Etiqueta Negra - 58

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02_ CLASIFICADOS

SE BUSCA TRABAJO

SUPERMERCADO

BONUS TRACK

FICCIONARIO

10_

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48_

87_

Fernando Cárdenas y María Caballero

Edgardo Rivera Martínez

Sergio Vilela y J.C. de la Puente

28_

26_

62_

Fritz Berger Ch.

Marco Avilés

42_

72_

96_

Alfredo Bryce Echenique

Mayte Mujica

LA RELIGIÓN DE LAS VENTAS

RETRATO DE UN GENIO APURADO Philipp Blom

EL OTOÑO DEL PATRIARCA

DICCIONARIO DE LA LENGUA

BIBLIOTECA DE AUTOAYUDA

RECETARIO DE COCINA

MACHU PICCHU EN YALE

RAVOTRIL Alberto Fuguet

COLOMBIA ES CAFÉ

LINIERS

66_

ÁLBUM DE UN CORRESPONSAL Manuel Jesús Orbegozo

74_

HISTORIA DE LA OFICINA

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Nikil Saval

87_ Ficcionario

por Alberto Fuguet

Ravotril



04_ QUIÉNES SOMOS

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AÑO 6 - MARZO 2008

S E G U N D O

T I E M P O

DIRECTOR EDITORIAL Daniel Titinger dt@etiquetanegra.com.pe

DIRECTOR FUNDADOR Julio Villanueva Chang chang@etiquetanegra.com.pe

EDITOR GENERAL Marco Avilés ma@etiquetanegra.com.pe

PRODUCTORA Isa Chirinos isa@etiquetanegra.com.pe

EDITORES ASOCIADOS España Toño Angulo Daneri tad@etiquetanegra.com.pe Estados Unidos Daniel Alarcón da@danielalarcon.com Perú Sergio Vilela svilela@eplaneta.com.pe

ASESORES DE CONTENIDO Jaime Bedoya Enrique Felices

EDITORES DE PROYECTOS Fernando Cárdenas Frias fc@etiquetanegra.com.pe David Reyes dr@etiquetanegra.com.pe

DISEÑADOR Mario Segovia Guzmán

ARTE FINAL Omar Portilla

ASESORES DE ARTE Sheila Alvarado Augusto Ortiz de Zevallos Sergio Urday

VERIFICADORES DE DATOS José Carlos de la Puente Álvaro Sialer

TRADUCTORES Jorge Cornejo Calle jorgecornejo@terra.com.pe César Ballón

REDACTORES Miguel Ángel Farfán Richard Manrique

CORRECTOR DE ESTILO Jorge Coaguila jorge.coaguila@gmail.com

MARKETING Y NUEVOS NEGOCIOS Huberth Jara / Gerente marketing@etiquetanegra.com.pe Judith Aliaga / Asistente de marketing marketing1@etiquetanegra.com.pe

PREPRENSA Zetta Comunicadores

EDITOR FICCIÓN Diego Salazar ds@etiquetanegra.com.pe

ASISTENTE DE FOTOGRAFÍA Musuk Nolte

DIRECTOR GERENTE Huberth Jara hj@etiquetanegra.com.pe

DIRECTOR COMERCIAL Gerson Jara gj@etiquetanegra.com.pe

PRENSA Y RR. PP. Laura Cáceres

PUBLICIDAD Mauricio Jáuregui / Ejecutivo de cuentas Malena Llantoy / Coordinadora publicidad@etiquetanegra.com.pe Teléfonos: (511) 222-0852 (511) 441-3693 7 (511) 440-1404 SUSCRIPCIONES suscripcion@etiquetanegra.com.pe

COMITÉ CONSULTIVO Jon Lee Anderson Julio Villanueva Chang Juan Villoro

DISTRIBUCIÓN PARA PUNTOS DE VENTA PERÚ / Distribuidora Bolivariana PANAMÁ / Panamex CHILE / Metales Pesados

CORRESPONSALES BARCELONA / Gabriela Wiener BUENOS AIRES / Juan Pablo Meneses WASHINGTON D. C. / Wilbert Torre CIUDAD DE MÉXICO / Carlos Paredes BARRANQUILLA / José Alejandro Castaño

