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Un dulce pasillo con sabor a sal
from IKIGAI
Por Ángela Lascano y Diana Parada
Las chicas necesitan, ¡Déjenlas bailar! gritó un señor de abrigo azul, al ver que la agente municipal nos pedía retirarnos del lugar. Yo solo alcancé a voltear mi cabeza para ver el rostro de quien nos había defendido. No pude distinguirlo con claridad. El señor ya se alejaba empujando un carrito blanco, por lo que pronto su figura se perdió entre la gente de la calle García Moreno del Centro Histórico. Aunque no alcancé a agradecerle, sus palabras son las primeras que recuerdo cuando rememoro la escena. De cierta manera, ejemplifican una de las facetas que se vive como artista callejero: la solidaridad de la gente que te mira como un compañero. Mientras veía alejarse al señor, la agente continuaba, en cierto modo, retándonos. Nos explicaba que no podíamos estar ahí libremente. Necesitábamos audicionar ante la Secretaría, para posteriormente conseguir un permiso que nos certificara como artistas. Estas calles son históricas - nos decía muy seria – no pueden venir a bailar sin estar certificadas. Diana y yo alegamos un poco. Aún sabiendo que nada iba a cambiar, le explicamos que era la primera vez que veníamos, que esperábamos sacar el permiso más adelante. Pero nada sirvió. La señorita nos pidió retirarnos de la calle en específico y del Centro Histórico en general. No atendió a razones. No mostró un atisbo de empatía. Ni siquiera nos miró cuando se marchaba.
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“ El arte me abraza, la calle no tanto”.
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Cansadas del baile y sudorosas por el sol, nos sentamos a recoger nuestras cosas y, de paso, a contar el dinero. Teníamos casi dos dólares. Dos dólares cuyo valor, en ese momento, me pareció muy relativo. Era bastante para haber bailado tan solo por una hora. Pero era poco para almorzar las dos. Parecía mucho más dinero cuando recordaba la solidaridad de las personas que lo habían depositado. Pero se sentía insuficiente en relación con el esfuerzo que habíamos puesto al bailar. Eran contrastes muy extraños de sentimientos; contrastes que más tarde entendería que marcaban la vida del artista callejero, donde la vida transcurría entre la solidaridad y el rechazo. Entre el amor al arte y la necesidad. Entre la dignidad y el olvido. Y entre todas las escalas de grises posibles. Mientras recogíamos nuestras cosas, nos dimos cuenta de que tres señoras, enojadas e indignadas, estaban hablando de lo sucedido. Una de ellas, muy decidida se acercó hacia nosotras a preguntarnos qué había pasado. Rápidamente le contamos lo ocurrido y ella, despotricando contra el Municipio, nos aconsejó irnos al Teatro Sucre a seguir bailando. Ahí no molestan tanto - aseguró. Nosotras le agradecimos. Sus palabras, una vez más, me hicieron dar cuenta que el rechazo al artista callejero no era esporádico. Era lo cotidiano, lo usual. Decir que no molestaban tanto era una forma de aceptar que, inevitablemente, iban a molestar. El municipal se había convertido así en la antítesis de lo que debería ser. Y es que, incluso nosotras, en menos de dos horas, ya estábamos rogando no ver municipales en las calles. La sensación de sentir las miradas indiferentes de la gente pasar sin darle importancia a mi existencia y pasar al frente de mí como si fuera invisible y la emoción y alegría de sentir que una persona se detiene, me observa y se acerca a dar una moneda, ya sea porque le gusta lo que ve o por lástima, son sensaciones que nunca había experimentado al bailar. Los artistas callejeros experimentan estas sensaciones con regularidad. La necesidad y la pasión por crear arte son razones más que suficientes para trabajar en la calle durante muchos años.
En la capital de la República del Ecuador, Patricio López amante de la música, un anciano de 68 años con cabello totalmente gris, arrugas en su rostro y manos que denotan su edad, se encuentra en nuestros días mostrando su arte musical en las calles del centro históri-
Pasillos en la Casa de la Moneda
co de Quito. La sonrisa de Patricio se esclarece cuando toca esos acordes que le encantan, la ilusión en sus ojos por los pasillos ecuatorianos nunca se va. Ser un artista callejero no lo desacredita de ninguna forma de vestir un decente traje gris y unos buenos zapatos para su público. Cerca de las 10 de la mañana, Patricio llega a la esquina de la calle Sucre y Sebastián de Benalcázar, se estaciona con su guitarra, un pequeño amplificador, un banco y unos cuantos discos de sus covers, y por supuesto una canasta para las propinas que nunca le faltan. Conecta su equipo, se alista y empieza a tocar con pasión esos pasillos que los conoce más que bien, al público le agradan y recibe sus primeras propinas. Patricio disfruta tocando su amada música ecuatoriana, pero también se siente muy contento cuando sus espectadores se detienen a estimarlo. Un par de horas más tarde, a mediodía, Patricio se reúne con una amiga cantante y músico, los dos artistas cambian de lugar, a la esquina de la Casa de la Moneda, donde concurre mayor gentío. Ambos combinan y acomodan su equipo de sonido para iniciar con un nuevo show que ahora cuenta con la melodiosa voz de la cantante colega de Patricio. Este dinámico dúo ha causado sensación en el centro de la capital. De pronto, la gente se detiene, forman un medio círculo alrededor de los artistas ubicados a un
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Músicos con trajes indígenas. Por Emilia Pacheco.
lado de la calle, empiezan a aplaudir y a dar pequeños pasos del típico zapateo con el que se baila la música nacional. Cada vez se une más gente a la media luna muy visible, el alboroto provocado al frente de la Iglesia de la Compañía de Jesús otorga matices más coloridos a la vista de paisanos, citadinos y extranjeros guiados por un turista o los desamparados sin guía, pero con pasos esperanzadores. De pronto, poco a poco la canción va llegando a su fin, la gente aplaude y se acerca a dar su propina al mejor recipiente del centro y probablemente de Quito que un artista callejero puede portar. De inmediato, Patricio asiente con gratitud, toca unos delicados acordes y empieza otra canción, su satisfacción por agradar al público resplandece en cómo al sonreír se le cierran levemente los ojos. Del repertorio del dúo musical salen las canciones más populares, desde pasillos hasta el chulla quiteño, mientras los transeúntes van y vienen disfrutando del arte de las calles que ofrece la ciudad.