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CUENTOS nacidos de una mente febril
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Enrique Alberto Arce 1
INDICE 1- 3 Cuentos de Realeza ----------------- 3 2- Caminando por Cabildo -------------- 2 3- Camino del conocimiento ----------- 13 4- Cumpleanos fracasado -------------- 15 5- En La Plaza ----------------------------- 17 6- Ha Nacido un actor ------------------- 21 7- El hombre que muri贸 dos veces --- 23 8- El hombre que no fue ---------------- 27 9- La arrogancia decapitada ------------29 10- La relaci贸n conyugal ---------------35 11- Un cuento Hindu ------------------- 39 12- Un no se si me acuerdo ------------41 13- Un viaje en auto -------------------- 45 14- Un viaje inesperado --------------- 47 15- Vacaciones insolitas -------------- 53
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3 CUENTOS de ‘REALEZA’
Número 1 Los futuros padres sabían que en pocos meses más, nacería el tan ansiado hijo. Los familiares y amigos se regocijaban anticipadamente de la situación que se avecinaba: María y Mario serían padres. ¿Para cuándo? ¿Será varón? ¿Será mujer? Esas eran las expectativas. Se propiciaba también quién oficiaría de médico partero y en qué lugar físico nacería; qué nombres le pondrían y hasta quiénes serían los padrinos.
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¡Todo se preparaba para recibir al ‘príncipe’ o la ‘princesa’ por venir. Con un incontrolable deseo por conocer el sexo, la ciencia lo descubrió: era varón. Ya no cabían dudas para que su nombre fuera Mario como su padre. Al fin llegó el momento tan esperado. Los síntomas del inminente parto. El transporte febril de María al sanatorio. La puesta en marcha de las llamadas telefónicas anticipando el suceso que estaba por producirse. En fin, el reino de futuros padres, familiares y amigos, en una conmoción alerta. Y el ‘príncipe’ nació con el alborozo de todos. Llegaban los cortesanos alegres y con regios presentes, para verlo y admirarlo. ¡Felicitaciones! ¿Qué hermoso es! Se parece a… El vástago es dado de alta y se retira con sus padres a la sede del hogar futuro. Siguen sucediendo las visitas del ‘cortejo’. Y en poco tiempo después se van espaciando más y más, porque es necesario darles el lugar de privaticidad a sus padres. El ‘príncipe’ está ahora cara a cara con sus progenitores. Pero… algo está sucediendo. Mario –Marito para sus padres- percibe con el tiempo que su condición de realeza se va diluyendo. Se lo alimenta, sí; se lo cuida de los peligros inmediatos; sin embargo hay algo, algo, que no articula, que no ve claro, y que son las motivaciones íntimas de mamá y papá, vinculadas con su educación. María es una mujer cuyo carácter fue la traducción del sometimiento por parte de sus progenitores y siempre se invistió con la figura de “María la desvalida”. En cambio Mario, ante sus padres excesivamente severos, fue y es rebelde a toda jerarquía, a toda autoridad. Su padre lo animaba a ‘crecer rápido’ conmoviendo los momentos que necesitaba para que su niñez se conformara normalmente. Además lo instaba a ser el mejor entre los otros, siempre que no lo superara a él. Y la madre lo sobreprotegía de tal manera que le impedía crecer a su ritmo; pensar por sí solo y disfrutar de la vida. En ese clima contradictorio, Marito vivía desconcertado, confuso, y en los momentos cuanto tuvo que tomar decisiones importantes, éstas fueron imprecisas. Por otro lado, aprendió a adular a los demás para no ser lastimado y separado del grupo, y buscaba siempre que otros se hicieron cargo de él. Éstas fueron las improntas que marcaron su vida en adelante. §
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Número 2 Alejandro también fue un niño esperado: un ‘príncipe’ que completaría la realidad de la pareja de sus padres, ahora familia. Pero su reinado duró poco. En su hogar las reyertas entre ellos se hacían casi cotidianas. Cada uno se aferraba a sus valores y antagonizaban entre ellos. En lo único en que confraternizaban era en considerar que ‘el mundo es de los poderosos’: ‘si no figurás entre ellos, estás perdido’, Desconfiaban de todo y de todos… hasta de Alejandro. El padre ‘ahogaba sus penas’ en el alcohol y golpeaba a su esposa durante los accesos de furia. Pasado el momento crítico, le suplicaba perdón y la paz aparecía como el pequeño resplandor solar en un día muy nuboso. Y seguían sucediendo las mismas cosas. Alejandro sufría interiormente y varias veces pensó que algún día vengaría las afrentas hechas a su madre, Pero sólo quedaba aterrado y confundido. También vislumbró, a través del tiempo, que su madre –en ocasiones- provocaba la furia del padre para ser golpeada. Se acumuló en su corazón, además de los deseos de venganza, resentimiento, odio y desprecio por aquellos que se dejaban someter. Muchas veces fue duramente golpeado, y tantas otras no reconoció un motivo valedero. Se ‘lamió las heridas’ y esperó el momento del desquite. En su cerebro bullía una frase candente que repetía: “¡Ya me las pagarán!’ Aprendió que ‘el que pega primero pega dos veces’ y se engrandeció en soberbia. Muchos se acercaron a él y muchos lo dejaron. En el correr del tiempo fue haciéndose ducho en manipular y extorsionar a la gente, usando de una dialéctica que asombraba y no admitía réplica. Se convirtió así en un ‘esgrimista verbal’ y se autoproclamó ‘director de la empresa humana’. Apechugaba primero en grupos juveniles, y ya, ‘bachiller en su materia’, comenzó a escalar posiciones más encumbradas donde pudiera desempeñar a gusto sus poderes explotativo y manipulativo. §
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Número 3 Juan y Susana eran hermanos y se llevaban menos de dos años de diferencia entre ellos. Sus padres procedían de familias de opuestas condiciones económicas y sociales. Cuando se conocieron eran muy jóvenes, y sintieron que el dardo del amor les atravesaba sus corazones vírgenes. Entonces, se casaron. Ella era Raquel; él Ramiro, pero se llamaban cariñosamente “Monona y Monono”. No atendieron ninguna de las muchas consideraciones que sus familiares pusieron en el tapete, siguiendo solamente el impulso de sus corazones. Los primeros tiempos se sucedieron en un prodigarse afecto mutuo, y ya, muy pronto, a los 10 meses de casados, nació Juan y en un poco más de un año, Susana. Al tiempo comenzaron las dificultades que la flamante pareja querían esconder. Pesaban mucho los familiares, y ellos lo sabían. Sentían que les era difícil mantener el amor, el entusiasmo y la creatividad de los primeros años, y la unión Monono-Monona se iba transformando en una “mono… tonía”. Raquel, de estirpe acomodada, en cuya casa paternal siempre se dio los gustos, optó por aproximarse a sus padres, disgustados todavía por el ‘casamiento ominoso que su hija había contraído’, y lo consiguió a medias ya que notaba cierta frialdad en ellos. Empezó entonces a buscar amparo en amigas y amigos ocasionales, que no llenaban, sin embargo, su necesidad de ser ‘reconocida y amada como persona’. En algunas ocasiones Ramiro quiso darle apoyo, pero ella lo rechazó. Así fue como se sentía desvalida, arrinconada. Despoblada de valores morales y espirituales, se preguntó muchas veces: ¿Para qué sirve la vida? ¿Qué necesidad hay de vivir? Pensó incluso en el suicidio. La idea sin embargo la rechazó “pensando en sus hijos” según lo manifestó. Ramiro en tanto, hijo único de un hogar modesto, con prácticas cristianas, veía con angustia el descombro de su hogar. Trabajaba mucho para sostener el nivel económico de la casa, y más eran las horas que lo pasaba fuera de la mismo. Por fin consiguió un trabajo bien remunerado, con disminución del horario. Al tener oportunidad de revertir la situación anterior, es decir, equilibrar la economía y tener mayor tiempo estable en su hogar, reflexionó sobre el estado caótico familiar y pidió ayuda espiritual. También se acercó más a sus hijos e incluso a Raquel. El tiempo, no obstante, había ahondado las heridas y éstas mostraban sus llagas.
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A Juan lo halló refractario a una mejor relación. Más todavía; en él había hecho profunda mella la actitud nihilista y fútil de su madre: no creía en nada ni en nadie. En cambio con Susana no sucedió lo mismo. Vislumbró en ella un corazón fértil en emociones puras. Y sintió un gran contento: no todo se había perdido. En sostenidos diálogos de corazón a corazón, padre e hija entendieron que, pese a las dificultades, la vida es hermosa y que cada uno de nosotros poseemos dentro nuestro los gérmenes del amor, la comprensión, la bondad, la serenidad, el poder para perdonar, y el discernimiento y la sabiduría para ser usados en pro de nuestra salud espiritual. § Nota: Estos tres cuentos figuran en mi libro “El hombre transparente” y están ideados sobre la base de las ‘posiciones existenciales’ (cómo se ve uno a sí mismo y cómo ve al mundo), según lo describe el Análisis Transaccional.
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Caminando por Cabildo En una agradable tarde de otoño, caminaba por la avenida Cabildo, rumbo a un negocio. Quería comprar una prenda de vestir. Como era temprano, de vez en cuando me paraba unos instantes frente a una vidriera que atraía mi atención. La gente que iba en sentido contrario, me esquivaba. Alguno que otro que seguía por detrás de mí, me rozaba al adelantarse. En un momento me propuse cruzar a la vereda de enfrente, y me paré en una esquina esperando que el semáforo me diera libre vía para cruzar la calle. En el mismo instante en que la luz se puso verde y yo comenzaba a moverme, sentí que una mano se aferraba fuertemente a mi antebrazo izquierdo. Rápidamente giré la cabeza hacia ese lado y me encontré con que una persona ciega, a juzgar por el bastón blanco que llevaba en su mano izquierda. Sin decirme nada, me había tomado por ‘lazarillo’ para cruzar la avenida. Un poco molesto por ese avasallamiento silencioso, llegué a la otra acera con el ciego aferrado a mi brazo. No decía nada: parecía como que también estaba impedido del habla. Al hacer pie en la vereda, esperé un momento para que el ciego me soltara, pero pasó un tiempo interminable y éste no se desprendía. Entonces le musité al oído que ya habíamos cruzado la calle, y él, imperturbable, como si no oyera, no aflojaba el garfio de sus dedos sobre mi brazo, que hasta lo sentía acalambrado. Comencé a mirarlo. Era una persona baja de estatura y rechoncha. Su cara afeitada, mostraba una expresión casi divertida, y su pelo abundante, era rubio y ensortijado. Vestía un pantalón marrón y una camisa, ambos impecables y bien ajustados al cuerpo, y sus zapatos negros parecían de buena calidad y se mostraban brillantes, como recién lustrados. En seguida pasaron por mi cabeza una serie de reflexiones. Desde siempre me pareció ver en cada ciego con que me cruzaba, un ser pobre de recursos, y este accidental compañero, más bien se veía como una persona solvente económicamente. Pero ¿qué pasaba con él? ¿Por qué no me pidió cortésmente ayuda, y al contrario, lo hizo en forma tan ofensiva? ¿Por qué no me soltaba? Impaciente, le dije: —Señor, si usted quería que lo cruzara, ya estamos en la vereda de enfrente; puede soltar mi brazo. Entonces habló, con voz baja y vacilante, muy cerca de mi oreja: —Le ruego, por favor, que me siga acompañando. Percibo como si alguien me estuviera siguiendo desde que salí del Banco Francés, y está esperando el momento de encontrarme solo y desprotegido, para asaltarme. Aunque voy a hacerle una confidencia –musitó- no soy enteramente ciego, pero uso este artificio para obtener la compasión de los demás. Pero
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en realidad, sí, tengo miedo de que me asalten, por lo que le ruego que no me deje solo y me acompañe hasta mi auto, que lo tengo estacionado a unas tres cuadras de acá.
Por suerte, aflojó un poco la tensión sobre mi brazo. Le dije, ya un poco molesto: -Usted me coloca en una situación bastante absurda, porque yo no creo que pueda serle de utilidad para no ser asaltado. No puedo garantizarle una protección valedera.
De repente comenzó a gritar fuertemente apretando nuevamente su garfio en mi brazo: — ¡Auxilio! ¡Este hombre quiere asaltarme! Me quedé atónito sin saber qué decir ni qué hacer. Enseguida apareció un policía quien me dijo en forma autoritaria: — ¡No se mueva!, y dirigiéndose al ciego: — ¿Qué ocurre señor? Esta situación me había dejado totalmente pasmado, de modo que me quedé callado. El ciego, visiblemente irritado, gritaba señalándome con el dedo: — ¡Este sujeto, mientras me ayudaba a cruzar la calle, metió disimuladamente su mano en el bolsillo de mi pantalón para robarme, pero yo lo sentí y lo agarré fuertemente de su brazo! ¡Qué vergüenza, aprovecharse de un inválido!
A todo esto, la gente, curiosa, que se había amontonado alrededor para no perder el espectáculo, me miraba acusadoramente, y yo me mantenía impávido ante la magnitud del suceso del que era inocente. En ese momento, mientras el policía me vigilaba, apareció un auto patrullero. El agente informó a su superior lo que pasaba, y juntos, el ciego y yo, nos hicimos el paseo a la seccional próxima. Durante ese corto trayecto pensaba: - Lo que son las cosas. Sin comerla ni
beberla me veo envuelto en un conflicto del que soy totalmente inocente. Mientras tanto, el verdadero culpable, valiéndose de su aparente condición de ciego, me acusa, con total impunidad, de algo que él mismo provocó. ¿Adónde querrá llegar? ¿Por qué lo hizo?
Al fin llegamos a la comisaría y pasamos, acusado y acusador, a una pequeña oficina donde me tomaron los datos. Al pedirme el documento de identidad, me di cuenta de que no lo había traído conmigo. -¡Qué barbaridad, ¿por qué hoy
justamente lo dejé en casa? ¿Quién iba a pensar que lo necesitaría?
Se me permitió hacer un solo llamado telefónico pero tenía tanta turbulencia en el cerebro que no podía recordar el número de mi casa. Jamás fui memorioso acerca de los números. Así que, reo o no, debía quedarme en el calabozo entre 24 a 48 horas para que registraran mis antecedentes. ¿Y el ciego?, tranquilamente, lamentándose de que hubiera tipos tan ingratos como yo. Según pude observar, el falso no vidente sí presentó documentos. Además, no sé qué simpatía especial despertó ante los policías, de modo tal que vi, imaginariamente, que el platillo de la balanza de la justicia se inclinaba peligrosamente en contra mía. Resultó ser un personaje influyente que recurrió a esa artimaña para ser escoltado a su casa, que estaba en un barrio residencial, no muy lejos de Cabildo, sin peligro de que le robaran una gruesa suma que extrajo del banco, porque sí, en verdad, hubo una persona que lo siguió para atracarlo en el momento oportuno, pero que desistió al verlo acompañado. 10
En consecuencia, fui a parar a un calabozo en el que había otro preso: un joven al parecer de unos 25 años, vestido con un jeans y una camisa sport azul a cuadros. Nos miramos de reojo; más bien yo lo miré y él no me devolvió la vista. Estaba acurrucado, sentado en el suelo, con las piernas recogidas, las manos cruzadas sobre las rodillas y la cabeza apoyada en las mismas. Sentí lástima de él. ¿Qué habría hecho? ¿Cuál sería su culpa? El tiempo comenzó a marchar lentamente, muy lentamente, y comencé a tener hambre. Además, — ¿Qué conjeturas se haría mi familia al paso del tiempo
sin que regresara al hogar?
