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de la comunidad hispánica
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el caso del español, que mantiene una unidad normativa y un grado de uniformidad en su uso verdaderamente sobresaliente. Un logro en el que ha tenido mucho que ver —como ya se ha señalado— la actividad que han mantenido durante este último tramo temporal la Real Academia Española y la Asociación de Academias de la Lengua Española, en su conjunto.
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Es hora de recapitular: el valor comunicativo del español dependerá, por una parte, del tamaño de la comunidad de los hispanohablantes, especialmente de los que tienen el español como dominio nativo; por otra, de la intensidad de los intercambios comunicativos que se realizan en el seno de esa comunidad internacional. Sobre el primer factor es difícil que las políticas públicas puedan incidir, pero sobre el segundo el campo de acción es mucho más dilatado. Cualquier acción que estimule las relaciones mutuas en el seno de la comunidad idiomática multinacional acentuará el valor comunicativo de la lengua compartida. En ocasiones, la vía a través de la que incrementar esta densidad comunicativa excede (como en los ejemplos ofrecidos) al ámbito propio de las políticas lingüísticas.
4.3.2. El español y las otras lenguas vernáculas de la comunidad hispánica
Antes se ha aludido a los dos factores que condicionan el valor comunicativo de una lengua: la dimensión del club y la intensidad comunicativa en su seno. Ambos factores pueden verse debilitados si, como consecuencia de la existencia de otras lenguas en el seno de una comunidad idiomática, parte de sus miembros recurren al uso de otro idioma en sus intercambios comunicativos o si, como consecuencia del uso de la lengua vernácula, tienen un dominio defi ciente de la lengua común. Situaciones que son especialmente relevantes en el caso del español, habida cuenta de la existencia de diversas colectivos bilingües en el
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seno de la comunidad lingüística hispanohablante. Es el caso del gallego, catalán y vasco en España o del quechua, aimara, guaraní, misquito, nahua o zapoteco en América Latina, por solo citar algunos de los ejemplos más destacados.
En principio, la existencia de comunidades bilingües no debiera comportar problema alguno para el uso del idioma compartido, en este caso el español. Sería el idioma elegido para las comunicaciones de carácter más general, reservando la lengua vernácula para intercambios comunicativos en el seno de la comunidad bilingüe. Sin embargo, si la política lingüística no es sufi cientemente equilibrada, pueden producirse problemas en el dominio de una de las dos lenguas. Tanto en España como en Iberoamérica, han saltado a los medios de comunicación problemas de este tipo, que han motivado las quejas de ciudadanos por enfrentarse a tratamientos desequilibrados de las lenguas en la escuela o en las instituciones públicas. El problema se complica porque, con demasiada frecuencia, el tratamiento de estos temas aparece cargado de una fuerte connotación política. No en vano la lengua constituye uno de los elementos más reconocibles de identidad de un pueblo. ¿Cómo plantear este tipo de problemas desde la perspectiva aquí considerada?
Se podría iniciar la refl exión recordando que, entre las funciones de la lengua, hay dos que operan en direcciones potencialmente opuestas. Por una parte, la lengua es un vehículo de comunicación, por lo que su valor —como ya se ha visto— depende de la dimensión del colectivo que la habla: cuanto mayor sea ese colectivo, más elevado es el valor comunicativo de un idioma. Al tiempo, la lengua es un factor relevante de identidad, que opera con tanta mayor fuerza cuanto exclusivo sea el colectivo que la habla. La contradicción entre estas dos funciones de la lengua es manifi esta. Para ilustrar esta afi rmación
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podemos considerar las situaciones extremas —situaciones absurdas, sin duda—, la de una lengua privativa de una única persona, que tendría un valor comunicativo cercano a cero, pero operaría como un poderoso factor de identidad; y, a la inversa, la de un idioma universal —el esperanto, por ejemplo—, que tendría un valor comunicativo máximo, pero a costa de anular su capacidad como seña de identidad.
Es natural que las comunidades que tienen lengua propia traten de potenciar su uso para preservar aquellas señas de identidad que les son propias y que parecen trasmitirse y potenciarse a través de la lengua. Ese recurso será tanto más enfático cuanto esas comunidades carezcan de instituciones políticas que traduzcan y expliciten ese sentido de identidad, o bien cuando las que posean se encuentren subordinadas a otras asociadas a una lengua distinta. A través de la reclamación y el apoyo a la lengua propia tratan de fortalecer sus señas de identidad, sus referentes culturales y, en ocasiones, su proyecto político autónomo o diferenciado. No obstante, llevado al extremo ese objetivo puede conducir a una seria reducción de la capacidad comunicativa, en la medida en que dañe el dominio de la lengua compartida. Como también constituye un riesgo desequilibrar la relación en el sentido inverso, anulando la capacidad de uso efectivo de la lengua vernácula.
No cabe olvidar que tras el intento de imposición de una lengua en una comunidad plurilingüe subyace un confl icto de poder, tanto en el terreno político como simbólico. Lo recordaba de manera muy precisa Antonio de Nebrija, en su Gramática, hace ahora más de cinco siglos, cuando advertía al monarca español que «después de que vuestra Alteza metiese debajo de su yugo muchos pueblos bárbaros y naciones de peregrinas lenguas, y con el vencimiento aquellos tenían la necesidad de recibir las leyes, que el vencedor pone al vencido y con ellas nuestra len-
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gua». La imposición de una lengua como expresión del poder efectivo y simbólico. No es extraño, por tanto, que el tratamiento que se otorga a ambas lenguas se haya convertido en las comunidades bilingües en un tema sensible, objeto de acalorados debates políticos y de apasionadas adhesiones identitarias. Es difícil encontrar un adecuado tratamiento a la convivencia de las lenguas mientras estas se enarbolen como expresión del interés exclusivo de una de las partes en confl icto; requiere un esfuerzo por despojar a las lenguas de su simbología política, admitiendo el bilingüismo efectivo como un valor a mantener, cualquiera que sea la relación política entre las comunidades afectadas.
