”. Fuimos y el rancho era fideos de los gordos. Cuando nos pusimos a comer había uno que tenía un estómago de bestia. Cuando empezamos a comer nos decía el muladal (Son las tripas de los muertos que están debajo de los chaparros.). Otro y yo dejamos de comer. Cuando nos acostamos, uno de los que estaban allí de Hinojosa y vio que nosotros no comimos, vino y nos dio un trozo de pan y jamón. Antes de que nos quedáramos dormidos, se liaron a cañonazos por la parte de Monterrubio, eran baterías rápidas, duró mucho rato el cañoneo y ya poco sueño teníamos, ninguno, todos los milicianos estuvieron hablando de por qué se habían liado a cañonazos a aquellas horas. Nosotros callados como ratas y más miedo que vergüenza por haber ido allí, lo mismo estarían nuestras familias, por habernos dejado ir allí. Al otro día, cuando hicieron el desayunó, que fue leche condensada, nos dieron para beber, después nosotros emprendimos el camino para nuestra choza. En aquellos olivares había muchas aceitunas caídas en el suelo; algunas estaban allí del año de antes, pero como que los burros que llevábamos iban cargados, no cogimos ninguna. Cuando llegamos a otra casa que estaba cerca del camino, allí había


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muchos soldados, nosotros les dijimos “salud, camaradas”, alguno nos devolvió el saludo y continuamos nuestro camino. Cuando llegamos al Cerrocuete allí los milicianos que había nos dijeron unos que qué llevábamos, nosotros les dijimos que bellotas, ellos nos dijeron que por allí no había ni una bellota, les dimos un puñado para que vieran que eran bellotas. Nos preguntaron dónde las habíamos cogido, les dijimos que entre las dos líneas. Nos dijeron si les dábamos unas pocas y ellos nos daban una cajetilla de tabaco, nosotros que fumábamos los cuatro por aquello que decían que para ser hombre había que fumar. Les dimos las bellotas que ellos quisieron coger y nosotros fumamos como murciélagos. Nosotros seguimos nuestra marcha. Le echamos el rodeo al pueblo y cogimos la carretera de El Viso. Fuimos al lote que estaba Manolito; en su chozo partimos las bellotas, de allí cada uno nos fuimos a nuestro chozo. Los burros que habíamos llevado, uno era de Manolito y la otra era la burra que teníamos nosotros, la que nos dejaron los del comité cuando nos fuimos a las Picarazas. Ya hablaré de la burra mas adelante. Cuando llegué al chozo en que estábamos me dijo mi madre que cómo habíamos tardado tanto, que ella pensaba que vendríamos el mismo día. Yo le dije “no sabe usted lo lejos que está eso, cuando llegamos allí sólo tuvimos tiempo de coger las bellotas, esta mañana temprano hemos salido de allí, mire que hora es”. Yo traje más de una fanega de bellotas, que de buenas que eran nos comimos nosotros más que los cochinos, estaban un poco duras, pero cocidas estaban muy buenas. Entonces nosotros teníamos la cochina que nos quedó y hacía pocos días que había parido, tenía seis lechones, que eso nos valió un pan de avena como dicen por allí cuando te saca una cosa de un apuro. Esa nos valió a nosotros cuando termino la guerra. Ya lo veremos después. Mi padre seguía en el Guijo, cuando aquella ofensiva, estuvo unos días que no los dejaron salir de donde los tenían; después cuando dieron los fascistas la contraofensiva, como me dijo aquel extremeño y yo lo sabía, cada uno volvieron a las trincheras que tenían y mi padre volvió a venir los fines de semana. El primer día que vino le dijo a mi madre, pero ya delante de nosotros, “esto a sido una venta más y un matadero de hombres”, también le dijo a mi madre “si vienen los fascistas vosotros


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no corráis, quedaros aquí que si a mí me llevan al frente y puedo me paso con ellos”. Pero él no sabía lo que le esperaba… Si no, en vez de irse donde estábamos nosotros y después al pueblo, si no hubiese ido a Francia porqué estaba muy lejos, sí a la sierra. Si hubiese muerto no hubiese sido, como pronosticó la Pasionaria, atado como un borrego. Esto lo puedo escribir hoy por los años que tengo, estoy curado de espantos, si no me pasaría lo que me paso en el año 1943, qué me tuvieron que internar en Córdoba en un psiquiátrico, ya volveré a escribir de ello. Cuando mi padre se iba para el Guijo, yo iba con él y llevaba la burra y lo acompañaba hasta Villararto, desde allí me decía “¡vuélvete, hijo mío”, y él se iba andando hasta su destino. Por eso mi sombra pienso que es la de mi padre, aunque no existe: es él que me viene acompañando; cuando yo muera dejaremos los dos de existir. Un día de venir de llevarlo o mejor dicho de acompañarlo hasta Villararto, en un chozo que había cerca del camino, me empezaron a llamar una familia que había allí, y cuando fui me dijeron “niño, ¿tú sabes leer?”, yo les dije “muy mal”. Me dijeron que si quería leerles una carta que era de su hijo que estaba en el frente y ellos no sabían leer. Allí había un matrimonio mayor y otra mujer más joven que era la madre de dos niños que había allí, uno de diez años y otro de mi edad. Después he pensado que a ellos les harían lo que me hicieron a mi, enseñarlos a rezar y no a leer. Les leí la carta como pude, me dieron las gracias. Esos que ayer nos enseñaron a rezar y no a leer fueron los antepasados de los que quieren libertad de enseñanza, quien no los conozca que los compre. Un día vino la hermana de mi madre, que también se había mudado de sitio y estaban en el lote de Romero, nosotros como había dicho en el de Ropero. Mi tía Antonia le dijo a mi madre: “¡Hermana!, tú no te has enterado de lo que dicen” y ella le dijo “¿qué es lo que dicen?” Mi tía le dijo que los socialistas quieren que se termine la guerra, pero los comunistas no quieren. Mi madre le dijo a un hombre que estaba cerca de donde estábamos (aquel hombre pasaba por allí, era uno de los tanquistas que cuando dieron la retirada volvieron a un cercado que había allí), mi madre le dijo aquel hombre: “mire usted lo que viene diciendo mi hermana, que los socialistas quieren que se termine la guerra, pero los comunistas no quieren”.


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El le dijo: “Señora… los comunistas no tenemos ganas de que termine la guerra, tenemos hambre, pero con el triunfo nuestro y que estos niños no sean unos esclavos de ellos. Yo para mí, si no muero, y mi esposa, no tendremos muchos problemas. Ella es costurera, yo soy mecánico y no tenemos familia”. Aquel hombre era madrileño. Cuánto me hubiese gustado hablar con él si no lo mataron como él decía, con el triunfo nuestro. Pero después de lo que vio en la ofensiva del día 5 de enero de 1939 poca esperanza tendría. Lo que dijo que los críos seríamos unos esclavos no se equivocó, a muchos nos fusilaron los padres y nos hicieron irnos de la tierra que nos vio nacer. La guerra, como decía mi tía, se iba a terminar en las trincheras. La guerra de matar muchas personas duró muchos años. Diré, antes de seguir más, que en la ofensiva del 5 de enero cuando hicieron la retirada, de los rojos murieron muchos hombres, pero si no es por los tanques que hicieron dos filas… los milicianos se tuvieron que venir protegidos por los tanques. Vaya encerrona que les metieron. De la Guerra Civil española 1936-39 se ha escrito mucho y se seguirá escribiendo, de distintas formas y opiniones. No sé si buscando lo que haya de verdad en cada una se podría hacer un rompecabezas de la verdad. Lo que yo quisiera es que ninguna generación ni presente ni futura volvieran a ver una guerra civil, como la que vimos los de aquellas generaciones, ni civil ni de ninguna clase de guerra, que sólo las vean en películas o las lean en libros, yo ya no quiero verlas ni en película. Ya pienso que he leído bastantes libros de guerras, y no pienso leer muchos mas, si cuando termino de escribir esto, si puedo olvidar, que no creo, lo haría de no volver a leer estas atrocidades que hacen los hombres que quieren gobernar a los hombres, que son otros hombres menos inteligentes. El día que les dijeron a los milicianos que había en los frentes que habían entre Hinojosa y Pueblonuevo, los frentes que iban de Extremadura y Andalucía, que la guerra había terminado, que podían irse a sus casas, que pocos pensaron que sus casas iban a ser los campos de concentración, cárceles y muchísimos los cementerios. Yo aquel día me levanté, desayuné, saqué la cochina y los lechones y me los llevé al arroyo para que comieran hierba.


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Después de irme, vinieron dos muchachos, Sebastián y Manolito, que eran con los que íbamos a por bellotas muchas veces. El día que se acabó la guerra (en Hinojosa fue el día 27 de marzo de 1939) venían para que fuese yo con ellos a por bellotas, y como que no estaba en el chozo fue mi hermano con ellos. Ese día fueron para los Tagarrosos, a media mañana se empezaron a sentir tiros por la parte de los frentes, yo me vine al chozo con los cochinos y le dije a mi madre, no siente los tiros que están sonando. Me dijo que sí, y como solo la vi a ella y a mis hermanas, le pregunté dónde está Fulgencio, me dijo que se había ido a por bellotas. Le dije mira que si pasa algo, porque ellos tenían que ir a por las bellotas cerca de los frentes. Mi madre me dijo no les pasará nada. Me volví otra vez con los cochinos al arroyo, serían las doce de la mañana poco mas menos, ya vi venir milicianos, unos campo a través. Llevaban fusiles y cartuchera, algunos, y otros nada. Los primeros que pasaron cerca de mí les pregunte qué pasaba. Que ya habían pasado muchos milicianos. Los primeros me dijeron que iban con permiso, yo no me creí que pudieran ir tantos de permiso y por medio de los campos. Cuando vi venir otros cuantos, me fui hacia ellos y les volví a preguntar que por qué pasaban tantos milicianos, y uno me dijo “se ha terminado la guerra”. Entonces me fui al chozo a decirle a mi madre que me habían dicho los milicianos que se había terminado la guerra. Mi hermano sin venir. Cuando vino nos decía: “hemos visto a los fascistas y nos han dicho que nos viniéramos para nuestra casa. Nos tuvieron parados en una casa donde estaban ellos, y nos preguntaron si habíamos visto pasar a los rojos, nosotros les dijimos que iban corriendo para aquel cerro. También nos dijeron que cuando viéramos venir unos con boinas coloradas y otros con los pantalones muy anchos del culo eran los fascistas.” A los de los pantalones muy anchos del culo decía mi hermano que eran los moros con la chilaba. Encerré a los cochinos y les echamos de comer y no los sacamos más aquel día, y menos cuando a media tarde vimos venir a los fascistas, los de las boinas coloradas y los pantalones anchos del culo como decía mi hermano. Los moros llevaban unos cuantos borregos, parecían pastores, y nosotros pensamos cualquiera deja los cochinos sueltos para que vengan otros y se los lleven. Aunque a los moros les prohiben comer carne de cerdo, a los españoles no. Empezamos a desconfiar de los fascistas, nuestra razón


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tuvimos por lo que nos vino después. Mi madre, cuando vio unos pocos soldados que pasaron cerca del chozo, se echo a llorar. Aquellos eran todos españoles. El sargento que iba le dijo a mi madre: “¿Por qué llora usted señora, si ya se ha terminado la guerra?” Mi madre le dijo “es que está por ahí mi marido y no se si le habrá pasado nada”. Él le dijo “no le ha pasado nada, ya vendrá”. Aquel hombre no se equivoco, mi padre vino al otro día, cuando le dijeron que la guerra había terminado y cada uno se puede ir a casa. El vino campo a través para llegar a donde estábamos nosotros. Todo aquello lo pudo hacer sin que lo cogieran, como cogieron a tantos miles de los que tiraron el fusil y salieron corriendo. A mi padre lo cogieron unos días después, cuando ya estábamos en el pueblo, estando sentado y haciéndole a mi hermana María unas sandalias. Se quedaron sin terminar. Ya diré las próximas páginas quien fue a detenerlo. Yo, la tarde que vinieron los fascistas me fui al chozo de otros muchachos que estaban cerca del nuestro. Uno de aquellos muchachos se llamaba Leopoldo Acedo Barbarroja. Aquel murió con 23 años. Aquel, otro hermano suyo y yo nos fuimos a ver unos milicianos que venían. En dirección contraria a la que habían llevado por la mañana. Entonces ya los traían prisioneros, los traía una pareja de guardias civiles y ellos serían unos 40 hombres. Algunos decían si fuésemos de por aquí cerca nos podríamos quedar por aquí y irnos a nuestras casas. Aquéllos como mi padre y otros muchos no se esperaban lo que les iba a pasar. Aquellos los llevaron a los campos de concentración que hicieron en Valsequillo, la Granjuela y los Blázquez.



CUARTO CAPÍTULO: LA ÚLTIMA CARTA DE MI PADRE (LA POSGUERRA - PRIMERA PARTE) Nosotros fuimos con aquellos hombres hasta la entrada del pueblo. Cuando llegamos allí, a ellos se los llevaron por la redonda que enlaza con la carretera que va a Valsequillo, que allí era su destino. Nosotros cuando, ellos se fueron, nos fuimos por la carretera que entra en Hinojosa que viene de Pozoblanco. Cuando llegamos a una cochera que hay cerca de los lavaderos que le decían la Venta de la Mandanga, porqué había habido allí una taberna. Allí fuimos nosotros, y unos soldados que había de los fascistas nos dijeron que de dónde veníamos nosotros. Les dijimos de los lotes, que allí estábamos en un chozo. Había españoles y moros y un oficial que había nos dio un chusco y una ícara de chocolate. Ellos tenían emisoras y decían que ya estaban los suyos en Almadén del Azogue. Los moros nos pidieron algún sitio por allí que hubiera agua, les dijimos que si querían que nos dieran las cantimploras, que nosotros la iríamos a buscar, que cerca de allí había el Pilar. Pero ellos no quisieron y fueron dos de ellos. Nos dijo un español que eran muy desconfiados, que no los fuéramos a envenenar. Allí estuvimos mucho rato y antes de que oscureciera nos fuimos para donde teníamos el chozo. Los españoles aquellos nos dijeron: “id cantando cuando paséis por donde están aquellos soldados, que hay moros y no vayan a pegaros un tiro, cantad coplas que no sean de la guerra”. Y cuando pasamos por allí cantando los moros nos decían ole. Cuando llegamos al chozo ya era bien oscuro. Mi madre me dijo de donde venís a estas horas, yo le dije que habíamos estado en el pueblo, que nos fuimos con unos milicianos que llevaban presos la guardia civil. “Que os fuisteis detrás de unos hombres me lo ha dicho la madre del Leopoldo. Sois unos enreosos, sin saber la gente que hay por ahí”. Le dijimos hemos estado en la venta de la Mandanga, que allí hay fascistas, nos han dado un chusco y chocolate. No son tan malos como dicen. Los malos no

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fueron para nosotros aquellos soldados. Nosotros les decíamos fascistas; los malos eran los fascistas que eran de Hinojosa del Duque. Al otro día me vinieron a buscar los dos hermanos, que habíamos estado la tarde de antes en el pueblo, para si quería ir otra vez al pueblo. Se lo dije a mi madre y me dijo haz lo que quieras. Nos fuimos con la esperanza de ver los que estaban en la Venta de la Mandanga, pero allí ya no había ningún soldado. Nos fuimos al pueblo. Yo me encontré una carabina que me llevé para el chozo. Cuando llegamos a una era que le decían de Palomo vimos a un hombre muerto en la cuneta. Era un miliciano. Luego nos enteramos que más adelante había más muertos, cerca de la mina del Malacate. Es una mina que ya hacía muchos años que habían explotado, yo sólo la había visto de ir las mujeres a lavar. Los muertos que hubo por allí los enterraron debajo del puente de la carretera que va a El Viso. Ellos eran unos cuantos que le hicieron frente a los fascistas y prefirieron morir antes de que los cogieran vivos. Si ellos mataron a algunos de los fascistas, nosotros no nos enteramos de nada. El que vimos nosotros muerto, lo desenterraron al poco tiempo. Vinieron dos cuñados suyos y los dos hombres que fueron a desenterrarlo, fueron los dos mismos que lo habían enterrado. Los estuvo viendo desenterrar el forense que era Feliciano Gallego, y los dos cuñados del difunto, que uno de ellos también era médico. Por supuesto los muchachos, que siempre les gusta meter las narices en todos los sitios. Aquellos hombres decían: “no sabemos por qué él haría frente. Si a él lo hubiéramos salvado aunque lo hubieran detenido”. Lo desenterraron allí y lo enterraron en el cementerio de Hinojosa. Allí lo habían enterrado como a todos los que habían enterrado sin caja, pero sus cuñados lo enterraron en el cementerio en una caja. El día que me encontré la carabina y me lo llevé al chozo, cuando llegué allí ya había llegado mi padre. Nos abrazamos llorando de alegría como siempre que nos veíamos. Cuando vio la carabina, me dijo tira eso por ahí, que no quiero ver mas fusiles de esos. Yo le dije “papa, dicen que esto es una carabina”; “sea lo que sea, tíralo por ahí”. Lo metí en el hueco del tronco de una encina. Al otro día fue mi madre y él al pueblo para buscar alguno que tuviera un carro y llevarnos al pueblo lo que teníamos en el chozo. Cuando iban llegando al pueblo venía su hermano, el que su


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hijo se fue con los fascistas. Iban él y su mujer. Cuando se cruzaron le dijo mi padre: “¡Hermano, ya están aquí los tuyos. A ver ahora que harán”. Él le dijo “ahí te lo dirán”. Mi padre siguió para el pueblo y cuando llegaron a nuestra casa vieron que la casa no tenía puertas: las habían quemado, y la cuadra la habían tumbado. Aquello lo habían hecho los milicianos. Las casas de los ricos estaban intactas. Los mandos eran fascistas la mayoría. No le iban a hacer daño a los suyos. Mis padres encontraron a uno que tenía un carro de varas y fue el que le llevo las cosas al pueblo. Era el padre de mi tío Casildo. Mientras mis padres estaban en el pueblo nosotros teníamos la cochina por allí cerca del chozo. Mi hermana Carmen, que tenía poco más de dos años, tenía en el bolsillo del delantarillo bellotas, la cochina le pego un mordisco y le rompió el bolsillo, suerte que a ella no le hizo daño. Nuestra casa era la venta de Mal Abrigo, pero si se hubiera quedado sólo en aquello. Pero eso sólo fue el principio de lo que nos esperaba, mi padre hizo con unas cajas de sardinas una puerta para la calle, pero pudo hacer poca cosa más en la casa. En la cárcel del ayuntamiento y el cuartel de la Guardia Civil estaban llenos. Empezaron a fusilar sin juicio, aunque a los que juzgaron después, para qué les servía si los fusilaban igualmente. Mi padre decía esta gente va a meter a todo el pueblo en la cárcel. Mis padres quemaron las fotos de cuando mi padre estuvo en el frente. Pensaba que con aquello ya estaba la cosa arreglada. Cuánto me hubiera gustado de poder tener una foto de sus últimos años de vida. Después le he preguntado a los familiares de los que estuvieron con él en los frentes y nadie tenía fotos. Unos se fueron a Francia y los demás excepto uno murieron como él. El día 3 de abril de 1939, estando en nuestra casa sentado, haciéndole a mi hermana María unas sandalias, llegaron dos soldados y un paisano, era un tal Calderón (a ese pronto lo vengó la naturaleza, no tardo mucho en morir tuberculoso que daba gritos y viendo por toda su casa a los que había él echo matar). Como que la cárcel estaba llena de hombres y alguna mujer, tuvieron que llevar a la gente al cuartel de la Guardia Civil. A mi padre lo llevaron al cuartel de la Guardia Civil, decía que a los que llevaban allí no los matarían. Yo el día que se llevaron a mi padre no estaba en casa. Cuando llegue vi que mi madre estaba llorando y me dijo “hijo mío, ya se han llevado a tu padre a la cárcel. A papa se


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lo han llevado al cuartel, pero dicen que sólo mataran a los de la cárcel”. Como que después no cogían en el cuartel, cogieron el convento de la Concepción. No sólo los rojos hicieron servir los conventos para otras cosas: después de la guerra los fascistas los hicieron servir de prisión. Nosotros le teníamos que llevar la comida a mi padre todos los días. El poco dinero que teníamos del que mi padre y yo dijimos de ahorrar para comprar una fanega de tierra, anularon los billetes y solo valía la plata y el cobre. Nosotros vendimos dos lechones y con el dinero que nos dieron empecé yo a ir a Monterrubio a por pan. Fuimos dos muchachos y yo, los muchachos eran Gregorio García y su primo Sebastián. El primer día pudimos comprar el pan que quisimos, nos costaba 45 céntimos el Kilo, nosotros lo vendíamos en Hinojosa a 60 céntimos. Con lo poco que ganábamos teníamos pan para nosotros. En Hinojosa tardaron bastante tiempo en dar pan de racionamiento. El segundo viaje que hicimos sólo nos daban dos panes a los forasteros en cada panadería. Nos dijo un panadero “si me vendéis las angarillas [Es lo que le ponen a los burros en el lomo para poder desplazar cántaros, pucheros etc. Son de madera y flejes de chapa] os vendo el pan que queráis”. Le vendió Sebastián las angarillas que eran suyas, la burra era mía. Él decía que como que no tengo burro ni burra, para qué queremos las angarillas. El panadero nos dejó unos sacos para traernos el pan. Por allí no fuimos más a por pan. Mas tarde iría yo a Monterrubio. Un día vino mi tío Casildo a mi casa y le dijo a mi madre que había quien iba a Azuaga a por pan, que si quería que fuésemos él y yo. Dimos unos cuantos viajes a por pan (de Hinojosa a Azuaga hay unos 60 km) salíamos de Hinojosa por la mañana y teníamos que hacer noche por el camino. Madrugando llegábamos al otro día al mediodía, teníamos unas cuantas horas de camino. Para allí íbamos montados en las burras, cada uno llevaba la suya. Uno de los viajes que hicimos, cuando quedaba poca luz del día, quería mi tío Casildo que nos quedásemos al pasar Balsequillo, a pasar la noche en un caserón que había, hecho polvo de la guerra. Yo le dije “¡Aquí cualquiera se queda! Hay muertos por todos sitios a medio enterrar y se los están comiendo las liebres y los cochinos”. Él paró su burra y yo no me paré, cuando vio que yo seguía me dijo “espérame


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que yo también me voy”. Llegamos al pueblo a medianoche. Otro viaje que hicimos cuando veníamos era el 23 de junio de 1939, Cuando veníamos entre Valsequillo e Hinojosa me dio una corazonada. Yo venia pensando si mi padre se hubiera escapado de la cárcel y viniera por aquí le diría “papa, coja unos panes y váyase por ahí para que no lo maten, que ya han matado a muchos”. Ese pensamiento lo lleve todo el camino. Cuando llegué a casa al verme mi madre me dijo “hijo mío, a papa lo van a matar, le han echado pena de muerte, al tito Nicasio también”. Otra vez que veníamos de Azuaga de por el pan, cuando llegamos al pueblo ya habían dado pan de racionamiento y nadie nos compró el pan; tuvimos pan para nosotros y algunos se nos pusieron mohosos. Matamos un cochino para llevarle a mi padre la comida, esto era cuando estaba en el cuartel de la Guardia Civil, y cuando ya no quedaba nada más que el rabo del cochino se lo echó mi madre a mi padre en el cocido y cuando vio mi madre a mi padre (algún día al mes los dejaban ver) le dijo mi padre “¿habéis matado algún lechoncillo?”; mi madre le dijo “¿ahora te enteras?”. Él se llevo los dedos a la boca diciéndole “chitón”. Se habían comido la carne que le mandábamos los carceleros, que allí eran soldados, los que entraban las cestas de las comidas a los presos. El día que se llevaron a mi padre del cuartel a la cárcel fue la última vez que lo vi. Cuando trajeron a mi padre a declarar al ayuntamiento lo traían dos soldados; venía con otro, los dos esposados. Yo cuando los vi me fui detrás de ellos, no muy cerca, le quería decir papa. Pero del miedo que tenía se me que quedo el papa en los labios y no me pudo oír. Él iba con la cabeza bajada, lo contrario que nos decía a nosotros en una carta (la escribiré luego) que nos mandó de la cárcel, los entraron en la cárcel, yo me fui a un banco que había entonces en la plaza. Me quedé allí a ver si lo volvía a ver. Lo volví a ver cuando lo bajaron de la audiencia, pero él tampoco miró para la plaza. Ese es el último recuerdo que tengo suyo. Voy a decir el último día que hablé con él, que fue en el cuartel. Allí fui un día a pedir que me dejaran ver a mi padre, que le tenía que decir una cosa. Estaba hablando con su hermano Flugencio, cuando lo vi le dije al soldado que estaba de puertas “ese es mi papa”. Había un mostrador, mi padre estaba por


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dentro y mi tío por fuera, me dijo el soldado pasa y dile lo que sea y sales enseguida, lo que le dije es que si quería que vendiésemos un cochino, el me dijo haced lo queráis, como si yo no estuviera. Yo todavía no había cumplido los quince años, pero si me hubieran cortado un brazo no lo hubiera sentido tanto, me eche a llorar y él me dijo, no llores hijo mío. Nos dimos un abrazo y un beso y yo me fui llorando a mi casa. Él se quedo hablando con su hermano, pienso que con el corazón echo polvo, Mi padre tenía dos hermanos y una hermana. A mi tío Miguel no lo miento casi nada porque no estaba en aquellas fechas en el pueblo, estaba en uno de los muchos campos de concentración que había. Yo cuando llegué a mi casa le dije a mi madre que el papa estaba hablando con el tito Flugencio, a ver si el tito quería hablar con el que le puso la denuncia y lo echaban de la cárcel, pero como he adelantado no fue así. Le pegaron muchas palizas cuando lo cambiaron del cuartel a la cárcel. Las camisas que le mandaba a mi madre estaban llenas de sangre, eso me lo ha dicho mi madre que ya he sido grande. Cuando ya no le pegaban tanto le devolvían una camisa dos o tres veces sin ensuciarla, mi madre piensa que a lo mejor le mandaba alguna carta en alguna costura de la camisa, yo pienso que a lo mejor de las palizas que le dieron no se las podía poner. Después cuando lo llevaron al convento, fue cuando por medio de una vecina, Anita Ruiz (que tenía también su marido preso y un cuñado, los dos fueron fusilados como mi padre); la Anita le dijo a mi madre: “Me ha dicho José (que era su marido) que mires en el culo del cesto, que te va a mandar Agapito una carta”. Así llegó al poder de mi madre. Cómo estarían aquellos hombres el tiempo que estarían escribiendo y si los hubiesen pillado les hubiesen adelantado su existencia, y como dije que escribiría la carta de mi padre, así empieza: Querida Petra: Si estuviste en mi juicio estarás enterada de los que me han puesto las denuncias, que son Pablo Calderón y Fernando, el que está de carcelero, pero tu bien sabes que te lo he dicho yo muchas veces que vi al pobre Pepe muerto y lo que yo lo sentí, fíjate que ahora dicen que lo había matado yo. Pero Dios está en el cielo y a cada uno le dará lo que se merezca. Tu háblale bien y si a mí me matan puedes llevar la cabeza en alto, porque he tenido la suerte


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de no ser criminal. Fililberto, sé muy bueno con tu madre y con tus hermanos, trabaja para ellos y véngame si puedes algún día, igualmente te lo digo a ti Fulgencio, sed buenos con todos pero venga algún día si puedes a tu padre, que lo han hecho mucho sufrir. María tú sé también muy buena y honrada, te lo pide tu padre, y tú Carmelilla llegarás a ser grande, te digo lo mismo. Petra tu también sé honrada y buena con tus hijos, te lo pido que seas tan buena que lo seas como lo has sido siempre. Yo si me matan voy con mi conciencia tranquila de no haber matado ni haber hecho padecer a nadie. Dale muchos besos a nuestros hijos y ten mucha resignación con este que te lo pide tu Agapito que os quiere mucho a todos. Adiós Petra de mi alma, hijos de mi alma, sed buenos todos y si me matan yo no he matado a nadie, vengadme algún día si podéis. Adiós a todos.


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[fotocopia de la Ăşltima carta de mi padre, escrita en la cĂĄrcel el 5 de noviembre de 1939]


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[La señora que está a la derecha, Anita Ruíz, vecina nuestra, fue la que nos dio para comer muchas veces, y ella fue la que le dijo a mi madre donde tenía que mirar para encontrar la carta que mi padre mandó de la cárcel. A su marido lo fusilaron el día 27-3-1940; dejó un hijo de poco más de un año: es el que está detrás, en la foto; se llama Joseíto. Su señora, Carmen, es la que tiene a su primer hijo en brazos; después tuvieron dos hijas gemelas. En la actualidad viven en Cerdanyola del Vallés (provincia de Barcelona), donde fue tomada la foto el día 5-6-1969] Como he dicho, en Hinojosa había el Ayuntamiento, que allí hubiera sido lo natural dentro de la injusticia que hacían de haber juzgado allí a los presos, pero había en Hinojosa (ya se murió en 1988: ya tuvo tiempo de disfrutar el daño que hizo) el primo de mi primo Justo, quien pidió que los sentenciaran en su casa, que es un bar y arriba hacían baile, en la sala que hacían el baile, aquello lo hicieron servir para audiencia. Y después que fueran los hijos de los que habían sentenciado


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a muerte yo nunca fui a aquel local, pero había mujeres que le decían a sus hijos no id a Cal Gato que allí sentenciaron a tu padre a muerte. En el año 1985 me enteré yo quién era el que tocaba el organillo, me lo dijo la hermana de mi primo Justo, que iba su primo a buscar a su hermano para que fuera a tocar cuando hacían baile, el primo de mi primo se llamaba José, le habían matado a su padre y dos hermanos, los que estuvieron en la azotea, como ya dije el día que iban a venir los de Pueblonuevo. Tendría su remordimiento, pero como que no fue capaz de perdonar como después le perdonamos a él, vengo a sus muertos, pero además de poner su casa de audiencia quería matar a todos los que le hubieran matado algún familiar. O sea a todos los rojos como decían ellos. Yo y todo el que lo quiso ver pudo ver la zanja que hicieron en el cementerio. Los presos mandados o forzados por él y otros más, pero el fue el que sonó. Fue el verdugo numero uno pegándole a los presos. No me gusta que maten a nadie pero si ese se hubiera muerto poco hubiera perdido el pueblo. La gente de Hinojosa en aquellas fechas no dormíamos tranquilos; había familias que se iban a dormir a fuera, como en la guerra, por eso he dicho más de una vez que la guerra no se terminó en 1939, sino muchos años después de la segunda guerra mundial. Nosotros en ese tiempo nos quedamos en casa, y un día que fui a Monterrubio a buscar gomas me encontré una bomba de piña, ya quedaban pocas. La guardé en mi casa en el doblado, que era donde dormíamos mi hermano y yo. Le decía a mi madre “si llaman a la puerta de noche y son los fascistas que vienen a matarnos, usted no abra la puerta, yo le tiro la bomba y si podemos matarlo y luego que nos maten los otros a nosotros si quieren”. No hicieron aquello gracias al teniente de la Guardia Civil, que era uno de los pocos hombres buenos que había en aquellas fechas y se lo impidió. No sé cómo se llamaba aquel hombre, pero lo felicito de todo corazón. Si supiera donde estaba iría a verlo algún día pero como no lo sé lo vuelvo a felicitar, por haber podido un hombre con tanta fiera sedienta de sangre de sus paisanos. Si no, Hinojosa hubiera sido mas odiada que Alemania o los campos de exterminio. Voy a retroceder a los primeros días que se terminó la guerra.


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QUINTO CAPÍTULO: MÁS MUERTE (LA POSGUERRA - SEGUNDA PARTE) A los pocos días de meter a mi padre en la cárcel vinieron a mi casa dos señoritas o dos putitas, que no sé qué nombre les cuadrara mejor a esa clase de mujeres. Le dijeron a mi madre y a una vecina nuestra, la Encarnación la del Ramo, que se fueran con ellas, que le iban a limpiar la casa. Ellas pensaron iremos y podremos ganar algún dinero. Mi madre no estaba muy convencida de ir, le dijo “yo no sé qué hacer porque tengo mis niñas que son muy pequeñas para que se queden solas.” No era que venían para darle un jornal, era que tenían que ir por la fuerza: como a otros se los llevaban a la cárcel, a ellas se las llevaron y las tuvieron una semana haciéndoles ir de la mañana a la noche fregando y barriendo la casa que tenía mierda del año que se la pidieran. No les dieron ni una peseta ni la comida, lo que les dieron fue que todo el día estaban diciendo que se creían los rojillos que iban a ganar la guerra y nosotros nos íbamos a morir de hambre, pues hemos comido mejor que ellos. Ya murieron hace años, les decían las Pericas; con toda su riqueza y toda su soberbia, y mi madre que ya tiene 85 años hoy vive mejor que ellas. Nadie la tiene que maldecir como lo hacían con ellas mucha gente. Ya hablaré mas adelante de mi madre y mis hermanos. Voy con otro señorito, como le dicen allí a los que tienen cuatro perras, o cuatro duros para entendernos mejor; de sinvergüenza tenían más que de otra cosa. La burra que nos dieron los del comité en la guerra, salió un tal Vizcaíno diciendo que era suya; un día vino a nuestra casa diciendo que la burra que teníamos nosotros era suya, y como que nosotros a todo teníamos que decir amén, lo único que le dijimos que nos la dieron, que no sabíamos si era suya o no. Dijo que era suya. Mi madre le dijo llévatela, no podíamos decir otra cosa. Él me dijo: “voy a hacer un trato contigo”, yo le dije “¿Qué trato quiere hacer usted conmigo?” “Como que tú vas de viaje con la burra”, ¡venía bien informado!, me dijo: “Tú me echas unas cargas de agua, el día que quieras, luego vas otro día de viaje y te quedas tú con la burra.” Yo

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vi el cielo abierto, todavía tenía la cabeza llena de hipocresías, era muy creyente. Mi padre se fue con eso si le sirvió de algún consuelo en las noches de sufrimiento, bien le fue. Yo ya pude sacármelo de la cabeza. Lo que me lío el hombre de la burra. Fui un día, le eche tres cargas de agua, me hacía que le entrara los cántaros de agua al patio y las vaciara en unas tinajas que tenía. Cuando terminé le dije “ya me avisará el día que quiera que le llene las tinajas”. Me dijo “tú vienes todos los días por la mañana, el día que las mujeres no tengan que lavar sólo echas una carga”. Yo le dije “¿Y el día que tenga que ir de viaje cómo voy a venir?” “El día antes llenas todas las tinajas y dejas los cántaros llenos”. Así lo hice un poco de tiempo, hasta que me tuve que decidir, con mucho miedo pero tuve que hablarle. Le dije: “yo tengo que hacer otra cosa para ganar algún dinero para poder comer nosotros y llevarle a mi padre la comida a la cárcel.” Al tío no se le ablandó la conciencia para haberme dicho toma un pan y algunos garbanzos, yo negro como estaba le dije: “tenga la burra que no quiero más la burra, que nosotros no tenemos ni para comer nosotros, cómo voy a echarle agua a usted y darle de comer a la burra, si nosotros ya no tenemos paja siquiera, y tendré que hacer otra cosa para comer nosotros”. Él me dijo que él tampoco tenía, y me dijo “si no tenéis comida para la burra llévala a las eras y que coma lo que encuentre”. Por ahí se murió la burra de hambre como muchas personas se murieron de hambre en Hinojosa. Cuando se le hinchaban los párpados a las personas de cuarenta años para adelante se morían. Nunca se habían visto llevar tres o cuatro juntos de los que morían de hambre. Yo cuando me quede sin burra, en el tiempo de las naranjas empecé a vender naranjas otra vez por las calles. Ahora ya era a Kilos, no a docenas como antes. Con aquello iba sacando algún dinero, mi hermano era el que se encargaba de sacar los cochinos, que ya pesarían unas tres arrobas, los tenía un día por debajo de nuestra casa, en la casa de Farruco, que era una de las casas que bombardearon un día 22 aviones. En aquella casa había hierba y por eso los llevaba mi hermano a comer. Mi hermano, mientras, vino a casa un momento; cuando volvió con los cochinos le habían quitado un lechón. No pudimos saber quién fue, a lo mejor le hacía mas falta que a nosotros, si fue así, estuvo bien. Todavía nos quedaban dos y la cochina, que era la madre de los lechones. Tuvimos que vender otro, y cuando


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fue el tiempo de la matanza, matamos el otro. Cuando salió la cochina brotada estaba el tiempo lluvioso, pero no podíamos dejarla que se le pasara el tiempo de llevarla al macho. Tuve que ir al Lote de Noguero, que había un vecino nuestro de porquero, que le decían Sargentillo, se conocía mas por eso que por su nombre. A él tampoco le sabía mal que se lo dijeran. Cogí una mañana, fui al Lote, vaya mañana de lluvia. Las personas aguantamos más de lo que parece. Además de lo que estaba lloviendo, cuando llegaba al arroyo de la Jesa, llevaba una avenida de agua que daba miedo el pasarlo. Yo le daba la cochina para que pasara y por fin pasó. Cuando yo me disponía a meterme en el arroyo vi venir a uno con una yunta de mulas y me dijo que me montase con él en la mula, pasamos el arroyo y cuando la mula vio la cochina pego un resoplido y la cochina se volvió al otro lado del arroyo. El hombre me dijo “yo me voy, no sea que si volvemos a pasar se asombren las mulas y nos echen al arroyo.” Me tuve que volver y pasar la cochina como pude. Una cajetilla de tabaco, que era lo que daban a los porqueros por echar el macho a las cochinas. Me la metí en una boina que tenía puesta, y eso fue lo que no se mojó. El agua me llegó a mí al pecho. Cuando llegamos al Lote de Ropero, antes de llegar al arroyo del Tocón, allí había una piara de cerdos, entre ellos había un macho que parecía un pollino, se aparto la cochina del camino cuando se dio cuenta del macho, el se vino corriendo a ella, echaron un polvo que estuvieron un cuarto de hora, después la cochina echaba cuajarones de leche por la chocha. Yo pensaba no se va a quedar preñada porqué se le salía todo lo que le había echado el macho. Ya que estaba cerca fui donde estaba el Sargentillo con sus cochinos, tuve que pasar el arroyo del Tocón, pero aquel no llevaba tanto caudal. Cuando me vio llegar aquel hombre me dijo: “¿Cómo has tenido valor de venir con este tiempo?” Le dije “¡Para que no se le pase la fiebre!” También le dije que la había cogido un berraco que estaba en el Lote de Ropero. Pero como que se lo tenía dicho a él que cuando la cochina estuviera con ganas de macho la llevaría donde estuviera él, por eso no me quise volver. Yo cuando digo una cosa me gusta cumplirla. Él me dijo: “déjala ahí con los cochinos a ver si la coge el macho otra vez, aunque con una sola vez ya quedan preñadas”. Dejamos la cochina con


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los otros, recogimos leña, me hizo fuego y me sequé la ropa puesta. Le di la cajetilla de tabaco. El me dijo “no me tenías que haber traído la cajetilla de tabaco”. Cuando el macho suyo volvió a coger la cochina, le dije me voy, ya va siendo la hora de la merienda, no pensaba echar tanto tiempo y no he traído nada para comer. Me dijo “ya es hora de merendar, quédate y come conmigo”. Cuando acabamos de merendar le di las gracias y me fui para el pueblo. Cuando llegue al primer arroyo ya habían bajado las aguas, lo mismo cuando llegue al otro. No obstante el agua me llegó a la cintura. La cochina pasó nadando como siempre, quedó preñada. Y cuando parió ya habían fusilado a mi padre. Cuando los lechones tenían 10 o 12 días mi hermano estaba con la cochina dándole de comer. La tenía en la cuneta de la carretera de El Viso. Cerca del arroyo de la Jesa. Un coche que sería el único que pasó en todo el día por allí, le dio un trompazo en el vientre y la reventó. Íbamos de mal en peor. El del coche paró, le dijo: “niño, ¿cómo se llama tu padre?” Él le dijo “a mi papa lo han matado”. Los dos hombres que iban en el coche se fueron. Uno que paso por allí, que venía al pueblo, fue a mi casa y nos dijo lo que le había pasado a mi hermano con la cochina. Yo fui corriendo, cuando llegué me dijo mi hermano: “la cochina estaba comiendo en la cuneta y tenía medio cuerpo para la carretera. El coche en vez de irse para el otro lado le dio a la cochina, pero no tiene sangre, estaba reventada por dentro.” Mi hermano decía “no tiene sangre, está asustada, no quiere comer”. Nos fuimos a casa. Cuando llegamos le dio de mamar a los lechones, la tuvimos dos días y no comía. Los lechones mamando, la tuvimos que vender a unos carniceros que también nos la pagaron más barata de lo que iba. De los lechones, criamos dos con leche y los otros los tuvimos que matar. Si no, con lo que nos dieron por la cochina no hubiésemos tenido ni para comprar leche para ellos. Hacía pocos días que habían matado a nuestro padre, nos quedamos sin lechones y sin cochina. Si aquellos canallas nos hubiesen fusilado a todos como quiso “el Gato” poco hubiésemos perdido. Pero con el tiempo ha cambiado la vida, hoy siendo mayores apreciamos más la vida y nos hemos ido enterando de que han ido muriendo aquellos criminales. Voy a poner la fecha en que fusilaron a mi padre y seis


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hombres más, entre ellos mi tío Nicasio, fue el día 10 de noviembre de 1939. Dos días antes de fusilarlos, se los llevaron a Córdoba. No sé por qué querrían fusilarlos en Córdoba, cuando el día 1 de noviembre de 1939 fusilaron a 22 en Hinojosa del Duque. Lo harían ese día para que sus familiares tuvieran presente esa fecha y ellos como que eran tan católicos celebraron el Día de Todos los Santos así. En Córdoba les dirían que allí ya habían matado demasiada gente y que lo hicieran en su pueblo, que ya sabían como se hacía. A mi padre unos días antes de estallar la guerra lo salvó el Dr. Romera para que lo echaran a su pueblo porqué iba a estallar la guerra, después de acabarla tampoco quisieron matarlo allí. Lo tuvieron por ahí dos días sin comer ni beber, y dándole buenas palizas. No querían que se fueran a la tumba sin antes hacerles padecer más que lo que le habían hecho. En aquella fecha mi madre estaba en la cama con fiebre, tenía disipela, tenía toda la cara hinchada. La hermana de mi padre, vino a mi casa enseguida que se enteró a decirle a mi madre que los que se llevaron a Córdoba los habían traído, era ya anochecido y la gente que los vieron bajar del camión, era la gente que les había llevado la comida a los presos, esos fueron los que vieron que mi tío Nicasio tenía sangre en la boca. Preguntaron los soldados si había allí algún familiar de Nicasio Erruzo. Porqué él pedía a ver si su familia le podía llevar un poco de leche porque del daño que le hicieron no podía comer. Mi tía cuando se enteró fue a llevársela, y cuando llegó le dijeron que no se podía entrar hasta mañana. Todavía no ha llegado el mañana que él se tomase la leche. El mañana que tuvieron él y seis más, entre ellos mi padre, fue que los fusilaron a primera hora de la mañana, como lo hacían siempre. Ese fue el desayuno que nos dieron durante mucho tiempo: el sentir de las descargas de los que fusilaron en Hinojosa, había soldados de infantería, caballería y legionarios para vigilar los presos y para que el pueblo no se moviera, aunque poco nos podíamos mover porqué los que lo podían hacer estaban presos y los niños y mujeres cagados de miedo. Si no con tanto material de guerra que había por aquellos campos se podía haber liado en Hinojosa otra revolución. A los que iban a


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fusilar, para hacerles las últimas horas que les quedaban las más amargas de su vida iban los buenos curas y les decían: “confiesa hijo mío, que Dios te perdonará lo que los hombres no te han perdonado”. Para qué iban con esa tontería si los hombres que no los perdonaban era ellos. Cuando se subían a los púlpitos decían que había que quitar la fruta podrida para que no pudriera a las otras, ellos qué eran. Mi padre, que era muy creyente, cuando ya lo tenían puesto en las tapias del cementerio lo tenían atado con su cuñado, cuando el cura le quiso dar a que besara el crucifijo le tiro una patada que si le hubiese pillado los testículos se los hubiera hecho agua. Suerte tuvo el cura que mi padre estaba sin zapatos, los había dejado en la cárcel para que los tuviésemos nosotros. Yo fui el que me los puse, los tenía que haber guardado de reliquia, pero no tenía talento para hacerlo ni zapatos que ponerme. La patada que le tiro mi padre al cura lo sé yo por uno de los soldados que fue a fusilarlos (venía a pasear con una muchacha que vivía cerca de nuestra casa) me dijo que no dijera nada que era una gente muy mala la de Hinojosa, y si se enteraban sus jefes lo fusilarían a él también. Mi tía Evangelista estuvo toda la noche que los trajeron de Córdoba deambulando por el pueblo. A mi casa vino varias veces, pero a mi madre, como que estaba enferma, no le quería decir nada de que habían traído a mi padre. Decía que sólo habían traído a su marido y otros pocos. Ya se había corrido por el pueblo aquella noche que los que habían traído de Córdoba los iban a matar por la mañana. Mi tía, aunque decía que a mi padre no sabían si lo habían traído, cualquiera pegaba ojo aquella noche, como otras tantas noches nos había pasado, cuando nos enterábamos de que al otro día iban a matar a alguien. Mi tía vino tres o cuatro veces a mi casa aquella noche y siempre llorando, una de las veces mi madre también se echó a llorar, y yo le decía no llore tanto que se va a poner usted mas mala, ella sin pensar que tenía cuatro hijos pequeños (yo era el mayor, tenía 15 años). Dijo mi madre: “a ver si me muero yo también y no veo más a esos criminales”. Mi tía, que no estaba tranquila en ningún sitio, se fue otra vez. Si mi madre no hubiera tenido tanta fiebre seguro que se hubiera ido con ella. Mi tía la última vez que se fue de mi casa estuvo merodeando por las


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calles cercanas a las monjas de la Concepción. Allí era donde tenían a los presos. Ella vio cuando vino el cura y su acompañamiento que iba a confesar a los que iban a fusilar. Ella se acerco a una puerta, el dueño que la vio le dijo “vete de aquí, que no quiero compromisos”. Mi tía se fue calle Tinteres arriba, se paro en la puerta de una casa, desde allí vio cuando vino un camión. Esperó hasta que se fueron con el camión, se fue a su casa que estaba cerca, ella vivía en Camino Sevilla, cuando llegó a su casa sintió la descarga de los fusiles que les segaba la vida a siete hombres, entre ellos su marido y su hermano. Nosotros también sentimos las descargas, mucha gente del pueblo, los que tenían presos, que eran muchos. Esos estaban como nosotros, siempre con el corazón temblando. Porque aquellas descargas podían matar a alguno de sus seres queridos. La hora que hacían los fusilamientos era alrededor de las siete de la mañana. Nosotros no sabíamos si habían matado a nuestro padre o no. Cuando fue la hora de llevar el desayuno a los presos, dijo mi hermano: “Yo voy a llevarle la comida a mi papa. Cuando llego a la cárcel le dijo al que entraba la comida, le traigo la comida para si han traído a mi papa de Córdoba”. Le preguntaron “¿Cómo se llama tu papa?”, les dijo “Agapito Jurado Perea”, le dijeron “espera un poco”. Le sacaron el colchón y una de las dos mantas que tenía nuestro padre, porque la otra se la quedaron ellos. Los zapatos que dejó para sus hijos, que como dije se fue descalzo. El único que se alegró de que fuera descalzo fue el cura que le quiso dar el crucifijo a besar. Como sería aquel cura tan sinvergüenza, que a un hombre que está puesto en las tapias de un cementerio, esperando que lo fusilen injustamente, que deja a cuatro hijos pequeños y su esposa, quiere un cura que bese un crucifijo. Si existiera el Dios que ellos dicen no les dejarían hacer esas injusticias en nombre suyo, fulminaría a esos hipócritas. Cuando le dieron a mi hermano las pertenencias que tuvo mi padre en la cárcel, le dijeron “¿Por qué no ha venido tu madre?”, él les dijo que estaba enferma. Él tenía sólo doce años, ya sabían lo que le habían hecho a su padre, cuando le daban la ropa a la gente es porqué no le hacía falta al que había estado preso, ya lo habían matado. Cuando mi hermano llegó a nuestra casa, mi madre con la fiebre que tenía se levanto y nos dijo: “Estos canallas os han dejado sin padre”.


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Mi hermano se salió a la calle y se fue por ahí, mi madre también se salió al medio de la calle, se puso gritando y diciendo todo lo que se le venía a la boca, de aquellos verdugos de aquel pueblo, no quedó una palabra de las que se merecían que no le dijeran. Las vecinas, cuando las sintieron, una le decía “Petra, quédate en tu casa que te vas a poner peor”. Ella le dijo: “a ver si me muero yo también”. “No digas eso ni en broma, que tienes tus hijos, que les haces mucha falta”. Otra le dijo “¡Cómo te sientan lo que estas diciendo!” Ella dijo “que me sientan esos criminales”. No decía nada más que la verdad. Yo también le decía, “mama, métase en casa”. Cuando ya estaba que no podía con su cuerpo se metió en casa; me dijo “¿dónde esta el Fulgencio?”, que era como le decían entonces por su padrino, él se llama Ambrosio. Yo le dije a mi madre “se ha salido a la calle, cuando vino con la ropa del papa y no sé donde estará, la dejó ahí y se fue”. Cuando vino él también venía llorando, le dijo nuestra madre: “han matado al papa y tú por ahí”. Lo que no podíamos nosotros figurarnos era dónde había ido. Había ido al cementerio. Le dijo a nuestra madre: “he estado en el cementerio para ver si era verdad que han matado a papa, y lo podía ver”. Le dijo: “mama he visto la sangre de los que han matado, pero el sepulturero, cuando iba a saltar las tapias (porque la puerta estaba cerrada) dijo: niño, ¿que haces ahí?” Él le dijo “han matado a mi papa y lo quiero ver”. Le contestó “a tu papa no lo han matado”. Él se vino llorando. Yo también fui por la tarde al cementerio, pero lo que pude ver, fue lo que había visto mi hermano. La sangre coagulada de los siete que habían fusilado aquella mañana. Parte de ella era la de mi padre y la de mi tío Nicasio. También cogí unos casquillos de las balas que habían matado a aquellos hombres. Yo vi muchas veces la sangre de los que fusilaban. Yo cuantas veces había llorado en aquellas tapias, donde los fusilaban. Un día de los que fui había allí otro muchacho que también habían fusilado a su padre. Me dijo “mira qué casquillos de bala me he encontrado ahí. Las podemos guardar y si un día podemos que nos las llenen estas balas y matar a los que han matado a nuestros padres”. Yo le dije que el día que habían matado a mi padre, me había encontrado


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unas cuantas y las tengo guardadas en casa. Si un día podemos haremos lo que tu dices. Aquel muchacho me dijo: “A los que tenemos que matar el día que podamos, será a los que les han puesto las denuncias. Los soldados no tienen culpa, ellos vienen porque les hacen venir a la fuerza”. Aquel muchacho, su familia, que sería quien se lo habría dicho, pensaban mas que yo, porque yo sólo pensaba en tonterías que me habían metido en la cabeza y no hacía nada más que rezar para que Dios llevara a mi padre a la gloria. Pero como yo digo, si hubiese ese Dios, donde tenía que haber estado mi padre era criando a sus hijos y no en el cielo. Había un cura en Hinojosa que decían que era muy bueno, se llamaba Juan Jurado, era pariente de mi abuelo Tomás. Llegó a ser una persona relevante, estuvo en Córdoba, no sé que cargo tuvo dentro de la Iglesia. No sé para quien sería bueno. Las acciones que yo sé de él más bien son de un verdugo como tantos colegas suyos. Mi madre me ha dicho, cuando yo he sido mayor y le pregunté que si no podía haber mirado si alguien podía haber salvado a mi padre, me dijo que había hablado con varias personas, entre ellas con el tal Don Juan Jurado. Cuando fue a su casa se hincó de rodillas delante de él pidiéndole que hiciera algo para que no mataran a nuestro padre, él le dijo vete de aquí, y la echó a la calle. Ese era el bueno, y los que nos tenían dicho que fuésemos buenos para ir a la gloria. Pero para ellos la gloria la quieren en la tierra. Y los demás que hiciéramos lo que pensaban sus cabezas. A la Carmen Aranda Caballero la fusilaron estando embarazada de seis o siete meses. Cuando la iban a confesar para fusilarla le dijo al tal don Juan que la dejaran hasta que tuviese lo que tenía en el vientre, que si ella era culpable de algo, lo que tenía en el vientre era inocente. El cura le dijo besa esta cruz que morirás santa. Ese era también el que nos decía desde el púlpito que a los que mataban eran manzanas podridas, y para que no pudrieran a las demás había que hacerlo. Yo cuando iba a los sermones pensaba: “¿Será verdad lo que dicen los curas, que son muy malos y por eso los están matando?” Después, cuando he sido mayor, me he dado cuenta, pienso lo que hicieron, fue quitar la fruta buena y nos han hecho durante tantos años vivir entre la fruta podrida. Suerte que el tiempo ha sido nuestro vengador y ya se han muerto casi todos aquellos verdugos. El día que mataron a la Carmen Aranda los


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soldados no podían articular ni palabra de lo que querían que hicieran, no querían tirarle a aquella mujer de la forma que estaba. Fernando el carcelero, que fue como dijo mi padre en la carta uno de los dos que le puso la denuncia, ese le dijo a los soldados: “¡Quitad de ahí, maricones!” Él fue el que con una pistola la mató. Después de muerta, la criatura, por lo que dijeron los soldados, daba saltos en el vientre de su madre, hasta que muriera. A la madre la enterraron muerta, a la criatura viva. Yo me pregunto una y mil veces cuando siento que matan a alguien, que cómo puede haber gente con tan malos instintos. Cuando siento que el aborto de pocos días del embarazo es un crimen, ellos han hecho eso, matar a mujeres embarazadas, que hipócritas son. Aunque ya ni ellos, los que quedan de aquellos, ni sus sucesores, quieren ser culpables de ello. Que hubiesen pensado lo que hacían antes de hacerlo, cuánto más le hubiese valido a ellos y a los demás si no hubieran hecho aquellas atrocidades. El tal Fernando también tuvo que emigrar del pueblo, por lo que me dijeron se fue a Madrid y murió de un cáncer en la boca. El marido de la mujer que él mató embarazada, Salcedo Leal (tenían ocho hijos) se escapó de la cárcel y lo mataron en la sierra. Tres hijos suyos (Juan, Manuel y Evaristo) murieron en el frente. Y Paco, que era de la quinta de 1946, cuando se lo llevaron a Córdoba para que hiciera la mili, en vez de ir a defender a los verdugos que mataron a sus padres y hermanos, se fue a la sierra y lo mataron también. De esa familia quedaron los más pequeños, tres varones y dos hembras, también les quitaron la casa de sus padres. El Paco desde Córdoba se fue a la sierra con otro que le decían “Chispas”. Después cogieron al “Chispas” la Guardia Civil y delató al Paco. Estando herido le decía a los guardias civiles “no tirad que me entrego”, los guardias civiles, cuando se entregó, la cura que le hicieron fue terminarlo de matar. Por eso digo que “el Gato” no fue capaz de perdonar porque le mataron a tres de su familia. El tiempo que vivió, ha visto que los hijos del “Perdigón”, que así le decían a Salcedo, han perdonado. De su casa le mataron seis, cuatro hermanos, sus padres y un hermano que tampoco pudieron ver nacer. La venganza que han hecho los hijos del “Perdigón” ha sido hacer un monumento donde piensan que están sus


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padres enterrados, y como ellos todos perdonamos, para que volviera la democracia, que ellos murieron a manos de los que la quitaron. Yo fui el que propuse que hiciéramos un monumento en nombre de todos los que habían matado algún familiar, pero el que se quedó a cargo de aquello, que era concejal entonces en el Ayuntamiento, también le habían matado a su padre, no se preocupo de nada más que en beneficiarse de su cargo en el Ayuntamiento para el bien particular, está todavía de concejal (año 1989). Primero fue en las listas de los comunistas y después de los socialistas. Se llama Francisco Sánchez Errador, ya no se acuerda del padre que lo hizo, si yo estuviera en el pueblo, ya haría tiempo que no hubiese estado en las listas de los listos de izquierdas, que lo pusieran en las de las derechas si querían. Pero por suerte para mí estoy en Cataluña, donde hemos podido vivir mejor, y que hayan podido vivir mejor los que se quedaron en Hinojosa. Si el monumento que yo propuse en nombre de todos se hubiese hecho, podíamos haber puesto en él: A la memoria de unos hombres y mujeres que fueron fusilados por otros hombres, que no supieron razonar ni perdonar. Y se cegaron matando los que quisieron por el placer de matar. Gracias a los familiares de los que mataron por haber sabido perdonar, y que el pueblo de Hinojosa, las presentes y futuras generaciones no vuelvan a ver lo que nosotros vimos. Por culpa de los que no supieron perdonar, Hinojosa del Duque perdió ser cabeza de partido. Porque nos tuvimos que marchar aproximadamente la mitad de los habitantes. En el mes de agosto es cuando se ve los que se fueron, cuando volvemos muchos para estar unos días en la tierra que nos vio nacer. Esto que digo a continuación lo escribí en el año 1979: Hermanos somos, hermanos; y muchos de nuestra patria chica emigramos, por no poder más aguantaros, porque no sé qué pensabais hacer con vuestros paisanos, nos dejasteis a muchos huérfanos y a todos nos queríais ver como a las culebras, arrastrándonos y vosotros con el látigo en la mano despellejándonos. Cuarenta años hemos tenido que esperar para deciros la realidad de lo que hicisteis en esa tierra, no os lo perdonaría ni Cristo que vuelva, y nosotros os vamos a perdonar por saber lo que vale un miembro de


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una familia en el hogar. Lo que pasó que no vuelva jamás a pasar, sólo os pedimos que procuréis no cruzaros en nuestro camino, a los que nos dejasteis sin padres tan jovencitos, y a nuestras madres tan jóvenes sin sus maridos, y a muchos padres sin sus hijos. Id copiando de nuestros sentimientos para que las próximas generaciones puedan ver cosas mas buenas de las que nosotros vimos en ese pueblo. (25/08/1979) En el cementerio de Hinojosa, el día 21-8-1978. Fuimos los familiares de los que habían fusilado, ya que anteriormente no nos habían dejado ni llorar en público. Dos años después de esta fecha, para ser mas exactos el 23 de febrero 1981 volvieron a intentar darle a los españoles otro baño de sangre. Porque veían que iban a volver a mandar las izquierdas. Gracias al rey Don Juan Carlos I que hizo caso al pueblo y no a los militares. Si no pasa en España lo que pasó cuando se fue su abuelo del país, esto seria otra historia para explicar, pero yo quiero seguir con lo que voy. Esto no lo va a leer el que escribió Un Remanso de Paz en la Sierra Cordobesa. En Hinojosa del Duque, hoy (1989) existe ese remanso de paz que tu dices, pero en los años en los que yo viví en mi pueblo natal qué poco conocí de eso. En el año en que a ti te dejaron repasar los archivos de la historia de Hinojosa no supiste verlo o no te lo dejaron ver si existe lo que yo viví en el año que pone la fecha en tu libro, tampoco fue un año de rosas para España, porqué pones 1981. Hinojosa, además de ser en la actualidad Cordobesa, también es española (Manuel Valdés). Procurad los que os cuidáis de escribir la historia de los pueblos informaros además de los archivos de los ayuntamientos de la gente de a pie de la calle y no de los de a caballo, así quedarían las cosas mas claras para que se puedan fiar de los historiadores las presentes y futuras generaciones. Un saludo aunque tu no lo leerás esto, como yo he leído tu libro Félix Jurado Ramos Vuelvo con nuestro calvario, después que nos quedamos sin nuestros cochinos. Mi hermano se fue de pastorcillo con una familia que vivía por debajo de nuestra casa. La mujer se llamaba Matilde y el hombre José Baño. Ellos tenían una finca en un sitio que le decían El Combo. Allí mi hermano estaba bien comido, que era lo principal.


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Un día que fui a llevarle la ropa limpia me dijo “aquí puedes tomar toda la leche que quieras”, y cuando fuimos a la casa le dijo la Matilde a mi hermano que si me gustaba la leche. Le dijo que sí y la mujer me dio un vaso, me dijo: “después, cuando merendemos, si quieres puedes beber mas, porqué como pronto comeremos, no se te vaya a pasar la gana.” Después de comer el cocido con buen habio de tocino y morcilla pusieron una cazuela de leche migada, aquel día me puse mas ancho que largo, así estaba mi hermano que por aquellos caseríos sólo lo conocían por el gordito, dinero le daban poco, pero comida mucha y buena. Por lo menos había uno en la familia que no pasaba hambre. Yo tenía que ir buscando donde ganar una peseta, lo mismo que mi madre. Ella le lavaba la ropa a algunas que se lo decían y también le traía algunos cántaros de agua a algunas vecinas. Un cántaro lo tenía que traer en la cabeza y otro en el cuadril [cuadril le dicen los andaluces a la cadera]. El agua la tenía que traer del pilar, así íbamos tirado como podíamos. Mis hermanas dirán que no digo nada de ellas, ya diré algo, pero de lo que ellas hacían entonces, era la María la mayor de ellas, era tener cuidado de la Carmelilla, que le decía mi padre, yo siempre le digo Carmela. Yo hice de todo lo que pude para ganar unas pesetas, para poder comer mis hermanos, mi madre y yo, como decía mi padre en su carta, aunque no lo hubiera dicho hubiera hecho igual. Cuando iba de viaje con la burra había ido con sandías y tomates a Valsequillo y la Granjuela. En Valsequillo entrábamos en el pueblo que ya había gente viviendo, además de los soldados y los prisioneros que tenían. En la Granjuela nos teníamos que poner en una carretera que había cerca del campo de concentración. Allí había mujeres con puestos para vender, y a ellas era a quien le vendíamos lo que llevábamos. Desde allí se veían los prisioneros que hacían unas trincheras muy anchas y poniendo alambradas, para que con aquello no se pudieran salir ellos de allí. Allí por lo que decían cada día mataban a algunos y de comida les daban un chusco y una lata de sardinas para dos hombres. Un día mataron a uno y un hermano suyo estaba llorando; preguntó un oficial a un soldado que por qué lloraba aquel, le dijo porqué era su hermano al que habían matado, le dijo el oficial que lo mataran a él también. Por eso decía que los que el día que terminó la guerra iba la Guardia


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Civil con los hombres que llevaban para aquellos campos se hubiesen escapado de aquellos guardias y no hubiesen ido a aquel infierno, pero el preso siempre espera pensado en que él no morirá. Los muchachos, cuando se terminó la guerra, donde habían estado los frentes íbamos a buscar balas vacías y toda clase de chatarra que encontrábamos. Cantimploras y platos de aluminio. Los vendíamos a cincuenta o sesenta céntimos el kilogramo. Algunos días fuimos a Sierra Trapera, la que los rojos dejaron cortada en la ofensiva del cinco de enero. Nosotros pensábamos que allí habría muy buenas trincheras y no había nada más que parapetos y cuatro chabolas de piedra, pero como digo siempre, con los mandos fascistas que iban mandando los rojos, eso era la mayor fortaleza que tenían los fascistas. En la casa de campo que estuvieron mi mujer y su familia durante la guerra (eso estaba de Hinojosa del Duque a poco más de dos kilómetros), y también había señoras que a sus maridos se los habían matado los rojos y siempre estaban los oficiales de los rojos que estaban en Hinojosa del Duque en contacto con ellas de cómo iba la guerra porqué ellos tenían emisoras y se comunicaban con los fascistas. Un día les dijeron que al día siguiente, cuando sintieran aviación que se metieran en la contramina de la huerta porqué iban a venir a bombardear unos polvorines de los rojos que estaban por Torretejada, y no se fueran a equivocar y cayese allí alguna bomba. El día 27 de marzo de 1939 entraron en Hinojosa del Duque los fascistas. En seguida fueron unos oficiales de los rojos a decirles: “ya están aquí los nuestros, ya hemos ganado la guerra.” ¿Qué más se puede decir de cómo fue aquella maldita guerra?