El hambre se fue haciendo insoportable. A las horas, no sé cuántas porque me habían sacado hasta el reloj en custodia, vino un agente con una cajita de plástico que contenía dos presas de pollo, frías y un pedazo de pan, que un familiar le había mandado a mi compañero de celda. Éste, que luego supe que se llamaba Horacio, tal vez al ver mis ojos codiciosos, me alcanzó una de las presas. Jamás degusté la menuda comida con tanta fruición. La fui masticando lentamente, para hacerla durar más. Más tarde, luego de la ‘suculenta merienda’, Horacio comenzó a hablar sin que yo se lo pidiera. —Cuando uno se ve miserable, todos se echan sobre él. Hasta anteayer yo era un asalariado de un supermercado. Cumplía con todos los laburos que me exigían: limpiaba, reponía mercadería... A veces me mandaban a llevarla a domicilio. Allí iba todos los días de la semana, menos uno, haciendo un horario de 10 horas. Y todo ¿por qué? Por 250 mangos mensuales. En realidad esa plata se la daba a la vieja, porque como estaba todos los días de mi vida allí, no tenía tiempo para usarla. Todo iba bien, hasta que faltó un microprocesador, justamente del stock que yo debía reponer. ¿A quién le echaron la culpa? Directamente a mí. Sin más trámites el gerente junto con el servicio de vigilancia, me arrinconaron en la oficina; llamaron a la seccional, y acá estoy desde hace dos días. Desde entonces, cada tiempo viene un cana y me empieza a apretar: — ¿Dónde tenés el aparato que te robaste?, y así me tienen continuamente. Yo te digo: no lo robé. Seguramente es una componenda del encargado que ‘se la limpió’ y directamente culpó al más infeliz. A mí, claro. A él le tienen confianza porque es cuñado del gerente. ¿Qué te parece?
Se quedó callado, no sé si esperando mi respuesta o porque no tenía más que decir. Enseguida vinieron a mi mente algunos versos del Martín Fierro que dicen: -
“La ley es tela de araña. No la tema el hombre rico; nunca la tema el que mande; pues la ruempe el bicho grande y sólo enrieda a los chicos”.
Ahí estaba el dilema. ¿Realmente era inocente, o estaba mintiendo? Pero, yo no oficiaba de juez y realmente, en ese momento más me importaba mi suerte. ¿Qué sería de mí? A las horas, un carcelero me llevó a una oficina. Allí estaba un uniformado que parecía tener un cierto rango. Con él mantuvimos el siguiente diálogo: Oficial, con una sonrisa: —Y bien amigo ¿cómo lo tratan? Yo, sin tanta sonrisa: — ¿Qué quiere que le diga? Mi posición es bastante incómoda.
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Oficial, siempre amable: —Pero usted, ¿quiso aprovecharse del hombre? Yo: —Ya sabe, aunque le resulte difícil entender. Él se acercó a mí y me agarró fuertemente del brazo. Yo creí que quería cruzar Cabildo conmigo, así que lo dejé hacer. Lo que no comprendo es por qué comenzó a chillar que lo quería robar, si eso no es cierto. Oficial, siempre con esa media sonrisa: —Bueno, vea, hagamos una cosa. Usted no me conoce a mí, yo no lo conozco a usted, pero sé que no quiere seguir en el calabozo. ¿Qué le parece si deja en la Cooperativa policial unos 200 pesos, digamos, de los 220 que trae en su billetera, y todo queda en la nada?
Yo enrojecí de bronca ante tal atropello, pero comprendí que no me quedaba otra cosa, así que hice lo que me sugirieron y pude irme a casa, sin poder comprar la ropa que quería, y con el firme propósito, en adelante, de estar más vigilante en mi derredor, para evitar ser víctima de algún otro aprovechado. En cuanto a mi accidental compañero de celda, Horacio, averigüé el Juzgado donde estaba radicada su causa y, justamente, el juez, llamado Luzuriaga, era un antiguo compañero mío de la época de estudiante secundario. Lo fui a ver y me interesé por ese muchacho que había compartido un pedazo de su pollo, conmigo. Recordaba las palabras de Jesús, que más o menos eran éstas: “cuando das de la tuyo al más necesitado de mis hijos, esa ofrenda me la haces a mí”. Luzuriaga inquirió entre sus subordinados el prontuario de Horacio y me dijo: —No sabés hasta dónde estoy de legajos. Con los que tengo en esa pieza, puede construirse las paredes de mi despacho. El de este muchacho estaba esperando su turno, que tal vez le llegaría dentro de varios meses, pero, en honor a nuestra amistad, lo veré más tarde. Acercate en dos días más, y te daré el resultado. Así lo hice, y me dijo Luzuriaga: —Este es un caso, entre muchos, donde se observa la fuerte presión que tiene el poderoso sobre la gente que no puede, o no sabe, defenderse. Por mi parte y bajo sobre, mandé al mercado a un empleado mío para que averiguara las verdaderas razones de la acusación, y, como el tal Horacio te dijo, la situación fue así; resultó ser el chivo expiatorio de algo que él no hizo. En fin, conseguí que los directivos del Mercado se desdijeran, y que todo quedara en nada. En estos momentos Horacio está libre, pero sin trabajo, desgraciadamente. Más no pude hacer.
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Fuente: Enrique - 2007 Nota: la historia es totalmente ideada y no tiene realidad con el lugar y los personajes citados.
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Camino del conocimiento Cuento breve
Caminando en la búsqueda del conocimiento, vi la boca de un túnel semioscuro y me interné en él. Durante un largo trayecto por ese túnel casi oscuro e interminable, llegué al final. La luz me encegueció un poco y pude ver que todo a mi alrededor era una planicie totalmente llana; sin árboles, sin arbustos. Cansado, deseé algo para descansar y refrescar mi sed y apareció –de la nada- una silla poltrona, una mesita con una jarrita llena de agua, y un vaso. Apuré su contenido y me sentí algo más reconfortado. Pero el sol me molestaba: — ¡qué bien me vendrían un sombrero de paja y un par de anteojos para el sol ! y ¡Oh sorpresa! los encontré sobre la mesa. Y no solo esto sino también un árbol ramoso, emergió del suelo polvoriento y me ofreció su sombra. Me pregunté — ¿estaré en un país
mágico? más.
Deambulé por la planicie, y salvo los elementos que reconocí, no había nada Me encontré muy solo y pensé, —si hubiera una persona, aunque fuera una
con quien comunicarme, me sentiría mejor. Y en el resquicio de mi mente imaginé un hombre mayor. Cuál no sería mi sorpresa, al ver venir hacia mí un viejecillo que no sé de dónde había salido. Fui a su encuentro y al toparme con él, lo abracé fuertemente sin que mediara una palabra. Le pregunté — ¿En qué país estamos?, y él me respondió —En el país de tu propia conciencia. Cuando piensas en alguna cosa, ésta aparece en tu marco consciente. Lo demás, lo que está fuera de tu interés, no existe hasta que tú no lo enfoques. — ¡Pero si son reales y concretos este asiento, la mesita, la jarra con agua, el vaso, los anteojos, el sombrero, el árbol...! —Sí, lo son, porque tú, en tus necesidades, los ideaste. En ti está la creación de tu propio mundo. Lo importante es que ese mundo lo compartas, porque si no, se diluye y desaparece. Ya ves, tu alegría al verme fue tal que llegaste a la emoción profunda. Tú, solo, no eres nada; solamente un cuerpo. Cuando te comunicas con los demás, estás vivo. Tu corazón late al unísono con tus convicciones. Algo más te digo: lo que apareció en tu mente, tú y nadie más que tú, decidirás si es importante o no que la figura cobre el interés suficiente para permanecer vívida o, 13
directamente, la rechaces. Aunque existe una previsión que debes atender, y ésta es: no te atiborres de imágenes; atiende una por vez porque si le das paso a todas en el mismo instante, te perderás en el fragor de la proliferación. Mientras lo escuchaba, en un momento la figura del anciano fue desapareciendo de mi pantalla visual. Había encontrado el camino del conocimiento. Fuente: Enrique 2009 ***
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Cumpleaños fracasado Iba conduciendo mi automóvil por la Panamericana en dirección al Country donde mis amigos me esperaban para festejar mis 55 años. Solo, con mis recuerdos. Hacía ya largos cinco años que había fallecido mi esposa con la que no habíamos tenido hijos. Mi profesión de médico me había absorbido de tal modo que, reconozco, poco tiempo de intimidad tuve en mi vida conyugal. En estos momentos sentí una fuerte opresión de angustia por lo perdido; por aquello que no volvería a reconquistar jamás. Y hubiera querido tener descendencia Miré el reloj: las 20,30. Se había acordado que estuviera presente a las 21 a 21,15. Seguramente estaría allí en veinte minutos más. La ruta no me ofrecía contratiempo alguno. Además iba a 80 kilómetros, sin ningún inconveniente. Era lo que yo creía. Comencé a ver luces de señalamiento indicando disminuir la velocidad porque la ruta se desviaba, en un corto trayecto para luego retomarla. Cuando estaba trasponiendo esa dificultad, vi a lo lejos un bulto en medio del camino. Disminuí la velocidad mientras me preguntaba: ¿Será un animal muerto? Pero no. Cuando frené el vehículo y salí del mismo para curiosear, el “bulto” rápidamente se puso de pie y se convirtió en un joven menudo, que ¡me apuntaba con un revólver! a la vez que me decía con voz áspera: —Ni una palabra, loco. Dame toda la guiíta que tenés.
Aunque le situación era tensa, no sentí miedo; estaba acostumbrado a sobrellevar los momentos desesperados de mis pacientes. Me llevó a la banquina y me exigió el dinero. Yo estaba acostumbrado a llevar muy poco en mi cartera, porque los gastos importantes los hacía por medio de mis tarjetas de crédito. Saqué los 80 pesos que tenía y se los ofrecí. El joven me miró fieramente. —Eso no es nada. ¿Cómo vas con semejante coche con tan poco? Le expliqué la situación y, mirándome con decisión, me dijo: —Ta’ bien. Vamos a los cajeros.
En ese momento, sí, comencé a intranquilizarme. Se sentó en el asiento del pasajero, sin dejar de apuntarme, y yo enderecé hacia la Capital. En tanto viajábamos comencé a mirar a mi asaltante, de reojo. No tendría más de 22 años. Vestía con un pantalón vaquero y una camisa de mangas cortas. Su rostro estaba enmarcado por una corta barba. Pasamos por dos cajeros y extraje 2,000 pesos. Pareció conformarse y cuando enderezaba para retomar el camino de vuelta, le noté la voz un poco apagada. No era la misma de cuando me asaltó. Además su rostro se notaba pálido. —Decime cómo te sentís. 15
El muchacho, un poco obnubilado, me contestó: —estoy un poco mareado, pero ojo que te estoy apuntando. — ¿Hace mucho que no comés? —Desde hace tres días. —Quedate tranquilo. Voy a parar en ese maxikiosco y te voy a comprar un sándwich completo y una bebida.
El muchacho no ofreció resistencia aunque seguía amenazándome. Y cuando tuvo en sus manos el sándwich se lo devoró. En el viaje de vuelta y un poco más resuelto, me dijo: —Vos te portaste muy bien conmigo. No ofreciste resistencia y te preocupaste por mí y me diste de comer. Voy a ser sincero con vos. Yo me llamo Remigio y tengo 21 años y vivo con una mujer en la villa que está al costado de la ruta donde me encontraste. Estoy sin trabajo y aunque me la rebusco con changuitas, no me alcanza para vivir con ella y mis tres hijos pequeños. No te mentí cuando te dije que hacía tres días que no comía. Lo poco que tenía se lo daba a ella y las crías. Entonces se me ocurrió hacerme el “muerto” para poder asaltar a algún automovilista. Y apareciste vos. Siento haberte robado. Me quedaré con los 80 que tenías en la cartera y lo demás te lo devuelvo. Perdoname hermano, pero en la desesperación, no se me ocurrió otra cosa,
Sus palabras me conmovieron profundamente y sentí que este encuentro con Remigio fue el mejor obsequio de cumpleaños que tuve. Al fin llegamos al lugar del encuentro y al despedirme le dije, con una conmoción en mi voz: —Muchacho, hoy es mi cumpleaños y voy a sentirme muy dichoso de que vos recibas el regalo. Te dejo, además, los 2.000 para que puedas llevar, aunque sea un pequeño alivio, a tu familia.
Remigio también se emocionó, y al darme la mano, me alcanzó su revólver. — Te lo regalo. En la vuelta a casa, me comuniqué por el celular con mis amigos, justificando un percance que por suerte de pasó de ahí, y que al día siguiente les iba a contar lo sucedido. Llegué al departamento, y al bajar del coche tomé el revólver que había quedado en el asiento, y en ese momento comprobé… ¡que era de juguete! Fuente: Enrique 26/12/10
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En La Plaza Era una mañana casi cálida del mes de diciembre. La gente, ensimismada en sus propios pensamientos, se cruzaban entre sí, sin siquiera mirarse de soslayo. Otros ocupaban algunos de los bancos de madera verde, diseñados para sentarse cómodamente. Los niños jugaban, gritaban y reían despreocupados de todo lo que no fuera sus pasatiempos, hamacándose o deslizándose por el tobogán, mientras eran vigilados por sus madres o las niñeras. Algunos perros corrían como si estuvieran jugando a la mancha, y en otro lado de la plaza, unos ancianos, sentados en bancos de cemento, enfrentados a una mesa del mismo material, jugaban, muy serios, a las cartas (¿truco, tute?). No faltaba, más allá, también sentadas, con la mirada en el vacío, algunas señoras mayores. El tiempo transcurría plácidamente. De pronto, una persona, ya entrada en edad, miserablemente vestida, que pasaba por el lugar, se paró y mirando alrededor, comenzó a vociferar con voz muy grave y potente, moviendo los brazos acompasadamente: — ¡Qué es lo que pasa! ¿Es que el mundo se ha detenido? ¿Nadie se preocupa por nadie? ¿Dónde está la misericordia humana? He pasado muchos años de mi vida trabajando afanosamente, construyendo un hogar, y ahora mi mujer ha muerto y mis tres hijas hacen su vida lejos del país. ¿Es que todo lo que yo di no sirvió para nada? Y en estos momentos me encuentro solo, en una sociedad en la que yo puse mis mejores años. ¿Quién se acuerda de mí?... ¿Es que yo soy como un trasto inservible para la sociedad; esa sociedad que contribuí para su engrandecimiento? ¿Es que mi vejez me convierte en un ser despreciable? En ese momento su voz se había enronquecido y quedó ahí, callado, mustio, perdido... Mientras hablaba pareció como si todos, personas, niños, perros, quedaran como estampas congeladas en el lugar en que se encontraban. Estaban los que lo miraban con asombro; otros en cuyos rostros se perfilaba cierto gesto de conmiseración, y en algunos una mueca irónica ante esta situación insólita que estaba ocurriendo. Los chicos miraban asombrados el espectáculo y un
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chiquito que jugaba cerca del anciano corrió hacia su madre con temor: —Mamá, ¿qué le pasa a ese señor? La madre lo cobijó contra su pecho. También, uno de los parroquianos que se entretenía con las cartas, miró al anciano fijamente, como entendiendo su perorata. Entonces, como por arte de magia, luego de unos segundos, ese momento congelado perdió su rigidez: cada uno siguió con lo que estaba haciendo, y la voz y el viejito se disolvieron como cuando cae un objeto pesado al río y se hunde en silencio y las aguas vuelven a aquietarse como si nada hubiera pasado. No todo quedó ahí. En uno de los bancos se hallaba una pareja de jóvenes charlando de sus cosas. Después del momento en que sucedió lo inusitado, el muchacho dijo:
— ¿Oíste lo que dijo el viejo? Debe estar loco para expresarse de esa manera. ¿Quién lo escucha? ¿Y a quién se dirige?