IMPRESIÓN Empresa Editora El Comercio Marcas & Patentes 332-2211 / 431-5698 Etiqueta Negra www.etiquetanegra.com.pe Es una publicación mensual de Pool Producciones Federico Villareal 581, San Isidro Lima 27 – Perú Telefax (511) 440-1404 / 441-3693 Hecho el depósito legal 2002-2502 Hecho en el Perú

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06_ CARTA

RÉQUIEM

nas una generación y uno ya no sabe si lo que hace hoy podrá hacerlo mañana. Cualquier oficio sin bluetooth corre el riesgo de extinguirse por antiguo. Los anticuarios rematan iPods de un giga en eBay y un fax –pregúntele a su hijo– es una pieza de museo de Historia, expuesta en una mesa cercana a los huesos de un tiranosaurio rex. Réquiem por el

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hombre que me imprimía las fotos, hoy dedicado al honouego de tres maravillosos años de ca-

rable oficio del taxi ilegal. Réquiem por los carteros, por el

lentamiento fiel, ayer jueves, en horas

wing derecho y por los litografistas (el Word me subraya

de la mañana y en circunstancias imposibles

en rojo litografistas; réquiem). Réquiem por los mecanó-

de comprender, falleció el microondas de mi

grafos con olor a Olivetti. Réquiem por el actor que perdió

casa. Tamaña tragedia altera, indefectible-

la audición por un humanísimo muñeco 3D, más barato y

mente, el orden natural de las cosas y nos hace

menos complicado. Réquiem por el astronauta que tiene

pensar en cuán inofensivos somos frente al

los pies en la tierra y espía, desde Boston, robots que pa-

nuevo mundo: necesitamos agua y tecnología

sean por Marte sin temor a no volver. Réquiem por los pa-

para sobrevivir. El problema es que ya nadie

yasos que no pudieron sobrevivir a Barney y sus amigos.

repara microondas. O, en todo caso, el técni-

Réquiem por los boticarios y parteras; por los impresores

co electricista, aquel milagrero

de enciclopedias de mil tomos, unos cien

capaz de resucitar aparatos de

kilos organizados, hoy, en USB del tama-

todo voltaje, es ahora, como

ño de un dedo. Réquiem por el policía de

el panda, una especie en ex-

la esquina y bienvenida sea la cámara

tinción. Entregarle a uno mi

controlada a un mundo de distancia por

microondas supondría casi el

un adicto al café. A propósito de eso, ré-

mismo gasto que comprar uno

quiem por la señora Techi, quien tenía

nuevo. Q. E. P. D., pensé en-

un café muy lindo al lado de una tienda

tonces, y maldije el desayuno

que se convirtió en Starbucks. Llegará el

con queso sin derretir y ja-

día, lo sé, en que los libros sólo se leerán

món frío. Hoy, que el tiempo transcurre a la

en una pantalla plasma y las revistas serán posibles nada

velocidad frenética de un clic, tres años son

más que en un punto com. Ni modo: réquiem por mí. Por

suficientes para dormir y despertar en otro

mi futuro.

planeta. Un microondas de última generación supone una antigüedad de media hora, y ante esa contundencia temporal no hay electricista que aguante. Réquiem por ellos.

daniel titinger

Del asaltante de bancos al hacker hay ape-

dt@etiquetanegra.com.pe



08_ CÓMPLICES

ALBERTO FUGUET Chile. Escritor y cineasta. Sus últimos libros son apUNTes aUTisTas y la novela gráfica road sTory.

SERGIO VILELA

A veces siento que sigo en lo mismo. Redactar carátulas de los VHS e incluso retitular las cintas que nunca llegaron a la pantalla grande. Saqué un personaje de esa experiencia (Por favor, rebobinar, versión mía, no la nueva cinta de Gondry) y, de alguna manera, sigo en eso: tratando de unir cine con palabras.

Perú. Periodista. Editor del Grupo Editorial Planeta, Lima. Publica en diversas revistas de América Latina. He sido trapecista, músico ambulante, profesor de niños de cinco años, bailarín de danza moderna, etcétera. Me hubiese gustado vender periódicos.