SEXTO CAPÍTULO: MISERIA (LA POSGUERRA - TERCERA PARTE) El verano de 1940 fui a trabajar con unos vecinos nuestros a una tejera, ellos eran padre e hijo, el padre se llamaba Ángel y el hijo Alberto, eran esposo e hijo de la Encarnación la del Ramo. Cuando llevaba unos cuarenta días trabajando con ellos, me dieron otra vez las fiebres palúdicas, tuve que dejar la tejera, entonces no había ninguna clase de seguros, lo que saqué de allí además del jornal que me daban fue aprender a tender tejas, aquello me sirvió para el otro año que se fue el Alberto a la mili y yo me fui con el Ángel a una tejera que le decían de Diego el Perdido, y la cogió un tal Feliciano Parra para hacer allí las tejas y ladrillos para las casas que hicieron en Hinojosa, regiones devastadas. Y como que el Feliciano Parra aunque el no era tejero sí fue teniente de la mejala, cogió aquella tejera y se hicieron allí ladrillos y tejas para las casas. En el tiempo de las bellotas íbamos a por bellotas, la mitad de las veces (si nos cogían) nos las quitaban los falangistas, que hacían de guardas rurales, y sino la Guardia Civil. Uno de los muchos días que nos llevaron al sindicato, que allí tenían los guardas su cuartel general, el jefe, que le decían Remendao, me dijo que por qué iba a por bellotas. Le dije “si nos dieran trabajo no iríamos a por bellotas”. Se levantó de donde estaba sentado y me dio dos guantazos. Mira que daño más grande le hice para que me pegara. También había veces que nos hacían ir a pasar una noche al cuerpo de guardia, o sea… a la cárcel. El Remendao cuando murió le falto poco para tener que ir a la tumba solo, no fue casi nadie a su entierro. Como a él le ha pasado a muchos bichos de aquellos tiempos, que tanto daño le hicieron a la juventud de Hinojosa. Manuel Valdés no se enteró de nada de esto para escribir su libro. Un día que yo no tenía ni un saco para ir a por bellotas, porque todos los que podíamos negociar me los habían quitado, llevé un macuto que teníamos de recuerdo de cuando mi padre vino del frente, también me lo quitaron. Les tuve que llorar para que me lo dieran, a los que me

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lo quitaron. Pensaban que con ser falangistas eran los amos de todo aquello, pero unos años después que yo y los míos saliéramos de aquel infierno que ellos ayudaron a crear, ellos también tuvieron que irse de allí, de aquel remanso de paz. Los dos que me quitaron el macuto ya están en el remanso de paz, se fueron a Madrid y el hermano de uno de ellos, que se llama Pablillo y está un poco distraído me dijo que su hermano, el que hacía de guarda, y el otro que iba con él ya hace tiempo que murieron los dos. Ya sé que yo también me iré, pero que se vayan ellos delante. Otra de las muchas cosas que tuve que hacer mientras llegaba el verano para ir a la tejera, iba por los campos a buscar gomas. Como que había estallado la segunda guerra mundial, al poco de terminar la española, no había caucho para las ruedas de los coches, ni para nada. Compraba las gomas viejas y nosotros íbamos por los campos, que es por donde las encontrábamos de cuando las tiraban los zapateros en las estercoleras de los recortes que le sobraban de los zapatos. Cuantas veces me tengo andado los términos de Hinojosa del Duque y Belalcázar buscando gomas. También fuimos varias veces a Monterrubio de la Serena. Allí nos vio un día un guardia civil y nos dijo “¿Qué hacéis vosotros aquí?”. Le dijimos que íbamos a buscar gomas, nos dijo: “lo que vais a encontrar es una onza de plomo que os voy a meter en la cabeza”. Aquel nos dejó irnos. Pero otro día nos cogió una pareja de la Guardia Civil, nos llevaron al cuartel y allí nos tuvieron hasta media tarde. Pedirían información al pueblo, cuando nos dijeron: “ya podéis iros; como os apartéis del camino os pegaremos un tiro”. Aquella era la palabra más bonita que tenían entonces. Pero a nosotros tanto nos daba morir de una cosa como de otra, nos apartamos nada más salir del pueblo y ver una haza que la habían arado, sabíamos que allí había gomas. Después de aquello volvimos otro día. Fuimos cuatro muchachos, uno tenía un burro y lo llevó también. Vino mi hermano con nosotros aquel día. Con lo bien que estaba de pastorcillo, vendieron los borregos y se arreglaban ellos solos. Los cuatro que fuimos a buscar gomas a Monterrubio encontramos hazas que las habían arado, cogimos bastantes gomas. Mi hermano se encontró una que habían


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muchas gomas, empezó a decir “aquí hay muchas gomas”. Allí cogimos casi todas las gomas aquel día. Del agua también escapamos bien. Cuando íbamos para Monterrubio tuvimos que pasar el río Zujar. Por donde nosotros pasamos hace como una ese. Lo tuvimos que pasar por tres puntos distintos. Cuando pasamos el primero nos llego el agua al pecho, después de pasar buscamos leña, hicimos fuego y nos secamos la ropa puesta en el cuerpo. Pensando que ya estábamos fuera de pasar el río, pero luego tuvimos que volver a pasar. Otras veces que lo habíamos pasado, como que llevaba poca agua, nosotros nos creíamos que era un arroyo, no un río. Cuando tuvimos que pasar la segunda vez por otro punto nos llegaba el agua al cuello, la burra paso nadando, se nos puso el pan y todo lo que llevábamos chorreando. Tuvimos que volver a hacer fuego y volvernos a secar la ropa puesta, por eso digo que los cuerpos aguantan mas de lo que parece. Ninguno se resfrió. Dormimos aquella noche en una posada. Como que teníamos tanto dinero la mujer nos cobró cincuenta céntimos a cada uno, nos dijo que nos acostáramos en el pajar, al otro día es cuando cogimos las gomas. Cuando terminamos nos fuimos para Hinojosa. Cuando llegamos por donde teníamos que volver a pasar el río nos fuimos por medio de los campos para salir al puente de la vía, y pasar por allí el río. El puente era de hierro, la burra cuando pisaba y oía el ruido de las chapas no quería pasar, pero la hicimos pasar como pudimos. Si llega a pasar el tren la que se hubiera liado. Si no nos hubiera matado el tren, nos hubieran fusilado a nosotros. Pero tuvimos suerte y cuando lo habíamos pasado es cuando nos dimos cuenta de la imprudencia que habíamos echo. Las gomas que cogimos aquel día eran de las más caras. Esos recortes eran de ruedas de coches. Nos las pagaban entre sesenta y setenta céntimos el kilogramo, según la tela que tenían. Los que hacían dinero eran los que nos las compraban a nosotros. Como siempre, se lleva más el que menos hace. Nosotros se las vendíamos a uno que le decían Calzadilla, el sí que hizo dinero, pero nosotros sacábamos para ir mal comiendo. Yo al año después de estar con mi vecino en la tejera, de ellos se fue Alberto a la mili y yo me fui con su padre y un tío suyo a la tejera de Feliciano Parra. Con él se tuvieron que ir todos los tejeros del


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pueblo, porque él fue el que, como he dicho, hizo las tejas y ladrillos de las casas de regiones devastadas. Allí al menos tenía trabajo cuando hacia buen tiempo. Allí los que hacían las tejas y ladrillos era por cuenta. Trabajando muchas horas, si teníamos suerte de que no lloviera, sacábamos un buen jornal. Por las tejas, que era lo que hacíamos el Ángel, su hermano y yo, nos pagaba el Feliciano sesenta pesetas el millar. Pero si llovía y se rompían iban a cuenta nuestra. Aquel día habíamos trabajado para la naturaleza. De las sesenta pesetas del millar, que eso era lo que hacíamos cada día, el Ángel era el maestro que era el que las cortaba, que eso es extender el barro en un molde que le decían graílla. Yo era el que las tendía, las llevaba en un molde que le decían galápago: las tenía que coger de la mesa en que las cortaba el Ángel y ponerlas en el galápago, y coger el galápago con la mano izquierda y con la derecha tenía que coger agua y irle dando agua a toda la teja, y hacía una rebaba y con eso no las abría el sol. Las tenía que asentar bien en el suelo, para que cuando sacase el galápago no se cayeran. Aquello era, como decía el Alberto, trabajo de artesanía, porque tenías que ponerlas bien asentadas para que no se cayeran, pero también tenías que tener cuidado de no rascar los dedos en el suelo sino pronto tenías las yemas de los dedos sangrando. Las sesenta pesetas las partíamos de la siguiente forma: 22 para el maestro, 20 para su hermano que ese era el que hacía el barro, y 18 para mí. Del pueblo estábamos a unos dos km, pero nos quedábamos en la tejera. Lo primero por si llovía y teníamos que levantarnos a la hora que fuera, para coger las tejas si estaban en condiciones de cogerlas y las metíamos en los portales. Las hacíamos en un rellano pero a cielo raso, lo segundo por lo que teníamos que quedarnos allí era por el horario que hacíamos. Por la mañana antes de venir el lucero del día sale otro más pequeño a simple vista. Cuando salía ese más pequeño era cuando el Ángel me llamaba. Nos levantábamos y teníamos que recoger las tejas que habíamos hecho la tarde anterior. Cuando habíamos recogido la mitad de las tejas se iba el que hacía el barro para preparar un poco, y cuando terminábamos de recoger las tejas el Ángel y yo, él ya tenía hecho barro para empezar a hacer tejas hasta que era la hora del almuerzo. La merienda la hacíamos el Ángel y yo juntos, siempre era


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cocido de garbanzos que nos los cocía la guardesa que estaba allí. Yo entonces tomaba el caldo de una hierba que le dicen malrubio, amarga mucho como la quina. Lo tomaba para que no me dieran las fiebres palúdicas. Cuando nos poníamos a merendar nos juntábamos toda la cuadrilla que estábamos allí, excepto unos que vinieron de Villararto, aquellos tenían allí la familia y comían en una choza que se hicieron. De los que estábamos del pueblo había una pareja que ellos hacían ladrillos, uno era Pepe Berri, al otro le decían Copado. El Pepe había estado en la cárcel y contaba allí sus penas de la cárcel. Yo, aunque no era caso de risa, me hacia reír, y mientras el Ángel se comía el doble de cocido que yo, el Pepe me decía “¡Dale y túmbale la cuchara, que te deja sin comer!”. Eso es lo que antes se hacia en Andalucía, comer todos en una cazuela y cada uno comía a su paso, el que comía despacio se quedaba a medio comer. Suerte tuve que un día cocí el malrubio en la olla que nos cocían los garbanzos, aunque la frege los garbanzos amargaban y el Ángel dijo “ya no pongo mas los garbanzos contigo”. El Pepe me dijo “suerte has tenido, sino este verano espichas aquí”. El Pepe contaba que a él le echaron un cántaro de agua en la barriga los legionarios. Le pusieron un embudo en la boca y se la echaron. Él era un hombre corpulento y decía “lo mismo que me la echaron me la sacaron”. Me pusieron un pie en la barriga y así salió. También decía que los legionarios le decían: “apúntate a la legión y vete de aquí. Nosotros hemos hecho esto porque nos lo han mandado”. Por lo que nos quedábamos en la tejera a dormir, cuando empezaba a hacerse oscuro recogíamos las tejas que estaban secas y cuando terminábamos cenábamos y a la cama, había que levantarse pronto. No íbamos al pueblo ni los domingos ni fiestas, sólo para la feria fuimos dos días, con regruñidos por parte de Feliciano. El pueblo era sólo para él, nosotros al campo como los lobos. Allí venían las mujeres y nos traían la comida. Ellas iban cada semana para cuando les pagaba Feliciano a los que estaban a jornal les dieran a ellas algún dinero a cuenta de lo que hacíamos. Allí todos eran mayores que yo. Cuando ellos se iban a hacer el cigarro le decía a Pepe Berri, que él era de los que hacían los ladrillos, que me dejara un poco de barro para hacer yo ladrillos.


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El decía “tú vas a ser tejero, quiera o no quiera Dios, pero en este oficio solo se saca dolores de rabadilla”. Era verdad. Él cuando paraba de hacer los ladrillos no se podía poner derecho en un buen rato, tenía que ir en cuclillas hasta donde tenía que sentarse. De los de Villararto, vino un matrimonio que ya eran mayores, el hombre se llamaba Francisco, tenía un hijo que hacía poco que había hecho la mili. Aquel era muy gracioso, mientras había sandías, uvas y melones no le faltaban en el chozo. Ellos iban por las noches y se traían de todo. Yo cuando iba a su chozo le decía “¡Francisco, como le pillen los guardas los van a llevar a chirona!” El hijo se llamaba como el padre. Me decía: esto yo lo tengo a medias y ya le he dicho al aparcero que no se lleve él más, que nos las deje para nosotros. Siempre estaba canturreando cuando hacía las tejas. Una de las coplas que cantaba decía así: Arroyo no corras tanto, mira que no eres eterno que luego viene el verano y te quita lo que te ha dado el invierno. Con él estaba el tajo bien divertido. Otra de las coplas de su repertorio decía Me quisiste, me olvidaste, ahora me vuelves a querer… zapato que yo he deshecho no me lo vuelvo a poner. Tenía varias coplillas. Después vinieron un padre y un hijo de la granja de Torre Hermosa. Aquellos vinieron para cocer los ladrillos y tejas con paja, que ellos lo hacían en su pueblo. Pero en Hinojosa se hacía con leña, con la paja salía mas económico. Para cocer con la paja tenían que poner en la caldera del horno unos ladrillos en forma de albañales. Hacían unas troneras para que tirara el fuego, eso había que saber hacerlo y cuando lo hacían ellos no querían que los ayudara nadie, aunque con el tiempo aprendieron todos los tejeros que estaban allí. El hijo de aquel hombre era de mi edad y las noches que estaban cociendo el material me quedaba un rato con él.


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Hasta que el maestro me decía acuéstate ya, que ya sabes que tenemos que madrugar y luego tendrás pereza para levantarte. Cuando venían mi madre y la Encarnación a traernos la comida les decía a ellas: “¿Habéis echado cuentas con Feliciano?”. Ellas me decían “cuando vamos nos da 400 o 500 pesetas, nunca tiene tiempo para hacer las cuentas”. Yo cada día, cuando el que hacía de encargado, que se llamaba Agustín Conejo, nos contaba las tejas, decía tantas tenéis, yo las iba apuntando también y a las mujeres les decía que fueran apuntado lo que iban cobrando, así sabía yo más o menos por donde iba la cosa. A mi de siempre me han gustado las cuentas claras. Un día le dije al Ángel: vaya usted al pueblo y eche cuentas con Feliciano, él me dijo: “Yo no voy, ves tú si quieres”. “Si va usted se lo va a comer”, y no quiso ir, pero a los pocos días se lo volví a decir, “va usted al pueblo a arreglar las cuentas o voy yo”. Tuve yo que ir. Cuando llegué a la casa de Feliciano le pregunté a la criada si estaba allí Don Feliciano como él quería que le dijéramos. Pero en la tejera no se lo decía casi nadie. Me dijo la criada que sí que estaba. Le dije: “Dile que lo quiere ver Fililberto”. Le dijo que pasara. Cuando me vio se quedo extrañado que yo fuera allí, me dijo “¿Qué pasa? ¿Por qué has venido?” Le dije que venía para echar cuentas, para ver si le debíamos a él o él a nosotros. Me dijo como le decía a mi madre y a la Encarnación, que si quería me daba 500 o 1000 pesetas. Nos juntamos dos cabezones, un empresario y un jornalero, como le decían allí a los que dependen de cuando le quieren dar un jornal. El que no, yo que sí. Cuando él vio que no haría lo que él quería se cabreó y me dijo vamos a echar cuentas. Cuando me dio lo que nos debía, me dijo toma y ya no vuelvas más a la tejera. Me fui a mi casa. Se lo dije a mi madre. Mi madre me dijo no tenías que haber venido tu, que lo hubieran arreglado el Ángel y él. Fuimos a casa de la Encarnación y partimos el dinero. Ella se quedo con el suyo y el de su cuñado. Yo me fui a casa y de momento me quedé sin trabajo por querer llevar las cuentas claras. Por la noche vino a mi casa el que hacía de encargado. Me dijo: me ha


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dicho Feliciano que mañana temprano te vayas para la cochera, que irás con ellos a los Tagarrosos a por un camión de carbón. Yo tuve que aceptar aquello porque no había otra cosa, sino se hubiese quedado con su camión y su tejera. Por la mañana cuando me levante, cogí la talega con la comida que me había preparado mi madre y me fui a la cochera. Allí solo había uno que estaba de pastor en las fincas que teníamos que ir, después llego el chófer, tuvimos que esperar un poco para que llegaran ellos. Vino Feliciano y su hermano Manolo. Ellos vinieron para ver el carbón que había en la finca. Se montaron en la cabina con el chófer, el otro y yo en la caja del camión. Para ir allí nos fuimos por Villanueva del Duque. Para ir a la finca teníamos que dejar la carretera y coger un camino; como que la finca era grande había dos caminos. Ellos se pasaron el primero, y el otro que venía conmigo le pego un puñetazo a la cabina. Feliciano saco la cabeza y dijo “¿Qué ha sido eso?” El Tófilo, que así es como se llamaba el otro, le dijo “he dado un golpe en la cabina porque se han pasado el camino”. El Feliciano le dijo: “me cago en Dios, ya sé que hay otro camino, nos has dado un susto que nos pensábamos que los de la sierra nos habían pegado un bombazo. No vuelvas a hacer otra vez eso”. Cuando llegamos donde estaban las carboneras bajamos las sarrias que llevábamos vacías y después a cargar el camión de las qué estaban llenas. El Manuel y el Feliciano se fueron a la casa. El chófer se puso a arreglar una rueda que tenía pinchada. El Tófilo y yo nos pusimos a cargar el camión, y cuando teníamos la caja llena nos paramos a comer. Después nos ayudó el chofer a terminarlo de cargar. Después de tenerlo cargado vinieron ellos y nos dijeron: “Como que es temprano, llenad unas sarrias de carbón”. Ellos se fueron a dar un paseo por la finca y a media tarde vinieron y nos dijeron “ya nos vamos”. El Tófilo y yo para allí fuimos en la caja del camión, pero para cuando volvimos tuvimos que ir encima de las sarrias del carbón. Con el volumen que llevaba, en las curvas nos llevamos más de un susto. Cuando llegamos al pueblo se bajaron el Feliciano y su hermano y le dijeron al chófer: “cuando descargues te vienes a mi casa, ya te diré lo que tienes que hacer mañana”. A mí me dijo “tú, Fililberto, cuando llegues a donde tienes que descargar el camión te vas a tu casa y mañana


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te vas a la tejera”. El Tófilo tenía que ayudarle a descargar el camión, y la gente que tenía que haber buscado la Bigara, que era la mujer que se le tenía que llevar el carbón. El Tófilo y su padre estaban de pastores con ella. Cuando llegamos a la casa de la Bigara allí no había nadie. El camión lo puso por la puerta falsa y fue el chófer por la puerta principal y cuando vio a la señora le dijo “ya esta ahí el camión con el carbón, ¿donde están los que tienen que descargar?” Ella me vio a mí y me dijo “ayúdale tu a Tófilo a descargar”. Le dije “yo ya he terminado mi jornal”. Ella le dijo al chófer que le dijéramos lo que nos tenía que dar por descargarlo, le dijimos que nos diera cinco duros porque lo teníamos que subir a un doblado y había que subir 35 o 40 escalones. Las sarrias eran grandes, no sé los quilos que pesarían, pero pesaban bastante. Cuando terminamos a mí me hacía daño la espalda; se lo dije al Tófilo y el me dijo “a mí también me duele”, nos miramos uno al otro y los dos las teníamos coloradas como un tomate. Había sitios que nos sangraba. Cuando terminamos nos dijo el chófer “vamos a tomarnos un vermut y cambiamos los cinco duros”. Yo le dije “dame a mi los míos que yo me voy a casa”. Me dijo “los tenemos que cambiar”, y nos fuimos a casa del Gurrino, que era un bar. Allí tomamos el vermut, que ese fue el primero que yo me tomé en mi vida. Cuando le dio los cinco duros le cobró los vermuts y nos dio a nosotros 7,35. Cuando nos dio las 7,35 le dijimos “¿Cuánto vale un vermut de esos?” Él nos dijo “una peseta”. Le dijimos “entonces, ¿dónde están los otros dineros?”, él dijo “¿no son cinco duros?”, nosotros le dijimos “pero si eran cinco duros para cada uno”. Nos dijo “ella se pensó que eran cinco duros para todos”. Le dijimos “ahora vamos nosotros a ver la señora, y le decimos que no se enteró bien que eran cinco duros para cada uno”. Fuimos el Tófilo y yo, y cuando llamé salió la criada, nos dijo que se había ido al sermón. Nos fuimos con las 7,35 y la espalda pelada a nuestra casa. Nos costó unos días acordarnos del carbón. Al otro día me fui a la tejera y cuando llegué me dijo el Ángel “¿no ves como hay que hacer lo que digan ellos?. Para eso hicieron la guerra y la ganaron, para hacer lo que quieran.” Yo entonces lloraba enseguida, se me saltaron las lágrimas y Pepe Berri me decía “lloras porque no puedes pegarle un bocado y comértelo”. No le faltaba razón. Allí estuvimos hasta que vino el frío,


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que es cuando se deja de hacer las tejas y los ladrillos. Sólo se quedaban los que tenían que enhornar y desenhornar el material que faltaba por cocer. Yo tenía que buscarme la vida después, cuando terminaba en la tejera, como podía. Había temporadas que iba a poner trampas para coger pájaros. Entonces había muchas clases de pájaros y los cogíamos por necesidad, no es como hoy en día, que matan los pocos que quedan y después ni se los comen, sólo lo hacen por pegar tiros. Otras veces iba a buscar gomas, ya sabía desde lejos las hazas que estaban aradas y tenían gomas. Nos íbamos subiendo de cerro en cerro. Desde el cerro del Santo Cristo se veían todos los campos de los alrededores. Después íbamos al cerro de la Talaya, ese está en el término de Belalcázar. Cuando empezaban las bellotas ya empezaba la danza de guardias civiles y falangistas que también hacían de guarda, y los belloteros. Aquello era la danza macabra, unos con más ojos que un revendedor de yesca, y otros con más mala leche que un cura en los infiernos. La montanera de 1942 fue buena. Como que no tenía ni burro ni burra me aparceé con otro que tenía una burra y así podíamos ir mas lejos. Con el que iba aquel año se llama Matías (el cantaor); fuimos varios días y nos íbamos escapando de tantos guardas. Pero un día., no sé si a él se le habrá olvidado, pero yo me acuerdo como si fuera hoy. Cuando voy por Andalucía y veo que están arrancando las encinas, a ellos les tenían que arrancar los huevos, por quitar unas encinas que cuando ellos nacieron estaban tan gordas como ahora y muy espesas. Si no les paran los pies no hubiesen dejado ninguna. Aquel día tuvimos tan mala suerte. Empezamos cogiendo bellotas en el Lote de Noguero, cuando teníamos medio saco vino el porquero y nos las quería quitar, pero por fin pudimos hacer que nos las dejara llevar. Nos dijo “llevaoslas pero no volváis más por aquí, que me ponéis en un compromiso”. Aquellas las escondimos en un hueco de una encina y fuimos para otro sitio, pasamos la raya, que es donde parte la finca aquella con otras. Cuando pasamos la raya había una encina que tenía muchas bellotas, me subí yo y vareé una rama. Cuando teníamos cogidas la mitad de las bellotas que había vareado vino un tío con un caballo, nos hizo ir con él a la casa de aquella finca y le tuvimos que dejar las bellotas. Nos quitó el saco; por mucho que le dijimos que nos lo dejara, no fue posible. Nos quiso pegar porque le decíamos “las bellotas serán suyas, pero el saco es


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nuestro”. Al porquero lo conocíamos pero aquel no lo habíamos visto nunca, no sabíamos de qué pueblo sería. Como que no teníamos mas sacos que el que teníamos en el tronco de la encina con las bellotas que nos dejó el porquero, nos fuimos a buscarlas. Cuando las encontramos dijo el Matías “estas las vamos a echar en el aparejo y así no verá que llevamos bellotas”. La hora que era nos fuimos para el pueblo, con tan buena suerte que cuando llegamos al arroyo de la Hesa estaban allí los falangistas, a todos los que venían de por bellotas, los iban deteniendo. Cuando los vimos, Matías pego un salto y se subió en la burra. A Uno de los guardas le decían Tarambana y era perro viejo en las bellotas, porque él había cogido más bellotas que nosotros cuarenta veces, le dijo a Matías “¿por qué te has subido a la burra? ¿Te crees que no sé que lleváis las bellotas en el aparejo?” Nos dijeron que nos estuviéramos allí con los otros que tenían y cuando les pareció nos dijeron “vámonos al pueblo”. Nos llevaron detenidos a su cuartel general. Allí nos hicieron descargar las bellotas. Los que las llevaban en sacos se quedaron allí los sacos, y las que llevábamos nosotros se quedaron con el aparejo. Después tuvo que ir el Matías unos cuantos días allí hasta que se lo dieron. Le dijeron si otro día vuelves a ir a por bellotas y te cogemos no solo te vamos a coger el aparejo sino la burra. Valdés: de este remanso de paz no te dijeron nada para que hubieras puesto unas páginas de la verdadera historia de Hinojosa del Duque. Yo, como lo viví no puedo dejar de decirlo, sino pasaría la historia como tu. Ya sé que esta historia no la puede contar el señorito. Esta historia la tienen que contar los que fueron jornaleros, como yo. Ahora ya soy jubilado y me ha quedado tiempo para escribir esto. Hoy, en 1984, sigue habiendo en Hinojosa un alcalde de derechas. Y cuando va uno para que le firme ciertos papeles le dice te lo va a firmar el que has votado. Todavía si pudieran volverían a hacer con la gente que no fuesen de sus ideas lo que hicieron anteriormente. Suerte que ya han muerto casi todos los perros viejos rabiosos que había en aquellos tiempos. Nos habían hecho ir a misa a los jóvenes, que éramos los niños de la guerra, y cuando salíamos de misa nos daban en la casa que esta detrás de la iglesia una taza de café con leche y un bollo. En la casa que nos daban


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aquello a nosotros por ir a misa (hoy 1984) tienen allí un bar para la gente mayor. Por lo menos un día que entré yo allí. Por los años 40, cuando no teníamos qué hacer en el invierno, nos íbamos a las afueras del pueblo y detrás de unas recachas nos poníamos a tomar el sol por tomar algo caliente, algunos que tenían dos reales se entretenían jugando a las cartas. Estábamos más mirando que jugando. Un día vinieron los municipales y nos llevaron al cuerpo de guardia de la cárcel. El jefe de los municipales, un tal Marquino, nos dijo “seguro que no sabéis leer y sabéis jugar a las cartas”. En eso tenía razón, pero ¿por qué no nos daban trabajo y no nos enseñaban a leer? Yo me digo hoy que ellos lo que querían era que fuésemos borregos, y así ellos nos podían dar los palos mejor. A Marquino le ha salido un hijo rana. Marquino dice que fue capaz de dominar un pueblo y no es capaz de dominar a su hijo. El hijo está medio disipado, dicen que de los palos que le ha pegado el padre. Lo que sea no lo sé, que se dé cuenta de lo nobles que fuimos los jóvenes, de aquellos a quienes fusilaron sus padres y hermanos, y algunos a su madre. En Hinojosa murieron dos mujeres fusiladas. La mujer del Perdigón y la Capilla. De Belalcázar también dicen que mataron a dos mujeres jóvenes en las tapias del cementerio de Hinojosa. Y a hombres de Belalcázar y El Viso, no sé si también de otros pueblos que pertenecían a Hinojosa, que fue cabeza de partido. Si habían matado a pocos del pueblo, traen a otros de otros pueblos. No sé cómo los obreros que estáis en Hinojosa del Duque, le votáis a las derechas, es que no tenéis memoria de lo que nos hicieron, ya es hora que copiéis de los de Belalcázar, o Cabeza del Buey, que no se los comen porque voten a las izquierdas, y los atienden mejor cuando van a su ayuntamiento a preguntar algo que les interesa y lo ignoran. Las canalladas que nos hicieron en el pueblo, que dicen que es muy hospitalario, no lo dudo pero entonces estaba esa hospitalidad en las cárceles y cementerios. A los que no fuesen así palo y estaros quietos, sino ya sabéis donde han ido vuestros mayores. Las injusticias que nos hicieron no tienen fin. Un día me salió para ir a trabajar con los albañiles, en el convento de los frailes, donde estuve los cuatro días de colegio. El maestro albañil me puso a que raspase unas bóvedas que


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estaba la pintura deteriorada, había que rasparlas para que las pintaran. Sólo estuve una semana. Cuando pasó aquello fue un viernes, yo estaba haciendo aquel trabajo solo, vi que venían dos frailes con un estandarte y una cruz, yo no sabía lo que significaba aquello, seguí con mi trabajo, aquellos iban a darle la extremaunción a un fraile que estaba muy enfermo. Cuando iban a darle aquello a algún vecino del pueblo lo hacían tocando una campanilla un monaguillo y el cura con un estandarte. Otro monaguillo con incienso. Cuando aquella campanilla se sentía salía toda la gente a las puertas y se ponían de rodillas, si era de noche sacaban velas encendidas, o algo que hiciera luz. Lo cierto es que cuando yo fui el sábado a casa del que me había contratado a que me pagara, cuando me pagó me dijo “el lunes no puedes venir a trabajar”. Le dije “¿no está contento con mi trabajo?” Él me dijo “no es con tu trabajo”. Le dije “entonces por qué es, si hay mucho trabajo por hacer todavía”. Me dijo por lo que era. Le dijeron los frailes que por no haberme arrodillado cuando ellos pasaron a darle la extremaunción al padre.… me dijo el nombre pero no me acuerdo. A los curas y frailes les dicen padre, pero hoy ya hay curas casados y tienen hijos reconocidos. Entonces eran padres sin hijos reconocidos. Como yo digo, quien no los conozca que los compre. Aquel convento ya no existe, no sé por qué el pueblo lo habrá consentido que lo hicieran. Aquello era mas del pueblo que de ellos. Los pobres daban lo poco que podían de limosna, los ricos daban más para que siguieran calentándonos el coco a los pobres. Cuando alguno se iba a morir ya se encargaban ellos de confesarlo bien para sacarle todo lo que pudieran. La niña de Don Tomás, que no era tan niña, cuando yo era un niño la vez primera que la vi, cuando iba con mi abuela ya era una mujer echa y derecha. Esa niña le dejó al convento de los frailes la mitad de la fortuna que a ella le habían dejado sus padres. En el cementerio tenían sus padres el panteón familiar y entre medias de donde estaban sus padres enterrados, tenía que haber sido ella enterrada, pero los frailes le lavaron la cabeza para que les dejara lo que les dejó, diciéndole que cuando muriera la enterrarían en la iglesia del convento, delante del altar. Allí la enterraron, no respetaron la ultima voluntad de sus padres. La niña de Don Tomás les dejo la mitad a dos criados suyos.


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Ella les dijo al criado y a la criada que se casaran y les dejaba parte de sus bienes. Esto es otra historia que también tiene mucho que escribir, pero yo voy a lo mío y dejo lo de esa herencia. Donde estaba el convento hoy hay casas. Decían que en la guerra los rojos habían quemado conventos. En Hinojosa no. Pero los frailes no lo han quemado, lo han hecho desaparecer del mapa. Sigamos con nuestras fatigas. En mi casa teníamos 5 o 6 gallinas y con los huevos que ponían, teníamos para poder comprar el pan que nos daban con las cartillas de racionamiento. Por la noche le metíamos el dedo en el culo a las gallinas y así ya sabíamos cuantas pondrían al día siguiente. Como nosotros lo hacían muchos. Qué alegría era aquello. Algunos que también son de aquellos tiempos dicen que de aquello no hay que pensar, pero cómo no hay que pensar si fueron tantos los sufrimientos que no se pueden olvidar ni un solo día. Cuánto me gustaría que aquello y otras cosas peores que pasan en el mundo, para que unos vivan en la abundancia y tiren hasta la comida y otros se mueran de hambre. Yo alguna vez le digo a mi mujer que daría mi vida, que no es nada, porque pudieran vivir los seres de esta tierra como vivimos hoy nosotros. Ella que ve las cosas de otra manera me dice, cuando nosotros pasábamos hambre nadie nos daba nada, cada uno que se espabile y trabaje, como hemos trabajado nosotros, y como están trabajando nuestros hijos. Ya tiene ella razón, lo que hace falta es lo que ella dice, que todos trabajen, pero para eso habría que haber trabajo para todos, y que tuviesen que hacerlo todos. Veo que meto otras cosas y voy desviándome a menudo de lo que he pasado, que es lo que me indujo a escribir esto que yo quería. En febrero de 1943 me dijo un día mi maestro Ángel que si quería que fuéramos a hacer unas pocas de tejas, se lo había dicho Feliciano, que podíamos hacerlas dentro de los portales, que entonces estaban vacíos. Yo le dije “las pilas donde tenemos que hacer el barro están fuera a la intemperie y con las heladas que están cayendo nos quedaremos helados haciendo el barro”, pero probamos. El barro había que hacerlo dentro de la pila, con una azada irlo cortando y con un bastón de hierro irlo apaleando hasta que estaba batido para hacer las tejas. Sólo estuvimos un día, por mucho que nos movíamos haciendo el barro nos quedábamos


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helados. Le dije al Ángel, mucha falta nos hacen el dinero que ganemos, pero así no se puede trabajar. Él me dijo “pararemos hasta que venga mejor tiempo”. En aquellas fechas acordó mi abuelo paterno repartir lo que tenía, y como que nosotros no teníamos ni para comer, mi abuelo pensó que entre mi tía Evangelista y mi tío Fulgencio, le dieran de comer y le cuidaran, y a ellos les dejaba la media casa. Como que la casa era del matrimonio, podía disponer de la mitad, también le dio a los dos que se hacían cargo de él una viña. Y la media casa que era de mi abuela, la parte de ella, fue la que había que repartir para los cuatro hermanos, y una tierra de cinco fanegas también era para los cuatro hermanos. La casa la valoraron en 5.000 pesetas. (20.000 reales), contaban por reales en aquella época, de los cuales 10.000 reales eran para mi tía Evangelista y mi tío Fulgencio y los otro 10.000 para los cuatro. O sea que nos tocaron a cada uno 2.500 reales. Mi tía y mi tío hicieron el arreglo a su manera, mi tía se quedó con la casa de mis abuelos que era casa entera y muy grande. Después del patio tenía los portales que era donde trabajaba mi tío Miguel haciendo los pucheros. Como que él estaba en el campo de concentración tampoco pudo intervenir en lo que hicieron los otros. Mi tía, el trato que hizo con su hermano, fue quedarse con la casa de sus padres y darle a su hermano la suya, ella tenía que darnos a nosotros y a mi tío Miguel la parte que nos tocaba. Mi tío Miguel murió y no le dio la parte que le tocaba. Ya hace tiempo que los cuatro hermanos están muertos. Mi abuelo le dijo a mi tía que le diera a mi madre 25,30 duros juntos, para que pudiéramos comprar un burro, para que mi hermano o yo pudiéramos hacer algún viaje o algo donde ganar algún dinero. Lo más que nos dio junto fueron 5 duros, lo demás nos lo dio en trozos de pan, cuando cocía nos daba algún pan y algunas veces hasta medio pan. Después le he dicho a mi madre muchas veces, no tenía que haber consentido eso, que sin aquello también hubiéramos salido, pero ellos se aprovecharon del árbol caído. Mi tía tenía unas tierras y un carro, ella tenía un hijo varón y cuatro hijas, el hijo es el que se cuidó de sacar la casa adelante, el se llama Timoteo. El día que fuimos a partir la tierra, fuimos los cuatro, mi abuelo, mi tío Fulgencio, Timoteo y yo. A mí


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me llevaron por llevarme, porque yo no tuve ni voz ni voto en lo que hicieron. Para partir aquello hicieron unas papeletas, las pusieron en una gorra y cuando yo saqué una, me dijeron la vuestra es la primera, cuando se entra en la haza yendo del pueblo, mi abuelo sacó otra y dijeron la del tito Miguel es la que sigue a la vuestra. Cuando llegamos a la tierra ya decían ellos la que querían que le tocara: mi primo decía “si me tocase la que está el chozo”, que era el único chozo que había de casar en los jarales; mi tío decía “yo quisiera que me tocara esta que da a la viña”. Así fue como lo hicieron, yo con tener lo que decía mi padre siempre, una fanega de tierra, allí teníamos cinco cuartillas, la fanega son cuatro cuartillas, a mí tanto me daba una como otra. Después, cuando las dimos para que las sembraran a medias, nos decían que aquello lo tenían que haber partido a lo largo y no a lo ancho, así hubieran cogido lo bueno y lo malo los cuatro trozos: así lo hicieron los hermanos de mi padre, mi abuelo entre los dos que le habían fusilado, mi padre y su yerno, y otro hijo en un campo de concentración, lo malamente que le supo como nos pagó su hija a nosotros lo de la casa, al poco tiempo murió. Yo lo mismo que a mi abuela tampoco lo vi cuando murió.

[Los cuatro hermanos con nuestra madre (foto tomada en enero de 1945 en Hinojosa del Duque)]


SÉPTIMO CAPÍTULO: EN EL MANICOMIO (LA POSGUERRA CUARTA PARTE) A mí también me tocó sufrir un poco, por si había pasado poco, por eso tampoco lo vi cuando murió. Estaba yo en Córdoba en un hospital psiquiátrico, que era donde tenían que haber estado los verdugos que había en aquellos tiempos en Hinojosa. Yo aquel año cuando empecé a trabajar en la tejera, no tardó mucho en darme fiebres, eran otra vez palúdicas, tuve que dejar de trabajar. Feliciano Parra me dijo “arrendaré una tejera en el pueblo, luego te quedarás tú allí a hacerme las tejas”. Ya sabía hacerlas y tenderlas, y también cómo se ponían en el horno para cocerlas. Pero en mayo tuve que irme definitivamente a mi casa, no sólo eran las fiebres, sino que la cabeza me dolía constantemente. Los médicos le decían a mi madre que tenía reuma en el corazón y que ya no tendría nunca fuerza para trabajar, lo que le faltaba a mi madre por oír. A mí no me dijo mi madre nada de aquello. No tardaron mucho los matasanos aquellos en estar equivocados de que yo ya no iba a tener nunca más fuerza. Cuando estuvo mi padre en la cárcel las vecinas que mejor se portaron fueron la Teodora y su sobrina Anita Ruiz. La Teodora y Vicente no tenían hijos y cogieron a su sobrina por hija, esos fueron los que nos dieron varios días para poder comer, cuando estuvo mi padre preso y también después. Pero cuando yo estuve con aquella depresión todas las vecinas que podían le llevaban a mi madre algo para mí, les doy las gracias a todas las que viven y a sus hijos. Aunque se las dio mi madre con lágrimas en los ojos, por lo bien que lo hacían sus vecinas y por la enfermedad mía. Yo lo que tenía, además de paludismo, que me daba aquellas fiebres, era tanta sangre de hombres inocentes derramada como había visto. Aquello me hacía bullir todo el cuerpo y una mañana temprano me salí a la calle. Entonces las calles estaban casi todas empedradas de piedra y de pasar los carros había muchas sueltas, tenía piedra para tirar. Me lie a tirar piedras en la calle Fontanilla

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abajo y echaba más chispas que una fragua, hasta que mi madre pudo convencerme para que me fuera con ella a casa. Aquel día asusté a más de cuatro. Se enterarían los dos médicos que se habían equivocado en su diagnóstico. Más tarde le dije a mi madre que fuésemos a la iglesia. Yo quería tocar las campanas porque los que fusilaban no le tocaban las campanas, como hacían a los que morían. Yo no vi a ningún cura para decírselo y una joven que estaba en el altar y mi madre me decían que no podía hacerlo. Donde estaban las cuerdas para tocar las campanas estaba cerrado. Desistí de tocarlas, me fui al altar y estuve un rato hincado de rodillas. Aquella joven tendría unos 20 años. No sé cómo se llama ni de qué familia era. Las cuerdas de las campanas no estaban cerradas, si las hubiera tocado me hubieran llevado a la cárcel, como después hicieron conmigo. Después de haberme levantado de hablar con la virgen, que era yo el que hablaba y me daba la respuesta. Me dijo mi madre “¿qué le has pedido a la virgen?” Yo le dije a mi madre y aquella joven que la virgen me había dicho que no vengásemos la muerte de papa, que Dios le daría a cada uno su merecido. Lo que decía mi padre en su carta. También le dije que me había dicho que los rusos ganarían la guerra que tenían los alemanes liada con ellos. Eso sí que lo acerté aunque yo no sabía como iba la guerra, yo sólo sabía que Alemania estaba en guerra con Rusia y que decían la segunda guerra mundial. También acerté que no vengaríamos la muerte de mi padre. Se enteraron en el pueblo que me había hablado la virgen, pero lo que yo dije a ellos no les interesaba (que los comunistas ganaran la guerra). Lo que dije de no vengar la muerte de mi padre sí se enteraron, porque la Margarita Antolín, que era la mujer de Emilio Luque, el alcalde que había en el pueblo, le dijo a mi madre: “Si tu hijo muriera ahora moriría en calidad de santo”. Como el día que tiré las piedras pensaron “este nos va a matar alguno por tanto daño como estamos haciendo en este pueblo”. La Margarita fue la que se preocupó de que su marido me arreglara los papeles para que me ingresaran en un psiquiátrico en Córdoba, mientras tanto temiendo a lo que pudiera hacerle. Le dijo la Margarita a mi madre: “A ver si tú por las buenas lo puedes llevar al cuerpo de guardia, allí estará bien en una habitación hasta que


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lleguen los papeles para ir a Córdoba”. Cuando estuvieron le dijeron: “mañana va a Bélmez un camión militar, os vais con él y después cogéis el tren hasta Córdoba”. Así lo hicimos mi madre y yo. Yo, cuando vi algún loco que se lo llevaban a Córdoba en una ambulancia con dos loqueros. Pero como yo digo, estaba más cuerdo que aquellos malvados, que había. Cuando llegamos a Córdoba preguntamos por un hospital y como que no sabíamos a qué hospital sería, fuimos al hospital provincial, le dijeron a mi madre que qué quería. “Mi hijo, que está enfermo y me han dicho que lo traiga al hospital”. Les dio los papeles y nos dijeron que nos esperáramos allí. Cuando vino un hombre nos dijo “aquí no es”. Le dio a mi madre la dirección del sitio donde teníamos que ir. Estuvimos mucho tiempo dando vueltas hasta que dimos con aquel sitio donde me dejo mi madre. Cuando vinieron los enfermeros, que más tarde supe que aquellos eran los célebres loqueros, yo les dije cuando me entraron a mí sólo, que venga mi madre para que el médico le diga lo que tengo. Me dijeron tiene que esperar ahí fuera. Yo creía que lo primero que harían sería verme un médico. Lo que hicieron fue que me quitaron la ropa que llevaba puesta y me dieron un uniforme con rayas como los de los presos. La ropa que yo llevaba era el traje de novio de mi padre, porque no había otra cosa. Los pantalones que tenía eran todos remendados. Cuando me echaron de allí, aquel traje ya se lo habían dado a otro. La monja que me dio la ropa no lo pudo encontrar, me dio otro que me iba bien. Allí estuve tres meses, que eso decían que era el tiempo mínimo que tenía que estar el que entraba allí. Entré a últimos de junio, salí el 26 de septiembre. Mi madre, el día que me dejo allí se encontró por la calle a uno de Hinojosa que era militar. Se conocían de niños. Él le dijo: “¿qué haces tú por aquí, Petra? Le contó por lo que había ido y mi madre, como siempre con lágrimas en los ojos, le dijo lo que pasaba. Le dijo a mi madre que le diera la dirección donde me había dejado. Se la dio, le dijo a mi madre vete tranquila a Hinojosa ya me encargaré yo de que a tu hijo lo atiendan bien. No sé si aquel hablaría o no, pero si habló, y me trataron como lo hicieron… Si no hubiera hablado hubiera sido una víctima más de tantas como hubo en Córdoba y también en aquel hospital. De comer se


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comía regular, porque había gente que tenía que pagar, y gente como yo. También había presos que los habían llevado allí pero los trataban como bestias, no como a enfermos. A los que trataban mejor era a los que pagaban. Hay que mirar siempre por el más pudiente. Allí no iba a ser distinto que en otras partes. Allí habíamos gente cuando a ellos les salía de los cojones. Me metían en una celda, había un corredor, estaba lleno de celdas como las que yo vi después cuando tumbaron la cárcel en el ayuntamiento de Hinojosa. De largas eran lo mismo y un poco más anchas. Había un loquero que la noche que él estaba de turno, llenaba todas las celdas de gente. Aquel sí que tenía mala leche. Allí no había colchones ni mantas, sólo había cascaras de panochas de maíz. Yo dentro de lo malo tuve suerte que era en verano. Los pobres que estuvieran en invierno no creo que pudieran dormir en toda la noche. Cuando me entraba allí aquel que era tan malo con una cadena que tenían enganchada en la pared me ataba de un pie como si fuera un cerdo. Una noche entraron allí conmigo a otro. Yo estaba durmiendo, no me di cuenta. Una de las veces que me fui a dar la vuelta, con la mano le toque una pierna. Allí no había luz siquiera, me dio un buen susto. Le dije “¿cómo es que estas tu aquí?, si esto sólo es para uno”. Me dijo me han metido aquí porque no había más celdas vacías. Cuando estaba de guardia el que me metió allí, ese día hacía que nos pusiéramos como nos parió nuestra madre, nos hacía meternos en un pilón que había lleno de agua, nos estaba él contemplando como estábamos tiritando, aunque era en verano en aquellas horas hacia frio metidos en el agua y a la sombra. Aquel tío me dijo una tarde que fuera con dos hombres a hacer las camas de un pabellón. Yo hacía pocos días que había sentido a otro de aquellos enfermeros o loqueros que le dijo a un joven un poco mayor que yo, que fuera a hacer las camas. Él le dijo que estaba allí para curarse y no para hacer camas. Aquel sería de los que estaban allí pagando, el otro no le dijo nada. Yo como que había sentido aquello cuando me dijo que fuera a ayudarle a hacer las camas le dije que estaba para curarme y no para hacer camas. Mala cosa le dije, se quitó un cinturón que tenía de esos anchos y me puso el cuerpo que no se me enfrío en


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unos pocos de días. Como que ellos tenían carta blanca en todos sitios, a quien iba yo a reclamar. Después del cuerpo caliente tuve que ir con los otros dos hombres, ellos eran mayores y me dijeron para que le dijiste nada. Haberte venido y si no querías hacer camas, te hubieras quedado aquí con nosotros. Suerte que había también buenos. Uno que iba yo con él a por hierba con un carro a las huertas de Córdoba, aquel hombre cuando pasábamos por una churrería compraba churros para los dos. A la huerta que íbamos a por hierba había árboles frutales. Yo le decía al hortelano “¿puedo coger una de las manzanas que hay en el suelo?” Él me dijo “coge las que quieras, pero del árbol, que las del suelo no son buenas”. Así estaba siempre deseando que fuéramos a por hierba. En el hospital aquel había una huerta. En la noria que había allí me dijo uno que había estado escondido el Dr. Romera en la guerra. Allí fue donde lo cogieron y después lo fusilaron. Yo cuando me dijo que si había oído hablar de él, le dije que sí. Porque él fue el que intervino para que echaran los presos, entre ellos a mi padre, para que no le pillara el alzamiento en Córdoba. Le conté lo que le hicieron a mi padre después de la guerra. A aquel y a otro los habían traído allí de la cárcel y hacían de albañiles. Me decían es mejor estar aquí trabajando y comiendo bien que morirse de hambre en la cárcel, como les pasa a muchos. Si no los fusilan los dejan morir de hambre. A mí me pusieron unas inyecciones que me comía todo lo que pillaba. Un día le pedí a un hombre mayor que estaba en la mesa conmigo comiendo que me diera un poco de comida que le había sobrado. Uno de los que hacían de albañiles me dijo tu eres muy joven y tienes mucha vida por delante, no te comas las sobras de nadie, porque te pueden pegar alguna enfermedad, no volví a hacerlo. Un día trajeron a uno que vimos que era brigada de la guardia civil, porque venía con el uniforme. Aunque pronto le dieron uno como el que llevábamos muchos. Uno de los que hacían de albañiles lo conoció y le dijo “Ya estás pagando lo que debes, bicho, ahora te tenían que dar a ti lo que tú hacías, que se comieran los presos los trozos de carne que le cortabas a los muertos”. El brigada no le dijo nada, estaba como disipado. Yo estuve oyendo la conversación y le dije al que hacía de albañil “eso que tú le has dicho a ese será mentira”. Él me dijo “si


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fuera mentira iba a decir una cosa de esas. Nos cogieron prisioneros a unos cuantos y cortó carne de las piernas de los muertos y le dijo a uno que se comiera un trozo. Aquel brigada duró allí pocos días, se murió. Cuando vinieron sus familiares al entierro, un hijo que era teniente de la guardia civil dijo que su padre no estaba para morir tan pronto, que le habrían puesto una inyección para matarlo. Fuera lo que fuese murió. También había dos de Belalcázar. Uno me dijo que cuando hacía vida matrimonial se ponía como loco, lo tenían que internar, no sé si me engañó o no, lo cierto es que estaba allí. Ese mismo me dijo que si yo no había oído hablar de uno de Hinojosa, que mató a su madrastra y a su padre, después cargó los burros de trigo y se fue desde el cortijo que lo hizo a Pueblonuevo a venderlo. Yo le dije “eso que me dice me lo contó a mí un hombre que trabajaba con él en una tejera, pero eso hace mucho tiempo y no sé si estará en la cárcel o estará muerto”. Él me dijo “ves a aquel que viene por ahí, es ese”. Iba con un carretillo de mano. Yo no hablé nunca con aquel hombre. El de Belalcázar me dijo que estaría allí aquel hombre hasta que muriera, porque no venía nadie a buscarlo. Un día fui a la huerta del hospital y estaba mirando el agua de la alberca; vino una monja que me vio por allí, y me dijo “¿tú sabes nadar?” Yo le dije que sí. Me dijo échate a la alberca que te vea yo a ver si nadas bien. Yo me di media vuelta y me fui de allí, pensé no me vaya a salir caro el baño, cualquiera sabía lo que podía pasarme si aquella dice que lo hice porque quise. Otro día, otra monja más vieja me dijo “tú quieres que nos moramos los dos y así iríamos al cielo”. Suerte que estuve allí poco tiempo, porque aquello era una olla de grillos, estaban las monjas y los enfermeros peor que los enfermos. De los médicos no digo nada porque yo sólo vi a dos y poco tiempo hablé con ellos. Cuando llevaba allí dos días me llamaron y fui con uno que me hizo cuatro preguntas. Sólo me dijo que pronto me iría a mi pueblo. Tres días antes de que me echaran de allí me volvieron a llamar. Otro médico me estuvo mirando los ojos y dándome golpes con una varilla en las rodillas y los codos. Me señalo una bombilla y me dijo que le dijera que era aquello. Le dije “una luz” y me dijo vete donde estabas. Y a los tres días vino una


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vecina que ya había estado otras veces a verme. Como mi madre tenía tanto dinero, no podía costearse el viaje, aquella vecina y una sobrina suya que estaban en Córdoba y iban a Hinojosa, me fui con ellas para el pueblo. Aquella vecina se llama Mercedes y su sobrina Inés. Salí de aquel manicomio con la cabeza que parecía una bombilla. Allí no te dejaban crecer el pelo ni un centímetro. Me fui con ellas donde ellas paraban. Como que era la feria de Córdoba le dije “voy a ver lo que hay ahí”. Ellas me dijeron ven pronto no te vayas a perder. Ellas no estarían tranquilas que vino la sobrina enseguida a buscarme. Era cerca de los jardines y yo estaba mirando unos muchachos que estaban patinando. La Inés me dijo quieres un helado, le dije que sí. Compró uno para cada uno. Nos fuimos a la casa hasta que fue la hora de coger el coche de línea que iba a Hinojosa. Cuando llegamos a Villarta paró el coche, había un hombre vendiendo piñas. Le dije a la Mercedes “¿me quiere dar una peseta para comprar piñas?” Por la peseta me dieron cinco piñas. Cuando llegamos al pueblo le dije a la Inés, coge alguna piña para vosotros, me dijo llévatelas tú para tus hermanos. Poco valían las piñas aunque eran gordas, pero yo las llevaba como si fueran un tesoro. Aquella muchacha estuve muchos años sin verla, pero cuando vino la democracia he ido al pueblo más continuo, ya la he visto tres o cuatro años seguidos. A su tía no la había visto desde que me fui a la mili en 1945 hasta el año 1987. Nos alegramos mucho de vernos y comentamos algo de aquellos tiempos. A ella fue a la que le dieron los papeles de mi alta en el hospital, ella fue la que se los dio a mi madre. En los papeles decía que sería bueno que me tuvieran una temporada en el campo, y que mi familia sería responsable de mis actos. Mi madre buscó alguien que tuviese una casa vacía y se la quisiera dejar para que pasáramos allí mi convalecencia. Una mujer que su marido se tuvo que exiliar a Francia para no perder la vida le dijo a mi madre “por ser para ti te daré las llaves de la casa y cuando quieras os vais”. Aquella era la mujer de Chironte. Ellos tenían aquella finca en el Combo, donde había estado mi hermano de pastor, los tres linderos del Combo conocían a mi hermano, de cuando había estado de pastor con la Matilde. Aquello nos valió para que aquellas familias nos ayudaran. Había una familia de Belalcázar, el hombre se llamaba Manuel Luna, aquel matrimonio


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tenía dos hijos un varón y una hembra. Aquella mujer le daba a mi madre lo que podía. Mi madre le ayudaba a hacer las cosas de la casa. A mi hermano, que ya tenía dieciséis años, le dijo el Manuel “gordito (que era como le decían a él cuando estuvo con la Matilde) tú te vas a venir conmigo para que me ayudes a arar”. Y cuando empezaron las bellotas estuvimos cogiendo bellotas con ellos. Nos pagaban el jornal. Cuando echó mi madre cuentas con ellos de lo que nos tenían que dar, como ellos tenían lechones para vender, les compramos dos lechones, al destete. Luego nos dejaban coger bellotas para nosotros en lo que ya las habían cogido para ellos, como que siempre quedan algunas. Aquella familia nos daba también la leche que nos hacía falta. Yo también ponía allí las trampas para coger los pájaros, entonces había muchas clases de pájaros y cogía bastantes. Cuando iban mi madre y mi hermana María al pueblo, llevaban algunas docenas para vender. Ellas iban todas las semanas al pueblo, porque a la Hermandad de Labradores, o cosa por el estilo, se le movió la conciencia y le daban a mi madre para mí, que como estaba tan delgado y no teníamos nada para sobrevivir, le daban el pan, carne, aceite y garbanzos. Con unas cosas y otras íbamos tirando como podíamos. Después de muchos años, he leído yo que lo que daban a los que estaban como nosotros, decían que eran de la Hermandad de Labradores, pero según leí yo eran de unos que cuando murieron, dejaron sus bienes para gente necesitada; como sea, gracias por ello. No me quiero dejar los herederos de la Matilde que también nos ayudaron lo que pudieron. También tuvo mala suerte el hijo de la Matilde, que con la escopeta que le dejó su padre, un día cazando vio moverse una cosa entre unas retamas, disparó creyendo que era una perdiz y le salto los sesos a su hijo que tenía nueve o diez años. Aquel, de ver los sesos de su hijo, como yo la sangre de tantos inocentes, entre ellos la de mi padre, él también se puso como loco, se quería matar. Le tuvieron que quitar la escopeta y vigilarlo. No lo metieron preso porque el que iba cazando con él era el pistolero que mató al soldado el día que vinieron los del Terrible, el atontado de Armando, que cuando yo tenía diez años, él era ya un mozuelo. En el convento de los frailes se ponía en la puerta y con una caña y papeles que les hacía un agujero, los tiraba para arriba, con aquello quería coger vencejos. Los muchachos nos reíamos de él por las tonterías que hacía.


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Como que no servía para otra cosa se hizo pistolero, después falangista. Ya está donde nos espera, hace tiempo. Nosotros nos fuimos al pueblo para Navidad, nos llevó Manuel Luna con su carro lo poco que teníamos allí. Allí algunas veces habían venido algunos vecinos a vernos, estábamos del pueblo a 4 ó 5 Km. El día que nos veníamos había venido un vecino a vernos, se llamaba Manolo, y como que en el carro no podíamos llevar los lechones, le dije a mi madre: usted se va con la María, la Carmela y el Fulgencio en el carro, y Manolo y yo nos vamos andando con los cochinos. Así lo hicimos. Había dos caminos, uno que iba por medio del campo de aviación y otro hacia la derecha según íbamos nosotros. El que atravesaba el campo de aviación era el que salía más cerca de la calle Fontanilla, que era la calle donde vivíamos. En el campo de aviación había un guarda más malo que la paja de haba, que no la comen ni los conejos, ese también hace tiempo que se murió. Le decían el Colorado. Cuando estábamos casi fuera del campo de aviación vino y nos hizo volver para atrás y tuvimos que irnos por el otro camino. Por más que le dijimos que nos dejara salir por allí no fue posible, nos decía que si no le hacíamos caso nos pegaría un garrotazo y nos dejaría allí tendidos. Aquel campo de aviación lo hicieron los rojos en la guerra. Le vino bien a aquel sinvergüenza para ganarse un buen jornal. Un día de bueno que era quisieron matarlo los de la sierra, se salvó porque un pastor los engaño, cuando le preguntaron que si estaba allí el Colorado, él sabía que estaba y dijo que no. Después les dijo a los de la sierra que le dejaran ir a buscar a las ovejas que se habían metido en el trigo. Se fue por detrás de la casa y le aviso de que estaban allí en el refugio del campo los rojos, le habían preguntado si estaba en la casa. Se fue el Colorado por detrás de la casa al pueblo. Avisó a la guardia civil y tuvieron un tiroteo. Mataron a uno de la sierra que era de Hinojosa, le decían el Tigre. Eso se lo decían antes de irse a la sierra, pero en la sierra justificó su mote. El otro que iba con el le decían Saltacharquitos. Aquel día se escapó quitándole a uno una mula y metiéndose en una alameda. Moriría donde fuese. Porque en el pueblo no han dicho nada de donde murió. Lo que sí sé es donde murió un hermano suyo recién


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licenciado. Fueron un día una pareja de guardias civiles donde estaban trabajando su padre y él y le dijeron al padre que se fuera con ellos que le iban a hacer unas preguntas. Él le dijo que si podía ir él en vez de su padre. Lo montaron en un sidecar. Cuando les pareció a los guardias civiles le dijeron “ya puedes irte con tu padre”. Ya habían andado unos Kms del pueblo. Cuando anduvo unos pasos le hicieron una descarga por la espalda y lo mataron. Con eso justificaron la ley de fuga, que decían ellos. Cuando murió el Tigre fue en 1948, en el mes de mayo. El día después de su muerte venía yo a Hinojosa, había estado trabajando en el pantano de Barasona (Huesca). Al hermano del Saltacharquitos lo mataron después, por eso digo yo que la guerra no terminó el día 1 de abril de 1939, sino muchos años después. Nosotros cuando nos vinimos del Combo al pueblo, mi hermano era el que salía con los cochinos por aquellas eras y por la Colada, con otros muchachos que también tenían cochinos. Así tenían los cochinos comiendo hierba todo el día. Aquellos muchachos les decían los porquerillos caseros, que se comían la merienda detrás del almuerzo. Como que se quedaban con hambre después del almuerzo, cuando salían del pueblo ya empezaban a comerse la poca comida que llevaban para la merienda. Después se venían a media tarde con más hambre que sueño. Yo como que no había trabajo, iba a por leña. Unas veces iba con un burro que me dejaba un vecino y la leña que traía la partía para los dos. Otras veces hacía yo de burro y la traía a cuestas. No me quedé para no poder trabajar como me pronosticaron aquel par de melones que hacían de médicos. Entramos en el año 1944, cuando empezó mejor tiempo empezaron a arreglar las calles y me dieron trabajo en ellas. Trabajé dos semanas, que era lo máximo que podías trabajar, porque había muchos parados y poco trabajo, después tenía que salir por aquellos campos a buscar gomas. Un día vino uno cuando empezó la primavera, él tenía una alfarería que hacían cántaros, me dijo que le habían dicho que yo sabía hacer tejas. Le dije que sí. Me dijo que si quería hacerle tres o cuatro mil que le hacían falta. Se las hice. Yo tenía que hacerlo todo. Hacer el barro, cortarlas y tenderlas y recogerlas. A aquel le decían Pampanito.


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Cuando terminé de hacer las tejas, empezó a hacer buen tiempo. Me dedicaba a ir a los arroyos a coger peces, algunos días venía mi madre conmigo para cuando los sacaba del charco, se los echaba fuera para que los cogiera. Yo tenía buena maña para coger los peces en las cuevas y debajo de las piedras, también cogía lampreas y ranas. Con lo buenos que estaban aquellos pececillos y las ancas de las ranas, y teníamos que vender la mayor parte para poder comprar el pan y otras cosas. Los vendíamos en los bares para que se los comieran los sinvergüenzas de los señoritos de tapas. Porque los jornaleros no podíamos casi comer, como íbamos a poder comer tapas. Tuvimos que esperar mucho tiempo para poder pedir una ración de tapas, pero hoy hace ya años los obreros somos los primeros en comernos las mejores tapas, aunque nos ha costado la sangre de muchos de los nuestros. El sudor y las lágrimas nuestras, pero a nuestros antepasados también les costó y no pudieron hacerlo de tutearse con la burguesía, pero sí fueron capaces de dejar la tierra abonada, aunque muchos fue con su sangre, para que nosotros hayamos podido recoger el fruto. Gracias una y mil veces a los que nos quitaron los abrojos del camino para que nosotros podamos andar mejor…

En el año 1944, cuando terminé de ir a por peces, fui a la siega. Es uno de los trabajos más fuertes que tenían los hombres del campo; entonces se hacía con la hoz, pero por lo menos sabías que cuando llegara la noche además de tener muchos dolores en el cuerpo también tenías un jornal. Como yo los peces los cogía con la mano tenía que estar cuatro o cinco horas metido en el agua y después tener que ir a venderlos. Aquel verano también estuve segando 25 ó 26 días, entre unos y otros. Primero fui con uno cerca de la estación de Zújar, allí estuvimos 8 días, nos quedábamos a dormir, porque eso está del pueblo a unos 12 Km. Nos daban un Kg de pan para cada día y lo demás lo teníamos que llevar nosotros, morcillas, tocino, bacalao (allí le decían curbina) y los garbanzos que nos cocía una mujer que su marido era pastor. El tocino y la morcilla se derretían en la fiambrera, suerte que en aquellos tiempos no había pan duro que se quedara sin ser comido. De eso de comer la morcilla y el tocino derretido en la fiambrera saben bastante


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los hombres que como yo íbamos a la siega en aquellos tiempos en que muchos dicen que las maquinarias han quitado muchos lugares de trabajo, pero más han quitado de malos trabajos que se pasaban. El día que nos íbamos a venir terminamos la siega al mediodía y dijo el manijero: “Cuando terminemos de comer nos vamos al pueblo”. Pero después de la comida vimos que hacía mucho humo en dirección a Zujar y tuvimos que ir a apagar un fuego que por lo que decían lo había provocado la máquina del tren, que entonces funcionaban con carbón. Era la primera vez que había visto lo que era capaz de hacer un fuego así, porque además quemó hasta una finca de garbanzos todavía medio verdes. Ese fuego, por mucha gente que vino, era imposible apagarlo. Sólo se consiguió cuando llegó hasta la carretera que va para Belálcazar y por el otro lado hasta un arroyo. A mí se me descosieron la costura de la caña de los pantalones y como no tenía otros tuve que llevarlos así hasta llegar a mi casa. Aquel verano fue de tormentas y un día suerte tuvimos cuando empezó a llover y el manijero nos dijo: “Vamos al chozo de los pastores que esta tormenta no me gusta nada”, y así lo hicimos. Cuando pasó la tormenta y fuimos a la encina donde teníamos el hato, vimos que los cántaros del agua estaban caídos. A la encina le había caído un rayo y sacado rachas; también partió una hoz. Aquel día pudimos haber muerto alguno de nosotros pero no estarían nuestros días cumplidos. Después fui a segar con Manuel Tropa. Eso era en la Trampa, y de allí sí veníamos al pueblo a dormir. Allá estábamos un primo mío, Manolo Calzadilla, dos mujeres, el dueño y su hijo Elías. Una de aquellas mujeres tenía un hermano que fue de los que tuvieron que exiliarse y decía que quizás había muerto porque no le escribía. Yo había oído que alguno de los que habían ido a Francia de allí habían marchado a México y le comenté: “Quizás su hermano había ido también a América”. Más tarde la vi un día y me dijo que le había escrito finalmente su hermano desde México. Fui aquel año a segar otros días con mi vecino Vicente, el tío de la Anita Ruiz, la que tantos días nos dio pan para poder conciliar el


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sueño, “que como te acuestes desmayado, no puedes conciliar el sueño y sueñas despierto con todos los panaderos”. También fui otros días con otro vecino, Farruco, al cual le habían derribado su casa las bombas, en la Gesa, que había arrendado él un trozo de tierra. Aquello está cerca como lo de Vicente y veníamos a dormir a casa; también nos cogió una tormenta. Una tarde Farruco había venido a traer un carro de mieses a la era y sus hijas y yo nos vinimos al pueblo. Cuando llegamos a la carretera que va para Pozoblanco pegó un trueno que hicimos como cuando venían los aviones a bombardear, tirarnos al suelo. Después nos metimos en la huerta de Dientes, hasta que pasó la tormenta. Cuando terminamos de segar ayudaba a Vicente a carretear (eso es llevar las mieses a la era), y después de lo pesado que era, teníamos que ir a espigar, y eso era más complicado. Voy a explicar lo que nos pasó en tres días y lugares distintos. Un día fuimos mi hermana Mari y yo a espigar a los lotes. Nosotros espigamos en el de Noguero y cuando pasamos el arroyo del Tocón vimos venir los falangistas, que como dije anteriormente hacían de guarda. Cuando los vimos yo le dije a mi hermana: “Corre que nos escondamos para que no nos vean”. Nos vieron y nos llevaron al lote de Rafaelito de la Jacova. Cuando llegamos a la era estaba allí una de las hijas de Rafaelito. Nos conocía del tiempo de la guerra, cuando íbamos a por leche a su casa. Nosotros estuvimos en el lote de Ropero. Los falangistas le dijeron: “Estos han cogido estas espigas en vuestro lote, que las vacíen allí en vuestra era”. La muchacha, aunque yo digo muchacha ya tenía cerca de 30 años, les dijo: “Si las han espigado en nuestro lote, que se las lleven, que bastante trabajo han tenido para cogerla una a una”. Le dimos las gracias a la joven muchacha y nos fuimos. Aquel día llevamos a casa el fruto de nuestro trabajo. Otro día fuimos mi hermano y yo, la Mari no volvió ningún día más a espigar conmigo. También mi hermano lo hizo pocas veces, él iba con otros muchachos y muchachas más pequeños, no por eso menos atrevidos. El día que vino mi hermano conmigo fuimos a otro lote, llamado de la niña de Don Tomás. Cuando llegamos había varios montones de haces en la finca, las angarillas que se dice en Hinojosa,


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pero nuestro saco lo habíamos llenado con las espigas que espigamos de las que caen al suelo cuando se siega. Cuando nos disponíamos a irnos llegó un hombre, no sé qué misión era la suya en el lote, lo que sé es que cogió el saco, roció las espigas y quiso romperlo. Mi hermano, como he dicho anteriormente, que no por más pequeño, no menos atrevido que yo, cuando vio que aquel hombre nos quiso rajar el saco, le dijo: “Antes de que usted raje el saco me tiene que rajar a mí”. Se puso con el hombre hecho una fierecilla y éste nos dejó el saco y nos dijo: “Como os pille otro día aquí ya veréis lo que os haré”. Eso era ya cerca de mediodía. Con el saco vacío nos íbamos para casa y mi hermano decía: “No nos vayamos sin espigas”. Yo le dije: “¿Y a estas horas qué quieres que hagamos?” Vimos una haza que todavía no se había llevado los haces y cogimos medio saco de espigas. Así había mucha gente que cogían las espigas de donde podían, es porque si los pillaban igualmente se las quitaban. Lo que también hacíamos muchas veces era ir con gente que estaba segando y les decíamos que si querían dejarnos espigar. Habían de todos, unos decían que si y otros que no. Pero después de que sacaban las angarillas quedaban espigas donde habían estado los haces y volvíamos a ir a espigar. Un día, cuando ya no había haces y estaban los cochinos en la rastrojera, fuimos cuatro varones y dos hembras a espigar, bastante lejos del pueblo, a Cogollarta. Como sabíamos que aunque no fuésemos donde no había angarillas nos quitaban las espigas, por eso llevábamos un saco y una talega un poco grande. Cuando teníamos unas pocas en el saco, las escondíamos, y con la talega íbamos cogiendo; cuando la teníamos llena la volvíamos a llevar al saco y así íbamos haciendo. Cuando estábamos entusiasmados con nuestra tarea levantó uno la cabeza y nos dijo: “De la casa de Cogollarta viene un guardia civil para acá”. Ya no pudimos salir corriendo, aunque de los falangistas había quien había huido corriendo (a algunos los habían tiroteado), de los guardias poco nos hubiera valido hacerlo. Cuando llegó el guardia civil nos dijo que si teníamos permiso para espigar allí. Le dijimos que no y nos dijo: “Venid conmigo”. Nos llevó a la casa. Aquel guardia civil tenía más barba que Fidel Castro, aunque en aquellos tiempos pelaban


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al cero a todos los militares. Aquellos estaban allí para perseguir a los de la Sierra y como no cogían a éstos se divirtieron con seis pobres personas que íbamos a buscar un trozo de pan para los nuestros y nosotros mismos. Cuando llegamos a la casa ya estaban un sargento y dos guardias civiles más en la puerta. Nos dijeron que pusiéramos en el patio de la casa las espigas que llevábamos. Se quedaron todas las espigas y los sacos. No fue aquello lo más malo. Después de que nos tuvieron allí un buen rato haciéndonos preguntas les dijo a los dos más grandes que se dieran tortazos uno al otro. De aquellos dos uno hacía poco tiempo que se había licenciado, y le decía al sargento: “¿Mi sargento dejo de darle ya guantadas a éste?” y el sargento aquel le decía: “Dale hasta que me duela a mí”. Cuando terminaron los dos primeros nos tocó a mí y a otro. Empezó el otro a darme guantazos a mí y cuando le pareció al sargento aquel me dijo: “Ahora dale a ese más fuerte por las que te ha dado él a ti”. Yo le dije: “Estoy mareado y no puedo pegarle a ese”, y no me dijo nada más, sólo que nos fuéramos a unos portales que había. Allí nos tuvieron hasta que quedaba poco sol, sin comer ni beber todo el día. A mí no me obligó aquel a que le pegara al otro porque mientras me estaba pegando a mí Alvarillo le dijeron las mujeres que yo hacía poco que había venido del manicomio. Por eso dijeron que dejáramos de pegarnos, sino no sé lo que nos hubieran llegado a hacer aquellos tíos, que eran la fuerza pública que había en aquellos tiempos. Voy a poner los nombres que recuerdo de los que estábamos cuando nos hicieron eso. Uno ya he dicho que es Alvarillo, otro su hermano Antonio; de las mujeres, una era Antonia Jurado, que aunque llevara el mismo apellido que yo, si es parienta mía será muy lejana, la otra se llama Dolores; otro es el cuñado de ésta y no me acuerdo de su nombre, porque no llegué a aprendérmelo, ya que sólo llegó a venir aquel día con nosotros y además en el pueblo, al ser mayor, tampoco nos juntábamos. Cuando nos dieron la orden para que nos fuéramos para Hinojosa, nos dijeron lo de siempre cuando los civiles nos cogían en algún sitio: “Como os apartéis del camino os pegamos un tiro en la sien o en la nuca”. Pero nosotros, como pudimos, nos guiamos a una cañada donde


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teníamos escondidas las espigas. En el camino a nuestra casa pudimos beber agua en un pozo, con eso matamos la sed y el hambre. Que remanso de paz en Hinojosa del Duque, en aquellos tiempos. Aquel año mi madre le dio a su hermano Alfonso la tierra para que la sembrara a medias. A nosotros nos tocó 10 fanegas de trigo, y como que mi madre fue a la era el día que la limpiaron, mi tío no pudo manipular aquello y le dijo a mi madre que él ya no podía sembrarla más. Ese hermano de mi madre dice ella que mientras mi padre estuvo en la cárcel no fue capaz de darle un puñado de garbanzos para ponerle a su marido un puchero. Arreglada estuvo ella con la familia de una parte y otra. Los que tenían para haberle dado algo no tenían voluntad y los que tenían voluntad no tenían nada para darle. Después del espigo tuve que volver a ir a por peces y ranas. Había días que íbamos otro y yo y con un cubo vaciábamos pozalcones que hacían cerca de las cañadas para regar los tomates, que cuando nosotros hacíamos eso era en el tiempo de los melonares ya que cuando quitaban las tomateras no había que regar. En algunos pozalcones cogíamos bastantes ranas, en otros menos. Habían algunos que después de sacar durante un par de horas agua, cogíamos medio quilo de ranas, y otros días 3 ó 4 kilos. Hay quien dice que los andaluces somos perros y mira lo que teníamos que hacer para poder ganar dos pesetas. Los perros señoritos no fueron capaces ni de mirar por los hombres y mujeres jóvenes que íbamos creciendo después de la guerra y por no querer o no saber explotar a las tierras y a nosotros tuvimos que buscar otras. Allí teníamos que seguir luchando como fuese para poder sobrevivir. Cuando empieza noviembre empiezan las bellotas a ponerse medio maduras, y ya tenemos otra vez la danza bellotera, unos a coger bellotas y otras a quitárnoslas. Ya empezaba de nuevo el remanso de paz en un pueblo de la sierra cordobesa. Yo digo lo que viví… pasaría igual en muchos pueblos, pero donde lo viví fue en Hinojosa del Duque, pueblo campero del Valle de los Pedroches. Sería un granero, pero a tortazos querían que nos quitáramos el hambre los jornaleros.


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Voy a contar una anécdota de las bellotas, aunque no será la última. Muchos días se ponían los falangistas en la entrada del pueblo y allí iban esperando a los belloteros, y cuando tenían unos cuantos se iban con ellos al cuartel de los guardias. Mientras, otros se quedaban esperando para seguir cogiendo los que iban llegando. Mi madre se enteró de lo que estaban haciendo y tuvo una genial idea, y una mujer a la que decían la Ríos la terminó de realizar. Mi madre se puso la artesilla en la cabeza y se iba para el pilar para cuando viniera yo con las bellotas echarlas en la artesilla; así parecía que viniera de lavar. La Ríos, cuando la vio con la artesilla sin ropa ya sabía dónde iba y le dijo: “Petra, espera que te falta una cosa para tapar las bellotas” y le dio una sábana y así pudimos aquel día salvar las bellotas. Fuimos unos de los pocos que aquel día escapamos de que nos quitaran las bellotas.

[Esta foto fue hecha el día 6-8-1999 en Los Lotes, término de Hinojosa del Duque. Cuando vinieron los tractores, arrancaron a cientos encinas como esta que hay a mi espalda.]