Ella, en cambio, con una cierta contracción del entrecejo en su lindo rostro, manifestó musitando: —No creo que las palabras se las lleva el viento. Hay un significado en todo. Yo siento que este señor habló desnudando su corazón herido. Está bien, nadie se lo pidió; él se despachó por su cuenta, pero ¡cuánta pena me dio! Vos sabés, Ricardo, que no soy sensiblera. Así y todo, me sentí desgarrada. Como si él fuera mi padre, y yo... una de sus hijas perdidas. Y me veo, ahora, en la realidad de mi hogar... Ricardo la interrumpió suavemente: —Laura, en tu casa estás como alguien que, por momentos, te desconocen; como si no estuvieras allí. Ya me comentaste que te encontrás como un objeto vivo, sí, pero no querido...
—Sí, es verdad —Laura continuó. Pero ahora me pregunto ¿qué doy yo a los demás? Y luego de un corto silencio, — ¿Es que estoy esperando que los otros sean los que me ofrezcan el primer paso para un entendimiento más cordial? Ante esta situación me siento mal, estoy huyendo y me refugio en vos que me querés mucho... pero, ¿y el amor de la familia, dónde queda?... Un sollozo contenido le impidió seguir hablando. Ricardo, comprensivo, la abrazó y la acarició dulcemente, mientras le decía con voz suave: —No todo se ha perdido. Siempre, siempre hay un momento en que pueden reconsiderarse las cosas, y ese momento, tal vez, sea ahora, en caliente. No pierdas el instante que se te presenta. Quién sabe 18
hasta dónde ese viejito dio amor a su familia. No quiero juzgarlo, pero ¿En cuántos momentos preferimos satisfacernos egoístamente, sin tomar en cuenta las necesidades de los demás que pueden estar carentes de cariño y comprensión? Laura, como hablándose a sí misma, contestó con voz pausada: — ¡Sí, tenés razón! Ricardo la acompañó hasta la puerta de su casa. Se despidieron y en los ojos de Laura se percibía un brillo especial. Entró a su hogar poseída de un extraño y agradable estado de ánimo. En su cara, distendida como nunca, se dibujaba una sonrisa. Su madre, al llegar le dijo: —Qué temprano que estás en casa.
—Hoy, mamá, no tuvimos clases porque falleció un profesor y hubo duelo. Entonces con Ricardo decidimos pasar un rato por la plaza, aprovechando el día esplendoroso que tenemos. ¿Puedo ayudarte en algo?
La madre la miró con un gesto de sorpresa. No estaba acostumbrada a que su hija actuara de aquella forma. Podría decirle: “Bueno, por fin tengo a alguien que se preocupa por los demás”, pero, seguramente, esta contestación traería disgustos. Por lo que respondió con una sonrisa:
—Mientras yo me ocupo de la comida, ¿podrías ordenar un poco la casa? Y si tenés ganas, acomodá la ropa en el lavarropas.
—“OK “mamá, manos a la obra. Seguramente este ejercicio me abrirá el apetito. La madre no salía de su asombro al ver a Laura que, con tanto entusiasmo, se abocaba al arreglo de la casa. Sin embargo, pensó que no duraría mucho. Terminadas las tareas se sentaron a la mesa para comer. Generalmente lo hacían ambas casi calladas, cada una encasillada en sus propios problemas, pero esta vez no fue así.
—Mamá, he notado como que la casa está muy sombría; como que le faltara color y luz. ¿Qué te parece si acomodamos y cambiamos los muebles de lugar y sacamos esas cortinas que, prácticamente, impiden la entrada de la luz? La madre, con el tiempo, se había acostumbrado a no improvisar porque se dejaba llevar por la rutina. Nadie, hasta ahora, le había hablado de cambios.
—La idea me parece buena, pero ¿cómo hacerlo? 19
—Muy simple, ahora, entre las dos. Y a papá lo aprovecharemos el fin de semana. Además nos podría ayudar Ricardo, para que vaya aprendiendo. ¿Qué tal? —Ah, pícara, ya estoy viendo tus intenciones —y respondió — podría ser, ¿por qué no? Terminaron el almuerzo en un clima de cordialidad, hablando, esperanzadas, de distintos tópicos del porvenir hogareño, cuando, generalmente, no había diálogo y se expresaban con monosílabos. Esa tarde la pasaron midiendo los muebles e imaginando su ubicación. Cuando llegó el padre del trabajo, cansado y malhumorado como lo hacía siempre, ya que era común encontrar la frialdad emotiva entre sus familiares, se sorprendió cuando Laura se le acercó cariñosa y con el rostro iluminado, lo abrazó y le preguntó: — ¿Cómo te fue hoy en la oficina? Asombrado, entendió que algo nuevo sucedía porque ambas mujeres sonreían entre sí. — ¿Qué pasa? —preguntó. * Los tres seres de esa familia cambiaron en su actitud habitual y fueron distendiéndose procurando transmitir a los demás su propio y rico potencial. Laura se sintió más segura de sí misma. La madre alentó la esperanza de inscribirse en un taller literario que siempre había deseado, y el padre iba al trabajo más contento y regresaba complacido al hogar, encontrándolo más cálido y sólido. La doliente demanda del viejecito había cavado hondo en el corazón de Laura, y ésta transmitió a los demás su amor. La mecha de un candil se mantendrá inerte y sin realizarse, en tanto que no haya alguien que la encienda. Entonces, sí, irradiará luz y calor en su entorno. Y rasgará las tinieblas. Fin. Enrique. ***
20
Ha nacido un actor Al fin llegó el día de la presentación. El celebrado director de teatro, Romanello, había accedido a darme un turno para conocer mis experiencias histriónicas. Porque yo, Eustaquio era un cómico. Sí, un cómico ante mis amigos, quienes proyectaron el encuentro con este maestro. Llegué con tiempo a la hora pactada. Me atendió la secretaria que me hizo sentar a la espera de ser recibido. Yo me sentía tranquilo, seguro, y así pasó media hora… que se alargó ¡dos horas más! Ya mi paciencia se estaba agotando y sentía que un sudor frío me mojaba la camisa. Me desprendí el saco y desabroché el botón del cuello, bajando un poco la corbata. Por fin, luego de una llamada telefónica a la empleada, ésta me acompañó hasta la puerta del estudio, y entré. Detrás de un escritorio me recibió sentado, el gran director. Ni me hizo sentar en la silla que estaba frente a la mesa. Lo semblanteé rápidamente. Un hombre corpulento, pelirrojo, con barba y bigotes hirsutos en forma de manubrio, estampados sobre una cara redonda. Me saludó displicentemente y mirándome con desprecio, me preguntó, displicentemente y a quemarropa: — ¿Qué línea actoral tienes? —Sé hacer reír. Compongo personajes tragicómicos. —Sí, ¿pero cómo? ¿Te pones algún traje especial, algún disfraz...? —No, me presento como soy, con indumentaria común. —Y ¿qué herramientas usas? ¿La burla, la ironía, el sarcasmo? —Nada de eso. Solamente la mirada, las palabras, gestos y ademanes. —Bueno, hazme reír. Entonces, cansado ya de tanta solemnidad y petulancia, me apoyé en el escritorio acercando mi cara a su arrogante rostro y lo miré fijamente, sin parpadear, unos segundos. Don Romanello hizo un gesto extendiendo las palmas de sus manos hacia arriba, como diciendo ¿Y? Yo esbocé una débil sonrisa, y le dije: —No eres más que un grasiento gordinflón presumido— y salí del despacho rápidamente, sin casi saludar a la estupefacta empleada, y me fui del lugar, mascullando en la mente unas estrofas ácidas, que recordaba, de no se qué autor que decían: “Ayer cuando te vi /traficante del destino/ tanta lástima he tenido/
que de lástima me fui/ Porque has de saber/ miserable mendigo/ que comparado contigo/ aún desnudo/ valgo más”. Fuente: Enrique
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El hombre que murió dos veces Andaba presuroso, ese sábado de enero, para volver a mi casa luego de cumplir una guardia de trabajo de 24 horas corridas. El sol, a esa hora del día picaba ferozmente sobre mi cabeza descubierta, bastante rala de pelos, y el sudor corría sobre mis sienes. Con el calor sofocante, los pasos se hicieron menos ágiles y sentí la necesidad de acercarme a una confitería para tomar algo fresco, y protegerme del sol calcinante. Al fin encontré un pequeño local a mi paso, y entré. En su interior podía sentir un ambiente fresco y reparador. Me senté frente a una mesita y esperé la llegada del mozo. Miré en derredor. Noté solamente la presencia de tres parroquianos: una pareja de jóvenes besándose descaradamente, y en otro lugar, un hombre de unos 58 años, canoso, sin afeitar, con los codos apoyados sobre la mesa, aferrado a un porrón de cerveza. Me dio lástima verlo tan sólo; tal vez sin familia. Jamás pensé que más adelante conocería algo más de ese sujeto. En tanto divagaba, se acercó el mozo y le pedí que me trajera una bebida fría, sin alcohol y algunas papitas saladas. Mientras esperaba el pedido, entró violentamente a la confitería un joven corpulento que se dirigió a grandes pasos hacia el interior del local sin mirar a nadie, pero al cruzarse con el hombre de la cerveza, tropezó con la silla, volteándolo. Éste se levantó con cierta dificultad y le increpó su actitud: — ¡Epa! ¿Adónde vas? ¡Disculpate!
El otro ni mosqueó. Más bien, ignorándolo, se acercó a otra mesa con la intención de sentarse. Pero, sorpresivamente, el accidentado saltó con increíble agilidad y sin decir palabra alguna, con un revólver que sacó de entre sus ropas, gatilló cuatro veces seguidas contra el pecho de su agresor. Éste se desplomó sobre la mesita haciendo caer las sillas que estaban en su derredor. Todo sucedió tan rápidamente que ni noté que la pareja besuqueadora se fuera rápidamente del lugar, y que ya no estaba tampoco el atacante. Me quedé como suspendido en un estado de perplejidad, sin saber qué hacer. Pero sólo fue un instante. Como yo era detective auxiliar del Departamento de Policía, inmediatamente me repuse y actué. Llamé entonces por el teléfono celular que llevaba conmigo pidiendo la presencia de un patrullero y una ambulancia. Mientras estaba a la espera, ordené al dueño del lugar que cerrara la puerta del local no dejando entrar a nadie.
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No toqué al baleado por razones obvias, pero noté a simple vista, que muy poca sangre se había derramado sobre su ropa. Llegó, por fin un patrullero y la ambulancia, casi al mismo tiempo. Entró un oficial acompañado de un subordinado, y le hice conocer mi identidad: “Oficial
detective de 2ª. Fidel López”.
El médico comprobó que el herido estaba bien muerto, y con la ayuda del enfermero, lo cargaron en la ambulancia. El comisario, de nombre Rodríguez, se despidió, no sin antes pedirme que me apersonara el lunes para aclarar como testigo lo que había pasado. Llegó ese día y yo, diligentemente, fui a la Seccional. Allí hablamos del caso con el Comisario Rodríguez. Fidel: —Me resultó totalmente exagerada la actitud del parroquiano al atacar con tanta ferocidad al joven que lo volteó accidentalmente. ¿Consiguieron detener al asesino? Rodríguez: —Sí, el mozo nos dijo que ese sujeto venía casi regularmente al negocio y sabía que vivía a pocas cuadras del lugar. Además, que era un guardia contratado por un mercado coreano. Pero agregó algo más: que esa tarde lo notó como triste y amargado. Lo único que pudo sacarle es que los coreanos lo habían dejado sin trabajo. En fin, lo encontramos y lo llevamos al calabozo sin que ofreciera ninguna resistencia.
Mientras hablaba Rodríguez muchos pensamientos pasaron por mi cabeza. Pensé que, justamente, ese tiempo en que lo vi allí sentado, estaría masticando la angustia de perder el trabajo, y tal vez el ante el cúmulo de tantas veces en que fue humillado, ese no era el momento para ser atropellado otra vez. De ahí su insólita reacción. Salí de la abstracción en que me hallaba y pregunté —Por pura curiosidad, me gustaría ver la autopsia de Claudio -que así se llamaba el sujeto asesinado-. Rodríguez: —No tengo ninguna reparo, siempre que no te entrometas en el curso de la investigación. Así fue como Fidel llegó a la morgue judicial a la hora señalada. Le molestó el penetrante olor de formol que flotaba en el ambiente. El médico comenzó con su trabajo: —Dos perforaciones de calibre pequeño; una a nivel de la cintura inter-escapular con laceración del paquete vásculo-nervioso de la 6ª vértebra dorsal, y la otra a nivel del isquion cerca de la arteria ilíaca pero sin lastimarla. Ninguna tiene orificio de salida y no provocaron heridas en órganos vulnerables. Fidel: —perdón, yo conté cuatro disparos. Médico: —pero acá solamente hay dos orificios de bala y ninguna de ellas podría ser mortal para el sujeto. Fidel: —lo que me preocupa es que las balas no hayan provocado el deceso de la víctima. Está bien, yo conozco poco o nada de los términos médicos que usted usa, pero me quedo flotando en el aire, sin saber la causa de su muerte. Médico: —es cierto, las balas no parecen ser el origen de su muerte. Sin embargo voy a efectuar una investigación macro-microscópica sobre el estado de sus órganos y si viene dentro de tres días, digamos el viernes, veremos a qué punto arribamos.
