ABRAHAM LUIS BRÉGUET (1747-1823)

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ABRAHAM LUIS BRÉGUET (1747 – 1823)



ABRAHAM LUIS BRÉGUET (1747-1823)


I

La aspiración a una medida exacta del tiempo es uno de los caracteres y de las necesidades más esenciales de las sociedades humanas. Las civilizaciones antiguas estaban, sobre este punto, muy a la zaga respecto de la nuestra. Hasta el noveno o el décimo siglo de nuestra era, no se conocieron más aparatos cronométricos que los gnomon o relojes de sol, los relojes de arena y las clepsidras o relojes de agua. Los primeros gnomon del antiguo Egipto y de la Caldea no indicaban más que el me-


dio día solar; el conocimiento de las subdivisiones del día precisaba de la anexión del estilo, paralelo al eje terrestre. Este estilo, fue, dícese, inventado por Anaximandro, en el siglo sexto antes de la era cristiana. Estos primeros aparatos cronométricos se multiplicaron muy pronto por las grandes ciudades de Grecia, de Egipto, de Oriente y dieron lugar a una nueva industria; aquella de las gentes que, por mediación de un salario, iban de casa en casa, varias veces al día, a anunciar la hora según la indicaban los relojes públicos. En casa de las personas adineradas, un esclavo estaba especialmente encargado de tal labor. El uso de estas esferas, no empezó a ser conocido en Roma hasta algunos años antes de la invasión de Pirro, y no se generalizó más que hacia la segunda guerra púnica, puesto que Plauto, autor contemporáneo, escenifica a un esclavo que se queja de que no se puede ya comer cuando se tiene hambre, la hora de las comidas habiendo sido, desde hacía poco tiempo, regulada despóticamente por estas esferas inoportunas, de las que toda la ciudad se halla infestada. La facilidad para medir el tiempo por mediación de la altura del sol, debió sugerir de


buena hora la búsqueda de los medios de llegar al mismo resultado durante la noche o con el cielo cubierto. Tal investigación dio lugar al descubrimiento de los relojes de arena, al de las clepsidras. ¿Cuál fue la época de tales descubrimientos? ¿Cómo se llamaban los inventores de estos aparatos, que, a pesar de su imperfección, han prestado durante una larga sucesión de siglos tan grandes servicios a la humanidad? Los antiguos historiadores enmudecen al respecto; bastante tienen con enseñarnos los grandes logros de los conquistadores. Solo se sabe que desde el punto de partida tan sencillo del reloj de agua (en el que el líquido va escurriéndose, a través de una estrecha apertura, desde la parte superior a la inferior del recipiente), el genio de los Ctesibios, de los Arquímedes hizo surgir mediante el empleo de ruedas dentadas o arcaduces de noria, indicaciones de lo más ingeniosas y de lo más diversas. El primero había llegado a marcar las horas, los días, los meses, los doce signos del zodiaco. El segundo obtuvo resultados aún más extraordinarios, tal fue así que el vulgo creía a su famosa esfera encantada por un espíritu so-


brenatural. Nerón tenía un gusto muy particular por las clepsidras, si nos referimos a la tradición que nos aporta Suetone. Se pretendía, que la víspera del día en que fue asesinado, sin que ignorase en cuánto sus asuntos se habían degradado, aun así había pasado la tarde haciendo sabias demostraciones, a los embajadores galos, de ciertos aparatos hidráulicos. Se sabe también cuán grande era su pasión por la música. ¿Cómo un hombre absorbido hasta tal punto por las ciencias y las artes, encontraba aún el tiempo para cometer tantos crímenes? La tradición de las clepsidras sobrevivió a la caída del imperio romano. Dos grandes ministros de los reyes godos de Italia, Boecio y Casiodoro, emplearon, el uno el tiempo libre de su cautividad, el otro el de su jubilación voluntaria, en la fabricación de lámparas y relojes hidráulicos. Este relativo lujo de civilización era entonces prácticamente desconocido a los occidentales; así es como los escritores de los siglos VIII y IX citan con admiración los relojes enviados por el papa Pablo I a Pipino el Breve, y por el califa Haroun-al-Rashid a Carlomagno.