PHILIPP BLOM Alemania. Historiador y novelista. Escribe en revistas de Europa, América Latina y los Estados Unidos. Su próximo libro será The VerTigo years, a hisTory of The early TweNTieTh ceNTUry. Vive en Viena.

JOSÉ CARLOS DE LA PUENTE Perú. Historiador. Ha publicado los cUracas hechiceros de JaUJa: baTallas mágicas y legales eN el perú coloNial (2007).

daniel titinger

«Soy historiador», le dije a una chica una vez. «Claro –asintió–, te sabes todas las capitales y banderas del mundo».

Como estudiante, conduje un camión lleno de los instrumentos musicales de una orquesta juvenil japonesa cuando ésta recorría Checoslovaquia. Mi carrera terminó prematuramente cuando destruí dos vehículos al tratar de ir en reversa. También trabajé en una editorial. Pero no estoy hecho ni para la vida de oficina ni para conducir camiones.

MAYTE MUJICA

Perú. Periodista. Editora de ficción y no ficción del Grupo Santillana.

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MANUEL JESÚS ORBEGOZO Perú. Periodista. Trabajó más de treinta años en el comercio de Lima. Ha sido director de el perUaNo y subdirector de expreso. Fue Premio Nacional de Periodismo y ha publicado varios libros de crónicas y entrevistas. El 10% de mi vida he sido sacristán, vendedor de tiendas al menudeo, caporal de una hacienda serrana, sargento de artillería, diseñador en una fábrica de telas, traductor de inglés, profesor secundario y universitario; y el 90% restante he sido periodista. Soy periodista aún, amo tanto a mi profesión que yo mismo quisiera escribir una crónica y dar la noticia de mi muerte.

Trabajo, como muchos, en una oficina con luz artificial, aire acondicionado y sin ventanas a la vista. Aquí adentro, el transcurso del tiempo es una ficción que no depende de la precisa maquinaria de un reloj.



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un negocio rentable. La vendedora Socorro de Sánchez tiene cincuenta y dos años, cabellera rubia, veintiún hijas, cuarenta y cinco nietas y más de ciento veinte bisnietas. Todas venden productos de belleza y, de alguna manera, trabajan para su madre, o junto con ella. Porque la familia también puede ser un negocio y no tendría que existir un lazo consanguíneo para formar una. Las veintiún hijas de Socorro de Sánchez, por ejemplo, no son propiamente su familia. O sí. Una hija, para la empresa en la que trabaja, es aquella nueva vendedora que ha sido reclutada por una vendedora más antigua, es decir, su madre. Socorro de Sánchez es, entonces, una gran matriarca de las ventas: sus hijas son vendedoras reclutadas por ella; sus nietas, reclutas de sus hijas, y el árbol genealógico continúa: en una empresa, los miembros de una familia están para ayudarse y la madre siempre obtendrá un porcentaje de ganancia por las ventas de sus descendientes. En este caso, vendedoras de Unique, empresa peruana de productos cosméticos con más de setenta y cinco mil