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Fidel: — ¿No podrá haber sido un paro cardíaco provocado por el ataque tan sorpresivo que recibió? Médico: —No puedo anticipar nada hasta tanto tenga todos los resultados. * Me fui pensando en este asunto, y decidí visitarlo nuevamente a mi compañero Rodríguez, con el que tuvimos este diálogo: Fidel: —estuve presente en el acto de la disección pero la muerte del individuo se mantiene en un total secreto. Además, el médico pudo ver la entrada de dos balazos y yo conté cuatro y a quemarropa. ¿Qué te parece?Rodríguez: —Sencillo. Dos se alojaron en su cuerpo y los otros dos se perdieron en el salón. Encontramos los plomos. Lo que sí puedo anticiparte, con la mayor de las reservas, es que el tal Claudio Fornieri –que así se llama el individuo- era una especie de secretario guardaespaldas de un capo del gobierno. Y que, —no sabemos por qué razones— pensaba alejarse de él. Quiero decir que estaba “quebrándose” y se ponía peligroso por los secretos de Estado que pudiera divulgar. Tal vez ese fatídico día, estaba huyendo de su jefe. Prendió un cigarrillo, y agregó. —Además, le estaba “echando el ojo” a la querida del jefe y parece que éste se había dado cuenta del “fato”. ¿Vos que pensás de esto, Fidel? Fidel: —Qué querés que te diga; que el que juega con fuego puede quemarse. Que el tal Claudio, por esas dos razones, se metió en la boca del lobo. Pero, de todas maneras, para mí, es asunto acabado. Rodríguez: —no lo creas, no es tan sencillo. La otra parte del gobierno que también le sintió mal olor al asunto, quiere que investiguemos hasta las últimas consecuencias, y acá estamos nosotros entre dos fuegos, y no tengo ganas de quemarme. De todas maneras pusimos una guardia muy estrecha en la morgue, para evitar que algún intruso desafecte el trabajo que se está realizando.
Me despedí del amigo Rodríguez y el viernes, muy puntualmente, me presenté en la morgue y lo abordé al médico. Fidel: — ¿Qué tal doctor? ¿Llegó a un resultado definitivo? Médico: —Vea oficial, el veredicto debo dárselo directamente a mis superiores, pero en consideración a su amistad con el comisario Rodríguez a quién aprecio mucho, le diré algo. Encontramos una sustancia tóxica en sus vísceras, propia de la región de Malasia, que obra lentamente y recién acusa sus efectos letales en dos o tres horas después de ser ingerido. Esa fue la causa de la muerte del tal Claudio.
Me despedí afectuosamente del médico agradeciéndole su confianza y reiterándole mis reservas a tal denuncia. * En una última charla con el comisario amigo, éste me contó que, a través de las investigaciones que se hicieron, ese mismo día Claudio se había encontrado con la amante del jefe, en un hotel reservado, y que la mujer, mientras éste se distraía, al despedirse volcó en la copa de su amigo un poco de ese veneno. De esta manera Claudio moriría fuera de ese lugar y además dejaba de ser un peligro para la estabilidad de ese grupo mafioso. * 25
día.
Lo que jamás pensó Claudio era que iba a ser muerto y rematado el mismo
Fuente: Enrique
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El hombre que no fue Muy joven, fallecidos tempranamente mis dos padres, y con el producto de una herencia considerable, me ausenté de lo que fuera mi hogar, porque sentía, muy dentro de mí, un impulso que me incitaba a conocer todo lo que me rodeaba. Viajé por varios países. Visité comarcas, ciudades; recorrí largos trechos navegando por aguas calmas y agitadas; caminé por ásperos senderos montañosos y viajé por rutas interminables, y conocí bosques inmensos casi intransitables. Y hablé con gente; gente de todas clases sociales; negociantes, ladrones, criminales, estudiosos, literatos, políticos, clérigos. La lista es larga y variada. Cada uno me mostró su propia idiosincrasia y capacidades; algunas expresadas con total espontaneidad; otras, sugiriendo y guardando aquello que no querían sacarlo a la luz. Por cierto, de todos ellos saqué mis propias conclusiones. No fui inquisidor ni mucho menos. Siempre traté de acercarme con respeto a la condición que mostraban. Nunca instigando o criticando. Fui un simple oidor. Aprendí algunos idiomas y dialectos que me permitieron congeniar con las personas que encontraba a mi paso. Visité países y en muchos de ellos encontré la cruel miseria reflejada en los ojos de los desposeídos, confrontando con la riqueza exorbitante de unos pocos. Pasé por pueblos donde la guerra era el plato fuerte de la convivencia. Vi destrucción, desolación, muertes, heridos y lisiados de por vida. En otros, donde predominaba la ignorancia, y sus habitantes eran aprovechados y sojuzgados por los soberbios y los fuertes. En todos mis largos recorridos palpé la incomprensión y la intolerancia hacia los pobres, y sentí también cómo ellos guardaban en sus corazones resentimientos y odio. Pero no todo fue desventura. Hubo lugares y momentos de dicha que se reflejaban en los rostros de los que se sentían felices ante las circunstancias aunque ésta les fuera adversa, porque en sus corazones anidaba el amor y la comprensión. Y mientras, los años me iban transcurriendo, y ya, maduro de edad, decidí volver al lugar en que había nacido. En el largo trayecto de vuelta, mi mente, apaciguada, comenzó a recordar los distintos momentos de mi vida de viajero. En esa evocación, fueron apareciendo voces fantasmas que tozudamente me preguntaban: —El mundo que visitaste, ¿fue por solo curiosidad? ¿Qué hiciste por los demás? ¿Te compadeciste verdaderamente por los que sufren? ¿Ayudaste, en lo que te era posible a los necesitados? ¿O fuiste un simple observador de lo que ocurría a tu alrededor?
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Y en cuanto al amor, principal fuente de subsistencia espiritual, Âżlo prodigaste a manos llenas como un mandato de Dios en prenda de tu existencia en la Tierra?
Y aparecieron a mis ojos, esas lĂĄgrimas que contuve tantas veces, y se derramaron sobre mi rostro curtido, mientras un sollozo conmovĂa todo mi ser. Fuente: Enrique (Inspirado en la obra Peer Gynt de Henrich Ibsen)
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La arrogancia decapitada La tarde caía apaciblemente sobre las colinas de ese pueblo estampado en un lugar del mundo, alejado del ruido y de los tumultos políticos. El sol doraba, con sus últimos reflejos, las faldas de las sierras que ondeaban el horizonte. Sus pobladores, lugareños sanos de espíritu, cumplían con las últimas tareas de ese día que había pasado, como todos los demás, ordenando la vida de sus animales y fertilizando la madre tierra que les producía los productos benéficamente, para luego, el sábado, traficarlos en el mercado. Todo en el poblado, era paz. Paz verdadera. Esa monotonía cotidiana se quebraba, solamente, los domingos. La gente se vestía con sus mejores prendas, de mañanita y se dirigían a la capillita donde el cura les ofrecía una misa. Luego se agrupaban, algunos, para confraternizar una comida y comentar sobre distintos aspectos que hacían a las costumbres lugareñas. Y reían y se divertían alegremente, cantando y bailando hasta el ocaso. Pero algo quebró esa paz. Esteban, hijo único de padres afincados desde siempre en ese pueblo. Que había nacido y crecido en el lugar, tuvo el privilegio de hacer sus estudios superiores en la gran ciudad. Pasaron los años y Esteban fue seducido por la pasión de la soberbia. Desde ese falso peldaño en que se había encaramado, para él, todo lo que estaba por debajo de él era despreciable. En esa larga estadía en la ciudad, se había proyectado como un ser superior y sus compañeros y amigos los eran, mientras se dejaran subyugar por sus caprichos. Incluso sus compañías femeninas, seducidas en principio por su aparente fulgor, al tiempo se sentían rebajadas y se alejaban de él. En el tiempo, Esteban fue escalando posiciones en la sociedad en que vivía. Y un día recibió la noticia de que sus padres habían fallecido trágicamente como consecuencia de un accidente. Mientras circulaban con su vehículo por un camino, chocaron violentamente con una vaca que se les cruzó inesperadamente. En consecuencia, su presencia en el pueblo era indispensable para arreglar los papeles de la herencia a que era acreedor por ser él el único familiar directo, vivo. Mientras leía el informe, pasaron rápidamente por su mente, algunos momentos de su infancia. La escuelita y su maestra; los días de 29
pesca y de caza acompañando a su padre... y se detuvo en la capilla. Allí, por mandato de sus padres ofició de monaguillo. Nunca le agradaron esos rituales que le hacían sentir como rebajado ante sus otros compañeritos. ¡Qué notable!, aún ahora, al recordarlo, sentía como un vago malestar en su estómago, porque fue blanco de la burla de los muchachos que le atribuían signos femeninos. Y él no era así: siempre se preció de macho y lo justificó en tantas oportunidades que se le presentaron. Desde ese momento odió todo lo relacionado con la iglesia y ahora se vanagloriaba de considerarse ante los demás, como un ateo irreducible. Tal vez esa circunstancia fue la que lo impulsó a cubrirse con una coraza de incredulidad que mantuvo toda su vida. Sin embargo, ese blindaje le fue cómodo aunque no le permitiera entrar a su alma, la compasión y la misericordia. Llegó, así, el día en que tomó rumbo al pueblo en que nació. En la estación lo esperaba Ramón Aguirre, un hombre fornido de unos 55 años, de tez cetrina curtida por el sol, capataz de la estancia de sus padres. Al ver a Esteban fue a su encuentro con una gran sonrisa y con los brazos abiertos.
—Qué alegría, señor, tenerlo nuevamente con nosotros, después de tantos años! Deje, yo le llevo sus valijas a la camioneta. Esteban saludó fríamente, como distante. —Sí, en realidad ha pasado mucho tiempo desde que me fui a la ciudad. Ahora arreglaré cuanto antes los papeles y venderé el campo. Una arruga ensombreció la cara del capataz que se sintió incómodo al oír sus palabras. Él, desde siempre había hecho su vida en la estancia de los padres de Esteban y no esperaba esta noticia. Incluso había formado su familia en ese sitio. Pero no dijo nada. Puso las valijas en la rural y se dirigieron a la estancia. El viaje, corto, transcurrió dentro del mutismo que provocaba Esteban. A las preguntas sencillas que le hacía Ramón, éste le respondía con monosílabos. Solamente, en un instante, cuando le detalló las circunstancias de la muerte de sus padres, creyó notar un signo de tristeza en los ojos de Esteban; pero enseguida desapareció y el rostro volvió a tornarse en ese gesto de desdén acostumbrado. Al llegar a la casona, salieron a recibirlo Rosa, la mujer de Ramón, y sus dos hijos, ambos varones. Lo hicieron con amplias sonrisas de bienvenida, a las que Esteban respondió en forma cortés pero dejando entrever que él era el patrón y los demás, sus sirvientes. Poco tiempo le dio al descanso, y requirió, enseguida, la presencia del Escribano del pueblo, para arreglar el asunto de la herencia.
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Llegado éste, con la premura con que fue solicitado, se suscitó este diálogo: Esteban: —Quiero saber si los papeles están en regla.
Inmediatamente después procederé a la venta de la propiedad incluida el campo y los animales. No quiero saber más de esta hacienda.
El Escribano no salía de su asombro al oír estas palabras. Suavemente, le dijo: —Señor Esteban. Su decisión ciertamente le
pertenece y no se puede rebatir. Pero, con todo respeto, existen circunstancias que creo que deben tomarse en cuenta. Y me refiero, específicamente, a Ramón Aguirre y su familia que vivieron toda su vida en el rancho que les regaló su padre. ¿Qué será de ellos? Todo su haber está ahí y aunque no existen papeles que lo justifiquen, ese rancho junto a la casona, es suyo, y con la venta de las propiedades tendrían que buscar un nuevo dominio para vivir y ganar su sustento. Esteban: —Esa es una cuestión que corre por su cuenta. Escribano: —Pero señor, y disculpe que insista. La de ellos es una situación que está agravada por la salud de Ramón. Él, en una oportunidad, mientras domaba un caballo chúcaro, fue despedido de la montura, pero no cayó al suelo porque le quedó trabado un pie en uno de los estribos. El caballo siguió con sus corcoveos llevando a Ramón arrastrado. En un momento, tuvo la mala suerte de golpear su cabeza con un grueso tronco que estaba enclavado en la tierra. De resultado de este tremendo golpe, sufrió una conmoción que por momentos le ocasiona, aún ahora, fuertes dolores de cabeza. En definitiva, Ramón no está en condiciones como para buscar una nueva casa, aunque en la propiedad cumple satisfactoriamente con los trabajos del campo. Esteban: —Sí, es una pena que esto ocurra, pero yo no quiero tener ningún problema colateral, y usted hará lo que yo le mando. Escribano: —Bien, señor, se hará como usted ordene, pero le sugiero que usted hable con Ramón. Sabemos que se conocieron desde muy chicos, y él era su compañero y amigo de la infancia. Esteban: —Correcto, así lo haré. Esteban entonces pidió hablar con Ramón, y cuando éste compareció, le dijo: —Vea Ramón, como usted ya sabe, voy a poner en
venta la hacienda con todos los animales y los bienes raíces, así que, desde ya, conviene que vaya buscando un lugar dónde vivir en adelante con su familia.
A Ramón se le denudó el rostro, y con voz firme pero casi inaudible, contestó: —Yo le pido, por el amor de mi esposa y mis hijos,
que no me despida y no me saque el único bien que tenemos.
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Esteban le dijo, fríamente: —Yo no los saco de la casa. Solamente
le anticipo la situación, porque seguramente el nuevo dueño sí lo hará.
En ese momento entró Rosa que había estado escuchando, fuera, la conversación, y casi llorando dijo: —Usted no puede hacernos esto.