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Aquel año, después de las bellotas, hicimos nuestra matanza; con eso y con el trigo que nos tocó de la recogida de la tierra que mi tío había sembrado a medias con mi madre teníamos para pasar el invierno. Los que comimos más de la matanza y del trigo fuimos mi hermano y yo porque nos fuimos con el marido y un hijo de una prima de mi madre a hacer carbón a los Tagarrosos. El marido de la prima de mi madre era el que hacía las carboneras y las quemaba, también era él el que iba al pueblo a llevar el carbón y el picón y alguna poca de leña, y también nos traía la comida. El hijo de la prima de mi madre, Juanito, que ese es su nombre, mi hermano y yo éramos los que, además de recoger las ramas de las encinas para hacer el picón, también hacíamos el trabajo más importante: arrancar las peanas de los chaparros que habían arrancado en la guerra. De aquellas toconeras hacíamos el carbón. Allí trabajábamos desde que salía el sol hasta que se hacía de noche. El día que había que hacer el picón, Juanito y yo teníamos que levantarnos más pronto, porque decía Andrés que cuando no hace viento es antes de que salga el sol y para entonces teníamos que tener hecho el picón. Si hacía viento se desperdiciaba más leña. Allí Juanito, mi hermano y yo, en los ratos libres que teníamos después de la comida del mediodía, sacábamos espoletas de los proyectiles; cuando Andrés iba al pueblo se las llevaba y las vendía, y con el dinero que le daban nos compraba tabaco. Para buscar las espoletas seguíamos el surco que hacen los proyectiles cuando caen al suelo; al final del surco, donde explotaban, estaba la espoleta. A poco que escarbábamos las encontrábamos. Durante el tiempo que estuvimos allí, sólo fuimos los cuatro al pueblo dos veces: para Nochebuena y el día de San Sebastián. Yo, además, fui el día que me tenía que marchar a la mili. En aquel cortijo estaba el Tófilo, con el que descargamos el carbón para la Josefina Bigara y que tan bien nos lo pagó. Allí estaban sus padres y hermanos; el primero y él hacían de pastores y de guardas en la finca. Ellos algunos días nos daban leche para las migas y comíamos migas canas como le dicen en Hinojosa a las migas con leche. Mi hermano y yo pensábamos que estaríamos trabajando a la parte con el primo Andrés y su hijo, aunque ellos se hubiesen llevado tres partes por la mula y el carro pero no fue así. A mi madre le iba dando


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algún dinero y alguna poca de leña cuando iba el Andrés al pueblo, echaba unos haces de leña y unos días las dejaba en su casa y otros días las llevaba a la nuestra y un día que le dio a mi madre un poco de dinero, le dijo: “No sé cuánto te deberé, a los muchachos les daré 10,50 a cada uno, con los dos estoy muy contento de lo que trabajan”. Mi madre le dijo: “Pues con lo que trabajan, si no hubiese sido por la matanza que hicimos y el trigo que cogimos, con ese dinero, ¿cómo íbamos a poder comer nosotras [o sea mi madre y mis hermanas] y mandarles la comida a ellos?” Él le dijo: “Otros ganan menos”. Y yo digo: otros que no trabajaban no ganaban nada. Estando allí hubo días que por la Sierra de Villanueva del Duque tenían tiroteos la Guardia Civil y los de la Sierra. Parecía como en plena guerra; pasaban ambulancias después de aquellos tiroteos. Eso era ya a principios de 1945; por eso digo yo que la guerra continuaba y ya dije que no sé qué fecha que había que poner como final, si ha llegado o no. Para muchos de los que la vivimos vendrá con nosotros a la tumba, nos afectó tanto que no hay forma de quitárnosla de encima. De aquella finca nos mudamos a otra porque ya no había allí toconeras y fuimos a otra. Los arrendatarios eran de Villanueva del Duque, y aquel matrimonio, cuando venía la Guardia Civil, les tenían que dejar a ellos su cama y ellos tenían que acostarse en una jarda. También tenían que darles la comida. Y no decir nada, porque en aquellos tiempos un guardia civil era un Dios. Así va el mundo, unos tan bien y otros tan mal. De los civiles que venían por allí, uno era un cabo que estaba destinado en Villanueva del Duque. De este decían los de allí que cuando había baile entraba el hijo de ….… y cuando quería bailar con una mujer, fuese casada o soltera, decía al hombre con el que estaba bailando, “deja a ésta que voy a bailar yo con ella”. Si en aquellos tiempos hubiese habido tantos coches como hay ahora, no hubiesen sido tan sinvergüenzas como eran. Hoy se me ponen los pelos de punta cuando matan alguno, sea guardia civil u otros, pero aquellos se tenían que haber muerto de repente. El día que yo me vine de los Tagarrosos para el pueblo, aquella mañana habían tenido un encuentro la Guardia Civil con los de la Sierra. Aquellos civiles estaban de puesto en Hinojosa y como los de


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la Sierra no querían matar guardias civiles, como no fuera en defensa propia, que bien tontos eran, ya que los guardias los fueron matando a ellos sin compasión. Los guardias pasaron cerca de donde estaban los de la Sierra, en un cercado. Los dejaron pasar, aunque si hubiesen querido los hubiesen matado, y los civiles ni se hubiesen enterado. Pero al poco rato volvieron atrás; por lo que se dijo en Hinojosa, porque en la casa donde había dicho que les pusieran el cocido se habían olvidado de dejar el “abio” (morcilla, tocino y carne), y volvieron para dárselo. El cabecilla de los guerrilleros era uno que le decían Cuatete, el cual pensó que volvían los guardias civiles porque los habían visto. En vez de entre todos haberle plantado cara a los civiles, les dijo el Cuatete a los otros que se fueran; cometió una imprudencia y le costó la vida a él sólo. Uno de los disparos que hizo él con una pistola le cortó el lóbulo de una oreja a uno de los guardia, por poco no le voló la cabeza. Después me enteré que aquel, a las jóvenes que iban con un poco de estraperlo a Pueblonuevo, si no querían que se lo quitara, se le tenían que entregar para abusar de ellas. Pues aquel fue el que mató a Cuatete, quien estando herido de muerte por otro civil, se tiró a él con un puñal que tenía, y el guardia lo terminó de matar. Aquel fue el único día que yo vi el cadáver de uno de los que mataron en la Sierra. Cuando yo llegué a Hinojosa lo tenían en un camión delante de la puerta de Pedrajas, para que lo viesen los que quisieran. Yo iba a la plaza y tenía que pasar por allí y por eso lo vi. Lo estaba lavando una mujer porque la cara la tenía llena de sangre y polvo. Para que le viesen la cara lo mandaron lavar; la mujer que lo hizo era una que siempre pedía por el pueblo, a ella le dijeron que si no le daban miedo los muertos, y ella dijo que los que le daban miedo eran los vivos. Por si en Hinojosa no habíamos visto bastante sangre y muertos nos pusieron aquel para que no se nos olvidara lo que nos podían hacer. ¡Qué escuela más bonita nos estaban dando!, como para que se nos quite, como yo digo, del cerebro. Ya dije cuándo se nos irá a nosotros esto, cuando se nos termine la vida.


OCTAVO CAPÍTULO: EN LA MILI (PRIMERA PARTE) El día que me vine de los Tagarrosos lo hice solo, mi hermano se quedó allí con Andrés y su hijo. Yo fui, como era costumbre, a despedirme de los familiares y conocidos para decirles que me iba a la mili. Aquello, más que para enterar a la gente de que me iba a la mili era porque la costumbre que allí había era que le daban a los quintos algún dinero. Yo junté 250 pesetas entre familiares y conocidos, me daban una peseta por lo general, y el que más tres pesetas. Tuve que andar todo el pueblo para poder juntar aquel dinero. ¡Qué tiempos aquellos, que no vuelvan nunca más para nadie!, ya hubo bastante para nuestros antepasados y nosotros. Aquel dinero lo guardé como oro en paño, para cuando estuviera en el cuartel donde me destinasen. Llegué con él donde me tocó, el día 3 de marzo de 1945. Nos llevaron a la zona de Córdoba, donde estuvimos hasta el día 7. Esos cuatro días, dos más y yo nos quedamos en una fonda donde estaba sirviendo una vecina mía, la cual se llamaba María de los Ángeles, ella nos hacía la comida y nos cobró lo más barato que pudo. Uno de los que estaba conmigo era primo hermano suyo. Allí nos pasó una cosa muy curiosa. Como nosotros nunca habíamos hecho de cuerpo sentados en un wáter, no lo podíamos hacer, y una mañana nos tuvimos que salir a las afueras de Córdoba para poder defecar, y no dejaba de pasar gente. Cuando vi que venía una persona a lo lejos, me puse detrás de un olivo y cagué una mierda que pesaba más de un kilo. Manolo y Daniel, que así se llamaban los otros dos, tuvieron que esperar otra vez hasta que no viniese nadie. A la zona teníamos que ir todas las mañanas. Nos daban un chusco para cada uno y seis pesetas para los tres; éstas nos las daban con una moneda de 5 pesetas y una de 1 pesetas, por eso teníamos que buscar nosotros el cambio y repartir a dos pesetas para cada uno. El día que nos fueron nombrando para decirnos a cada uno donde íbamos destinados, de Hinojosa fuimos 10 a la Maestranza y Parque

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de Artillería de Sevilla. De la quinta de 1945 fuimos cerca de 300. Cuando nombraron a uno de Hinojosa, al cual le había tocado donde a mí, le dije: “Paisano, vamos los dos al mismo sitio”. El que nos estaba nombrando me dijo: “Como te pegue un tortazo no volverás más a hablar, grandullón”. Pensé: “Pronto van a empezar a pegarnos”. Cualquiera volvía a decir nada. El día 6 nos dijeron: “Mañana a las 8 tenéis que estar todos en la estación”. Los que no podían pagarse donde dormir se quedaban en la zona. El día 7, cuando llegamos a las 8 de la mañana nos fueron formando. Cuando estuvimos todos pasaron lista y nos dijeron: “Ya podéis subir a ese tren”. Era un tren de mercancías, como el que nos trajo de Belmez a Córdoba; de Hinojosa a Belmez nos llevaron en un camión. El tren que nos llevaba a Sevilla se iba parando en todas las estaciones y apeaderos y podíamos bajarnos donde queríamos a comprar algo en las cantinas de las estaciones. En una de ellas, mientras unos compraban un litro de vino, otros le quitaron al cantinero una garrafa de aguardiente y entre unos cuantos se la bebieron y se pusieron que a Dios le hablaban de tú. Cuando llegamos a Lora del Río uno de ellos tiró una botella a unas muchachas que cuando vieron que íbamos tantos quintos sacaron los pañuelos y los ondeaban diciéndonos adiós. Suerte que una de las muchachas cuando vio la botella que iba hacia ella se agachó y no le dio. El sargento que iba escoltándonos vio la botella que salía de uno de los vagones pero no quien lo hizo. Preguntó quién había sido, y como no contestó nadie nos dijo: “De aquí en adelante no quiero ver bajar ninguno más del tren, hasta que no lleguemos a Sevilla”. Algunos no hicieron caso y volvieron a bajar en otra estación, y uno de los escoltas que venían con nosotros le dio a uno que era de Córdoba capital un culatazo con el fusil. En aquel tren íbamos para varios cuarteles. Salimos por la mañana de Córdoba y llegamos a media tarde a Sevilla: para ese trayecto nos dieron un chusco y una lata de sardinas en aceite. Cuando llegamos a la Estación llamada Córdoba de Sevilla estaban soldados de cada cuerpo que teníamos que ir cada uno de nosotros. Sabíamos cada uno dónde íbamos. Cuando decían los de tal sitio que formen aquí, nos iban nombrando. Cuando ya iba cada uno para el sitio donde le tenían que


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llevar, le dejaban ir a beber agua en una fuente que había en la misma estación. Nos dijeron “Id formados a beber y cuando terminéis nos vamos”. Después hubo algunos que empezaron a pedir para ir a hacer sus necesidades, y uno de los escoltas dijo: “De aquí no nos vamos en todo el día a la Maestranza”. Cuando terminamos de hacer nuestras necesidades nos volvieron a formar, nos contaron y nos pusieron en marcha. En poco rato estuvimos en nuestro destino, ya que no había mucho trozo de la estación al cuartel. Cuando entramos en el patio y nos vieron otros quintos que habían llegado dos días antes que nosotros empezaron a berrear. El Capitán del cuartel subió a la batería, que era donde estaban ellos, y les dijo: “Esos que están allí son hombres como vosotros, no borregos, como volváis a berrear ya os arreglaré yo”, y se terminó el cachondeo. Aquellos que nos lo hicieron eran de la provincia de Cádiz y Huelva. Nos hicieron subir a la batería, que era el dormitorio; allí dejamos las maletas y volvimos a bajar al patio, y allí nos fueron pelando al cero, que era lo que hacían entonces con los quintos y los que no lo eran, entonces te pelaban por menos de un pitillo. Allí sólo había dos barberos de los veteranos, y pidieron si alguno de nosotros lo éramos. Uno que era de Belálcazar dijo que él lo era, al primero que empezó a pelar fue a mí: más que cortar el pelo lo que hacía era arrancármelo. Aguanté un poco pero le dije: “Si tú eres barbero no termines de pelarme”, y lo tuvo que hacer uno de los que estaban allí. Aquel era barbero pero de bestias, o sea esquilador; después se hizo barbero en el destacamento que le tocó: a los primeros que pelara apañados estarían. Cuando terminaron de pelarnos nos hicieron ir a la ducha; cuando ya estuvimos arreglados nos dieron la ropa militar. Yo no había tenido nunca tanta ropa hasta entonces. Me dieron un traje para salir de paseo y hacer la guardia, un mono para hacer la instrucción, tres camisas, tres calzoncillos, tres pares de calcetines, tres pañuelos, una toalla, una bolsa de aseo, unas botas y unas alpargatas para hacer la instrucción. La ropa que llevábamos la tuvimos que enviar cada uno a su casa, nos dijeron que no podíamos vestirnos de paisano. Cuando nos pusimos aquella ropa y pelados al cero, no nos hubiera conocido ni la madre que nos parió si nos ve de espaldas; como me dijo uno de Hinojosa al que


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preguntaba por otro que también era de Hinojosa: “Aquí, mientras no nos veamos la cara no nos conocemos, nos han vestido de Carnaval ya que está prohibido en la vida civil”. Nos costó unos días familiarizarnos con nuestro aspecto y el de los paisanos. También nos dijeron: “Si alguno tenéis dinero podéis entregarlo en la batería que os toque, y os lo guarden. Así, cuando os alga falta lo vais pidiendo, así no se os perderá”. Hubimos bastante que lo hicimos, yo di 150 pesetas para que me las guardaran, y el día que nos dijeron que podíamos salir de paseo porque ya sabíamos saludar militarmente fui a sacar un poco de aquel dinero. Pero yo y otros que dimos el dinero a guardar tuvimos que estar toda la tarde para que nos dieran el dinero. Así, cuando me dijeron: “¿Cuánto quieres?”, les dije: “Los 30 duros que tengo ahí” y el cabo primera que se cuidaba de aquello, me dijo: “¿Qué vas a hacer con tanto dinero, no lo vayas a perder?” Le dije: “Ya tendré cuidado de no perderlo”.

[Haciendo la mili en Sevilla (foto tomada el día 2-6-1945)]


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En aquellas fechas había en Sevilla, en todas las capitales de España sería lo mismo, muchos oficiales y cuando salíamos de paseo había sitios que tenías que ir todo el día con la mano para arriba y para bajo. Cuando salí otro día de paseo le compré a mis hermanas un pañuelo para la cabeza a cada una, eran de un colorido muy bonito y me costaron cada uno 2,50 pesetas. En aquellas fechas había muchas quintas en los cuarteles. Estaban las del 40, 41 y 42 de la zona roja, y las del 43, 44 y 45, que estos últimos no habíamos estado en filas durante la guerra. Se comía muy mal en todos los cuarteles, pero allí en la Maestranza se comía bien, en comparación con lo que decían los paisanos que estaban en otros destinos. Yo, cuando vi la comida que nos pusieron el primer día, me quedé asombrado. Como en el pueblo los que iban de permiso decían que los iban a matar de hambre, pensé que aquel día lo harían porque habían llegado los quintos nuevos. Le pregunté a un veterano que si aquella comida la ponían todos los días o si la habían puesto porque habíamos venido nosotros. Él me contestó: “Esta porquería la ponen todos los días”. Yo le dije: “Si esto es porquería vete a tu casa, que si no eres rico verás lo que vas a comer”. Casi todos los días al mediodía se comía lo mismo, excepto domingos y festivos que ponían paella y alguna otra cosa. El primer plato eran garbanzos, que eran muy gordos y les decían garbanzas, tenían de aliño trozos de tocino y carne y otros días también le ponía trozos de chorizo. Ponían en cada mesa una perola de diez raciones. Salían diez buenos platos; algunos no se comían todo lo que les echaban. Unos días ponían otra perola con sopa de arroz con gambas y almejas, ese era el primer plato. Lo iban alternando con ensaladilla rusa, que era lo único que se podía allí nombrar de Rusia Había en el comedor unos carteles que decían Desconfía del que te hable de la guerra y El que muere por la patria lo recoge la inmortalidad. De fruta nos daban lo que daba el tiempo. La ponía uno en fila en la mesa y le decía a uno de la otra mesa: “Di un número”. Así se repartía el postre. Para beber nos ponían una jarra de agua y diez vasos en cada mesa. Los domingos y festivos nos ponían otra jarra con vino.


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Los obreros que trabajaban en los talleres decían que antes de la guerra comían ellos con los soldados: aquello era mejor que algunos restaurantes. Ahora no los dejaban comer allí, y bien que lo sentían. Yo los tres meses que estuve haciendo la instrucción puse cuatro o cinco kilos. Mi madre me mandaba con una cosaria que venía de Hinojosa algún paquete, yo le dije a la Antonina que le dijera a mi madre que no me mandara nada, que se lo comieran ellos, porque yo comía mejor que en casa. Con la Antonina mandé la ropa que traía cuando me incorpore, y también los pañuelos de cabeza que les compre a mis hermanas, y un kilo de plátanos que compré en la plaza de la Encarnación. En la actualidad no sé si existe. En Sevilla yo vi por primera vez los nazarenos y los barcos y tantas cosas bonitas como hay allí. Pero como yo no había analizado tantas injusticias como habían hecho con nosotros, prefería más Hinojosa que Sevilla por ser el pueblo que me vio nacer. También vi la semana santa y la feria de abril de 1945. Las dos cosas eran una maravilla cada una en su género. No sólo vi fiestas, también aprendí la instrucción, que como yo no tengo oído para la música, me costó bastante de aprender, además de ser la peor etapa de la mili. Fue muy larga la mili, estuve desde el día 3 de marzo de 1945 hasta el 13 de agosto de 1947. La primera fecha corresponde a mi salida de Hinojosa, y la segunda cuando salí de Sevilla. El día 7 de marzo del 45 que llegué a la Maestranza y parque de artillería de Sevilla. Y la fecha de mi regreso a Hinojosa fue el día 15 de agosto del 47. Hubo otros que les toco de estar en la guerra, que estuvieron cinco o seis años entre una cosa y otra. A mí cuando me llevaron le decía a mi madre: “Cuando se lleven a Fulgencio [que es mi hermano] me reclama a mí”. Suerte tuvimos que se acabó la segunda guerra mundial y empezaron a licenciar quintas. A nosotros empezaron a enseñarnos la instrucción donde estaba la tabacalera. No sé si estará todavía allí. Cuando empezamos a saber marcar el paso nos llevaban a Pinedas. Un día, cuando íbamos a Pinedas, cogieron un lagarto, siempre que íbamos a hacer la instrucción venía con nosotros uno de los que se


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dedican a vender bocadillos y tortas. Cuando aquellos cogieron el lagarto, todos se acercaron para verlo porque era bien grande. El de la cesta con las tortas también se metió en medio con los artilleros y le dejaron la cesta vacía. Cuando se dio cuenta de que le habían quitado las tortas le decía el cabo primera que venía con nosotros: “Cabo, mire, me han quitado las tortas”. El cabo le contesto: “A quien se le ocurre meterse entre tantos hombres que sólo han tomado un poco de café”. El pobre se tuvo que volver con la cesta vacía sin cobrar ni un duro. Aquel cabo primera era canario y era muy guasón. Cuando nos mandaba unos cuantos movimientos y los hacíamos bien nos decía: “Romper filas. Estaros por aquí haciendo lo que queráis y si sentís la moto del capitán formáis enseguida”. Estaba cerca el cuartel de caballería y también hacían allí cerca de nosotros la instrucción. Aquellos la hacían con los caballos. Les veíamos hacer los movimientos. Se subían y bajaban de los caballos al trote. El primera nos decía: “Anda que esos con el café que se han tomado esta mañana están listos”. El día que nos pagaban las sobras (como les decían a las cinco pesetas que nos daban cada diez días) nos decía: “Cuando cobréis, el que tenga más de las cinco pesetas que vais a cobrar puede ir y echar un polvo si quiere, pero el que tenga sólo esas cinco pesetas, que las ponga en el suelo y las pise, se haga una paja y diga mira que cinco pesetas me he encontrado”. Siempre estaba de buen humor. Se llamaba Manuel. Los apellidos los olvidé tan pronto como los había aprendido, porque cuando estábamos en teórica, un día teníamos que aprender el nombre de los oficiales. Yo me aprendí su nombre y le dije: “Yo sé cómo se llama, mi primera”. Me dijo: “Ya te puedes ir de paseo”. Cuando terminamos el periodo de instrucción, a cada uno nos echaron a nuestro sitio. No lo volví a ver más. Se licenciaría o lo echarían a otro destacamento. Uno de los nombres que aprendí cuando hacíamos la instrucción en la Maestranza, fue el del capitán instructor que tuvimos. Se llamaba José Luis Escasi Campos. Había estado en la división azul. Cuando


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venía a donde hacíamos la instrucción nos decía: “Cundo yo diga España vosotros decís paz”. Así nos tenía un buen rato. No sé si amaba tanto la paz como decía. Y como estaba viendo que los alemanes estaban perdiendo la guerra, le temía a la quema por lo que hicieron los militares en España, y por haber estado en la división azul. No me creo nada de los militares, porque ellos dicen que están para guardar la paz, pero la historia demuestra lo contrario. Volvamos a mi vida de quinto. El día que nos pusieron la vacuna fue un drama. Cuando estábamos en el botiquín había tres para hacer la operación: uno nos daba con algodón empapado en alcohol en la paletilla, otro nos pinchaba la aguja y el tercero nos ponía él líquido en la jeringuilla. Nos decían que nos cogiéramos la mano e hiciéramos movimientos. Por la mañana nos habían dicho que no podíamos desayunar, y después de ponernos la inyección tampoco podíamos comer hasta la noche. A las dos o tres horas ya estaban muchos en la cama con fiebre. A mí y a otros que nos habían puesto aquella vacuna en la guerra, no nos afectó. A mi paisano José León le hicieron una buena putada: el que le tenía que poner él liquido se paró a encender un cigarrillo y mi paisano pensó que le habían puesto el líquido, se salió al patio moviendo el brazo, para que no le doliera tanto como decían. Cuando él estaba haciendo el ejercicio, el que salió a fumar se dio cuenta que había salido con la aguja puesta y sin haberle puesto líquido. Mi paisano, cuando salió, lloraba como un niño chico y diciéndole al otro de todo menos bonito. Con José León López era con el paisano que más salíamos juntos de paseo. Las camas las teníamos cerca el uno del otro. Cuando llevábamos unos días allí, tocaron generala. Eran las tres de la mañana. Él fue el que me despertó a mí. Yo le dije: “¿Para qué me despiertas a estas horas?” Él me dijo: “¿No ves que están todos levantados, que han tocado generala?” A los quintos nos hicieron formar en la batería y a los veteranos en el patio. Sentíamos ruido de camiones, todos más callados que ratas, cada uno pensando lo peor. Después, cuando nos dijeron lo que era,


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decíamos todos: “Yo pensaba que se había liado otra vez la guerra, para formarnos a estas horas”. A los quintos nos dijeron: “Acostaos, que los que van son los veteranos, que está ardiendo un polvorín”. Era el de la fábrica del Pedroso. Al otro día decían que era la segunda vez que ardía. Durante una siesta me quitaron el gorro. Cuando le dije a José que sin gorro no podía salir aquella tarde de paseo, él me apaño otro. Sería de uno que tenía el sueño tan pesado como yo. Cuando íbamos a hacer prácticas de tiro con los cañones íbamos a la pirotécnica que esta por la parte de la Ciudad Jardines. Allí hacíamos simulacro, como si tiráramos con los cañones. Nos hacían formar, cuando decían “a sus puestos”, el que pasara por delante de los cañones lo pelaban cuando llegábamos a la Maestranza. En la pirotécnica, además de tener allí cañones, también tenían almacén con la ropa vieja. Le pedíamos al que estaba allí de guardia que nos dejara buscar alpargatas, porque muchos teníamos que ir con botas a hacer la instrucción, porque las que nos dieron ya las habíamos roto de pisotones que nos dábamos unos a otros, por no saber llevar el paso. El día 1 de Abril de 1945 juramos bandera. Cogieron una fecha histórica: aprovecharon el día que los otros hacían el desfile militar. Aquella mañana nos levantaron a las siete. Fuimos a tomar el café con leche solo, que era la comida más floja que nos daban. Después del desayuno nos formaron en el patio hasta que vino el coronel. Nos pasó revista. Después, en formación como es natural, nos llevaron a los jardines María Luisa, y estuvimos formados hasta que nos hicieron jurar bandera. Allí había muchos soldados de otros regimientos y guardias civiles que también iban a jurar bandera. Con el calor que hacía aquel día, y con el café que habíamos desayunado, se desmayaron más de cuatro. El capitán instructor que nosotros teníamos, preguntó si nos habían dado algo más que el café para el desayuno. Un cabo le dijo que no. Él dijo: “Por eso se caen, porque están hambrientos”. No fuimos nosotros solos los que se desmayaron, también de los otros cuerpos y de los guardias civiles. Serían las once cuando se pusieron dos oficiales con una bandera y el capitán instructor nos dijo: “¿Juráis y prometéis derramar hasta la


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ultima gota de vuestra sangre si fuera preciso y obedecer a vuestros jefes en bien de la patria?” Nosotros dijimos: “Si juramos”, y pasamos por debajo de la bandera y le dimos un beso. La bandera que se habían apropiado los militares y con ellos los que se sublevaron contra el gobierno de la república. A los que no echaron a las fosas comunes nos echaron de la tierra que nos vio nacer. Aunque la tierra no ve con los ojos, siente el daño que le hacemos los hombres. A nosotros, después de jurar bandera, nos hicieron desfilar por delante de una tribuna en que estaba la plana mayor. Después, cuando llegamos a los jardines Murillo, nos dijeron: “Romped filas y podéis ver los desfiles. Y cuando sea la hora de comer, ya sabéis que tenéis que ir a la Maestranza y parque de artillería”. Muchos de nosotros nos quedemos en los jardines Murillo viendo como desfilaban tantos soldados. Era un desfile por todo lo alto. Sacaron todo el material de guerra que tenían en Sevilla, tanques, cañones, ametralladoras, la caballería.… sería para hacer ver a los sevillanos que si Queipo de Llano los engañó cuando con un camión dando vueltas por las calles de la ciudad les hizo creer que estaba en Sevilla un poderoso ejército, ahora aquel ejército estaba allí de verdad. Aquello que hicieron aquel día no era engaño. Se veían todos uno detrás del otro. A mí particularmente el material de guerra no me sorprendía, porque como dije, cuando la ofensiva de enero había visto más material de guerra que el que vi aquel día. Lo que no había visto nunca ni he vuelto a ver más fue cómo lo hacían los gastadores. Lo bien que hacían los movimientos en cruzarse los unos con los otros. Aquello fue muy bonito de ver. No sería tan bonito para los que estuvieran tantas horas haciéndolo. Los de la Maestranza no iban a desfilar, ni fueron de maniobras, al menos en el tiempo que yo estuve allí. Pero dicen que no, porque en la Maestranza, con los polvorines que tienen que atender, teníamos bastante. Cuando llegó la Semana Santa nos dejaban salir a los que no teníamos servicio Nos dejaban salir por la mañana y por la tarde. Para ver las cofradías. Por la mañana siempre llegaba tarde. Aquellos días era muy difícil poder atravesar una calle con tanta gente que iba en las procesiones.


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Cuando llegaba al cuartel, me decía el cabo de guardia: “¿De dónde vienes tú a estas horas?” Le decía la verdad, que no podía pasar antes con tanta gente. “Ya te has quedado sin comer”, dijo. Pero no fue así porque fui para que me diera el chusco el furriel y me dijo: “Ve a la cocina y te darán algo los cocineros”. Así fue. Comí con ellos, que lo hacían después de nosotros. Después de la Semana Santa, según por qué calles no podíamos ni andar con las botas que tenían tachuelas y la cera que había caído de tantas velas que habían quemado con las procesiones. En la calle de la sierpe más de cuatro culatazos nos dimos los soldados, que íbamos por allí de paseo. Después vino la feria de Abril, igual que en la semana santa nos dejaban salir de paseo a los que no tenían servicio. Ni hacíamos instrucción aquellos días. En la feria por la mañana como, que no había casi ningún aparato en marcha ni casetas de sevillanas, los de Hinojosa, que habían algunos que eran labradores, les gustaba de ver los animales. Nos íbamos donde tenían el ganado semental. Allí había los mejores machos sementales. Había un verraco que parecía un pollino de grande. Allí pasábamos la mañana. Por la tarde nos íbamos a los jardines de Murillo Nos juntábamos tres o cuatro y nos tomábamos una jarra de cerveza de litro, que valía entonces 2,50 pesetas, y nos daban alguna tapa. El José y yo éramos inseparables. Yo el primer día que pedimos cerveza no me gustaba aquel amargor que tenía y tuve que pedir un vaso de vino. Pero cuando me hice a beberla, me pasó como a las que se casan con un feo, que al comienzo no les gusta pero después no pueden pasar sin él. Más adelante, una tarde estábamos tomándonos una jarra de cerveza y vino un caricaturista y nos dijo queréis que os haga una caricatura y me dais un vaso de cerveza. Le dijimos busca a otros que tengan más cuartos que nosotros, sólo tenemos el dinero que nos cuesta esta jarra. Mi inseparable José en el pueblo y Daniel en el cuartel. Un día pidieron albañiles, y el Daniel se apuntó como se apuntaba a todo lo que pedían. Yo le dije has hecho de albañil. Él me dijo yo había


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trabajado en el pueblo algunas veces en las calles. Y con aquello él ya quería saber de albañil. El primer día que le hicieron hacer un tabique, ponía todos los ladrillos mal, y además no los cruzaba. El que estaba al cargo de los albañiles era paisano y era un buen hombre. En vez de echarlo le dijo quédate de peón y ya irás aprendiendo. Con eso ya no podíamos salir nada más que los domingos y festivos juntos. Antes de irse con los albañiles había hecho guardias pagadas. Me decía si quería hacer guardia por otros que me daban diez pesetas. Yo le decía con las que me toquen a mí ya tengo bastante. Que por cierto, en el tiempo que estuve en la Maestranza, hasta que me echaron al destacamento sólo hice una guardia y una imaginaria. Un día después de la jura de bandera nos dijeron que si alguno no había hecho la primera comunión que lo dijera. Hubo unos cuantos que no la habían hecho. Y les mandaron que la hicieran. El día que ellos hicieron la primera comunión, nos cogieron a unos cuantos y nos llevaron a la estación de Villalatas, y estuvimos todo el día cargando proyectiles en unos vagones. Muchos decíamos más valía haber dicho que no habíamos hecho la comunión, y no estaríamos aquí cargando estos pepinos tan duros. Pero algunos teníamos que hacer aquello. Aquel día nos toco a nosotros. Otro día les tocaría a otros. Después de terminar nos dijo el comandante Alfaro (que era el que estaba con nosotros para que aquello se hiciera bien) cuando lleguemos a la Maestranza, no será hora de salir de paseo, pero vosotros os cambiáis de ropa y salís hasta que sea la hora de la cena. Algunos no tuvimos ganas de salir. Ya nos divertimos bastante aquel día. En Sevilla fue donde yo comí por primera vez los caracoles que son tan gordos, que en Cataluña abundan tanto. Cerca de la Maestranza había una taberna allí los apañaban muy bien y cuando nos pagaban las sobras era la primera visita que hacíamos más de cuatro. El día que hice la imaginaria me toco llamar a los cocineros. Ese día no hubo nada que objetar. Pero el día de la guardia me la dieron de quinto. Yo no sabía cómo iban los relevos, y si la hubiera hecho como a mí me tocaba, a las seis de la mañana hubiese estado fuera de servicio. Pero un veterano me dijo a las ocho de la noche cuando yo tenía que


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entrar de puesto, quinto quieres que yo entre de puesto por ti, y luego entras tu a las diez por mí. Yo le dije al cabo de guardia si podía hacer eso, me dijo que sí y como que el cabo era de la misma quinta que él, el otro no me explico cómo iba aquello. Así tuve que salir de servicio a las ocho de la mañana. Como que soy una persona que no me ha gustado rondar, cuando hice la última guardia, me tocó en el puesto que hacíamos en los talleres y cuando venían los trabajadores me decían ” Hay sueño” y yo decía me quedo dormido de pie. Cuando me relevaron me fui al cuerpo de guardia. Ya estaban los otros formados, nos mandaron romper filas y llevar los fusiles a la batería. Yo cuando solté el fusil me acosté y vino el cabo de cuartel, me dijo: “tú qué haces, que no te has ido a hacer instrucción”; le dije: “porque he salido de guardia y tengo mucho sueño”. Se fue, yo me quede durmiendo hasta que vinieron los que habían estado haciendo instrucción y me despertaron. Otro día dijeron de pasarnos revista para ver si teníamos toda la ropa que nos habían dado. A mí me faltaba un mocador, a otros les faltaban toallas y a otros camisas, no sé si se las habían quitado o las habían vendido, porque allí ninguno salió que tuviera camisas de más. Mocadores y toallas sí salieron algunos que tenían la suya y otra, y mocadores había uno que tenía diez o doce. Aquel decía que se los había encontrado. Pero como nos los poníamos en el bolsillo de atrás del mono, cuando subíamos las escaleras, para subir a la batería, se ponía detrás del que quisiera y se lo quitaba sin que se diera cuenta. A mí me dijeron por el mocador que has perdido te quitamos cinco pesetas (el jornal de diez días) y te daremos otro mocador. Ni me dieron pañuelo ni las cinco pesetas de aquellos diez días, y a los que les faltaba una camisa les quitaban veinticinco pesetas. Aunque decían que en la mili no hay ladrones (se pierden las cosas, no se quita nada) pero ellos sí que me quitaron a mí el jornal de diez días y a los de las camisas de cincuenta días. Algún espabilado se aprovechó. No sería ningún pez gordo, serían los furrieles, pero no se podía hablar entonces, y los reclutas menos. En Junio nos dieron a cada uno nuestro destino. De los diez que estábamos allí de Hinojosa sólo a mí me tocó a la fábrica del Pedroso.


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Los veteranos nos tenían asustados con el dichoso polvorín. Como se había quemado dos veces, nos decían a los que les toque allí están listos. Yo cuando me dijeron que me había tocado a la fábrica, no dormí aquella noche. Se lo dije a Daniel que él se quedaba en la Maestranza, él me dijo a lo mejor te echan a otro sitio y te han dicho eso para asustarte. Fuimos a ver a donde me tocaba a mí y me dijeron donde ya me habían dicho. Por la tarde nos dijeron que los que teníamos que irnos a los destacamentos, preparásemos las maletas, que al otro día por la mañana nos llevarían a cada uno a nuestro sitio. La mañana que nos teníamos que ir me levanté antes de que tocaran diana y pedí permiso al cabo cuartel, para que me dejara ir a buscar la ropa a la lavandera. Fui a Triana, que allí me lavaba la ropa una mujer. Cuando iba para Triana iban una pareja de novios que todavía no se habían acostado y ella me dijo “Soldadito” me quiere pegar este. Yo no le hice ni caso, ellos siguieron su camino y yo el mío. Para bromas estaba el soldadito que decía ella. Cuando llegué a la casa de la lavandera tuve que llamar y se tuvo que levantar. Me dijo qué horas son estas de venir a por la ropa. Le dije por lo que era, le pagué la ropa, me deseó suerte y me fui a la Maestranza. Llegué a tiempo de tomar café. Terminé de preparar mis cosas y a las ocho nos fuimos los diez que nos tocó de ir al Pedroso y el enlace que nos acompañó hasta la estación. Cuando estuvo a punto el tren que iba para la fábrica del Pedroso, nos subimos y fuimos a ver el dichoso polvorín. Cuando llegamos no vimos que fuera aquello tan feo como lo pintaban. Cuando bebimos agua, era fina y buena no como la que había en Sevilla. Cuando la bebíamos caliente como el caldo de la olla, y basta como un serón de esparto. En Sevilla en aquellos tiempos había un agua muy mala. En el Pedroso tenían tierra para sembrar todo lo que se cría en una huerta y agua en abundancia para regar. Lo que no había cuando nosotros fuimos, era luz eléctrica, después pusieron una dinamo y daban luz desde que se hacía oscuro hasta las diez de la noche. Pero eso fue cuando llevábamos allí bastante tiempo.


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Las primeras noches que pasamos allí, al anochecer nos íbamos a la estación, que uno de los ferroviarios tenía una pequeña cantina, y nos tomábamos unos vasos. Yo siempre iba con dos. Uno tan alto como yo y más bruto que un arado, que se llamaba Cristóbal López Gálvez, el otro que no era tan bruto cuerdo, pero pintón o borracho le podían dar por saco no dejaba títere con caña, se llamaba Diego Velas. Después que veníamos de la cantina cenábamos y después es cuando nombraban los servicios del otro día. Allí había trabajo para todos, los que no tenían guardia o cuartel ya tenían otras cosas. Unos tenían que ir con los maestros artificieros para sacar cajas de pólvora y mirarlas, para ver si estaban buenas o dudosas. Otros tenían que hacer de hortelanos, otros de cabreros, había también un zapatero y un porquero, un carpintero, aquello además de un polvorín era una pequeña colectividad y uno que se aprovechaba de las ganancias. A mí, cuando nombraron los servicios aquella noche me tocaba entrar de guardia. Unos entraban de plantones, esos tenían que estar todo el día de puesto. Los relevaban para ir a comer y cuando comían volvían a su sitio. Por la noche hacían como los que están de guardia, relevarse cada tres horas. Que era como se hacían allí los puestos. La noche que me dijeron que tenía que venir al Pedroso, no me pude dormir, pero la noche que hice allí mi primera guardia no me pasó como la que hice en la Maestranza. Estuve toda la noche como los mochuelos, mirando para todos los lados. Cuando entrábamos de guardia nos daban un silbato, como el de los municipales y cada media hora teníamos que tocarlo. Empezaba el cabo guardia y teníamos que ir contestando correctamente cada uno desde su puesto y si alguno no tocaba, ya sabían que estaba dormido. Eso fue al comienzo de llegar, pero no tardo mucho tiempo que ya no había quien encontrara un silbato de aquellos, tampoco podías llevar mucha ropa al puesto. Para cuando hiciera frío estuvieras despierto, porque para que aquello fuera bien y hacer las guardias cada 24 horas y atender a lo que había que hacer allí, tendrían que estar por lo menos cien hombres y cuando más estábamos eran unos sesenta. Con tanto trabajo que había que hacer, teníamos que hacer corta-fuegos alrededor de los polvorines. El carretero con otro, tenían que ir a por leña para


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la cocina. El teniente, los maestros artificieros y un sargento esos vivían cada uno en una casa, porque aquel polvorín estaba en donde en tiempos había sido una fundición, allí estaban las casas de los jefes de cuando aquello estuvo funcionando. Y los cuarteles de los obreros era donde tenían metida la pólvora, además de unas naves nuevas, que hicieron allí cuando pusieron el polvorín, pues como faltaban hombres había veces que cuando salía de guardia y al otro día entrabas de plantón, y así estaban hasta una semana sin soltar las cartucheras. Había uno de la provincia de Huelva que decía, yo cuando me licencie me tengo que llevar las cartucheras que ya no se dormir sin ellas. La pólvora que salía dudosa la teníamos que llevar a un río que había cerca de los polvorines. La echábamos en agua y después la quemábamos haciendo pequeños montones. Hacíamos un cordón de pólvora, bastante retirados de los montones y así la íbamos quemando. Allí había un padre e hijo que eran del Pedroso y ellos con un carro y unos bueyes, eran ellos los que llevaban las cajas al río. Las cajas pesaban 105 kg, y cuando tenían que llevarse la pólvora de allí, eran ellos y los que nos tocaban de nosotros los que hacían las cargas de los vagones que llevaban y traían la pólvora. El padre y el hijo se llamaban Juan Brenes. Diré algo de ellos porque yo voy escribiendo esto y como digo los archivos que tengo están en mi cerebro, ya iremos viendo como terminó todo esto, por lo menos me voy a hartar de escribir. Allí cuando llegamos el practicante que había, se pasaba todo el día pescando con una caña. Un día le dije yo, así no coges ni un kg. de peces en todo el día, y me dijo entonces como se cogen. Con las manos cojo yo en un rato más que tú en todo el día. Y me dijo me quieres coger unos pocos para mañana, que vendrá mi novia y se los daré. Me metí en un charco y él en la orilla y le cogí peces hasta que él me dijo ya tengo bastantes. Me quiso dar cinco pesetas, no se las acepté y le dije que el día que quisiera le podría coger más. Pero ya no le cogí más. Por poco me pega, porque el día que vino su novia, yo la vi cuando bajo una mujer que tendría por lo menos cuarenta años. Estuvo


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hablando con él y yo me fui a la batería. Después cundo lo vi, le dije no decías que iba a venir tu novia? Me dijo no la viste que estaba yo hablando con ella en la estación, le dije aquella era tu novia o tu abuela. Buena cosa le dije. Me quiso pegar y lo tuve que dejar porque si no la hubiéramos liado. Por lo que decían allí en el Pedroso, aquella mujer lo había aliñado. Era una mujer viuda y la hija que tenía aquella mujer, si podía haber sido novia del, lo que sí fue cierto es que estropeo la carrera de practicante, le faltaba poco para terminarla. Vino su padre que tendría influencia y se fue a Sevilla a la Maestranza. Después el se fue a la Guardia Civil. Yo lo vi un día que fui de permiso por alguna calle de Córdoba, ya de guardia Civil, pero ya no nos dijimos nada. Cuando nosotros llegamos como era natural, era los que teníamos que hacer más guardias los veteranos tenían los enchufes. Ellos nos decían cuando seáis padres tendréis enchufe. Antes de pillar mi primer enchufe fueron calenturas martas, como nosotros decíamos que son las fiebres. En la primera quincena de julio me tuvieron que llevar a Sevilla a la Maestranza. Cuando llegué me tuvieron un día en el botiquín. Lo primero que me dieron fue un vaso de aceite resina, gracias que allí había otro muchacho que había llegado el día antes, aquel día le dieron ciruelas. El no se las había comido y me dijo comete esto que a mí me dieron ayer una vaso de eso y aun tengo mal gusto de boca. Y cuando me tomaron la afiliación me dijeron cuanto mides, le dije 1,80 y no se lo creyeron. Eran dos enfermeros, les dije me levanto y me medís, y me dijeron ya pondremos lo que tú dices, sin pelo en la barba y con los días que estuve en el destacamento con fiebre y sin comer se me quedo la cara de un crío de quince años. Allí estuve aquel día y al otro día nos llevaron a los dos al hospital de Queipo del Llano. A cada uno nos pusieron en diferente pabellón y no nos volvimos a ver. A mí me echaron al quinto de infecciosos y me sacaron en los análisis fiebres martas. Y como que con fiebre no se puede comer, hasta que se me fueron cortando me quede como una momia con mí 1,80


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llegue a pesar 55 kgs, pero tenía correa como dicen en Hinojosa cuando uno está seco y tiene fuerza. En aquel pabellón había que tenían varias enfermedades. Los había con paperas, sarampión, tuberculosos y los de las fiebres martas. Como que me quede tan seco pensaban los médicos que podía tener además de las fiebres algo de los pulmones y un día mandaron a dos enfermeros con una camilla para hacerme una radiografía. Y cuando quisieron echarme de la cama a la camilla, les dije yo no voy en la camilla, voy andando. Ellos dijeron no vayas andando que puedes caerte. Me fui andando. Del pecho no tenía nada. Cuando empezaron a darme de comer me daban arroz con leche y pescado hervido. Pero cuando veía el cocido y el arroz que no era con leche le decía a la monja. Hermana, porque no me da cocido y no me dé más arroz con leche. Ella me dijo… ¿tu comerás de eso? Claro, si cuando veo que se lo comen los otros la boca se me hace agua. Me dijo te lo voy a dar, pero no se lo digas al médico. A los dos días de comer cocido y arroz del que no era con leche, se lo dijo ella al médico. Cuando vino pasando visita, le dijo que yo tenía apetito y quería comer de otra cosa. Él le dijo dale carne de ave y pescado blanco. Yo le dije… ¿no puedo comer cocido? Él me dijo, espera unos días, pero yo ya lo estaba comiendo. Suerte tuve de aquella monja. Se llamaba Sor Rosa. Que aunque nosotros les decíamos hermanas, a ellas les decían Sores. Entonces era yo muy católico, y tenía la cabeza llena de lo que me habían metido otros, que ellos no creerían tanto como yo. Y cuando se ponían a rezar los que se podían levantar, yo le decía a la monja, quiere que me levante para ir a rezar? Ella me decía tu reza en la cama. Era buena mujer, yo tampoco sería muy malo solo que estaba malo. Con ella no me faltaba de comer. Siempre que venía por mi habitación me ponía algo en la mesita. Además de cuando venía el muerto, que era como llamábamos al carrillo que traía la comida.


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Me decía que quieres que te ponga? Y le decía póngame cocido y lo que usted quiera. Gracias a ella pude ir recuperando kilos. Un día vino por allí la superiora y me vio. Le dijo a ella, este niño está muy delgado, dale más de comer. Ella le dijo ya come lo que quiere. Suerte a Sor Rosa, pude echar una flor. Si no, no sé cómo hubiese terminado. Después cuando empecé a estar mejor, la ayudaba a ella y al practicante. Yo le tomaba la tensión a otros enfermos y les curaba a los de las paperas. Cuando peor lo pasaba, era cuando les tenía que poner el termómetro a los que estaban del pulmón. Aquellos pobres había veces que echaban vómitos de sangre y tenían la escupidera media de sangre. Cuando comíamos después juntaban todos los cubiertos, yo se lo decía a la monja que algún día nos íbamos a contagiar todos. Me decía que cuando se lavaba quedaba desinfectado. Mientras yo estuve allí, murieron dos en aquel pabellón. En todo el hospital era raro el día que no se moría alguno. Uno de los que murió donde yo estaba fue de sarampión. Esa enfermedad cuando da de pequeño no es muy mala, pero de grande sino se vigila mucho, es mortal. Aquel muchacho, lo trajeron por la tarde, cuando vino allí ya traía el sarampión por dentro y solo quería meterse en la ducha. Por la mañana amaneció muerto. El otro no sé de qué enfermedad murió, porque no nos enteramos de lo que fue. Antes de morir aquel estaba yo en una sala que había ocho camas. Cuando murió él se quedó la habitación vacía. Nos cambiaron de la habitación de ocho camas aquella habitación que era de dos camas. Eso fue a lo primero de estar yo allí, sino le hubiera dicho a la monja que no me hubieran puesto allí. Aunque ella decía que si se desinfectaba bien no pasaba nada. Cuando nos mudaron a aquella habitación el otro decía en tu cama es en la que murió aquel. Yo le decía que era en la suya. Por la noche le decía que va a venir el muerto y te va a coger. Cuando por la mañana vino el enfermero le preguntó en qué cama se había muerto. El enfermero le dijo en la que estás tú. Se levantó de la cama y dijo aquí yo no me acuesto más.


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Cuando vino el médico le pidió el alta. El médico le decía espérate unos días y luego pasas por el tribunal y puedes ir unos días de permiso. Él le dijo que estaba bueno que se quería ir al cuartel. Se fue. Yo dormía de día en aquella habitación, y cuando se iban las monjas, yo me estaba donde había estado antes, que siempre había alguno despierto. Cuando veía venir a las monjas que estaban de guardia salía corriendo y me metía en la cama. Cuando ellas miraban levantaba yo la cabeza y me decían estás despierto, les decía que sí y me daban un vaso de leche o de caldo. Hasta que me hice a aquella habitación. Allí era donde la monja me llevaba a la mesita lo que ella quería, si yo estaba fuera de la habitación. Después me trajeron allí a otro muchacho que tenía el estómago hecho polvo. Cuando veía la comida se ponía a arrojar. Al comienzo se me levantaba a mí el estómago de sentirlo, pero después me tuve que hacer. Cuando venía la comida le decía ya puedes hacer lo que quieras, que yo voy a comer. Después se fue recuperando y empezó a comer algo porque estaba hecho un pirulí como había estado yo. Un día vinieron sus padres a verlo y Sor Rosa le preparo una cama a sus padres en el sótano, que allí estaban los lavaderos. Estuvieron dos días. Ella también les daba la comida. Yo cuando me vine de allí el muchacho se quedó bastante enfermo, no sé qué sería de él. Me hice una foto, y cuando me vi pensé que hago con esta foto, la mando a mi familia o la rompo. Lo único que abultaba era el pijama. Uno me dijo rómpela que si se la mandas a tu madre cuando te vea se muere del susto. La rompí, pero tenía que haberla dejado para recuerdo. Allí estábamos como en todas partes gente que cada uno tenía su forma de ver las cosas. A uno le dio por matar avispas que allí había muchas, y otro que vio lo que estaba haciendo le quiso pegar por matarlas. Tuvimos que intervenir otro y yo para que no se pelearan. Yo pensé en lo que siempre pienso, que unos no quieren que maten ni a


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unas avispas y otros que maten a los hombres como si valieran menos que las avispas. Así somos los hombres, el animal más animal que puebla la tierra. De tanto poner el termómetro me enseñe a ver la fiebre que tenía cada uno, que cogiéndole la muñeca ya sabía los grados que tenían. Unos me decían no me pongas el termómetro, tómame el pulso y ya saber los grados que tengo. Lo más malo que tenía que hacer era cuando les daba el jarabe a los que tenían paperas, porque de malo que estaba alguno no se lo querían tomar. Yo les decía si no te tomas esto, no se te quitaran las paperas, y le tenía que dar un poco de agua para que se lo tomasen. Allí me podía haber pasado buena parte de la mili. Yo le decía a la monja, hermana ya pronto me iré. Y ella me decía si no quieres que te den el alta te pones en la gráfica, que era una hoja de papel que teníamos en el respaldo de la cama. Unas décimas de fiebre y mientras tengas fiebre no te dan el alta. Yo le decía que quisiera pasar por el tribunal el día 25 de agosto y así poder ir a mi pueblo, que es la feria el día 28 y así ver a mi madre y mis hermanos que ya hacía cinco meses que no los veía. Ella me decía cinco meses no es nada, yo tardo más de un año en ver a mi familia, pero tú puedes hacer lo que quieras. Pero estas fiebres que tú has tenido hay veces que se van y después vuelven a dar. No se equivocó, a los pocos días de estar en Hinojosa me volvieron a dar. Ella cuando me iban a pasar por el tribunal, me dijo si fuera otro médico le diría que te pusieran dos meses de convalecencia, pero este basta para que digas una cosa para que haga otra. No sé si se lo diría o no pero cuando vino el practicante, la mañana después de pasar por el tribunal, algunos iban en persona pero yo no fui ni iba ninguno de aquel pabellón. El practicante me dijo ve y cura a los de las paperas y les pones el termómetro que te voy a dar una buena noticia. ¿Qué noticia me vas a dar?, me dijo que te han puesto dos meses de permiso, y cuando termine de darles una pomada por la mañana a los enfermos de las paperas, el jarabe era antes de la comida del mediodía. Cuando termine fui a decirle al practicante que ya había terminado, y me dio los papeles que tenía que llevarme para presentar


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en la Maestranza. Allí me hicieron una lista de embarque, para no tener que pagar nada del viaje. Cuando vino la monja le dije… hermana me voy esta tarde. Y ella me dijo cuando echen flores las macetas que sembraste me acordare de ti. Me dijo que encuentres bien a tu familia y que no te vuelvan a dar más las fiebres. Me despedí de los enfermos que no lo había hecho y después de comer al mediodía, cogí mi maleta y me fui a la Maestranza. Le presente los papeles al capitán de cuartel. Él me dijo a qué batería perteneces?, yo le dije a la sexta. Ve a la oficina y presenta estos papeles y que te hagan una lista de embarque. Fui a la oficina y un cabo primera que estaba allí me hizo la lista de embarque. Como que era tarde me tuve que quedar aquella noche allí. Un cabo que me vio sentado en el patio me dijo cómo te llamas tú. Para que quieres saber mi nombre, y me dijo es que me hace falta uno para la guardia de mañana y te la voy a poner a ti. Le di los papeles y le dije mira mi nombre, vio que me iba de convalecencia y no me podía poner guardia. Me dijo buscare otro si lo encuentro. Que lleves buen viaje, y le dije gracias. Por la mañana tome el desayuno. Cogí la maleta y me fui a la estación de córdoba. Cuando salió el correo me fui a Córdoba, desde allí cogí otro tren hasta Belmez y desde allí cogí un autobús y llegue tarde al pueblo. Cuando me vio la familia me dijeron que delgado estás. Si me hubierais visto hace un mes entonces si que estaba delgado. Mi hermano no estaba en casa, se había ajustado de pastor con nuestra tía Helena. Le daba el hato y 200 pts al mes. Fui a verlo al día siguiente. Estaba a unos 3 kms del pueblo. Él se arreglaba allí solo en una huerta que había. Los dueños se iban por la noche al pueblo. Él se quedaba solo. Cuando me vio me dijo como mi madre y mis hermanas, que seco que estas. Verás esta noche si te quedas aquí conmigo lo bien que vamos a comer. En la huerta tenía sembradas patatas. Después que se fueron


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los dueños, me dijo quieres que hagamos patatas fritas?, y después leche, que a ti te gusta mucho. Las papas las cogimos de la huerta, las sacamos sin arrancar las matas para que no se dieran cuenta los hortelanos. Freímos bastantes patatas y después mi hermano ordeño dos cabras y coció un puchero de leche. A mí me decía esto lo hago muchas noches, porque con lo que me da la tía Helena tengo que dejar para mama y las hermanas. A mí me decía come que te engordes. Tú crees que por mucho que coma en una noche me voy a engordar? Mi hermano tenía 18 años y de día tenía que hablar si quería con las ovejas y el perro y de noche con las estrellas, que ya no se asustaba de verlas, como cuando era más pequeño. Aquella noche estuvimos hablando hasta bien tarde. Él me decía yo me acuesto temprano porque tengo que madrugar, y luego cuando encierro las ovejas al mediodía me echo la siesta. Me decía no sabes que cuando hace mucho calor las ovejas no comen y por eso las tengo que encerrar hasta media tarde cuando ya no hace tanta calor. Esta es la vida de los pastores. Los que están casados tienen a las mujeres con ellos y no tienen que preocuparse ellos de hacer la comida, pero yo si quiero comer caliente me lo tengo que hacer yo. También me dijo, el otro día pasaron dos falangistas que hacen de guardas y dos guardias civiles. Yo estaba cerca del camino y no me dijeron adiós, y cuando anduvieron unos pasos de donde yo estaba se volvieron. Me dijo un guardia civil. ¿Tú no sabes decir adiós?, como que ustedes han pasado y no me han dicho nada, porque yo siempre que paso donde hay alguien le digo buenos días o buenas tardes, y me pego dos tortas, me dijo toma para que otro días cuando nos veas digas adiós. Él pensó como pensamos todos, que los falangistas le dirían que a ese le habían matado a su padre. Se lo dijeran o no que motivo tuvieran para darle dos hostias. Esto el que no lo ha vivido, le parecerá una historia que no paso, pero fue una realidad, que si no la hubiese vivido me ahorraría de estarla escribiendo, pero por desgracia la tuvimos que vivir.


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A los pocos días de estar en el pueblo después de pasar la feria, no tenía ganas de ir ni a la feria ni a ningún sitio, me empezaron a dar las fiebres y le dije a mi madre, ya me lo decía la monja que se podían repetir. Mi madre llamo a un médico que se llamaba Don Heladio, y cuando vino a verme le dije yo la clase de fiebre que había tenido y las inyecciones que me habían puesto. Me receto una, y vino el mismo a ponérmela. Como me las tenían que recetar por la beneficencia y eran caras no me podía recetar nada más que una por día. Pero de aquello el no dijo nada. Me puso la inyección y se fue. Con aquella inyección se me fueron las fiebres. Después lo vio un día mi madre y le dijo Don Heladio, que bien que le vino aquella inyección a mi hijo, que se le han ido las fiebres. Y él le dijo que porque no vino más días y le hubiésemos puesto algunas más. Aquel hombre era un buen médico y estaba en Hinojosa desterrado de las palizas que le habían dado en las cárceles, iba encorvado. Decía que no tenía en su cuerpo un hueso que no se lo hubieran roto. Yo cuando vi que me volvían las fiebres, le dije a mi madre con los avíos que tenemos, que estando buenos nos vemos negros para subsistir. Lo que haré como que Sevilla esta tan lejos para irme, iré al Hospital militar de Córdoba. Pero con aquella inyección y el cambio de aires, tuve la suerte de poder quedarme con los míos aquellos dos meses. Mi familia tenía un jamón guardado para cuando yo viniera del hospital, y aquel año tuvieron sembrada la tierra que nos dejó mi abuelo de habas. Habían escaldado unas pocas, poníamos buenos potajes de habas (eso de escaldar es para que no críen bichos). Allí había muchos trabajos como siempre, pero trabajo ninguno. El trabajo que hice fue poner trampas en las rastrojeras que eran donde iban los pájaros a comer. Aquella vez no quise ir a por peces, no fuese que de meterme en el agua tanto tiempo me fuesen a dar las fiebres otra vez. Puse unos kilos en los dos meses que estuve en mi casa, pero seguía teniendo más estatura que kilos debía tener. Habían muchachas que


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decían que si era mariquita, que estando en la mili todavía no tenía novia. La que me lo dijo a mí era la Irene la Pescueza. Yo le dije: “como está la cosa, ¿tú crees que uno se puede casar? Para traer más desgraciados al mundo bastantes estamos. Tú crees que nuestras madres no están pasando bastante para sacar a sus hijos adelante”. A ella también le habían matado a su padre. Al mío lo fusilaron pero al suyo se lo llevaron fuera de Hinojosa y lo mataron de hambre y a palos, y no volvió. Ellos eran diez hermanos. La Alberta que era una mujer de carácter fuerte estaba apañada con tantos hijos. La Irene se casó cuando tuvo tiempo, pero ella no ha tenido familia. Y por no estar sin hijos ha criado a una hija de la hermana. Yo también me casé y tengo dos hijos, buenos y grandes como yo de estatura, pero de ellos ya hablaré cuando llegue su momento. Estaba temiendo que se me terminar el permiso y por otro lado de que llegara y así habría en mi casa una boca menos para comer. Aquel verano había ido mi hermana María a segar y la criatura comía con muy poco pan del que le daban, la vio el dueño y le dijo María porque comes tan poco pan. Ella le dijo porque quiero ahorrar un pan para que se lo coma mi madre y mi hermana, que ellas no comen este pan tan bueno. No era como uno que me dio a mi Juanito Borrego un año que fui a segar con él que era de cebada y tenía que estar comiendo y escupiendo raspas. A mi hermana le dijo aquel hombre tu comete el pan que para eso estas segando. El día que terminaron le dijo a María toma este pan para tu familia. Dice que aquello fue una sorpresa y una gran alegría para ella. En aquella fecha tenia ella 14 años, y mira si teníamos que pasar hambre que ella había hecho lo que no hicimos ninguno de los hermanos. Ella y otra amiga se ponían un pañuelo en la cabeza para taparse la cara e iban a perder de puerta en puerta. Quién le iba a decir a ella y a los demás hermanos que íbamos a hacer lo que hemos hecho. Ya hablaré de ello. Voy otra vez a lo que iba.



NOVENO CAPÍTULO: EN LA MILI (SEGUNDA PARTE) Cuando me faltaban tres días para que se acabara el permiso, fui al ayuntamiento para que me hicieran la lista de embarque. Me la hicieron y el día que se terminó el permiso me fui directo a Sevilla a la Maestranza y parque de artillería. Me presente al oficial de guardia y me dijo mañana vas a la batería que pertenezcas y que te den lo que te pertenezca del rebaje de rancho del tiempo que has estado de baja. Me dieron lo que me tenían que dar y volví a ver al mismo capitán que estaba el día antes de guardia, le dije que tengo que hacer quedarme aquí o irme al Pedroso. Él me dijo espérate aquí y cuando venga el capitán que se cuida del destacamento ya te dirá lo que tienes que hacer, cuando llevaba allí unos días sin hacer nada, solo comer y salir de paseo pensé a ver si algún día me arrestan por estar aquí despistado, aunque no era mía la culpa. Vi a uno que había estado de asistente con el capitán que tenía yo que ver y me dijo tú no te preocupes ya vendría don Manuel y con aquello ya me quede tranquilo. Dos días después de aquello, me dijo aquel muchacho ya está aquí Don Manuel. Fui a la oficina que estaba y le dije mi capitán qué tengo yo que hacer, irme al Pedroso o quedarme aquí. Él me dijo, estás muy delgado, es mejor que te vayas a la fábrica del Pedroso, aquello es más sano que esto. Ya iré un día de estos y le diré al teniente que te ponga en un sitio para que no hagas guardias en una temporada. ¿Me tienen que hacer alguna lista de embarque? Y me dijo: mira si ha venido el enlace y te vas con el que lleva lista de embarque para dos o tres. También le dije capitán: “¿usted sabe si tiene que ir alguno de los que están de recuperación en Hinojosa del Duque?”, me dijo si era yo de allí. Le dije que sí. Para que quieres ver tu alguno que vaya allí?

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Para mandarle a mi madre 200 pts que me han dado del tiempo que he estado de baja. Con ese dinero me harán un traje. Con 200 pts quieres que te hagan un traje si con eso no tienes ni para los forros. Me compra mi madre un corte de traje de los que van vendiendo los gitanos y cuando vaya yo otra vez lo hacen las mujeres. Me dijo el que tiene que ir para Hinojosa es un brigada. Me dijo donde lo podía ver y el brigada me llevo las 200 pts a casa. Mi madre me compró el corte del traje y cuando fui otra vez a casa, me lo hicieron mi madre y una vecina. Ese fue el primer traje que me habían hecho a medida. Ya diré cuanto tiempo tarde en ir a mi casa para hacérmelo y ver a mi familia que me interesaba más que el traje. Cuando vi al enlace, le dije cuando te vas para el Pedroso? Me dijo que pronto. Le dije que me había dicho el capitán que me vaya contigo. Él me dijo a la hora que nos iríamos. Cuando llegamos al destacamento me dijeron cuanto tiempo sin saber de ti, ya pensábamos que no vendrías más por aquí. Y les dije ya estoy aquí. Había algunos que no los conocía, eran nuevos mientras yo estuve fuera. No eran de la Maestranza, eran del 14 de artillería que habían venido allí agregados. Pronto conocí a dos. Uno era de Pozoblanco y otro de Villanueva del Duque. A los pocos días vino el capitán y no se le había olvidado lo que me dijo. Me dio un enchufe, pero yo preferí aquello mejor que hacer guardias así podía dormir más tranquilo. Cuando vino el capitán me mandó llamar para que fuera al despacho. Cuando fui estaba él y el teniente, pedí permiso para entrar, y me dijo el capitán pasa. Lo primero que me dijo, tienes bastante comida con la que te dan? Le dije la verdad, que algunas veces me quedaba con gana, y dijo: Ya le diremos a los rancheros que te den más comida. A partir de aquel día comía yo antes que los otros. Cuando apartaban las perolas, mientras los otros pasaban lista, me ponían de comer. Si no tenía bastante con un plato pedía más. Suerte tuve de encontrar entre tantos hombres que había entonces sin conciencia y yo encontré a una mujer y a un hombre que además de mi familia para mi fueron buenísimos. Sor Rosa y un capitán de artillería Don Manuel García Hernández.


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El teniente tampoco fue malo para mí, su nombre era Aniceto Granjera Lechón. El capitán lo segundo que me dijo, ¿tú en qué trabajabas en tu pueblo? Le dije he tenido que hacer muchas cosas para poder comer. He trabajado en una tejera y en el campo también he tenido que ir algunas veces a trabajar y otras veces a buscar lo que podíamos. El me dijo si nunca has hecho de hortelano y quieres, te puedes ir con el que hace de hortelano y así aprendes para cuando te licencies, así puedes trabajar en alguna huerta. Yo pensé en que huerta querrá este hombre que haga yo de hortelano si las que hay allí tienen bastante con los dueños. Pero dije que sí. El que hacía allí de hortelano ese sí que tenían sus padres huerta. Era de Lora del Río. También se llamaba Manuel. Con lo de comer yo sin formar, algunos me decían que suerte tuviste con ponerte enfermo comes lo que quieres y no tienes que hacer colas. A alguno le tuve que decir si tienes envidia ponte tu malo. Un día me puse en fila y me dijo el que hacía de cocinero mayor. Tú qué esperas en la cola sí ya están las perolas apartadas. Le dije para que no protesten algunos de estos. Me dijo el que no le esté bien cuando venga el teniente que se lo diga y ya me dejaron tranquilo. 0Cuando llevaba dos meses comiendo así, recupere casi mi peso normal, y con lo que iba trabajando ya tenía fuerza como antes de caer enfermo. Cuando me recupere de todo el peso que había perdido me ponía en cola con los otros. El teniente me dijo. Porque te pones en fila. Le dije mi teniente ya tengo bastante con la comida que comen todos, y me dijo: me alegro de que así sea. Daban bastante comida, lo que no estaba tan bien condimentada como en la Maestranza. En la huerta sembrábamos toda clase de hortalizas, tomates, pepinos, patatas, pimientos, de todo lo que se cría en una huerta. También había naranjos y nogales de unos que echan las nueces con la forma de aceituna. Allí fue donde conocí aquella clase de nueces, después no las he vuelto a ver más.


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En 1945 hubo pocos tomates, pero en 1946 tuvimos allí una cosecha de tomates y patatas. Las patatas se perdieron pronto pero de tomates había para dar y vender como dicen los campesinos cuando hay buena cosecha. Y no la pueden vender como ellos quisieran. Todas las mañanas cogíamos tres o cuatro cestas de tomates. Los poníamos en una habitación y aquel año comimos tomates cocidos. Aunque los tomates con el agua que tienen y un poco de aceite que le ponían, por eso decíamos que estaban cocidos con agua. Y crudos podían comer todos los que se querían. Sólo tenían que ir a cogerlos donde los guardábamos para comer los que quisieran. Había uno que se apellidaba Gago, y decía que en su casa nunca había comido tomates. Allí se hizo a comer tomates y decía el día que yo vaya a mi casa y mi madre me vea comer tomates crudos le va a parecer que está viendo visiones. Y nosotros, como comía tantos tomates, le decíamos: “Descansa Gago”. Y cuando íbamos al Pedroso de tanto decírselo nosotros, cuando nos veían los del pueblo decían descansa Gago. Nos preguntaban porque le decíamos eso y se lo explicábamos. Había buena gente en el Pedroso y cuando íbamos al pueblo, y entrábamos en las tabernas que era lo que más hacíamos allí, cuando íbamos a pagar la convidada, muchas veces ya nos la habían pagado. Gracias a los pedroseños por lo bien que se portaron con nosotros. Cuando estaba en la huerta, les daba de todo lo que allí se criaba al que me lo pedía. Había dos mujeres del Pedroso, puestas por la Maestranza, para lavarnos la ropa. Aquellas mujeres cuando había coliflores me decían si les podía dar alguna y mientras había para nosotros había para ellas. Una mujer de aquellas tenía su marido en la cárcel. Ella tenía que sacar sus hijos adelante. Había muchas mujeres como ella y una de ellas era mi madre. Y como que yo sabía lo que era pasar por aquellos trances, todo lo que podía se lo daba. También los hijos del teniente (tenía cuatro) eran como los dedos de la mano, casi iguales, la niña que era la mayor tenía nueve años. Cuando menos lo esperaba estaban detrás de mí y me decían hortelano dame lo que les había dicho su madre.