El descubrimiento del principio fundamental de la relojería moderna, el peso motor y el escape, es atribuido por algunos autores a un arcediano de Verona que vivía hacia el 850, por otros a Gerberto, el Aristóteles del siglo X. Esta última opinión parece la más probable. La acusación de brujería, que persiguió a este gran genio hasta el mismísimo púlpito de San Pedro, no puede explicarse si no es por alguna invención suya del todo extraña y novedosa, y que, en este siglo bárbaro, pareciese emanar de lo paranormal. De cualquier forma, ya es cuestión de relojes sonadores en "los usos y costumbres de la orden de Citeaux", redactados hacia el año de 1120. Así, el mecanismo de sonería, cuya invención es evidentemente posterior a la del peso motor y el escape, era ya empleado en el siglo XII en gran número de monasterios. Sobre este punto, como sobre tantos otros, estos establecimientos no han fracasado en su encomienda de iniciativa civilizadora. Fue allí donde se comenzó a sentir la necesidad de estar informados de manera precisa y continua sobre la medida del tiempo, para repartir su empleo conforme a las reglas monásticas.


Es únicamente en el siglo XIV cuando empieza a ser cuestión de relojeros laicos, y de relojes públicos, en las ciudades donde el comercio y la industria conocen un cierto impulso. Italia, la Alemania renana, Flandes, e incluso Inglaterra, poseyeron artistas relativamente hábiles en el género con antelación a Francia, que tan brillante revancha se ha tomado en los tiempos modernos. De entre los más notables especímenes de la relojería del siglo XIV, se cita el reloj construido en Inglaterra por Wallingford, abad de Saint-Albans (1324), el de Padua(1344), cuyo autor fue Tiago de Dondis, llamado Tiago de los relojes; y también, el de Courtrai , que, en el saqueo a esta ciudad tras la batalla de Rosebecq (1382), fue desmontado y transportado a la iglesia de Nuestra Señora de Dijon, donde se le ha podido contemplar hasta el comienzo de este siglo. Este reloj parece haber sido uno de los más antiguos ejemplares con empleo de figuras automáticas tocando las horas, y que tan célebres fueron en la edad media bajo el nombre de Jaquemarts. La etimología de este nombre ha dado lugar a más de una conjetura: parece hoy día resuelta por el descubrimiento de un recibo datado de 1422, por


el cual Jaquemart de Lille, relojero y cerrajero, reconoce haber recibido veintidós libras por los trabajos que había venido a hacer al antiguo reloj de Courtrai, reubicado desde hacía cuarenta años en Dijon. Además de estos grandes aparatos, se fabricaba también desde el comienzo del siglo XIV, unos relojes de pesas de una menor dimensión, para el interior de las habitaciones, pero estas maquinarias eran en aquel entonces un objeto de lujo del todo excepcional. El rey Felipe el Hermoso poseía uno, el único probablemente que existiera en todo su reino. Procedía de Nuremberg, ciudad que fue desde muy temprano, y que debía quedar durante largo tiempo como una de las metrópolis de la industria relojera. La aclimatación definitiva de la relojería en Francia, data del reino reparador de Carlos V. Fue Enrique de Vic, uno de los sabios pensionados por este príncipe, quien construyera, en 1370, el primer reloj público que París haya poseído. Fue montado en la torre del palacio de la Cité, que pasó a llamarse desde entonces Torre del Reloj, nombre que subsiste aún hoy en día, si bien no sea ya ni el mismo reloj, ni la misma torre. Entre otros favores reales, de Vic obtuvo, dícese, aquel


bastante poco envidiable de compartir morada con la del ruidoso reloj. Se conserva una descripción de este primitivo aparato, elaborada por Julián Leroy, el más hábil relojero de Francia de la primera mitad del siglo XVIII. Este gran maestro comprendía mejor que ninguno de sus contemporáneos, la importancia de los estudios históricos en el arte. Nos enseña que los más antiguos relojes llevaban pesos de 1000 a 1200 libras, que bastaban a penas para vencer a la resistencia de los frotamientos y de los engranajes. El reloj del Palacio funcionaba por medio de un peso de tan solo 500 libras; había entonces ya, un cierto aligeramiento en el detalle del mecanismo. No marchaba más que treinta horas seguidas, se estaba pues en la obligación de remontar el peso todos los días1. De hecho, solo marcaba y tocaba las horas. Había gran disparidad de tan rudimentarias maquinarias, cuyos choques fatigaban el oído, cuarteaban los entarimados, y cuyo funcionamiento exigía un enorme desarrollo en altura, a consecuencia de la posición vertical de los móviles ; a los aparatos tan perfeccionados de los Lepaute, de los Janvier, de los Wagner, de los Bréguet, 1.No es, en lo que a duración de la marcha se refiere, en lo que el