Sus padres, que en paz descansen, nos regalaron este rancho agradecidos por los servicios que nosotros les hacíamos con mucho cariño por la calidad de personas que eran, y ahora, bonitamente, usted nos quiere dejar en la calle. Esteban: —No sea impertinente. Yo no originé esta situación, así que tomen todas sus cosas y se van del lugar. Mientras se expresaba, sentía que un calor de indignación le subía del pecho e inundaba su cabeza. ¡Quiénes eran ellos para afrentarlo de esa manera! Las sienes le latían fuertemente. No estaba acostumbrado a que la gente le objetara sus decisiones, máxime cuando él se había rebajado a hablar directamente con ellos. En ese instante vio como un gran resplandor frente a su visión, y luego, nada. Cayó de la silla como fulminado. Ramón y su mujer, que se iban retirando del lugar, descorazonados y tristes ante la frialdad demostrada por Esteban, rápidamente se volvieron para socorrerlo. Ambos lo levantaron y en vilo lo transportaron al vehículo. Con toda premura emprendieron el viaje hacia el único hospital que tenía el pueblo. Esteban continuaba desmayado. Al llegar al nosocomio, con la ayuda del médico lo llevaron a la salita de recuperación. Al fin el médico consiguió reanimarlo. Pero era otro Esteban. No reconocía a nadie y un rictus le cruzaba el lado derecho de la cara comprometiendo el ojo y la comisura labial. Había sufrido una hemiplejia parcial. El médico, recién entonces, se enteró, por medio de la pareja, quién era el enfermo y las circunstancias por las cuales llegó a esa culminación. Revisó sus bolsillos y encontró varias tarjetas de crédito, una chequera, la cédula de identidad y el registro de conducir. Nada más. ¿Cómo comprobar su domicilio en la ciudad? Mientras acomodaban a Esteban en una cama vecina a otras tres que tenía la salita, y lo dejaban al cuidado de Rosa, Ramón se dirigió rápidamente al domicilio del Escribano. Le contó del accidente que sufriera su patrón para que transmitiera la noticia a la casa que éste ocupara en la ciudad. El Escribano envió entonces una carta-telegrama urgente para establecer un contacto con alguien con el que Esteban conviviera dándole cuenta de la gravedad de su estado. 32
Pero, ¿qué pasó? El telegrama llegó y fue recibido por Alicia, una amiga íntima de Esteban que vivía en su casa. Esta mujer, desde hacía bastante tiempo sufría la arrogancia hiriente de su concubino, y lo soportaba solamente porque aprovechaba los buenos momentos para esquilmarlo en su beneficio. Cuando leyó la carta-telegrama, se le iluminó la cara. ¡Por fin conseguiría lo que ansiaba! El departamento sería suyo. Entonces se le ocurrió una estratagema y puso manos a la obra. Envió un poste-restante afirmando que ella era solamente una mucama, empleada del señor Esteban, que iba a su departamento 2 o 3 veces por semana para ordenarlo y limpiarlo, pero que dicho señor había salido de la ciudad sin dar fecha de regreso. Ante esta noticia, el Escribano dispuso hacerse cargo del enfermo hasta una posible recuperación, y para eso contaba con la ayuda de Ramón y Rosa que se ofrecieron sin ninguna vacilación, y los gastos estarían asegurados por los pasivos de la estancia. Pasó el tiempo y no bien el paciente estuvo en condiciones para ser trasladado, así se hizo y fue a parar al rancho de los Aguirre. Éstos, olvidados de lo que había ocurrido con la intransigencia de su patrón, lo cuidaban con gran esmero y generosidad, dándole de comer en la boca, y aseándolo. También sus hijos, ¡le leían cuentos! Y Esteban mostraba solamente su pétrea cara y la mirada fija, sin ningún rasgo que delatara lo que estaba pasando. También, las alteraciones que presentaba en su lenguaje, hacía más difícil la comunicación con el paciente. La isquemia cerebral que sufriera, había provocado una disfunción profunda. Pasó un año, y otro, y al fin pudieron relacionarse cognitivamente con Esteban, aunque siempre con dificultades. El paciente, gracias al cuidado amoroso de la familia Aguirre y con las ayudas prestadas por el foníatra y el kinesiólogo, se iba recuperando lentamente. Esteban reconocía, ahora, a sus protectores y su corazón se iba dulcificando. Ya no veía a los demás como inferiores sino como hermanos muy queridos. Reconocía y agradecía los favores que recibía de Ramón, Rosa, los chicos, el médico, los profesionales de rehabilitación, y cosa curiosa, las visitas del cura, con el cual ya empezaba a entrar en una cálida relación. Y llegó el momento en que sus facultades mentales se perfilaban correctas. Un día solicitó por el Escribano, y le hizo escribir su testamento. En él figuraba el campo, de unas 800 hectáreas. Dispuso su fraccionamiento de modo tal que hacía una división de 400 hectáreas 33
que las adjudicaba, en vida, a la familia Aguirre y sus descendientes. Y las otras 400, subdivididas de tal forma que cada hectárea le correspondía a alguna familia carenciada a juicio del cura y del intendente. En cuanto a él, se establecería en una pequeña habitación de la casa que fuera de sus padres, con el deseo de ocuparla hasta su muerte. Dejó también señalado que, una vez ocurrido su deceso, lo enterraran en ese predio. ¿Qué había ocurrido en los vericuetos de la mente de ese Esteban tan desconocido? ¿Dónde estaba su soberbia que no dejaba entrar la compasión por los demás? Podemos adjudicárselo a un maravilloso milagro cuya razón de ser, se escapa al razonamiento de los humanos. * Enrique—2007
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La relación conyugal Me desperté temprano, como la hacía habitualmente. Mi esposa, Virginia, no estaba conmigo en la cama. Todavía, somnoliento, recordé que ella, justamente ayer, luego de una de las tantas rencillas que teníamos, se había ido a vivir con su madre. Me sentí muy solo. Fui al baño, me duché y pude sacarme la modorra. No tuve ganas de prepararme el desayuno y, así, sin afeitarme, salí del departamento y me metí en el bar de la esquina, donde en ocasiones paraba para tomar un cafecito. Allí, sentado ante una mesita, me vi acodado y con las manos en la cara. Desgraciado, sin ganas de nada. Con un gusto desabrido en la boca. Y pensé. Y rebobiné situaciones pasadas. Conocí a Virginia en unos de los congresos que hacía la Empresa, para todo público, con el lema “Cuando el cliente dice no, seguro que es el momento para vender”. Ella había concurrido por curiosidad, y yo al verla, con su cabello rubio, largo, que encuadraba su cara pecosa, enseguida sentí una fuerte atracción y me acomodé en el asiento contiguo. La charla se disparó enseguida. Su voz de contralto y sus ojos pardos, con una mirada interrogante, me sedujeron enseguida. Y salimos varias veces y gozábamos ambos de la compañía. Nuestra pujante juventud, ella tenía 25 y yo 28, nos empujó a sentir la necesidad de vivir juntos. Y nos casamos, aunque sentía cierta aversión por mi suegra. ¿Qué raro, no? Noté que se mostraba ante mí como distante, aún con esa sonrisita hueca que no me convencía del todo. Ahora, ¿qué había pasado entre nosotros? Tuvimos varias peleitas que al fin se resolvieron en una noche de amor. Y después, todo seguía igual. Yo salía de gira y Virginia se quedaba en casa. Mi radio de acción como agente de ventas de galletitas, se extendía por varios kilómetros y en su recorrido me alejaba algunos días de mi hogar. Y durante ese tiempo mi suegra se quedaba en casa acompañándola. Había enviudado hacía unos años y Virginia era su única hija. Mientras me devanaba los sesos tratando de comprender el drama que se había producido en mi vida, se acercó, solícito, el mozo que conocía mi nombre y cariñosamente me dijo:
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—Señor Pablo, lo veo preocupado. ¿No quiere que le traiga una copia de
vodka? Tal vez eso le levante el ánimo—Sí, podría ser. Tráigalo no más-
Luego de tomar, no uno, sino dos vasitos, continué con los recuerdos. Virginia no era en realidad una mujer celosa, pero las últimas veces la había notado un poco evasiva. Quién sabe que fantasmas poblaban su cabeza. En los distintos comercios que visitaba, me encontré muchas veces con algunas jóvenes que me trataron de manera bastante seductora, pero yo solamente le hacía algunas bromas inocentes, nada más que para ser simpático con los clientes. En cuanto a mí, ¿cómo era como esposo? ¿Cariñoso, considerado? ¿Me preocupaba de los sentimientos que expresaba Virginia? ¿Me acordaba de hacerle un regalito de vez en cuando? Si agrupara todos estos interrogantes y los calificara de 1 a 10, seguramente no pasaba de 5. Y esto era porque la vida en común, poco a poco, fue perdiendo el encanto de los primeros tiempos. Además, debo reconocer, que tengo un carácter un poco dominante y generalmente quiero dar la última palabra. Tal vez podría ser consecuencia de mi trabajo en el cual, me era necesario imponerme para asegurar la venta. No obstante, estaba seguro de mi amor por Virginia. Todas estas reflexiones me las hice tratando de comprender el desastre que se había producido en mi vida. Lo que no sabía Pablo era que su suegra, cuando él estaba de gira, le destilaba el veneno de la desconfianza en los oídos de su hija. Pablo jamás pensó que durante sus ausencias, sucedieran estos diálogos. Ella: —Decime Virgi. Tu marido, ¿con quiénes tiene relación directa en su trabajo? Virginia: —Bueno... con sus clientes de los supermercados y despensas. ¿Qué más? Ella, con su sonrisa de siempre: —Pero entre los clientes, ¿no hay mujeres? ¿Él no te cuenta? Virginia: —Sí, hay algunas. ¿Por qué me lo preguntás? Ella, haciendo un mohín: —No, nada, quería saber nomás. Y la suegra, en otras oportunidades, seguía con su ideario “inocente”. Ella: — ¿Cómo encontraste a Pablo la última vez? ¿Cómo lo viste? Virginia, sin alterarse: —Bien, un poco cansado por el viaje de tantas horas en auto. Ella: —¿Pero fue efusivo contigo? Virginia: —Sí, como siempre. Pero, ¿adónde querés llegar mamá?
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Ella: —Quiero decirte que tenés que poner atención porque varios días en presencia de muchachas jóvenes... y él que es buen mozo y simpático... bueno, podría haber atracciones y algo más. Virginia, visiblemente molesta: —No seas ridícula mamá. Pablo y yo nos queremos lo suficiente como para que esto no sea así. Terminala con eso. Y aunque el diálogo tomaba otro rumbo, en otros momentos, su madre no dejaba de soltar la lengua y destilar la pestilencia en su hija. Como si Pablo hubiera oído las charlas de Virginia con su madre, recordó la última vez que llegó a su casa, alegre por haber aumento los pedidos. Pablo: —Hola Virgi, amor mío, llegué. Virginia: —Te noto demasiado contento. Qué, ¿te divertiste mucho con las clientas? Pablo: —¿Qué te pasa cariño? Nunca te vi así. No merezco este recibimiento. Virginia, muy seria: —Como siempre, yo aquí con los problemas de la casa y vos allá, quien sabe con quién. Ya estoy cansada de que me tomes como trapo de piso. Pablo: —Pero Virginia, explicame qué es lo que pasa. No entiendo. ¿Qué hice, por Dios? Virginia, al borde del paroxismo: —Vos lo sabés bien. ¡Se acabó! Me voy a casa de mamá para siempre. Olvidate que existo. No hablemos más, porque no hay nada que decir. Pablo, recuerda, quedó desconcertado y desconsolado. Luego que se fuera su esposa, el departamento, el ambiente, era otro. Faltaba calor. Se sentía desamparado y se dio cuenta cuánto amaba a su esposa. En días sucesivos trató de comunicarse con ella, pero contestaba la madre e inexorablemente, le decía: —Virginia no quiere saber nada más de vos. Así que dejá de molestarla, porque no te va a contestar; y le cortaba. Esta situación no podía seguir así, de modo que Pablo esperó que la madre saliera; le habló y consiguió que su esposa accediera a encontrarse con él en una confitería cercana, con poca gente y menos ruido, y se sentaron a charlar. Pablo: —Virginia, no vengo a hacerte ningún cargo por lo sucedido. Solamente quiero que hablemos con el corazón en la mano. Esta desgraciada separación me ha dolido mucho y muchas son las horas que las paso pensando en una reconciliación. Virginia: —Pablo... Pablo: —No. Te pido que me escuches primeramente a mí. Después de darle muchas vueltas al asunto, me parece que te he descuidado y es mi propósito sincero reponer esos baches que propiciaron tu alejamiento. Quiero pedirte, humildemente, que vuelvas conmigo. Si alguna vez creíste que yo te fui infiel, 37
desde ya te juro, solemnemente, que nunca lo he sido. Que te amo profundamente. En sus últimas palabras, su voz se quebró. El rostro de Virginia, hasta entonces duro, comenzó a dulcificarse. Virginia: —Realmente cuando te vas de gira, me siento muy sola. Y cuando volvés del viaje, te noto alejado, poco efusivo. Y eso me hace mal. Pablo: —Te cuento. A mí me pasa algo parecido, pero en estos días de nuestro alejamiento estuve pensando, ¿por qué no te pedí que me acompañaras? Y recién me di cuenta de tu soledad durante mis épocas de gira. Virginia, te pido humildemente que vuelvas conmigo. Además quiero proponerte algo: que me acompañes en mis viajes de trabajo. Sería como trasladar nuestro hogar transitoriamente en distintos lugares, pero allí estaríamos juntos. ¿Qué te parece la idea? Virginia, sonriendo: —La encuentro excelente, querido. Tal vez me comporté como una tonta al tomar la decisión de abandonarte. No sé qué me pasó. De lo que estoy segura es que, juntos, podemos seguir adelante. Durante los días que la pasé sin ti, estuve pensando mucho y recordé las palabras del cura cuando nos casó y juramos que estaríamos juntos en la salud y la enfermedad; en los buenos y en los malos tiempos, y me dí cuenta de que no eran meras proposiciones. De que no era yo sola, sino los dos quienes debíamos bregar aliados en el amor-. Le tomó las manos. Pablo: —A mí también me pasó. En mi soledad, al no tenerte a mi lado, recién entonces me dí cuenta del sufrimiento que me producía tu ausencia. De lo importante que era compartir todo lo nuestro. No creerme superdotado, y abandonarme mansamente al perdón de las veces que te humillé haciéndote notar que yo solo era el que mantenía la casa. Quién sabe, tal vez este remezón fue necesario para que ambos nos situáramos en la realidad hermosa que es la vinculación de nuestras intimidades, compartida en el amor. Virginia: —Así es, querido. Y defender, justamente, nuestras intimidades de la injerencia de cualquier persona que, guiada por motivos malsanos o porque creen que hacen bien, se meten dentro de nosotros y nos aconsejan qué camino debemos seguir. Otras cosas más se dijeron Pablo y Virginia, y luego, reconciliados en el amor, volvieron al hogar. Fuente; Enrique
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Un cuento hindú Caminaba solo por el bosque, agobiado por el cansancio que esta vez le parecía mayor. Seguía el rumbo que le trazaba un pequeño y mal delineado pasaje serpenteado entre árboles, plantas frondosas y matas, que lo llevaría hasta esa pequeña choza que él mismo había construido hacía tanto tiempo, y que le servía de hogar. La luz del día que terminaba, se iba apagando poco a poco y sólo se oía el suave canto de las aves que se acomodaban en sus nidos. Ese camino lo hacía diariamente. Salía en la madrugada hasta llegar al pueblito indio, situado a unos 20 kilómetros, que le parecían muchos más, teniendo presente que ese trayecto no era un sendero abierto y llano, sino con las dificultades de los numerosos obstáculos que le entorpecía el paso. Al llegar al pueblo, se dirigía al leprosario que, justamente, estaba situado cercano al límite con la selva. Allí ayudaba a lavar a los enfermos, darles agua y los pocos alimentos que había. Y confortarlos dentro de las posibilidades que de él dependían. Pero sabía que aún con lo poco que les ofrecía, para ellos era una bendición diaria su acompañamiento en el dolor. Al atardecer, con algunos mendrugos de pan y un poco de agua dentro de un pequeño recipiente, emprendía la vuelta a su choza. Al llegar a la misma, se aseaba gozando de las aguas cristalinas que borboteaban entre las piedras hasta desembocar en un pequeño riacho cercano. Luego, dedicaba un tiempo, ya cerrada la noche, a las abluciones que su propio espíritu le exigían. Sin embargo, este ejercicio de todos los días lo iba agotando. Aunque curtido por el sol, su piel color aceituna, mostraba las innumerables cicatrices de su paso por una naturaleza salvaje. No recordaba su edad. Tendría unos 70 u 80 años, y sentía el peso en su espalda que se iba encorvando poco a poco. Y esa tarde, se sentía más cansado que otras veces. Quería llegar cuanto antes a su refugio, pero las piernas no respondían adecuadamente a su anhelo, y sus sandalias chocaban frecuentemente con todas las nudosas raíces que emergían desde el suelo y que otras veces las había evitado. Comenzó a sentirse molesto por los débiles rayos del sol que se filtraban entre las copas de los árboles y que irritaban sus ojos. El canto discordante de tantas aves y el chillido de los monos, lo aturdían esta vez cuando en tantos otros momentos le agradeciera a su Dios que los acompañara en su cotidiano peregrinaje. Al fin divisó su choza y se alegró.