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Traían la cesta y yo tenía que llevársela. Tanta confianza tomaron los niños conmigo que venían hasta la batería a buscarme y cuando comíamos uno que se llamaba Coi (tenía cinco años) le decía quieres rancho que está muy bueno. El no entendía que nosotros le decíamos rancho a la comida pero le tenía que dar. Algunas veces comía bastante. Se lo dije al teniente, que el Coi comía rancho conmigo. Él me dijo has hecho bien en decírmelo, porque hay veces que no quiere comer, por mucho que le obliga su madre, pero si te pide otra vez no le des, que coma con sus hermanos. Pasó otra cosa más jodida, uno que se llamaba Acebedo le enseño a fumar. El crío le daba unas chupadas al cigarro como uno grande. Un día le pidió a su padre un cigarro. Cuando su padre vio como el crío le daba las chupadas al cigarro, le pregunto quién te ha dado a ti para que fumes, él le dijo el hortelano. Cuando me vio el teniente me dijo que le des de comer al niño de comer tiene un pase pero no te da vergüenza de enseñar a fumar al crío. Le dije si yo casi no fumo como le voy a dar de fumar al niño. Suerte que uno le dijo quien le daba de fumar al niño. Le metió una buena bronca y a mí me dijo cuando vengan los niños por aquí los llevas a mi casa. Suerte que se aclaró la cosa, sino perdemos las amistades, como él me había dicho. Esos de que íbamos a perder las amistades me lo dijo más de dos veces, como estábamos tantos días juntos… El teniente tenía allí una sobrina que se llama (creo que sigue viviendo, porque esa ara más joven que yo, aunque la muerte no tiene edad) Natita. Era la familia de las Natividades: la mujer del teniente, la hija y la sobrina, las tres se llamaban lo mismo. También tenía allí a la suegra, y de vez en cuando traía a los otros sobrinos, a pasar allí una temporada. El teniente y su familia llegaron allí unos días después de llegar nosotros, los quintos del 45. Venía de Marruecos, arrestado; y allí encontró una ganga, ¡vaya qué arrestos! Pero después (ya lo iré explicando) no sólo me tomaron cariño los hijos del teniente, sino que hasta la sobrina se enamoró de mí. Un día le dijo a la joven que estaba de criada con ellos: “Me gustaría casarme con Félix. ¡Con lo buen mozo y guapo que es!” Pero


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yo, aunque me lo dijo la criada, no le dije nada; no estaba yo para novias. Aunque después me hice amigo de una joven en El Pedroso. Porque aunque yo no pensara en casarme, por no traer más esclavos a este mundo, tengo una buena flauta, y también quería que me la tocaran. Cuando no teníamos nada que hacer en la huerta hice de porquero. El que estaba de cabrero no sabía ordeñar; el cabrero fue el que me enseñó a dividir; era de Cádiz, se llamaba Pedro: me dijo que me aprendiera bien la tabla de multiplicar, y me enseñaría a dividir. Como él no sabía ordeñar las cabras, era yo quien las ordeñaba, i se lo enseñé a él. Así, cada uno no enseñamos una cosa. Algunos día, cuando íbamos a ordeñar las cabras, venías las dos, la criada y la Natita, para que les enseñase a ordeñar, y les dejase una cabra para que ellas la ordeñaran. Pero un día vinieron con prisas y me decían: “Félix, déjanos que ordeñemos una que tenemos que irnos a hacer otra cosa”. Les dije: “Cuando termine esta, escogeré una y la ordeñáis”. Lo que les cogí no fue una hembra, sino el macho. Les dije: “Tomad, ordeñad esta”. Y ellas decían: “Que tetas tiene esta más duras”. Hasta que se dieron cuenta que era el macho: Se echaron a reír y se fueron haciendo “fiu” como el gato. Con aquella pareja de jóvenes estaba yo divertido, y es que, como ya he dicho, tenía una flauta y me gustaba que me la tocasen. Ellas tenían su trombón y también querían que se lo tocaran. Estuve una temporada de asistente con el teniente. Tenía que distraer a los críos, y a ellas cuando tenían tiempo. Y si no, ya procuraban ellas de tenerlo; me decían: “Félix, ¿quieres venir y nos haces en una encina un columpio para mecer a los niños?” Las encinas estaban a unos 40 metros de la casa en que vivían ellas y sus tíos. Cuando les hacía el columpio con una cuerda que pasaba por una rama, me decían: “Félix, ¿quieres columpiarnos un poca a nosotras, tú que tienes más fuerza?” Yo, el primer día les dije: “No es para vosotras, es para los niños”. Pero después me di cuenta que ellas querían un rato de cachondeo, sobre todo la Natita. De allí salíamos ellas y yo cachondos. Me decía la Natita: “Félix, deja puesta la cuerda para otro día”. Yo le decía: “como


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nos vea tu tío, ya verás lo que nos dirá”. Y ella me decía: “Ya lo saben, mis tíos, que nos venimos a columpiar aquí”. Cuando licenciaron a la quinta de 1943 se fueron los que había allí, y como hacía falta gente tuve que hacer guardias. Cuando me veían que estaba de puesto en una garita (a aquel sitio le decían el Chaparro), venían el par de ellas con algún crío y la cuerda para que hiciera el columpio. Yo les decía: “Iros de aquí, o hacedlo vosotras, que yo estoy de puesto y no quiero que tu tío me meta en el calabozo”. Me decía la Natita que ya lo sabía, su tío, que venían a que yo les hiciera el columpio, y se lo tenía que hacer. Como estuve allí tanto tiempo me tocó hacer de todo, hasta de bellotero. Un día, cuando era el tiempo de las bellotas, me dijo el teniente: “Félix, ¿tú no has ido en tu pueblo a por bellotas?” Yo le dije: “¡No me hable usted de las bellotas! Que más de dos noches me hicieron dormir en la cárcel por ir a por bellotas”. Él me dijo: “Aquí, si vas, no te pasa nada”. Yo le dije: “Aquí no, porque si voy cojo unas pocas para comer”. Y él me dijo: “Lo que yo quiero es que vayas a por bellotas para los cochinos”. Qué remedio me quedaba sino hacer lo que me decía. Le dije: “¿Cuando quiere usted que vaya a por bellotas?” Me dijo: “Si quieres vete ahora”. Le dije: “¿Con qué las voy a traer?” Me dijo: “Ve que Picino te dé un saco”. Picino era de mi quinta. En su pueblo hacía de matarife, y como allí mataban cochinos, él lo hacía. También hacía de furriel. Fui y le dije que me diera un saco. Me dijo: “¿Para qué quieres tú un saco?”. Le dije para lo que era, que me lo había dicho el Teniente. Me lo dio y me fui a por bellotas. Como había muchas, en dos horas cogí medio saco. Cuando llegué, se lo enseñé al teniente. Me dijo: “Ponlas donde tienen la comida para los cochinos”. Le dije: “¿Le doy el saco a Picino?” Me dijo: “Déjalo ahí y esta tarde vas a por más; y eso va a hacer tú ahora mientras haya bellotas”. Un día le vendí medio saco de bellotas al jefe de estación, que él tenía cochinos. Como siempre hay chivatos, se lo dijeron al teniente. Él no me dijo nada, pero el mono que tenía, de subirme a las encinas se me rompió; le tuve que pedir uno al teniente, pero me dijo: “Me parece que te lo vas a comprar tú con el dinero de las bellotas que has vendido


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al jefe de la estación”. Le dije: “Vendí el otro día unas pocas porque no tenía sellos y tenía que escribir a mi familia”. Me dijo: “Habérmelo pedido a mí”. Cuando me iba me dijo: “Que Picino te dé el mono”. Fui, y no había nada más que un mono que, de largo, me sobraban cuatro palmos, pero de ancho, aunque yo ya tenía mi peso normal, cogía otro como yo. No sé para quien hicieron aquel mono. Fui a casa del teniente y le dije: “Mire, el mono que hay, tan grande. Con esto no me puedo subir a las encinas”. Estaban allí, con el teniente, su mujer y la madre de esta. Él me dijo: “Félix, lo que hay que mirar es la percha, no la ropa”. Me dijo la madre de la mujer del teniente: “Déjamelo aquí, que yo te lo arreglaré”. Aquella señora me lo puso a mi medida. Cuando fui a por el mono estaban la mujer del teniente y su madre, y aunque yo había entrado muchas veces en la casa, la señora Natividad nunca me había dicho nada. Aquel día me sacó la conversación de cuando yo había estado en el Hospital. Me dijo: “Félix, nunca te he preguntado cómo se llamaba la monja de cuando estuviste en el hospital”. Le dije: “Se llamaba Sor Rosa”. Me dijo: “Si lo hubiese sabido, te hubiese dado una recomendación”. Le dije: “Usted la conoce?” Me dijo: “Es una mujer muy buena. Con ella estuve yo en la guerra de enfermera”. Yo le dije: “Aunque no me dio usted recomendación, mejor que lo hizo conmigo no lo hubiese hecho”. Así me enteré de que ella fue enfermera en la guerra. Cuando ya no había bellotas por allí cerca, tenía que ir a una finca que estaba a unos 2 kilómetros del destacamento, y allí tenía que tener cuidado para que no me vieran los porqueros. Pero tanto va el cántaro a la fuente que, como dice el refrán, se rompe: un día me vio el porquero. Yo le dije que eran para comérnoslas los soldados. Él se lo creyó como yo, que tantas bellotas era para comérnoslas los soldados, ni que sólo comiéramos bellotas. Me las dejó y me fui. Se lo dije el teniente. Me dijo: “Cuando vayas mañana tienes más cuidado para que no te vean”. Pero como el porquero se la había dicho a quien se cuidaba de la finca, estaba vigilando cerca de donde yo cogía las bellotas. Vino montado en un caballo y me dijo: “¿Ya os habéis comido las bellotas que te llevaste ayer?” Le dije para qué eran las bellotas y me dijo: “Dile al teniente que mañana mandaré yo a uno y que le dé los cochinos, que


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aquí se los cebaremos”. Le dije: “Ya le diré lo que usted me dice”, y me fui con las pocas bellotas que tenía en el saco. Cuando llegué al destacamento fui a ver al teniente y le dije lo que me había dicho aquel hombre. Cuando vino el porquero al otro día, le dio el teniente tres cochinos para que se los cebaran. Pero como aún tenía dos cochinas paridas y los lechones, me dijo: “Félix, allí no vayas más a por bellotas, ve a otro sitio. Le dije: “Si por aquí ya no hay. Como no me vaya por la sierra y coja bellotas de alcornoque…” Él me dijo: “Tú coge de las que haya”. Lo que él no sabía, ni yo tampoco, que aquellas bellotas no se las comían los cochinos; las partían, y como que amargaba, las dejaban. Le dije al teniente lo que hacían los cochinos con las bellotas. Me dijo: “¿No puedes ir a otro sitio que haya encinas?” “Claro que hay –le dije–, pero son cuatro bellotas en cada encina, y en todo el día cogeré un celemín de bellotas”. Pero él quería que le trajese bellotas; me dijo: “Pues ve a la finca donde nos tienen los cochinos, y si vienen les dices que son unas pocas para hacer yo un regalo a un familiar que tengo en Sevilla”. Ya me empezaba yo a hartar de bellotas y de teniente, pero fui otras veces donde me decía. Como las bellotas estaban ya cerca de la casa, poco tiempo tardó en venir el encargado de aquello y me dijo: “¿Ya estás aquí otra vez? ¿No quedé con el teniente que me trajera los cochinos aquí para que no viniesen a por bellotas?” Le dije: “Esta vez me ha dicho que son para hacer un regalo a un familiar que tiene en Sevilla”. Y él, como sabía que tenía más cochinos, me dijo: “El familiar son los cochinos que tiene allí”. Le dije al teniente que aquel hombre se puso muy enfadado conmigo y que yo ya no iba más a por bellotas. Él me dijo: “Pues mañana tienes que hacer guardia”. Y así fue. Le dijo a Juan Redando, que era el que nombraba las guardias, que me pusiera en la lista. Ese Redando era de los que estaban allí agregados del 14 de Artillería, y era de Pozoblanco. Me dijo: “Félix, ¿qué te ha pasado con el teniente, que me ha dicho que te ponga guardia para mañana?” Le dije por lo que fue. Me dijo: “De guardia estás mejor que lo que estás haciendo” Y así era.


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Lo peor era para dormir: cuando tenías que hacer guardia dos días seguidos te dormías en el puesto. Si el capitán hubiese estado en el destacamento, fijo el teniente no me hubiera hecho hacer tantas cosas. Pero el capitán sólo venía 2 ó 3 días cada mes –algunos meses ni venía–, y cuando sabía el teniente que iba a venir me decía: “Tú, mañana, a la huerta”. Ya no me hacía a mí mucha gracia, porque, como decía Redando, en la guardia se estaba mejor que en lo que yo hacía; no en lo que hacía él. Porque él estaba en la oficina, y también se cuidaba de abrir un rato por las tardes una cantina que puso el teniente. Cuando me hice amigo de una joven –se llamaba María– en El Pedroso, entonces, si estaba haciendo guardia, le decía a Redando que me dejara libre los domingos. Así lo hacía, dos o tres domingos seguidos. Los otros decían: “Tú Redando haces trampa, que siempre libra Félix los domingos”. Él decía: “Venid y mirad la lista, veréis como es que le toca”. Allí, como en todos los sitios, había envidias y se hacían trampas. Allí, cuando se hacía el relevo de guardia, no se iba formado, como hacen en lo cuarteles. Allí cada uno se iba solo al puesto donde le tocaba. Un día que estaba yo de guardia me tocó hacer el último puesto. Al otro día tenía que salir a las ocho, y eran las ocho y media y no venía el relevo. Era en el invierno y no venía nadie por allí; estaba cerca de la estación y veía el reloj. Pensé: “Verás cómo se enteran que estoy aquí”. Me eché el fusil a la cara y disparé a una encina que había allí. En seguida salió el teniente de su casa y me dijo: “¿Qué ha sido eso, Félix?” Yo le dije: “Tenían que haberme releva a las ocho y todavía no han venido”. Estando hablando nosotros vino el cabo de guardia a ver qué pasaba. Le dijo el teniente: “Qué haces que no has relevado ya a este”. Él dijo: “Si cuando yo entré de guardia los mandé a cada uno a sus puestos”. Yo le dije: “Pues aquí no ha venido ninguno”. El tiro que le pegué a la encina salió unos veinte centímetros por encima de donde había entrado. Se lo dije al teniente: “Mire por donde ha salido el tiro”. Él me dijo: “Eso es que ha cogido un seco y ha vuelto para atrás”. También me dijo: “Como vuelvas a pegar tiros vamos a perder las amistades”.


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El cabo fue a mirar lo que había pasado con los de la guardia. Pasó que los dos se fueron al mismo sitio; uno entró en la garita y el otro se quedó antes de llegar, y entre unas cosas y otras yo estuve cuatro horas de puesto. Voy a hablar un poco del teniente. Como ya dije, él llegó allí pocos días después que nosotros, los quintos del 1945, al Pedroso. Vino de Marruecos, y traía mala prensa. Cuando llegó tenía hasta los pantalones remendados. Traía los hijos que tenía, y la suegra, pero no la sobrina, que esa vino después (también era hija de militar, su padre era capitán de Caballería). Con lo que ganaba un teniente y con tanta familia allí se tuvo que espabilar. Lo de las bellotas no era nada; como dije, en 1946 cogimos muchas patatas, y pronto se perdieron. Nosotros pensábamos que aquellas las dejaría para nosotros, y las que traía de Sevilla se las echaría a los cochinos, si las querían, porque tenían un gusto que no se podían comer. Vendió las que cogimos, y en el tiempo de las aceitunas iba a Cazalla de la Sierra a comprar. En el Pedroso las molían, y juntaba bidones de aceite para llenar un camión. También mataba cerdos y hacía embutido y llenaba cajas de madera. Con las cajas de embutido y los bidones de aceite en el camión ponía la bandera de explosivos, y así metía aquello en Sevilla. Ya sabía él donde vender aquello. Así hizo él allí su agosto. Después quiso hacer lo que no tenía que haber hecho; ya lo explicaré más adelante. Un día vino por allí un muchacho de 17 o 18 años que había estado de vaquero en una finca cerca de allí y lo habían despachado. Venía para que le diésemos un plato de rancho; yo, como sabía lo que era pasar hambre, me cuide de ello. Aquel muchacho se quedaba en un chozo que había cerca del río y yo le daba un plato de rancho por la mediodía y por la noche. Ya lo sabían los rancheros, que era para aquel muchacho. Estuvo por allí unos días y me dijo: “Me voy por ahí a ver si encuentro algún sitio donde trabajar en algo”. Se fue y no volvimos a verle más por allí. También había unos pastores que mandaban a dos hijos pequeños que tenían con una olla para que les diésemos rancho. También me hice yo cargo de aquello. Cuando quedaba y no estaban ellos allí, cogía


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un cubo y se lo llevaba al cortijo. La madre de aquellos muchachos se llamaba Antonia y el padre José; me decían. “Esto que tú haces no sabemos cómo te lo podemos pagar”. Y yo les decía: “A mí no me tienen que pagar nada, porque yo sé lo que es pasar hambre; por eso lo hago”. La mujer hizo que le llevara mi ropa para que ella me la lavara y cosiera. Le dije: “Pero si allí tenemos dos mujeres que nos lavan”. Pero ella me dijo: “Aquí te lavo tu ropa sola y allí la tienen que lavar toda junta. Un día también me quiso dar 5 pesetas para que fuese al cine, pero le dije: “Más falta les hacen a ustedes para sus hijos que a mí para el cine. Una tarde, cuando iba al cortijo de aquellos pastores para buscar la ropa, me vio uno que tenían siempre en el calabozo. Era de Cheuta. Me dijo: “Félix, ¿dónde vas?” Le dije: “A buscar la ropa; si quieres, te abro la puerta y le dices a Lemo –que era el que estaba de cabo de guardia– que te dé permiso y te vienes conmigo”. Lo saqué del cuarto que hacía de calabozo, salió él para el patio. Yo lo esperé en la puerta y vino en seguida. Me dijo: “Vámonos, que me ha dicho que vaya contigo”. El cabo, que estaba en la cocina, yo no lo vi. Aquel día había cogido el pastor una liebre y la pusieron con patatas; no dijeron que nos quedásemos a cenar con ellos. Aunque les decíamos que no, al final nos quedamos. Lo que yo no sabía era que el Ceuta (que era como allí le decíamos) no le había pedido permiso al Lemo, y cuando llegó la hora de la cena y lo fueron a buscar para comer, se encontraron que no estaba. También me echaron a mí de menos. Mandó el cabo que fuesen a la estación y a la casilla que había de los ferroviarios, y como no estábamos allí miraron nuestro fusiles, a ver si estaban en el armero. Cuando los vieron, el cabo se tranquilizó. Porqué, como allí decíamos algunas veces, “mejor es irse a la sierra que estar aquí”. El cabo pensó: “Estos se han ido a la sierra precisamente hoy, que no está aquí el teniente” (había ido a Sevilla). Cuando volvíamos nos dijo el cabo: “¿De dónde venís, vosotros?” Yo le dije: “¿No lo sabes tú, que este te pidió permiso para venir conmigo a por la ropa?” entonces me enteré que aquel se vino sin permiso. Nos entró a los dos al calabozo; a él por no pedirle permiso, a mí por haberle abierto la puerta. Después de un par de horas, me sacó y me dijo: “Vete


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a dormir a la batería y mañana cuando venga el teniente ya le diré lo que has hecho”. Cuando vino el teniente al otro día se lo dijo el cabo. Me dijo el teniente: “¿Tú sabes lo que te podría pasar si ese se hubiese escapado estando en el calabozo?” Yo le dije: “¿Cómo se iba a escapar estando conmigo si no se escapa cuando está de guardia? No sé para qué lo meten en el calabozo nada más cuando está libre de servicio”. Como no fuera porque estuvo de enlace y vendiera algo que no fuera suyo, como decía el teniente. Ser tan comprensivo con la gente me podría haber costado algún disgusto. Un día de invierno que estaba de guardia, el que vino a relevarme, a las 7 de la mañana, venía dando tiritones del frío que traía. Yo le dije: “Coge una poca de leña y haces candela en la barraca” (que estaba bastante retirada del polvorín). Él me dijo: “¡Si está prohibido hacer candela!”. Yo le dije: “Pues te vas a quedar helado”. La hicimos entre los dos; yo le dije: “Cuando te calientes la apagas”. Pero él no la apagó, y cuando el cabrero iba para allá con las cabras vio el humo. Se volvió y le dijo al cabo de guardia que en los polvorines habían hecho fuego (nosotros le decíamos polvorines a dos naves que estaban solas, retiradas de los otros pabellones). Cuando se lo dijo el cabrero al cabo yo estaba en la cocina calentándome, y no le dije al cabo que yo ayudé a hacer la candela. Cuando volvió me dijo: “Tú hiciste la candela y no me has dicho nada”. Yo le dije: “Como iba el otro helado le ayudé a hacerla y le dije que cuando se calentaras la apagara”. El cabo se lo dijo al teniente, como era natural. El teniente me llamó y me echó una buena réplica. Entre otras cosa me dijo lo de “perder las amistades conmigo”, y que si aquello hubiese ardido me la hubiese buscado. Yo le decía que allí dentro de donde lo hicimos no se podía el fuego ir hasta donde estaban los polvorines. Y le dije que si no se hubiese quedado el otro helado. Y él me dijo: “Con no helarte tú, deja a los otros, que ellos no miran tanto por ti”. Después me dijo uno de los maestros artificieros, el más joven (se apellidaba Delgano): “Félix, no se te ocurra más de hacer eso, porqué aunque está lejos del pabellón, como tú dices, los gases de la pólvora no sabemos hasta dónde pueden llegar”. Yo pensé: “¡Si supieras que


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hay quien fuma encima de las cajas de la pólvora!” Con aquel hombre había yo discutido de los viajes a la luna, que ya se decía que algún día subiría el hombre a la luna. Yo, como entonces era tan creyente y tan ignorante, le decía: “Si la luna la hizo Dios fue para que no fuesen allí los hombres”. Él me decía de qué forma subirían en unos cohetes, tal como hicieron. Él lo habría leído, pero yo sólo leía entonces (y mal) novelas de El Coyote. El otro maestro artificiero se apellidaba Gil. Ese era mayor, y con él hablaba poco de nada. Un día, para la feria de El Pedroso, fuimos en un camión unos cuantos. También vino el teniente y su familia. Cuando llegamos a la estación y nos bajamos nos dijo el teniente: “A las once de la noche tenéis que estar aquí todos para irnos”. De los que íbamos, había dos que tenían que jugar con el equipo de El Pedroso, que aquella tarde venía un equipo de un pueblo de Extremadura a jugar. Los que quisieron fueron a ver el fútbol, y los que no, no fuimos a ver otras cosas por el pueblo. Cuando eran las diez veníamos tres de la plaza para la estación. Entonces vimos que el cabo primero Lemo, que hacía poco que había venido, estaba diciéndole a dos quintos del 1946, que hacía pocos días que habían llegado al destacamento: “Vosotros iros para el camión”. Los muchachos le decían: “Mi cabo, si el teniente nos dijo a las once”. Él, como había allí unos paisanos suyos, que habían venido con los futbolistas, para que vieran que él tenía mucha personalidad, les dio a aquellos muchachos una torta. Los paisanos suyos les decían: “Lemo, no seas sieso”. Cuando llegamos, los otros y yo le dijimos que por qué les estaba pegando a aquellos. Nos dijo: “Porqué me da la gana”. Entonces le dije yo: “Pégame a mí, flamenco”. Me dijo: “A ti lo mismo te pego”, y quiso darme una guantada. Los esquivé, y se la di yo a él; fue a tirarme una patada y le cogí el pie y lo tumbé de espaldas. Se llenó la calle de gente y le dije: “Vente a las afueras del pueblo, que mira que espectáculo estamos dando”. Mientras, vinieron unos cuantos de los nuestros, entre ellos dos cabos segundos, y nos dijeron: “Estaos quietos”. Uno de ellos fue donde estaba el teniente y los maestros artificieros, y le dijo lo que había. El teniente le dijo: “Decídles que vayan para el camión, que pronto vamos nosotros”.


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Cuando vinieron, el teniente ya traía a su familia, que por lo visto tuvo que ir a la casa de Juan Brenes, que allí estuvieron, porque los niños se le cansaron y el teniente se fue con los artificieros a tomar unas copas. El teniente, cuando llegaron a la estación, no nos dijo nada, y yo pensé que el cabo que fue a verle con otro soldado no le había dicho nada. Cuando el chófer iba a poner el camión en marcha no arrancaba. Le dijo el teniente, que también sabía conducir: “Déjame a mí”. Entonces se dio cuenta de que el camión no andaba porque le faltaba gasolina; dijo: “¿Quién quiere ir al destacamento y que venga el mulero y traiga un bidón de gasolina?” El Lemo le dijo: “Yo iré, mi teniente”. Ninguno más dijo de acompañarle. El destacamento está de El Pedroso a 5 ó 6 kilómetros. Cuando vino Cristóbal, que era el mulero, nos decía: “Por vosotros he tenido yo que venir a estas horas, y vosotros os vais en el camión y yo tengo que ir con el mulo”. (Más adelante diré algo de Cristóbal). Cuando se puso el camión en marcha, nos subimos. Conducía el teniente, porqué al chofer le echó una bronca por no darse cuenta que el camión no tenía gasolina para ir y venir de El Pedroso. Cuando veníamos por el camino decían: “Mira cómo el Lemo se fue solo porque sabía que lo que hizo no tenía razón”. Yo le dije al maestro artificiero (a Delgado): “¿Usted sabe lo que ha pasado?” Él me dijo: “Si el teniente no os dice nada, no lo menees, que ya hemos hablado nosotros de eso”. El Lemo había estado en la Maestranza, en la oficina, y él era el que llevaba el control de los que salían de escolta: falseaba los pases y los que iban de escoltas se iban unos días a sus casas. Así, él cobraba el rebaje de rancho de los días que los otros estaban en sus casas, hasta que lo descubrieron y lo echaron a El Pedroso arrestado. Era reenganchado. No tardó mucho tiempo en licenciarse; decía que se licenciaría para irse a su pueblo, a una oficina. Yo, cuando aquello, estaba de porquero y tenía que hacer refuerzos. Estaba con el cabo de guardia, de noche, para ayudarle dando vueltas a los puestos y a hacer los relevos. La noche que me tocaba con el Lemo nos sentábamos en la mesa del cuerpo de guardia y no nos hablábamos el uno al otro. Yo, cuando tenía que ir a dar la vuelta a los puestos, me estaba con cada centinela un buen rato, hacía tiempo hasta que era la hora del relevo. Estuve sin hablarme con él hasta que un


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día, por fin, me dieron permiso, y cuando iba para la estación me dijo: “Félix, que te encuentres bien a tu familia”. Le dije: “Gracias, hombre”. Después, cuando vine, ya nos estuvimos hablando hasta que se licenció. Allí, de Hinojosa, sólo estuve yo hasta que vinieron los quintos del 1946, cuando vino uno del pueblo que no sabía escribir. Le escribía yo, lo mismo que a Cristóbal López Gálvez. A los dos les tenía que leer las cartas y escribírselas. Tenía que poner lo que yo veía que había que contestar a sus cartas, porque los dos lo único que me decían que les pusiera que se acordaban mucho de ellos y que estaban bien. Mi paisano era un hombre pequeño de estatura. Se llamaba José Calzadilla, y de mote Lechuguino. Cristóbal era un hombre de mucha corpulencia: lo que tenía de grande, lo tenía de nobleza, no de cobardía. Yo le leía las cartas de su madre, que era su único familiar, porque no tenía ni padre ni hermanos. Él era de Paterna de la Sierra, provincia de Cádiz. Me gustaría poderlo ver. Pero quién sabe dónde estará. Siempre que le leía las cartas lloraba y algunas veces decía: “Tobala, ¿por qué no apretaste las nalgas y me mataste cuando me pariste?” Yo decía: “Calla, que no dices más que tonterías”, y él lloraba como un niño. El Lechuguino tenía novia. Yo, cuando me decía que le pusiera a la novia lo que yo quisiese, le decía: “¿Quién es el novio, tú o yo?” Y él decía: “Yo no sé qué ponerle”. A la novia le pasaba lo mismo: le escribía una vecina. Un día, cuando fui con permiso, me dijo que fuera a ver a la novia, y ella me enseñó la muchacha que le escribía. Yo le dije: “Entonces, los novios somos tú y yo”. Se echó a reír. Aquella era una ricachona, y escribía mucho mejor que yo. El Calzadilla (o Lechuguino) me decía: “Aquí no hacen falta rancheros”. Le dije: “Cuando se licencien esos que hay, que son del 44, después tendrán que poner a otros”. Me dijo: “A mí me gustaría ser ranchero”. Se lo dije a Picino. Le dije: “Antonio (que era su nombre, aunque todos le conocían allí mejor por Picino), cuando se licencien los del 44, si puedes piensa en mi paisano para ranchero”. El Picino, como dije, era matarife. Fue el primero de mi quinta a quien el teniente hizo cabo. Él hizo después cabo a un paisano suyo; los dos se llamaban Antonio, pero el Picino se quería comer el mundo, y al otro tanto le daba ocho que ochenta.


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Con mi paisano, mientras estuvimos los dos del pueblo, no había disputas. Pero vino arrestado mi inseparable (cuando estuvimos de quintos, y cundo nos licenciamos también) Daniel Leán López. Cuando vino él, empezaron las discusiones. Un día, se discutieron ellos, y el Lechuguino me vino a decir: “Félix, me ha dicho Daniel que ya no me vas a escribir más”. Yo le dije: “Eso es mentira. Tan a gusto que he estado aquí sin paisanos, y ya lo tenemos liado”. El Lechuguino se casó cuando se licenció: la mujer le duró pocos años, y él también murió joven.



DÉCIMO CAPÍTULO: EN LA MILI (TERCERA PARTE) Voy a decir algo de Juan Brenes. El padre murió hace muchos años; al hijo lo vi en el año 1965, que estuve en El Pedroso unas vacaciones con mi mujer y mis hijos. Estuvimos allí 24 horas, porque íbamos a Badajoz a ver a un hermano de mi mujer. El padre, que en paz descanse, lo queríamos –sin despreciar al hijo– todos los artilleros que lo conocimos. Ellos eran labradores; además del trabajo que hacían allí. A ellos, el pan –que entonces era una cosa sagrada– no les faltaba, y cuántas veces nos daban un trozo de pan y de lo que tuviesen a todos los que íbamos donde ellos se quedaban. A mí, había noches que hacían una cena extraordinaria y me decían: “Félix, no comas esta noche ranchón, vente aquí con nosotros”. Estaban allí el padre y el hijo; la mujer y otra hija que tenían estaban en El Pedroso. Se encontraban hombres buenos entre tantos malos como había entones, como yo y todos los que vivimos aquello decimos. Cuando estuve en El Pedroso con mi mujer e hijos, le pregunté a la madre de Juan que si sabían algo del teniente Aniceto Granjera Lechón, y me dijeron que estaba en Barcelona, que había estado allí el año pasado y ya era comandante. Fui un día al cuartel donde me dijo que estaba en Barcelona, y el centinela al que pregunté me dijo que él no conocía a ningún comandante que se dijese así. Contaré algo más de mi vida en El Pedroso, porqué contarlo todo sería demasiado pesado para quien lo lea, y para mí de escribirlo. Contaré lo más relevante. Empezaré por un día que estaba de guardia en los polvorines y allí estaban unos albañiles haciendo una poca de obra, y un peón me dijo: “¿Quieres que peguemos cada uno un tiro, a ver quién tiene más tino?” Decía que había estado en la División Azul. Le dije: “Por mí podemos probar, lo malo es que sienta los tiros el cabo de guardia y venga; seré yo quien pague, no tú”. Él dijo: “Si viene le decimos que han sido unos

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cazadores”. Yo dije: “Como no se conocen los tiros de escopeta con los de fusil”. Pero pusimos una lata al lado de un muro, y cada uno pegamos un tiro. Yo hice blanco, pero él no. Con otro fusil a lo mejor me hubiese ganado, pero el que yo tenía había que entenderlo. Cuando íbamos al blanco nos ponían un paquete de tabaco, y el que le daba se lo ganaba. Era raro que yo viniera sin algún paquete. Algunos me decían: “Déjame que tire con tu fusil”. Pero como no les decía el defecto que tenía el fusil, lo hacían peor que con el suyo. En lugar de apuntar un poco para la derecha y un poco para bajo, con aquel fusil había que apuntar un poco hacia la izquierda y un poca para arriba.. Después de haber disparado el peón de albañil y yo no tardó mucho en venir el cabo de guardia, que era Antonio Lozano, el paisano de Picino. Cuando lo vimos venir me dijo él que había disparado conmigo que le echase tierra en el cañón y en la recámara, y así no huele a pólvora. Le eché un poco de polvo. Cuando llegó el cabo me dijo: “Quién ha pegado esos tiros”. Le dijimos que habían sido unos cazadores que iban del río pa allá. Pero él me dijo: “Esos tiros eran de fusil; has sido tú”. Le dije: “Mira, mi fusil está lleno de polvo del tiempo que hace que no he disparado con él”. Me dijo: “Déjame que lo vea”. Lo primero que hizo fue olerlo. Me dijo: “Huele, verás como aunque le has echado polvo todavía huele”. Yo le dije lo que habíamos hecho. Me dijo: “No vuelvas más a hacer esto, que te la vas a buscar”. Él se fue y yo le dije al otro: “Lo ves, no lo he podido engañar”. Una noche que estaba yo de retén el que estaba de guardia en el puente, que era el puesto más cercano al cuerpo de guardia, el centinela que estaba allí pegó un tiro. Fui a ver qué había pasado. Cuando llegué le dije: “Acevedo –que así se apellidaba el que estaba de puesto–, ¿qué ha sido ese tiro?” Me dijo que ahí, en la huerta, había visto un tío. Yo le dije: “¿No lo habrás matado?”. “No, se ha ido corriendo hacia el río y no le he podido tirar más porque sólo tenía una bala”. Yo no llevaba ni cartuchera ni fusil, pues estaba cerca del cuerpo de guardia. Salí sin coger nada. Fui a decirle al cabo lo que me había dicho el centinela. Le dije que me diese las balas para llevarle al centinela. El cabo sólo tenía un peine


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de cinco balas. Tuvimos que ir a decirle al teniente lo que había pasado, y que nos diera balas, que no teníamos. Nos dijo: “Como siempre, estáis pegando tiros cuando vais a los polvorines de guardia”. Ya sabía él que no fui yo solo el que pegaba tiros. No dijo: “Ir que el maestro delgado os dé balas” Cuando llegamos con las balas (también venía con nosotros el teniente) ya estaban todos los que entraban de guardia. Comentamos lo ocurrido, y el teniente le dijo al cabo: “Sube a la batería y que bajen unos pocos, que vamos a dar una batida, a ver si cogemos a ese tío que decís que ha visto el centinela”. Nos dijo a cada uno por dónde teníamos que ir. A unos les dijo que fuesen por la carretera, a otros por la vía, y a otros que fuesen con él por la huerta. El Gálvez y yo nos fuimos por la carretera. Al teniente se le ocurrió de pegar unos tiros con la pistola contra unas zarzas que había en la orilla del río, y los que iban por la vía se liaron también a tiros. Como a los hombres eso de pegar tiros nos encanta, se lió un tiroteo. El Gálvez y yo nos escondimos en una casa que había al otro lado del río, y yo le grité al teniente diciéndole: “¡Mi teniente, mande usted que no tiren más, que nos vamos a matar unos a otros!” Gritó el alto el fuego. No vimos a ningún tío. Al poco tiempo supimos quién fue aquel intruso. Era uno de los gitanos que estaban allí con nosotros y se metió a coger tomates en la huerta para llevárselos a una muchacha –no tan muchacha– que conocía en El Pedroso. Él estaba casado, y con los tomates que había, no podía haberlos pedido o cogerlos de día. Los dos gitanos que estaban allí eran primos hermanos, y eran de la quinta de 1944. Otra noche que también estaba yo de retén, como el teniente no quería que se llevaran mantas a los puestos porque los centinelas se dormían, y como ya he dicho que había veces que se doblaban y redoblaban las guardias, pues a uno de los Chacha Curro (que eso era lo que estaban diciendo siempre los gitanos) se le ocurrió de llevarse al puesto la sábana. Cuando yo fui dando una vuelta por los puestos, vi una cosa blanca y me quedé parado. Pensé si aquello sería una carpanta que se nos había metido allí. Cuando me vio, me dijo: “Alto, Chacha Curro“. Cuando llegué a él le dije: “¿Por qué te traes las sábanas”. Me dijo lo que ya sabía: como el teniente no quería que nos trajéramos las


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mantas, se trajo las sábanas. Aquel gitano se llamaba José. Le dije: “Si viene el cabo, cuando lo veas, quítate la sábana de encima”. Que yo no sabía lo que estaba viendo. Me dijo: “Adiós, Chacha Curro” cuando me iba. No fue el miedo que me dio al ver a aquél con la sábana el más grande que pasé allí. El más grande fue una noche que estaba de puesto en la garita. Aquella noche, cuando iba yo a relevar al que estaba allí –como ya he dicho, íbamos solos– vi una luz a lo lejos, en la dirección del río. Me volví al cuerpo de guardia y le dije al cabo: “Asómate a la puerta, verás que luz se ve allí lejos”. Él me dijo: “Eso será alguno que esté cazando pájaros con un carburo”. Pero como era para el sitio donde yo tenía que ir, vino él conmigo. Cuando llegamos, le preguntamos al que estaba de puesto que si él había visto una luz. No había visto nada. Nos pusimos a mirar desde un puente metálico que había en el río y vimos las luz, ya más lejos. Me dijo el cabo: “No tengas miedo, eso es lo que te he dicho: uno que está cogiendo pájaros y ya se va”. Ellos se fueron y yo me fui fuera de la garita, en unos cubiertos que había, ya medio destruidos. Allí estaba la chimenea de cuando aquello había estado en activo. También había unas piedras muy grandes; yo me puse detrás de ellas. Me hice un cigarro y me lo fumé, me tapé con la manta (que todavía no había dado el teniente la orden de no llevarlas a los puestos), y ya no pensé en la luz. Me quedé adormilado, y una de las veces que cerraba y abría los ojos vi una iluminación. Monté el fusil y me puse de pie, con más miedo que once viejas, y dije: “Alto, quién va”. Allí no contestaban ni las ratas. Cuando se me pasó un poco el miedo, me senté otra vez y me puse a rezar. Me di una casca de rezar aquella noche, que las tres horas de puesto me parecieron tres años. Me volvía a fumar otro cigarro y me quedé otra vez adormilado. Cuando abrí los ojos volví a ver la iluminación. Entonces, se levantó viento y el tejado de aquellos cubiertos, que era de chapa como la uralita, hacía más ruido que un demonio, aunque yo no necesitaba ningún demonio. Cuando sentí un trueno me quedé tranquilo: lo que yo veía cuando abría los ojos eran los relámpagos, y como la tormenta estaba tan lejos, hasta que no se acercó no sentí los truenos.


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No sé en qué fecha sucedió aquello, pero vaya tres horas de puesto. Cuando se apodera el miedo de uno, ni con una ametralladora que tengas en las manos se te quita. Al menos a mí, el fusil no me quitaba el miedo, que lo tenía montado encima. No creo que hubiera sido capaz de apretar el gatillo. Hablaré del permiso. Por fin fui con 25 días de permiso. Estuve sin ir a mi casa desde octubre de 1945, cuando cumplí la convalecencia de cuando estuve enfermo, hasta aquellos 25 días de permiso oficial el mes de noviembre de 1946, y eso que de Hinojosa a El Pedroso no hay ni 100 kilómetros. Un día se lo dije al teniente, si para mí no había permiso oficial. Él me dijo: “¿No estuviste tú dos meses de permiso?” Le dije: “Pero eso fue de convalecencia, y ya hace 13 meses”. Él me dijo: “¿Ya hace tanto tiempo?” A los pocos días fue a Sevilla, y cuando vino me dijo: “Félix, prepara la maleta, que te he traído un pase con 25 días de permiso”. Esa vez, cuando fui de permiso, sí que iba hecho un hombre, no cuando fui con la convalecencia, que fui hecho un esqueleto. También era el tiempo que empezaban las dichosas bellotas, y como no había otra cosa que hacer, me tocó ir a por bellotas. Por eso me acuerdo siempre de las bellotas, por los ratos tan amargos que pasé con ellas, por muy dulces que estuvieran. De los días que fui con aquel permiso, hubo de todo, como siempre: días que sacaba el jornal, y días que se los tuve que llevar a otros, que ellos tenían un jornal seguro. Un día que iba con Francisco Pescuezo (que ese hace tiempo que murió en Vic) nos cogió una pareja de guardias civiles. Veníamos nosotros cada uno con su recogida, que era un medio saco de bellotas, al hombro, y cuando los vimos ya los teníamos encima. No pudimos esconder los sacos, y nos dijeron: “¿Qué lleváis ahí?” Sabían ellos como nosotros lo que llevábamos. Nos dijeron que por qué íbamos a por bellotas. Dije: “Porqué yo he venido de permiso, que estoy haciendo la mili, y en mi casa no tenemos para comer”. Poca compasión tuvieron con nosotros. Nos dijeron: “Llevarlas al cuartel, y decir que os lo ha dicho una pareja que va para los lates”. Por eso digo que entre tantos malvados como había siempre se encontraba algún hombre bueno: les tuvimos que llevar las bellotas al


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cuartel para los cochinos que tenían ellos allí. Nosotros nos fuimos a nuestras casas con las manos vacías. Tendría muchas cosas a decir sobre esto, pero que juzgue aquí quién lea esto, si es que lo lee alguien. Hace años que lo viví. Cuando estuve en mi casa durante aquel permiso estaba mi hermana Carmen en un convento de monjas en Montoro. Les dijeron a las madres de las niñas menores de 14 años a quienes ellos habían matado los padres, que si querían llevarlas al colegio de Montoro, que allí estarían muy bien y se harían unas mujeres de provecho. No sé a lo que ellos llamarán mujeres de provecho: lo que allí aprendió mi hermana, como todas las niñas que había, fue a rezar, a pasar hambre y frío al mismo tiempo. Mi hermana tenía 10 años. Cuando cumplí el permiso, le dije a mi madre: “Quiero ir a ver a la Carmen, que ya hace mucho tiempo que no nos hemos visto”. Me preparó mi madre cuatro cosas para ella, y fui a Montoro a verla el mismo día que me tenía que ir. Como no teníamos reloj me levanté con el tiempo justo, tan justo que cuando llegaba a la calle Corredera ya venía el coche de línea de la plaza. Le hice señas para que se detuviese, pero no quiso. Me tuve que volver a mi casa e irme al otro día. Mi madre me decía: “Como te vas un día antes para ver a tu hermana, pues ya no vayas a ver a la niña, no sea que te arresten por ir después”. Yo le dije: “Si me arrestan, que me arresten, pero yo voy a verla”. Cuando llegué a Córdoba fui a la fonda en qué estuve cuando me llevaron de recluta y le dije a mi paisana que si podía dejar allí mi maleta hasta la vuelta, que iba a Montoro a ver a mi hermana. La María de los Ángeles me dijo: “Déjala, ya te la guardo”. Me preguntó cómo estaba su familia y la mía. Estuvimos un rato hablando y después cogí lo que llevaba para mi hermana y me fui a la estación. Me metí en el primer tren que salió para Montoro. Era un mercancías. Cuando llegué era por la tarde. Pregunté por el colegio donde estaba mi hermana, y cuando llegué tiré de una cuerda que hacía sonar una campanilla. Salió una monja y le dije que era hermano de Carmen Jurado Ramos, que si podía verla. La monja tuvo la curiosidad de preguntarme dónde estaba haciendo la mili. Se lo dije. Me dijo: “Espera, que se lo voy a decir a la Superiora”. Vino la Superiora y lo primero que me dijo fue que dónde estaba haciendo la mili. Se lo dije. Me dijo: “Vas a ver a tu hermana


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porque eres un soldado que está defendiendo la patria, si no, no, porque hoy no es día de visitas”. Pidiéndoselo por favor la dejó salir un rato conmigo. Mi hermana estaba más crecida que la última vez que la había visto en nuestra casa, pero más delgada. Tenía el pelo muy corto. Cuando me vio, no sabía qué hacer, si reír o llorar. Yo pensaba: “¡Que tenga que estar aquí mi hermanilla, tan lejos de nuestra casa! Qué habremos hecho nosotros, para tener que sufrir tanto en este mundo”. La saqué un rato, a dar un paseo. Me dijo: “Chache, ¿me quieres comprar una pastilla de jabón para lavarme, que no tengo, y un peine?” También quería que le comprase palodul, pero eso no lo pudimos encontrar. Estuvimos un rato, y cuando vi que pasó el poco tiempo que nos había dado la monja nos fuimos donde la tenía que dejar, con todo el dolor de mi corazón. Aquel día no hablamos casi nada de cómo las trataban allí (estaban ella y otra vecina nuestra, una hija de Manuel Pescuezo; aquella no la vi, lo que me dio su madre para ella se lo di a mi hermana para que se lo hiciese llegar). Me tuve que quedar aquella noche en Montoro. A una hija de la posadera le dije: “¿Tú no sabes dónde venden palodul?” Me dijo: “En la plaza hay, por las mañanas”. Le di 50 céntimos para que le comprase un poco a mi hermana y fuese al convento a llevárselo. La muchacha me dijo que lo compraría y se lo llevaría. Cuando fue la hora de levantarme, comí un poco y me fui a la estación. Cuando pasó el correo me fui a Córdoba. Después, cuando mi hermana volvió a nuestra casa y yo me licencié, me dijo: “Chache, cuando fuiste a verme yo no te podía decir nada de cómo estábamos allí porqué nos decían las monjas que la que dijese a sus familias que allí no estaban bien, la metían en el cuarto de las ratas, para que la comieran por mala”. La mojas quisieron hacerlas a su imagen y semejanza, y lo que consiguieron fue que las odiaran durante toda su vida. Consiguieron que algunas fuesen monjas, pero tan pocas, que con lo que sembraron en aquellos tiempos, como siga la cosa como va, el que quiera ver a una monja va a tener que vestir una caña de monja. Mi hermana dice que cuando salían al patio, donde había árboles frutales, sólo podían coger, con el hambre que tenían, las peras


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pequeñas que se caían. Si cogían una del árbol las tenían en cruz medio día. Cuando iba a barrer a la bodega, veía los jamones que tenían, curados. Ellas, lo que probaron de los jamones fue la sal: se mojaban el dedo de saliva, lo pasaban por los jamones y se lo chupaban. La canción que les hacían cantar decía: Viva Dios, que nunca muere la santa religión y las medres del colegio que nos dan la educación. Y nosotras picaremos no la queremos tomar merecemos cuatro palos y a la cama sin cenar. Cuando llegué a Córdoba, uno que venía de escolta me dijo: “Si quieres no saques billete, que yo tengo la lista de embarque para dos”. Así me pude ahorrar lo que valía el billete. Sólo me quedaba un cajetín, y tenía que coger un tren de Córdoba a Los Rosales, y otro de allí a Fábrica del Pedroso. Con el dinero que tenía, no podía permitirme el lujo de decirle que no. Mientras él estaba en la estación, fui a por la maleta. Cuando vino el tren que iba a Sevilla, nos fuimos hasta los Rosales, y como ya había paso el correo, cogimos el primer mercancías que pasó. Nos sentamos en una garita donde iban los guardafrenos. Cuando llegamos a Villanueva de Ríos y Minas estuvo el tren parado mucho tiempo. Cuando llegamos al destacamento casi oscurecía. Solté la maleta en la batería y fui en seguida a decirle al teniente que ya había llegado. Me preguntó por mi familia, si estaban bien. No se dio cuenta que llegaba dos días tarde. Cuando escribí a mi familia le dije a mi madre que, si podía sacar a la Carmela de aquel convento, que lo hiciera, porque yo la había visto muy delgada. Que para estar pasando hambre allí, que la pasara en casa. Lo que yo no sabía es que tampoco podía dormir de frío, que después es cuando no dijo que se acostaba y se levantaba con los pies helados. Al otro día de llegar, como había otros de permiso, me pusieron guardia. Aquel año 1946 estuve de guardia el día 24 de diciembre. Me


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tocó la Nochebuena de puesto. A las 10 vino el cabo de guardia a darnos a los que estábamos de puesto una copa de anís y unos dulces. Yo sabía que aquello lo íbamos a pagar caro. Al cabo, que era Antonio Lozano, le dije: “No creerás que con esto nos vas a engañar como a los muchachos y nos vas a tener de puesto toda la noche”. Él me dijo: “No, hombre, si es que me ha mandado el teniente que le dé a los que están en los puestos una copa y unos dulces”. Yo le dije: “Bueno, a ver si cuando sean las doce venís a relevarme”. No me equivoqué: eran las dos de la madrugada y aún no venía el que tenía que relevarme. Me harté de esperar y me fui donde tenían liada la fiesta. Al primero que salió a la puerta le dije: “Quieres decirle al cabo de guardia que salga, que lo quiero ver”. No quise entrar, porqué allí estaban los maestros artificieros, y no quería que se enterasen que dejaba el puesto solo. Cuando vino el cabo me dijo: “¿Qué quieres?” Le dije: “¿No sabes tú lo que quiero?” Me dijo: “Si no me lo dices, no lo sé”. “Que no sabes qué hora es y no has mandado ninguno a relevarme”. Él, entonces, me dijo: “¿Qué has hecho? ¿Dejar el puesto solo? Si se entera el teniente nos la vamos a buscar los dos; haz el favor de irte al puesto, que voy a ver dónde está el que mandé a relevarte cuando eran las doce”. Casi eran las 4’30 cuando volvieron los dos. El que tenía que relevarme, en vez de venir al puesto cuando lo mandó el cabo, se había metido en el comedor, que era donde tenían liada la juerga. Cuando vinieron, le dije al cabo: “Yo ya he terminado por hoy mi guardia”, y me fui a la batería a acostarme. Pero con el cachondeo que tenían debajo y los nervios que yo tenía, no había quien me hiciera dormir. Ya se habían ido los maestros artificieros, y el que tenía liado todo el tinglado era José Zafra. Aquel, con una caja de chapa y dos palos te liaba unos zapatiestos que retumbaba todo aquello. Me cansé de oír tanta música de aquella y me levanté. Fui al comedor y le dije a Zafra: “¿Todavía no te has cansado de dar porrazos y berrear?” Me dijo: “Por eso es Nochebuena”. Le dije: “Ya es Navidad, que la Nochebuena ya hace rato que pasó”. El seguía dando porrazos y berridos. Con mala leche, le dije: “Si no quieres irte a dormir, te vas a la orilla del río y le tocas a los peces, que yo he estado de guardia y quiero


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dormir”. Lo dejé, para no liarme a tortas con él, que no tardó mucho rato en dejar de dar berridos y palos a su tambor. Era un caso perdido: hacía allí de carpintero (era su oficio), y vendía casi todas las puntas que había. Por vender, vendió hasta el capote, y el teniente se lo iba descontando de las sobras, que allí era de 1,50 diaria. Un día de los que vino el capitán le dijo: “Mi capitán, me s’ha perdido el capote, y el teniente me lo está descontando de las sobras”. El capitán le dijo al teniente: “Págale a Zafra las sobras, que si no, nos va a vender hasta a nosotros”. Cuando volvieron, después de la Navidad, los que estaban de permiso, un día, estando formados, me dijo el teniente: “Félix, saca los cochinos y llévalos por ahí, para que coman”. La trompeta para hacer las llamadas que había allí era una campana como las que había antes en las estaciones para anunciar la llegada y la salida de los trenes (hoy se hace de otra forma). Todas las mañanas, después del desayuno, los que no tenían servicio de armas teníamos que formar. Venía el teniente, y a cada uno nos decía lo que teníamos que hacer. Yo estuve con los cochinos hasta que el teniente los vendió. Una noche vino un camión y se llevó las vigas de hierro que estaban allí, que el teniente las vendió. El cabo de guardia se lo dijo al sargento. El sargento, que le tenía envidia al teniente porque él no podía mangonear como él, animó al cabo (un gaditano que también era del 1945) para que entre los dos dieran un parte por escrito de que había vendido un camión de vigas. Cuando el teniente se enteró, sabiendo lo que le esperaba, vendió los cochinos y las cabras (de estas, dejó 4 ó 5). Estuve comentando con él lo que le habían hecho. Me dijo: “El cabo se licenciará, pero el sargento, como vuelva a estar en otro sitio conmigo, se va a enterar de quién soy yo”. Suerte tuvo de vender enseguida los animales, porque a los dos días vinieron un capitán y un teniente. El capitán era el que tuvimos de instructor siendo quintos, y el teniente era joven y estaba soltero. Nosotros no lo conocíamos, iría a La Maestranza después que nosotros. El teniente se quedó al cargo del destacamento, y el capitán vino para arrestar al otro teniente. Le dijo que de momento no podía salir de su casa. Al que estaba de puesto cerca de la casa del teniente le dijo: “Si ves que el teniente sale de su casa, le pegas un tiro”. No creo que


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ninguno le hubiésemos pegado un tiro si llega a salir de su casa, porque si él hubiese cumplido las leyes militares a rajatabla, nos hubiesen tenido que fusilar a todos los que estábamos allí. A los pocos días se llevó de allí a su familia, a unos pabellones que había cerca de Pinedas. A él lo tenían arrestado en el cuarto de banderas en la Maestranza. Al cabo, por lo que decían, no le quedarían más ganas de dar partes por escrito de ningún superior. Decían que lo tuvieron 24 horas en cruz en el cuerpo de guardia de La Maestranza. No sé qué fue del sargento, y la última vez que vi al teniente fue en La Maestranza; él salía del cuarto de banderas y nos cruzamos en el patio. Seguro que iría a hacer sus necesidades. Yo lo saludé militarmente; él me miró, pero no dijo ni palabra. Volví a saber de él, como ya dije, un año que fui a El Pedroso.

[En Fábrica del Pedroso, el día 14-8-1945] A aquel joven teniente le gustaba el agua más que a las ranas. Todos los días se iba al río a media mañana y se venía a la hora de la comida. Un día estaba yo de guardia por donde él pasaba; salí de la garita y lo saludé como se saluda cuando uno tiene armas, aunque


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con el otro teniente y el capitán (cuando venía) no hacíamos ni eso. El capitán, como al principio de estar allí siempre le saludábamos, nos dijo: “Con una vez que nos saludemos por la mañana basta, como dándonos los buenos días. Después no me saludéis cada vez que me veáis”. Pero aquel nuevo pensaba como recién salido de la academia: al poco rato de pasar él por allí vino el cabo de guardia y uno de los que estaban de servicio. Dije: “¿Dónde vais, si todavía no es hora?” Me dijo el cabo: “¿Qué te ha pasado con el teniente, que me ha dicho que te releve y te mida cuarenta metros cuadrados donde esté la hierba más grande para que la caves?” Dije: “Pues si yo me salí de la garita y lo salude”. Dijo el cabo: “Pero no le diste la novedad”. Yo le contesté: “¿Y cuándo hemos dado aquí la novedad a nadie?” Dijo: “De aquí para adelante lo tendremos que hacer”. Dije: “Si cavo esa hierba en el tiempo que estoy libre, luego puedo seguir la guardia”. Me dijo que si yo lo que quería era estar libre el domingo para ir a El Pedroso. No sé si fue bueno o malo, el acaloramiento que me dio aquella tarde. Lo que sé es que aquello fue el fin de estar yo en Fábrica de El Pedroso. A los dos días se me liaron unas fiebres de cuarenta y más grados. El practicante me dijo: “Esto es una insolación, de estar el otro día toda la tarde bajo el sol quitando hierba”. Yo le dije: “Me parece que es paludismo, porque me da al tercer día. Sea lo que sea, dile al teniente que me mande a Sevilla, no me pase como la otra vez que estuve con fiebres, que por poco me muero aquí.” Al otro día me fui a Sevilla con el enlace. Me tuvieron en el botiquín toda la mañana, y por la tarde me mandaron al hospital de Queipo de Llano. Yo pensaba que me llevarían donde estuve antes, pero fui a otro pabellón, el 4º. Estando en el botiquín de La Maestranza vino el enlace y me dijo: “¿No sabes lo que me han dado para ti?” Yo le dije: “Qué sé yo”. Dijo: “Si no te enfadas, te lo digo”. Dije: “¿Por qué me voy a enfadar?” Me dijo lo que era: un pasaporte con 25 días de permiso. Dije: “Está muy bien el pasaporte, pero donde yo tengo que ir es al hospital a curarme. Sólo falta que vaya a mi casa enfermo”. Dijo: “Ya tienes razón”. ¡Qué diferencia había entre la monja del 5º pabellón y la que había en el 4º! La primera, como ya dije, era la mujer más comprensiva que yo he visto. La segunda era como muchas que hay: de buena que era le


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decían sor Metralla. No le faltaba razón a quien se lo puso. La guantada que me dieron en la mili fue de ella, que la que me quiso dar el cabo Lemo la esquivé. Pero ella, que no medía dos cuartos del culo al suelo, me la dio. Un día que tenía fiebre me levanté a las nueve de la mañana y fui al cuarto de aseo para lavarme la cara. Entró ella diciéndome: “Tórtolo (la otra nos decía “niños”, ella “tórtolos”), que ya no es hora de lavarse”. Y mientras con la boca me decía esto, con la mano me dio una torta. Le dije: “He venido a lavarme porque tengo fiebre, para refrescarme un poco”. También le dije que en más de dos años de mili era la primera guantada que me habían dado. A ella le hizo mucha gracia aquello, y cuando vio a un enfermero le dijo: “Mira, tan alto como es y le he dado una guantada”. Otro día me pidió uno lumbre para encender un cigarrillo. Le dije: “Vámonos fuera de la sala, que como nos vea sor Metralla estamos listos. El otro me dijo: “Dame y me salgo al corredor, que ella no me ve”. Le di, y vaya si nos vio. Vino al corredor en que nos habíamos salido, y nos dijo: “¿Vosotros no sabéis que en la sala no se puede fumar?” Le dijimos: “Si sólo hemos encendido el cigarro y nos hemos salido al corredor”. Nos dijo: “Mañana se lo diré al médico”. Y vaya si lo hizo. Cuando el médico pasaba la visita, los que podíamos levantarnos nos poníamos de pie delante de las camas, y cuando el médico llegó a mí, le dijo la hermana: “Mire, este y aquel estaban fumando en la sala”. Yo no llevaba muchos días allí, y cuando ingresé me pelaron al cero, como a todos. El médico dijo: “¡Cómo tiene este el pelo! Que se pele toda la sala”. Había algunos con dos dedos de pelo y que pronto pasarían por el tribunal y les darían la convalecencia para ir a sus casas; se tuvieron que pelar al cero. Algunos, si hubiesen podido, nos hubiesen comido. Como siempre, pagaron los que no tenían culpa. La comida también era escasa. Hacían el pedido las monjas, y aquella, si nos hubiese podido matar de hambre, seguro que lo hubiese hecho. No sé si sería verdad lo que decían de la hermana, que como en su pueblo ninguno se quería casar con ella, se fue de monja. Cuando se me empezaron a cortar las fiebres me dijo el médico: “Vosotros, los palúdicos, podéis trabar algo. Te vas y le ayudas a los


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jardineros (también eran soldados); así, te dará la hermana más de comer”. Había una mesa que le decían “de los pelotas”, y allí comía yo cuando me fui con los jardineros. Mi trabajo era quitar alguna hierba seca, los otros hacían lo demás. Mejor era aquello que estar viendo a la tía aquella. Lo de ir a limpiar jardines era por la mañana, y por la tarde, como sor Metralla era tan buena, nos hacía ir al rosario: lo que perdía con su mala leche lo quería recuperar rezando. Yo estuve en el hospital hasta unos días antes del referéndum que hicieron en el mes de julio del 1947. Cuando hicieron la relación para ir a votar en aquel referéndum (que nosotros decíamos “si pones sí, que siga; si pones no, que no se vaya”), a mí me pilló en el hospital. Pero salí de él antes de que se celebrase, y cuando en la Maestranza me dijeron que tenía que ir a votar al otro día, les dije: “Yo tendré que ir a votar al hospital, que allí me apuntaron”. Me dijeron: “Toma este papel y te aprendes de memoria ese nombre que está ahí escrito”. Le pregunté: “Para qué me tengo que aprender eses nombre?” Me dijo un sargento: “Porque has de ir a votar por uno que está de escolta”. Así que voté dos veces. Por la mañana fui al hospital, y desde allí nos llevaron a los hotelitos. Allí todos los que votamos éramos militares. Nos dieron la papeleta para que cada uno pusiésemos lo que quisiésemos. Aquella la eché en blanco. Cuando por la tarde nos llevaron a la calle del 2 de Mayo, antes de salir de La Maestranza, nos dieron los papelitos con el sí puesto. Donde fuimos estaban militares y paisanos todos juntos. Yo entré en un váter; allí había papeletas en blanco; cogí una, y con un trozo de lápiz que tenía puse NO. Rompí la que me habían dado con el SÍ. Pensé: “Aquí, entre paisanos y militares, no sabrán quién ha sido el del no”. Como tanto miedo teníamos metido en el cuerpo, pasé un rato jodío cuando nos dijeron: “Los militares, venid, que vais a votar en este sitio”. Cuando me tocó a mí, tenía que decir el nombre del otro y después darle la papeleta a un teniente, que era el que las metía. Pensé: “Cómo la abra y la vea, se me va a caer el chaleco”. Hasta que la entró en la urna no se me pasó el miedo. Después pensé: “Como mi nombre no está ahí, a mí no me pillan”.


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Después de aquel día fui a ver al cabo primera de la 6ª batería, que era a la que yo pertenecía, y le dije: “Mi primera, ¿qué tengo que hacer? ¿Irme al destacamento que me ha tocado o quedarme aquí?” Me dijo: “Yo no sé. Vamos a ir a ver al comandante ayudante y él te dirá lo que tienes que hacer”. Fuimos los dos. El entró en el despacho del comandante y yo esperé en la puerta hasta que salió el primera. No se qué le habría dicho; no salió muy contento. Me dijo: “Pasa tú, que te quiere ver el comandante”. Pedí permiso para entrar. Me dijo: “¿De qué quinta eres?” Le dije que del 45. Anotó mi nombre en la hoja de un calendario que tenía encima de la mesa y me dijo: “A vosotros pronto os licenciarán, vete y ya te avisaré yo”. Todavía estoy esperando a que lo haga. Se lo dije al primera y me dijo a qué destacamento tenía que ir: era al kilómetro 84, un destacamento que había en Algeciras. Y es que no sólo relevaron al teniente, el sargento y el cabo mientras yo estuve en el hospital: relevaron a todos los que estaban en el destacamento de Fábrica de El Pedroso, y mandaron gente de otro sitio: el oficial del 14 de Artillería, y los soldados del 14 del mismo cuerpo y de Infantería. Yo pedí permiso para ir a Fábrica del Pedroso para recoger una muda que me había dejado en casa de la mujer que me lavaba la ropa, y un mono azul que ella me tintó. Y de paso, llegar al Pedroso a ver a la amiga. Me fui con un enlace que no conocía. Me dijo que los que estaban eran todos nuevos. Cuando llegamos al Pedroso le dije: “Yo me quedo aquí”. Fui a ver a la María y su familia. Aquella noche me quedé en su casa, y al otro día fui a casa de la señora que me lavaba la ropa. Estaba en el puebla porque había venido a blanquear la casa (me lo había dicho la María, con eso me ahorré de ir al campo). Estuve con ella hablando. Me dijo: “El mono lo tengo aquí, la muda se la di a tu paisano, que vino al cortijo para que se la diera antes de que se fueran de allí”. Estuvimos comentando lo del referéndum. Le dije: “Usted también fue a votar?” Me dijo: “Decían que el que no votara le quitaban la cartilla de racionamiento”. Me dio el mono. Le di recuerdos para su marido e hijos. Me despedí de ella y hasta ahora no he sabido más de ellos. Me fui a casa de la María, y como hasta la tarde no me iba para Sevilla, me fui con ella y una vecina suya a hacerle compañía a una huerta de un pariente suyo que fueron a lavar.


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Después nos cruzamos unas cuantas cartas, y cuando fui con mi mujer e hijos al Pedroso en el 1965 me dijo Juan Brenes que se casó y estaba en Cataluña. Los dos, aunque por distintos derroteros, fuimos a la misma tierra. Por la tarde me fui a Sevilla a esperar que me dijeran una cosa o otra, y cuando empezaron a echar a la gente de los destacamentos para licenciarnos, vino mi buen amigo (por decir algo, porque yo, el único buen amigo que tuve fue mi padre, y me dejaron sin él a muy temprana edad) y me dijo: “¿Qué estoy viendo? ¡Si me dijeron que te había muerto!” Por lo visto, enviaron a uno al hospital para que me pagara las sobras y no me supo encontrar. Habían estado una quincena sin pagarme, pero después me pagaron dos; pero lo que es me decía no lo supe hasta entonces. Le dije: “Pues ya me ves, vivito y coleando. Cuando quieras me das la ropa que fuiste a pedirle a la mujer que me la lavaba, que tengo que entregarla”. Me dijo: “Ya no tengo aquella ropa; la vendí. Como me dijeron que te habías muerto…” Le dije: “Pues yo no he visto a ningún muerto, ¡qué peje! Pero como no me apañes ropa para entregar, a ti te voy a dar dos tortas que vas a hacer palmas con las orejas”. Me dijo: “Toma 7 pesetas y vamos a la tarde al jueves (que era como lo decían al rastro que había en Sevilla, no sé si aún existe) y te compras ropa vieja para entregar”. Lo que pudimos comprar con aquel dinero estaba hecho trizas. Desde que salí del hospital hasta el día que nos licenciaron estuve sólo de paseante de Sevilla. Por la mañana, después del desayuno, formaba con los asistentes y me salía a la calle. Me di a conocer con uno que era de Villarato. Ese estaba de asistente con un teniente coronel. No eran de la Maestranza, pero venían a dormir y a comer allí. Con él iba a la casa de la madre del teniente coronel (le hacía la compra a aquella mujer). Yo nunca la vi, porque me quedaba a esperarle antes de llegar al sitio. con alguna peseta que se ahorraba en la compra y con lo que le daba después, cuando salíamos de paseo nos tomábamos una jarra de cerveza. Pero un día se fue sin que yo lo viera. cuando lo vi, le dije: “Porfidio (que así se llama, si aún vive), hoy no me has querido esperar”. “Es que he tenido que hacer otra cosa”. Al día siguiente me lo volvió a hacer. Cundo lo volvía a ver, le dije: “Si no quieres que vaya contigo


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para no convidarme, me lo dices, y no me andes con rodeos”. Me dijo: “Te voy a decir lo que es, pero no te vayas a chivar”. Le dije: “Hace poco que nos conocemos, sino no dirías que me iba a chivar”. Me dijo: “Es que la madre del teniente coronel se ha ido de vacaciones, y no tengo que ir allí”. Le dije: “Ya semos dos que no tenemos nada que hacer”. Cuando íbamos a los Jardines de Murillo, quería que nos arrimáramos a todas la mujeres que veíamos. Había tardes que se iba detrás de alguna a la otra punta de Sevilla. Una noche se quedó sin cenar, y yo le dije: “Espabílate, noviero, que esta noche te han dejado sin cenar”. Era de 1944, agregado al 1946. Se llamaba Pofidio Rubio. Llegó el día que tuvimos que entregar la ropa. Hice un lío con la ropa que tenía y los tropajos que compramos en el jueves, y me fui a entregarla. Cuando entré en la batería que pertenecía no estaba allí el cabo, sólo había un soldado del 46. Le dije: “¿No está el primera?” Me dijo: “No, ha salido”. Le dije: “Es que vengo a entregar la ropa”. Me dijo: “Échala ahí, en ese manto”. La puse con cuidado, para que no se desliara y viera la ropa que era. Salí más ancho que largo. Después, cundo nos nombraron para darnos las cartillas militares, a mí no me nombraron. Fui a ver al primera de mi batería, que era el mismo con quien había ido a ver al comandante ayudante, y le dije: “¿Qué pasa, que a mí no me han nombrado para irme?”. Me dijo: “Ya sé lo que ha pasado, que cundo mandé los otros al destacamento no tenía que haber mandado la tuya, y la mandé”. Le dije: “Entonces, ¿qué tengo que hacer? ¿Ir con el enlace a por ella?” Dijo: “No, ya haré yo una lista de embarque para ti y después te mandaré la cartilla al cuartel de la guardia civil de tu pueblo, porque si fueses tú al destacamento, te tendrían allí hasta que fuese tu relevo”. Así, el día 13-8-1947 a las nueve de la noche salimos los que íbamos licenciados de Sevilla para Córdoba, y no llegamos allí hasta que se había ido el tren de la sierra, que era el que nosotros teníamos que coger. Antes de llegar a Córdoba nos tuvieron parados a caso hecho hasta que se fue el tren que teníamos que haber cogido. Como se puede ver, en aquellos tiempos hacían lo que querían, y silencio y chitón, ya que sino eras de los malos y te ponían donde no


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alborotaras. Menos mal que hemos podido llegar a tiempos en que se puede hablar; aunque no nos hagan mucho caso, pero que duren. Cuando llegamos a Córdoba nos tuvimos que estar allí hasta la tarde que salía otro ten para Pueblonuevo. como Daniel tenía una hermana sirviendo en Córdoba, fuimos a ella a darle el pego. Nos dio 5 pesetas y nos dijo: “Comprad sardinas y las traéis para que sus las fría. Os daré un poco de pan y os las coméis por ahí, porque aquí no quieren mis señores visitas”. Nos compramos las sardinas y con lo que nos sobró compramos una sandía y nos fuimos a comer a un parque. Le dimos las gracias a su hermana Carmen y nos dimos un paseo por las calles cordobesas hasta que nos fuimos a la estación a esperar el tren que nos llevó a Pueblonuevo. Allí tenía Daniel otra hermana sirviendo. Esa era la Concepción. Como llegamos de noche, fuimos a la casa en que estaba sirviendo para que nos aliviara nuestras alegrías.