vendedoras. Socorro de Sánchez, vendedora estrella, madre ejemplar, está maquillada como para ir a una fiesta y esta tarde de verano ha decidido salir a la calle para incrementar su familia. –Es como un vaso de agua que hay que llenar –dice ella, con esa voz gruesa que le añade autoridad–. Nuestro negocio es aumentar gente: todo se da como resultado de las incorporaciones. Estará de vuelta en la oficina para la reunión de las seis de la tarde, le advierte a una de sus asistentes. Luego recoge un bolso con el emblema de Unique donde guarda los utensilios necesarios para sus conquistas: una libreta de apuntes y unos vales para una limpieza de cutis gratuita que ella misma se ha encargado de elaborar. Hoy es un caluroso miércoles de febrero. En la primera sala de su oficina hay afiches con instrucciones para ser una vendedora estrella y cuadros con los reconocimientos que ha obtenido como vendedora de Unique. La oficina de Socorro de Sánchez es un local alquilado en el quinto piso de un edificio de Miraflores, ese barrio residencial frente al mar de Lima. De Sánchez toma el ascensor hasta la primera planta. Afuera queda una avenida atiborrada de restaurantes, tiendas y bancos, que a esta hora posalmuerzo bulle de gente. De potenciales hijas suyas. Acercarse al cliente correcto, aquel que dirá que sí, que quiere vender productos Unique, sólo es el último paso de una minuciosa evaluación del vendedor. De Sánchez va examinando a todas las mujeres que se cruzan en su camino y, en cuestión de segundos, decide si vale la pena abordarlas. Según sus reglas, las que caminan demasiado rápido o las que tienen un gesto de estrés o preocupación en el rostro no deben ser tomadas en cuenta. Son una partida perdida de antemano: nunca podrás conseguir toda su atención para seducirlas con tu propuesta de trabajo. De pronto, algo ha capturado su mirada. De Sánchez se detiene de improviso antes de llegar a la primera esquina y sus ojos, hasta entonces absortos en el río de mujeres que transita por la avenida, estudian a una muchacha esbelta, de camiseta fucsia y jeans apretados que aparenta unos veinte años. Está parada al lado de un teléfono público como si esperase a alguien. Socorro de Sánchez analiza algunas variables de último momento y se acerca por fin a su objetivo con una gran sonrisa. En el manual de la reclutadora de Unique, la sonrisa, los halagos y la mirada directa a los ojos son técnicas que nunca se debe olvidar cuando te acercas a una futura vendedora. Aunque lo más importante es seguir una serie de pasos calculados previamente que,


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en su caso, podrían componer un tratado de persuasión veloz y al paso. 1. Acércate. Rompe el hielo con cuidado. Socorro de Sánchez, por ejemplo, le dice a la muchacha que está realizando una encuesta sobre productos de belleza y si le puede responder unas preguntas. La muchacha la observa como si fuera un bicho molesto, pero acepta. De Sánchez le pregunta si conoce la marca Unique. Sí. ¿Quién en el Perú no conoce esa empresa que existe hace más de tres décadas? La futura madre decide halagar a su objetivo. Le dice que tiene un cutis muy bonito que combina muy bien con la tonalidad de su piel. La muchacha, algo desconfiada, sonríe. Mil gracias, contesta. 2. Recopila información con rapidez. De Sánchez le pregunta ahora si trabaja cerca, si vive lejos, si en este momento alguien la espera en casa. –Hay datos que siempre tienes que obtener –dirá después, al retomar su cacería–, como dónde vive y en qué trabaja. Lo básico es conseguir su teléfono para coordinar una visita. Eso sí: la llamada que hagas no debe ser después de las veinticuatro horas desde que la conociste. 3. Seduce a tu objetivo. Socorro de Sánchez le dice a la muchacha que le encantaría hacerle una limpieza de cutis. Es más, prefiere regalarle ese servicio. Incluso podría hacerle el tratamiento en su oficina, que está a la vuelta de la esquina, o quizá en la misma casa de la muchacha. Sólo necesita que le diga cuál día y a qué hora podría visitarla. 4. Visítala. Puedes hacerlo muchas horas o algunos días después del acercamiento. Una vez que se realiza el encuentro –en la casa o en la oficina–, lleva a tu objetivo a la «zona de confort». «La zona de confort» es ese momento de confianza y relajo en el que tu futura hija realmente se siente cómoda con tu presencia y te presta su atención. Lo más importante, asegura De Sánchez, es descubrir cuáles son las necesidades de esa hija potencial para luego explicarle que trabajar en la empresa será la solución a sus problemas. Esta tarde, De Sánchez ha seguido al pie de la letra todos los pasos de ese manual para reclutar a la muchacha de la avenida. Podría decirse que se trata de un caso típico. Pero hay encuentros que incluso una vendedora experimentada como De Sánchez no puede