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La oscuridad de la noche iba avanzando poco a poco, opacando y deformando todos los perfiles visibles que acudían a su vista. Cuando penetró en su refugio, prendió la mecha de un candil para iluminarse y comenzó a sentir un gran desasosiego. ¿Qué le estaba pasando? Sintió como que una fuerza extraña lo obligara a postrarse en el suelo, y así lo hizo. En ese estado de tribulación, se dirigió en voz alta a su Señor: —“Con el respeto que te debo, Brahmán, señor de todo lo creado, permíteme conocer tu magnificencia”.
Un fuerte resplandor, iluminó todo el campo a su alrededor, y oyó una voz sonora y dulce que le decía: —“Tú fuiste siempre agradable a mi Gracia. Y por eso Buddi*, encarnación mía, te acompañó durante tu vida, mostrándote mi conciencia reflejada en las cosas del mundo. Y te sentiste, tan bien, animado por Sattua* que te enseñó la pureza, el ritmo y la armonía, como también pusiste en tus actos, la actividad y la pasión, inducidas por Rayas*. En algunos momentos Ankara*, espíritu inmundo, que se arrogó el beneficio de dirigir tu ego, quiso desvincularte de la fuente de mi Reino y se valió, para ello de Avidia*, la ignorancia, que trató de hacer ti un alma individual incapaz de sentir, acompañada por su cómplice Tamas* que sume a las almas en la inercia y el letargo. Pero tú, discípulo querido, fuiste fiel a tu Dios y te convertiste en imagen y semejanza mía, ofreciéndote con amor y constancia, a tus hermanos sufrientes. Ahora, es el momento para que goces de la plenitud de mi Reino, el Nirvana.”
En ese momento enmudeció y se hizo un largo silencio. El discípulo, en el espacio callado que habían dejado las palabras de Brahmán, sintió como una suave melodía que venía de lo profundo del bosque, se iba acercando más y más y lo envolvía en todo su ser. El cansancio había desaparecido y hasta se sentía más joven, como flotando en el espacio, y se fue inundando de paz mientras se adormecía plácidamente con una sonrisa de niño dibujada en su rostro cetrino, a la vez que una luz resplandeciente lo fue envolviendo poco a poco… *Dioses indios que influyen en la vida del individuo Fuente Enrique (Inspirado en el Bagavath Gita) -
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Un no sé si me acuerdo ¿Qué hacía yo, parado en ese lugar desconocido, esta tarde de primavera? ¿Cómo había llegado allí? Miré la hora en mi reloj pulsera; marcaba las 15,30. Entre los pocos transeúntes cercanos a mí, elegí a una señora que llevaba un carrito de compras. Me acerqué y le pregunté: —Disculpe, estoy un poco desorientado, ¿cómo se llama esta calle? La mujer, sorprendida, pero cortés, me contestó: —Esta es Corrales y la que la cruza es De Vedia. Me despedí y pensé: Corrales, Corrales… ¿por qué se me
hacía conocida?
Debía aclarar el intríngulis que llevaba dentro de mi cabeza. Por suerte divisé un kiosco con algunas mesitas en la vereda; fui y me senté en una de ellas. Las demás estaban vacías. Se apareció el mozo y me preguntó a quemarropa: — ¿Con música o sin música? Asombrado le contesté: —Me da lo mismo. — ¡No! Usted tiene que decidir. —Está bien, si tienen música clásica, póngala; si no, no. —Mire que es pretencioso, usted.
Tenía tres opciones: O mandarlo al diablo, o no decir nada y salir del lugar, o no contestarle y quedarme en el lugar. Opté por la última. Bastante problema tenía encima de mí como para agregar una pelea. Volví sobre mis fueros. Dejando un poco, en el aire, la razón por la que me encontraba en ese lugar, desconocido para mí, lo mejor era ponerme en comunicación con alguna de mis hijas, pero acá, se hizo presente una situación difícil. Al tantear mi celular que lo tenía en uno de los bolsillos del pantalón, lo saqué del lugar… ¡y noto que está destrozado! ¿Cómo sucedió? No sé. Pero podría uso del teléfono del lugar. Y apareció un segundo problema para rematar la situación. Aunque siempre me costó memorizar los números telefónicos, esta vez fue peor: No había forma de concertar ninguna dirección. Al tratar de conciliar una cifra de seis números, no bien pensaba, por ejemplo 23, enseguida se agitaba mi mente y comenzaba una danza de los números del 1 al 0, que giraban y giraban desordenadamente, sin cesar. Traté de tranquilizarme, y volví a la carga. Imposible: la orgía se repetía. Entonces desistí, después de varios intentos fallidos. Le pedí al “amable mozo”, que me trajera una bebida porque sentía la lengua pegada al paladar. En eso pasó muy cerca, un hombre que, disimuladamente y diciendo entre dientes “somerjaju”, deslizó una tarjeta sobre la mesita, y se fue sin más. La leí, casi por compromiso, y decía: “Doctor Sumerjaju, psiquiatra; y un domicilio: De Vedia 2934, justo a la vuelta de la esquina, según me dijo el mozo. Me disponía a romper la tarjeta, y me dije: ¿Y si lo voy a visitar? ¿Qué pierdo con esto? 41
Después de todo, con el barullo que tengo encima, por ahí le encuentra el cabo al ovillo.
Pagué mi cuenta agradeciendo al mozo el Danubio Azul que me había acompañado durante mi corta estadía. Encontré el número del domicilio. En la puerta estaba una placa dorada que iba perdiendo el color y que daba cuenta del profesional. Llamé y enseguida casi sin que hubiera sacado el dedo del timbre, la puerta se abrió a una pequeña salita, con los muebles indispensables: una silla, una mesita con revistas de hace tiempo, un pequeño aparador con libros… ah, y otra mesita alta con un jarrón donde dormitaba un racimo falso de alelíes. Apareció el facultativo: un hombre de entre 55 a 60 años; de estatura que no pasaría el metro sesenta y con una cabeza semipoblada de pelos amarillentos. Pasamos a una piecita que contenía un pequeño escritorio lleno de papeles y elementos como lápices, bandas elásticas, anotadores. Además una butaca, una silla. Eso sí, en el escritorio había un lindo jarrón de porcelana con agua y dos vasos. Nos enfrentamos: él en el sillón, yo en la silla y a una distancia de no más de metro y medio. Nos miramos brevemente, y se inició el diálogo: —Bueno, amigo, ¿Qué lo trae por acá? , y esbozó una simpática sonrisa. —Verá, quiero advertirle que nunca asistí a una consulta psiquiatra, pero una situación insólita me está pasando en este justo momento, y aproveché la tarjeta que me diera una persona, acá cerca, en el kiosco que está en Corrales. —Cuénteme; lo escucho. —En un momento, sin darme cuenta, no sé por qué, aparecí, acá a media cuadra. Jamás se me hubiera ocurrido venir por esta zona, que ni siquiera conozco. —Un momento. Voy a poner música que, seguramente obrará como intermediario a favor de nuestra charla.
Y comencé a oír unos pasajes, sin voz de cantantes, de la ópera Carmen de
Bizet. ¿Cómo se habrá percatado de la preferencia que tengo por esa ópera?
—Usted seguramente tiene una familia, ¿esposa, hijos… tal vez nietos? —Sí, tal cual. Soy, por desgracia, viudo. Y además dos hijas y cinco nietos. —Bien, ya nos estamos acercando. Y ¿dónde vive? —No sé. — ¡Cómo no sabe! — Ése es mi problema. Cuando trato de recordar mi domicilio, se produce una veladura en mi cabeza, y queda en blanco. — Pero usted conoce los medios de transporte: colectivo, subte, taxi… y de algunos sabe su recorrido. — Ahora que usted me dice, sí, sé de ellos. Sin embargo se me aparece una situación donde dos colectivos chocaron entre sí, y creo recordar que en la embestida me dí un fuerte golpe en la cabeza… y después, nada, oscuridad. —Déjeme ver. Sí, hay un chichón con un poco de sangre coagulada. Seguramente el impacto lo dejó fuera de la realidad. Lo que tiene que hacer es llegarse a un servicio médico para que le hagan un diagnóstico de cabeza por si hubiera quedado un coágulo
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que presione las partes nobles del cerebro. Con esto terminamos la entrevista, pero quédese tranquilo, yo lo voy a poner en un taxi y éste lo llevará al Hospital que le indicaré al chofer, y allí le harán el tratamiento necesario.
Le aboné la consulta, y así fue. El doctor, de apellido difícil, pidió un taxi, me llevó a él y le indicó dónde debía llevarme.
En el viaje oí por la radio que se hablaba de un accidente ocurrido en el barrio de Nueva Pompeya entre dos colectivos, y que uno de los vehículos no sufrió mayores golpes, aunque llevaba un solo pasajero que desapareció. No se sabía nada de él. Seguramente lo habrá auxiliado algún automovilista que pasaba por el lugar. Fuente: Enrique 18/4/10
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Un viaje en auto La mayor parte del trayecto, iba dormido. El auto lo manejaba mi primo Pascual, buen conductor y conocedor de los lugares donde transitábamos. Un barquinazo me despertó. Abrí los ojos, y eché una mirada abarcadora. Todo se extendía como una vasta planicie, con algunos pocos árboles raquíticos y, eso sí, gran cantidad de matorrales de apagados color verde. Abrí la cantimplora y tragué un sorbo de agua fresca. Salí un poco de ese sopor que produce el ronroneo del motor, y lo demás, silencio. Pascual era poco afecto al coloquio mientras manejaba. En realidad lo prefería así, porque me hallaba un poco mareado. Eran muchos los kilómetros recorridos, sin hacer una parada. Pascual quería llegar a destino antes que anocheciera. Miré mi reloj: marcaba las 6 y media de la tarde. Tenía un poco de frío y le pedí a mi primo que encendiera el aire acondicionado. Así lo hizo, sin mirarme siquiera; la vista fija y sostenida, en la ruta que cruzábamos. Para despabilarme, le dije si no lo molestaba que prendiera la radio. Él sin pronunciar palabra alguna, movió negativamente la cabeza. En ese momento se oía al locutor pasar un aviso de alarma. Que “abundantes nubes se
dirigían rápidamente desde el sur al norte, y que provocarían lluvias acompañadas de granizo”.
Miré por la luneta hacia el cielo: algunas nubes blancas lo surcaban, pero, más atentamente, percibí en el horizonte como un gran frente compacto de color gris-oscuro. ¡Nosotros íbamos hacia él y él avanzaba hacia nosotros! Miré de reojo a Pascual y noté en su rostro como un endurecimiento a nivel de la mandíbula; pero se mantenía callado. En un momento me dijo: —Alberto, asegúrate que el cinturón de seguridad esté correctamente colocado. Muy pronto se oyó silbar el viento y las nubes ensombrecieron la tarde. Comenzó a caer la lluvia con intensidad; el limpia-parabrisas apenas alcanzaba a cubrir su cometido. El granizo golpeaba el chasis con sonidos que parecían tableteo de ametralladora. Pero eso no era todo. ¡El viento con sus fortísimas rachas trataba de desviar el curso del automóvil. Pascual, duro en el volante, lo aferraba febrilmente, pero, ¡nada! El auto se salía de la ruta y por momentos nos encontrábamos en el camino contrario. Menos más que no aparecía ningún vehículo. Al fin, no pudiendo controlar la situación, echó el móvil hacia la banquina. Y sucedió lo peor. Al no ofrecerle resistencia, el viento se hizo mucho más fuerte, tumbó el auto hacia el lado derecho, quedando nosotros acostados dentro. Pasado el lapso de miedo y estupor, Pascual trató de abrir su puerta, pero no había forma de conseguirlo; el viento se lo impedía. Llegó el tiempo de la reflexión. Pensamos: más allá de lo que pasábamos en esos instantes, no podía suceder. Más bien nos convendría quedarnos quietecito y esperar que todo volviera a la 45
normalidad. Que Eolo se calmara. En realidad nuestras posturas en el cubículo no eran nada cómoda, pero, por suerte, no estábamos lastimados. Allí, -cuándo no- empecé a filosofar. Que nosotros, en la Tierra que nos tocó nacer y morir, ¡éramos tan pequeños, y sin embargo tan soberbios, que no nos dábamos cuenta, siquiera, de que las fuerzas de la Naturaleza, cuando se presentan, muy poco podemos hacer nosotros para controlarlas. Que mas nos convendría bajar la cerviz y encomendarnos a Dios, en los momentos difíciles… y recordé ese fragmento del salmo 118 que dice: “En el peligro invoqué al Señor, y él
me escuchó dándome un alivio. temeré. El Señor está conmigo y me ayuda”.
El
Señor
está
conmigo;
no
¿Y ustedes me creerán? Casi inmediatamente, desapareció el gran nubarrón y volvió la calma. Pudimos salir del coche. Y lo demás: el pedido de auxilio al Automóvil Club Argentino, quien volvió a poner en línea al auto, y nuestra llegada a destino, totalmente ilesos, Lo demás se los dejo a su fantasía. Fuente: Enrique 26/07/11 ***
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Un viaje inesperado Marchaba velozmente en esa ruta asfaltada y con poco tráfico. Miré el velocímetro: marcaba 110 kilómetros. En mi mente se fijaba una sola idea: salir fuera de la ciudad, y elegí el camino a las sierras. Me martilleaba en la sien lo ocurrido horas antes. Había sido despedido de mi trabajo, porque, según la compañía, tenía fuertes dificultades económicas. Mis 20 años pasados allí, quedaban en la nada. Cuando entré a la oficina, mi jefe inmediato me dijo: —Osvaldo, el gerente quiere que lo veas- Sentía una rabia interior
que no podía sofrenar al recordar las palabras frías del gerente cuando me manifestó que debía prescindir de mis servicios en función de una reorganización de la compañía. ¡Hipócrita!-
Lo único que atiné a hacer fue recoger el sueldo y la bonificación de despido, y salir furiosamente sin saludar a nadie. Llegué a mi departamento de soltero y me dí una ducha para restablecer un poco el estado de ánimo desastroso. Luego recogí lo necesario, y huí en mi auto. Elegí esa ruta de escape, que me llevaría a las sierras, casi sin pensarlo. Recordé que, en otras ocasiones, había hecho el mismo camino para pasar mis vacaciones, con tanto entusiasmo. Pero ahora era otra cosa. Sentía fuertemente el aguijonazo de ser menospreciado. -¿Por qué la compañía me eligió justamente a
mí para pagar sus platos rotos?