UNDÉCIMO CAPÍTULO: EN EL PANTANO DE BARASONA (EMIGRACIÓN - PRIMERA PARTE) La casa en que trabajaba su hermana estaba a la entrada del pueblo. Eran ella y otra chica sirviendo allí. Entonces por cuatro perras tenían a las criadas. Cuando nos vieron, después de saludarnos, nos dijeron: “Los señores se van a ir al cine. Dejadnos la maleta, que la vamos a guardar en el lavadero”. Dijo la maleta, porque sólo yo llevaba la mía, que era de madera y la tenía bien conservada, pero el Daniel había perdido la suya por ahí. Nos dijeron: “Iros un poco por ahí y venís a las diez”. Así lo hicimos. Cuando volvimos nos habían preparado la cena: patatas fritas y un huevo para cada uno. Nos dijeron: “Venid donde podéis comer y acostaros”. Nos llevaron al cubierto en que tenían el lavadero, y nos dijeron: “No hagáis ruido, por si cuando vengan los señores estáis despiertos no os sientan, que entonces nos reñirían a nosotras”. Les dijimos: “estad tranquilas, que no haremos ruido, y mañana, como es fiesta y no hay coche de línea nos llamáis cuando sea de día para irnos al pueblo”. Ellas nos dijeron: “Si vosotros despertáis antes que nosotras, dais un golpe en aquella ventana y nos levantaremos a abriros”. Cuando se hizo de día ya estábamos nosotros despiertos. Como veíamos que ninguna venía por donde estábamos, fue Daniel y tocó la ventana. Se levantó su hermana y nos abrió la puerta. Le dimos las gracias por lo que hicieron por nosotros, y lo atrevidas que habían sido al hacerlo. Les dijimos adiós y emprendimos nuestra marcha. Cuando íbamos a salir de Pueblonuevo, en un puente que hay estaba un hombre con un puestecillo vendiendo dulces y cigarros. Compramos una peseta de cigarros, y ese fue nuestro desayuno. Cuando habíamos andado un poco sentimos el traqueteo de un carro. Nos esperamos, y cuando llegó a nosotros le dijimos que si iba para Hinojosa, y nos dijo que no. Como sabía por qué se lo decíamos, nos dijo: “Si queréis, venid conmigo hasta que me aparte de la carretera”. Así fuimos unos dos kilómetros montados.

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Después de darle las gracias, que era lo único que teníamos para dar, seguimos nuestra carretera; que en aquellos tiempos podíamos andar tranquilos, que no nos cogía ningún coche. Ya no volvimos a ver ni coches ni carros en todo el camino. Lo que sí vimos antes de llegar al Cuartanero fue un hombre que estaba guardando un melonar. Le dijimos que si nos daba una sandía. Cuando me reconoció, nos dijo: “Venid al chozo y comed los que queráis”. Nos partió un melón y nos dio un trozo de pan. Nos dijo: “No tengo otra cosa que daros; es lo que yo como más: melón y pan, porque las sandías es todo calduche”. Aquel hombre (se llamaba José Flores Balsera, de apodo le decían Curuvilla) y yo estuvimos trabajando en el comedor que pusieron en la guerra. Yo le dije: “¿Cuándo volveremos a comer tanta carne como cuando estuvimos en el comedor?” Él dijo: “Y que lo digas”. A aquel hombre, además de las gracias, le dimos un cigarro. Daniel y yo seguimos otra vez nuestra carretera. La maleta la íbamos llevando cada uno un rato, y cuando nos parecía nos parábamos un rato a descansar. Ya nos empezaba a calentar el sol. De Pueblonuevo a Hinojosa hay 29 kilómetros, y aunque salimos temprano, había que andarlos. Cuando llegamos al molino de viento llevaba el Daniel la maleta en el hombro, como hacíamos siempre; la dejó caer al suelo y medio la descuartizó. Le dije: “Ya que tú no llevas maleta, rompe esta también”. Cuando llegamos a la entrada de Hinojosa, en unos comederos que había allí, vivían mis tíos Antonia y Casildo. Fue a los primeros que vimos. El Daniel también lo conocían bien mis tíos. Estaba mi tío Casildo y otro. Como era el día de la Virgen de Agosto, se estaban convidando. Tenían una garrafa de cuarto de arroba con vino y un plato con pájaros fritos. Nos dijeron: “Sentaos y comeos unos pájaros, y bebeos un vasillo de vino”. No se lo despreciamos. Nos sentamos con ellos, y una prima mía que se llama Felicia fue corriendo a mi casa a decirle a mi madre y hermanos que yo estaba en su casa”. Allí vinieron todos los míos corriendo a verme. Después de abrazarnos y besarnos le dije a mi madre: “¿Quién os ha dicho tan pronto que yo estaba aquí?”. Me dijo: “Tu prima Felicia”. Le dije a mi prima: “Yo quería haberle dado


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una sorpresa, para qué fuiste a decírselo”. Ella se rio por respuesta. De allí fuimos todos mis hermanos, mi madre y yo para casa. Ya había cumplido con la patria. Ahora, qué teníamos que hacer, ya lo iríamos viendo. En Hinojosa el trabajo estaba casi todo hecho. Poco había que hacer. Daniel tenía un hermano que también hizo la mili en Sevilla. El era del 43, y estuvo en San Juan de Alfarache en el 74 de Artillería antiaéreos; cuando se licenció, se fueron él y otro a trabajar a un pantano a la provincia de Huesca: el pantano de Barasona. Habían venido a pasar unos días en el pueblo, y cuando lo vi le dije: “Luís, si me fuera yo con vosotros, ¿me darían trabajo a mí?” Me dijo que sí, que Daniel también se iba con ellos. Me dijo: “Si tú te quieres venir, te juntas un día con mi hermano, vais al Ayuntamiento y les decís que os hagan un papel, que es como una lista de embarque, y con eso sólo se paga la tercera parte del billete. Yo también iré antes de la feria, porque eso dicen que lo tienen que pedir a Córdoba”. Fuimos a que nos hicieran aquel billete de caridad, como decían. Recién licenciado y para buscar trabajo tenías que pedir caridad para desplazarte al sitio que te podrían dar trabajo. Esa era la España de mi juventud. Dos días antes de la feria, que entonces se celebraba el 28 de agosto, vino Luis a mi casa y me dijo: “Félix, ¿quieres venir estos días hasta que pase la feria a repartir gaseosas y sifones por los bares y tabernas?” Yo le dije que sí. Me dijo: “Cuando quieras puedes ir en ca el Lanchego y él te dirá cómo lo tienes que hacer; iremos mi Daniel, tú y yo”. Aquella misma tarde empecé. El Luis ya había hecho aquello antes, y él le ayudaba al dueño a llenar las botellas algunos días. Daniel y yo íbamos por los bares y tabernas a repartir. Nos daba un tanto por lo que vendíamos. El dueño sólo tenía una burra, así uno (en aquel caso yo, que fui el ultimo de conocer aquel negocio) tenía que llevar mi mercancía en un carretillo de mano, y así tenía que ir por todos los bares y tabernas del pueblo preguntando si tenían gaseosas o sifones para cambiar. Sólo había un bar al que yo no quería entrar. Le decía al Daniel: “A ese llégate tú, que yo no quiero ni ver a ese tío”. El, como ya sabía por lo que era, lo hacía. También nos las compraban los del circo, y con eso por la noche teníamos la entrada gratis, si queríamos.


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Dando muchos viajes sacamos un buen jornal. El penúltimo día de feria, yo le dije al dueño: “Mañana, si no le sabe mal, quiero ver la feria y no venir”. Me dijo: “Como es el último día de feria, ya nos apañaremos”. Cuando fui a que me pagara, la dueña, al verme con el traje que me hicieron mi madre y las vecinas con el dinero que le mandé del rebaje de rancho que me dieron cuando estuve enfermo en la mili, me dijo: “Pareces un señorito, no te conocía si no te hubiese visto la cara”. Los días que estuve trabajando lo hacía con el mono azul, que fue con el que me vine de La Maestranza. ¡Con las ganas que tenía de licenciarme para estar con los míos en nuestra casa, y qué poco tiempo estuve! Después de la feria fuimos al Ayuntamiento por si tenían los papeles arreglados, y nos dijeron: “Venid mañana”. Nos los arreglaron más pronto porque Luis y Daniel tenían un hermano que había sido pistolero, y otro que les mataron los rojos. Ellos decían que a su Canito lo mataron porque no pudieron coger al pistolero, que cuando se terminó la guerra vino con los fascistas, que con ellos se había ido. El también mató a unos cuantos en el pueblo. El día 5-9-1947 emprendimos la marcha para Aragón. Ibamos cinco: el que había estado con Luis, era Manolo Imed, otro Manolo (le decían el Sebo), el Daniel y yo. De los Manolos, ninguno llevaba el billete de caridad. Cuando quisieron arreglarlo ya era tarde, y por no esperar hasta que se lo hicieran, se vinieron con nosotros. El día que nos fuimos, como mi familia no querían que me fuese, les dije: “Lo siento tanto o más que vosotros, pero aquí no hay nada que hacer. Los indeseables de esta tierra no nos quieren en ella, y os pido por favor que no vengáis ninguno a despedirme a la plaza”. Nos despedimos en casa llorando, como siempre que lo hacíamos. Cogí la maleta que había llevado en la mili (que era la única que teníamos), y me fui a la plaza. Allí nos juntamos los cinco, y cuando vino el coche de línea que iba a Cabeza de Buey nos fuimos en él. Llegamos allí por la tarde. Dejamos las maletas en consigna y nos fuimos a ver la ciudad. Cuando se hizo de noche, volvimos a la estación y allí esperamos hasta las 11, cuando vino el tren que nos llevó a Madrid. Llegamos por la mañana, y estuvimos hasta la tarde bien tarde, cuando cogimos otro tren que nos dejó al otro día en Zaragoza.


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En Zaragoza, tuvimos que ir a otra estación diferente de la que habíamos llegado. Tuvimos que pasar un puente que había para peatones, y nos hicieron pagar 15 céntimos a cada uno. Aquel día, hacía un viento que parecía que estábamos en diciembre. Era fuerte y frío. Yo le dije a Luis: “Si aquí hace tanto frío, cuando lleguemos allí nos helamos”. Él dijo: “En el invierno hace allí frío, pero en este tiempo no lo hace. Por lo menos el año pasado así fue. Allí cogimos otro tren que nos llevó a Segua, y allí otro con que fuimos a Barbastro. Allí nos llevó un camión, porque el conductor conocía a Luis y Manolo, hasta Puebla de Castros, y nos bajó allí porque no querían los jefes que montaran a nadie en los camiones. De allí fuimos andando hasta la central eléctrica, que era lo que hacían allí, porque la presa ya hacía tiempo que estaba terminada. Me he pasado el viaje de un tirón; no he contado nada de cómo fue el camino. Los dos Manolos, como tenían tanto dinero y no traían billete de caridad, hasta Madrid pudieron pagarse el billete. Después tuvieron que hacerlo sin billete. Nos dejaron a nosotros las maletas, y ellos, cuando veían que el revisor venia, se metían debajo de asientos, si los dejaban los que iban de frente a los asientos en qué íbamos nosotros. Y si no, se lo tenían que apañar como podían. Hasta se subieron en los techos. Nosotros, cuando nos lo dijeron, le dijimos: “No hagáis eso, que como pase por un túnel y no os deis cuenta, os matáis”. Unas mujeres que iban en frente de nosotros sintieron lo que decíamos. Les dijimos dónde íbamos, y que aquellos no tenían dinero para sacar el billete. Les dijeron que, cuando vieran venir al revisor, se metieran debajo de los asientos, que ellas no dirían nada. Cuando llegamos a Barbastro, nos vieron una pareja de guardias civiles cuando bajamos del tren. Nos dijeron que a dónde íbamos. “A buscar trabajo al pantano de Barasona”. Nos dijeron: “Lo que vais a encontrar va a ser la bala que os vamos a meter en la cabeza”. El Luis se adelantó y le enseñó el salvoconducto que habían hecho en Hinojosa. Como a él le mataron a su hermano y el otro había sido pistolero, le ponían en el salvoconducto “adicto al régimen”. Le dijeron: “¿Así todos estos van contigo?” “Sí, es que yo ya he estado ahí trabajando”. Dijeron: “Podéis marcharos”. Luego me dijo Luis que en los salvoconductos tenían una contraseña, y ellos sabían los que eran


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afectos al régimen y los que no. Esos fueron los contratiempos que tuvimos. Luis y Manolo, los dos que habían estado trabajando allí, fueron a las oficinas a pedir trabajo. Tardaron un buen rato, que a nosotros se nos hizo muy largo, y nos decíamos: “mira que si después de haber venido tan lejos no nos dan trabajo…” Cuando vinieron nos dijeron: “Ya podéis ir a la oficina para que os apuntéis”. Quedamos tranquilos. Como perro que le quitan pulgas fuimos a las oficinas. Nos tomaron los datos y nos dijeron si teníamos cartilla del seguro. Les dijimos que no, y nos dijeron que ellos nos las harían. Nos preguntaron a quién queríamos poner en la cartilla. Como yo era el que hacía en mi casa (por ser mi madre viuda) de cabeza de familia, pude poner a mi madre y hermanos. También nos preguntaron si teníamos cartilla de racionamiento. Les dijimos que sí (el Luis y el Manolo nos habían dicho que la teníamos que llevar, que con ella podíamos comer por 3 pesetas). El jornal por 8 horas era de 9’50 pesetas. Cuando terminaron de tomarnos los datos nos dieron una papeleta para que el barraquero nos diera cama. Nos dijeron: “Vosotros vais mañana a las ocho a la central a trabajar”. Cuando íbamos para los barracones les dije a Luís y a Manolo: “Esto que nos han dicho que íbamos a ganar no es lo que decíais vosotros”. Cuando estuvieron ellos estaban haciendo los anillos del túnel, e iban a destajo. Así, sacaban más del doble de lo que nos dijeron en la oficina. Pero aquello había cambiado: cuando ellos estaban, lo hacían los que estaban libres, y cuando fuimos, habían llevado a presos comunes para redimir condena, y eran ellos los que hacían los destajos. Los demás hacíamos 10 horas diarias de lunes a sábado; las 8 horas de jornal las pagaban como dije anteriormente, y las horas extras a 1’40. La comida, como dije, 3 pesetas; la cama era de balde. Sólo teníamos que dar la sangre que nos sacaban los piojos. Yo no había visto tantos piojos desde la guerra, porque en la mili lo que había eran chinches. Pero allí, mientras más te cambiabas la ropa, más piojos tenías. Por la mañana fuimos los cinco donde nos dijeron, a la central subterránea que estaban excavando. Nos presentamos al encargado, y a cada uno nos dijo lo que teníamos que hacer. Al Luis lo mandó a una hormigonera, porque ya sabía cómo funcionaba. A los dos Manolos


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los puso en el peor trabajo que había, que era bajar cemento en sacos de yute, que era los que entonces traían el cemento. Lo tenían que bajar desde la carretera a la central: había más de cien escalones. Así todas las mañanas; por las tardes les hacían llenar vagones de tierra y piedras en la central. Ellos estuvieron allí pocos días. Una mañana le dijeron al encargado que mandaran a otros a bajar cemento, que ellos ya estaban hartos de hacer aquello. Les dijo que si no querían hacer aquello se podían ir. Le dijeron: “Nos vamos”. Se fueron a la oficina y pidieron la cuenta y se fueron dando tumbos por ahí. Unos días después nos escribieron desde Francia. Termino diciendo que Manolo Jurado está en esta fecha en Córdoba; tuvo en Francia un accidente laboral y quedó cojo, y con la paga que le quedó va tirando. Del otro, después de venirme de Barasona, no he sabido más de él. A Daniel y a mí nos pusieron a sacar vagones. Con una grúa los sacábamos de donde hacían las excavaciones, los poníamos en una vía y los sacábamos por un túnel, y los vaciábamos en el cauce del río. Teníamos que trabajar una semana de día y otra semana de noche. Después de la comida del mediodía, cuando íbamos de noche, nos íbamos por aquellos campos, y le decíamos a los dueños si nos dejaban rebuscar almendras. Nos dejaban donde ya las tenían ellos cogidas. Para hacer el frío que hacía, allí había toda clase de árboles frutales. También había bastantes olivos. Yo no he vuelto a comer tantas almendras como allí, ni tan baratas como nos costaba: sólo el cogerlas. Cuando llegamos no hacía frío, como nos dijo Luis el día que pasamos por Zaragoza. Pero cuando empezó a hacer, caían unas helada que el agua que iba goteando sobre la carretera (pasaba al lado de una montaña) se hacía bloques de hielo. El ingeniero y algunos de la oficina los tiraban a tiros, y nosotros a pedradas. Cuando pasábamos por allí teníamos que ir con mucho cuidado, porque si te caía un témpano en la cabeza no lo habrías contado. Allí empecé a ver por qué hay obras defectuosas. En la hormigonera donde trabajaba el Luis, cuando estaba el vigilante, le echaba una cantidad de cemento, y cuando se iba le echaba otra; como el vigilante estaba allí poco rato, siempre iban las pasteradas flojas de


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cemento. Con eso y otras porquerías como esas se han puesto muchos las botas. La comida estaba bastante bien. Comíamos los presos y los libres todos juntos. A ellos, el día que daban arenques para desayunar les daban medio churrasco. A nosotros no nos daban nada más que una pareja de civiles, como les decíamos a los arenques. El día que eran farinetas de harina de maíz, era para todos igual. Nosotros teníamos que comprarnos el pan para el desayuno, y como el pan sin cartilla valía más caro, cuando podíamos cogíamos una vereda que iba paralela al río, e íbamos a Grau. Allí fuimos contándole a un panadero que a nosotros las cartillas nos las pidió la empresa para darnos la comida, y que hiciera el favor de vendernos un pan al precio que vendían el de las cartillas. A lo primero nos dijo que a él le daban la harina para la gente que tenían las cartillas, y como nos íbamos porque nosotros no podíamos pagar el pan de estraperlo, nos dijo: “Os venderé uno a cada uno, pero no se lo digáis a nadie, porque con el pan que os vendo a vosotros, tengo yo que poner dinero”. Le dimos las gracias por el favor que nos hizo. Yo tuve que ir allí pocas veces a por pan, porque me coloqué de mozo de comedor y ya comía lo que tenía gana. Ya hablaré de ello. Las primeras 100 pesetas que ahorré se las mandé a mi familia y le decía a mi madre lo que ganaba, que no ganábamos lo que dijeron los que estuvieron allí antes. Mi madre me mandó a decir: “No te vayas tú a quedar sin comer por mandarnos lo que ganas, no nos mandes nada más, que nosotros nos apañaremos como podamos. Si puedes ahorrar algo lo guardas tú”. Ya sabía ella que yo no tenía vicios y sabía guardar una peseta. Con el dinero que pude ahorrar me hice un traje de pana. Me lo hizo un sastre de Puebla de Castros, y se lo iba pagando cada semana un poco. Yo le dije: “Hasta que no se lo termine de pagar, no me lo llevo”. Me costó 275 pesetas. El resto del dinero que iba ahorrando me lo guardaba una mujer, también de Puebla de Castros, que tenía un bar. El Luis y su hermano Daniel no guardaban ni una peseta. Cuando les dije que ya tenía el traje pagado, me decía el Luis: “Si tú vas a la cantina y compras lo que sea, y te vienes a los barracones. Nosotros, cuando vamos, hasta que gastamos todo lo que tenemos no nos


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venimos”. Me dijo: “De aquí en adelante me vas a traer tú lo que me haga falta de la cantina”. Pero le pasaba como a aquel que decía mi madre: “Me pega palos con el rabo de una oveja: yo quiero ser bueno, pero el rabo no me deja”. Lo que no gastaba cuando yo le hacía la compra, lo gastaba después cuando iba solo. Estando nosotros allí vaciaron el pantano para limpiarlo, y cuando ya quedaba poca agua, bajaban los peces borrachos, y se podían coger fácilmente. Nos pusimos a coger peces desde la orilla del río. El Luis se escurrió y se cayó al río. Se puso hecho una sopa. Era en diciembre. Tuvimos que hacer fuego para secarle la ropa. Él se tuvo que acostar, y le echamos las mantas de nuestras camas porque tenía más frío que once viejas. Después cocimos los peces. Los echamos en una lata grande. Tuvimos peces para unos días. Una noche, cuando estábamos comiendo el bocadillo de las doce, suerte tuvieron los que les tocaba trabajar debajo del liso que se desprendió justo en aquel momento. Porque, para comer se subían arriba, donde se ponían los vagones para sacarlos. Si llega a caerse cuando estaban trabajando, no sé lo que hubiese pasado. El liso hizo un montón de piedras que pesaría siete u ocho toneladas. Le dije al encargado: “Si los pilla trabajando, los arregla”. Me dijo que estaba él vigilando. Le dije: “Cómo se iba usted a enterar si se ha venido de golpe”. Me dijo: “Es la hora que da la vuelta la tierra; pero antes de caerse un liso empiezan a caer piedras pequeñas”. Lo bueno es que nos cogió comiendo y no pasó nada. A Daniel y a mí no nos hubiese pasado nada, porque, como dije, estábamos arriba para sacar los vagones. En el tiempo que yo estuve allí no murió ninguno. Decían que antes había muerto uno, y después de estar yo allí también me dijeron que hubo muertos de accidentes de trabajo. Unos días después de que se desprendiera aquel liso me dijo el que hacía de encargado en la central si sabía leer y hacer cuentas. Le dije que un poco. Me dijo: “¿Quieres entrar en el comedor a trabajar? Me han dicho que mande a tres de aquí para que sus hagan unas pruebas”. Fuimos tres a las pruebas: uno era extremeño, mi paisano Daniel (que ese vino por venir, que él, desgraciadamente, no sabía ni poner su nombre) y yo, que tampoco sabía mucho (de cuentas sí me defendía un poco, pero faltas de ortografía tenía para dar y vender).


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Fuimos a la cocina, y el Macario, que era el que se cuidaba de aquello, nos puso unas cuentas de sumar y restar, y que pusiéramos la dirección de nuestra casa, y día, mes y año de nuestro nacimiento. A Daniel le dijo: “¿Tú por qué has venido, si no sabes ni poner tu nombre?” Él le dijo: “Pero sé trabajar”. Nos dijo: “Iros, y ya os diré si tenéis que venir o no”. La semana siguiente, que a mí me tocaba trabajar de noche, me dijeron: “Mañana tienes que ir al comedor”. Me lo dijo el encargado de donde yo estaba trabajando. Le dije: “¿Por qué no nos da esta noche destajo? Si terminamos antes podré dormir un poco”. Nos dijo los vagones que teníamos que sacar. Yo le dije al encargado: “¿Quiere usted que suba uno de esos aquí para ayudarle a este a sacar los vagones? Yo bajaré a llenar vagones”. Así fue: bajé a llenar vagones. Echaba las piedras más grandes que había. Casi todos los que estaban allí eran hombres mayores y no podían con aquellas piedras; las tenían que partir con un mallo y tardaban mucho. Yo me di una buena casca de trabajar, pero se adelantó más de dos horas y pude irme a dormir un poco. Aunque después tuve todo el día libre, porque de los dos que fuimos, uno tenía que trabajar de día y otro de noche; como yo había trabajado de noche, dijeron: “Que se quede este de día, y tú te vienes esta semana de noche”. Allí también nos turnábamos. Hacíamos una semana de día y otra de noche. Cuando fui a comer al mediodía, me senté en las mesas como cada día. Me dijeron: “Tú espera y luego comes con nosotros”. Aquellos comían del mismo rancho, pero como la primera comida que sacaban de la caldera era la suya, pues era la que se llevaba más grasa y más trozos de tocino. A partir de aquel día ya no tuve que gastar ni una peseta en comida, ni nos descontaban las tres pesetas. Pero hacíamos diez horas y sólo nos pagaban nueve, ocho del jornal y una extra. Cuando le escribí a mi madre le dije: “Ya no tengo que gastar nada en comer porque trabajo en la cocina; ya le mandaré algún dinero”. Le mandaba una parte de lo que ganaba y la otra me la quedaba yo. Cuando íbamos de noche a la cocina, lo que teníamos que hacer era fregar los platos y las perolas que habían hecho servir por la noche, y cuidar que la candela no se apagara. Lo que allí se quemaba era leña de olivo.


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El desayuno lo tenía que dar el que iba de noche; el día que eran farinetas, las teníamos que hacer nosotros, y el día que eran los arenques, nos dejaban el pan que teníamos que darle a los presos. Los chuscos estaban contados. Les dábamos uno para cada dos, y así nos quitábamos de partirlos y que nos dijeran que el uno era más grande y el otro más chico. Los arenques nos dejaban los barriles, y con aquello no había tanto control. Yo, cuando estaba de noche y venía el Luis, me decía: “Dame los de mi hermano”. Y venía el Daniel y me decía lo mismo, y si podía darle algún chusco y comida; les decía que estando yo de noche, que después que se fueran todos vinieran y les daría lo que pudiera. Yo le decía a Luis que era el mayor, que no gastaran todo lo que ganaban, y ahorrasen algo, que para eso habíamos venido tan lejos de casa. No creo que esos se hiciesen ricos, con la vida que llevaban. En la cocina lo mismo que en la central, también había presos trabajando con nosotros, lo único que el turno de la noche lo hacíamos otro y yo, los dos libres. Una noche que estaban llenando unos pilares de hormigón tenían que subir los cubos tirando de una cuerda por una carrucha, y como tenían que llenar los cubos, si no le decían que no terminarían de llenarlos los pilares en toda la noche. Una de las veces se le cayó una piedra cerca de un civil que le hacía vigilancia a los presos. Sacó el tío la pistola diciéndole al preso que le iba a pegar un tiro porque le había tirado la piedra a cosa hecha. Y eso que no le dio, sino no sé lo que hubiese hecho. Con aquel guardia yo había hablado unas cuantas veces, y le dije que hacía poco que me había licenciado, y que como en mi pueblo no había trabajo, me tuve que ir allí. Él me decía: “Yo estoy de guardia por perro, porque mi padre tiene tierra y tiene que buscar algunas veces gente para trabajar con él”. Tenía dos o tres años más que yo. Como los dos éramos jóvenes, y como él y yo habíamos hablado anteriormente, pensé que podía tener algo de confianza con él. Le dije: “No te pongas así, que eso ha sido que se ha caído la piedra al vaciar el cubo”. Me dijo: “Tú retírate de aquí, que como me líe a tiros no vais a quedar ni uno vivo”. En seguida pensé que el que tiene un amigo guardia es como el que tiene un duro falso en el bolsillo. Nunca más volvía a decirle nada.


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Como yo en la cocina tenía todo lo que me pedía el cuerpo, me puse de gordo como no había estado nunca. Al principio comía de los peroles, como todos. Pero después de ver tanto rancho se me fueron quitando los apetitos, y la mujer que se cuidaba de hacer la comida, cuando vio que me la dejaba casi toda en el plato, me dijo; “¿Qué te pasa, Félix, que come ahora tan poco?” Le dije que de ver tanta comida se me quita la gana. “Toma esta carne, que es del caldo que le hago al encargado”. Ese era el encargado general, que no estaba bien del estómago, y les hacía la comida aparte. Para poder comer tenía yo que echarme un trago de vino. Lo que me daba ella era cuando iba de día. Aquella mujer tenía a su marido en Francia, era de los exiliados de la guerra, y como yo le dije lo que le hicieron a mi padre, teníamos los dos las mismas ideas. Cuando iba de noche a trabajar, antes de irse Macario nos dejaba lo que teníamos que hacer para el desayuno. Se lo dije a él, que no tenía gana de rancho. Me dijo: “coge carne o chorizo y te lo fríes, hasta que se te quite el empacho de rancho”. Cuando íbamos a por garbanzos, lentejas y habichuelas a un almacén que tenían, que era bien grande, había sacos que estaban mohosos y había que tirarlos. Yo decía: “¡Que aquí se echen a perder las cosas, y que haya tantas personas muertas de hambre!” Pero así era. De allí se iban algunos a Blanes, a una fábrica de seda artificial. A aquella fábrica le decían la Safa. Un día me dijeron Luis y su hermano que ellos iban a que les escribiera una carta a Blanes, para irse ellos allí a trabajar, que si yo quería podíamos pedir trabajo para los tres. Yo se lo dije a Macario, que habíamos escrito a Blanes para si nos daban trabajo. Él me dijo: “Si yo fuera tú, estando aquí como estás, que tienes la comida que quieras comer y el jornal te queda limpio, no me iría a otro sitio. Que como está la comida, lo que ganes te lo vas a tener que gastar sólo en eso”. De Blanes tardaron mucho tiempo en contestarnos. Mientras, me escribieron a mí de casa. Mi hermano me decía que fuera al pueblo, que había hablado con uno para que hiciera tejas y ladrillos a medias. Yo no sabía qué hacer, si irme a Hinojosa o irme a Blanes si nos mandaban llamar. Le dije a Luis: “Me parece que me iré a casa”. Escribí a Huesca para que me mandaran un papel de los que teníamos que pagar sólo una parte del billete.


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Cuando nos mandaron decir de Blanes que teníamos allí trabajo de la Safa, se fueron mis paisanos y yo me quedé hasta que me mandaron la lista de embarque, o como le dijeran a aquello. Eso era ya en Mayo. Pedí la cuenta y me dijo Macario: “Si te vas a tu casa está bien, pero si te vas a Blanes desde luego no sabes lo que haces”. Le dije: “No lo engaño, me voy a mi pueblo”. Me despedí de ellos, cogí la maleta, y en un camión que iba a Barbastro, me fui hasta la Puebla de Castro. Fui a la señora que me hacía de banquera. Le di la libreta en que me había apuntado el dinero que le fui dando. Le dije que me iba a mi casa, que me lo diera. En la primera combinación que pillé me fui a Barbastro. Cuando estaba en la estación, vi un soldado entre unos vagones, como para que no lo vieran. Cuando me vio, vino hacia mí y me dijo: “¿Vas a coger el tren?” Le dije que sí. “Yo también, pero estoy aquí porque hace pocos días me dieron permiso, y cuando estaba para coger el tren vinieron a decirme que no me podía ir, y por esos estoy entre los vagones, por si vienen otra vez que no me vean”. Era extremeño, y fue divertido viajar con él. Hablaba más que un sacamuelas. Me fue contando todas sus andanzas. Entre otras muchas, que cuando se tenía que venir a la mili, su madre no hacía más que llorar, y las vecinas le decían: “No llores, si tu hijo se va a hacer por ahí un hombre”. Decía: “Ahora, cuando la vea, le diré: ¿No decían las vecinas que me haría en la mili un hombre? Lo que me estoy haciendo es una mujer, porque ya lavo y coso, y me plancho la ropa con un ladrillo. También saco los niños del Teniente al paseo y los llevo a la escuela”. Fuimos de Barbastro hasta Cabeza del Buey juntos. En Cabeza del Buey me bajé yo, y él siguió su destino. Cuando llegué a mi casa le di a mi madre el dinero que llevaba, que eran 800 pesetas: lo que me quedó después del viaje. Lo hice bien, porque vi a mi familia. Pero, la tejera, cuando yo llegué, ya se la habían dado a otro. Aquel me dijo si quería hacerle unos adobes a medias, y como en mi casa todavía no habíamos podido levantar la cuadra que nos tumbaron en la guerra, se las hice. Con los que nos tocaron, pudimos levantar las paredes; mi hermano hizo de albañil. Compramos unos palos y la cubrimos con juncos. Le dije a mi madre: “De ese dinero, deje usted 200 pesetas, que no sé el tiempo que estaré aquí”. Ella me dijo: “Ya los guardaré. Mañana


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iremos a la tienda y te compraré una pelliza”. Fuimos la Anita, mi madre y yo. No había ninguna a mi medida. Nos cominos el dinero (o lo que compramos con él) y me quedé sin pelliza. Cuando empezó la siega me puse el traje de pana e iba a la plaza por si me salía para ir a segar. Me dijo uno: “Con ese traje no vayas a la plaza, si quieres que alguno te busque para segar, porque el otro día estaban diciendo que tú serías un señorito que irías a buscar segadores”. Allí tenías que estar con un pantalón remendado y una camisa sudada para que te dieran trabajo. Una mañana vino uno que quería cuatro para ir con él a un cortijo a segar, y uno que me conocía me dijo: “Felilberto, ¿quieres venir a segar?” ese se llamaba Esteban, vivía cerca de mi calle. El cortijero nos dijo dónde teníamos que ir, porque el no había traído nada más que una mula. Teníamos que irnos nosotros andando al sitio, que estaba del pueblo a unos 7 kilómetros. Nos fuimos cada uno para su casa para coger los arreos de segar y una manta, porqué habían ajustado que nos dieran la comida y 35 pesetas diarias. La siega era el trabajo que más se pagaba. Cuando llegamos al sitio, entre preparar los arreos de siega y lo que tuvimos que andar, era cerca de medio día. Cuando llegamos nos dijo: “Vaya horas de venir”. Uno dijo: “Cuando nos pongamos a segar lo desquitaremos”. Él dijo: “A ver si es verdad”. Allí vi una injusticia y una sinvergüencería más de tantas como me quedaban por ver, además de las que ya había visto. Había dos hombres segando que lo hacían de distinta manera que los demás, pues eran malagueños. Ellos no hacían manadas, segaban a puñados. El dueño (por llamarlo de alguna manera) quería que lo hicieran como nosotros, como si eso se aprendiera en un día (no tuve yo que segar días de balde durante la guerra en las Picarazas, con el Peñas, para aprender. Había un hombre que me decía: “Vete a tu chozo y no aprendas tú a segar, no sabes lo malo que es esto”). Como aquellos hombres no lo podían hacer como nosotros, cuando comimos aquel mediodía, les dijo: “Tomad lo que os debo y sus vais”. No sé a ellos lo que les pasaría, pero a mí se me revolvieron las tripas. De esos hombres me he acordado y he comentado aquello muchas veces. Ya diré cuando y cómo. La sinvergüencería fue cuando cenamos. Ellos eran los padres y dos hijos (un varón y una hembra). Los cuatro se pusieron en una


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mesa, y nosotros en otra. En eso no hay nada que objetar. La comida que hicieron era la normal, la que se daba a los segadores: el cocido con mucha grasa de tocino, y morcilla. No se cómo podíamos digerir aquello por la noche. Ahora viene la poca vergüenza que tuvieron. Cuando terminamos el cocido, ellos se pusieron una cazuela con leche migada, y nosotros dijimos: “Tenemos leche de postre”. Y como ellos comían y a nosotros no nos traían nada, el de más edad de nosotros les dijo: “A nosotros también nos gusta la leche”. Le dijo el tío aquel: “Es que hoy no había más, por eso no os hemos dado”. Si no tenían más, que se la hubiesen comido en el cuarto, y no hacer aquello delante de unos hombres que les estaban recogiendo a ellos su cosecha y habían ajustado con ellos que les darían la comida. Después que terminaron, nos invitaron a rezar el rosario. Dijo uno: “Nosotros no sabemos. Nos vamos a la cama, que mañana tenemos que madrugar para segar mucho”. Estuvimos con aquel, segando, seis días. Cuando terminamos, nos dijo: mañana vais a mi casa en el pueblo, y allí os pagaré”. Así lo hicimos. A los dos días de aquello iba yo a la plaza, y antes de llegar me encontré con uno que le decían Capola. Me dijo: “¿Dónde vas?” Dije: “A la plaza, a ver si me sale para ir a segar”. Me dijo: “¿Quieres venir a arrear borregos a Espiel?” Le dije: “¿Cuánto se gana?” Me dijo: “35 pesetas como segando”. Le dije que sí. Me dijo: “Pues vete a tu casa y que te prepare tu madre comida para tres días. Coges una manta y te vas a tal sitio, que allí están los borregos. Ven lo más pronto que puedas, que luego, cuando hace mucho calor, no quieren andar los borregos”. Cuando mi madre me preparó la comida, me fui al comedero que me había dicho, y todavía estuvimos esperando a otros que tenían que venir. En total fuimos cuatro: uno que le decían Bollito, un pariente mío, Isidro, el encargado de la expedición, Capola, y yo. Sacamos los borregos del comedero y nos pusimos en marcha. Iban 500 borregos. Teníamos que ir por los caminos reales. El Capola sabía por dónde iban aquella clase de caminos. Tuvimos que pasar por San Bartolomé, derecho a los Tagarrosos, a salir a la carretera que viene de Córdoba. Cuando se nos puso el sol encima ya no había manera de hacer andar a los borregos. Se acostaron en la sombra de unas encinas. Allí


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estuvimos hasta que los borregos empezaron a querer andar, y antes de llegar a la carretera se nos hizo tarde. El encargado de la expedición habló con el que estaba en un cortijo que tenía un cercado, y pudimos pasar allí la noche. Metimos los borregos en aquel cercado. Mi pariente Isidro y yo dormimos en un chozo que estaba sin habitar, y los otros dos en la casa. El Capola le dio 25 pesetas al hombre que nos dio allí posada, y cuando se hizo de día se levantó el Capola y nos llamó y nos dijo: “Vámonos, que después, cuando empiece el calor, tendremos que parar, y así podemos adelantar algo”. Cuando llegamos a la carretera encontramos una caseta de peones camineros donde vendían vino y algo de comida. Dejamos a los borregos a la sombra de las encinas, y nosotros fuimos a la caseta. Al poco de llegar nosotros vino una pareja de guardias civiles a caballo. Ataron los caballos en un árbol, cerca de la casa, y nos dijeron que a dónde íbamos. El Capola les dijo que íbamos a Espiel, a embarcar los borregos. El Capola, que era el que llevaba el dinero para los gastos, que él sabría los que llevaría y para qué eran, pidió vino, y los guardias y nosotros nos pusimos bien alegres. Capola le dijo a la mujer que nos hiciera un gazpacho, y cuando los guardias civiles se iban a ir, nos dijeron: “Hoy, como es domingo y no pasa el coche de línea, os podéis ir por carretera hasta allí delante”. El Capola sabía por dónde le decían. Cuando se iban a montar en los caballos le dijo uno al Isidro: “Dame un pie para subirme”. Y como los dos estaban pintones, uno no se cogió bien al caballo y el otro le empujó demasiado fuerte. Cayó el guardia al otro lado del caballo. No se hizo daño, pero le hizo poca gracia. Después, cuando se fueron, le dijimos al Isidro: “¿Que querías matar al guardia?” Él dijo: “Yo pensé que me pegaría”. Cuando se refrescó nos pusimos en marcha, y cuando habíamos andado medio kilómetro vimos que venía un turismo. Empezamos a echar los borregos fuera de la carretera, cuando vimos que se paraba el coche. Eran, aunque yo no los había visto hasta entonces, los dueños de los borregos. Nos dijeron que por qué íbamos por la carretera. El Capola les dijo que nos lo había dicho la guardia civil. Ellos se fueron en su coche y nosotros seguimos con sus borregos. Cuando llegamos al sitio que le dijeron los civiles a Capola que teníamos que


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dejar la carretera lo hicimos. Por aquellos campos fueron los borregos comiendo, y cuando dimos vista a Espiel ya era oscurecido. El Capola habló con un hombre que estaba en una huerta y le dijo que si podíamos quedarnos aquella noche allí. Él le dijo que sí. Le dijo Capola: “¿Quiere usted quedarse al cuidado de los borregos, que nosotros queremos ir al cine a Espiel?” Le dijo: “Le daré 25 pesetas porque los guarde hasta que regresemos. Se quedó el hombre aquel hasta que vinimos del cine. La película que vimos fue La hija del Corsario Negro. Las pasamos negras aquella noche. El cercado donde entramos los borregos tenía muchos trozos de la tapia caídos, y cada uno teníamos que estar al cuidado de unos agujeros para que no se fueran los borregos, que con el calor no andan, pero con el fresco de la noche no hacían más que quererse salir. Así, de día hacíamos de pastores, y de noche de perros. Aquella noche poco dormimos. Cuando se hizo de día nos pusimos en marcha. De allí a la estación no había mucho, y dejamos que los borregos fuesen comiendo. Cuando estábamos a unos 300 metros de la estación, nos paramos en unos chaparros que había. Nos dijo el Capola: “Estaros aquí, que voy a ir a la estación para ver si han venido las trafesas”, que eran unos vagones dobles, y se fue. Cuando vino nos dijo que no podíamos cargar hoy los borregos. Dijo también: “¿Queréis que le diga a la cantinera que nos haga un ajo de papas?” (las papas son las patatas). Le dijimos que sí, que ya era hora de comer una comida caliente. Se fue de nuevo a la estación. Cuando vino ya traía el ajo de patatas en una cazuela. El ajo de patatas consiste en patatas cocidas y un poco de pan. La carne que tenía eran hojas de laurel, ajos y cebollas refritas. Aquel ajo nos supo a citrones. Yo no he vuelto a comer ningún guiso tan bueno como aquel. Como no pudimos embarcar aquel día los borregos, tuvimos que quedarnos allí otra noche. En la estación no había ningún sitio vacío para encerrar los borregos, y nos dijeron dónde teníamos que llevarlos: “Pasáis a la otra orilla del río y los tenéis por allí comiendo, y cuando sea oscuro, los lleváis a la casa que se ve allí, en aquel cerro, que allí hay un hombre que ya lo sabe”. El establo que había allí era pequeño, y los borregos, por mucho que los apretamos, quedaron tres o cuatro fuera, y los echamos por encima de las tapias.


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No queríamos pasar otra noche en vela, pero tampoco dormí mucho. Los otros se acostaron en la calle, o sea, fuera de la casa. Pero yo, como cuando estuve haciendo las tejas me picó una noche un escorpión, no quise dormir fuera y me quedé en la casa con el hombre que estaba en ella. Le dije: “¿No tiene un saco que me deje? Lo lleno de paja para la cama”. Me dijo: “Yo sólo tengo aquí una garda, que es donde duermo”. La casa estaba enlosada de piedras. Puse la manta en el suelo y me acosté. No hacía nada más que dar vueltas, y con las piedras me dolía todo el cuerpo. Como veía que no podía dormir, cogí la manta, la doblé y la puse al lado de la pared y me senté con la espalda apoyada en la pared. Así pude dormir. Cuando fuimos a sacar los borregos se habían asfixiado dos. Dijo el Capola: Estos nos los darán para nosotros. Hoy comeremos un buen guisado de carne”. Fueron él y el Isidro a llevarlos a la estación, que allí estaban los marchantes, y les dijeron: “Estos borregos han amanecido asfixiados del calor que hace”. Ellos dijeron: “Dejadlos ahí”. Por lo visto, se los vendieron a la gente de la estación, y nosotros tuvimos que comer, aquella mediodía, otra vez ajo de patatas. Pero aquel no fue como el del día anterior. Ya no estuvieron tan buenos, aunque los había hecho la misma mujer y con los mismos condimentos. A las tres de la tarde tuvimos que empezar a cargar los borregos. Lo hacíamos con un manso que llevamos. Con el calor que hacía, y con el que meten los borregos, pensamos que nos asfixiábamos allí. Aquella noche se asfixiaron dos, pero a Cataluña, que allí los llevaron, no sé cómo llegarían. Después de terminar de cargarlos el Capola estuvo hablando con los de los borregos y les pidió 100 para el tren. Nos dio 25 pesetas a cada uno, y como teníamos que llevarnos el manso, tuvimos que ir hasta la estación de Zujas. Allí tuvimos que hacer otra noche, nos quedamos a dormir como pudimos. A la otra mañana cogimos el manso y nos pusimos en marcha los cuatro. Como el Capola y el Bollito (que ya hace tiempo que murieron cuando escribo esto; quedamos el Isidro y yo) nos dijeron: “Vamos ahí, a ese caserío, y verás cómo nos dan leche”. Fuimos, y una mujer que estaba nos dio a cada uno un vaso de leche. Llegamos a Hinojosa al medio día. Íbamos despacio para que fuese comiendo el manso. Nos dijo Capola que aquel día nos lo pagarían


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lo mismo. Cuando nos íbamos cada uno para nuestra casa, nos dijo que anochecido fuésemos en cala Gutosana, que era una taberna que le decían así a la dueña, y allí nos pagaría. Cuando me vio mi madre me dijo: “¿Qué te pasa, que vienes tan delgado?” Le dije: “No he dormido casi nada estos días, y me he tenido que apañar con la comida que me echó usted para tres días. Lo único que he comido bien ha sido ajo de papas dos mediodías”. Cuando fuimos a que nos pagara nos convidó a un litro de vino, y nos pagó los días que estuvimos. Le dijimos: “Toma los cinco duros que nos dieron en Espiel”. Él nos dijo: “De esos no se acuerda el que me los dio”. Aquel tendría que habernos pagado la comida, y lo que nos pagó fueron dos guisos de patatas y los cinco duros que no quiso desquitarnos de la cuenta. Pero, en este mundo, el que no corre, vuela. Después de aquello, lo que quedaba de siega lo hacían los conocidos. Si no iba a espigar, no tenía otra cosa que hacer. Fui algún día a espigar. Otro día un conocido me dijo si quería ir con uno que le había dicho que tenía que entrar la paja, y fuimos él y yo. Ese era José Navarro; después diré lo que nos pasó con él. Estuvimos durante dos días metiendo la paja. Nos daban un tanto por carro que le entrábamos. La metíamos con una manta de cujón que nos dejaba el que le metíamos la paja. La siega es mala, pero aquello la supera. Cuando te echabas la manta a las espaldas, te llenabas del polvo de la paja, y con el sudor y aquello, estabas apañado. La teníamos que subir por unas escaleras al pajar. Yo le dije a aquel hombre: “Si puedo, no entraré más paja en mi vida” (en aquello no me equivoqué). Le dije a mi madre: “Cuando pase la feria, me iré donde estaba”. Cuando se enteró mi hermano, me dijo: “Yo me iré contigo hasta que me tenga que ir a la mili”. Unos días antes de la feria se enteró Francisco González Guerra que me quería ir a trabajar donde había estado, y me dijo si quería que se vinieran él y un primo suyo. Le dije: “Por mí, puedes venirte”. Fuimos él y yo al Ayuntamiento para que nos hicieran el salvoconducto y la lista de embarque para pagar una parte del precio del billete de tren. Él puso para su primo y él, y yo para mi hermano y yo. Cuando tuvimos los papeles, mi hermano dijo que él se iba a la Mancha a hacer carbón, y el primo de Francisco tampoco quiso venir. Como había tantos jóvenes que no sabían qué hacer, cuando se


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enteraron que mi hermano y el otro no venían, se presentaron en mi casa José Navarro y Juan Jurado, por si queríamos que se vinieran con nosotros. Como ya no daba tiempo para pedir los papeles, yo le dije: “Si queréis, uno decís el nombre de mi hermano cuando venga el revisor, y el otro el del primo del Calabazo” (lo conocían más por este mote que por Francisco). En eso quedamos. Y, como la vez anterior, partimos de Hinojosa el día 5-9-1948: el año había cambiado, pero el día y el mes eran los mismos. Cogimos el coche de línea de Hinojosa a Cabeza del Buey, y como allí teníamos que estar bastantes horas, les decía a Juanito y José: “¿Sabéis bien los nombres?” Y se los hacía repetir varias veces. Se lo advertí no sé cuántas veces, que no se fueran a equivocar cuando nos pidiera el revisor el billete. Ellos decían que no. Cuando sacamos los billetes ya nos lo hizo el que los daba malamente. Nosotros llevábamos aquellos papeles para que nos dieran el billete de Cabeza del Buey a Segua, y el tío no quiso dárnoslos nada más que hasta Madrid. Se quedó con todos los cajetines, y por mucho que le dijimos que si no nos daba los billetes hasta Segua, que nos dejara los cajetines que sobraban. Nos dijo: “Cuando lleguéis a Madrid, vais a la oficina esta (nos dio la dirección), y allí sus darán otro papel, y le decís hasta donde vais”. Cuando vino el tren, a las 11 de la noche, lo cogimos. Volví a recordarles el nombre que tenían que decir. Tardó un buen rato en venir el revisor. Le di aquel papel con los nombres que nos hizo el que nos vendió los billetes, y me dijo: “¿Cómo te llamas?” “Félix Jurado”. “¿Quién es el otro que va contigo?” “Este es mi hermano”. El revisor le dijo: “¿Tú cómo te llamas?” “José Navarro”. Dije: “Se ha equivocado de nombre, se llama Fulgencio Jurado”. Me dijo: “El que se ha equivocado eres tú”. Nos pidió a los cuatro el salvoconducto, y nos dijo: “Estos dos tienen que pagar billete doble”. Le dijimos que íbamos a trabajar y teníamos poco dinero. Dijimos: “Lo que podemos dar es la mitad de lo que hemos pagado, a lo que sale un billete ordinario”. Aquello no lo quiso. Nos dijo: “En la próxima estación se tienen que bajar estos, o llamo a la guardia civil que va de vigilancia en el tren”. No tuvieron más remedio que bajarse. No digo nada del comportamiento del revisor aquel; cada uno que lo piense como quiera.


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Cuando llegamos a Madrid el Francisco y yo era por la mañana, y preguntamos por las oficinas a qué teníamos que ir. No eran muy lejos de la estación. Dejamos las maletas en consigna, y fuimos a las oficinas. Cuando llegamos había cola. Nos pusimos en ella, y antes de que nos tocara a nosotros dijeron: “Ya hasta mañana no se atiende a nadie”. Cuando se fue la gente que había estado en la cola dimos un golpe por la ventanilla. Se asomó un chico aproximadamente de mi edad y nos dijo: “Ya hasta mañana no se atiende a ninguno”. Le dijimos lo que nos había pasado y nos dijo que aquello no lo tenía que haber hecho, que nos tenía que haber quitado los cajetines de Cabeza de Buey a Madrid y habernos dejado los otros. Nos dijo: “Venid mañana y ya os lo arreglo yo”. Le dijimos: “¿Y qué hacemos nosotros aquí, sin cuartos y sin conocer a nadie?” entonces se le movió la conciencia y nos arregló aquello. Nos hizo uno nuevo. Le dimos las gracias y nos fuimos a la estación. Sacamos las maletas de donde las dejamos y nos fuimos a la otra estación. Allí estuvimos hasta que salimos en el tren que iba a Zaragoza, donde tuvimos que hacer otro transbordo para ir a Segua, y de allí a Barbastro. Cuando estuvimos en Barbastro vimos a uno de los chóferes que estaba con los camiones. Cuando me vio, me dijo: “¿Dónde vas tú por aquí?” Dije: “Al pantano. Si quieres, nos vamos contigo cuando te vayas”. Nos dijo: “Si queréis venir, yo os llevo, pero trabajo no sus darán, porque ya están despidiendo a la gente. Aquello se está terminando”. Nos dijo que fuésemos a otra oficina, allí en Barbastro, que estaban empezando otro pantano; allí nos podrían dar trabajo. Fuimos y nos dijeron que ya no apuntaban a nadie, que de momento tenían hecho el cupo. Cuando íbamos por la calle vimos a uno que yo conocía. Era de los presos que estaban redimiendo condena en Barasona. Cuando nos saludamos le dije: “¿Que te has escapado y vas huyendo?” Me dijo: “No, es que ya me han dado la libertad”. Me quería enseñar los papeles. Le dije: “A mí no me tienes que enseñar papeles ningunos. Me alegro que ya hayas cumplido tu condena”. Era barbero, y todo lo que llevaba era la ropa puesta y un maletín con las herramientas de afeitar y pelar. Le dije: “¿Que vas para tu casa?” Él me dijo que iba a ver si encontraba trabajo. Nos dijo: “Si queréis, me voy con vosotros”. Le dijimos: “Haz lo que quieras”.


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De allí nos fuimos a Monzón, que nos dijeron que estaban empezando unas obras. Aquella noche dormimos en una fonda. El Francisco y yo nos acostamos en la misma cama porque nos salía más barato y ya nos quedaba poco dinero (yo saqué de casa 200 pesetas). Por la mañana nos levantamos y fuimos preguntando hasta llegar a las obras que nos dijeron. Fuimos a una barraca que hacían servir de oficina. El que estaba allí nos dijo que fuésemos a ver el encargado que estaba donde estaban empezando las obras. Le pedimos trabajo y nos dijo que si sabíamos de encofradores o ferrellistas. Le dijimos que no, que nosotros queríamos de peones. Nos dijo: “Peones ya tenemos bastantes”. Nos volvimos otra vez a la fonda a por las maletas. En el camino nos encontramos muchos árboles frutales; comimos fruta y nos llevamos los bolsillos llenos de manzanas. Le dijimos a la de la fonda que nos íbamos, que no nos habían dado trabajo. Le pagamos la cama y nos fuimos a la estación a esperar el primer tren que pasara con dirección a Barcelona. En la estación el barbero le quiso vender las herramientas a uno. Nosotros le dijimos: “¿Para qué las vas a vender?” El nos dijo: “Para comprar comida, que anoche me distéis vosotros”. Le dijimos: “Deja las herramientas, que con ellas puedes ganar algún dinero pelando alguno. Toma y cómete este pan y morcilla”, que era lo que nos quedaba a nosotros para comer. No las vendió, y con ellas empezó en Barcelona a ganar unas pesetas hasta que le empezaron a pagar donde nos pusimos a trabajar.


DUODÉCIMO CAPÍTULO: EN EL PANTANO DE SAU (I) (EMIGRACIÓN SEGUNDA PARTE) Llegamos a Barcelona un sábado por la tarde. En la estación estuvimos hablando con uno de los que trabajaba allí, y nos dijo que si queríamos trabajo, que fuésemos a ver al encargado de unas obras, que estaban haciendo unos arreglos en las vías. Fueron el barbero y Francisco a verlo, y yo me quedé en la sala de espera con las maletas. Aquello era en la Estación del Norte, y estaban haciendo unos ensanches de vías. Cuando vinieron me dijeron: “Mañana tenemos que ir a trabajar a las 6 de la mañana”. Aquella noche nos quedamos en la sala de espera. Nos tumbamos en un banco para dormir, si podíamos, que poco dormimos. El Francisco no entendía de reloj, y a las tres de la madrugada me dijo: “Félix, ¿estás dormido?” “¿Qué quieres?” “Mira el reloj de la estación” (nosotros no teníamos). Le dije: “Échate a dormir, que todavía faltan tres horas”. Dijo: “No tengo sueño, lo que tengo es hambre”. Y se comió un cacho de pan y un trozo de morcilla, que era lo único que nos quedaba. Yo me dormí, y a las 5 me volvió a decir: “Félix, ¿qué hora es?” Le dije la hora que era. Me dijo: “Vamos a despertar al otro y nos vamos a la obra, no vayamos a hacer tarde”. Aquello estaba cerca de la estación. Nos fuimos allí y estuvimos esperando hasta que vino uno y nos dijo que si nosotros íbamos allí a trabajar. Le dijo Francisco que sí, que estuvo hablando ayer con el encargado y le dijo que fuésemos hoy a trabajar. Al poco rato llegó el listero. “¿Vosotros sois los nuevos que venís a trabajar?” Le dijimos que sí. Nos dijo: “Cambiaros de ropa para trabajar”. Yo me puse el mono azul, que todavía lo conservaba, el Francisco otros pantalones, y el barbero siguió con la ropa que llevaba puesta, ya que no tenía otra. Cuando fue la hora nos dieron a cada uno un pico y una pala y nos dijeron: “Poneros ahí y id haciendo lo que hacen los otros”. Cuando

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vino el encargado me dijo: “Tú, ven p’acá”. Le dije: “¿Me llevo la pala y el pico?” Me dijo: “No, déjalos ahí a un lado”. Me mandó que fuese con un camión que iba cargado de tierra. Fuimos a la fábrica de máquinas de escribir, la Olivetti. Allí había un barranco muy grande. Basculó el camión el chófer, y quedó fuera del barranco una poca de tierra. Le dije al chófer, cuando vi que subía al camión para irse: “Espera que tire esa tierra dentro”. Me dijo: “Tú estate ahí hasta que yo venga”. Cogí una rastrilla que tenían allí y la destendí en seguida. Me fui a hablar con el guarda que estaba allí, que era un guardia civil retirado. Me preguntó de dónde era y cuánto tiempo hacía que estaba yo allí trabajando. Le dije que era el primer día, que llegamos ayer. Él me dijo: “Pues sí que habéis tenido suerte, porque yo tengo un hijo, y no encuentra trabajo”. Yo le dije: “Dígale usted que vaya donde estamos nosotros trabajando, que le darán trabajo”, pero el hijo de aquel no quería hacer ese tipo de faenas. Cuando venía el camión yo volvía a destender lo que quedaba fuera, y así estuve hasta que me dijo el del camión: “Destiende eso y vente conmigo”. Era cerca de la una cuando llegamos a la obra. Le dije al encargado: “¿Qué hago?” Me dijo: “Ve a buscar la pala y el pico y los llevas a la barraca, que ya vamos a dar de mano”. Y cuando fue la una y dimos de mano, nosotros no sabíamos lo que teníamos que hacer por la tarde. Le dijimos que a qué hora nos poníamos por la tarde. Nos dijo: “Los domingos no se trabaja nada más que por la mañana. Ya hasta el lunes, que nos ponemos a las siete”. Le dijimos al barraquero que si podíamos dejar allí las maletas. Nos dijo: “Dejadlas si queréis, pero yo cierro estas y me voy, ya hasta el lunes no vengo. Si tenéis que necesitar algo de lo que tenéis en las maletas, lo mejor que podéis hacer es ir a aquel bar y allí os las guardaran. Ya iré yo con vosotros”. Y así fue. Le dijo aquel, que conocía al del bar, que estábamos trabajando donde él, y allí comimos nosotros aquella mediodía. Por la tarde nos fuimos a la Rambla de las Flores. Allí vimos a dos de Hinojosa que estaban haciendo la mili en Barcelona. Les dijimos que nosotros habíamos venido a trabajar. Estuvimos paseándonos con ellos, y cuando dijeron de irse para el cuartel, nosotros nos fuimos para el bar en que teníamos las maletas. Les dijimos que nos las dieran y nos fuimos al muelle de la estación, y en un vagón que tenía alfalfa cogimos


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una poca que nos sirvió de colchón. El Francisco tenía una manta. Aunque yo le dije en el pueblo que en el pantano nos daban cama, él me dijo: “Una manta no está de más, porqué yo en la guerra ya sabía lo que te servía una manta”. Nos acostamos encima de alfalfa, y con la manta nos tapamos. El lunes, cuando estábamos trabajando, le dijimos a uno dónde nos habíamos acostado, y él nos dijo: “¿Por qué no buscáis alguna patrona? Porqué ahí no vais a estar durmiendo siempre”. Le dijimos: “Si tú conoces alguna…” Nos dijo: “A la tarde, cuando dejemos de trabajar, os venís conmigo donde yo paro. Allí os dará cama”. Nos fuimos con él. Eso estaba en las Casas Baratas de Horta. Allí nos arreglamos con aquella familia; por dormir, hacernos la cena (dándole nosotros lo que quisiéramos que nos hiciera) y lavarnos la ropa nos cobraba 30 pesetas a la semana. Era poco, pero nosotros teníamos menos. El barbero, en una taberna que estaba al lado, donde iban muchos de los trabajadores, dijo que era barbero y que si alguno se quería pelar y afeitar, se lo hacía por 1,25 pesetas. El con aquello tenía para ir comiendo hasta que nos pagaron. Pero aquello no daba para los tres, y como nosotros ya no teníamos ni comida ni dinero, le dijimos a la patrona que si nos podía dar la comida hasta que nos pagaran. Nos dijo que lo único que podía hacer era darnos la cena, porque su hombre era un trabajador como nosotros: ellos vivían de su jornal y de lo poco que sacaban de los que dormían allí. Nosotros le dijimos que cómo íbamos a estar comiendo como los perros, cada 24 horas. Como en la empresa no daban anticipos, porque habían dado y cuando algunos cogían el dinero no volvían por la obra. Nosotros, el miércoles, tuvimos que pedir la cuenta. Para ir a aquel trabajo nos teníamos que levantar una hora antes para llagar de hora. Cogíamos un tranvía, y cuando llegábamos a una parada en qué había un puesto de melones, allí nos bajábamos. Pero un día quitaron los melones y nos pasamos del sitio. Como ya nos parecía que llevábamos mucho tiempo y no veíamos el puesto de melones, preguntamos que dónde nos teníamos que bajar para ir a la estación del Norte. Nos dijeron que ya hacía rato que nos la habíamos dejado atrás, y cuando llegamos a la obra ya estaban trabajando. Siempre llagábamos los primeros, y aquel día fuimos los últimos.


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El día que fuimos a que nos dieran la cuenta, nos acompañó el listero. Ese fue el primer día que yo me subí en unas escaleras metálicas de esas que van subiendo ellas. Cuando le dijimos a la patrona que nos dijera lo que teníamos que darle, nos dijo: “Si yo lo sé que era para tan pocos días, no os hubiese cogido”. Le dijimos lo que ya le habíamos dicho antes, que no íbamos a estar trabajando y comiendo cada 24 horas. Le dijimos: “Nosotros también lo sentimos. Cóbrenos usted la semana entera”. Pero nos cobró sólo los días que estuvimos. Al otro día por la mañana nos despedimos de ella y del barbero, que se quedó allí, y nos fuimos a la estación de Francia, que era la que nos dijeron que teníamos que ir para ir a Blanes. Allí se nos agregaron otros dos; uno de unos treinta años, y otro de 17 o 18 años. Como iban buscando trabajo como nosotros, fuimos los cuatro a Blanes. El más joven decía que tenía en Madrid un tío general. “¿Y te has venido aquí a buscar trabajo? No serás muy bueno”. Él decía que le gustaba correr mundo. Cuando llegamos a Blanes, en vez de ir a ver a nuestros paisanos de la Safa, fuimos a pedir trabajo. Allí había un portero, y le dijimos a lo que íbamos. Se lo dijo el portero al director, quien nos hizo pasar. Nos estuvo preguntando unas cuantas cosas, entre otras de dónde éramos. Lo iba apuntando. Nos dijo: “Esperad en la portería, que ya os avisaré”. Nos tuvo allí más de media hora. Después llamó al portero, quien nos dijo, cuando salió, que le había dicho que de momento no le hacíamos falta. Nosotros sospechamos que pidió informes nuestros a Hinojosa, y como nosotros no éramos adictos al régimen, no nos dio trabajo. Si fue así, el joven aquel no sería su tío lo que él decía, como no fuera un general rojo. De allí salimos cada uno a su sitio. El joven decía que se iba a Barcelona, el otro a ver si encontraba trabajo por otro sitio, y Francisco y yo a ver si dábamos con Luis y su hermano. Fuimos donde nos dijeron que estaban los barracones, y los encontramos allí porque trabajaban de noche y estaban acostados. Le dijimos al barraquero, que fue el que nos dijo que estaban acostados, que si podríamos verlos. Nos dijo: “Si no tenéis mucha prisa esperad un poco que los tengo que llamar para que salgan a comer”. Cuando nos vieron, nos dijo Luis: “No sabía que ibais a venir, porqué sino le hubiese dicho al director que si hacían falta gente iban a


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venir dos paisanos míos”. Le dijimos que ya habíamos hablado nosotros con él y nos había dicho que no había trabajo. Me dijo Luis: “Teníais que haberme visto a mí antes”. Le dije: “Es que veníamos cuatro”. Total, que allí no tuvimos trabajo. Aquel sitio no era como el pantano de Barasona, que todo el que iba a pedir trabajo, aunque no le dieran, si tenía algún conocido, podía dormir allí. En la fábrica de Safa no te dejaban ni entrar en los barracones. Lo que sí nos entraron el Luis y su hermano fueron las maletas, y nos dijeron: “¿No habéis comido todavía?” Les dijimos que no y nos llevaron a una cantina, de las pocas que había entonces en Blanes. Estaba cerca de donde tenía la Safa los comedores. Le dijo Luis al dueño de la cantina: “Dale de comer a estos paisanos míos, que cuando cobre te lo pago yo”. Nos dijo: “Comed aquí y esperad, que vamos nosotros a comer y cuando terminemos vendremos y iremos por ahí a ver si encontramos algún trabajo para vosotros”. Cuando vinieron, dijeron: “Vamos a ir a Lloret de Mar, que me han dicho –dijo el Luis– que allí hacen casas y puede que necesiten peones”. El Daniel le dijo a su hermano: “Eso está lejos para ir andando; vamos a ir a alquilar dos bicicletas”. Entraron el Luis y el Daniel, y el otro y yo nos quedamos en la puerta. Cuando salieron nos dijeron: “Vámonos”. La mujer que arrendaba las bicicletas (estaría escamada con los que le arrendaban una y se montaban dos) salió a la puerta y les dijo: “Venid para ‘ca. ¿Qué ibais a hacer, montaros dos en cada una y hacérmelas polvo?” El Daniel le dijo: “No, si nos íbamos a montar cada uno un rato”. Pero le tuvieron que dejar allí las bicicletas y nos fuimos andando. Cuando llegamos donde hacían las casas y le pedimos trabajo al que se cuidaba de aquello, nos dijo que de momento no hacía falta ninguno, que pasáramos dentro de unos días. Como si nosotros tuviésemos medios para comer y dormir unos días, regresamos a Blanes. El Luis y su hermano nos dijeron: “A la noche podéis dormir en ese chozo”. Era un chozo que estaba enfrente de donde estaban los barracones en que dormían ellos. Ellos se tenían que ir a descansar un rato, ya que trabajaban de noche. El Daniel nos dio cinco pesetas y nos dijo: “vais al cine, y cuando salgáis, venís y os acostáis en ese chozo”. Le dijimos: “Pero vosotros estaréis trabajando; ¿quién nos dará las maletas?” Nos dijeron: “Ahí siempre hay uno de vigilante; cuando nos vayamos nosotros, le


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dejaremos dicho que cuando vengáis a pedírselas os las dé”. Le dijimos: “Si no encontramos trabajo esta tarde, mañana nos iremos para otro sitio. Así, si mañana nos vamos sin veros, cuando encontremos trabajo ya os escribiremos desde donde nos coloquemos”. Nos despedimos, y ellos se fueron a descansar. Nos fuimos a dar vueltas por Blanes, preguntando si alguien sabía dónde hacía falta gente para trabajar. Uno nos dijo que le hacía falta uno para ir con un carro a sacar arena de un río, que se había puesto uno enfermo y quería a otro hasta que aquel se le pusiera bien. Yo le dije a Francisco: “Quédate tú si quieres, que entiendes de carros”. Él me dijo lo que yo le hubiese dicho: que íbamos los dos juntos, y si no había trabajo para los dos, no había para ninguno; íbamos juntos, y no nos iban a separar. Después nos dijeron que si queríamos ir a tirar del copo. Preguntamos qué era eso y cuánto se ganaba. Nos dijeron que eran las redes que echaban por la noche para pescar, que por la mañana tendríamos que tirar de las cuerdas para sacar lo que caía en las redes; el jornal podía ser de 3 a 14 pesetas según la pesca que cogieran. Le dijimos que buscaran a otros. Cuando fue la hora fuimos al cine. Nos sirvió para dormir: yo, de la película, vi poco, y Francisco lo mismo. Nos quedamos bien dormidos. Cuando terminó la película nos sacudió uno y nos dijo: “Os vais o os quedáis aquí esta noche durmiendo”. Nos salimos y nos fuimos a los barracones. Le pedimos las maletas al que estaba allí. Nos dijo: “¿Ahora dónde vais, a estas horas?” Dijimos: “A acostarnos a ese chozo que hay ahí. Haga el favor de decirle a Luis y a su hermano que no hemos encontrado trabajo, y por la mañana nos vamos a dar tumbos por ahí”. Le dimos las gracias y nos fuimos al chozo. Era más que un chozo un cobertizo que tenía hecho un payés. Tenía allí ramos de mongetas (o habichuelas, en andaluz). Pusimos unas pocas de ramaje para cama; con la manta de Francisco encima, nos acostamos allí. Antes de salir el sol vino el dueño y nos dijo que quién nos había mandado que nos acostásemos allí. Le dijimos que estábamos buscando trabajo, y como no nos dieron la Safa, ni teníamos dinero para ir a dormir a una fonda, nos habíamos acostado allí. Nos echó una buena bronca. Cogimos nuestras maletas y nos fuimos por un camino que vimos, y el payés se quedó allí.


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Cuando anduvimos un poco, vimos unas higueras; dijimos: “Vamos a desayunar higos”. Yo me subí a la higuera, y Francisco se quedó debajo. Cuando sentimos unos pasos pensamos que venía el payés. Yo miré para dónde se sentían los pasos, y vi una pareja de la guardia civil. Me bajé de la higuera y le dije a Francisco: “Vienen los civiles”. Cuando llegaron a nosotros nos dijeron: “¿No hay más orden que esta?” Dijimos: “Y la que ustedes traigan”. Nos dijeron que por qué íbamos a comer higos a aquellas horas. Les dijimos que íbamos buscando trabajo y no teníamos nada para comer. Nos preguntaron de dónde éramos. Les dijimos: “Andaluces”. Nos dijeron que ellos también lo eran. Nos dijeron: “Si otra vez tenéis que ir a comer higos o uvas o lo que sea en el campo, id a media noche, que no os vean los payeses, que si no siempre están en el cuartel diciendo que les quitáis las cosas”. Nos dijeron: “¿Habéis comido ya bastante?” Les dijimos que sí. Nos dijeron: “Iros y ya sabéis, si otra vez venís, ya sabéis a qué hora debéis hacerlo”. Nosotros nos dijimos: “No sé si hemos encontrado unos guardias buenos, o nos han dicho que si tenemos que venir otra vez, lo hagamos a media noche por si nos ven pegarnos un tiro”. Como fuera, por allí no volvimos más. Nos fuimos a la estación de Blanes, y allí estaba el madrileño, el mayor de los dos que vinieron con nosotros. No sabíamos qué hacer, si coger el primer tren que pasara y que nos bajara el revisor donde nos cogiera, o irnos andando y así poder comer fruta por los campos y buscar trabajo a la vez. Nos decidimos por esto último, y echamos todo el día andando. Higos comimos aquel día tantos como quisimos, y uva, y manzanas, pero con fruta sola se estraga el estómago. Fuimos a un sitio que nos dijeron que había una cantera, y nos dijeron que no tenían trabajo para nosotros, que estaba completo el cupo. Por aquella carretera, que iba a Arenys de Mar, por aquel entonces en vez de pasar coches pasaban carros de varas, conducidos por mujeres. La mayoría llevaban cántaros de leche. Nosotros, como nunca habíamos visto carros conducidos por mujeres, nos llamaba aquello la atención. A Arenys de Mar llegamos a primera hora de la noche, y el madrileño, que estaba más corrido que nosotros, nos dijo: “Vamos hoy a ver al alcalde y le decimos que no encontramos trabajo y no tenemos


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para comer”. Fueron él y Francisco. Yo me quedé con las maletas. Volvieron con un vale que les había dado el alcalde para comer en una fonda. Nos fuimos a comer, y el madrileño nos dijo antes de entrar: “Vino no podemos pedir, sólo comida y agua”. Le dijo: “Ya que fuisteis a ver al alcalde, le teníais que haber pedido para dormir”. Ellos dijeron: “De eso no nos dimos cuenta”. El madrileño nos dijo: “Vámonos a la estación y allí, si hay algún vagón, nos acostamos”. Cuando llegamos a la estación, estaba allí la guardia civil. Nos pidieron la documentación, y les dijimos que si nos podíamos acostar en unos vagones que estaban en una vía muerta. Nos dijeron que se lo dijéramos al jefe de estación. Fuimos a decírselo y nos dijo: “Pronto viene un tren que dejará aquí unos vagones de segunda. Os podéis acostar en ellos, pero no rompáis nada”. Le dijimos: “Estate tranquilo, que no rompemos nada”, y nos fuimos a unas rocas que había. Desde allí se veía la mar, y luces de barcos a lo lejos. Vino el tren que dejaba allí los coches que nos había dicho el jefe de estación. Pusieron la máquina en una plataforma para cambiarla de dirección. Soltó el maquinista el vapor y puso al madrileño chorreando. Echaba maldiciones al maquinista, que con el ruido de la máquina no se enteró de nada. Se tuvo que quitar toda la ropa; yo le dejé el mono hasta que se le secara. Cuando se fue la máquina nos metimos en un coche de aquellos, y allí pasamos la noche. Al otro día tendió la ropa en las rocas, y cuando la tuvo seca se la puso y me dio el mono. Después le dijimos: “¿Qué hacemos?” Él decía que se iba a Barcelona. Nosotros le dijimos que nos íbamos a ir para la provincia de Huesca, y si no encontrábamos trabajo, nos iríamos a Francia si no nos cogían, y si nos cogían a la cárcel. Él se fue en el primer tren que vino, y Francisco y yo no sabíamos qué hacer ni para dónde tirar. Dinero, mirándonos mucho por él, del que ganamos en Barcelona nos quedaba muy poco. Al final nos decidimos de irnos para Barcelona. Como ya teníamos billete para todos los trenes, cogimos el primero que pasó. En el tren que nos montamos iba una joven, y le dijimos el tiempo que hacía que buscábamos trabajo y no encontrábamos. Nos dijo: “Si queréis, vais a Montcada y Reixach, que allí hay una fábrica de hilaturas, y a lo mejor os dan trabajo”. Nos dio la dirección y fuimos.


