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La pareja que vivió un pedacito de eternidad

La novia tiembla cuando musita un suave sí. Tiembla como una hoja recién desprendida del árbol, a pesar de los 38 grados del ambiente.

El novio, serio, fiel a la ocasión, la ve con amor. Más que una mirada es una caricia que se posa suave en cada milímetro del rostro de ella, que no oculta su nerviosismo al dar el primer paso para cruzar el umbral hacia su nueva vida.

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Toda su existencia esperó el momento de unirse al hombre de su vida. Muchas noches lo soñó, lo idealizó en sus pensamientos, y hasta creyó despertar con él. Pero no llegaba, y se escapó el tiempo, dejando tantos huecos que se convirtieron en años, y luego en décadas.

Por ahí se escapó también su juventud. Y la ilusión del amor. Nunca imaginó que volvería cuando todo lo demás ya se había ido.

Un leve temblor denotó la emoción de la novia al dar el sí. Apenas escucharon que eran “Marido y Mujer”, el novio la tomó de la mano, para acercarla, y la besó suavemente, como si fuera de cristal fino y temiera quebrarla.

Una escena que a sus 72 años Armandina nunca pensó vivir. Pero un día conoció a Eloy, tres años mayor, en un café del centro de la ciudad. Y nació el amor.

Fue como una película que nadie filmó. Ella tomaba café con sus amigas, y de pronto, entre risas y pláticas su servilleta fue a dar al suelo.

En la mesa de al lado, aburrido de una larga espera, Eloy se mostró galante y raudo recogió el pedazo de tela. Nunca imaginó que estaba levantando el amor.

Él se perdió en sus ojos. Ella, que hacía mucho tiempo había dejado de esperar al príncipe azul que nunca pensó realmente en ella, descubrió de pronto que el amor nace en cualquier momento, travieso, porque no entiende de edad. Ni de nada.

Y mientras sus contemporáneos vivían en sus recuerdos, ellos dos disfrutaron la realidad de un presente forjado con voluntad de vivir. Decidieron casarse.

Ante el juez del Registro Civil, como cualquier enamorado, Eloy se muestra galante con su novia. Le acomoda la silla, le lanza miradas que la hacen sonrojar. Ella le sonríe y lo mira enamorada. De pronto, le limpia algo en el rostro. Él se deja hacer.

Su noviazgo fue como los de antes. El viudo, ella soltera, no dieron nada que decir. Cuando decidieron unir sus vidas, él fue, como todo un caballero, a pedir la mano de la novia a sus hermanos.

Amigos y familiares los acompañaron al Registro Civil. Ella de blanco, como corresponde a una señorita. El con su mejor traje.

Como corresponde a un caballero.

Armandina dedicó su juventud a cuidar de su madre. Todavía trabaja, en una empresa, a veces de día a veces de noche o de tarde. Eloy es jubilado, y se dedica al comercio. Pero eso no importa. Lo único en lo que piensan, es en disfrutar su amor, aunque otros critiquen.

Una boda sencilla, que los une civilmente. La boda religiosa tendrá que esperar, porque en la Iglesia les pidieron tres meses para correr las amonestaciones. Y con frío, no se quieren casar.

Esto no es un cuento de hadas, es la vida real. Y como en las telenovelas, Armandina y Eloy tienen un final feliz, y seguramente vivirán felices y enamorados por siempre.

No importa cuánto dure ese siempre, al fin que la eternidad también cabe en un segundo, cuando lo sabemos vivir.

Y felices por siempre

No fue una decisión al vapor.

Para qué casarse, decía ella. Para qué, si ya estaban grandes.

A los 72 años no parece buena idea, y menos si el novio tiene 75. Pero Eloy la convenció con un argumento simple:

-Aunque sea un día o dos, si somos felices, valdrá la pena. Me lo contó Eloy el día de su boda con Armandina. Me gustó su historia, el caballero de 75 años que conoce y se enamora de una señorita de 72 años, la corteja a la antigua y al final la conquista.

Estuve en su boda, escribí algo de ellos y perdí el hilo de su historia de amor.

Hasta un par de años después, cuando Armandina pasó junto a mí y fue a sentarse en una banca frente a donde yo estaba.

La ví, y pensé que así se vería Penélope después de esperar inútilmente la llegada del tren, y a un Amante que optó por hacerse viejo en otros brazos y que quizá nunca pensó en ella.

-Yo la conozco-, le dije como saludo.

Sonrió, porque creyó que no la recordaría. Nos sentamos a platicar como amigos de siempre. Me contó cómo fue después de la boda civil donde estuve, y cómo Eloy esperó hasta la boda religiosa para llevarla a su casa.

- Todo era felicidad, pero mi viejito nomás me duró 18 días. Quién iba a pensar lo profético de las palabras de Eloy.

Pero si dos o tres días era lo que la Vida le daba, valía la pena, me dijo esa vez Eloy, entonces, pensé, 18 días fue un pedacito de eternidad

Por Francisco Zúñiga Esquivel

Historia extraída del libro: Crónicas de la Nada, Andanzas por la vida. E

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