No era la única vez que sufría ese tipo de humillación. Recordé, cuando niño, en ocasión de un concurso que hicieron en el colegio con el lema “¿Qué nos dio San Martín?”, había buscado todo el material posible que hablaba sobre el prócer, en todas las épocas de su vida, y, con mucho esmero, redacté la composición. Pero en el momento de darse el veredicto, la mía no fue tenida en cuenta porque el profesor prefirió el trabajo de otro compañero que era pariente del rector. Esa injusticia me dolió mucho. Y ahora me sentía abochornado y de mal humor. Además, mis padres nunca me ofrecieron el cariño que hubiera necesitado. La bocina de un automovilista que me advertía su paso por la izquierda, borró, por un momento, los fantasmas que poblaban mis pensamientos. A lo lejos divisé una estación de servicio y enfilé hacia ella. Miré el reloj, marcaba las 15,20 y recién se di cuenta de que sentía hambre. Me quedaría a comer en el restaurante pegado a la estación mientras el coche era aprovisionado de nafta y aceite. Fui al baño, me refresqué un poco y entré al restaurante. Había bastante gente. Claro, si estaban en plena temporada veraniega. Me senté ante la mesa cubierta con papeles blancos que hacían las veces de mantel. Se me acercó un mozo presentando el menú y me dispuse a elegir la comida. Entre los platos que ofrecían preferí un locro de maíz blanco con trozos de carne y tocino. Me llegó la 47
comida y la devoré. Tal vez el hambre que tenía era producto de ese estado de ansiedad e inconsistencia en que había quedado luego del despido. Eso sí, no pedí vino teniendo en cuenta que debía recorrer todavía una larga distancia y necesitaba estar bien sobrio. De postre comí un flan con dulce de leche y crema y finalicé con un café cuyo gusto parecía, como se dice, ‘jugo de paraguas’. Observé a la gente que tenía alrededor. Todo era bullicio y risas, algunas destempladas. Por cierto era la alegría de las vacaciones. Y comparé el contraste de esas personas felices, y mi propio estado de desolación. Cuando terminé el almuerzo, fui a comprobar el estado de mi coche. Ya habían terminado con el servicio. Pagué, subí al auto y retomé la ruta. Habrían pasado hora y media o dos, cuando sentí fuertes retortijones que se los adjudiqué al maíz o al flan, o tal vez al café. No sé, pero esos accesos se hicieron cada vez más frecuentes y molestos. Pensé: estaba como las parturientas previo al nacimiento del hijo. Aunque esto no era broma. En mi desesperación, vi, a la vera de la ruta, un camino de tierra que parecía terminar en un rancho, distante a unos 500 metros más o menos. Hacia allí dirigí mi automóvil, luego de abrir la tranca febrilmente. Cuando estaba por llegar, fui escoltado por varios perros de distintas razas que ladraban furiosamente mi presencia. Salió del rancho una mujer robusta de unos 55 años, que me miraba con cierta curiosidad y recelo. Desde lejos le grité que necesitaba ayuda. Cuando estuve más cerca, la mujer sofrenó a los perros y le conté, con dificultad, la situación que me acuciaba. Ella me indicó una pequeña caseta que oficiaba de letrina, cercano al rancho. Allí me dirigí velozmente. Cuando terminé con mis necesidades, salí del lugar creyéndome más repuesto. Pero no era así. Me sentía como inundado por una transpiración abundante y fría, y presentaba un estado de debilidad que se transmitía a mis piernas; las sentía como infladas y mi ambulación era torpe. No sé qué habría notado en mi rostro la mujer, porque enseguida se acercó y me sujetó fuertemente. Fue lo último que sentí, porque me perdí en una nebulosa salpicada de fugaces destellos luminosos. Me desperté y traté de ordenar mis pensamientos. ¿Qué hacía yo acostado en esa vieja cama de hierro? ¿En qué lugar me encontraba? Al lado mío estaba la mujer tratando de darme a tomar un brebaje caliente y amargo. La mujer samaritana, que después supe que se llamaba Sara y que era viuda con un hijo de 11 años, me dijo que yo había sufrido un empacho y que ella me había cuidado, con la ayuda de su hijo, desde hacía dos días. Que lo único que hacía yo, era delirar en voz alta, hablando entrecortadamente de unos malditos superiores que me habían destruido la vida. Quise salir de la cama y me di cuenta que tenía puesto solo la camiseta y el calzoncillo. Además, Sara me aconsejó que me quedara, que todavía no me encontraba en condiciones de caminar. 48
En esos momentos, en mi cabeza se atropellaban los pensamientos. ¿Cómo pagarle a Sara y a su hijo los cuidados que me habían prodigado? Yo estaba acostumbrado a cubrir los costos de los servicios que adquiría, con dinero; en un tome y traiga. Pero aquí la situación era otra. Sara, seguramente, no me pasaría una boleta de servicios. Y yo tenía que responderle de alguna manera. Hasta ahora mi estadía en ese lugar fue como un ‘convidado de piedra’. Quise conocer algo más acerca de ellos. Sara había enviudado hacía unos 6 años y ella, con su hijo, no tenía dónde alojarse. Entonces los patrones, muy buenas personas, decidieron que se quedaran en la casa y les enviaban, periódicamente, un mozo de la estancia, que los ayudaba en algunos de los menesteres del campo. Entonces le sugerí que ella, una mujer fuerte, buena y simpática, bien podría casarse nuevamente, porque, seguramente, no le faltarían candidatos. Y así se desató el siguiente diálogo: Sara: —Dios me valga. Bastante fue con mi finado esposo. Buen hombre, pero muy aficionado a la limeta. Cuando estaba borracho, no había quién lo despertara, y entre Lorenzo y yo debíamos ocuparnos de todo. Osvaldo: —A propósito. Estuve pensando que está llegando la hora de volver a mis pagos, como ustedes dicen, pero, doña Sara, me acostumbré demasiado a su rica sopa y a los cuidados cariñosos de usted y Lorenzo. Ahora, si usted no se incomoda, yo le propondría algo. Escúcheme con atención. Yo no tengo ningún apuro para llegar a mi destino. Entonces, ¿qué le parece si me quedo con ustedes una semanita más y les ayudo, dentro de mis posibilidades, con sus labores? Se entiende que la ayudita sería también pecuniaria; digamos unos 30 pesos por día. Le pido que no se ofenda y lo piense . Sara: —Vea don Osvaldo. Nosotros lo que hicimos por usted, lo hicimos de corazón, sin esperar que nos correspondiera. Ahora, pensándolo bien, su compañía nos ha permitido romper un poco ese estado de soledad, que no le gusta a nadie. ¿Quiere que le diga algo? Usted nos dijo alguna vez que era hermoso tener esa libertad que nos permitía ver el horizonte sin que nada lo tapara. Sin embargo, nosotros nos sentimos presos en esa inmensidad, porque estamos solos. ¿Sabe don Osvaldo? Solos. Figúrese que recuerdo haber leído alguna vez unos versos del Martín Fierro que me emocionaron mucho. Justamente acá los tengo. Se los voy a leer. “Ansí me hallaba una noche/contemplando las estrellas, /que le parecen más bellas/cuando uno es más desgraciao, /y que Dios las haiga criao/pa consolarse en ellas. Les tiene el hombre cariño/y siempre con alegría/ve salir las Tres Marías; / que si llueve, cuando escampa, /las estrellas son las guías/que el gaucho tiene en la pampa. Aquí no valen dotores. / Sólo vale la esperencia; /aquí verían su inocencia/esos que todo lo saben, / porque esto tiene otra llave/y el gaucho tiene su cencia”. Fíjese, esto es lo que más me conmovió: “Es triste en medio del campo/pasarse noches enteras/contemplando en sus carreras/las estrellas que Dios cría, /sin tener más compañía/que su delito y las fieras. Me encontraba como digo, /en aquella soledá, /entre tanta escuridad, /echando al viento mis quejas...” Bueno, no lo voy a cansar con tanta lectura, así que aceptamos su ofrecimiento, y en cuanto al pago, ni se preocupe, usted parece ser una persona buena y, en realidad nos gustaría compartir con usted, aunque sea una semana. Eso no quiere decir que le ‘haya echado el ojo’, dijo, sonriendo con picardía.
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En esa semana, aprendí principalmente a compartir un trabajo duro cuidando a los animales. En los primeros días tuve algunos percances que no pasaron a mayores. Cuando me acerqué al chiquero, convenientemente resguardado con las botas de goma, llevando una olla llena de afrecho, en el momento en que se lo daba a los chanchos, uno de ellos, que pesaría más de 90 kilos, desesperado por comer, me llevó por delante enredándose en mis piernas y haciéndome caer largo a largo en medio de un charco de barro blando y maloliente. También, al ir a recaudar huevos, metí la mano debajo de la primera gallina que estaba sobre el nido, y recibí unos duros picotazos que no me hicieron mucha gracia. Además, al ver unos pollitos piando, levanté a uno del suelo para acariciarlo, pero la gallina no entendió la cosa y también fui blanco de la ira de la madre. Ahora le tocó el turno a la vaca lechera, muy tranquila, pastando en el corral. Ya había sido preparada por Lorenzo, es decir, le había atado las patas posteriores para que no coceara. Además había observado antes a Lorenzo que ordeñaba con la mayor seguridad. En el momento en que yo, con suficiencia, quise hacer lo mismo, la situación fue diferente. Por más que tirara de los pezones, la leche no salía; y eso no fue todo, recibía constantemente la caricia de la cola en mi rostro, cosa que no me gustó nada. Pero así y todo, me sentía feliz. En la mañana, demasiado temprano para mí, me lavaba con agua del pozo realmente fría, aunque estuviera en época estival, y luego de asearme, Sara nos tenía preparados para mí y Lorenzo, un tazón caliente con mate cocido y unas rebanadas de pan hecho por ella. Lo untaba con manteca riquísima ‘made in casa’... y a trabajar. Un día que Lorenzo se había dislocado un pie que le quedó enredado en el estribo del caballo, tuve que encargarme de su tarea que creí fácil, pero comprobé que no lo era tanto. Consistía en llegar montado a un arroyo cercano, en cuyas orillas crecían unas hierbas que Sara necesitaba para cocinar. Ni lerdo ni perezoso, y antes que me afirmara, el caballo, no acostumbrado a otra persona, echó a galopar hacia el arroyo. Quise dirigirlo con las riendas, pero nada. Como si no existiera. En ese trayecto sentí un sudor frío que me corría por las sienes y tuve miedo de lo que pudiera ocurrir. Presagiaba un accidente, pero todo quedó en agua de borrajas. Cuando llegó a la orilla, el caballo frenó su alocada carrera y pude bajarme a cumplir con el encargo. A la vuelta, como si nada hubiera pasado, el muy bruto trotó tranquilo hasta ‘las casas’. En el corto tiempo que pasé con ellos, aprendía tantas cosas... Además de las tareas campestres, que jamás imaginé que haría algún día, tales como estar en contacto con las diversas razas de animales y comprenderlos y quererlos, supe de riego, cosechas, y tiempos. Tiempos que se daban ordenadamente y con sentido, y recordé algo que había leído en el libro del Eclesiastés: “Hay un momento para
todo y un tiempo para cada cosa bajo el sol:/ un tiempo para nacer y un tiempo para morir,/un tiempo para plantar y un tiempo para arrancar lo plantado;/un
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tiempo para demoler y un tiempo para edificar;/un tiempo para llorar y un tiempo para reír,/un tiempo para abrazarse y un tiempo para separarse;/un tiempo para guardar y un tiempo para tirar;/un tiempo para callar y un tiempo para hablar;/un tiempo para amar...
Y aunque no lo mencionara el libro sagrado, también había un ‘tiempo para vivir distraído’ y un ‘tiempo para reflexionar sobre la vida’. Porque había pasado gran parte de mi vida –tenía 43 años- siguiendo los sucesos que me ocurrían, casi sin tomar mi propia iniciativa. Y era hora de que así lo hiciera. Además, pensé, las cosas no se producían porque sí. Había alguna razón que encadenaban las contingencias. El despido de mi trabajo, la furia que me llevó a tomar ese camino; la indigestión que me puso en contacto con esa gente tan bondadosa y sabia... Todo tenía un sentido y el darme cuenta consistía en estar atento y despierto a las circunstancias. En el trato con las demás personas, en mi vida diaria, reconozco que era más bien frío y distante. Generalmente no conciliaba fácilmente con nadie. Diría que era desconfiado, tal vez porque había sufrido en mi infancia la falta de amor y de merecimiento. Pero el contacto con la realidad, me había conmovido hasta el punto de ver un aspecto de la vida que no conocía. Y así fue cómo llegó el momento de despedirme de esas buenas gentes. Al hacerlo, sentí como un nudo que me atoraba la garganta. Pensé: en tan poco
tiempo todo lo que había pasado... Vida y vida con provecho. Vida útil, con amor y con sentido, no dilapidada como lo había hecho durante tantos años.
“Monté en mi caballo”, digo en mi auto, y enfilé hacia la ruta, pero en lugar de continuar por el camino propuesto, me volví a la ciudad. Era otro Osvaldo quien dirigía el automóvil. Fuente: Enrique 9/8/02
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Vacaciones insólitas Por fin llegó el día en que Juan y Roberto tomarían sus vacaciones, largamente esperadas. Ambos trabajaban en el Biblioteca Nacional y les coincidió la fecha para iniciarlas. Los dos jóvenes, de 22 y 25 años respectivamente, se habían hecho amigos y decidieron vacacionar juntos. El último día de trabajo se despidieron con el compromiso de encontrarse al día siguiente en la plataforma desde donde partiría el tren para Mar del Plata, a las 7 de la mañana. Roberto, más previsible, había puesto el despertador a las 5 para tener suficiente tiempo de bañarse, afeitarse, tomar unos mates y salir tranquilamente. En cambio a Juan le costaba ordenar su vida cronológicamente. Por lo general, llegaba tarde al trabajo, lo que le molestaba bastante a su jefa inmediata. Ya le había costado, no solamente reconvenciones de parte de ella, sino también la quita de su sueldo proporcional al tiempo de tardanza. De modo que, siguiendo con su conducta desmañada, Juan, que vivía cerca de Constitución, a no más de 15 minutos, puso el despertador a las 6. Al despertar, remoloneó un poco en la cama; se tomó una taza de café con leche; se bañó y puso los últimos objetos en su bolso. Salió de su departamento; miró el reloj pulsera y ¡oh!, eran las 6,40. ¿Llegaría a tiempo? Aunque la mañana se presentaba templada, sintió como un sudor frío le corría por la frente (o le ‘perlaba’ la frente, como dicen los poetas). Había pensado tomar un colectivo, pero no, ya no había tiempo. Miró desesperado por todas partes y por fin divisó la presencia de un taxi; lo paró, subió con sus bolsos apresuradamente. Pero, ¿Qué pasaba? El taxista era un tipo calmo y despreocupado; no obstante lo urgió para que fuera rápido a la Estación. Y, mientras, las manecillas del reloj seguían moviéndose inexorablemente. Al fin llegó y corrió atropellando a una señora que se le cruzó en el hall, y que quedó sentada en el suelo. Ni se volvió para ayudarla a ponerse de pie. En ese momento sintió el pito del tren y vio que comenzaba a desplazarse lentamente. Sin pensarlo, corrió como no lo había hecho desde hacía tiempo, y después de un trecho que se le hizo interminable, consiguió, con gran esfuerzo, colgarse del pasamano del último vagón… y subir al convoy. En tanto, Roberto, más disciplinado, había llegado con toda tranquilidad, media hora antes de la partida. Miró por todos lados y no vio a su amigo, cosa que no le llamó mucho la atención. Ya lo conocía. Buscó el vagón reservado, subió, encontró la ubicación y puso los bolsos en la rejilla que tenía arriba del asiento doble. Miró el reloj: las 6,45. —Hummm...,
esperemos. ¡Este Juan siempre lo mismo!