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Pero nos dijeron que no tenían trabajo. Pensamos: “Vamos al Ayuntamiento y hablamos con el alcalde, a ver si nos quiere dar algo para comer”. Preguntamos por el Ayuntamiento y fuimos, pero no estaba allí. Nos dijeron que si queríamos verlo fuéramos a su casa. Le preguntamos al que nos lo dijo dónde vivía. Nos apuntó la dirección, y fuimos a su casa. Llamamos a la puerta y salió una mujer. Le dijimos que queríamos ver al alcalde. Se entró ella para adentro y salió él. Le dijimos lo que queríamos. Nos dijo: “Apañado estaría yo si tuviese que dar de comer a todos los que vienen por aquí”. Cogimos y nos fuimos otra vez a la estación. Estando allí se acercó uno a nosotros y nos dijo si buscábamos trabajo. Le dijimos: “Eso andamos buscando, pero no lo encontramos”. Nos dijo: “¿Queréis trabajar en un pantano que están empezando a hacer?” Le preguntamos dónde era. “Allí no hay fruta”, dijo (nos estábamos comiendo unas manzanas). Nos dijo que era en Sau, pero que nosotros teníamos que ir a Vic y allí preguntar por el Hotel Colón; allí nos dirían dónde podíamos ver al que se cuidaba de dar trabajo. Con el poco dinero que nos quedaba, sacamos billete para Vic. Cuando llegamos, preguntamos por el Hotel Colón. Allí preguntamos si sabían dónde podíamos ver al que se encargaba del pantano de Sau; nos dijo uno de los camareros: “Ese que está ahí es el chófer que lleva el camión que va al pantano”. Le dijimos que si él sabía si nos darían trabajo y nos dijo que sí. Yo pensé: “Menos mal que ya hay uno que sabe decir sí”. Se llamaba José Portet. Nos dijo: “Si queréis, como mañana es domingo, os podéis quedar aquí, y el lunes, cuando yo venga, os venís conmigo”. Le dijimos: “Aquí, ¿qué vamos a hacer nosotros?” Le preguntamos a qué hora se iban a ir al pantano; nos dijo que a las tres o a las tres y media, cuando llegase don Manuel. Le dijimos: “Nos da tiempo de comer algo. ¿No sabes tú dónde hay un sitio que no sea muy caro?” Nos dijo: “Coged esta calle y cuando lleguéis a una plaza, en la esquina de la parte de abajo hay un bar que está bien de precio”. Fuimos a la plaza que nos dijo, que es la Plaza de los Mártires. Allí comimos garbanzos como los hacen aquí, en Cataluña, cocidos con agua y los escurren, y les echan un poco de aceite. Fue la primera vez que yo comí de aquella forma los garbanzos. También nos pusieron un


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trozo de butifarra, una rebanada de pan y un medio litro de vino. Nos cobró bien de precio, y cuando terminamos fuimos al Hotel Colón, y allí seguía Portet esperando que viniera don Manuel. Nosotros le dijimos: “¿Nos podemos subir a la caja del camión y echarnos hasta que venga don Manuel?” Nos dijo que sí. Nos tumbamos, y cuando vino don Manuel, le dijo el Portet que allí estábamos dos que íbamos con ellos para trabajar en el pantano. El don Manuel se asomó a la caja, y al vernos dijo: “¡Vaya unos trabajadores!” Nosotros le dijimos: “Llevábamos dos noches que casi no hemos dormido, buscando trabajo y durmiendo donde hemos podido”. El nos dijo: “Bueno, dentro de un rato nos vamos”. En esa fecha estaban haciendo la ferretería Comella. El día que llegamos a Vic fue el 18-9-1948, un sábado. Y la hora, según un joven al que pregunté cerca del Hotel Colón, “dos quarts i mig de dues“. Hoy sé lo que significa, pero aquel día, cuando me preguntó Francisco qué hora era la que me había dicho, le repetí lo que me había dicho el joven y nos quedamos los dos sin saber la hora que era. Cuando nos dijo don Manuel que ya nos íbamos, nos sentamos en la caja del camión. Se puso en marcha, y cuando llegamos a Calldetenas se paró. Le dijimos: “¿Es aquí?”. Nos dijeron: “Bajad, que vamos a coger unos sacos de pan”. Los cogimos, y se puso de nuevo el camión en marcha. Cuando pasamos de Folgueroles y no se paraba, y cada vez se veían las montañas más cerca, nos decíamos: “Vaya a un sitio que nos van a llevar”. Cuando llegamos a Vilanova de Sau, se paró en el bar de Torrent. Pensamos: “Si es aquí, esto está más llano”. Le dijimos a Portet: ¿Aquí es ya?” Nos dijo: “No. Bajaros si queréis tomar algo”. Pero nosotros le dijimos: “No, aquí esperaremos”. Cuando nos pusimos otra vez en marcha y veíamos las montañas de Tavertet cada vez más cerca, volvíamos a decir: “¿Dónde nos vamos a meter?” Cuando llegamos donde tenían que hacer el pantano tenían una barraca que hacían servir de almacén y de oficina. Descargamos los sacos de pan. Nos tomaron la filiación y nos dieron un vale para que el barraquero nos diera la cama. Y como teníamos que ir a dormir a unos barracones que había en Sau que desde allí no se veían, nos dijeron: “Esperad que den de mano los que están trabajando, y os vais con ellos”. Cuando plegaron (o dieron de mano), vinieron al almacén y le dieron


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a cada uno un pan. A nosotros no nos lo quería dar el que se cuidaba de darlo porque no habíamos empezado a trabajar. Tuvimos que hablar con don Manuel, quien le dijo que nos lo diera. Allí, cuando llegamos nosotros, todavía no había comedor en la empresa. El jornal era de 10’50, y las horas extras a 1’50. Daban un pan, y desquitaban lo que valía de la semanada. Nos daban 10 pesetas de crédito en la cantina, que era de Angel Font Parramon, y ese, cuando nos iban a pagar, le avisaba don Manuel para que fuera él a la oficina a cobrar lo que le debía cada uno. No sé si aquello lo podían hacer por ley, pero como entonces la ley eran ellos, lo hacían y se quedaba hecho. ¡Con el jornal que ganábamos, y un kilo de pan negro valía 18 pesetas, y el blanco 20! ¡Así se hicieron los pantanos en España: comiendo los obreros de las pocas carnes que teníamos! Cuando llegamos a los barracones le dimos el vale a Antonio, que era un hombre mayor y hacía de barraquero. Nos dijo: “os puedo dar la cama, pero colchonetas, si no las han traído hoy, ya sabe don Manuel que no hay”. Le dijimos: “Nosotros hemos venido en el camión, y no ha traído colchonetas”. Nos dijo: id a la cantina y decidle al Angel que he dicho yo que os dé un saco con paja”. Eladio, el hijo del barraquero, nos dijo: “Ya voy yo con vosotros”. Él se lo dijo al Angel, y nos dio dos sacos, uno a cada uno. Nos dijo: “Llenadlos como queráis, en aquel pajar”. Así estuvimos hasta que vinieron las colchonetas. Francisco tenía en la obra el número 39, y yo el 38. Aquella noche comimos un cuarto de higos pasas que compramos en la cantina, medio litro de vino y pan, y el domingo nos hicimos un guiso de arroz y patatas con unas colas de bacalao. Hicimos un puchero de barro bastante grande, y esa sería nuestra comida para merendar y cenar. Esa clase de comida fue la nuestra para muchos días hasta que pusieron el comedor en la obra. Pero pocos paraban allí. Con lo que se ganaba, como no se hicieran ellos la comida, no tenían ni para el desayuno y la merienda, y la familia ya podía ir esperando que le mandaran cuartos. Aquel domingo le escribí a mi familia, que ya hacía días que no les había escrito. También le escribí a Luis y su hermano, diciéndoles donde habíamos ido a parar, que cuando me contestaran me dijeran si querían venirse aquí; como decían que allí había mucha química y aquello era enfermizo… Pero ellos preferían aquello que venirse al


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pantano, porque todavía estoy esperando la contestación. Francisco le escribió a su madre, porque con la mujer se vino regañado. Como había cartilla de racionamiento, nosotros la trajimos. Como en Barbastro las exigían para comer en el comedor, y para poder comer algún pan más barato que el que había al estraperlo, llevamos las cartillas el Francisco y yo a una panadería de Vilanova de Sau, y los sábados, cuando dábamos de mano, íbamos a por el pan, que sería un kilo lo que nos daban para toda la semana. Era lo único que daban con la cartilla. Por lo menos a nosotros. Así estuvimos hasta que dejaron de darnos el pan con las cartillas. Cuando nosotros llegamos al pantano, hasta las herramientas eran escasas. Tenían cuatro carretillas de mano, unas palas y unos picos, y poco más. Y un pequeño compresor y cuatro parpelinas para sanear lo que removían los barrenos. Decían que las carretillas y algunas palas y picos se los había dejado los de la Confederación del Pirineo Oriental, que eran los que vigilaban que el pantano se hiciera bien.

[En Sant Romà de Sau el día 17-8-1950. Yo soy el del centro] Allí el trabajo que teníamos que hacer era de pico y pala. Después, lo primero que trajeron fueron unas vagonetas. Así empezó el pantano de Sau: o sea, la presa que hoy sostiene el agua. Anteriormente, cuando terminó la guerra (para algunos, como yo digo) habían hecho una presa pequeña y un túnel para desviar el río y poder hacer la que hoy se ve.


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Nuestra misión era trabajar 10 o 12 horas. Los que queríamos, porque algunos decían que había costado mucha sangre conseguir la jornada de 48 horas, y ellos, aunque se murieran de hambre, no hacían más. Por la mañana, a lo primero, unos nos poníamos a las 7, otros a las 8, y otros a las 9. A los que se ponían a las 9, que eran los que no hacían horas, el primer encargado que tuvimos allí, que era madrileño, les dijo: “El que no quiera hacer horas que no las haga, pero la hora de ponerse a trabajar es a las 8, y el que no quiera, que se vaya”. Así se terminó el turno de las nueve. El Francisco y yo, cuando dábamos de mano, recogíamos leña por el camino de la obra a los barracones, y luego uno se quedaba partiéndola para hacer el fuego y aviar la comida. Mientras, el otro iba a la cantina a por el arroz y las patatas y un trozo de bacalao (si no había colas, que era lo más económico). Nuestro aceite casi siempre era un trozo de tocino refrito. Como dije anteriormente, con aquello cenábamos, y nos llevábamos para la comida del mediodía, que la hacíamos en la obra. Para el desayuno, lo que más comíamos los días de trabajo, eran higos pasados y un poco de pan. Cuando llegamos hacía buen tiempo, y con una manta que nos dieron, sin sábanas, se podía pasar. Pero cuando empezó el frío ya con una manta no había quién pudiera conciliar el sueño, y nos tuvimos que aparear como si fuéramos sodomitas, el Francisco y yo. Entre los dos, y con la manta que él tenía, juntamos las camas, y así podíamos dormir. A Francisco, cuando llegó la primavera, le dijeron que en Vic admitían gente en la brigada de la RENFE, y me dijo: “¿Quieres que nos vayamos?” Le dije: “Ya anduvimos bastante buscando trabajo”. Él decía: “Dicen que ahí te dan trabajo, y eso es un buen sitio”. Le dije: “Haz lo que quieras, pero yo no me voy”. Se fue a trabajar a la brigada de la RENFE y me quedé yo sólo de Hinojosa. Una noche, cuando estaba pelando las patatas para hacer mi guiso, había otro pelando patatas. Hacía pocos días que aquel estaba allí, y cuando vi la forma que tenía de pelar patatas le dije: “Pocas patatas has pelado tú”. Me dijo: “Yo no he hecho esto nunca”. Pero si malamente las pelaba, cuando se puso a partirlas, ni eran para cocidas, ni para fritas. Le dije: “¿Cómo vas a hacer las patatas?” Me dijo: “Fritas”. Le partí una para que viera cómo tenía que hacerlo. Me dijo: “Si quieres, como se


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ha ido tu paisano, comemos juntos, y tú haces de comer, porque yo no sé”. Se llamaba, y creo que se sigue llamando (era un año mayor que yo) Pedro Puig i Creu, y era de Granollers. Su vida es otra historia, y él la podrá contar mejor que yo la mía. Sabía leer y escribir, y cada día iba escribiendo lo que hacía. Días después se colocó en la oficina. (Más adelante volveré a decir algo de él.). Mientras estuvo mi paisano fuera hice otro trabajo que no era de pico y pala. La tubería que subía el agua a un depósito para abastecer la torre de los que estaban de la Confederación y la obra de agua, empezaba a estorbar para hacer la excavación de la presa, y me dijeron el mecánico y don Manuel: “Tú vas a desmontar esa tubería”. Les dije: “Yo no sé hacer eso”. Me dijo el mecánico: “Eso tiene poco que aprender. Ven conmigo, que te voy a enseñar cómo se hace”. Cogió dos llaves y desmontó dos o tres tubos. Me dijo: “¿Ves que fácil se hace esto? Ahora les diré a dos que vengan y los tubos que tú vayas soltando, que se los lleven donde hay que ponerlos luego”. Así empecé mi primer trabajo de mecánico. Aquel mecánico también era madrileño, como el encargado. Ellos estuvieron allí poco tiempo. El mecánico se llamaba Paco. Los tubos aquellos eran de uralita. Se collaban con unas bridas; dos que eran las que tenían la misión de apretar con tres tornillos, y una que era la que hacía el empalme; y dos gomas para que el agua no se saliera. Cuando terminamos de desmontarla, le dije al Paco: “Maestro, ya está aquello terminado”. Él me dijo: “Ahora hay que montarla por donde habéis ido dejando los tubos. Otra vez le dije que no sabía cómo o hacerlo. Él me dijo: “¿No has visto cómo iban montados? Pues así las tienes que poner. Lo que tienes que tener cuidado de no apretar más unos que otros para no romperlos”. Yo le dije: “Venga usted y me pone alguna para que yo vea cómo lo hace para apretar los tornillos para que no se rompan”. Me dijo: “Mira que eres torpe”. Vino y me puso unos tubos y me dijo: “Ahí te quedas. Ya te espabilarás”. Los otros dos que estaban acercándome los tubos me decían: “Esto es muy fácil de hacer”. Pusimos los tubos. Entre quitarlos y ponerlos echamos una semana. Desde la bomba, que estaba en el río, y el depósito, había unos trescientos metros. Cuando los tuvimos puestos fui a decirle al Paco que ya estaba aquello terminado. Me dijo: “¿Has roto muchas bridas?” Le


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dije que pocas. Me dijo: “Ve y te traes las llaves, que lo vamos a probar”. Le dijo a uno de la Confederación, que era el que se cuidaba entonces de la bomba, que la pusiera en marcha. Tuvo que mandar parar la bomba, porque al subir el agua al depósito se salía por la mitad de las juntas. Me dijo el Paco: “¿Qué has hecho, dejar las juntas flojas?” Le dije: “Como se me rompían algunas, no quería apretar mucho”. Me dijo: “Coge las llaves y ya puedes repasarlas, pero ten cuidado que no las rompas ahora”. Cuando terminé, volvimos a probar. Todavía quedaba alguna que perdía, y las fui apretando sin parar la bomba. Fui cortando las que perdían, pero yo me duché bien duchado con la ropa puesta. Después me dijo el Paco que me quedara con él para ayudarle en el taller, y cuando se quedó la bomba de suministro, como le decía a aquella bomba, al cargo de la compañía que hacía el pantano, me pusieron en la bomba y me hicieron peón especializado. Mi paisano Francisco duró poco en la RENFE. Cuando vino le dije: ¿Ya te has cansado de RENFE?” Me dijo: “Allí no se gana ni para pagar a la patrona”. Le dije: “Pues yo ya estoy enchufado en la bomba de suministro, me han hecho peón especializado”. Él me dijo: “Me alegro”. El Pedro me dijo: “Félix, como ya ha venido tu paisano, tendré que comer otra vez solo”. Le dije: “Ahora comeremos los tres juntos, si quiere mi paisano, y si no que coma él solo por haberse ido”. Y comimos los tres hasta que el Pedro se enchufó en la oficina y se quedaba en el almacén a comer con uno que estaba allí; se llamaba Joaquín y era maño, de Benabarres. Cuando vino Francisco de su RENFE lo echaron a trabajar donde se empezó la excavación. Al Pedro lo tenían con los paletas, en la torre que estaban haciendo, y yo en el río con la bomba. Como yo era el único que podía calentar la comida un poco antes de que fuese la hora, me llevaba la olla, y cuando teníamos que ir a comer la subía donde estaba el Francisco, y el Pedro bajaba de la torre. Comíamos las tres comidas de nuestra olla, pero un día, cuando la cogí para calentarla, me di cuenta de que se le había soltado el culo, y ya no la pude mover. Cuando bajó el Pedro le dijo Francisco: “No sé hoy qué le pasa a Félix, que dice que si queremos comer, que bajemos”. Cuando llegaron, les dije: “Mirad lo que le ha pasado a la olla”. No se salió la comida porque


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era, como todos los días, patatas con arroz, y aquello estaba hecho un pan. ¡Aunque estaba frío, cualquiera lo dejaría! Por la noche nos tocó comprar otra olla. Hasta que pusieron el comedor teníamos bien ocupado el tiempo en hacernos la comida. Los domingos, como a lo primero no se trabajaba, teníamos que lavar y coser la ropa. La primera Noche Buena que pasamos allí, mi madre me escribió diciéndome que me iba a mandar un paquete con chorizo, que eso era una de las comidas más buenas que comíamos los pobres por la Noche Buena, si lo teníamos. El día de la Noche Buena fuimos el Francisco y yo a por el pan de las cartillas, y a ver si había llegado el paquete. El mío no había llegado, pero a Francisco, como se vino peleado con la mujer, le mandó uno sin decirle nada. Cogimos el pan y un par de chorizos, y nos los comimos acompañado con un litro de vino en un bar que hay en Vilanova de Sau en una plazoleta. Había estado lloviendo aquel día. Fuimos para Sau por el camino que va a unas casas que les dicen a la una Casitas y a la otra Can Mateu, sale al puente de Sau, y va de allí a los barracones. De lejos veíamos los charcos, pero cuando nos dábamos cuenta ya estábamos dentro de uno. El calzado que llevábamos era unas albarcas, y los calcetines unos trozos de saco liados a los pies. Cuando llegamos al barracón nos cambiamos de calzado y nos fuimos a la cantina de Carlos. La mujer se llamaba Carmen; le decían la tía Cataca; se lo puso un hombre mayor que se llamaba Patrocinio, y cuando se enteró ella que fue él quien le puso el mote, se lo dijo. Él le dijo: “Pues tú dime a mí tío Cuatro o Cinco, que no sé quién me lo ha puesto”. Cuando llegamos a la cantina me dijo Francisco: “Vamos a pedir que nos traiga un plato de sopa”. Yo me comí uno, y él se comió dos. ¡Después de lo que habíamos comido en Vilanova! Después vinieron dos o tres más, andaluces. Uno era también de la provincia de Córdoba. Se llamaba Hipólito, y tenía una bota de vino. Nos dijo: “Vamos a ir a la Misa del Gallo”, y fuimos. Como en Andalucía en la Noche del Gallo se va con las botas, o botellas, de vino, y hasta que empieza la Misa se bebe y se canta, empezamos a hacer lo mismo. Cuando el Hipólito pasó por el confesionario donde estaba el cura por si alguien se quería confesar, le dijo: Buenas noches, padre”. El cura creyó que se iría a confesar, pero


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él siguió para donde estábamos los otros con nuestro cante. Salió el cura del confesionario y nos dijo que allí no era un bar para estar cantando y bebiendo. Nosotros le dijimos que en Andalucía lo hacíamos. Nos dijo: “En Andalucía tenéis otro Dios”. Nos dijo que saliésemos a cantar a la calle. Salimos de prisa de aquella iglesia, que después sería cobijo para los peces. Después que nos echó el cura de la iglesia nos fuimos a los barracones. Allí estuvimos cantando los villancicos de nuestra tierra, y después, cuando nos acostamos, yo pensaba, como creo que lo harían los otros, en mi familia, y lloraba bajo las mantas, sin que nadie se diera cuenta (ni Francisco, que dormíamos juntos porque ya hacía mucho frío). Si entonces me hubieran dicho que tenía que estar allí el tiempo que estuve, no me lo hubiese creído ni en bromas. Me he retrasado en el tiempo para contar lo que nos pasó la primera Navidad que pasamos en San Román de Sau. En julio de aquel año 1949 me dijo Francisco (que ya había hecho las paces con su mujer): “¿Quieres que vayamos al pueblo a pasar la feria?” Yo le dije: “Ya quedé escarmentado con ir el año pasado al pueblo. Me gustaría ver a mi familia tanto como a ti, pero yo no voy”. El, cuando cobramos la primera quincena de agosto, se fue al pueblo. Le di un poco dinero para mi madre. A mí, a los pocos días de irse él a Hinojosa, me pusieron en un compresor que habían montado cerca del río. Así hacía dos trabajos: de noche, en la bomba de suministro; de día, en el compresor. Así estuve dos días y dos noches. No es que no durmiera, que de noche daba algunas cabezadas (o sea, que me dormía algunos ratos) pero le dije al mecánico (que ya no era el Paco, que se lo llevaron a otro sitio; el que vino en su puesto era maño y le decían Obispo): “¿Usted cree que yo puedo estar sin dormir tantos días?” Dijo: “Le diré al encargado general que te mande un pinche y te traiga una colchoneta; que él se quede contigo por la noche: tú duermes, y si él ve alguna cosa rara, que te avise”. Así lo hizo: me mandó un pinche, hijo de un capataz que se llamaba Matías. El muchacho, en vez de estar vigilando cuando yo dormía, se dormía antes que yo. No teníamos luz allí. Las bombillas que tenían en la obra eran de 125, y yo las empalmaba a la línea que había, que era de 220, y no duraban casi nada. Todas se fundían. Le dije al Obispo que teníamos que estar a oscuras porqué las bombillas que nos daban se fundían


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enseguida. Me dijo: “Estas bombillas son de 125; las tienes que poner en serie”. Le dije: yo qué sé lo que es eso”. Dijo: “Así ya puedes ir poniendo bombillas, que todas se te funden. Eso hay que hacerlo con dos bombillas: pon el portalámparas en una punta de cordón, pela la otra punta y la enchufas en el interruptor; después, cortas uno de los dos cables y pones en él la otra bombilla”. Así estuve una semana. El sábado, cuando estaba durmiendo en los barracones, vinieron dos medio pintones (aquel día habíamos cobrado) y me despertaron. Me pusieron de mala leche. Les dije: “Haced el favor de no despertarme más, que he estado toda la semana casi sin dormir”. Ellos dijeron: “Pues no haber trabajado de día y de noche”, y se fueron otra vez a la cantina. Después volvieron a venir a la cama a despertarme. Aquella vez ya hubo más que palabras. A Manuel Morellon, que era uno de ellos, cuando me quitó la manta, me levanté y le pegué una hostia. Se cayó encima de una cama en que no había nadie acostado. El era (y es, que con ese nos vemos en Vic casi todos los días, ya jubilados los dos, y alguna vez recordamos aquellos tiempos) de mi estatura (1’80 m). Me escupió a la cara. Si no nos hubiesen sujetado nos hubiésemos zurrado bien. Al otro día me vino a pedir perdón. El, muy bien hablado, me dijo: “Perdona, Félix, que anoche estaba embriagado y no sé cómo te pude molestar”. El otro era mayor que nosotros y tenía más mundo corrido, y se quitó de en medio. Ese era Rocamora. Los dos catalanes, que es lo mismo que si hubiesen sido andaluces o de otra región cualquiera, porque en todos los sitios habemos de todo. Mi paisano Francisco se vino otra vez en septiembre, y con él se vino mi hermana María. Cuando vino donde yo estaba se echó a llorar de verme con la ropa tan destrozada que tenía puesta, y unas albarcas de calzado. Le dije: “No llores. ¿Qué te creías que estaba haciendo yo aquí?” Cuando veía a los otros decía: “¿Y para eso estáis tan lejos de vuestras casas. Esto parece como los campos de concentración”. Le dije: “¿Para qué has venido tú aquí?” Dijo: “Por verte a ti, que yo quería haberme quedado en Barcelona con otras”. Dije: “Pues ahora no sé qué vas a hacer tú aquí”. Como estaba yo en el compresor, se quedó conmigo hasta que plegamos, y después fuimos a ca el Angel. Le dije que si se podría quedar allí mi hermana hasta el domingo, que iríamos a ver si le encontrábamos dónde ponerse a servir.


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Nos dijo: “Que se quede aquí y le ayude a mi mujer, y ya le daremos la comida, la cama, y lo que le den a las criadas de dinero”. Allí estuvo poco tiempo. A ella no le gustaba aquello, ni a mí tampoco. Me decía: “Chache (que es lo que le dicen en Andalucía a los hermano mayores), pide permiso un día y vamos a Vic a ver si buscamos allí alguna casa para yo servir”. Un hombre que tenía una hija sirviendo en Vic me dijo dónde estaba, para que fuésemos a verla por si ella sabía de alguna casa. Aquella muchacha estaba sirviendo en can Casetas, y nos acompañó. En todas las casas que fuimos les decían a mi hermana si sabía cocinar. Ella decía: “Como se cocina en mi pueblo sí sé algo, pero como lo hacen aquí no sé”. Como no encontramos en ningún sitio fuimos a comer en un bar que tenía Teodoro Fonseca en la calle San Antonio. La dueña, que se llama María como mi hermana, nos dijo: “Si quiere se puede quedar aquí con nosotros hasta que encuentre otra casa”. Aquel matrimonio tenía una niña que después se murió de meningitis. Mi hermana se hizo querer con aquella niña, y estuvo allí bastante tiempo. Después vino mi madre. Se fue a servir a una casa de payés. La mujer se llamaba Filomena. A esa casa le decían Casa Blanca, es donde hoy está el polígono industrial de Vic. Cuando yo venía del pantano iba a verla allí, y le traía la ropa para que la lavara y cosiera. Mi hermano estaba en la mili. Le tocó en Figueres. Estaba, pues, cerca de Vic, y era aquí donde venía cuando le daban permiso. Uno de los permisos lo pasó en el pantano trabajando; era por Navidad, y la panera que rifaron en la cantina de Angel Font le tocó a él. En vez de coger lo que tenía la panera cogió el dinero que le ofreció el Angel. Hizo lo mejor; sino, como decía él, nos la hubiésemos comido y bebido entre los paisanos. El dinero le hizo un buen servicio para la mili. Ya había allí dos más de Hinojosa: Sebastián García y Antonio Ureña. Después vendrían bastantes más; entre otros Sebastián y Teodoro Morales Parra, dos hermanos que ya hace tiempo que murieron en Vic. De mi familia, la última que vino fue la más pequeña: mi hermana Carmen. También se fue a servir a una casa de payés; se la había buscado mi madre. A esa casa le decían de Arqués. Está cerca de Gurb.


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Ella no entendía el catalán, y la mujer, que se llamaba Concha, no entendía el castellano. Cuando le decía: “Tráeme una paella”, que en castellano es una sartén, tenía que ir la Concha y enseñársela. Y así todo. Por eso es la única de nosotros que sabe hablar catalán, y también está, como la otra hermana nuestra, casada con un catalán. Mi hermana María se fue a servir a otra casa; por mediación de aquella familia se fue mi madre a cuidar a los padres de aquella mujer, que estaba paralítica. A mi madre le dieron por cuidar a la Clara y Siset, que así se llamaban los que tenía que asistir la vivienda. Se vinieron de payés ella y mi hermana Carmen, y cada una se puso a trabajar por un lado. Mi madre hacía faenas por las casas, y la Carmela se colocó en una fábrica de hacer juguetes en can Goula. La señora Clara, cuando mi madre venía de hacer algunas horas de trabajo, cuando sentía la puerta le decía: “¿Señora Petra, a dónde está usted, que le he estado llamando y no venía?” Mi madre le decía: “Tengo que ir a trabajar, que usted no me va a dar de comer”. Ya tuvo que aguantar, con aquella pareja. Él decía que había sido el mejor torero de Vic, y algunas veces se quitaba la chaqueta y se ponía a dar pases diciendo: “Así le hacía yo a los toros”. Dicen que en sus tiempos había sido célebre en Vic.


DECIMOTERCER CAPÍTULO: EN EL PANTANO DE SAU (II) (EMIGRACIÓN - TERCERA PARTE) Después de los hombres que vinieron de Hinojosa y después de estar aquí mi familia, empezaron a venir mujeres jóvenes de Hinojosa. El día 12 de marzo de 1950 vinieron tres. Dos eran hermanas; se llaman Emiliana y Lucía Escobar Fernández, y la otra Antonia Jurado, que aunque llevaba mi apellido, si somos parientes los seremos muy lejanos. De las dos hermanas, hoy una es mi cuñada, y la otra la madre de mis hijos. Mi mujer se puso a servir en casa de don Manuel Sánchez, que era el pagador que teníamos en el pantano. Su mujer, doña Pepita, que paría más que una coneja, tenía dos muchachas de criadas. Una era la que hace muchos años es mi mujer, y hacía las labores de la casa. La otra era la que se cuidaba de los críos. Esa era la Antonia Jurado. Eran las criadas de entonces, y hoy son las señoras de sus casas. Ellas ganaban 125 pesetas al mes, y malcomidas, y tenían que estar al pie del cañón desde las siete y media de la mañana hasta las once y media o doce de la noche. Mi mujer estuvo allí unos 14 meses, y después se fue con una señora mayor que tenía un hijo que hacía de secretario judicial en el juzgado de Vic, y allí ganaba mi mujer 200 pesetas a lo primero, y tenía menos trabajo y mejor comida. Después, cuando se casó el hijo de aquella señora y tuvo su mujer su primera hija, le subieron a mi novia de entonces y mujer de ahora a 275 pesetas al mes. Cuando nos hicimos novios y empezamos a tocarnos las partes húmedas, ya dijimos: “Que le den por saco al pecado por la jodienda y vamos a aprovechar lo que podamos”. Cada semana venía yo del pantano a verla, a ella y también a mi familia. Las noches que me quedaba en Vic dormía donde estaba mi madre y mi hermana, pero si los señores de donde estaba mi novia sirviendo se habían ido a Barcelona, que de allí eran, aquella noche nos llenábamos de hacer el amor a nuestras anchas, pensando en poder estar

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juntos para siempre. Para nosotros ya se había terminado aquello de que eran pecado el comer y el follar. Sobre todo el follar, que eso era cosa nuestra. De aquello nadie se podía llevar la ganancia, nada más que nosotros, que éramos los que hacíamos el trabajo. Si no hubiese tenido trabajo, yo no hubiese tenido hijos, pero ya se iban poniendo las cosas mejor. El primero en casarse de nosotros fue mi hermana María. El novio que tenía en Hinojosa era hermano de mi mujer, por eso se vinieron ellas a Vic, porque mi hermana le dijo que si querían venir le buscaría casa para servir. El hermano de mi mujer se fue de Guardia Civil, y entre que decían que los civiles no se podían casar con aquellos a quienes hubiesen fusilado los padres, y que la que sería mi cuñada Emiliana le escribió a Carlos (que así se llama el hermano) diciéndole que la María salía de paseo y se le acercaban muchachos, cambiamos de pareja. Yo me casé con su hermana, mi hermana se casó con uno de Vilanova de Sau. Cuando se casaron se fue mi hermana allí, con la madre de él y otros hermanos que estaban solteros. El novio de mi hermana María se llama Pedro Creus Codina; ya volveré a hablar de ellos. Diré con quién se quedó mi hermana Carmela en Hinojosa cuando se vino nuestra madre: se quedó con la madrastra de mi madre, que vivía por debajo de donde vivíamos nosotros. Se llamaba María, y era de Dos Torres. Ya, cuando se casó con mi abuelo José después de morir mi abuela María, no quisieron que mi madre y mi tía Antonia se quedaran con ellos. El que se quedó fue mi tío Alfonso, porque le hacía de pastorcillo. Mi hermana Carmen se quedó hasta que le buscó (como ya dije anteriormente) mi madre un lugar donde colocarla. Cuando estuvimos aquí todos ya cada uno se quedaba con lo que ganaba. Yo ya tenía algo ahorrado. Cuando vinieron ellos yo le dije a mi madre: “Ahora yo le daré lo poco que pueda ir ahorrando para que usted me lo vaya entrado en la cartilla, y así podré casarme algún día”. Entonces era yo el que más ahorraba de los hermanos. Como en el pantano ya había comedor, que nos costaba la comida 7 pesetas y se comía regular. Lo que se gastaba más en comer era algo para el desayuno, y medio litro de leche que compraba algunas noches,


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y algún tabaco que fumaba, pero poco. También cuando venía a Vic, si iba al cine; y le daba algo a mi madre para que comprase comida para el día que estaba yo con ella. Eso fue cuando estaba ella atendiendo a la Clara y Siset. Yo creo que con 26 años que tenía entonces había cumplido con mis hermanos y mi madre lo que decía mi padre en su testamento, o sea, en la carta que nos mandó desde la cárcel. Vuelvo a cómo iba pasando mis días en el pantano antes de casarme. Cuando estaba en el compresor se fue el encargado de los mecánicos, el Obispo. Llevaron a un mecánico de Vic para que se cuidara de la maquinaria; se llama José Molist. Entonces no nos conocíamos, y ese está casado con una hermana del que sería y es el marido de mi hermana Carmen, que estaba con él de aprendiz en un pequeño taller que tenía Molist en Vic. Le dijeron que si quería ir al pantano a hacerse cargo de la maquinaria, y le daría muy buen jornal. Cuando vino, fue un día al compresor donde yo estaba: me encontró leyendo una novela y me dijo: “En el trabajo no se lee; suelta esa novela”. La solté mientras estuvo él allí. Cuando se fue pensé: “Termina lo que te queda de leer y no leas más, que este tío viene con cara de pocos amigos”. Al poco rato, cuando me di cuenta, lo tenía en la puerta del compresor y me dijo: “¿No te dije que en el trabajo no se lee?” Le dije: “Si pasa algo, ya lo noto por el ruido; estaba terminando de leer esto”. Me dijo: “Ahora vendrá uno y tú te vienes conmigo; verás como no lees”. Al que mandó allí era un hombre de unos 50 años que se llamaba Zafra: ese fu el primero que dejó allí su vida, pero no el último. Después lo pusieron en un cabrestante para subir los vagones por un plano inclinado, y aquellos vagones los vaciaban en el cauce del río; él hizo el peralte al lado contrario del cauce del río para que los vagones no se fuesen a caer al río. Cuando estaban balanceando la vagoneta para que se vaciara, se volcó para el lado en qué estaba él, y lo aplastó. Murió en el acto. Ese día yo estaba en el taller, y cuando dijeron que a Zafra lo había cogido una vagoneta debajo, cogí una camilla del botiquín, que estaba al lado del taller, y salí corriendo para el río. Cuando estaba cerca de donde estaba el Zafra, que ya lo habían sacado de debajo de la vagona, me dijo uno: “No corras, está muerto”. Le dije: “Toma la camilla, que


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yo no quiero verlo muerto”. Todavía tenía, y pienso que la tendré siempre, la sangre bailándome en el cerebro. Ya que estoy hablando de muertos: mientras estuve yo allí murieron tres: Zafra, que era andaluz, y dos gallegos; uno se llamaba Pardillo y el otro Julio. Todos esos murieron después de venirse Molist de allí, y después de venirme yo murieron 9 o 10 más. El primer día que Molist me llevó con él estuve montando una pequeña machacadora que trajeron. Uno tenía que hacerlo todo a fuerza bruta, allí. El me decía: “Coge esa pieza, tú que eres valiente”. Cuando tomamos confianza el uno con el otro le dije: “José, ¿para qué me quitó del compresor? ¿Para que haga musculatura?”. Me dijo: “Conmigo aprendes más que en el compresor”. Pero no estuvo mucho tiempo para enseñarme cosas. Lo primero, que no le pagaron lo que le dijeron; lo segundo, que cuando iba los sábados a Vic a su casa tenía que ir con el Portet en el camión, y si iba don Manuel, él (como yo, si también iba) tenía que ir en la caja. Me dijo: “Poco frío voy a pasar yo en este camión”. Además, unos días después de haberme dicho aquello, nos pusimos a cambiar una tubería de las que llevaban el viento a los martillos de barrenar y se le escapó una llave de cadena. Me dijo: “Félix, aquí no me quiero yo matar”. Aquella misma semana se fue, y ya no volvió más por allí. Después, cuando hable de mi cuñado Jordi, lo volveré a mentar. El siguiente encargado que trajeron allí se llamaba (cuando digo se llamaba es porque no sé si vive o no) César Yáñez. Allí le pusieron “el Cayote”. No era ni bueno ni malo; para mí, más bien lo último. Estaba casado y no tenía hijos. Cuando vino él fue cuando se empezó a montar la maquinaria más fuerte. Me tenía para ir con él a montar la maquinaria; yo, de mecánica, entendía poco, pero de fuerza tenía mucha. Digamos que yo era el burro de carga. Empezamos montando toda la maquinaria de la zona de machaqueo. Después, un compresor Holma que podía llevar tres o cuatro martillos de barrenar. Luego, dos hormigoneras, cada una de las cuales hacía de cada vez un metro cúbico de hormigón. Después pusimos un cabrestante en un plano inclinado, que, con la vagona que bajaba llena, subía la vacía. Aquello nos dio bastante ruido hasta que se quedaron como tenía que estar, aunque mientras funcionaban


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siempre se descarrilaba alguna, y teníamos que tirar la pasta al suelo para encarrilarla. Casi todos los encargados de allí habían sido militares, y habían tenido algún que otro cargo en la guerra: unos con los rojos, otros con los fascistas. El César estuvo, según decía, arreglando aviones en la zona roja; otro (Ramón Díaz) de comisario, también en la zona roja. Los fascistas no tenían de esa clase de mando: don Manuel Sánchez era capitán de regulares, y pidió una permuta para venir a llevar la administración del pantano, porque su hermano era uno de los socios (no sé si sería también militar). El hermano de don Manuel se llamaba Eliodoro (Sánchez), y el otro socio Manuel Mendoza: de las iniciales de esos dos viene HELMA, el nombre de la empresa. El que vino después de llevar yo allí bastante tiempo se llamaba Manuel Caramer; aquel sí fue militar. Sería como yo cuando hice la mili. A aquel también lo bautizaron: como estaba siempre mamado le decían “el Capitán Bodegas”. Ese tenía allí dos hijos y la mujer. Con el César trabajé mucho tiempo. Con él podía hacer todas las horas que quisiera, pero ese no ponía ninguna gratificación. Se podían hacer muchas horas, pero sin él, porqué si no era una cosa que no la pudiésemos hacer los que trabajábamos a sus órdenes, el César, cuando era la hora, se iba a su casa, cuando tuvo allí a su mujer, y cuando no se iba a donde paraba él, que ellos dormían y comían a parte de nosotros, para eso eran nuestros mandos. Un día que vino una riada, de las muchas que venían entonces, se llenó de fango el pozo en que estaba la alcachofa de la bomba de suministro. Eso sucedió en vísperas de unas Navidades. Me mandó a mí a que sacara el tubo de la bomba. Era un tubo en que cogían 40 o 50 litros de agua, y en la alcachofa también cogían 10 o 15 litros. Aquello era bastante pesado. Tuve que llamar a uno de los que estaban trabajando allí cerca. Cuando la sacamos, quité la alcachofa, cogí el tubo después de medir el trozo que había que cortarle y lo llevé al taller para que me lo hicieran. Cuando estuvo aquello terminado era ya media tarde, y como yo le había dicho que quería irme a Vic a pasar el día de Navidad y san Esteban, que aquí en Cataluña se celebra esa fiesta, me dijo el buen César: “Félix, como estarás dos días en Vic, ¿por qué no te


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quedas subiendo agua esta noche, que hay poca en el depósito?” Así lo hice. Aquella noche subí dos veces a ver el depósito, si caía bien el agua. Aquella bomba era hidráulica, y si fallaba una válvula caía el agua a golpes, pero fue bien toda la noche. Cuando la paré por la mañana me fui a Vilanova de Sau, y en una camioneta que llevaba la leche de los payeses, o, mejor dicho, de las vacas de los payeses, me fui con ellos a Vic. Allí pasé el día de Navidad y san Esteban, y al otro día, cuando llegué a la obra, un tal Márquez, que estaba en el taller, me dijo: “Por burro tienes otros dos días de fiesta”. Aquel era uno que decía que hizo la mili en la marina, y allí aprendió a mecánico. Tenía el habla gangosa, y más que pelota era globo. Ese fue el que le calentó la cabeza al César diciéndole que yo era un burro, y cuando monté la alcachofa de la bomba la había roto apretándola. Yo le decía al César: “¿Usted cree que si la alcachofa se hubiese roto la hubiese yo podido cebar, con el agua que coge al tubo? Eso es que le cortamos un trozo al tubo cuando se fue moviendo fue dando la alcachofa en la pared del pozo y se rompió”. Pero como lo que yo decía, siendo la verdad, no valía, me dijo: “Tienes dos días de arresto sin trabajar”. Yo le dije: “¿Es que arresta a la gente como si esto fuese la mili?” Pero el hijo de su madre, después que me hizo trabajar la Nochebuena, me pagaba así. Yo le dije: “Ahora me voy a los barracones a por la maleta, y cuando venga don Manuel que me dé la cuenta y me voy de aquí”. Pero cuando me iba del taller a buscar la maleta, el encargado, que estaba en la excavación (se llamaba Manuel Ribas, era de la provincia de Almería, de Alcolea), me dijo: “¿Dónde vas, qué te ha pasado con el César? Él ya lo sabía de sobra, y le dije lo que me había dicho el César, y que iba a por la maleta para irme. Me dijo: “No te vayas, que ya te apuntaré yo esos dos días, y luego, si no quieres estar con él te vienes conmigo”. Me convenció porque pensaba lo que tuve que andar para encontrar aquel trabajo, que aunque no era ninguna bicoca, era mejor que nada. Yo lo pensaba así, pero mi compañero de fatigas Francisco González Guevara, cuando vino de Hinojosa, cuando fue él solo a ver la familia, al poco tiempo se fue a otro pantano, que le dicen Susqueda, que está cerca del pantano de Sau y en el mismo río, y de allí volvió al poco tiempo a Hinojosa, y allí sigue, ya jubilado.


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Yo, después de cumplir el arresto, el día que fui a trabajar fui al taller y le dije al César: “Maestro, ya estará usted conforme, que he cumplido el arresto. Me voy a la brigada en que está Manolo Ribas, a trabajar allí”. Me dijo: “Tú has cumplido el arresto y te quedas aquí conmigo”. Tuve que ceder una vez más, por él y por la cuenta que a mí me tenía, que mejor era estar en el taller y reparando averías que estar cargando vagones de piedras a mano. El Ribas no cumplió lo que me dijo de aquellos dos días que no trabajé: no los cobré. Con el César era yo como el coño de la Bernarda. Como decía un maño que estaba en el almacén, que me decía: “Tú eres como los polvos de talco, que para nada sirven y para todo aprovechan, y lo mismo fríes una camisa que planchas un huevo”. Se lió un temporal de lluvia de los muchos que se liaban en aquellos tiempos, no como ahora, que tan poco llueve. Tenían que estar las bombas de agotamiento trabajando noche y día. Me dijo el César: “Félix, quédate esta noche en el cuenco, que no se pueden parar las bombas, para ir agotando aquello”. Me quedé, y a media noche veía que el agua estaba a punto de saltar la presa que hicieron para desviar el río, y como yo solo no podía sacar uno de los motores, que tenían agotando el agua, quité el pequeño, que era de diez caballos, pero el de 15 caballos de donde estaba metido no podía sacarlo, y fui a donde dormían los cocineros y les dije que si querían venir para sacar un motor al que iba a cubrir el agua. Me dijeron: “Ahora no vamos nosotros a ponernos chorreando, que le den por culo al motor”. Me fui al cuenco y al poco rato vi como el agua cubría el motor. Me metí donde estaba la bomba de suministro, y cuando se empezó a hacer de día ya había dejado de llover. Cogí leña, hice fuego y me sequé la ropa. Cuando fue la hora del desayuno fui a la cocina a desayunar y me dejo uno de los cocineros (Adolfo Tello, el ranchero mayor): “¿Sacaste el motor? ¡Vaya horas de venir a despertarnos”. Le dije: “Yo todavía no me he acostado. No sé ni cuando me podré acostar. Yo, de juerga, sólo he perdido una noche entera en el tiempo que tengo, pero noches de trabajo con su día correspondiente, en Sau he perdido más de cuatro”. Cuando vino el César, le dije lo que había pasado. Me dijo: “Pues allí hay que llevar otro motor, que aquello hay que agotarlo. Tenía otro motor en el taller. Me dijo: “Dile a Ribas que te dé dos hombres y bajáis


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este motor. Montaremos la bomba allí fuera, donde se pueda”. Fui a por dos. Aquel motor teníamos que bajarlo por un terraplén, porque si lo hubiésemos hecho por la vereda que había para bajar al río hubiésemos echado medio día. Los dos que me tenían que ayudar, con el miedo que les daba ir por allí, no hacían fuerza. Les dije: “¿Queréis ver que lo bajo yo solo?” Eso era lo que ellos querían oír. Fui al taller a por un tubo de unos dos metros y un trozo de alambre, y amarré el tubo al asa del motor, y a rastras y a saltos bajé el motor. Luego, para subir el que se había mojado, entre cuatro por la vereda, echaron toda la mañana. Aquel lo tuvieron que llevar a Vic para que le secara el embobinado, y luego siempre se calentaba. Uno tenía que estar siempre al cuidado, y cuando se calentaba mucho, se tenía que parar hasta que se enfriaba. Como dije anteriormente, el César, cuando tenía prisa de hacer una cosa, podíamos trabajar todo lo que el cuerpo aguantara, pero gratificación no ponía ninguna, por lo menos a mí. En la zona de machaqueo decían que iban a poner dos relevos, y allí les daban poca cosa, 25 céntimos por vagona que echaban a los que llenaban los vagones y a los que estaban en las máquinas (los 25 céntimos eran para repartir entre todos). Le dije al César: “Maestro, cuando pongan en la cantera el otro relevo que dicen, ¿por qué no me pone usted a mí en la zona de machaqueo? Allí se gana algo más, y yo me quiero casar pronto y tengo poco dinero”. Me dijo: “Pues no te cases”. Le dije: “Si no lo sabía, me tengo que casar porque tengo la novia gorda”. Cuando pusieron el otro relevo me mandó allí. El que estaba al cargo era un paisano de Ribas; ese se llama José Sanz Oña; también es un poco tarta. Los dos tartas que conocí allí eran lo mismo de pelotas. El, mientras hacía buen tiempo, hacía el relevo de la noche sin decir nada de cambiar, para ir una quincena de día y otra de noche, pero cuando empezó el frío le dijo al César que quería que fuésemos cada uno una quincena de día y otra de noche. Cuando me lo dijo a mí el maestro, como le decíamos, le dije: “Eso, ¿de quién sale, de usted o de José?” Él me dijo: “De José, que dice que de noche hace mucho frío”. Yo le dije que lo hubiese dicho cuando hacía buen tiempo, que entonces estaba mejor de noche que de día. Así, cuando haga buen


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tiempo, cambiaremos”. Yo no sé lo que hablarían ellos, pero hasta que no empezó el buen tiempo no empezamos a cambiar. Voy a contar otra anécdota que me pasó otra Navidad. Todas estas cosas que me pasaron en vísperas de Navidad era antes de casarme. En esta que voy a contar ahora hacía que no nos pagaban tres quincenas, y el día de Noche Buena, aquella noche nos pagaron, pero se ve que no tenían las cuentas arregladas, y como el primero que tenía que cobrar era el cantinero, el Angel Font, ese se sentó en la oficina con don Manuel y los oficinistas, eso era antes de poner el comedor, fue la segunda Noche Buena que yo pasaba allí; la primera fue la del cura, en diciembre, con el frío que hacía, sin comer nada más que lo poco que comíamos al mediodía, y eran las 9 de la noche allí en cola más de 200 tíos que estábamos allí entonces porque allí hubo temporadas que estuvimos hasta 500 hombres. Yo estaba hacia el medio de la cola, y le dije a los que estaban delante: “Entrad uno y decidle si nos van a pagar o nos vamos, que aquí nos vamos a quedar helados y desmayados que estamos”. Uno de los primeros me dijo: entra tú, valiente”. Le dije: “Quita de ahí y deja que entre yo”. Le di un empujón a la puerta y entré sin pedir permiso ni nada, y le dije a don Manuel: “Nos van a pagar o nos vamos, que estamos helados y desmayados, aquí”. Él me dijo: “Salte fuera”. El salió detrás de mí y nos dijo que le teníamos que dar las gracias que nos iban a pagar aquella noche sin ser final de quincena. Ya dije que anteriormente nos debían tres quincenas, con aquella. De tantos hombres que estábamos allí, sólo uno, cuando dijo don Manuel que no tenían terminado de arreglar las cuentas, le dijo: “Le voy yo a comprar una calculadora, y así otro día tendrán a su hora arregladas las cuentas”. A los dos que hablamos dijo don Manuel que nos iban a dar la cuenta, aunque a nosotros no nos dijo nada, yo me enteré aquella misma noche por el que fue a darle las buenas noches al cura en el confesionario el año que fuimos a la Misa del Gallo (se llamaba Hipólito y estaba en la oficina) que entró en la oficina porqué yo se lo dije al primero que estuvo de oficinista que también era andaluz y cuando se lo llevaron a Madrid antes me dijo: “Paisano, si sabes escribir bien y de cuentas te propongo para que te quedes en la oficina”. Le dije: “Qué


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más quisiera yo, pero díselo al paisano Hipólito, que ese sí que sabe”. Así fue como entró el Hipólito en la oficina. Aquella noche me dijo: “Tú que tan poco hablas, ¿cómo se te ha ocurrido eso?” Le dije: “Ya estaba harto de estar allí esperando”. Me dijo que le había dicho que nos preparasen la cuenta, también me dijo: “Ahora que van a poner el comedor, y yo estaba mirando si tú querías ponerte de cocinero”. Como a nosotros no nos había dicho nada, cuando pasaron las fiestas fuimos a trabajar y me dijo el Ribas: “Si fuese por cosas del trabajo, le diría yo a don Manuel que no te echase, pero en eso no puedo decir nada”. Pero después se lo pensaría don Manuel que teníamos razón, y le dijo a los de la oficina que no nos arreglaran la cuenta. Y allí seguí hasta que pasó un poco de tiempo y nos echaron casi a todos cuando pararon el pantano. Yo, antes de casarme, le dije a mi madre y a mi novia: “Si vosotras, que estáis aquí en Vic, podéis encontrar algún piso que podamos pagarlo cuando nos casemos, buscaré yo por Vic algún trabajo, y nos quedamos en Vic”. Pero no pudimos encontrar ni una habitación. Yo, viendo que nos teníamos que casar y detrás vendría nuestro primer hijo, un día vi al ingeniero y le dije que si de las casas que estaban haciendo para los casados me podía dar una, que me iba a casar. Y me dijo: “Dile a Caramer que de las seis que están haciendo ahora te dé una cuando las terminen. Se lo dije a Caramer, y me dijo: “Dime la que quieres de las seis”. Elegí una de las de en medio de las tres que miran hacia la torre de la Confederación. Cuando nos casamos ya faltaba poco para terminarlas, y a donde estaba mi madre se habían llevado a la Clara y a Siset al asilo, y nos quedamos en la habitación en que habían estado ellos. Yo fui a ver a la dueña de aquella casa para que nos arrendara el piso, y no quiso, no sé qué creían que éramos los castellanos, como nos decían seamos de la región que seamos, y me dijo que lo que no tenía yo que tener allí a mi mujer porque nos iba a denunciar y nos iba a echar a la calle lo que tuviésemos allí. Fuimos a ver al secretario judicial con el que mi mujer estuvo sirviendo en su casa, y nos dijo que hasta que mi mujer no diera a luz no podían echarnos de la casa. Cuando le faltaban unos día para dar a luz, caí yo con gripe. Me dieron la baja y me vine a Vic, y cuando estuve


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mejor cambiamos los muebles que teníamos nosotros a la casa en que estaba la hermana de mi mujer sirviendo, que había hablado ella con la familia que estaba allí, para que nos dejara una habitación, no fuese que mientras estuviese mi mujer en el hospital nos echaran los cuatro muebles que teníamos a la calle. El mismo día que nos cambiamos a la calle de Araima en una casa que tenían un taller de costura y corte y confección, la maestra era Concepción, que era una de las dueñas de donde estaba mi cuñada Emiliana. Aquella madrugada estaba yo soñando que se caía mi mujer de la cama. Cuando me desperté le dije: “Luci, estaba soñando que te caías de la cama”. Me dijo: “Lo que me parece es que estoy de parto, que me están dando dolores”. Como le iban en aumento, me dijo: “Llama a mi hermana y a la Concepción”. Ellas ya nos tenían dicho que si pasaba algo fuésemos a llamarlas. Mientras yo fui a llamarlas, se levantó y se vistió mi mujer porqué cada vez le daban los dolores más seguidos. Cuando vinieron la Concepción y mi cuñada, dijo la primera: “Coge la maleta con la ropa que tienes preparada, e iros enseguida al hospital”. Nos fuimos mi mujer, su hermana y yo. A ella la estuvieron reconociendo. A mi cuñada y a mí nos dijeron: “Vosotros iros a la sala de espera, que no podéis estar en la sala de partos, que hay otra señora que también tiene que dar a luz”. A las 7 menos cuarto de la mañana del día 24-2-1954 vio la luz de este mundo nuestro primer hijo. Nos habíamos casado el día 1-10-1953. Nos casamos en aquella fecha porque el mes anterior no nos tenían arreglados los papeles para que nos dieran 1.500 pts que daba a los que se casaban y tenían cotizado no sé cuánto tiempo a la seguridad social. En aquellos tiempos 1.500 pts costaba mucho de ahorrarlas. Con ese dinero y otro poco que pusimos, compramos la máquina de coser que todavía tenemos en casa. Le tiene mi mujer tanto cariño como el que nos tenemos nosotros, hoy como el primer día que nos amamos. La máquina es cariño de una buena herramienta, y nosotros es cariño de una pareja que nos hemos entendido bien, aunque alguna vez nos hayamos discutido por algo. Pero el amor nunca lo hemos puesto en duda. Esto que estoy escribiendo, si no fuese por ella, no lo hubiese escrito. Yo le digo que esto que escribo está muy mal escrito, y ella me


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dice que yo hago lo que sé, que peor es el que sabe y no lo hace. Con esto no quiero criticar a nadie, ni ella ni yo. Me tuve que ir al pantano, porque me dieron el alta. Mi mujer se quedó en el hospital porque nuestro hijo no quería cogerle el pecho y tenía mucha leche y le daba fiebre. Cuando tenía que ir a verla, si no era hora de visita, tenía que ir a ver al cura que estaba en el hospital a cargo de aquello. La tarde que me tenía que ir al pantano para empezar al otro día a trabajar, había estado a ver a mi mujer a la hora de la visita. Pero después, como tenía que esperar hasta que se fuera el coche de línea, volvía al hospital para volver a ver a mi hijo y despedirme de mi mujer. Fui al despacho del cura y no estaba. Me fui a la sala donde estaban mi mujer e hijo, y cuando llegué estaba una monja rezando el rosario, y yo me quedé en la puerta de la sala siguiendo el rosario. Al terminar el rezo vino el cura, que tenía más mala leche que un cura en los infiernos, y no pude entrar a despedirme de los míos. Desde la puerta le dije adiós a mi mujer con la mano. Cuando llegué a los barracones, no sé quién le diría al César que estaba allí, el caso es que mandó a uno para que fuera a verlo. Cuando fui me dijo: “Esta noche tienes que trabajar, que ya lleva el José muchas horas trabajando”. Yo le dije: “Hasta mañana no tengo yo el alta para trabajar”. Me dijo: “Es lo mismo”, y tuve que trabajar aquella noche. Cuando me vio Caramer me dijo: “Ya están las casas terminadas. Toma la llave”. Pronto estuvimos allí los tres. Un domingo fui con un camión que me dejó la empresa, y nos trajimos los muebles a la casita que nos dieron. Cuando nos casamos hacía 5 años y pico que estaba yo allí, y en ese tiempo, quitándomelo de mi cuerpo, tenía ahorradas 15,000 pts. Compramos el dormitorio, un armario y cuatro sillas, y nos costaron aquellos muebles 3.000 pts en can Francitorra. La paseada que hicimos fue ir un día a Barcelona, y dormimos allí una noche. Al otro día, desde Barcelona fuimos con un autocar a Montserrat. Cuando regresamos aquella tarde a Barcelona cogimos un tren y nos fuimos a Vic. Allí pasamos los días que te daban cuando te casabas. Estuvimos después una temporada uno en Vic otro en el pantano. Cuando ya estuvimos en nuestra casita, hice enfrente un cubierto con palos y matas, y allí pusimos animales: gallinas y conejos, que pronto criaron. Empezaron a tener envidia las otras mujeres que


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estaban allí. Cuando soltamos los pollos para que anduvieran por allí, les tiraban piedras: nos mataron algunos, y otros los encojaban. Tuvimos que discutir con más de uno, hasta que ya se liaron todos a poner animales y podían andar todos sueltos. Las gallinas que juntamos eran rubias, muy bonitas. Teníamos huevos para vender y comer, y con los conejos y los pollos teníamos una buena ayuda. Comíamos los que nos hacían falta, y los que no los vendíamos. Algunos conejos se los dábamos a un hombre que nos tría el rancho que sobraba en la cocina. A ese hombre le decíamos el Tío Bueno. Después hubo otro que también nos traía rancho; ese es un cordobés de la capital, se llama Ramón Ruiz de Valenzuela. De este ya hablaré más adelante. A los que teníamos allí a nuestras familias, nos dejaron a cada uno un trozo de tierra, e hicimos cada uno nuestro huerto. Allí no había contaminación; lo que se criaba era todo bueno, y los críos se criaban allí como robles. El nuestro, cuando ya andaba, corría por allí como un perdigón, y a medida que se iba haciendo mayor se juntaba con otros más grandes que había, y se iban a buscar bolets. Ya los conocía cuando tenía unos tres años: ya le traía a la madre pinencas y rovellones. Le decía: “Mama, estos son buenos”, y eran buenos, pero la madre entonces no quería que comiéramos bolets, porque se murió un hombre que se llamaba Marín (trabajaba en el pantano). No sé cómo no llevaron a aquel hombre al hospital de Vic para que lo hubiesen desintoxicado de los bolets que había comido. El paraba en una casa de payés, en el Arbor, y allí murió. Por eso mi mujer estuvo mucho tiempo sin dejarnos comer bolets. Después de darme a mí aquella casa hicieron otros grupos. En total había 24 casas, y tenían dos habitaciones no muy grandes, y una cocina-comedor. Para hacer nuestras necesidades, había unos váteres para todos los que estábamos en aquellas casas. Si cuando tenías que defecar, si tenías mucha gana, y estaba el váter ocupado, lo tenías claro como estaba el bosque cerca. Lo hacías en el bosque. También había una fuente para el servicio de todos, y las mujeres, para lavar, tenían un barreño, y cogían el agua de la fuente: allí lavaban como podían.


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Yo, desde que llevé allí a mi mujer y a mi hijo, trabajaba los 365 días del año. Cuando la llevé allí, trabajaba en la zona de machaqueo, y allí nos íbamos relevando por quincenas el José Sanz Oña y yo. A los que trabajábamos de noche nos daban un bocadillo que era un trozo de tocino graso y medio chusco. La semana que iba yo de noche, el que estaba en la cantera de capataz se llamaba Alfonso Bruguera. Este ya hace años que murió. Estaba en Vic cuando murió. Sus padres, sus hermanos y él habían estado de payeses en una casa que le dicen las Sanglas. Está más allá de donde desembocaba la Riera Mayor en el Ter. Aquel hombre era de poca vida, o sea que con poca comida se mantenía. Cuando yo había estado en las bombas de suministro y agotamiento, estaba él con la brigada que estaba en el cuenco y me decía todos los días: “Quieres la mitad de esta comida, porqué yo no me la voy a comer toda”. Lo que más comía eran las patatas chafadas y fritas con tocino, y habichuelas como decimos los de Despeñaperros para bajo, y mongetes en catalán. El fue quien me dijo como había que hacer para lavar los caracoles. Allí, cuando estaba mi mujer, comimos muchos. Yo le decía: “A los caracoles no hay forma de quitarles la espuma, por mucho que se laven”. Y me dio la fórmula de cómo se hacen. También él fue el que nos pagó la primera botella que yo había bebido de Licor 43. Nos la pagó un día en Vilanova de Sau. Fuimos tres o cuatro a la Fiesta Mayor y pedimos una botella de 43 y quisimos pagarla entre todos, y no quiso que pagáramos y la pagó él. Era soltero. Uno de los pocos catalanes que pagan la consumición de los otros, que a mi forma de pensar tampoco está mal que lo hagan: cada uno que se atenga a su estómago y su bolsillo. Si hubiese gloria, estarías en ella, Alfonso. Por aquellas fechas también estaba Manolo Ribas, el encargado en la cantera. De su pueblo que es Alcolea, estaba allí la mitad. Les decíamos los corianos. Por entonces vino un primo mío al pantano. El parentesco que nos tocamos: su madre y mi padre eran primos hermanos. Él se llama Luis Cazadilla, y me escribió desde la mili para si le buscaba trabajo, y cuando se licenciara venirse allí a trabajar y se lo dije a Caramer y me dijo que cuando viniera tendría trabajo y cuando vino lo echaron al cuenco y un día que se iba uno de los que estaba


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conmigo le dije a Caramer, que ese era el encargado general, que me echara a mi primo conmigo en el puesto del que se iba, y me dijo: “Díselo tú mismo, que se vaya contigo”. Se vino, y cuando lo vio Ribas me dijo: “¿Quién le ha dicho a ese que venga ahí?” Yo le dije que yo se lo había dicho a Caramer, y él me dijo que allí quien mandaba era él, que se fuera mi primo donde estaba. Yo, que era tan cabezón como él, le dije: “Si este se va de aquí, ya puedes buscar a otro que se ponga en mi puesto, que yo también me voy con él”. Tuvieron que intervenir el Caramer y César. Nos quedamos mi primo y yo. Cuando pasó una temporada de aquello, el Manolo Ribas, que estaba separado de la mujer y se juntó con una de Vilanova de Sau, puso una Cantina cerca del poblado obrero y le dijo don Edmundo, que era el ingeniero de la obra, que podía escoger entre la obra y la cantina, y escogió la cantina. Los días de fiesta y los domingos, yo tenía que ir por las mañanas a hacer alguna reparación; si no era en alguna de las máquinas que tenían en la zona de machaqueo, que casi siempre teníamos que arreglar alguna, y si no ya se encargaba el César de buscarme otra cosa. Cuando teníamos que cambiar tubos que iba el aire del compresor a los martillos de barrenar porque la cantera iba avanzando, de mí era el primero que se acordaba. Había veces que no había codos; entonces, teníamos que hacer candela con leña, y cuando los teníamos bien calientes les hacíamos la curva entre dos piedras. Allí se trabajaba a fuerza bruta. Alguna vez me había dicho el César: “A talento te ganarán, pero a bruto habría que verlo”. Yo le decía: “Pues usted es mi maestro”. Cuando le decía: “Maestro, esto no se puede hacer”, él me decía: “Tú te sientas allí y te hechas a llorar hasta que se arregle”. Me lo dijo más de una vez; una de ellas fue cuando tenía que sacar la polea de un motor para hacerle otra más grande, que así decía él que tenía más revoluciones. ¡Vaya si saqué la polea! Pero fue con un mayo, y un puntero. Le rompí un trozo, pero salió. Como ya he dicho, escribo las cosas que me pasaron en el pantano conforme me vienen en el pensamiento, porqué si tuviera que hacerlo como fue pasando cada día, no podría hacerlo, ni lo del pantano ni nada. Otro día que estaba bajando unos paños para el trome, que había que cambiarlos porque de pasar tanta grava por ellos se desgastaban, y unas ruedas para unos vagones, que le cogía dos metros cúbicos de


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piedras. Eran las piedras que sacaban de la cantera, para hacer la grava y la arena. Pues bajando aquello se desgastó el cerodo del freno del cabrestante que estaba en un plano inclinado. Me quedé sin frenos y no pude hacer nada más que gritar diciendo: “Cuidado” una y mil veces, y el paño del trome se quedó cerca entre las piedras que había. Pero las ruedas fueron a parar al cuenco. El que no sepa lo que es el cuenco: es en el río donde termina el arranque de las presas. Cuando fui a ver al César y le dije lo que me había pasado, me dijo lo que nos decía a todos los que nos pasaba alguna avería: “¿Qué has hecho, burro?” añadió: “Ahora subes las ruedas a cuestas” Me fui al río y me echaron un par de ruedas a cuestas, y las subí a donde estaba el Luis, que era el que arreglaba los vagones. No sé cuánto sería lo que pesaba el juego de ruedas con su correspondiente eje, pero de 100 kilogramos pasaban. El cabrestante estaba cerca de donde estaba el mirador, y desde allí al río hay un buen paseo, y cuesta arriba. Cuando subí aquel juego de ruedas, me temblaban las piernas, y sudaba más que cuando iba a segar en Andalucía. Cuando descansé un poco, fui a ver al César, y le dije: “Maestro, ya he subido un juego de ruedas”. Antes que le dijera que yo no subía el otro juego de ruedas (eran dos juegos los que se cayeron) me volvió a decir: “Pero has sido tan burro que has subido allí esas ruedas? Haberlas dejado aquí, en el taller, y las hubieran subido con un camión”. Las otras las subieron otros al taller, y luego las subieron con un camión, como hacían siempre que tenían que subir algo para bajarlo en el cabrestante.. Voy a dejar de momento el pantano y hablaré algo de mi madre y hermanos. Mi hermana María, como dije, cuando se casó se fue con su suegra, que era muy buena mujer. Se llamaba Ramona, murió muy mayor, y el día que la enterraron estaba lloviendo; sino, su hijo Pedro y mi hermana María cuando llegaron a Violanova ya hubiese estado enterrada. No era esto lo que yo quiero decir. A mi hermana María y su marido, para que se vinieran de Vilanova a Vic, mi madre fue a Hinojosa del Duque y vendió la casa que teníamos allí. La vendió por 25.000 pesetas, y le dejó a ellos no sé cuánto dinero de ese para que ellos hicieran obras en un piso que le arrendaron en Vic porqué mi cuñado es catalán sino, como ya dije, a nosotros no nos arrendaban ni una


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habitación. Cuando echaron a mi madre de la casa en que estaban se fueron ella y mi hermana Carmen con ella, y mi hermano se tuvo que ir de patrona. Un poco de tiempo después le dio o le dejó mi madre el dinero que le quedó de la casa que vendió y se compraron mi hermana María y su marido un solar que entonces valía 12 o 14.000 pesetas, y levantaron una casa de planta baja. Cuando la tuvieron terminada se fueron a su casa y dejaron el piso. Bueno, de momento ya sabemos dónde están mi madre y hermanos; volvamos al pantano. Cuando yo estuve en las bombas de agotamiento por las noches, había noches que tenía compañía. Eran gente de Vic que venían a pescar. Uno era un panadero que tenía la panadería cerca de la fonda de Ventura. No sé cómo se llama. Otro que iba con un mosquito (era una bici con un pequeño motor) se llamaba Casas, y por lo que me decía, sus padres habían sido muy ricos: los campos que hay donde hicieron el Seminario eran de ellos, y no sé cuántos más, y él porqué la casa donde vivía no la podía vender, si no se hubiese tenido que estar bajo un puente, de buen administrador que era. Para comer llevaba bien poca cosa. Yo le decía: “Un hombre tan grande (no por la edad, que sí era mayor, sino por la estatura que tenía), ¿con esa comida tiene usted bastante?” Me decía: “Si no tengo otra cosa”. Yo le decía: “A usted no le gusta el rancho?” Me decía que sí, y cuando yo iba a cenar le traía un plato de rancho, y, para que pescara, le ponía una luz. Cogía barbos y anguilas. El primer año que tuve allí a mi mujer e hijo fue el año que no trabajé los 365 días. Como dije antes, aquel año trabajé 15 días menos porque mi cuñada Emiliana se fue al pueblo y nos dijo que por qué no iba mi mujer con el niño para que lo conociera su abuela, y se fueron ellas en julio y quedamos que en agosto pediría yo unos días de vacaciones para la feria, y así nos vendríamos mi mujer e hijo y yo. Mi cuñada se quedaba en Hinojosa. Para que me dieran 15 días no tuve que porfiar poco, sino mucho: entonces eran diez días los que daban de vacaciones oficiales. Se lo dije a César que tenía que ir a por mi mujer e hijo y quería que me dieran 15 días de permiso, y él me decía que con los 10 días que me tocaban tenía bastante. Yo le decía: “Esos días se me van en el camino. Si no me dan 15 no voy”. Él me dijo: “Pues mejor que no vayas”.