prever. En el Perú hay casi trescientos cincuenta mil vendedores cuyo oficio consiste en cazar a sus clientes en la calle. Si tuvieran que repartirse el país, a cada uno le correspondería ochenta personas. Es decir, ochenta clientes potenciales, una cantidad bastante pequeña para asumir que los límites entre vendedores existen y se respetan. Si además todo cliente puede ser un futuro vendedor, el panorama de la calle luce aun más complicado. Mientras De Sánchez registra los datos de su hija potencial, dos mujeres se acercan. Van vestidas con atuendos blancos y sonríen. Pertenecen a otra familia empresarial: en sus manos llevan unos libros con las recetas de algunos de los chefs más célebres de Lima. –¿No les gustaría comprar estos recetarios? –dice de pronto una de las vendedoras. Socorro de Sánchez gira la cabeza y sus ojos apuntan a esa muchacha por encima de los anteojos de marco redondo. –¿Por qué, en lugar de vender eso, mejor no vendes para Unique? –contraataca con una gran sonrisa en los labios. La vendedora de libros ha entendido la coincidencia, ríe tímidamente y hace un ademán de retirarse. –Pero no te vayas. Mira, te regalo una limpieza de cutis. Es gratuita –le dice De Sánchez y le alcanza un vale. La muchacha quiere excusarse. Dice que tiene que trabajar. Pero De Sánchez ya ha extraído su libreta de apuntes. Esas vendedoras de libros podrán pertenecer a otra familia, pero en el mundo de las ventas no hay regla que prohíba el cambio de hogar, y menos si esto significa una mayor ganancia. –¿A qué hora terminas de trabajar? –A las seis. –Perfecto. ¿Por dónde vives? –Por la avenida La Marina. –¿Cuál es tu teléfono? De Sánchez registra los datos y promete llamar a esa hija potencial para coordinar la fecha de su visita. Luego se despide con un beso maternal y un leve abrazo. Poco después, en una calle cercana, se detiene de improviso, como si a lo lejos una presa indefensa sedujera su atención de cazadora. En efecto. Una muchacha está sentada en las afueras de una biblioteca. Está sola. Ciudad de México. Predica con el ejemplo y venderás. Jorge Martínez es un hombre delgado, de cincuenta y ocho años y cree en aquel mandamiento con la disciplina de un apóstol de las ventas. Por eso, no tiene reparos en contarle a cualquier prospecto de cliente que, a principios del año 2000, él todavía era el obeso dueño de una tienda de alimentos, que pesaba cuarenta kilos más que ahora y que tenía el rostro paralizado por el estrés. Aquel año Martínez empezó a consumir unos productos que tuvieron en él efectos casi sobrenaturales. Ahora luce el aspecto de


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un oficinista saludable, viste un traje elegante –aunque se resiste al ahogo de la corbata– y se dedica a vender los mismos suplementos alimenticios (para perder peso, para recuperar energías, para limpiar el organismo) que, dice, le salvaron la vida. El suyo es un acto de fe militante, pero también un oficio rentable. Con un método que combina persistencia y sinceridad, Martínez ha logrado reclutar a un centenar de personas que tenían problemas parecidos a los suyos (estrés, artritis, migrañas), convenciéndolas de que Omnilife –la empresa

cidad. En el mundo Omnilife, la mejor propaganda es la que circula de boca en boca. Martínez escucha con atención a su vendedora y le da una palmada en la espalda; luego, como si intuyera que el gesto podría tomarse como un reconocimiento apresurado, la insta a reclutar a más personas. «Hay mucha gente que necesita nuestra ayuda, recuérdelo», le dice Martínez con un tono adusto mientras agrega en su agenda personal a los dos nuevos vendedores. «Sí, las vamos a encontrar», responde la anciana. Como en todo sistema de ventas, las ganancias de Martínez dependen de su habilidad, pero también, en este caso, de su ímpetu para motivar a los vendedores a su cargo. Él recibe un porcentaje de lo que Martita Juárez vende. Si a

cuyos productos él no ha dejado de consumir cada mañana, durante ocho años– también podía remediar sus vidas de dos maneras: 1) devolviéndoles la salud, al hacerse clientes; y 2) dándoles trabajo, al volverse ellos mismos vendedores. Martínez es el líder de una red de un centenar de vendedores, y esta mañana de febrero, en un salón del centro de distribución de la empresa, en Ciudad de México, se prepara para entrenar a los miembros de su equipo. Mientras ellos llegan, él escucha los logros de una mujer de setenta y cinco años, a quien reclutó, por supuesto, contándole su historia. Se llama Martita Juárez y es una mujer delgada, de rostro fatigado, que dice haber sufrido terribles migrañas durante diecisiete años hasta que empezó a consumir los productos de Omnilife. Entonces sanó. Viste una camisa de flores y sonríe discretamente mientras le cuenta al vendedor-líder que acaba de reclutar a dos clientes que se unirán a la gran familia. A los cuatro millones y medio de vendedores de Omnilife en el mundo, y a la pequeña red que lidera Martínez. Las paredes del salón están pintadas con los colores –morado y blanco– de la empresa; salvo una pizarra donde se anuncian cursos y nuevos productos, allí no hay mayor publi-