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Compró el diario al canillita que lo voceaba por el pasillo, lo entreabrió y lo único que alcanzó a leer fue 6 de enero del 2000, porque las letras bailaban frente a sus ojos. Ya, bastante nervioso, cerró el diario y miró por undécima vez su reloj:
— ¡6,55! ¿Qué pasa? ¿Se habrá despertado el dormilón? ¿Qué hago: lo espero acá o me bajo del tren? Decidió quedarse porque si se bajaba serían los dos que
perderían el viaje. Se levantó del asiento y se fue a la entrada del vagón, mirando ansiosamente la plataforma. Escuchó el silbato del tren y éste comenzó a moverse lentamente. Los ojos de Roberto parecía como si se salieran de las órbitas, tratando de descubrir a su amigo entre las personas que despedían a los viajantes. De repente vio un hombre que corría desesperadamente hacia el tren en movimiento. — ¡Quién otro podría ser que su amigo Juan! Rogó y sus ruegos fueron oídos: Juan se agarró del pasamano del último vagón, y subió. Roberto se secó la transpiración que le hacía cosquillas en la cara y fue a sentarse en su ubicación. Mientras esperaba a Juan que llegara, pensó: —Si le recrimino su
tardanza y los momentos amargos que sufrí, con eso lo único que conseguiría sería indisponerse con él; Juan también se enojaría y se pelearían ambos… No, mejor no. No era bueno para el principio de unas vacaciones que debían ser cordiales .
Llegó Juan. Se saludaron, y ya sentados confortablemente, comenzaron a visualizar a los demás pasajeros. Muchos matrimonios con hijos y abuelos con nietos. Pasado el barullo de entrecruzamiento de palabras donde más se habla que se escucha, y luego de algunos kilómetros de marcha, se fueron aquietando. Algunos leían diarios o revistas, y Juan se dispuso a dormitar: no estaba acostumbrado a despertarse tan temprano. Roberto se levantó de su asiento para buscar una chaqueta porque la refrigeración estaba muy alta y comenzaba a sentir un poco de frío. Cuando comenzó a revolver un poco arriba, su mano tropezó con algo frío y movedizo. Miró y no lo podía creer: ¡era un lagarto! Pegó un grito y vio que todas las miradas estaban dirigidas hacia él. Un pasajero se acercó y diciendo —perdón, se me escapó—, tomó al animal asustado y lo metió en una pequeña jaula que llevaba consigo. Se oyeron unos comentarios y, después, cada uno siguió con lo suyo. Todavía le palpitaba el corazón a Roberto, cuando en eso oyó, que en voz alta, una jovencita pregonaba: —café, café- . Enseguida la llamó y cuando la estuvo más cerca, no salía de su asombro: estaba vestida con una mini-pollerita negra y una blusita blanca. Además, llevaba unas botas altas, tipo ranchero, de color beige. Pensé: seguramente la compañía está cambiando un poco el staff, para que los
clientes no se filtren en los ómnibus y así evitar la competencia.
Pero no todo quedó ahí. De pronto apareció por el pasillo, el inspector controlador de boletos, acompañado del guarda. Al verlo quedaron tanto Roberto como Juan, que ya se había despertado, con las bocas abiertas. El inspector tenía puesto un uniforme alemán, con botas y cartuchera, de la época de los nazis. ¿Qué
pasaba? ¿Era cierto lo que veían sus ojos?
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Los muchachos miraron a su alrededor, antes de que les controlara los boletas, ¡y ningún pasajero, mayor o chico, se asombraban de lo que estaban viendo! Como si nada. Al llegar a los amigos, el inspector hizo una venia, chocó los talones, y pidió los boletos con un acento gangoso en sus palabras. Se los alcanzaron, los picó y siguió en su camino. Rarísimo. Y ambos coincidieron en que esto había sucedido Llegó el momento del almuerzo. El mozo, con delantal blanco y gorro de cocinero, pasó por el pasillo llevando una campana muy ruidosa y gritando a la vez, — ¡A comer!, ¡a comer! Ya, un poco vacunados de sorpresas, los amigos reservaron una mesa, y cuando abrieron el comedor, fueron a sus sitios y se sentaron. Los atendió una moza ¡vestida de gitana! Saludó y sin más trámites tomó la mano derecha de Roberto y luego la de Juan, y les dijo que pasarían por muchos contratiempos, pero que saldrían ilesos de ellos; y antes de que le preguntaran algo, los tranquilizó diciendo que la “buenaventura” corría con el menú. La minuta era fija y costaba ¡dos pesos por persona contando la propina! No lo podían creer. Además, la bebida, que era aparte, costaba cincuenta centavos. Nooo, era un chasco. ¿Qué le servirían por estas chauchas? En principio, el mozo les trajo un aperitivo y unas mini empanadas calientes. Y apareció el primer plato frío: Langosta chilena con salsa picante. Luego el segundo plato: Pollo deshuesado a la naranja. Y de postre: Panqueque de manzanas al rhum. Además un café a la italiana o té de hierbas aromáticas. Realmente comieron bien. Era el momento de volver a su vagón y dormitar un poco. Así lo hicieron. ¿Cuántas horas pasaron? El asunto es que despertaron al sentir que el tren detenía su marcha. Había llegado a una estación. Miraron el reloj: marcaba justamente las doce del mediodía. Quiere decir que ya faltaba poco para llegar a Mar del Plata. Pero ¿qué pasó? Los hicieron bajar, prácticamente a todos, al andén, mientras los guardas cambiaban de dirección los asientos. ¡En adelante y hasta llegar a destino, ¡iríamos de espalda! No podía ser. Preguntamos a qué se debía tal medida estrafalaria y nos contestaron que era una orden de la compañía, para evitarles a los pasajeros la entrada final. Que ya habían sucedido algunos casos de infarto debido a la emoción de la llegada. En fin, ya creían que estaban sanados de espanto. Pero no fue así. Instalados en el hotel, refrescados y con buen ánimo, decidieron ir a la playa. Estaba llena de bañistas. Entonces buscaron otra playa más alejada, con acantilados que se encontraba en la ruta a Chapadmalal. Allí fueron a parar. Estaba prácticamente desierta. Extendieron la lona playera, se embadurnaron de crema protectora y se dispusieron a gozar del sol que resplandecía en un cielo sin nubes. De repente Roberto oyó como un rumor que no se parecía en nada al de las olas rompiendo contra las rocas; se incorporó apoyado en los codos y vio, a lo lejos, 55
como un gran vehículo que se aproximaba a ellos. Juan dormía. Cuando lo tuvo más cerca… ¡NO PODÍA CREERLO! Era un tanque de guerra. Sí, un tanque con su torrecilla y la ametralladora sobresaliendo. Además llevaba ondeando, una banderita norteamericana. Al llegar a unos tres metros de nuestros amigos, detuvo su marcha, paró el motor, se abrió la portezuela de la torrecilla… y apareció un uniformado con la chaqueta llena de galones. En ese momento, despertó Juan. Ambos se habían quedado pasmados y no atinaban a decir nada. El soldado se dirigió a ellos y con cierta dificultad para hablar en castellano, les dijo: —Perdón. ¿Podrían decir ustedes dónde estoy?— y se suscitó el siguiente diálogo. Juan: — ¿Qué pasa? Roberto, con una sonrisa de chacota. —Nada. Lo que sucede es que desde que salimos de la Capital, nos están tomando a la joda. Este tipo (Señalando al soldado), seguramente es parte del show que la comunidad marplatense nos da. Nos han tomado de “punto” y vamos a terminar con esta comedia. El uniformado: —Un momento. Yo no entender nada. Estar perdido y no saber dónde encontrarme. Juan: —Andá. Terminala chabón y dejanos que gocemos del día. Roberto: — ¿Dónde conseguiste el disfraz? ¿En la ropavejería de la avenida Alem? Y el cacharro que montás, ¿se lo alquilaste al Ejército Argentino? El Capitán: —Tengan más respeto conmigo. Soy capitán del ejército de los Estados Unidos de Norteamérica, y no voy a permitir sus insolencias. Enseguida, y enrojecido de
rabia, se puso en contacto con la ametralladora y nos apuntó con ella. Recién ahora tuvieron miedo, y aunque pudiera ser algún loco, a nuestros amigos les pareció que podrían seguirla la corriente. Total, ¿qué perdían si estaban de vacaciones? Roberto: —Muy bien, mi capitán. Usted está en la República Argentina, y más localmente, en la ciudad de Mar del Plata que linda con el Océano Atlántico. Le pedimos que perdone nuestra grosería. Ahora quisiéramos saber cómo se perdió. El Capitán: —La noche en que estaba patrullando con mi unidad, las costas del Líbano, en un momento me dio sueño y no podía vencerlo pese a que me refrescaba la cabeza con agua fría. De pronto recuerdo haber sido iluminado por una luz muy potente que me encegueció, y desde ahí, no recuerdo nada más. Cuando desperté, me encontré de día en esta playa desconocida para mí. Roberto, codeando a Juan: —Y dígame Capitán. ¿Cuál fue el día en que le sucedió lo que nos acaba de narrar? El Capitán: —Exactamente las 0400 del día 5 de enero del año 2000. Un momento antes de que esto sucediera, me fijé en el reloj. Roberto: —Ahora le voy a contar algo que seguramente lo va a asombrar mucho. El día de hoy es 6 de enero del 2000. ¿Qué le parece?
El Capitán quedó como petrificado. Como si él, ahora, fuese objeto de una broma de mal gusto. Preguntó la hora. Eran las 5 de la tarde. Miró su reloj y el
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horario no coincidía. Lo miró a ambos con mirada de preocupación. Como si le doliera el estómago. Cosa e’brujo, dijo Juan. Roberto: De este entuerto en el que estamos todos, lo único lógico que pudiera poner algo de realidad, podría ser que usted con su equipo, fue llevado desde esas tierras hasta acá, en un Ovni. Yo he leído algo de esto. Capitán. ¿Podríanos decir algo de los Platos Voladores? El Capitán, con altanería. —No, de ninguna manera. Todo lo relacionado con los Objetos Voladores No Identificados, es secreto de Estado que a mí no me es permitido divulgarlo. Por lo tanto, no hablemos más de esto. Roberto mirando a Juan y con un guiño disimulado: ¿Qué te parece amigo? ¿No crees que sea hora de que nos volvamos al hotel? Juan asintiendo: Creo que es razonable. En cuanto a usted, mi capitán, sería mejor que se dirigiese a la Municipalidad para que lo oriente. Le deseamos feliz viaje.
Mientras se dirigían al hotel, siguieron hablando entre sí. Juan. —Yo te digo: el mundo está lleno de locos y nos quieren hacer enloquecer a
nosotros. ¿De qué manicomio habrá salido éste?
Antes de llegar a su hotel, decidieron entrar en una confitería para tomar un refrigerio. Los atendió un mozo alto, espigado, con un bigotito tipo manubrio, que les alcanzó la carta. La miraron y pidieron ambos café con leche y un trozo de pastel isla flotante. Le pusieron azúcar (¿azúcar?) a las tazas y cuando llevaron el líquido a los labios, lo escupieron. ¡Ajjj! Tenía gusto a sal, aunque el sobrecito dijera bien claro: azúcar. Lo llamaron al mozo quejándose, y éste, con toda amabilidad les dijo que ahora se usaba ese producto para evitar los comas diabéticos, pero que no nos preocupáramos porque la sal tenía muy poco tenor de sodio. Ya, directamente no dijimos nada, pero no tomamos el café con leche. Entonces la emprendimos con el pastel. ¡Para qué! Era repugnante, con un sabor a atún. ¡Claro, estábamos en Mar del Plata! Si el propósito del dueño de la confitería era echarnos, lo consiguió, porque nos fuimos más que ligeros y con bronca. Volvimos a nuestra pieza, cansados y amargados. ¿Qué más nos podía suceder? Nos duchamos, y esperando la hora de la cena nos dispusimos a ver algún programa de T.V. La encendimos y oh sorpresa: apareció un locutor de unos 12 años de edad que había formado una mesa de opiniones. Los demás participantes, niños y niñas, tendrían entre 8 a 11 años. El tema era el problema de los padres. El mini director del programa se dirigió a uno de los presentes y le preguntó cómo se llevaba con sus progenitores. Éste, muy suelto de cuerpo, dijo que no muy bien, porque ellos, especialmente su padre, no le permitía fumar en la casa y que eso lo hacía sentir mal porque él fumaba cigarrillos y no porros. Además lo acosaba por cualquier cosa tales como dormir más de 12 horas, ser demasiado desordenado y no bañarse diariamente. Intervino otro que expuso su queja comentando que él no tenía mayores problemas, siempre que no comentara con los mismos, su
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problemática existencial; y si lo hacía, notaba que ellos no le prestaban ninguna atención.
Juan mientras veía el programa, comenzó a recordar algo de su niñez. Él también fue un niño rebelde y objeto de castigos, algunos de ellos que consideró injustificados. También, en muchas oportunidades, en esos años, quiso hablar con sus padres y no recibió la atención que creía merecer… Roberto le interrumpió sus pensamientos. —Decime Juan, ¿dónde estamos? Juan lo miró fijamente — ¿Me estás cargando o tenés hambre? Sabés bien que estamos de vacaciones en la Ciudad Feliz.
Entonces… Roberto despertó. Y se dio cuenta de que estaba en su casa, en la Capital. Medio aturdido todavía, miró el reloj despertador; las manecillas indicaban ¡las 11,30 de la mañana! Se fijó en el calendario: miércoles 6 de enero de 2000. Poco a poco fueron disipándose los vahos del sueño y recordó: que este
mismo día debía estar viajando hacia Mar del Plata. ¿Qué hacía acá en su cama? Claro. El día anterior al viaje estaba muy nervioso y que ya tarde, al acostarse, se tomó una pastilla de Lexotanil 10. Quiere decir que no oyó el despertador y se quedó sin viaje… ¿Qué pasaría con Juan? ¿Habrá abordado el tren? Y la moza del tren, el inspector, el militar con su tanque y todo lo demás, ¿fueron solamente fantasmas de un sueño?
Se levantó de su cama, se duchó, tomó unos sorbos de café, se vistió y tomando su bolso salió para la Terminal de ómnibus de Retiro. Debía tomar un vehículo que la llevara a Mar del Plata. Cuando estuvo allí, repleto de gente, pensó que le sería muy difícil conseguir pasaje, pero la suerte lo acompañó. Justamente al llegar a la ventanilla, y cuando le decían que no había pasaje, en ese mismo momento sonó el teléfono. ¡Un pasajero les avisaba que renunciaba a su boleto por razones familiares! Rápidamente lo adquirió, y en una hora más salió el ómnibus rumbo a Mar del Plata. Anteriormente se había puesto en contacto telefónico con el hotel reservado, y le contó a Juan que salía para allá y que más tarde le contaría lo que le había pasado; que por suerte no era grave, pero sí, gracioso. Por fin, después de la pesadilla, podía dar por iniciadas las vacaciones tan esperadas, en compañía de su amigo. Fuente: Enrique—Setiembre 2002 ***
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