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Le dije: “Ya veré a don Manuel, y si no me los da me estaré aquí pero acostado bajo un pino”. Y cuando vieron que lo haría me dijo don Manuel: “Yo creía que eran 15 días además de los 10 que te tocan”. Los días que estuve solo me se hacía cada uno un año de los nervios que tenía. Cogí un dolor de muelas que no podía ni dormir hasta que llegó el día que me fui a Hinojosa. No había ido desde que salí el 5-9-1948. Cuando iba en el tren, iba un maño que iba a ver a la novia, y cuando llegamos a Madrid los dos queríamos comprar preservativos, y como entonces pedir aquello era un pecado de los gordos, nos daba vergüenza de pedirlos, y más si quien los vendía era una mujer. Tuvimos la mala suerte que en todas las farmacias que entramos salían mujeres, y cuando nos decía qué queríamos, como no éramos capaces de pedir lo que queríamos, le pedíamos aspirinas. Nos pasó como a aquel que fue al médico con almorranas y el médico le miró la boca y después se bajó los pantalones el enfermo y se quedó mirándose los huevos y le dijo el médico: “Qué hace?”. Respondió el otro: “Mirándome a ver si tengo alguna muela picada”. Dejemos los chistes y vamos a lo que íbamos. Cuando llegué a Hinojosa yo no le había dicho a mi mujer el día que iba, por eso no estaba en la plaza, que era donde hacía la parada el coche de línea. La que sí estaba, en un puesto que tenía en la plaza con tabaco y caramelos, era mi suegra. Ella fue la primera que me vio, y cuando me vio dijo: “¿Eres tú el que yo espero?” Yo a ella sí la conocía de cuando estaba en el pueblo. Las personas mayores cambian poco, pero ella más bien me conoció por las fotos que le mandábamos. Nos estuvimos saludando y me dijo: “Deja aquí la maleta, que luego vendrán las muchachas y se la llevaran”. Le dije “Ya me la llevo yo”. Y cuando llegué, hasta que no piqué en la puerta no supieron que estaba. Allí estaban mi cuñada Emiliana, mi mujer e hijo, y mi cuñada Sabina estaba a por agua, y cuando llegó con el cántaro en la cabeza yo le quise dar la mano, y me dijo espera que me quite el cántaro y cuando lo puso en la canterera nos dimos un abrazo y nos besamos. Era la vez primera que nos habíamos visto, siendo cuñados. El único hermano que tiene mi mujer estaba de Guardia Civil a ese no lo vimos aquella vez. Al que vi también era al que se casó con mi cuñada Sabina. Mi cuñado Manuel Bravo Murillo, que hace 5 años que


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enviudó. Tenían que operar a su mujer del corazón y unos días antes que le avisaran para operarla murió de repente. Aquel año se casaron un primo hermano y un primo segundo, los dos querían que fuésemos a la boda a la comida. A la de mi primo Jesús (el hijo del hermano de mi madre) fuimos al convite que hacen cuando vienen los novios de la iglesia pero a la comida no fuimos porque a mi madre política vinieron los de la fiscalía y le arreglaron la feria. Le quitaron lo que tenía en la plaza y lo que tenía en la casa. Buscó mi cuñada Sabina a un vecino con un carro y sacamos lo que tenía en la casa y lo llevó a otro sitio y con aquello se nos quitó la gana de boda. Después vino la madre de Pedro José, que era la prima de mi madre (no ella, su marido), y como vivían allí cerca nos dijo venid a comer con nosotros, que lo pasado pasado está. Pedro José también murió joven, y su madre la Santos vino a morir a Palamós. Mi hermano está casado con una hija de esta señora, la Marcela. Después hablaré algo de ellos. Aquella feria me preguntaron mucha gente si había en Barcelona trabajo para ellos; yo les decía: “En el pantano que yo estoy puede que sí, pero en Barcelona no sé”. Con nosotros se vinieron dos mujeres y tres o cuatro hombres y con otro que también estaba trabajando en el pantano se vino su hermana. El año 1954 era uno de los que cuando llegaban a Barcelona los que venían nuevos los cogían: cuando se bajaban del tren los metían en una sala allí en la estación de Francia y supongo que en las otras lo harían lo mismo y allí te pedían la documentación y si no tenías con qué justificar que estabas trabajando te metían en la cárcel y cuando tenían una expedición los llevaban de vuelta al lugar de donde venían. Muchos había que cuando podían se bajaban del tren y volvían a probar suerte. Yo, cuando nos metieron en la sala aquella le decía a un policía: “Déjenos que nos vayamos, que tenemos que ir al pantano de Sau y vamos a perder el tren que va a Vic, y tuvimos que esperar hasta que ellos quisieron, y cuando me pidieron la documentación le enseñé el papel que pedí en la oficina cuando me fui de permiso, porque ya sabía lo que pasaba. Cuando lo vieron me dijeron: “¿Quién va contigo?” Yo le dije: “Mi mujer y mi prima, y esta que también va a Vic, y ya tienen casa donde servir”. Mi prima es la Josefina, una hija de la hermana de mi padre, y la otra la Manuela Ruiz y de los hombres que venían uno era


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Sebastián Morales y otros dos que no sé cómo se llaman se los llevaron a Montjuïc. El Sebastián fue su hermano Teodoro, que ya trabajaba en el pantano, a por él con un papel que le hicieron en la oficina. El Teodoro se casó y se trajo a Vic a la madre, que estaba viuda; ya están los tres muertos hace años: a ellos el vino les adelantó el viaje final. El Sebastián era de mi quinta. Cuando estuvimos otra vez en el pantano (se me olvida el que se quedó a dormir en nuestra casita. Fue un hermano de Luis; mi primo Juanito; ellos y otros dos hermanos, que son cuatro varones; la madre, que también murió su marido en la cárcel cuando terminó la guerra. Ella murió en Vic y ellos están en Vic. A lo que iba) yo, después de trabajar los domingos y días festivos que eran los días que hacía 8 horas seguidas de 6 de la mañana a las 2; después cuando venía a casa y comíamos tenía que ir a por leña para que mi mujer hiciera la comida. Durante la semana siguiente venía alguno para ayudarme el que más me ayudó fue Ramón Ruiz Valenzuela. Ese cuando me hecho el César de la zona de machaqueo (ya diré el porqué) siempre venía conmigo los días festivos a trabajar, y días entre semana también. Estábamos en el mismo sitio, aunque cada uno hacíamos lo nuestro. Ese Ramón tiene más fuerza que yo, por lo menos entonces: cuando venía conmigo a por leña cogía los troncos más grandes para llevarlos a mi casa, ya cuando estábamos en el trabajo en el invierno se iba antes de la hora para traer leña y hacía el fuego para los otros, porqué él poco se arrimaba a la candela. Yo le decía: “Ramón, ¿por qué vas tú a por leña si no te arrimas a la candela?” Decía: “Para que se calienten ustedes”. El siempre que habla en plural dice de usted. Diré la maquinaria que había en la zona de machaqueo y porqué me echó el César de ella. Cuando me echó había dos machacadoras, una de mandíbulas, que era la primera que se puso, y otra que hacía poco que se había puesto. Era francesa y vino un francés para montarla. Esa tenía una trompa cilíndrica y en una hora hacía, si tenía piedras, 50 metros cúbicos de grava. Había un tromes, un molino que era el que hacía las piedras pequeñas y después pasaban por una canal a una gilofera y ya salía hecha arena. Cuando trajeron la máquina nueva dijo el César: “Tened cuidado que no pase por esta máquina ningún mayo”, y un día me echaron una piedra a la que en la cantera habían dado


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muchos golpes y no la pudieron partir. La echaron al silo, y cuando cayó en la machacadora no la podía coger. Yo me puse a partirla con un mayo; se me rompió el mango y cayó el mayo: pasó por la máquina y yo, en vez de callarme, como ya había hecho el José, que después me enteré que le había caído a él otro, lo cogí y le dije a uno de los que tenía allí: “Toma y ve al taller y dile a César que partiendo yo una piedra se me ha roto el mango y ha pasado esto por la máquina nueva”. Vino el César a las máquinas y me dijo que por haber hecho aquello que me fuera a la cantera a cargar vagonas. Yo le dije: “Me voy donde usted quiera”, pero no me dijo más de venir aquí. Me fui a la cantera y cuando llegué le dije al que estaba de encargado: “Mariano, aquí me manda el César arrestado para que cargue vagonas”, y él me dijo: “Tú eres oficial, ¿cómo te manda aquí?” Yo le dije: “A mí me da lo mismo hacer una cosa que otra”. Me dijo: “Ahí están esos tubos que hay que hacerles rosca, házsela tú”. Al otro día vino Caramer y me dijo: “Félix, vete al muro con Ramón Díaz, que tienes que repararle unas vagonas”. Lo primero que hice allí fue repararle los cojinetes a las vagonas. No sé cómo podían hacerlas andar, los que estaban con aquellas vagonas. Los cojinetes eran de rodillos y los tenían rotos y cuando se montaban los rodillos se les quedaban las vagonas paradas. Ellos le echaban grasa, pero no le hacía nada. Un gallego que estaba entre otros empujando las vagonas, cuando le arreglé la que él y otro iban empujando, la probó y cuando vio lo suave que andaba me abrazó y me dijo: “Así se puede trabajar, no como antes, ven esta noche a la cantina que te convide”. Le dije: “Gracias, pero yo he hecho lo que tenía que hacer”. Allí estaba también Ramón Ruiz. Este, como tenía más fuerza que el Sansón empujaba como un mulo. Allí fue donde nos empezamos a conocer. Antes nos veíamos pero no nos habíamos tratado. El, cuando estuvo en la mili estuvo haciendo deportes de lanzamiento de pesas, y por eso tenía tanta fuerza. Es chato y tiene la nariz hundida del medio: quién lo ve piensa que ha sido boxeador. Es analfabeto, pero tiene más memoria que un elefante. Si hubiese podido estudiar sería un buen catedrático. Después que nos echaron del pantano porque lo dejaron parado, cuando volvió a ponerse en marcha volvió él otra vez y no


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sé cómo se salvó: dentro del túnel le explotaron los barrenos, y por la naturaleza tan fuerte que tenía no murió. Dice que le han quedado en la cabeza dos clases de ruido, que eso nunca se le irá. Él y yo, cuando terminábamos la jornada, hacíamos unas piezas para ventilación de las galerías; las hacíamos por cuenta: nos daban 50 cts. por pieza. Él tenía, antes de que le explotaran los barrenos, como dije, mucha fuerza, pero era como los bueyes; iba a su paso y yo le decía: “Aligera, Ramón, que ya tengo yo otra pieza hecha”; yo las hacía y él las ponía en el tendido y les quitaba el molde. Hacíamos 30 o 35 cada noche, y cuando quedaban 8 o 10 por hacer me decía: “Tú vete a tu casa que yo no tengo prisa, ya terminaré yo estos”. Después se iba a la cocina y comía, que ya le guardaba comida, y si sobraba rancho era cuando me lo llevaba para las gallinas. Como a la hora que él venía ya estábamos acostados, dejaba la lata con el rancho en el gallinero. Después hablaré de él. Allí pusieron un economato y daban las cosas más baratas que en las cantinas. Con lo que íbamos ahorrando de aquello, del huerto y de los animales, juntamos unas pesetas para podernos comprar algún día una casa. A mi mujer, cuando parían las conejas y quería ver los conejillos que habían parido, no se atrevía a cogerlos, le daba miedo, y cuando nuestro hijo tenía tres años o menos le decía la madre: “Felisín (que así le decíamos de pequeño, hasta que fue bien grande), ¿tú eres capaz de coger los conejillos?” Él era capaz de coger los conejillos y todo lo que pillaba. Un día vino con un sapo que pesaría más de medio kilo y venía diciendo: “Mira papa que rana más grande he cogido en la balsa de Prisco”. Así, cuando parían los conejos, le decía: “Mama, pon el delantal y yo te hecho los conejillos”, y él los sacaba y los entraba y también se enseñó a sorberse los huevos, y cuando quería le decía: “Mama, hazme un agujero para sorberme el huevo”. Yo fui quien le enseñó las primeras letras. Como a mí me pudieron enseñar tan poco quería que él aprendiera lo más pronto posible, y antes de los cuatro años ya sabía leer algo, y sabía las capitales de algunas naciones europeas y el río que pasa por París. El Ramón le decía: “¿Cuál es la capital de Checoslovaquia?”, y él decía: “Paga”, porque no sabía todavía pronunciar la r. Y el Ramón


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decía: “Paga y enciende”. El, para ser analfabeto, sabe todos los nombres de las capitales europeas. Donde tiraban el rancho que sobraba se criaban muchos caracoles y había noches, cuando era el tiempo, íbamos mi mujer y yo con una linterna y cogíamos 8 o 9 kilos. Por eso me enseñó el Alfonso cómo teníamos que hacerlos: hay que lavarlos bien lavados, sin frotarlos, y después ponerlos en una olla con el agua fría; cuando vayan a empezar a hervir, quitarle aquella agua y después echar otra para cocerlos bien. Los aliños que le tengas que poner se pueden hacer de varias formas. Al que pusieron en la zona de machaqueo cuando me quitó el César a mí no duró allí ni un mes. Estuvieron hablando entre los tres gordos (el Caramer, Ramón Díaz y César) para que yo me fuese otra vez a la zona aquella y Ramón dijo que yo le hacía falta allí, que pusieran a otro. El Ramón Díaz era el que más sabía de ellos de planos y de todo. El Caramer era un borracho, y el César lo que sabía era a fuerza de años de trabajo en el orden militar: un patatero. Así me quedé en el muro. Se fue uno que estaba en las hormigoneras y estuve yo una temporada en ellas: tenía que tener mucho cuidado que no saliera el hormigón ni duro ni blando. Si lo hacía blando venía el vigilante y me decía : “Como sigas echando así la pasta, paro la obra”. Y si lo echaba duro los que tenía que destenderla me decían: “Como tú tuvieses que estar aquí destendiéndola, no la harías tan dura”. Uno de los vigilantes se llama Francesc. Es de Vilanova de Sau, como los otros vigilantes. A ese le tenían que haber dado la medalla del trabajo. Estaba siempre encima de como iba aquello. Andaba más que un perro malo. Allí fue donde gané más dinero que había ganado en los otros sitios que había estado en el pantano, en el hormigón daban 50 cts. por vagona de prima, y después me ponía el Díaz 150 pts. de prima a la quincena.


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[Esta es la máquina en la que trabajaba durante la construcción de la presa. Foto tomada en Sau el 9-6-1953.] Entre unas cosas y otras pudimos ahorrar para dar la entrada de una casa que compramos en Vic, que era nuestra gran ilusión. Un día me dijo Díaz: “Félix, tienes que ir, que no sé qué le ha pasado a la machacadora y me ha dicho el César que vayas, que él te dirá lo que tienes que hacer”. Yo le dije: “¿No será para quedarme allí con aquellas máquinas como antes?” “No hombre”, me dijo, y cuando fui a ver al César me dijo: “Más valía que no te hubiese quitado a ti de allí, no han tenido cuidado con el engrase y se han cargado la máquina”. Le dije: “¿Y qué quiere que haga yo ahora?” Me dijo: “Llévate herramientas para la máquina y vas que te deje Mariano un hombre o dos, los que tú veas que te hacen falta, y desmontas toda la parte de arriba de la máquina, que hay que sacar toda la trompa para sacar el cojinete”. Aquella máquina se engrasaba ella sola con una bomba de aceite, y si no se tenía cuidado con el nivel y le faltaba aceite, con la fuerza que tienen que hacer le pasaba lo que le pasó: el cojinete central se hizo polvo. La avería, entre una cosa y otra, costó una semana. Tuvieron que llamar al


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que la montó, que era francés, y cuando vino, el César quería hacerle creer que era cosa de la casa que la hizo, pero el francés le dijo lo que era, que esas máquinas, como hacían tanto trabajo, gastaban bastante aceite y no le habían echado, ese era el fallo. Yo, cuando quedó aquello listo me fui donde estaba. En el invierno, cuando no se echaba hormigón, preparábamos hierros para cuando hacían falta, y cuando tuvimos que bajar los hierros para reforzar las compuertas que hay para desaguar el pantano teníamos que bajarlos a cuestas por las escaleras que hay por medio de la prensa. Vaya trabajito aquel. También un día íbamos otro que se llama Garpas y yo, y cuando nos metimos por la galería que estaba medio a oscuras íbamos diciendo: “Si los tuviera que bajar el Capitán Mala Cara…” (que así le decíamos a Ramón Díaz por lo serio que era). El, que estaba por allí dentro, lo sintió y nos dijo: “¿Tan malamente no me porto yo con vosotros para que me critiquéis? Buscad vosotros otra forma de poderlos bajar”. Nosotros le dijimos: “Bajarlos con una cuerda por la rampa del muro”. Él dijo: “¿Vosotros creéis que eso puede ser? Con los alambres que hay del encofrado no bajaría ni uno”. Después, aquel mismo invierno me echó con el químico para moler el crincre para hacer cemento. Me dijo el Díaz que cuando hiciera mejor tiempo volvería con él. El químico quería que me quedara con él y me fue enseñando todo aquello: la cantidad de arena que había que revolver con el crincre para hacer el cemento, y como iba todo aquello. Cuando el Díaz le dijo que me tenía que ir con él, el químico me dijo: “Este Ramón hace lo que quiere. Ahora que ya sabes cómo va esto te tienes que ir con él”. Tuve que hacer otra cosa. Habían montado un cabrestante que tenía que subir un cazo que le cogía una vagona de pasta. Aquello tenía que subir por una pilastra y volcar en otra vagona. Cuando había que engrasar la polea de arriba a mí me daba vértigo, y el Ramón Ruiz era el que lo tenía que hacer; cuando veía que tardaba le decía: “Aligera”. El me decía: “Sube tú”. El que no lo conoce se cree que es una fiera, pero es un trozo de pan. Además de haber venido conmigo a por leña, cuando tenía allí a mi mujer también íbamos al riachuelo que está cerca de la casa Mateu, que viene de Vilanova de Sau, a coger cangrejos. Entonces había allí muchos cangrejos, y nos habíamos


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comido buen arroz con ellos, que le daba muy buen gusto; pero ya no hay ni cangrejos: allí lo han contaminado todo. Pusieron un puente en la presa, hecho de tubos, y trajeron una pequeña locomotora para transportar las vagonas allí. También pasé miedo: cuando pasaba se movía todo el entramado aquel de tubos que hacía el puente, y yo llevaba un pie fuera por si tenía que tirarme de aquella locomotora. Unos meses antes de echarnos a casi todos de allí hubo elecciones sindicales. Los encofradores me votaron a mí, y salí uno de los enlaces de los oficiales. También salieron Caramer y Ramón Díaz por la directiva y otros para los peones. El día que fuimos a Vic al sindicato vertical para que nos dieran los credenciales, fuimos dos por los oficiales. Gaspar salió por los de 1ª y yo por los de 2ª, y por los peones uno que se llamaba Antonio, y por los encargados Caramer y Ramón Díaz. En el Sindicato nos estuvo hablando un tal Traverias. Allí nos echó unas charlas y nos dijo lo que teníamos que hacer, y las horas que teníamos al mes pagadas por la empresa para si teníamos que ir allí para enterarnos de algo. Cuando salimos nos dijeron el Ramón y Caramer que a la una teníamos que estar donde estaba el camión, que lo teníamos en el Paseo, para irnos al pantano. Yo fui a ver a mi madre y a las doce y media me fui para donde tenían el camión y allí no estaba nadie. Fui al bar de los toreros, que estaba en la acera de en frente, y allí estaban el Gaspar y los otros enlaces de los peones, y se estaban convidando. Tenían un porrón de vino, y cuando nos quedaba poco vino se asomó uno a la puerta y ya estaban el Ramón y Caramer en el camión. Les dijo: “Esperen un poco, que en seguida vamos”. No tardamos ni cinco minutos en terminarnos el vino que nos quedaba en el porrón y cuando salimos ya se habían ido. Si les hubiesen cogido las maldiciones no hubiesen llegado a Sau vivos. Nosotros, unos decíamos de irnos al pantano andando y otros decíamos de arrendar un taxi e ir a la casa del pagador, y si él no quería pagarlo lo pagaríamos nosotros. Lo pagó de momento el pagador, porqué como a la hora que llegamos y mientras comimos aquella tarde no fuimos a trabajar, y cuando cobramos no nos pagaron aquella tarde. Se cobraron el taxi bien cobrado. Dicen que ahora valen poco los sindicatos, pero entonces eran los chivatos de los empresarios. Si ibas al sindicato a algo, antes que


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estuvieras de vuelta a la empresa ya lo sabía el jefe: el teléfono andaba listo. Cuando nos volvieron a llamar para que fuéramos al Sindicato, ya no me dejó el Ramón Díaz que fuese. Me dijo que si preguntaban por mí le dirían que estaba enfermo, que no podía aquel día dejar lo que estaba haciendo. No fui más hasta que nos echaron de la empresa. No me quiero dejar una de las tantas injusticias que hicieron en el pantano. Un día que hizo ver don Manuel Sánchez que le habían robado el dinero de las nóminas, a muchos hombres los apalearon, y a uno (se llama Espejo) que había comprado un solar (entre él y un hermano suyo) por la parte de Barcelona y lo iban pagando en plazos, como había comprado aquello se lo llevaron a la cárcel. Después, le teníamos que recoger entre todos algún dinero para que pudiesen comer sus hijos y esposa. De aquello no se pudo saber quién fue el que lo hizo. Pero, no hace mucho tiempo (aquello sucedió en el 1957), en el 1987, un día hablando con un hombre que tenía una frutería en Vic (se llama Roses) me dijo, hablando de las cosas del pantano, que don Manuel, como iba a su casa a por la fruta que consumían los encargados y en su casa (porque a los obreros no nos daban fruta de ninguna clase), un día le dio don Manuel a Roses un paquete muy bien hecho y liado con hojas de periódico, y lo tuvo allí mucho tiempo. Ellos, por curiosidad, miraron el paquete y era un fajo de billetes; un día que fue por allí el tal don Manuel le dijo el Roses: Aquí tienen este paquete que se dejó aquí hace tiempo”, y él le dijo: “Ni me he vuelto a acordar de que me dejé aquí esto”. Pero al Espejo no se le olvidaría que él estaba en la cárcel por un robo que él no había hecho. ¡Cuántas injusticias hay como esta, y peores, en el mundo! El tal don Manuel se fue del pantano a vivir a Vic unos meses antes que despidieran el primer grupo que despidieron. Quemaron muchos papeles de la oficina. Serían todos los chanchullos que tenían hechos allí y él se fue a Vic y después no sé a dónde iría a parar. Yo, como se empezaba a decir que nos echarían a todos porque iban a parar las obras, fui un día con mi mujer y nuestro pequeño a ver si encontrábamos una casa en Vic para comprar. Unas que estaban haciendo y era un cura con mejores entrañas que el que estaba en el Hospital de Vic. Estuvimos hablando y nos dijo lo que podía valer una


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casa de las que estaban haciendo. Sobre la forma de cómo pagarla nos pusimos de acuerdo, y como aquel día ya no era hora de ir a la caja de ahorros a por el dinero le dije que al otro día iría mi madre a llevarle las 25.000 pts que quedamos que le daríamos de entrada. Yo, por no perder un día de trabajo, aunque estaba casado era mi madre la que tenía en la cartilla, como cuando estaba soltero; mi mujer podía entrar el dinero pero no sacarlo. Cuando quiso un día sacar mi mujer dinero para comprar un colchón fue a decirle a mi madre que fuera con ella para sacar el dinero y mi madre le dijo: “Yo no puedo ir ahora”, y se tuvo que ir mi mujer al pantano sin comprar lo que tenía que haber comprado, y al otro día pedí permiso y fuimos mi mujer y yo. Saqué el dinero que teníamos en la cartilla e hicimos una nueva a nombre de mi mujer y mío. Del pantano como dije anteriormente nos echaron en dos veces. Primero no sé cuántos echaron. El pagador que había allí se llamaba Torras, era catalán. De los que nos echaron segundos tengo el nombre y el tiempo que tenía cada uno y la fecha de entrada en la obra, porque como era enlace cuando fuimos dos enlaces a ver al Traverias al sindicato para que nos dijera que nos tenían que dar de despido nos dijo que si podíamos que le lleváramos una relación del tiempo que estaba cada uno en la obra, y sus nombres, y yo se lo dije a los de la oficina y el Pedro Puig Creus, como nos conocíamos bien, me dijo: “Ya te lo haré pero que no se entere el ingeniero”. Los nombres y el tiempo que estuvo cada uno y la categoría y edad de cada uno no la voy a poner porqué tendría que estar mucho rato para escribir eso, y quiero escribir otras cosas. Pondré la cantidad de los que fuimos, que son 86. 8 ó 10 se quedaron allí. Cuando estuvimos en el sindicato nos dijo el Traverias que a los que llevásemos allí más de cinco años nos tenían que dar un mes por año y a los de menos de 5 años una semana. Nosotros le dijimos que allí decían lo que nos habían dicho los oficinistas, que a los que llevaban menos de 5 años no les daban nada, y de 5 años para adelante una semana por año. Él decía que era como lo decía él, y yo le dije: “Y si no lo hacen como usted dice y nosotros queremos cobrar los días que tenemos trabajados, qué pasará?” Nos dijo: “Ponéis en la hoja ‘no estoy conforme ni acepto el despido’”. El


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otro y yo, cuando volvimos a la obra les dijimos a todos lo que nos habían dicho en el Sindicato. El día último que estuvimos trabajando (era el 24-5-1958) los encargados querían que quedara todo el material recogido, y la gente tiraba las cosas de mala leche. Yo estaba en un cabrestante subiendo el material del río, y viendo que nos íbamos a hacer daño trabajando de aquella forma a las 11 de la mañana dejé el cabrestante y fui a ver al César y le dije: “Maestro, yo me voy a mi casa, que no quiero hacerme daño el último día que voy a estar aquí. Ya vendré por la tarde a cobrar”. Y me fui a mi casa, o a la casa en qué tenía a mi mujer e hijo. Y antes de las doce vino un gallego, que era el único que tenía allí una moto, y me dijo: “Félix, cuando tú te viniste mandaron parar y están pagando, y no dejan que pongan lo que tú dijiste de ‘no estoy conforme ni acepto el despido’, y están dándole una semana por año a los que llevan más de 5 años, y a los otros nada más que los días que tienen trabajados. Me fui con él en la moto y ya habían cobrado casi todos, y cuando me tocó cobrar a mí le dije al Puig que tenía que poner lo que me habían dicho y me dijo que eso no quería don Ernesto (que era uno de los ingenieros de la obra) que se pusiera. Me dijo: “Pasa tú a verlo”. Cuando pasé a donde estaba él estaban el Ramón Díaz y Manuel Caramer allí. Estuvimos hablando por lo menos media hora; el ingeniero me decía que en el sindicato se habían equivocado, que había estado él allí y se lo habían dicho. Yo le dije: “Si ha estado usted allí habrá hecho lo que me dijo usted un día, que la empresa mejor le daba al sindicato 50.000 pts que a un trabajador 500, porqué así no iría ninguno a reclamar. Me desmintió que él hubiera dicho eso, ni que la empresa lo hiciera. Me propuso de llevarme a otras obras, entre ellas un pantano que hacían cerca de Córdoba, pero con contrato nuevo. Yo ya ni con contrato nuevo ni con ninguno me hubiese ido con ellos. Yo le dije: “Ya estoy procurando una casa, y así, si un día estoy en un trabajo y me echan o lo dejo, mi familia estará en su casa y no me la echarán”. Me dijo: “De aquí tampoco te la echan; puedes tenerla aquí mientras quieras”. Yo le dije: “Serán pocos días, si puedo”.


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[Sau, 14-8-1957 Esta foto fue hecha poco antes de que pararan las obras del pantano.] De los 86 que estábamos trabajando entonces, solo 3 no quisimos cobrar. Fuimos José Sans Oña, el que nunca se puso de acuerdo conmigo cuando estábamos uno en cada relevo en la zona de machaqueo para reclamar los dos juntos que nos dieran más dinero que lo que nos daban, yo por reclamar siempre para los otros y él sabiendo menos que yo de mecánica aunque no era mucho, pero él era menos. A él lo hicieron oficial de primera cuando lo pusieron en la zona de machaqueo y yo que ya era oficial de 2ª me quedé en lo mismo. El otro era Antonio, que todos lo conocían como el Criminal y era más cobarde que una gallina. Se le fue la mujer con uno y él se quedó unos días con cuatro hijos solo y yo le decía: “Ahora puedes justificar el nombre de Criminal. ¡Córtales la cabeza a los dos cuando vengan!”, pues se habían ido a Vic. El no tuvo cojones de hacerles nada, pero una mañana vino a mi casa a decirme: “Félix, que la D… se va a ir otra vez con ese, dile tú que no se la lleve”. Fui a donde no me tenía que haber


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metido, pero como era del mismo pueblo que yo lo hice. El que se la llevó, o se fue ella con él, tenía 25 años. A la p… le gustaban los tíos jóvenes. Fui a donde estaba acostado y le dije: “¿No te da vergüenza de llevarte a esa tía pelleja con los hijos que tiene, habiendo tan buenas tías en las casa de putas de Vic?” El me dijo que hacía lo que quería, y yo, que no tenía nada que ver, le pegué una hostia que le reventé un labio. Me siguió diciendo cosas, y le di otra. Le salía sangre por las narices, y cuando me salía del barracón me dijo: “Ahora voy al cuartel a dar cuenta de ti”. Yo le dije: “Sígueme, que yo voy delante”. El no sé si fue, yo fui y al que estaba de puesto, que era Requejo, le conté lo ocurrido y me dijo: “Tú, Félix, vete tranquilo al trabajo, que cuando venga ya lo arreglaré yo. Al cuartel no fue, fue a la oficina y pidió la cuenta. Al Criminal, cuando estuvo en Vic, se le lió la mujer con otro, y le levantaron que se quiso joder a la suegra del otro, y dieron cuenta de él y lo llevaron a la cárcel de Barcelona, y unos decían que se murió, y otros que se suicidó. Cuando volvimos a ver a Traverias, a decirle que no nos daban nada más que una semana por año a los que llevábamos más de 5 años, él se cambió la camisa como Gil Robles y nos dijo que eso era cosa del estado, y él no sabía eso. Le dijimos entonces: “¿Para qué está al cargo de un sindicato, para engañar a la gente?”, y él nos dijo: “¿Y cómo sólo habéis quedado tres? Es como tres garbanzos negros en una olla. Si queréis denunciarlo tendréis que ir al juicio a Madrid”. También nos dijo: “Como es del pantano, si queréis podemos hacerlo, que si fuese aquí en Vic yo os aconsejaría que no lo hicierais porqué entonces no volveríais a encontrar trabajo”. Mucho rollo y nada en claro.



DECIMOCUARTO CAPÍTULO: EN VIC (I) (EMIGRACIÓN - CUARTA PARTE) Yo encontré trabajo en Vic enseguida. El José Molist me dijo: “¿Tú no sabes también de ferrallista, que allí en el pantano hacéis de todo?”, y me dijo: “Ve a ver a este (me dio la dirección) y dile que te manda Molist, el mecánico. Fui a ver a Jaime Anglada, más conocido por el Carlís. No estaba allí el Jaime, estaba uno de sus hijos, el Pepito. Le dije a dónde había estado trabajando y quien me mandaba. Me dijo: “Mañana a las siete si quieres te vienes a trabajar”. Me dijo que ganaría 350 a la semana, y las horas extras a 11 pts. Le dije: “Mañana no podré venir porque tengo que mirar a ver si nos pagan”. Le conté por lo que no había cobrado, y me dijo: “Pues ven lo más pronto que puedas, que harás unos tubos que tenemos pedidos”. Yo le dije: “Si eso no he hecho yo nunca”. El me dijo: “Eso tiene poco que aprender”. Después nos vimos el José Sanz Oña y el Antonio Fernández y yo y llamamos al pantano y le dijimos al Torras que cobraríamos lo que nos decían, que cuando podíamos ir para cobrar. Nos dijo: “Esperadme en el Hotel Colón, que voy yo ahora para allá”. Entre los días que tenía trabajados y lo que me dieron del despido no llegó a 4.000 pts. El tiempo que estuve en el pantano fue desde el día 20-9-1948 hasta el día 24-5-1958, y después en el otro sitio que trabajé en Cataluña, en can Jaume Anglada, fue desde del día 2-6-1958 hasta el día 27-8-1985 (ya diré algo de estos 27 años). Del pantano pude haber escrito mucho más, pero para decir que estuve diez años de los mejores de la vida de una persona trabajando como esclavo ya hay bastante. El primer día que empecé a trabajar en can Carlís hice lo que me había dicho el Pepito, los tubos de porlan. Los hacían con moldes y con un pequeño pisón de hierro tenía que ir tupiéndolos. Iba echando pasta semiseca y los tenía que tupir por igual y que quedaran bien prensados, si no cuando le quitaba el molde se rompían. El primer día fui con mucho cuidado y sólo se me rompió uno, pero después yo quería hacer más cantidad de tubos y se me rompían más, y le dije a Pepito: “Esto

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que después de tener hechos los tubos se me caigan, no me gusta hacer de estos”. Y él me dijo: “Tú no te enfades, que eso le pasa a todos los que hacen tubos”. Seguí así unos días, y como yo no hay cosa que me sepa peor que después de hacer una cosa tenerla que deshacer le dije: “Si no me mandas hacer otra cosa, tendré que buscar otro trabajo por ahí”. Me dijo: “Cuando terminemos de hacer el pedido que tenemos, después te estarás aquí con nosotros en los hierros”. Allí iban dos a hacer tubos cuando tenían horas libres. Uno era municipal; se llama José Maireles. Ese es sevillano. El otro era buros, de esos que estaban antes en las entradas de los pueblos para cobrar las mercancías. Ese se llama Manuel, y es gallego, y como entonces no había muchas obras ellos iban haciendo los tubos que hacían falta. Yo, a los pocos días de estar haciendo los tubos, me hice daño en la muñeca de la mano derecha. Como hacía pocos días y no me habían dado de alta en la seguridad social, me llevó el Pepito a una curandera, que era pariente suya. Como no me habían dado de alta en la seguridad social no me pude dar de baja. Él me dijo: “No vengas a trabajar unos días”, pero yo le dije: “No haré tubos, pero haré lo que pueda por aquí”. Cuando vino Jaime, me llevó donde le llevaban los papeles y me dieron el alta en la seguridad social. Un día, hablando con el Pepito, que era el hijo que estaba al cargo de aquello entonces cuando no estaba allí el padre, le dije que en Sau había hecho yo unas piezas que eran poco más o menos como unas bovedillas, que eran como las que me decía él que querían hacer, y que ya tenían la máquina en casa de Roura. Al poco tiempo de estar allí me dijeron que tenía que ir a can Roura para hacer de aquellas bovedillas. Allí ya habían probado de hacerlas, pero echaban la pasta demasiado mojada y se les caían muchas. En can Roura estuve haciendo bovedillas hasta que Jaime Anglada hizo unos cubiertos en la travesía de Busquet, que fue el primer terreno que había podido comprar el Jaime. Porque el piso donde vivía y donde hacía los tubos y las demás cosas eran arrendados a Busquet. En can Roura, además de hacer yo las bovedillas, por la noche íbamos 3 o 4 a hacer unas vigas. Eso lo hacíamos a 15 pts la hora. Nos ponían tres horas para hacer aquello y si terminábamos antes, pues plegábamos o dábamos de mano antes. Allí hacíamos fiesta el sábado por la tarde, y


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yo me iba a trabajar en ca el Jaime, que allí no se hacía fiesta el sábado por la tarde, incluso había domingos que se trabajaba por la mañana. Mi mujer también se puso a trabajar en una fábrica de tejidos y cuando terminaba iba a hacer faenas en alguna casa, o sea, a hacer limpieza. Y nuestro hijo iba al colegio. Muchas veces se iba él solo, con poco más de 4 años que tenía. Suerte que entonces no había tantos coches, y lo deicidio que era él. También eran los tiempos que teníamos que espabilarnos si queríamos remontar el vuelo. No nos podíamos dormir en los laureles. De Sau trajimos conejos y gallinas. Yo, por la mediodía, cuando venía a comer, iba con una bicicleta y cogía un saco de hierba y lo ponía en el portaequipajes y así tenían comida los conejos hasta que después empecé a hacer bovedillas a destajo, y tuvimos que deshacernos de los animales porque no podíamos atenderlos. Eso fue cuando ya estábamos en la casa que es la nuestra, no cuando estábamos en la casa que nos dejó el cura provisionalmente, que él creía que nos iban a hacer antes la nuestra. Como el contratista, que era Cumeras, iba haciendo aquello y otras cosas se retrasaba más de lo que tenía, para hacer las casas entre las que una era la nuestra, y como el que tenía que venir a la que estábamos nosotros estaba en otra y tenía que pagar el arrendamiento, nos dijo el cura que si queríamos, como aquello se iba retrasando, le pagáramos al que era suya la casa en que vivíamos nosotros la mitad de lo que él pagaba de arrendamiento, y así lo hicimos. Cuando llevábamos nosotros unos meses en aquella casa, un día vino mi hermano y la que más tarde sería su mujer, y me dijo: “¿Quieres que se quede aquí unos días la Marcela hasta que encontremos algún sitio a dónde vivir?” Yo le dije: “Por qué no dejas a la novia donde estaba sirviendo?” Dijo: “Porqué no quiero que esté allí”. Estuvo en casa ella unos días, pero un día se la quería llevar por ahí y me puso un papel encima de nuestra cama. Decía: “Si no venimos esta noche, no nos esperéis que nos vamos por ahí”. Yo, cuando cogí el papel y lo leí, todavía estaban ellos cerca de la casa y los llamé y le dije: “Marcela, no te vayas que te quiere llevar no sé dónde”. El se enfadó conmigo y ella al otro día se fue a Hinojosa del Duque, a casa de su madre. Después fue mi hermano a Hinojosa y se casaron y se pusieron a


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vender pescado y otras cosas, y después no les fue muy bien y volvieron a Vic. Después diré algo más de ellos. Sigamos con la familia, en este caso con la hermana de mi mujer y su marido. La hermana de mi mujer, la Emiliana, cuando se fue a Hinojosa le salió allí un novio y se casó y se la llevó al campo. Como ella había estado aquí le dijo al marido: “Le podemos escribir a mi hermana y que nos busquen allí trabajo y nos vamos allí. Nos escribieron y yo le busqué trabajo y se vinieron. Les dimos posada donde vivíamos nosotros, y él trabajó donde trabajaba yo. El pertenecía en Can Roura, y yo en can Jaime Anglada, y cuando él vino empezamos a hacer bovedillas a destajo. El local que hizo el Angalda no era muy grande y cada día teníamos que hacer la mitad del mismo. Aquello, entre hacerlas, sacarlas y cargarlas, como íbamos a destajo, en unas 7 horas lo podíamos hacer todo. Poniéndonos a las 9 hasta las 12’30, y de 2 a 5’30, teníamos tiempo. Yo, algunos días antes de irme al trabajo, como mi mujer y mi cuñada se iban a trabajar a las ocho, me llevaba a mi hijo al colegio de monjas que hay en la carretera de Barcelona. Mi cuñado se iba al trabajo mucho antes de la hora, pues cuando estaba de pastor estaba acostumbrado a levantarse cuando se hacía de día, y cuando yo llegaba ya tenía la pasta medio hecha. Yo le decía: “¿Para qué haces esto, si después a la tarde tenemos que estar parados?”, pero él no hacía caso. Yo, cuando terminábamos si no me decía el Pepito nada de que tenían que venir a cargar bovedillas me iba y cogía hierba para los conejos. A Tomás (que así se llama mi cuñado) el Pepito cuando yo me iba lo llamaba y lo tenía allí ayudándoles a ellos, y cuando daban de mano los otros a las 7 todavía se quedaba el Tomás con Pepito para llenar unas piezas que hacían para los tejados. Un día eran las 9 y todavía no había venido, y su mujer se puso a llorar diciendo que a su marido le había pasado algo porqué la hora que era y no venía. Tuve que coger la bicicleta y fui a ver qué pasaba. Cuando llegué todavía estaban llenando moldes. Estaban allí Jaime, Pepito y Tomás. Yo llegué negro y le dije al Pepito: “¿Cómo tienes aquí a este tanto tiempo? Su mujer está llorando pensando si le habrá pasado algo y tú lo haces aquí trabajar y no le pagas nada”. Entonces me dijo el Jaime: “¿Cómo que no le paga nada”. Yo le dije: “Le paga lo que le tiene que


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dar de las bovedillas que hacemos, pero por las horas que hecha aquí no le da nada”. Desde aquel día, si hacía allí alguna hora se la pagaron. Pero para hacer los Carlís los millones que han hecho tenían que ser así, sacarte el máximo rendimiento con el mínimo dinero, y otras cosas que los empresarios hacen. Con mi cuñado terminamos regañados. Un día no tuvo otra ocurrencia que decirme que me vine del pueblo huyendo para que no me metieran en la cárcel. Yo le dije de todo menos bonito. Cuando eso, ya vivíamos en la casa que me hicieron a mí. Por aquellas fechas empezó un revuelo de mala leche en la familia. Mi cuñado Pedro Creus, al poco tiempo después que me dieron a mí la casa echó a mi madre y hermana Carmen de su casa. Les dijo que se fueran conmigo, que él bastante tiempo las había tenido. Ese fue el pago que les dio después que mi madre vendiera la casa de Hinojosa y le dejó a ellos el dinero para que se vinieran de Vilanova de Sau. Así nos juntamos en mi casa mi madre y hermana, la hermana de mi mujer y su marido, y nosotros. Después se fueron mi cuñada y su marido a casa de mi hermana María, y el Tomás pidió la cuenta de can Roura y se fue a trabajar con los albañiles de can Roura. Se fue porqué discutíamos él y yo, pero después yo estuve 27 años en el mismo sitio y él estuvo en varios sitios. Mi madre estuvo en mi casa hasta que se casó mi hermana Carmen. Después de que se casó mi hermana la familia de donde iba mi madre a trabajar le dijeron: “Como ya no tiene que cuidar a nadie se puede usted quedar aquí a dormir”. Así lo hizo; se ve que la única que tenía que cuidar era a su hija menor. Mi hermana, cuando se casó, se fue a vivir con los suegros; su marido como ya es sabido, trabajaba con su cuñado Molist de mecánico y el Molist, cuando hizo una casa de tres pisos y el taller debajo, le dejó a mi cuñado un piso, y cuando se fueron hacia allí de casa de sus padres ya tenían hijos y se fue mi madre otra vez con su hija menor. Le daría la corazonada que aquello sería para ella más buena inversión: le ha cuidado a los hijos, pero mi cuñado Jordi Serrat dejó la mecánica porque era aficionado a la pintura de cuadros y hoy viven como los millonarios. Mi madre, con dos pagas, la de viuda y la de cuando ella trabajó, y con mi hermana que no le faltaba de nada… ni


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en sueños nos hubiésemos creído que hubiese tenido una vida como tiene ella y sus hijos. Vuelvo a los primeros meses que estuve en can Jaime Anglada. De los dos hijos que tienen varones, Pepito es el mayor y como dije anteriormente era el que estaba al frente del trabajo cuando no estaba su padre. El otro, que se llama Pedro, trabajaba como uno más de los obreros que tenían allí, que cuando yo fui estaba en los hierros y para lo que hiciera falta. Además de ellos había tres: dos catalanes y un valenciano, y los dos que iban a hacer tubos en las horas que tenían libres y otros que tenían en can Roura que pertenecían a Jaime. Había días que se iban a montar hierros el Jaime y Pepito y los otros tres. Nos quedábamos el Pedro y yo en el taller aquel, y por la tarde lo mismo que por la mañana, nos pasábamos un cuarto de hora para comernos un bocadillo. Por la mañana el Pedro se iba a su casa que estaba al lado, y yo cuando terminaba me ponía a trabajar. El echaba más tiempo y por la tarde, cuando nos poníamos a comer, él se comía una barra de pan de medio kilo y lo que su madre le ponía dentro de la barra. Yo terminaba mucho antes que él y le decía: “Termina Pedro que no vamos a hacer esta tarde lo que nos ha dicho el Pepito”. (En catalán hay la costumbre de llamar a la gente por el nombre y no por el parentesco). Él me decía: “Tú tranquilo, que si hacemos caso de Pepito nos reventaríamos trabajando”. Por las tardes iba por allí un muchacho que vivía en calle Montserrat, tendría 10 o 11 años y el Pedro lo mandaba a que su madre le diera el bocadillo. La señora María, que así se llama la madre de Pedro, siempre le daba al muchacho otro bocadillo para él, así el muchacho no faltaba ninguna tarde. Una tarde vino con él otro hermano suyo que tendría dos años más que él y cuando vino con los bocadillos aquella tarde, dijo el Pedro: “Dale a tu hermano la mitad del bocadillo”, y dijo que se lo había dado su madre para él y no le daba nada a su hermano. El Pedro se lo quitó y se lo dio a su hermano y le dijo: “Vete y no vuelvas más por aquí. Cuando no le das a tu hermano un trozo de bocadillo, qué me darías a mí”. Yo, cuando vi lo que hizo y dijo el Pedro, pensé este es un joven con un corazón, como hay que ser; entonces tendría unos 18 años.


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Pero el paso del tiempo y el maldito dinero lo volvió como se vuelve un calcetín. Se lo he recordado yo a él más de una vez, cómo era y cómo es, y él me dice que la gente lo ha hecho cambiar. Yo le he dicho: “No habré sido yo”. Los meses que estuve yo en can Roura, hasta que su padre hizo el cubierto, él también estaba allí trabajando y yo un día le dije a su madre: “Señora María, el Pedro no debían ustedes de dejarlo que fuese por la noche a hacer eses 2 o 3 horas que tenemos que hacer, que es muy joven y ya trabaja bastante con el día”. Ella me dijo: “Es que se quiere comprar una bicicleta nueva”, y así fue. A él y su hermano les pagaba su padre un jornal. Cuando el Pedro tuvo la bici nueva le daba la vuelta a Vic por el Portalet y cogía toda la Rambla y salía al Prat y algunos días cuando se cruzaba conmigo me saludaba con la mano y salía como una flecha. No sé si me equivoco, pero yo lo veía entonces más feliz con lo que tenía que hoy con tanto como tiene. Dejemos al Pedro de momento. Como dije anteriormente, las primeras bovedillas que hicimos a destajo las hicimos mi cuñado y yo, y cuando él se fue me pusieron a uno que era mayor. Aquel no quería ir a destajo, y a jornal decía el Pepito que no le tenía cuenta, ni a él ni a mí tampoco: a él porque le hacían falta más bovedillas, y a mí porque me hacían falta los cuartos para terminar de pagar mi casa. Un día vino Jaime Anglada donde hacían las bovedillas y me dijo: “Félix, la semana que viene vendrá contigo uno que será tan joven o más que tú; por lo menos la mujer que yo he visto es joven y buena moza”. Así fue: vino uno que no era tan buen mozo como su mujer y de oficio tenía zapatero, pero allí se hizo un hombre como él dice. Se llama Jaime Lara y su mujer Dolores. Yo por estar al cargo de aquello ganaba 10 céntimos más que él por bovedilla; yo le decía Jaime: “Si quieres que ganemos los dos lo mismo, tú haces un día las bovedillas en la máquina y otro las hago yo”. Él me decía: “Ya tengo yo bastante con llevarlas y sacarlas de los moldes, no me compliques más la vida”. Me decía: “Yo que no había hecho fuerza en mi puñetera vida y aquí me voy a hacer más fuerte que el Tarzán”. A lo primero me decía que para subir al piso tenía que subir cogido a la baranda, sino no podía subir. No sé si no exageraba. Yo tenía 35 años y él 30. También me decía: “¿Toda mi vida tendré yo que estar haciendo esto? Cuando lo pienso me pongo malo?” Yo le decía: “Tú no


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cuentes el tiempo nada más que por medios días; piensa lo que tienes que hacer por la mañana, y al medio día lo que tienes que hacer por la tarde”. Se hizo fuerte, como él decía. A lo primero, cuando cogía un saco de cemento (pesaba aproximadamente 50 kilos), se veía negro para moverlo pero después los cogía con bastante facilidad. Nosotros ganábamos casi el doble que a jornal, y aquello lo animó mucho. Una temporada nos llevó el Angalda a la fábrica de can Rata que hacían unas naves y allí teníamos que hacer más horas que un reloj. Nos poníamos a las 6 de la mañana y lo más pronto que dábamos de mano era a las 10 de la noche de Lunes a Sábado y los domingos que teníamos que ir era de 6 a 1. Allí íbamos todos los que tenía, que ya éramos 6 o 7, y los que se quedaban en el taller era el Pedro y un chaval primo suyo que se llama Esteve. Cuando empezó a trabajar allí tenía 14 años. Allí en la pelleria (curtidoría) ya estaba de encargado de aquello, además de Pepito, uno que sería después cuñado suyo, Bernat Bigas. El Pepito estaba con los que tenían que montar el hierro, y el Bernat con los que teníamos que preparárselo. Estando allí llevaron una máquina para cortar el hierro (antes había que cortarlo con una cizalla a fuerza de sangre). Allí también venía Manuel, el gallego que venía a hacer horas cuando podía, y como el Bernat siempre decía: “A ver si podemos hacer unos hierros más”, el Manuel le decía: “A sardina a sardina reventó el arriero al borrico”. El Bernat empezaba allí su carrera de explotador explotado. El Lara y yo estuvimos allí una temporada, y como empezaba la construcción a moverse y las bovedillas que teníamos adelantadas se terminaban, nos mandaron otra vez a hacer bovedillas. Entonces, como también hacían falta tubos, el Pedro y el Esteve hacían después de hacer la jornada, tubos de los más gordos que hacían allí: eran de 50 centímetros de diámetro. El Esteve hacía la pasta y el Pedro los tubos. El Bernat y el Esteve eran o son los dos de casa de payés. El Bernat pronto se hizo lo que dije anteriormente: ese ya vino allí a lo que vino. El Pepito, cuando iba a su casa a ver a la novia más que hablar con ella lo que hacía era enseñarle a su hermano cómo tenía que aprender los planos. O sea, que el Pepito fue el maestro de Bernat. Después tan fino ha sido el maestro como el discípulo. Al Esteve le costó más, como era más joven cuando entró allí, y hasta después que


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vino de la mili no tuvo mucha fuerza en la casa. El Bernat le quiso amargar la existencia como a tantos otros, pero el Jaime, como era su sobrino, le paró los pies. Por aquellas fechas volvió mi hermano de Hinojosa. Según me ha dicho, el negocio que puso en Hinojosa con tener que ayudarle a su suegra y algunos cuñados, y lo que daba fiado y algunos no podía cobrarlos, y poco capital que tenía, se le fue a pique; por eso tuvieron que volver a Vic. Yo, cuando me enteré a donde estaban viviendo, fui a verles. Estaban en una casa de vecinos, y en la habitación que tenían para dormir tenían que aviar de comer: les servía de dormitorio comedor y cocina. En mala hora le dije que se vinieran a mi casa, porque sirvió para salir peleados. Después se fueron a un piso en la calle del Remei y con ellos se fue mi madre, para cuidarle la hija y hacerle las cosas. Ellos tenían que trabajar los dos, como cada quisqui. Después juntaron algún dinero y mi madre, que también ayudaría algo, se fueron a Hostalets de Balenyà, a un piso que compraron. Antes de irse a Hostalets les pidió nuestra hermana Carmen que les dejara a nuestra madre, que ella se vino de donde trabajaba y se fue con ellos para que les cuidara los hijos y les hiciera las cosa de la casa porqué ella tenía que trabajar, porque con un solo jornal no se podía hacer nada. Mi hermano, después (creo, ya que como estuvimos varios años sin hablarnos) compró un camión de segunda mano y se puso a vender fruta por los mercados. El y su mujer tenían que trabajar noche y día; esto sí me lo ha dicho él. Después, cuando nos hemos vuelto a hablar. Cuando pudo vendió el piso y compró un terreno y se hizo una casa que hoy en los bajos tiene una tienda y encima el piso en que viven. Y al lado de la casa un almacén puede que el venir a mi casa y salir peleados le sirviera para cambiar de vida. Él dice que fue porque se hecho hábito de no sé qué santo; esas tonterías las creí mucho tiempo: hoy no lo creo, pero cada uno puede hacer lo que quiera. Fuese como fuese, hoy me alegro de que viva como vive él: tiene dos hijas y de la Petrita, que así se llama una de ellas, tiene dos nietas. La otra, la María del Carmen, está soltera. Vuelvo a cómo íbamos trabando en can el Carlís. Un día le pedimos el Jaime y yo al Anglada que nos tenía que subir las bovedillas, porque habían subido los jornales hacía dos o tres meses y nosotros


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seguíamos cobrando lo mismo. Nos dijo que nosotros sacábamos buena semanada, y a ellos les quedaba muy poco de las bovedillas. Como cuando estuvimos en la fábrica de can Rata conocimos a los dueños y uno de ellos vivía cerca de donde trabajábamos, una mediodía, cuando vimos que salía de su casa fuimos a decirle si nos podían dar trabajo en la fábrica. Nos dijo que lo viésemos al próximo mes, que a lo mejor nos podía dar. La mujer de Jaime Anglada nos vio desde la ventana de su casa, que estuvimos hablando con aquel, y cuando fuimos el sábado a cobrar ya había hablado el Angalda con Roura y nos había subido las bovedillas. Cuando yo entré a cobrar me dijo el Angalda: “¿Qué estuvisteis hablando con el de la pelleria, que os diera trabajo?” Yo le dije que sí, y me dijo: “Toma la cuenta de esta semana y podéis ir a otro sitio a ver si ganáis más que aquí”. Yo le dije: “Eso ya lo sé, que si vamos a otro sitio y trabajamos a jornal no podremos cobra lo que aquí a destajo”. Si yo hubiese hecho caso de aquel hombre hubiese ganado mucho dinero en su casa, y bien visto, pero cada uno vemos las cosa de una manera. Ya diré alguna cosa de las que me propuso, además de que si no hubiese dicho a los otros lo que yo ganaba me hubiese dado más porque hasta que se hizo cargo de la empresa el Pedro y su mujer era él el que nos pagaba. El no hacía sobres ni nada. Cuando íbamos a cobrar íbamos entrando uno a uno en una habitación que le hacía de despacho, y a cada uno nos daba la semanada. Nos decía: “¿Cuantas horas tenéis?”, a los que iban a jornal (yo, cuando dejamos de hacer las bovedillas fui mucho tiempo a jornal), y él, si había algún pico siempre hacía cuenta redonda y según veía que trabajaba uno le daba algunas pesetas de más Un día, al poco de estar yo allí me dijo: “¿No les dará vergüenza de venir hablando malamente de los compañeros del trabajo?” Yo le dije: “Habemos gente para todo”. Él era paleta, y como necesitaba más dinero que el que ganaba haciendo de paleta, empezó a hacer tubos y piezas para la construcción, asociado con otro. No tendrían el negocio en regla y les echaron 500 pts de multa. El otro se acobardó y él siguió solo y cuando yo fui a su casa, al poco tiempo, me dijo un día: “Si me pagaran lo que me deben recogería unas 300.000 pts y dejaría lo de can Roura (porque allí tenían que poner un monta cajas y le costaba muy caro) y nos quedaríamos


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sólo con los hierros para los muchachos y yo”. Lo que él nunca pensaría que la construcción iba a empezar de la forma que lo hizo y él iba a hacer la fortuna que hizo. Nosotros, como estábamos trabajando mi mujer y yo, también pudimos pagar la casa antes del tiempo que nos dieron para hacerlo. Mi mujer y yo teníamos buena salud y ganas de trabajar, y lo aprovechamos. Al que tuvimos con infección de vientre fue a nuestro hijo y se quedaba él solo en la cama con fiebre. Un día que tenía que venir el médico a verlo, le dije a mi mujer: “Hoy no vayas tú a trabajar”, y él nos dijo que nos fuéramos los dos, que cuando viniera el médico él le abriría la puerta, y en un papel le dejara escrito lo que tenía que hacer. Yo, como estaba trabajando a destajo, me vine lo más pronto posible a casa. Tener que criar así a los hijos no es lo más recomendable; por eso, cuando mi hijo tuvo a su hija dijo mi mujer: “Esta, como yo pueda, no va a pasar lo que tuvo que pasar su padre”. Y así lo hizo. Como mi mujer ya hacía tiempo que no trabajaba fuera de casa y mi nuera estaba trabajando, cuando ella se iba a trabajar se quedaba mi mujer al cargo de la niña, y ya estaba ella tranquila de que su hija estaba bien cuidada. Así es más fácil de tener hijos. No como nosotros, con los nervios que teníamos y lo suelto que era nuestro hijo. Le di bastantes cachetes: lo que te digo es que si tú algún día le has dado a tu hija algún coscorrón habrás tenido la misma sensación que yo, que te habrá dolido a ti más que a ella. Cuando nos faltaba por dar 15.000 pesetas para terminar de pagar la casa, fuimos mi mujer y yo a ver al cura y le dijimos que cuando hicieran las escrituras de unos cuantos, que ya las habían terminado de pagar, le daríamos nosotros lo que nos faltaba y nos pusiera con ellos en la lista para así hacerla cuando ellos. Él nos dijo: “Vosotros tenéis tiempo para hacer la escritura, no vayáis a quedaros sin comer para pagar la casa”. Nosotros le dijimos que ya teníamos el dinero ahorrado. El no quería, pero como insistimos le llevamos el dinero, y cuando fueron unos cuantos al notario fuimos nosotros también. Fueron pasando conforme los iban nombrando y cuando terminaron a nosotros no nos llamaron y le dije a una joven, que era la que se cuidaba de hacer que pasara la gente: “Ya han terminado todos; ¿podemos pasar nosotros?” Nos dijo: “¿Cómo se


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llaman ustedes?” Le dije: “Lucía Escobar y Félix Jurado”. Pasó a ver al notario y nos dijo: “Me ha dicho que esperen un poco, que ya les avisaría él”. Cuando nos hizo pasar nos dijo que nosotros no podíamos hacer la escritura. Yo le dije: “Si nosotros ya la tenemos terminada de pagar, la casa”. Nos dijo: “Yo no sé por qué hizo Cumeras eso”. Y yo, antes de que me dijera nada más, dije: “¿Qué ha hecho Cumeras?” Me dijo que le hizo falta dinero y tuvo que hipotecar unas casas, y una de ellas era la nuestra. Yo, que había sentido decir que muchos con las hipotecas les habían quitado lo que tenían, me puse que no me cogía la ropa en el cuerpo. Le dije al notario: “Pues para ahorrar yo ese dinero he tenido que estar diez años trabajando en el pantano de Sau, y los años que llevamos aquí en Vic trabajando mi mujer y yo, y con muchos sacrificios para que un tío sinvergüenza como ese me quite a mí la casa”. El me dijo: “No te pongas así, que a ti no te van a quitar la casa. Lo que yo no sé cómo ha hecho eso, porqué una hipoteca se hace 20 o 25 años”. Yo no me callaba y le dije: “Si a mi me quitaran la casa diga usted a Cumeras que uno iría para la cárcel y el otro al cementerio y yo procuraría de ir a la cárcel”. El notario me dijo: “No te pongas así, hombre. Ya veré yo a Cumeras y se arreglará esto lo más pronto posible”. Sí que lo arreglaron pronto: a la otra semana me mandó decir el notario que fuésemos mi mujer y yo para hacer la escritura. Cuando fuimos nos dijo que ya había quitado Cumeras la hipoteca. Yo le dije: “Pero nosotros no pagamos nada de eso”, y él nos dijo: “Eso lo paga él”. A partir de aquel día ya pudimos quedar tranquilos y decir que era nuestra la casa. Seguíamos mi mujer y yo trabajando para poder algún día levantar un piso en la casita aquella. Tuvimos que esperar unos años hasta que lo hicimos. Mi mujer hacía 9 ó 10 horas haciendo limpieza de unas casas a otros, y, con las bovedillas a destajo íbamos el Lara y yo sacándonos una buena semanada. Pero después nos fastidiaron. Una temporada que la construcción iba viento en popa y hacía falta mucha bovedilla, el Anglada y el Roura compraron una máquina que hacía dos bovedillas a la vez, y muy rápido. Vibraba y prensaba a la vez. También hacía 14 ladrillos de una vez, y antes de llevarnos al Lara y a mí a hacer bovedillas con aquella máquina pusieron allí a 5 hombres para que hicieran las bovedillas.


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Estuvieron una semana los 5 aquellos y el Pepito. Aquellos, como estaba allí el Pepito todo el día con ellos, y muchos ratos estaban allí viéndolos el Jaime Angalda y el Roura, pues trabajaban como si fuesen a destajo el Angalda me decía: “Verás cuando vayáis tú y el Lara allí las bovedillas que hace aquella máquina”. También me dijo: “Allí no iréis a destajo porqué aquella máquina hace muchas bovedillas”. Yo le dije: “Pero eso tendrán que querer los tíos hacerlas, porqué la máquina sola no las hará”, y así quedó aquella conversación. El día primero que fuimos el Lara y yo ya teníamos que ir más temprano: nos poníamos a las 7 de la mañana y dábamos de mano a las ocho de la tarde. Teníamos hora y media de comida por la mediodía y un cuarto por la mañana para comernos un bocadillo. Lo del bocadillo no había que recuperarlo; nos pagaban 11 horas y media se quedaba para las fiestas recuperables. Entonces había más fiestas que después, cuando quitaron las fiestas recuperables. El primer día que fuimos el Lara y yo vino con nosotros el Jaime Anglada y le dijo a los que estaban allí: “Ahora no estará aquí el Pepito, será el Félix el que esté aquí al cargo de esto porque es con él que tenemos más confianza”. Me dijo: “Cuando empiecen a hacer bovedillas llamas al Pepito y que te diga cómo va la máquina”. Donde hacíamos las bovedillas era al lado de la sirbería; ellos ya tenían la fábrica de hacer las vigas hecha y eso se comunicaba con la fábrica que hacía las vigas, que eso da a la calle Segimundo. También en aquel sitio se cumplió uno de los sueños de Jaime Angalda: hacer una casa de cuatro pisos, uno para cada uno de sus hijos, que son dos hebras y dos varones. Cuando el Lara y yo nos paramos a comernos el bocadillo la primera mañana que fuimos a donde estaba la máquina nueva, nos sentamos. Los otros comían de pie; yo les dije: “¿Que no sabéis comer sentados?” Se sentaron y uno dijo: “Es que los días que llevamos aquí siempre comemos de pie”. Antes de terminar de comer vino Pepito y nos dijo: “¿Quién os ha mandado que comáis sentados?” Yo le dije: “Yo. ¿Es que tú no te sientas para comer?” Me dijo: “Bueno, si luego adelantáis el tiempo que echéis”. Le dije: “¿No se echa el mismo tiempo sentado que de pie?” Así quedó la cosa. Los obreros, como somos tan hijos de nuestras madres, pues cuando estaban allí los dueños corríamos como desesperados, pero


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cuando se iban ellos paraban el ritmo. Yo como era el que estaba al cargo de aquello, se lo decía: “Cuando estén ellos aquí tenemos que ir al mismo paso que cuando se vayan”, y lo que no eran capaces de decírselo a los dueños me lo decían a mí: “Es que a nosotros nos pagan poco para lo mucho que aquí se trabaja”. Yo les decía: “¿Y eso por qué no se lo habéis dicho a ellos cuando estaba aquí el dueño todo el día con vosotros?” A los pocos días me dijo a mí el Pepito: “Cuando va allí Roura controla las bovedillas que se hacen en el tiempo que está él allí y luego no salen durante el día como cuando está él allí”. Yo le dije: “Eso ya se lo he dicho yo a ellos, que vayan siempre al mismo ritmo y no que cuando vais vosotros allí corren como desesperados”. Él me dijo: “¿Tú por qué le dices que no corran?” “Te estoy diciendo que lo que les digo no es que no corran, sino que vayan siempre al mismo paso, estéis vosotros allí o no estéis”. Viendo que no se hacían las bovedillas que salían cuando estaba el dueño con ellos, me llamó un día el Jaime Anglada y me dijo: “Tú y el Lara haced que se saquen más bovedillas (porque ladrillos todavía no se habían hecho). Al fin de mes os daremos según la producción que se haga y así saldréis vosotros con un buen jornal. Aquella fue la mejor ocasión que tuve yo en aquella casa. No sé si al Jaime Lara se lo dijo el Angalda; supongo que no, porque el Lara nunca me dijo nada, ni yo a él tampoco le dije nada, pero con los miles de bovedillas y los ladrillos que se hicieron hubiésemos ganado bastante dinero y hubiésemos estado a bien por lo menos con los dueños. Lo que por querer defender a los compañeros de trabajo estuve muchas veces a mala con unos y con otros. Aquella vez le tuve que haber dicho a Anglada que nos hiciera oficiales, aunque hubiese sido de 2a, al Lara y a mí, y que nos hubiese dado el dinero que decía por la producción y no lo que le dije, que fue que le subiera el jornal a aquellos, que a donde iban sus mujeres a comprar iba la mía y a todos les costaba lo mismo. Se fue sin decirme nada y a los pocos días me llamó a parte de los que estaban allí trabajando y me dijo: “Hemos acordado el Roura y yo de subirle o mejor dicho subiros dos pesetas las horas y a ti te daremos las 200 pts que te damos de más que a los otros y tú cobrarás los puntos como se pagan en can Roura (allí salían a más de 100 pts cada punto y en can Angalda a 75 pts, eso era porque en un sitio había más


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casados que en otro, que tenían menos hijos) de aquello que te dije que te daríamos de la producción no te daremos nada”. Cada uno tenemos nuestra manera de pensar y actuar y no hay que darle más vueltas a la cosa. En aquellos años los empresarios hacían lo que querían (aunque siempre hacen lo que quieren, porque con el dinero que le rinden unos pueden echar cuando quieren a otros). Yo entré allí con todos los derechos, pero cuando llegó el tiempo de cobrar antigüedad no me la dieron. La pude cobrar cuando llevaba 14 años en la casa y porque ya estaba el jornal del convenio como el jornal que te daban, y las vacaciones como casi nadie hacíamos los día que nos tocaban, encima en vez de darnos el dinero en el verano lo dejaron para si durante el invierno perdíamos algún día por nieve. Todos protestábamos por detrás pero al dueño ninguno se lo decía. Un día fui yo donde hacían los hierros y los tubos y le pregunté al Bernat si estaba por allí el Jaime Anglada y me dijo que no y le dije: “Pues cuando venga dile que todos quieren que nos pague las vacaciones en agosto”. Yo no sé lo que le diría el Bernat, lo que sé es que a los pocos días me vino a decir el Pepito que parecíamos modistillas, que no hablábamos nada más que por detrás y no éramos capaces de decir las cosas en la cara. Yo le dije: “¿De qué me estás hablando?” Me dijo: “De lo que me ha dicho el Bernat, que tú has dicho de que os paguemos las vacaciones en agosto”. Yo le dije: “Pues precisamente fui a decírselo a tu padre y como no estaba se lo dije a Bernat que se lo dijera”. A partir de entonces ya las pagaron en el mes de agosto. Con las bovedillas siempre estaba el Pepito con la misma cantinela: que hacíamos pocas. Un día le dije a los otros: “¿Queréis que le diga a Anglada que si quiere nos dé las bovedillas a destajo, y así estará tranquilo él y nosotros?” Cuando vino por allí el Jaime Angalda se lo dije y me dijo: “Hablaré con Roura y ya veremos a como las podremos pagar”. Llegamos a un acuerdo y las hicimos a destajo (las bovedillas, porqué los ladrillos, a como nos querían pagar probamos una semana y no sacamos ni el jornal. Suerte que ladrillos se hizo poco tiempo porqué con 7 partes de arena y una de cemento pronto se les rompían los picos y la gente no los quería).