su vez la mujer recluta a otro vendedor, también ella podrá ganar un porcentaje de lo que éste venda. Ahora, en el salón, hay unas sesenta personas, y Martínez debe interrumpir su charla para responder una llamada telefónica. Es uno de los vendedores de su equipo, quien le cuenta que ha vendido setecientos dólares de productos en menos de dos horas. Martínez comparte con el salón la buena nueva. El hijo de ese vendedor sufría una enfermedad desconocida, pero se curó con Omnilife. «Hay gente que nos necesita», dice otra vez y sube al estrado para dirigirse al auditorio. Creer en esa historia, o en cualquier historia-milagro Omnilife, es el primer paso para entrar al mundo de esa compañía. El creador también predica con su ejemplo. Él era gordo. Ahora es un hombre saludable. Se llama Jorge Vergara y es el vendedor-padre, el dueño del imperio y el ideólogo principal de esa comunidad que cree en lo que él dice. El primer mandamiento de su iglesia: Vender es una mala palabra. Vender implica un beneficio propio. «Yo no vendo», les dice Jorge Martínez a los nuevos vendedores reunidos en ese salón de la empresa repitiendo a su gurú. «Yo comparto». También el eslogan de la compañía –«Gente que cuida a la gente»– parece describir a una organización altruista y no a una de las transnacionales más rentables de México, con oficinas en más de veinte países y que factura más de mil millones de dólares al año, lo mismo que produce en doce meses un país pobre del Tercer Mundo. Omnilife es un país de vendedores y, si eres vendedor, este mundo hasta podría parecerte demasiado perfecto como para querer abandonarlo.



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Jorge Martínez dice que alguna vez estuvo a punto de dejarlo todo. Han pasado siete horas después de su reunión de la mañana, y ahora está sentado en una cafetería del oriente de Ciudad de México, una zona de calles oscuras asolada por pandillas de asaltantes, donde él vive. A ratos bebe una taza de café descafeinado. Luce cansado. Durante el día ha recorrido oficinas de Gobierno donde compartió su testimonio y repartió suplementos alimenticios entre burócratas estresados, obesos y con enfermedades renales propias de quienes pasan la vida sentados tras un escritorio. Eran los clientes per-

–¿Sabes cuánta gente enferma está esperando que toquemos a su puerta? –se pregunta haciendo a un lado su café. Una reportera fatigada debe ser para él, antes que nada, una cliente potencial. Cada cierto tiempo, como cuidándose de no caer pesado, vuelve a motivarme a probar sus productos. Ahora saca de su portafolio una botella con Magnus, ese brebaje amarillo con sabor a naranja industrializada, especial para acabar con el cansancio. Pero después de dieciocho horas de trabajo, y mientras espera el metro que lo devolverá a casa, su aspecto no resulta muy ejemplar. Transpira y su traje está arrugado. Cuando empezó como vendedor, en el 2000, le dijeron que podría ganar hasta cien mil dólares cada mes. Allí estaba el ejemplo de esos vendedores legendarios que tie-

fectos, recuerda él, que ahora es un esposo a punto de llegar tarde a casa. Por culpa del trabajo. Pero esta sensación no lo agobia más de la cuenta, como aquella vez que su esposa le impuso un ultimátum. Si volvía a llegar tarde, lo abandonaba. Martínez dice que analizó con frialdad la situación y la resolvió al estilo Omnilife: reclutó a su mujer. Ella sufría de artritis. Ahora, por supuesto, ya no. Usa el producto, luego compártelo. Martínez sigue bebiendo su café, disfrutando de esta pausa después del agitado día de trabajo. Dice que cada mañana sale de casa cuando su esposa aún duerme. Corre durante una hora, desayuna un plato de frutas y bebe un brebaje que él llama «Super life». Prepararlo parece un experimento de alquimista. Un poco de Egoplant para desintoxicar el organismo; Omniplus para el mal humor; Magnus para tener energía; Fiber N’ Plus para una buena digestión; y Star bien para la concentración mental. Son insumos en polvo que él disuelve en un líquido llamado Agua Blu, también de Omnilife; luego bebe la mezcla a manera de refresco. Entonces recién sale a trabajar, a convencerte de que la misma rutina podría volver tu vida más saludable. Él era gordo. Ahora es un hombre casi flaco.