De hecho, un cierto sentido de equilibrio aconsejaría acompañar la promoción de la lengua vernácula con una actividad que garantice el dominio satisfactorio de la lengua compartida, en este caso el español. Al menos, por dos motivos: a) en primer lugar, porque la capacidad comunicativa del español, en tanto que lengua común, es necesariamente superior a la del idioma particular de esa comunidad (es más amplio el colectivo de quienes lo hablan); y b) en segundo lugar, porque también el español es portador de elementos de identidad propios (aunque no privativos) de las comunidades bilingües. Así pues, por uno y otro motivo, el objetivo en el seno de la comunidad bilingüe debiera ser favorecer la enseñanza y la prestación de servicios públicos en ambas lenguas, al objeto de que haya un dominio nativo sufi ciente de las dos por parte de la población.
Planteado a la inversa, sería un error potenciar el español, en tanto que lengua compartida, a costa de las lenguas vernáculas de las distintas comunidades bilingües. Tal opción comportaría costes notables en términos de pérdida de patrimonio cultural y de erosión de una de las bases más importantes de socialización y de identidad de un colectivo social, dañando su sentido de autoafi rmación y pertenencia. La consecuencia de
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este proceder no sería otra que la de alimentar una permanente sensación de agravio por parte de la comunidad lingüística afectada, que terminaría por dañar las bases de la convivencia social; y, en el largo plazo, dañaría las condiciones de supervivencia de esa lengua.
No se trata de una posibilidad remota, especialmente en el caso de la América hispana. Ahora existen en esa región 271 lenguas indígenas vivas (Margery, 2005). Si se hace la salvedad de cuatro o cinco de estas lenguas (entre las que se encuentra el zapoteco, aimara, guaraní, quechua y, acaso, misquito), buena parte del resto de las lenguas se encuentra en los estadios que los expertos denominan de resistencia, declinación y obsolescencia. El balance que hace un buen conocedor del tema no puede ser más expresivo: «El futuro inmediato de las lenguas indígenas de Hispanoamérica no es halagüeño. Desprotegidas las más, otras consideradas por sus propios hablantes como instrumentos inútiles e incluso perjudiciales para el progreso personal y familiar, no pueden esperarse grandes milagros. De estas 271 lenguas, poco más de un 90 por 100 está en peligro, poco menos que inminente, de muerte» (López Morales, 2010). La pérdida puede ser notable, porque con la desaparición de una lengua, como apunta Mithum (1998), también desaparecen «los elementos más íntimos de una cultura: modos fundamentales de organizar la experiencia en conceptos, de asociar ideas y de relacionarse con otras personas. También se pierden los géneros más conscientes de la oralidad: ritos tradicionales, oratoria, mitos, leyendas e, incluso, el humor». En suma, parece obligado apoyar activamente el sostenimiento de estas lenguas.
Pero, igualmente sería erróneo potenciar la lengua vernácula, a costa de limitar el dominio sufi ciente de la lengua compartida en el seno de esa comunidad bilingüe. Tal proceder dañaría
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también elementos de identidad propios de la comunidad bilingüe, una parte de los cuales está asociada al uso de la lengua común, y además penalizaría en capacidad comunicativa a los afectados, en la medida en que les privaría del dominio sufi ciente de una lengua, igualmente propia, pero que traspasa las fronteras de esa comunidad. Es más, a través de ese proceso no solo se dañarían las posibilidades comunicativas de la población bilingüe, sino también las del colectivo más amplio de los que hablan la lengua compartida, que verían segregado una parte de su universo lingüístico.
El planteamiento defendido en los párrafos precedentes aboga por una potenciación equilibrada del bilingüismo, bajo el supuesto de que es el mejor modo de rentabilizar la presencia superpuesta de lenguas diversas en el seno de un colectivo. Pero, además, esa visión parece coincidir con el futuro al que se encamina la comunidad internacional. En un mundo crecientemente abierto e interconectado, los elementos de identidad hay que entenderlos como referentes que, en ocasiones, se superponen y entrecruzan; y no tanto como elementos disjuntos que se yuxtaponen y enfrentan. Dicho con otras palabras, con demasiada frecuencia, los referentes de identidad se construyen con fi delidades múltiples y superpuestas. Por ello, tiene poco sentido defi nir un factor de identidad en contraposición con los demás; más bien deba entenderse como elemento adicional que interactúa con el resto, con efectos y ponderaciones variadas según los casos. Uno puede sentirse gallego, español y europeo, simultáneamente, sin que por ello traicione ninguno de sus referentes, al tiempo que trata de expresarse en gallego, español o inglés según los contextos en los que se opere. De igual modo que se requiere pensar de nuevo el concepto de soberanía para atender ese entreverado traslape de lealtades que se produce en el mundo actual, resulta conveniente revisar el concepto de identidades, para permitir una múltiple presencia de referentes compartidos.