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De los que estábamos allí había uno que se llamaba Manuel Rojas. A ese, cuando le tocaba sacar las bovedillas de la máquina que iban las bovedillas encima de una madera (las tenían que sacar de la máquina entre dos) le echaban la culpa de todas las que se rompían, y más de uno me dijeron que le dijera al dueño que lo quitaran de allí. Lo puse para que hiciera la pasta y cargar camiones, y él y yo fuimos los dos que nos quedamos allí hasta que dejaron de hacer bovedillas. Al Jaime Lara le salió un trabajo que no eran todos los que lo querían hacer, pero él como, estaba apuntado a la Cruz Roja había tocado algunos muertos cuando las inundaciones de Tarrasa y Rubí, ya que estuvo él allí. El trabajo al que se fue era a la funeraria; tuvo suerte, ya que estuvo enfermo y hoy está de baja absoluta y cobra lo que no hubiese cobrado ni con mucho si se hubiese quedado en can Roura, que era donde él pertenecía. Voy a hablar un poco de cuando yo hice el piso en mi casa, que lo tuvimos que hacer en domingos. Nosotros queríamos que un contratista nos hiciera lo de fuera y después hacer lo de dentro conforme fuésemos pudiendo, pero no fue así. Después de tener los tochos que nos los trajeron al nombre de dicho contratista (eso era por la primavera del 1963), y entonces se necesitaban más tochanas (ladrillos) que hacían en las tejeras. Pero después de tener bastante material preparado para empezar la obra me dijo el contratista que se le iba un paleta o albañil y no podía hacerme el piso hasta después del verano y le dije: “Pues ya lo haré yo aunque sea en domingos”. “Haz lo que quieras”. Empecé la obra yo solo los domingos. Lo primero que hice fue hacer los agujeros para poner las vigas para el piso del piso, valga la redundancia. Entonces los cuatro vecinos que estábamos no podíamos quejarnos unos de otros porque todos teníamos los domingos para hacer una cosa u otra en las casa. Cuando tuve hechos los agujeros busqué a dos para que me ayudaran meter las vigas levantamos un trozo de tejado y por allí los metimos después busqué dos albañiles que hacía poco que habían venido de Andalucía son de Alcaudete los dos estaban solteros y los dos siguen solteros y los dos se llaman Antonio. Ajustamos que le daríamos a 25 pts la hora, que entonces aquello era mucho.


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A donde las pasamos más putas fue poniendo el machihembrado porque lo tuvieron que poner antes de levantar el tejado el primer domingo se fueron a comer y dijeron que vendrían por la tarde a echar otras 2 o 3 horas pero no vinieron así que una noche que fui a verlos a donde paraban les dije decidle a la patrona que el domingo no venís a comer que ya os daremos nosotros la comida y con eso trabajaron hasta media tarde la que más faena tenía era mi mujer No sé cómo todavía dice algunas veces que quiere hacer obras claro que hoy ni puede ni haría lo que tuvo que hacer entonces eso fue una vez y ya está ella me ayudaba a mí a preparar el material también había uno que le ayudaba a los paletas ese era vecino se llama Serafín mi mujer además de ayudarnos muchos ratos tenía que hacer la comida y después cuando se iban los albañiles ella tenía que lavar la ropa que hasta que pudimos comprar una pequeña lavadora tenía que hacerlo a mano y el lunes cada uno teníamos que ir a trabajar y nuestro hijo a la escuela. El también nos ayudaba a lo que podía. Tenía poco más de 9 años un día le dije que fuera en can Roura y le dieran un saco de rápido llevó un carretón él pidió un saco de cemento y se lo dieron de portland. Yo no sé cómo pudo llegar a casa la criatura con 50 kilos que pesaba el saco cuando lo vimos venir salí yo a su encuentro y cuando vi lo que traía le dije cómo has podido venir tú con esto si era cemento rápido y él me dijo yo le dije cemento aquello fue una semana que pedimos los paletas y yo permiso para ver si podíamos cubrir la casa porque se lió un temporal de agua y llovía todas las tardes y nosotros estábamos debajo había veces que por la cocina caía el agua por donde estaba la luz como si fuese un caño pudimos estar en la casa porque levantamos media casa y cuando cubrimos aquella hicimos la otra. A los Antonios les dieron el permiso más fácil que a mí teníamos prisa para cubrir la casa yo cuando le dije a Jaime que me tenía que quedar una semana para darle a mi casa un avance me dijo que se lo diría a Roura él siempre ponía a Roura por delante comer era el alcalde aquello era una garantía para él y me dijo que una semana les costaba a ellos los cuartos de seguro y yo le dije pues desde que estoy en su casa todavía no he hecho yo un día de vacaciones y esos no lo ven ustedes al final me dijo bueno como hay que echar un pavimento para que no se rompan las bovedillas buscaré un paleta y que lo echen.


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Pues en la semana que estuve yo en mi casa echaron las tres cuartas partes de la nave aproximadamente y el día que yo fui le dije a los que estaban allí no sus da vergüenza de no haber terminado esto y el que vino de paleta me dijo es que esto está muy malo. Le dije vosotros sí que estáis malos fui a ver al Pepito y le dije tu sabes cuánto falta todavía y me dijo sí. Le dije nos los das de tarea y cuando terminemos nos vamos? y me dijo hoy no lo podéis terminar yo le insistí no los das o no? Me dijo bueno pero no podréis. Le dije al paleta ve tirando puntos y vosotros ya podéis hacer pasta ya a media tarde estaba aquello terminado cuando le dije a Pepito que ya habíamos terminado no se lo creía y nos dijo pero todos no podéis iros por si viene por aquí Roura o mi padre ese fue una de las pocas veces que le sentí decir su padre, porque siempre decía Jaime. Yo le dije que se queden aquí los que quiera que el paleta ya se lo había dicho que si quería venir a mi casa a terminar unas pocos de machihembrados que quedaban que poner y otro de aquellos nos íbamos a terminar de poner unos machihembrados. Así pudimos dejar preparado lo de mi casa y al próximo domingo pusieron las tejas y ya pudimos respirar tranquilos y a continuación seguimos haciendo lo que había que hacer por dentro excepto el enyesado lo demás lo hicieron los Antonios había día que si llovía y a dónde estaban ellos trabajando no podía trabajar se venía a mi casa para el mes de agosto del 1963 ya pudimos nosotros vivir en el piso que hicimos y las habitaciones de abajo las alquilamos a personas que como nosotros anteriormente no encontraban quién les arrendara un piso los primeros que vivieron en nuestra casa fue un matrimonio de Hinojosa era Vicente Aranda que ya hace años que murió y su mujer que se llama María Flores después tuvimos allí familias de Andalucía y Extremadura. También vivieron una hermana de la María y otra de Vicente y después cuando ya empezaron a arrendar algunos pisos a los castellanos como nos dices a los que vinimos de otras regiones de España. Nosotros teníamos arrendadas las habitaciones y el comedor la cocina y el cuarto de aseo era para el servicio de todos Había por aquellas fechas quien tenía arrendado hasta el comedor era dormitorio y tenían que comer en las habitaciones de todos los que vivieron en nuestra casa excepto uno los demás todos tienen hoy pisos propios Lo mismo ha pasado con los catalanes, que cuando nosotros vinimos a Vic era muy raro que un


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asalariado tuviese casa propia y hoy son pocos los que no tienen casa propia les pegamos el contagio los castellanos a los catalanes para que se espabilaran y se hicieran de casa propia Hoy somos con los pros y los contras las dos comunidades una gran familia. La siguiente obra que hicimos mi mujer y yo fue nuestro segundo y último hijo. Cuando terminamos el piso nos quedaron 17.000 pts y nos compramos un televisor y así teníamos el cine en casa los sábados por la noche que era cuando se podía rondar. Siempre subían algunos de los que vivían en la casa a ver lo que hacían en la tele yo seguís trabajando en las bovedillas y mi mujer por entonces además de algunas casas que iba a hacer limpieza también iba a hacer la limpieza a una fábrica de perlas majóricas iba ella y otras dos mujeres una era la María Flores y otra una de Torredonjimeno que se llama Carmen mi mujer dio a luz nuestro segundo hijo estando trabajando en la fábrica de perlas. Dio a luz el día 6 de agosto de 1964 que era cuando estaban de vacaciones y cuando fue las muchachas que estaban allí trabajando le decía Lucy que bien que has sabido hacerlo, para no perder días has tenido el niño en las vacaciones. Después se salió de allí mi mujer porque ella le dijo al que se encargaba de aquello que la asegurara y como solo hacía allí tres horas no quisieron y dejó aquello la que le ayudó en el parto, que fue en casa, además de la comadrona, fue la María Flores y yo que tuve que poner una bombilla que habíamos tenido en la obra cuando hacíamos el piso y era de 200 vatios porque la Martín, que era la comadrona, decía que la tenían que haber llevado al hospital porque allí no había bastante luz pero cuando le puse aquella luz dijo así parece de día. Mientras yo fui a buscar al sereno para que él fuera a por la comadrona mi mujer se levantó y puso una olla de agua a calentar porque se daba cuenta que aquello venía rápido. Cuando empezó a trabajar después de las vacaciones pidió de ir a las 6 de la mañana a hacer el trabajo, y así después de irme yo a trabajar se quedaba nuestro hijo mayor al cuidado de su hermano. El grande tenía poco más de 10 años y cuando llegaba la madre siempre nerviosa salía él corriendo para ir al colegio que por mucho que corría siempre llegaba tarde y le ponían faltas de puntualidad. Un día le dije yo al director de los maristas que no le pusiera faltas de puntualidad porque tenía que vigilar a su hermano hasta que venía su madre.


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Ya dije anteriormente que para criar hijos así no es muy recomendable. Si sois buenos padres estaréis como la que tiene amores y se acuesta con su madre, tiene el cuerpo en la cama y el pensamiento en la calle. Pues lo mismo estábamos nosotros, con el cuerpo en el trabajo y el pensamiento en los hijos. Puede que tuviera razón mi hermana María cuando decía no a nosotros sino a otra gente a ver si pare la Escobala y no trabaja ya más, pero ella no lo decía de lástima, lo decía de envidia porque nosotros sin ayuda de nadie ya habíamos levantado un piso en la casa y ellos que como es sabido ole dio nuestra madre el dinero de la casa que no podía vender porque era para el tercer poseedor y la vendió ella. Aquello nuestro era para ellos digamos una envidia. Cuando yo me enteré de aquello, como entonces era tan creyente, le pedí a Dios que yo fuese de los cuatro hermanos el que tuviera menos riqueza eso por las cosas de la vida es así. Después, cuando vi que se empezaban a hacerse ricos si el tener mucho dinero es ser ricos, que se mueran todos antes que yo. Esto sé que no se cumplirá porque yo soy el mayor, y si sucediera tendría que pensar que sí hay Dios aunque nadie lo ha visto, ni nadie lo verá. Pues mi hermana María se puso a trabajar con una que iba a vender a los mercados, que le dicen la de la pesca salada y allí se enteró ella cómo iba el negocio, y pidieron ellos un crédito para levantar en su casa un piso y en vez de hacer el piso compraron una furgoneta de segunda mano y los domingos iban a vender aceitunas y conservas por los mercados y el primer día que iban a Centellas mi cuñado como había niebla no se dio cuenta en una curva y la cogió recta y volcaron por suerte no le pasó a ellos nada. Ya nos hablábamos nosotros, que cuando echó a mi madre y hermana Carmen de su casa estuvimos mucho tiempo sin hablarnos cuando me dijo mi madre lo que le había pasado a la María y a Pedro fuimos mi mujer y yo a verlos y yo le dije ese refrán, que ay de los gitanos que no quieren ver a sus hijos con buenos principios a mi hermana y a mi cuñado les pareció que les había dicho una ofensa pero el tiempo me dio la razón que todos los refranes son verdaderos y como lo que yo prefiero hacer es decir algo de mi vida aunque para ello también tengan que decir algo de los más allegados. Sólo diré que han tenido que no dormir todo lo que hubiesen tenido que dormir para


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hacer lo que han hecho. Tienen más millones que pesan, y de hijos tienen cuatro: la hembra que se llama Ramoneta y ya tiene cuatro hijos 3 niñas y un niño, esa no está con ellos en el negocio. Los otros 3 varones; el que le sigue a la Ramoneta es Pedro y también tiene un hijo varón; le sigue Luís (también tiene un hijo varón) y el menor, Fernando, está soltero. Mi cuñado ya hace años que no va a los mercados. Lo hacen los hijos y mi hermana María todavía va dos o tres días a Manlleu que tienen una tienda en el mercado o plaza municipal. María, mi mujer la Escobala como tú dices parió y siguió trabajando pero ya hace 14 años que sólo hace las cosas de su casa y tiene para vivir sin envidia ni ambición. Te deseo salud para que sigas juntando mucho dinero tu hermano Félix te lo desea de corazón y no te envidia nada de lo que tienes, ni a ti ni a ninguno de nuestros hermanos yo ya he dicho lo que dijo un día nuestro padre, que daría su vida y la dio porque sus hijos pudiesen comer todos los días y yo daría la mía porque todo el mundo (soy más ambicioso en eso que papá fue) pudieran vivir como estoy yo hoy, que sería posible. Pero como estás tú hoy no es posible que esté todo el mundo, pero prefiero que estéis así que no como estuvimos antaño. Adiós, María. Vuelvo al trabajo que hacía en can Anglada. A lo primero se hacían las bovedillas de cemento y arena, y así pesaban mucho. Después pensaron que se le podía echar una parte de tierra volcánica, y traían una tierra de unas montañas que hay en Olot de un volcán que hubo por allí y con esa clase de tierra ya pesaban menos las bovedillas. Pero después ya empezó a haber bovedillas de cerámica y el Pepito que es un buen comerciante un día fue a Aragón y en otros puntos de Cataluña también y empezó a traer de aquellas bovedillas y como los contratistas las querían esas mejor que las que hacíamos nosotros, el Pepito hizo la patente para traer él las bovedillas esas a la comarca empezó a quitar gente de los que hacíamos bovedillas a unos los echaban a los hierros que eran los que pertenecían al Anglada, a otros los echaron a las vigas, y a otros a donde hacía Roura los mosaicos y así nos quedamos el Manuel Rojas y yo. Y de los que estaban en las vigas, que también iban a destajo, había uno que se llama Pepe y le decíamos Pepillo. Ese había tenido un accidente con una moto que


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tenía y de una pierna quedó un poco cojo y cuando le dieron el alta como la mayoría de los obreros somos tan buenos con los compañeros de fatigas, le dijeron a Pepito que aquel no vendría como antes, hasta que no se restableciera no querían que trabajara con ellos y me dijo a mi el Pepito, Félix se va a venir aquí el Pepillo con vosotros hacéis más bovedillas para darle a él el jornal. Estuvo allí con nosotros hasta que cogió fuerza. Yo, la primera semana que estuvo él con nosotros cuando nos dieron los sobres le dije a Manuel vamos a darles a Pepillo cien pts cada uno que a él sólo le han dado el jornal y así lo hicimos mientras estuvo allí con nosotros. El Pepillo nos agradeció aquella acción, y muchas veces nos dijo que lo que hicimos nosotros no son todos los que lo hacen. El Manuel Rojas pertenecía en can Roura y en unas elecciones que hubo sindicales lo pusieron de enlace sindical entonces en muchas empresas ponían los dueños a quien ellos querían y como el Manuel no era capaz de hablar para pedir lo suyo por eso lo pusieron. Dio su mujer a luz en aquellas fechas y los tres días que le daban cuando daba la mujer a luz no se los pagaban ni era capaz de reclamarlos tuve yo que decirle a Pepito cuando le vais a pagar al Manuel los días de cuando su mujer dio a luz y me dijo él: Y por qué no lo ha dicho él? Yo creí que ya se lo habíamos pagado. Cuando nos pagaron la próxima semana se lo dieron. Un día me dijo el Manuel que quería ir a apuntarse para comprar un piso que habían hecho un bloque y ya los habían vendido y decían que iban a hacer otro y como él hasta para eso era corto me dijo quieres tu venir conmigo una tarde cuando demos de mano, y así lo hicimos. Lo que yo no pensaba era que yo iba a comprar también otro piso. Fuimos a ver a uno que se llama Illa. Y ese era el que se cuidaba de aquello. Él se quedó con el 1º 2ª, y yo con el 2º 2ª, los pisos valían, pagándolos a plazos, 316.000 pts. Había que dar 50.000 pts de entrada, y cuando nos dieran las llaves otras 50.000. Después, cuando nos iban a dar las llaves, nos dijeron que el que pudiera y quisiera si lo pagaba al contado le costaría 250.000 pesetas y podía hacer la escritura enseguida. A mí y a mi mujer nos faltaban 15.000 pts para poderlo pagar al contado y fui un día a la casa de mi hermana Carmen a ver si mi madre me las quería prestar. Mi hermana me dijo cosas que le dije: si fueses un hombre iba a ser la tuya o la mía. Me dijo cabrón. Eso era en el piso que


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le tenía dejado el Molist a su marido. Mi madre me dijo que cada uno se apañara con lo suyo. Pues no me hizo falta nada de ella, porque hasta que nos llamaron para hacer la escritura pudimos nosotros ahorrar lo que nos hacía falta suerte como ya he dicho que ellos pudieron más con el comercio y mi cuñado Jordi con la pintura hacer lo que han hecho, si no me hubiesen estado odiando mis hermanos toda la vida porque con nuestro trabajo y nuestros ahorros hacíamos lo que ellos no podían hacer. Después se pudo comprar mi hermana Carmen un piso y por eso a lo mejor mi madre no me quiso prestar lo que le dije. Supongo que se lo daría a ellos y cuando ya tuvieron el piso estoy diciendo un piso y era una casa lo que compraron y cuando ya tuvieron su casa fue cuando mi cuñado Jordi dejó la mecánica y empezó en serio con la pintura. Carmela cuando estoy escribiendo esto tenéis tres viviendas: dos casas y un piso en la costa. Si por lo que me han dicho os estáis haciendo otro piso aunque vosotros no me lo habéis dicho todavía pero aunque tuvierais doscientos mis pisos y doscientas mil casa ni os tendría envidia ni te diría lo que tú me dijiste el día que le dije a nuestra madre que me prestara el dinero que me hacía falta para pagar el piso que había comprado os deseo mucha suerte lo mismo que le he dicho a nuestros hermanos y que veáis a vuestros hijos casados y sean con sus mujeres tan felices como yo he sido y soy con mi mujer. Pondré los nombres de vuestros hijos como he puesto los de los otros sobrinos míos y vuestros: el mayor se llama José María, el segundo Jordi, el tercero Carlos y el pequeño David. Suerte a todos adiós Carmelilla como te decía aunque te lo pudo decir poco tiempo nuestro padre. Y a ti cuñado Jordi te doy las gracias por querer a mi madre como lo estás haciendo, aunque ella os ayudó todo lo que pudo, hoy no tanto porque es mayor. Pero hay a quien se lo han hecho y no han sabido comprender. Gracias una vez más Jordi adiós.



DECIMOQUINTO CAPÍTULO: EN VIC (II) (EMIGRACIÓN - QUINTA PARTE) Vuelvo a como íbamos en el trabajo cuando ya decidieron de no hacer más bovedillas. Pensaron en hacer una viga con piezas de cerámica y hierros y cemento. Probamos hacer unas cuantas entre Jaime Anglada y Manuel y yo aquello era unas piezas muy pesadas y le dije al Jaime esto quién lo tiene que cargar el Manuel y yo a mano porque allí no había nada para cargarlas y dijo eso me parece a mí que esto es mejor no hacerlo y a Manuel lo echaron a can Roura donde hacían los mosaicos y a mí me llevaron donde hacían los hierros y allí entre como si fuese uno nuevo me quitó las 200 pts que me daba y allí íbamos a jornal. Allí había tres turnos de entrar a trabajar, como en Sau a lo primero. Unos se ponían a las 6, otros a las 7, y otros a las 8. Yo, cuando empecé allí me ponía a las 7, pero cuando me dijo el Angalda que ya no me daba las 200 pts en vez de haberlo denunciado, porque eso no podía hacerlo por ley, aunque la ley se la pasaban ellos por las pelotas, porque son todos lobos de la misma camada. Lo que le dije es igual mañana me pongo a las 8 y él dijo haz lo que quieras. Allí él era el dueño para pagar, y el Bernat para hacernos trabajar lo más posible. Ya estaba bien forjado en la carrera de explotador explotado. También entre los que había allí estaban tres hermanos. El mayor de ellos era el que hacía los tubos, y el que tenía de ayudante es de Vilanova de Sau. Ese es un pobre diablo. Se llama Pepe. Y el maestro de los tubos Daniel. El cobraba a destajo y el otro a jornal. Y cuando tenían que sacar los tubos de donde los hacían al patio le teníamos que ayudar algunos de nosotros. Cuántas camisas habíamos roto del hombro los demás para que se llevara él los cuartos. El Daniel era no sé si lo sigue siendo un burro para el trabajo, pero también uno si no el que más de los hombres hipócritas y falsos que han trabajado a donde yo. Después diré algo más de él. Otro hermano suyo era el que estaba de maquinista en una máquina que hacía poco que había comprado y servía para enderezar hierros de 5 mm hasta 12 y los podía cortar desde 50 cm hasta 6 metros, que era lo que hacía el

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banco de largo, y si querían hacer tiras largas tenía uno que coger de la punta y así las podía hacer todo lo largas que quisieran el que estaba en la máquina se llama José y ese siempre estaba maldiciendo la máquina porque si no apretaba los corrones como había que hacerlo cuando la ponía en marcha se le enrollaba el hierro dentro de los corrones y después tenía que volver a aflojarlo todo y por eso decía que no quería estar en la máquina y un día me dijo el Bernat que si quería yo ponerme en la máquina yo le dije aunque ese protesta no quiero que lo quites para ponerme yo y se lo dijo delante de mí como tú dices que no quieres estar en la máquina que se ponga este y él dijo ahora mismo me voy yo a hacer otra cosa y que se quede él y me quedé yo en la máquina pero como yo sabía menos que él como iba aquello cuando cambié de calibre de hierro se mi lio en los corrones y les dije José, dime como hay que hacer para quitar esto y la contestación que me dio fue a ti que te han puesto hazlo tú. Yo le dije: si me han puesto es porque tú no querías estar aquí y no me dijo cómo. Tenía que hacerlo. Tuvo que decírmelo el Bernat. Después me dio el plano de la máquina para que me lo estudiara de noche en mi casa. Cuando fuimos a cobrar aquel sábado me dio Jaime 250 pesetas más de lo que me tenía que dar yo le dije esto por qué es y me dijo por estar en la máquina y le dije no sé si voy a estar poco tiempo en la máquina, porqué el José está enfadado conmigo porque me ha puesto el Bernat a mí en la máquina y me dijo te ha puesto porque se lo dije yo. Después el José y su hermano Francisco que ya está muerto, murió muy joven, era el menor de los tres hermanos que estaban allí y se fueron a una pellería y se quedó allí el Daniel. Yo, que pensaba que estaría poco tiempo en aquella máquina estuve hasta que me jubilé. Al poco tiempo de estar en la máquina aquella estuve viendo unas casa que hacían no muy lejos de donde vivimos nosotros, y si le hubiese hecho caso a mi mujer hubiésemos comprado una fuimos a ver a un cura que se encargaba de aquello. Las casa aquellas las vendían en 550.000 pts con escritura incluida, yo le daba 3000.00 pts, que era lo que teníamos, y el resto se lo iría pagando todos los meses lo que pudiéramos. Él nos dijo que el dueño quería todo el dinero junto, que si queríamos, teníamos que hacer una hipoteca, que él se cuidaba de hacerla y yo como dije anteriormente las hipotecas me parecían lobos rabiosos y no lo hicimos.


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Todavía sale algunas veces a relucir lo de aquella casa. Mi mujer me dice si hubiésemos comprado aquella casa hubiésemos ganado con ella más que trabajando a jornal toda nuestra vida. Y es verdad. Hoy una casa de esas vale 10 o 12 millones. No sé por qué habrán llegado a esa barbaridad de precio una casa. Estuvimos en la travesía de Busquet hasta que el Jaime y el Roura cambiaron para hacer las vigas en la nueva fábrica que habían hecho en unos terrenos que compró el Anglada enfrente de adonde están las casas que le dices del sindicato al otro lado de la carretera de Barcelona, y cuando se cambiaron allí cambió lo que hacía en la travesía de Busquet a la calle Segimundo. Allí empezamos a trabajar el día 13-11-1971. Cuando fuimos allí ya estaba casado el Pedro hacía tiempo que estaba casado y al poco de estar allí ya se l desentendió el Jaime de pagarnos. Ya era la mujer de Pedro quien lo hacía. Nos pagaba con sobre, y si había l99 pts de pico, buscaba cambio y nos daba las 99 pts, no nos daba la peseta de más. No sé si ella cuando trabajaba a jornal se lo hacían así entre ella y el Bernat hicieron cambiar a los Carlís como cuando se le da la vuelta a un calcetín. Vaya Maricarmen y vaya Bernat. Yo se lo dije al Pedro, que eso de querer hacer eso con los obreros no era lo mejor para ellos Pero él tenía que irse al lado de su mujer, como es natural y de su explotado explotador que el Bernat luego lo hacía de otra forma para que todos creyéramos que ganábamos más que los otros. Él era el autor de aquello pero sin dar la cara nos decía que el Pedro te ha puesto 200 pts o 300, según lo que fuera a cada uno, pero a todos nos decía que no se enteren los otros. Así nos tenían engañados como si fuésemos críos. Pero eso también llegó el día que estaba muy visto yo como hacía tanto tiempo que estaba allí y conocía también aquello se lo decía al Bernat tú le das a unos más que a otros porque haga trabajar al que está con él, pero el siempre me lo desmentía. Después de morir el Jaime Anglada, que murió en el 1975, cada hijo varón se quedó con una cosa: el Pepito con lo de las vigas, el Pedro con los hierros. Con el tiempo sacó el Pedro de allí todo lo que hacía para la construcción solo quedó los hierros y vigas de hierro que empezó a traer. El Jaime nunca quería meter allí árabes, pero al fin vinieron allí unos iban y otros venían lo mismo árabes como


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españoles había muchos que decían que aquello era muy pesado y no estaban allí mucho tiempo. Entre los árabes que pasaron por allí había dos hermanos que como nosotros no podíamos pronunciar bien sus nombres a los dos les decíamos Carlos. El verdadero nombre del más joven es Horranch Mohamed este estuvo allí a temporadas se cambió de trabajos varias veces aquí en Vic y también corrió media Europa buscando trabajo. Después fue a Marruecos y se casó con una muchacha más joven que él como casi todos los de su tierra le habían buscado los padres la novia y como la muchacha era tan joven y lo había visto tan pocas veces la primera noche que se acostaron juntos le tuvo que pegar para poder hacer el amor. Después se vino él a Vic y empezó a vender por los mercados como tantos moros hay hoy por las plazas en toda España y con eso se gana la vida hoy tiene en Vic a la mujer, la que no quería hacer el amor ya tiene dos críos. El otro, el mayor, se llama Karrouch Mohamed. Este también tiene hoy aquí la mujer, se llama Fátima, y 5 hijos cuatro hembras y un varón cuando vino en cal Anglada no tenía nada más que un hijo, y cada vez que iba a Marruecos le hacía a la Fátima un crío. Yo se lo decía, ten cuidado, Carlos, que entre más hijos tengáis, más calamidad tenéis que pasar, y él me decía ya lo sé, pero cuando voy la mujer no quiere que se la saque para correrme fuera. Ahora es cuando la Fátima dice que aquí con tantos hijos nunca podrán ahorrar para comprar un piso ese Carlos como le decimos nosotros ha sido si no el mejor si uno de los mejores compañeros de fatigas que yo he conocido. Él me decía cuando estaba yo trabajando con él si todos fueran como tú iría esto mejor pero aquí todos son muy falsos el que te puedes fiar de él es de Antonio Iñiguez los demás no te fíes de ellos y yo como no soy español no te puedo ayudar cuando tú reclamas lo que nos pertenece del convenio y por eso no lo paga el Pedro cuando quiere y si tarda 5 o 6 meses en pagarlos los atrasos se los queda él. El Carlos lleva ya muchos años y todavía no lo ha hecho fijo. Yo, cuando tenía que empezar a trabajar alguno allí y era joven siempre procuraba de enseñarle a hacer las cosas lo mejor que yo sabía cuando vino Antonio Iñiguez cuando estaba conmigo y le decía como tenía que hacer las cosas él me decía como tú las haces no seré yo capaz


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de hacerlas nunca, y yo le decía con lo joven que eres tú pronto lo harás mejor y más rápido que yo porque a todos cuando empezamos nos parece difícil pronto lo hizo más rápido que yo y que muchos. Después lo pusieron a cortar hierros, y ese ha sido uno de los que más cuenta se da de cómo lleva el Bernat lo de los vales. Yo y otros sabíamos que la báscula cada pesada que hacía quitaba un par de kilos y si había 20 pilares o 20 armaduras el Bernat decía pesad una y por aquella sacaba la suma de todas, pero el Iñiguez cuando se pesaba un camión y él le daba al Bernat el peso y hacía el vale después cuando el Iñiguez iba a apuntar otra cosa miraba y un día me dijo con el hierro que pone este tío de más en los vales tiene para pagarnos a nosotros en 2.500 kilos había puesto equis kilos de más. Yo creo que después de morir el Jaime el Bernat quería parte en la empresa porque él se cuidaba de todo lo que allí se hace, y si fuera a jornal más chico o más grande no haría lo que hace. Echó a un cuñado suyo que decía que lo llevó allí de lástima porque nadie le quería dar trabajo. Quitó a otro que ya tenía 61 años de una máquina de hacer estibas y lo echó a cortar hierros que era el trabajo que había que hacer más fuerza ese se llamaba Leopoldo, era el valenciano que estaba cuando yo entré en la empresa. Había sido un pelota y acabó pinchado. Se tuvo que jubilar antes de los 65 años, como también lo hice yo. Allí había muchos que se iban antes que los echaran porque era un trabajo pesado y el que no hacía lo que Bernat quería lo ponía de patitas en la calle. Un día se tuvo que ir uno que se llama José Jurado, un malagueño, buen trabajador. Un día sacó unos fajos de hierros y los puso en un sitio del patio y cuando los vio el Bernat lo quería hacer que los pusiera en otro sitio y él le dijo habérmelo dicho antes, porqué para el tiempo que van a estar en el patio tanto da en un sitio que en otro. Se discutieron y el Bernat le dijo ya estoy harto de ti y el José le dijo más harto estoy yo de tus caprichos y tonterías y para que lo veas ahora mismo voy a que el Pedro me dé la cuenta. Si no hubiese sido por la edad que yo tenía me hubiese ido aquel día con él. Cuando luego lo vi por la calle un día le dije: ¿has visto cómo te han pagado? Tanto como trabajas. Me dijo: eso me está bien, por maricón, me daban 300 pts a la semana, más que a los otros, para que trabajara como un burro. Yo le dije eso es la estrategia de ellos para que


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los obreros nos tengamos unos a otros más mala leche de la que por si no tenemos. entonces estaba de enlace sindical el Leopoldo, que mejor que no hubiese habido ninguno, pero lo pusieron a él porque como entonces era el sindicato vertical se lo exigía el ramo a las empresas. Entonces todavía iban poniendo cada año un día más de vacaciones, hasta que llegó a los treinta días y aquel año pusieron dos días más que el anterior. Yo, como aunque no estaba de enlace me gustaba estar informado de cómo iban los convenios. Le dije a Leopoldo dile al dueño que este año nos tiene que pagar dos días más de vacaciones. Pero él se hizo el longui y nos pagaron lo mismo que el año anterior y yo se lo dije al dueño que nos habían pagado dos días menos y él dijo: “No sabía que se tenían que pagar esos días”. Yo le dije pues el enlace bien lo sabe, y se lo tenía que haber dicho si no se lo han dicho del ramo. Llamó al Leopoldo y le dijo que él no sabía nada y le dije yo no vengas ahora con mentiras que a ti además que te lo dije yo te han mandado una carta del sindicato para decírtelo. Entonces dijo pero yo no quiero liar follones y entonces le dijo el jefe así es como lías follones por no habérmelo dicho, y nos lo pagó a la otra semana. Fue por aquello que cuando hubo elecciones sindicales me pusieron a mí de enlace. Lo acepté porque lo prefería a que estuviera otro y tener que reclamar yo. Cuando estaba de enlace vino una temporada de mucho trabajo. Yo hacía estribos y cuando tenía que cortar hierros en la otra máquina también tenía que atender a ella. Un día me dijo el Pedro no sé cómo voy a hacer para poder sacar adelante tanto trabajo. Yo le dije pues mete algunos más, y él me dijo y cuando afloje el trabajo que hago con ellos los tengo que echar a la calle como no eran capaces de hacerlo pero me puso aquel pero entonces le dije si no quieres meter gente dánoslo a destajo aunque yo con las dos máquina ya voy bien y me dijo bueno si lo ponemos a destajo y tú da avío haced los estribos y los hierros que tenga que cortar la máquina te pagaré una hora más cada día sin hacerla. Yo le dije por mí ya me está bien piensa tú cómo lo quieres hacer y nos llamas a todos y nos lo dices. A los pocos días nos llamó a todos y nos dijo cómo lo había pensado de hacer nos dijo que nos daba 1,75 pesetas por cada kilo de


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hierro trabajado, pero de allí tenía que sacar el dinero para pagarle a cada uno las horas extras que hiciera. Yo les dije a todos: estos, si lo hacemos echando 9 o 10 horas diarias saldremos bien. El primero en contestarme fue el Daniel y dijo nosotros los que tenemos que ir a montar no podemos hacer 9 o 10 horas porque nosotros hacemos 12 y 14 horas cada día y yo le dije pues hecha menos horas y trabaja más o sea que antes de arreglarlo ya estaba la polémica liada. Intervino el Pedro dijo no discutáis, probad de hacerlo que yo he echado cuentas y saldréis bien. Así lo hicimos. El primer mes sacamos 15.000 pts después de pagarle a cada uno las horas que tenía y el jornal que era a parte de la prima allí el que menos horas hacía era el cuñado de Bernat que sólo hacía las 8 que tenía que hacer para el jornal yo hacía 9 y si me veía algún día muy apurado con los estribos hacía 10 y el Iñiguez que hacía 10. Los demás hacían todas las que el cuerpo le aguantaba. Lo que tenía yo que hacer en Sau porque entonces no se ganaba con el jornal ni para comer lo hacían aquellos entonces, cuando solo con la prima que sacamos el primer mes tenían para comer. Pero aquellos pensaron ponerse ricos trabajando para otros y así yo no he visto a ninguno que lo haya conseguido. Con aquello no estaban conformes y pronto llegó a mis oídos que los que hacíamos menos horas les estábamos robando el dinero a los que hacían tantas horas porque ellos las horas que hacían extras sólo les pagaban las horas, y en esas horas no les daban prima, y yo cuando me enteré como a mí me gustan las cosas claras con el primero que hablé fue con el promotor y le dije que estás tú diciendo que los que no hacemos tantas horas como vosotros os estamos robando el dinero dime cuánto te he robado y te lo doy; él me dijo eso lo hemos dicho todos que los que no hacéis tantas horas extras salís ganando yo le dije eso es como lo contáis vosotros porque como lo cuento yo sois vosotros los que salís ganando porque tú cuentas las horas que hacéis desde que os ponéis hasta que dejáis pero no cuentas que de camino hay días que hacéis 2 y más horas por la mañana os paráis media hora para el bocadillo y los que no hacemos tantas horas ni tenemos que desplazarnos a ningún sitio ni nos paramos a comer bocadillo, venimos comidos de casa.


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Pero aquello no le entraba en sus cálculos, y cuando llevábamos así tres meses y la gente no dejaba de criticar le dije al Pedro arregla esto de otra manera, que no tengas que sacar el dinero de las horas extras de lo que nos des. Nos reunimos otra vez y nos dijo ahora voy a hacer esto de otra forma y así no habrá discusiones y nos dijo ahora os daré 50 cm y yo le pagaré a cada uno las horas que haga yo fui el primero que dije a mí ya me está bien. El segundo en hablar fue el Daniel no sé si lo que dijo lo tendrían ya hablado el dueño y él el Pedro decía que no cuando yo se lo dije allí delante de todos lo que dijo el Daniel se lo dije a él si no tiene hecho algún chanchullo de los tuyos con el Pedro te se tenía que haber secado la lengua antes de decirlo. Dijo cuando nos propuso aquello el dueño que si no hacíamos 90.000 kilos al mes que no nos diera nada. Cada uno que juzgue la procedencia de ese tío. Después flojeó la faena o el trabajo ¡y el Pedro nos estuvo pagando aquello hasta que en el invierno nos lo quitó yo seguía cobrando la hora de más hasta que pusieron la semanada de cuarenta horas y como no nos las pagaba se lo dije y cuando nos las dio al poco tiempo me dijo como no hay mucho trabajo te quito la hora, que te daba. Yo como también lo conocía le dije por lo que me la quitaba que era por reclamarle lo que nos tenía que dar. Me dijo no por eso no y yo le dije que ya nos conocemos hace tiempo. Otro día que discutí con él me dijo lo que él solía decirle a muchos si no te tiene cuenta ahí está la puerta te puedes ir y yo le dije vete tú que cuando yo vine a tu casa era esto tanto tuyo como mío no volvió más a decirme aquello a mí sólo me dijo sí y yo le dije sí tú bien lo sabes. Lo que más me dolió de lo que allí me pasó y lo que adelantó un año mi jubilación porque yo tenía pensado jubilarme a los 62 años porque cuando dejó mi hijo José María de ir a la Escuela Industrial para aprender electrónica que era lo que le gustaba pero allí le enseñaban poco de lo que él quería más tiempo lo tenían haciendo cuentas y escribiendo y como a él no le agradaba aquello dijo que lo dejaría y buscaría trabajo y como entonces no querían aprendices no encontraba trabajo y le dije yo al Pedro Anglada que si quería que fuese mi hijo allí a trabajar y me dijo que no. Pero después cogió una obra en Sant Bartomeu del Grau, en la fábrica de Puigneró y allí había que hacer unos depósitos muy grandes


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y me dijo un día tú no querías que viniese aquí tu hijo y le dije que sí y me dijo pero de momento no le haré ningún contrato sólo le haré un seguro por si se accidenta yo le dije tú mismo también me dijo que cuánto quería que ganara yo le dije hasta que se enseñe como va esto de este trabajo dale el jornal que quieras y me dijo le pagaré por horas yo le dije pero como él no ha trabajado todavía que haga 8 horas y él dijo bueno se las pagaré a 125 pts las horas yo le dije bueno hasta que aprenda me está bien lo que le des. Lo que le pusieron a hacer poco tenía que aprender lo pusieron con Antonio Iñiguez a cortar hierros Había muchos días que tenían que mover más de 30.000 kilos de hierros entre los dos. Cuando pasaron los tres primeros meses me dijo el Pedro le voy a hacer un contrato de tres meses a José María yo le dije házselo por seis y él me dijo cuando termine ese si hay trabajo le hago otro yo creí que cuando le hiciera el contrato le pagaría ya en nóminas un jornal. Y me dijo le seguiré pagando por horas y le subiré 10 pts la hora; así pasaron otros tres meses y después le hizo otro de otros tres meses. Por aquellas fechas me llevaron a mí a San Bartolomé del Grau a montar hierros porque tenían prisa para terminar aquellos depósitos un día estuvo lloviznando todo el día y yo le dije al Esteve que era el que hacía de encargado de aquello que nos fuésemos a Vic y en el taller echaríamos el día el Esteve era el que hacía como he dicho de encargado pero el Daniel con su falsedad nunca supimos como trabajaba allí que por él estuvimos allí poniéndonos hechos una sopa hasta última hora que vino el Pedro terminar ese tramo y vámonos y todavía le dijo el Daniel ya que estamos mojados es lo mismo y en los días que estuve yo allí el Bernat hacía a mi hijo que hiciera más horas lo mismo que las tuvimos que hacer el Iñiguez y yo que fuimos los dos que nos llevaron allí para preparar los hierros para que los otros los fueses montando allí nos pagaba el Pedro la comida para no perder el tiempo de ir y venir a Vic. Con el jornal que le daba a mi hijo, que trabajaba tanto como otro cualquiera me tenía negro si venía un día de fiesta a él no le daban nada de ese día había tres de los que están allí que cada uno me decía una cosa el Karrouch me decía Félix como tienes aquí a tú hijo ganando tan poco, ¿por qué no vas a dónde trabaja mi hermano que allí le pueden dar trabajo? Fue pero como no tenía 18 años no le dieron el Iñiguez me


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decía no le dará vergüenza al Bernat de no decirle al Pedro que con lo que trabaja José María no le dé más dinero y el otro que también me decía con lo que tú has reclamado para otros como consientes que le den esa porquería a tu hijo ese es Antonio González. Entre lo que yo tenía metido en el cuerpo y lo que me venían diciendo aquellos que era la verdad lo que me decían un día había hablado con el Pedro para que le pagara los días de fiesta ya que no quería ponerlo en nómina no me dijo ni que sí ni que no se hizo el desentendido como siempre que no le convenía una cosa que diferencia del Pedro que yo conocí cuando fui a su casa a trabajar al Pedro que conocía. En aquellos momentos llegó otra fiesta y cuando llegó mi hijo a casa, que él daba de mano una hora antes que yo, miro su sobre y tampoco le había pagado el día de fiesta. Yo, cuando fuimos al otro día a trabajar estaba deseando que viniese el Pedro por donde yo estaba trabajando y viendo que no venía fui yo al despacho para hablar con él pero no estaba allí nada más que su mujer y le dije no está el Pedro y me dijo no hoy está fuera, qué querías, Félix? Que qué quiero que no tenéis conciencia que había hablado con el Pedro para que le pagarais los días de fiesta a José M. y os habéis hecho los desentendidos y me dijo ya le diré al Pedro cuando venga lo que me ha dicho que no tenemos conciencia. Yo le dije cuando yo hable con él también se lo diré. Pasaron unos días y aunque pasaba por donde yo estaba no me decía nada de aquello y a mí me daba fatiga de tener que volver a discutir con él hasta que le faltaban 5 o 6 días para que mi hijo cumpliera el contrato. Entonces vino una mañana por la máquina que yo estaba; venía el hombre nervioso, cuando me dio los buenos días como ya conocía bien las reacciones suyas antes de que me hablara de lo que me iba a decir le dije qué pasa Pedro, que estás tan nervioso y me dijo nada y a continuación me dijo cuándo cumple José María el contrato se tiene que ir porque ahora no me hace falta yo le dije eso lo sé yo desde el día que le dije a tu mujer que no tenía conciencia ninguna, que damos tú y yo que cuando mi hijo supiera como había que hacer las cosas le pagaras lo que tienes que pagarle y el primer día que vino ya lo pusisteis donde está todo aprendido: hacer mucha fuerza moviendo o cortando hierros.


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El, por decirme algo, me dijo: el día que haga falta ya le diré que venga otra vez. Yo le dije a mi hijo que terminara allí los día que le faltaran para terminar el contrato para que pudiere cobrar el paro hasta que pudiera encontrar otro trabajo no era para aprovecharme yo del dinero porque nosotros nunca nos hemos quedado con el dinero que han ganado nuestros hijos sólo le hemos cogido una parta para la comida yo en aquellas fechas estaba haciendo una hora extra y desde aquel día le dije al Pedro como dices, aunque es mentira, que hay poco trabajo yo ya no vuelvo a hacer aquí más una hora extra. También le dije a los que estaban allí trabajando si echan a mi hijo de aquí es porque vosotros queréis si le dijerais al Pedro si hechas de aquí a José María dejamos nosotros de hacer horas extras y los que antes me decían que por qué no reclamaba más dinero para mi hijo decían, excepto el Karrouch, que ese aunque era el que más hijos tenía lo hubiese hecho pero los otros decían que cualquiera los ponía de acuerdo a todos. A la semana siguiente de echar a mi hijo trajeron a otro árabe a trabajar allí, el Pedro estaba nervioso cuando habló conmigo pero yo no sé cómo me puse cuando vi venir a aquel hombre a trabajar allí si con la mirada hubiese podido fundir al Pedro a la Maricarmen y Bernat y alguno de los obreros lo hubiera hecho, y lo mismo que yo les conocía a ellos las reacciones me conocían a mí ellos y el Daniel fue el que se atrevió a decirme si con la vista nos pudieses fundir lo harías. Lo quise denunciar, aquello de que allí había árabes sin asegurar y se hacían muchas horas extras. Se lo dije a mi hijo Félix que sabía cómo iban las cosa del sindicato mejor que yo y me dijo tu puedes hacer lo que quiera el José Mª es joven y ya encontrará trabajo que no tendrá que hacer tanta fuerza como hay que hacer ahí y lo único que puedes sacar de eso será que a él le echen una multa por las horas extras que hacen de más y eso a él poco le va a influir pero a los árabes que tiene los pueden echar a la calle y piensa tú que esos hombres han venido aquí como tú viniste a buscar un jornal para darle de comer a los suyos porque donde nacieron no se lo daban. Con lo que me dijo mi hijo tenía que haber tenido cerdas en el corazón para haber denunciado aquello, lo único que iba a hacer era que echaran de trabajo a más hombres. Que como bien me dijo mi hijo habían venido tan lejos de sus tierras a ganar el pan para ellos y los


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suyos como yo vine. Mi hijo José Mª estuvo allí entre los últimos meses del 1981 y los primeros meses del 1982. Yo tuve que seguir yendo a aquella casa a trabajar hasta últimos de agosto de 1985 las primero meses después de echar de allí a mi hijo iba yo allí a trabajar con unas ganas y una alegría. Pero tuve que hacer una vez más de tripas corazón por el bien de los míos y de mi salud. Porque con los nervios que cogí no sé cómo hubiese terminado. Mi hijo estuvo un poco de tiempo en el paro, hasta que su hermano le dijo ve al Ayuntamiento que quieren darle trabajo a los jóvenes que no hayan trabajado, y fue y estuvo unos meses después, cuando tenía que ir a la mili le tocó excedente de cupo y fue buscando trabajo y en una fábrica de curtidos como no tenía que hacer la mili le dieron trabajo le fueron haciendo contratos de seis meses y así llegó a los tres años, que decían que era lo máximo que podían estar si no les hacían fijos y como de fijos hacen a muy pocos el mismo Ramón Serra que era el dueño de la pellería le buscó un trabajo y en él estuvo seis meses y después volvió en can Serra y allí está trabajando y su hobby es la radio y la música. Ya que estoy hablando de mis hijos diré también algo de mi hijo el mayor. Él, cuando estuvo en el colegio de los maristas como es sabido su madre y yo queríamos que hubiese estudiado alguna carrera que entonces empezaban a hacerlo los hijos de algunos obreros y él tenía facultades y nosotros con mucho gusto nos hubiéramos esforzado para que lo hubiese hecho. Pero cuando se es joven no sabe uno lo que es mejor para él y nos dijo yo no quiero que vosotros estéis trabajando para que yo esté estudiando yo cuando termine este curso me buscaré trabajo y dejo de estudiar y con 14 años y unos meses dejó el colegio y tenía el 4º de bachillerato y la reválida que hizo. Tampoco estaba los trabajos para los jóvenes muy buenos como yo estaba trabajando era su madre la que iba con él buscando a dónde colocarse. Lo primero que hizo fue en una casa que hacían poliéster de allí paso a otra de lo mismo y después a una casa que se dedican a poner vidrios; este sí hizo la mili, la hizo en el Cir de Zaragoza. Cuando se casó lo hizo por lo civil como estuvo en colegios de mojas y frailes ya quedó satisfecho de ellos también la hicieron en la intimidad familiar solo estuvimos los padres de la novia, su padre que


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ya ha muerto y se llamaba Pedro Canadell y la madre que se llama Montserrat Rifá y su tío Luis y su hermano que se llama Vicente. Y por la parte de mi hijo su abuela Petra que es mi madre, mi otro hijo José Mª, mi mujer Lucía y yo, Félix. Ese enlace matrimonial dio su primer fruto y único hasta ahora una niña que se llama Laia, que es una preciosidad con sus ocho añitos que tiene cuando estoy escribiendo esto si sigue con los estudios y la afición que tiene ahora no creo que le pase como a su padre, que no quiso estudiar cuando tuvo que hacerlo. Y cuando llegó a 30 años se dio cuenta que otros con menso capacidad que él tenían carrera y empezó él a hacer una que pienso lo mismo que él que para el próximo año que será el 1990 la tendrá terminada. Estudia derecho laboral y desde noviembre del 1988 está trabajando en un despacho administrativo. De joven, aunque todavía lo es, decía que no era capaz de estar todo el día sentado en un despacho, pero ahora ve que sí se puede estar mejor que subir la Collada de Toses nevada con un camión de cristales y después tenerlos que poner algunos en las claraboyas de los tejados. No tengo nada en contra de los hombres que lo hacen, los admiro. Pero mi hijo para probar ya estuvo 14 años ya sé que otros tienen que estar hasta que se jubilan suerte a todos y que no se les hagan los últimos años tan pesados como se me hicieron a mí los míos. Como dije anteriormente tenía pensado de jubilarme a los 62 años pero con lo que me hicieron con mi hijo no sé cómo tuve cojones de llegar a los 61. Allí, cuando yo entré a trabajar me pusieron de ayudante, y de ayudante de peón, como me decían algunos, y cuando pasaron 20 años ya vi que el día que me tendría que jubilar, si tenía algo de oficialidad y cobraría algo más que de ayudante y al primero que se lo dije fue a Jaime ya estaba el hombre enfermo y me dijo lo que sabía yo si no me moría antes que él que cuando me fuese a llegar la hora de la jubilación él me haría oficial de primera y así cobraría algo más pero él se fue de este mundo y yo seguía de ayudante, después se lo dije al Pedro, y me dijo que ya me haría; pero él ya nunca llegó y cuando le dije que si me arreglaba lo de la especialidad años más tarde que me jubilaría a los 62 años pero como era tan tranquilo cuando quiso hacerlo ya fue tarde. Ya no podía hacerlo, y el 1984 aflojó de verdad el trabajo. Lo que se iba haciendo lo íbamos allí almacenando casi todo


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y un día dijo no sé cuánto tiempo podré aguantar esto así aquí con la mitad de los que estáis tendría bastante y como yo estaba de aquello y de aquellos hasta por encima de la coronilla le dije si nos ponemos de acuerdo cuando yo cumpla los 61 años soy el primero que me voy de aquí. El a lo mejor tenía tanta gana de echarme como yo de irme y él por decirme algo me dijo no decías que te jubilarías cuando tuvieses 62 años yo le dije eso pensaba pero como te sobra gente me voy yo me dijo cuánto quieres que te dé le dije cuánto me das tú y me dijo 300.000 pts y le dije eso que tú dices ya está en el convenio que los tienes que dar a los que se jubilen antes de los 63 años y me dijo entonces que quieres que te dé y fui pobre hasta para pedir con 27 años que llevaba allí le pedí un millón de pts él decía que aquello era mucho yo le dije piénsatelo y ya me dirás lo que sea si me hubieses puesto de oficial cuando lo tenías que hacer ahora no te pediría eso porque lo que me rente a mí eso si me lo das será lo que cobraré de menos por no haberme hecho oficial. Yo cumplo los años el 22 de agosto y ese mes era el que se hacían allí las vacaciones, y las siguen haciendo los que hay allí; aunque no voy por allí me entero. Cuando volví de las vacaciones y me puse a trabajar vino a dónde yo estaba el Pedro y me dijo cómo vamos a arreglar eso tuyo yo le dije mira lo que me queda a mí al mes y lo que tú me vas a dar. Entre lo que él me quería dar y lo que yo le pedía llegamos a un acuerdo de que me diera 800.000 pts me dijo que me daría 200.000 y las otras cada mes 100.000 pts. Fue a ver al que llevaba las nóminas y me trajo cuanto me quedaba si me jubilaba a los 61 años y lo que me podía quedar si quería estar 2 años en el paro. Fuimos aquella misma mañana a la gestoría y allí le hicieron un papel de cómo me tenía que dar el dinero que por cierto en las 800.000 pesetas incluyeron lo que me pertenecía de lo que me tenían que dar de las pagas extras ordinarias el reloj que me regaló el Pedro se lo cobró. Pasé dos años al paro. Por eso, cuando hacen el recuento de los parados hay tantos. Yo no esperé los dos años de paro. Cuando cumplí los 62 años le dije me dieran el alta en el paro y me jubilé. Cuando me despedí de los que se quedaban allí trabajando me acongojé. Les dije que tengáis salud y trabajo hasta que os llegue el día que os jubiléis como yo, y al Pedro le dije que tengas trabajo mientras quieras ser empresario. El me dijo mira esto es un regalo que te hago era el reloj que dije anteriormente que era un regalo pero se


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lo cobró aunque si no me lo hubiese dado el reloj tampoco me hubiese dado lo otro. En el reloj le dije que si le podrían grabar la fecha que entré a trabajar allí y la que lo dejaba y que pusiera Pedro Angalda a Félix Jurado así lo hizo también me dijo que podría ir allí a verlos a ellos y a los trabajadores cuando quisiera yo como ya no iba a trabajar más allí estaba dispuesto a olvidar todo lo que nos tuvimos que soportar unos a otros y haber ido algún día de tarde en tarde por allí. Pero después de salirme yo de allí ocurrieron tres cosas que son las siguientes: el Bernat que fue el promotor de cuando se casó el Pepito y el Pedro para que entre todos los que estábamos trabajando le hiciéramos un regalo pues cuando yo dejé de trabajar allí propuso a los demás que entre todos hicieran una placa en nombre de todos ellos por tanto tiempo como habíamos estado trabajando juntos para dármela a mí. Yo me enteré de que fue uno el que no quiso colaborar para aquello no pongo su nombre porque pienso que sería más de uno; si los otros hubiesen querido lo hubiesen hecho. Lo segundo que pasó a los tres meses aproximadamente de no estar yo allí celebraron las bodas de oro de la empresa y uno me dijo Félix no te he dicho nada el Pedro para que vengas con nosotros que nos va a llevar un fin de semana a Mallorca. A mí cuando me lo dijo aquel no me había avisado ni me avisó. Fueron ellos y los que tenía el Pepito en las vigas ellos creían que iban a gastos pagados pero a un teatro que fueron se tuvo que pagar cada uno su entrada. Los casados que eran casi todos también llevaron a las mujeres. El Bernat también propuso el hacerle al Pedro de tan magno acontecimiento, un regalo, y el que dijo públicamente que para hacerme a mí lo que propuso el Bernat no daría ni un duro. Ese payés, que era lo que había sido toda su vida, y no es que sea deshonra el ser payés sino todo lo contrario, para mí es una persona que no sé cómo catalogarla. Un día que tenía que coger los nombres de todos y por no ir a pedírselos a la mujer de Pedro me los iban dando cada uno de los que estaban allí y cuando se lo dije a él que me lo diera me dijo: tú charnego en vez de meterte en estas cosas agafa la maleta y vete a tu tierra. Él es de Vilanova de Sau y aunque antes no puse su nombre ahora para que no haya duda lo pongo: se llama Pepe Dalmau. Aquel día cuando me dijo charnego coge la maleta y vete a tu tierra


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le dije unas cuantas cosas, entre ellas le dije que gracias a los charnegos como decía él, y a catalanes que no son tontos como tú, hemos hecho muchas cosas y muy buenas en Cataluña y entre ellas que tú puedas venir de Vilanova de Sau por carretera que antes tenías que venir por las veredas como los animales y gracias al pantano que fue hecho por el 98 % de charnegos como tú dices tiene Vilanova un canon para que arreglen sus calles, y lo que le haga falta. Y aquí en Vic gracias al pantano se está haciendo lo que se está haciendo sino no sé a dónde estaría ahora trabajando y tú estarías en Serrabaixa guardando animales como hacías antes de venir por aquí los que vinimos. yo aquello como no soy rencoroso lo olvidé y cuando pasó un poco de tiempo le hablaba como si nada hubiese pasado entre nosotros y hoy si lo veo por la calle le digo adiós pues cuando el Bernat propuso hacerle a Pedro el regalo dijo el Dalmau que sea una cosa buena, que sea de oro aunque tengamos que dar cada uno 20.000 pts. En fin, esas son las cosas de muchos de los obreros. Que no somos capaces de mirar unos por otros, y sí por los que nos están explotando. Y la tercera cosa que pasó allí y que yo no haya vuelto a poner allí los pies desde el día que tuve que ir para que el Pedro me firmara unos papeles para la jubilación es que un día fue uno que trabajaba con el Pepito a donde hacen las vigas y fue al despacho y estuvo allí un rato hablando con la mujer del Pedro y después le dijo voy a ver qué hacen los trabajadores y ella le dijo es mejor que no vaya, porque tienen mucho trabajo y lo que hace es entretenerlos después me lo dijo a mí ese es Juan Ruiz yo le dije verás como a mí no me lo dice porque yo mucho tengo que cambiar de opinión para volver a entrar allí ya lo hice bastante tiempo. Los primeros días cuando dejé de trabajar me pasaba como creo que le pasará a todos cuando dejan de trabajar por la edad y cuando por la mañana miraba el reloj me pedía el cuerpo saltar de la cama aunque fuese como lo había hecho muchas veces de mala gana pero enseguida me decía a dónde vas si ya puedes hacer lo que quieras con tú tiempo y como siempre tenía metido en la cabeza que si no me moría antes de jubilarme tenía que escribir algo de lo que había pasado por este mundo, y como soy tan mal escritor y tengo tantas faltas de ortografía mi nuera Anna que es la que tengo de nuera de momento hasta si algún


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día mi hijo José Mª le da por buscar alguna mujer y se casa yo lo único que quiero es que el día que lo haga que sea como su cuñada y se puedan llevar como se lleva mi hija política Anna y mi hijo Félix. Si ellos tienen alguna discusión como en todos los matrimonios las tenemos y el que diga lo contrario miente pues ellos si la tienen a nosotros aunque vivimos en la misma casa ellos en la planta baja y nosotros en el piso que tiene la casa a nosotros no nos cuentan nada si se discuten a nosotros. Siempre los vemos felices lo mismo ellos que su hija que como he dicho ya tiene 8 años y juegan los tres como tres buenos amigos cuando está con sus padres que a ella la ha cuidado mi mujer y como iba diciendo mi hija política había ido el año antes de yo dejar de trabajar a una escuela de adultos y ella fue la que me dijo a donde podría ir a apuntarme y así lo hice y fui un curso a la escuela íbamos de 3 a 5 de la tarde la primera maestra que tuve se llama Cecília. Con ella iba aprendiendo algo pero se puso enferma y la que pusieron en su puesto se llama Carmen esa lo que hacía más que enseñar era hablar con las otras mujeres que era lo que había. De hombres nos apuntamos tres aquel curso y dos se fueron enseguida uno iba para hacerse el carnet de conducir y creía que a escribir y a leer se aprendía tan pronto como a hacer un cigarro y el otro también fue pocos días y me quedé solo de hombres y 6ó 7 mujeres que algunas iban más que para aprender a leer a pasar el rato y contar sus penas entre ellas había 2 marroqueñas: esas más que para aprender a escribir querían aprender a hablar el español. Un día se estaban riendo y les preguntamos de qué se reían tanto. Y la que sabía hablar mejor el español nos dijo como era el tiempo de las rebajas que en el libro decía rebajas de hombres. Después no eran ellas solas las que reían, sino toda la clase. Cuando terminó el curso hicimos un viaje entre todos los alumnos de las dos clases que había. Fuimos en un autocar a Barcelona nosotros fuimos mi mujer y yo los que estábamos casados podíamos llevar a nuestra media naranja como cada uno tenía que pagar su plaza nadie se podría quejar; aquel día vimos dos cosas que mi mujer y yo no habíamos visto, que son el Museo de la Ciencia que allí hay cosas muy interesantes lo que más nos llamó la atención fue el Planetario y después no llevaron a ver el parque Güell pasamos un día bueno en Barcelona yo cuando después me decían alguien si iba a ir más al colegio le decía que ya


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había terminado la carrera. También desde que dejé de trabajar soy yo el que va a hacer la compra para la casa muchas veces a lo primero mucha gente me decía que no está bien la Lucy que es como le dicen a mi mujer cuando vino a Vic; le cortaron un trozo del nombre porque Luciana es muy largo. Ahora ya nadie me dice nada cuando vengo de compras y también va habiendo varios hombres, sobre todo jubilados que hacen ellos parte de la compra como yo así hay que aplicar aquel refrán: mal de muchos, consuelo de tontos. Además de la compra también le ayudo a la mujer en algunas cosas de la casa. En algunas me reprime porque yo no sé hacerlas como las hace ella: el tender la ropa cuantas veces la tiene ella que rectificar. Algunos días le ayudo a enjuagar los platos pero como ella está acostumbrada a hacer todo lo de la casa de medio lado; que puede: lo hace sin que yo me dé cuenta. También desde que dejé de trabajar quito los platos y los cubiertos y lo que hay encima de la mesa después de comer a lo primero me decía: “deja eso quieto que ya lo quitaré yo”, y yo le decía: “come tranquila”, porque yo siempre termino de comer antes que los demás. Le costó trabajo que yo hiciera eso, y ya es casi una obligación mía que hago de buena gana. Yo cuando estaba trabajando no me daba cuenta del trabajo que tiene una mujer en casa. Si quiere hacer las cosa que hay que hacer en una casa. Ella que hoy sólo tiene que hacer las cosa de la casa y la compra se la hago yo mucha que también se pierde bastante tiempo pues ella en casa siempre está haciendo una cosa u otra, hasta cuando está sentada si no está cosiendo está haciendo lana ahora que sólo hace lo de casa tiene poco tiempo libre cuando tenía que hacer 8 o 10 horas en otros sitios; suerte que era joven. Pero como estaría cuando se iba a la cama. No he visto no sé si lo hay en algún sitio del mundo algún monumento a las mujeres que tienen de profesión amas de casa por mí sería uno para hacerlo. A los que están jubilados y no se han hecho todavía a su nueva vida y a los que se vayan jubilando les aconsejo que se vayan olvidando del trabajo y piensen que ya ha llegado otra nueva vida para ellos yo no les puedo decir lo que ellos tienen que hacer porqué cada cual es muy libre de hacer lo que quiera. Yo voy a decir lo que hago cada día si no llueve esto hace que lo estamos haciendo unos cuantos un año porque


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antes solíamos dos o tres y nos liábamos a andar, y cuando volvíamos a casa nos dolían los pies de tanto andar hay que andar, como dicen pero no tanto como hacíamos nosotros yo ahora lo hago de otra forma por la mañana si hace buen tiempo me levanto alrededor de las 9, voy a comprar el pan y lo dejo en la bolsa en la panadería y me doy un paseo hasta la plaza si tengo que comprar alguna cosa la compro y si no me doy un paseo por la plaza y después me vuelvo para casa entre unas cosas y otras ando por la mañana unos 2 kilómetros excepto los días que tengo que ir a por la leche y huevos que voy a una casa de payés que estaba de mi casa uno 600 metros esos días ando eso de más y por las tardes es cuando nos juntamos en un bar que le dicen la Poncella casi todas las tardes dos y yo tres y nos vamos a una casa de campo que de mi casa allí hay tres kilómetros llegar allí nos juntamos casi toda las tarde 5 o 6 como mínimo y estamos allí charlando de nuestro pasado y presente desde las cuatro y media que es la hora que nos juntamos allí hasta las 7 aproximadamente a la casa aquella que vamos está sin habitar y si llueve tenemos allí a donde meternos. Tenemos allí hecho un banco con unas maderas puestas encima de unos ladrillos; esas maderas ha sido el Ramón, que fue el primero de los que vamos allí el que descubrió esa casa solitaria yendo paseando por allí y él fue por lo tanto el primero que vio en un container que hay en la puerta de una fábrica que hacen muebles y vende maderas y allí en el container echan los trozos de madera que no les sirven que algunos son bien grandes y el Ramón que va aquella casa por la mañana y por la tarde es el que llevó allí las primeras maderas. Él es el único que está soltero de los que vamos allí, y está viviendo en casa de su hermana Carmen. Después, cuando empezamos a ir el Manuel y yo y vimos el contenedor y las maderas que allí tiraban, le dije a Manuel qué buena madera para encender la calefacción y como de los que vamos allí de nuestro grupo sólo en mi casa es a donde hay calefacción que va con leña y carbón, me dijo el Manuel pues cada día te puedes llevar unas maderas que cuando llegue el invierno ya tienes la leña para encender lo comentamos allí con el Ramón y él tuvo mejor idea y nos dijo lo que hacemos es cada día que pasemos por allí y haya maderas no traemos cada uno unas pocas y las guardamos aquí y cuando haya bastantes vienes con el coche y te las llevas y así lo empezamos a hacer y hoy


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cuando escribo esto ya tengo lleno de esas maderas todo el sito que tenemos en casa para poner la leña y le he dicho a los que me ayudan a llevar a la casa que vamos a pasear por las tardes que tengo leña para encender la calefacción todo el invierno que ya no cojan más porque no tengo donde ponerla en casa. Y el Ramón dice el traerla aquí no cuesta ningún trabajo, aquí la guardamos y luego si en el invierno te hace falta te la llevas porque cuando hace frío vienen muchos y se la llevan del container en seguida que la echan así seguimos haciendo lo que dice el Ramón. Este Ramón es el que estuvimos juntos trabajando en el pantano de Sau Algunas tardes cuando llueve y es el tiempo de los caracoles; también cogemos por aquí hay bastantes de ellos, y lo mismo que la leña soy yo el que me los llevo: al Manuel no le gustan y al Ramón hay veces que se los lleva a su sobrina u otras me las da a mí. También uno de la colla que nos juntamos la mayoría de las tardes cuando fue el tiempo de sembrar las tomateras limpió de hierva un trozo y sembró unas cuantos quería ver si allí se podían criar buenos tomates pero no pudimos verlos como allí hay una fuente y por allí vienen bastante gente y no sabemos si fue gente grande o chica quien arrancaron las tomateras a sí de plantar allí tomatera se nos han quitado las ganas y el Ramón dice que lo que podemos sembrar son acelgas, que eso como se hace muy grande si las dejan crecer puede haber para todos. Ya veremos lo que pasa si los sembramos y los arrancan tampoco perdemos nada porque nosotros como muchas veces comentamos la vida que hemos tenido que vivir nunca hubiésemos pensado que nos iba a llegar el día que a nuestros años íbamos a vivir como estamos viviendo. Cobrando unos más y otros menos y tener todo el tiempo libre para hacer lo que nos dé la gana eso sí sin hacerle daño a nadie ya que vivimos una guerra civil y una amarga postguerra que podamos vivir los años que nos queden y morir en paz. Allí también viene con nosotros dos o tres tardes a la semana un hombre que ha sido payés toda su vida; es un hombre de los razonables y buenos que yo he tratado. Vino de Sau; allí tenía él una casa y unas tierras que parte de ellas se la expropiaron cuando hicieron el pantano y el reto que le quedó tuvo suerte de venderla bien a uno de Barcelona que pensaba como él dice que los estudiados creían que cuando estuviese embalsado el


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pantano allí se haría un arenal y podrían hacer allí negocio pero como se equivocaron que allí lo que se ha hecho en vez de un arenal ha sido un fangal de mierda la casa que tenía en Sau. José Autell, que ese es el hombre del que estoy hablando, le decían en can Mateu. El, con lo que le dieron por aquello y lo que tenía se compró unas tierras cerca de la casa a donde vamos nosotros por las tarde que esa casa y las tierra que tiene de un tal Roquet y José Autell se hizo una casa y una granja y también siembran las tierra de Roquet y con eso tienen mucha comida de la que le dan a las vacas. José Autell ya hace tiempo que él no lleva el trabajo del campo ni de las vacas la lleva su hijo el mayor que por cierto se ha quedado el hombre viudo. El José tiene 84 años y como tal lo respetamos todos. Él también dice como nosotros cuando hablamos de los tiempos que estábamos en Sau nosotros el Ramón y yo trabajando en le pantano y él con sus cuatro vacas y sus tierras que cualquiera nos iba a decir en aquellos tiempos que íbamos a estar como estamos; es un guasón: nos dice vosotros sois más ricos que yo porque no hacéis nada más que pasear y yo todavía cuido un poco de huerto que tengo cerca de la casa. Le faltan 3 meses para los 85 años y dice cuando cumpla los 85 años ya hará 20 años que me jubilé y entonces ya no haré nada ya dejaré el huerto que lo arreglen los hijos y seré rico como vosotros. Nos cuenta muchas cosa de sus años vividos entre ellos que en la guerra hizo como hicieron muchos de por aquí esconderse para no ir a la guerra dice que como él no hizo la guerra por eso no fue a ella. Voy a poner los nombres de los siete que nos juntamos allí por las tardes y de uno que es el que nos hace de vez en cuando alguna foto aunque ya le hemos dicho que nos va a hacer pocas más porqué es muy mal fotógrafo que nos saca muy arrugados podré el nombre y de donde somos y la edad de cada uno. Empezaré por el mayor y terminaré por el menor. José Autell Bruguera edad 84 natural de Vilanova de Sau (Barcelona); Ramón Ruiz Valenzuela, 67 años, natural de Córdoba capital; Leandro Peñalver Ramírez, 66 años, natural e Cañamaque (Soria), Ventura Romero Delgado, 65 años, natural de Zalamea (Badajoz) este es el que nos hace las fotos es muy aficionado a ello; Manuel Román Muñoz, 63 años, natural de Espiel (Córdoba); Isaías Sánchez García, 62 años, natural de Hinojosa del Duque (Córdoba), y yo, 65 años. Estos somos los que nos juntamos


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de lunes a sábado en la casa de Roqueta, que está cerca de la carretera que va para Olost de Lluçanès. Los domingos y días festivos hace lo que quiere cada uno lo mismo que lo podemos hacer todos los días del año No es ninguna obligación que no haya impuesto nadie pero el día que no vamos allí encontramos aquello a faltar y los que van echan en falta al que no va, aunque para no ir allí por la mañana y por la tarde tiene que estar enfermo es Ramón a él le tenemos dado allí los poderes, y José le dice tú Ramón eres el que tienes que cuidar esto bien para que vengan aquí tus amigos Allí lo pasábamos bien lo hemos bautizado aquello como nuestra pequeña Moncloa. Nosotros discutimos y siempre nos ponemos de acuerdo. Por eso, cada uno estamos conforme con el puesto que tenemos en nuestra pequeña Moncloa. Fin (24-9-1989)

Esta foto fue hecha el día 12-7-1989. Los que están son: Ramón Ruíz Valenzuela, Isaías Sánchez García, Manuel Román Muñoz, Leandro Peñalva Ramírez y yo. No sale el que tiró la foto, Ventura Romero Delgado.


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