nen aviones privados. Ahora, incluso con su sobrecargado ritmo, sólo reúne dos mil dólares. A pesar de todo, es el doble de lo que ganaba antes como comerciante y tres veces más de lo que gana un mexicano promedio. Pronto cumplirá cuarenta años de casado. Y los quiere celebrar con una gran fiesta: vestido blanco para su esposa, orquesta en vivo, más de cien invitados. Es un sueño personal, pero también un aliciente que lo motiva durante su rutina. Martínez se lo repite en silencio mientras ocupa un asiento del metro que lo llevará de regreso a casa. Un vendedor debe creerse un gran empresario. Martínez siempre recuerda esa frase y se la repite como una oración. Un vendedor es un gran empresario aunque viaje en el metro. Él siempre viste de traje y carga sus productos en un portafolio de cuero negro –y no en la mochila morada que la empresa regala–. Bosteza y mira el reloj. Se acerca la medianoche. Su esposa estará durmiendo cuando él llegue. Tendrá que esperar hasta mañana para contarle cómo ha sido su día de trabajo. Lima. –Éste eres tú –dice el vendedor Jorge Guerra trazando un círculo de color azul en la pizarra de su oficina. Guerra es uno de los distribuidores de Herbalife más exitosos en el Perú, esa transnacional de complementos nutricionales cuya red de ventas está compuesta por un millón y medio de personas en todo el



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mundo. En más de sesenta países. Como misioneros de una fe que busca propagarse de persona a persona, los vendedores de esta compañía también son reclutadores. Porque un vendedor también debe ser un cazador de vendedores. Guerra lo es. Entonces, bajo su nueva figura de predicador, aquel travieso trazo en su pizarra adquiere un sentido de estrategia de campaña. «Éste eres tú», ha dicho preparándose para explicar la misión que tiene cada elemento de la compañía en el objetivo de conquistar el planeta. No es una metáfora. Para ellos, vender es conquistar.

década después, Rehnborg ya es un experto y se plantea una pregunta: ¿Qué ocurriría si el cliente también tuviera la posibilidad de convertirse en un vendedor y de ganar una comisión por sus propias ventas? Rehnborg imaginó un sistema donde un distribuidor reclutaría a otros; donde éstos, los nuevos, también reclutarían a otros; y donde cada uno de ellos ganaría un monto por sus ventas, pero, además, una comisión por las ventas de sus reclutas. Ganar dinero nunca había sonado tan sencillo. Desde entonces, la publicidad repite lo indispensable: sólo tienes que trabajar unas cuantas horas al día; no te preocupes si no sabes de administración; el sistema (la empresa) se encargará de esos detalles. Suena seductor. Un hombre, una empresa, mucho dinero.

–Nuestra meta es que no haya un niño desnutrido en el mundo, que podamos llegar a todas las casas aunque sea con un batido nutricional y vivir en Herbalandia: crear un mundo diferente. Un estilo de vida distinto. Guerra habla con la autoridad que podría atribuirse el comandante e ideólogo de esta épica comercial, pero él sólo es un vendedor que, después de algunos años de trabajo, ha logrado formar un batallón de vendedores a su cargo. Es un hombre alto, de voz potente, que viste una delgada camisa verde y jeans azules. Su oficina es amplia y bien iluminada, de paredes verdes y blancas, donde hay una larga mesa de vidrio detrás de la cual él se sienta a planificar su trabajo. La estrategia de expansión (reclutar y sumar) se llama mercadeo multinivel, tiene veinte millones de seguidores en el mundo y su credo podría resumirse en un mandamiento: Sé el dueño de tu propia empresa. Como en toda fe, también en esta historia existe un profeta. Estados Unidos. 1934. Carl Rehnborg es el dueño de California Vitamins, una compañía de complementos nutricionales. Durante los primeros años, sus productos son ofrecidos de puerta en puerta, como en cualquier sistema de ventas terrenal. Una