progreso ha sido mayor en la construcción de estos enormes relojes. De nuestros días, aún la mayor parte de los aparatos modernos de este género no marchan más que de veinticuatro a cuarenta y ocho horas con el excedente ordinario para ser remontadas las pesas cada día o cada dos días. No es que no se pueda hacerlos marchar

aparatos que marchan con una suavidad y una regularidad tanto mayor, "sin interrumpir el silencio de los lugares en donde están instalados más que por el tenue ruido que de la caída del escape y de la preparación de la sonería les es inseparable". El reloj de de Vic, que debiera haberse al menos conservado como monumento histórico, ha subsistido, hasta el Consulado. Ha tocado, durante más de cinco siglos, todas las horas jubilosas y lúgubres que se sucedían en la existencia de París, y ha dado de manera notable la señal de la masacre de los Armañacs y de la de San Bartolomé. Según el uso en tantas otras cosas, París dio el impulso al resto del reino. Antes del final del siglo XIV, Sens, Auxerre, Metz, Montargis, y aun otras ciudades, tuvieron a su vez relojes, ¡que pronto hubieron de tocar tristes horas para Francia! En la segunda mitad del siglo siguiente, la relojería naciente recibió una renovada y viva impul-


sión mediante la invención del muelle replegado en espiral, cuyo autor ha quedado injustamente desconocido. Produciendo el desenrolle de esta lámina de acero flexible, durante más tiempo si se quisiera pero entonces exigen cuidados mayores y por consiguiente gastos más considerables.

en un espacio circunscrito, el efecto de un peso motor, se pudo entonces fabricar aparatos mucho más pequeños, y tal fue el origen de los relojes portátiles o muestras. El uso de muestras parece, en efecto, haber comenzado al final del siglo XV. Peters Heele las fabricaba en Nuremberg, en unas pequeñas cajas de forma ovalada, de dónde les vino el nombre de huevos de Nuremberg, cuyo uso se expandió en todas las cortes de Europa. Este arte experimentó, como todos los demás, la impulsión del Renacimiento, que varió hasta el infinito las formas y decoraciones de las cajas, y alumbró, en materia de relojes portátiles y de apartamentos, verdaderas obras de arte decorativas, de las que nos podemos hacer una idea por los especímenes que nos han conservado varios célebres coleccionistas, particularmente de Bruge, Sauvageot, Labarte o Soltykof1.


Durante este mismo siglo XVI, verdadero paraíso del arte, los relojes formaron parte del movimiento general de progreso; se sobrepasó todo aquello que había sido imaginado hasta entonces, sobre todo en la ingeniosa fantasía, la gracia y el acabado de la ornamentación. De entre las obras maestras de esta época, que han pervivido hasta nuestros días, se observa el reloj de Lyon, obra de Lipio de Basilea, retocado en el siglo XVIII por Nourrisson; el de Estrasburgo, inferior al anterior en lo que a mecanismo se refiere, pero de mayor interés como composición. En este reloj, las figuras de Jesucristo y de la Muerte van situadas frente a frente, en ambos lados del cuadrante. A cada cuarto, la muerte amaga como si fuese a golpear; y es repelida por el Salvador, que no le habilita para cumplir su cometido mas que a las horas exactas, y las subdivisiones. horarias van indicadas turno tras turno por cuatro jacquemarts, que representan las distintas edades de la vida humana. Las lecciones filosóficas de este género son frecuentes en las obras del siglo XVI. Y sobre la esfera 1.Es sabido que la preciada colección Sauvageot está presente en el Louvre. La de Soltykof ha sido reproducida en grabados, y conforma un volumen in-4º, interesante en el más alto grado para los


relojeros que se toman en serio el lado artístico de su profesión. Uno queda estupefacto, al examinar las bellas obras de esta época, no solamente por el exquisito gusto de las cinceladuras, sino también por la fineza de ciertos detalles del mecanismo interior, ejecutado sin embargo con unos utensilios bastante menos perfeccionados que los de nuestros días.

de un reloj español de aquellos tiempos, podemos leer esta lamentable aunque certera realidad: Vulnerant omnes, ultima necat "Cada hora que pasa hiere a su vez; la última remata." Se conocen los apellidos de los más hábiles relojeros establecidos o nacidos en Francia en el siglo XVI. Los principales fueron los Myrmecidas (probablemente de origen bizantino), Dubarle, Delorme, Maillard, Sennebier, Binet, Joly. Varios de estos apellidos han sido objeto de una ilustración secular en los fastos de su profesión. Desde los tiempos de Francisco I, los relojeros se hallaron lo suficientemente numerosos en Paris como para formar una corporación especial, establecida, como la de los orfebres, bajo la invocación de san Eloy. Es también del siglo XVI del que nos remonta la invención del caracol, que uno de los más hábiles artistas del pasado siglo pre-


gonaba como "una de las maravillas del genio humano." Es bien cierto que la introducción de esta pieza en la relojería constituía un progreso importante, una ventaja real en la lucha ya emprendida por la ciencia, para alcanzar, a pesar de la naturaleza, una medición más exacta del tiempo. Hasta ese momento, el muelle motor, "punto de partida de todo movimiento de relojería no susceptible de ser movido por un peso," era abandonado a sí mismo, y seguía con total libertad, en su desenrolle, la natural variación de su acción. Su marcha precipitada al principio, se ralentizaba, y se adormecía, por así decirlo, hacia el final. Se logró disciplinar, regularizar este trabajo por medio del mencionado caracol, cuya superficie tallada en helicoide recibía una cadena de acero, ligada al resorte motor, reteniendo la aceleración irregular en los primeros momentos del desenrolle, y dejando a continuación amortiguarse de manera gradual a esta primera retención, de manera a realizarse una compensación de las desigualdades del trabajo motor, durante toda la duración de la marcha del aparato. Este mecanismo ingenioso, cuyo primer autor ha quedado desconocido, funcionaba al principio


por medio de una cuerda de tripa. Fue un relojero apellidado Gruet, el que substituyó por la cadena de acero este rudimento tan primitivo, en demasía susceptible de alterarse como consecuencia de las variaciones de temperatura. El empleo del caracol, del cual es fácil dar cuenta de su presencia sin más que echar un vistazo a una muestra antigua, marca una etapa importante en los fastos de la relojería. Su supresión no ha sido posible y ventajosa, más que en ciertos casos, como consecuencia de los perfeccionamientos que han introducido Bréguet y sus contemporáneos en el mecanismo de los escapes1. Al examinar los mejores productos de la relojería del siglo XVI, vemos que, en relación a la variación ingeniosa de las formas, de la elección y de la ejecución de los ornamentos, de la fineza misma de ciertos detalles del mecanismo interior, los artistas de esta época no han sido sobrepasados. De un primer y supremo impulso, el Renacimiento, esa época excepcional, donde, según la expresión de Fourier, el genio del hombre se ejerció sobre toda la naturaleza, había alcanzado una perfección inimitable


1.Sin embargo no se debe creer que la natural irregularidad del desenrolle de los resortes motores no haya sido observada con anterioridad al caracol. Los relojeros de Nuremberg habían intentado en un primer momento el remediarlo mediante un resorte suplementario que operaba una compensación análoga, contrariando en lo alto la acción del resorte motor, y aumentándola hacia abajo. Esta combinación harto ingeniosa, pero sujeta a estropearse con facilidad, fue reemplazada por el caracol.

en cuestión de bellas artes. Pero este periodo no era aún más que la infancia llena de gracia de la ciencia venidera. Esos aparatos cronométricos, de tan elegantes formas, de tan finas cinceladuras, cumplían de muy imperfecta manera su cometido esencial, la medida del tiempo. Así fue como Carlos V, en su retiro en San Yuste, se quejaba del persistente desacuerdo de sus relojes, última preocupación mundana que le persiguiera en su soledad. Fue solamente hacia el final de este siglo cuando el descubrimiento del péndulo, y su aplicación a la medida del tiempo, vinieron a suministrar a la relojería unas potentes armas de precisión, y le abrieron en cierta manera una nueva era.



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