–El multinivel es un negocio independiente. Pero no solitario: todos necesitamos de todos –dice Jorge Guerra–. El trabajo lo haces una sola vez y el resto de tu vida recibes unas regalías. Es lo que sucede con Mario Vargas Llosa y sus libros: cada vez que se vende un ejemplar, él recibe un porcentaje. Entonces toma el marcador y pronto su pizarra parecerá un seductor mapa de conquistas. Allí está el círculo azul. Ese círculo es una persona. Tú. Un día decides vender Herbalife. Otro día reclutas a dos personas. Estos nuevos vendedores pasan a ser tus hijos: 1 x 2 = 2. Luego, esos dos hijos reclutan, cada uno, a dos personas más: 2 x 2 = 4. Ellos serán tus nietos. Tiempo después, estos nietos tienen ocho bisnietos. 4 x 2 = 8. Una gran familia. Si quieres saber cuánta gente trabaja en tu red, sólo debes sumar a toda tu descendencia: 2 hijos + 4 nietos + 8 bisnietos = 14 personas. Sin contar tus propias ventas como cabeza de familia, cada uno de esos descendientes también te reportará un porcentaje de sus ganancias. Ahora imagina una familia mucho más grande. Sí. Tú puedes reclutar a decenas, cientos y acaso miles de personas. Amigos, compañeros de trabajo, vecinos. Imagina que cada uno de ellos te reporta dividendos. Cuidado. Hay datos que podrían convencerte. Sólo en los Estados Unidos dos de cada diez nuevos millonarios han hecho su fortuna vendiendo bajo este sistema. Jorge Guerra ha terminado de trazar su esquema y ahora explica cómo funciona por dentro una empresa de mercadeo multinivel, como Herbalife, Omnilife, Unique, etcétera. Toda compañía se divide


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en dos: el área de ventas, que comprende a todos los distribuidores o vendedores, y la corporación, que es la parte administrativa o planilla de empleados. El resto de infraestructura lo aporta cada vendedor, quien, si quiere, puede trabajar desde su casa, metido en la cama, con un teléfono o una computadora. «Al final, se trata de tener un enorme ejército vendiendo los productos, bajo una idea de servicio personalizado muy importante que no te lo puede dar ninguna tienda», dirá otro día Julio Luque, el director de una empresa de marketing y entrevistado habitual sobre el mercadeo multinivel en el Perú. El verdadero cliente de estas empresas es el vendedor. Por eso, Jorge Guerra no dudará en venderte la idea de formar parte de su red, de que te conviertas en vendedor Herbalife. Hay distribuidores que ganan lo suficiente para comprarse un automóvil Porsche de último modelo cada mes. Eso dice Guerra, pero prefiere no revelar sus ingresos mensuales por prudencia y seguridad financiera. –¿Ya te decidiste a ser parte de nuestro equipo? –pregunta antes de levantarse de su asiento. Debe ser la manera en que suele terminar todas sus reuniones. Las Cruces-Ciudad de México. Un luto denso cierra las calles del pueblo Las Cruces, a cinco horas de Ciudad de México, esta mañana de marzo en que un enjambre de reporteros y curiosos llega al lugar. La iglesia está llena de familiares que velan a nueve escolares muertos días antes en un accidente de tránsito. La maestra que conducía la furgoneta logró salvarse al salir del vehículo que era tragado por las aguas de un canal, y ahora algunos padres murmuran que la culpa la perseguirá. En la iglesia, ella ha caído en una crisis de nervios al acercarse a los féretros para despedirse de sus alumnos. Algunas personas la trasladan a un lugar más tranquilo. Una vendedora de Omnilife sigue desde muy cerca la escena, pues esta mañana su objetivo laboral es hablar con la profesora. Vive en un pueblo cercano, pero ha viajado sólo para eso. En su bolso lleva una botella con un líquido amarillo que, asegura, preparó apenas se enteró de la tristeza de la maestra. Mientras espera la oportunidad de charlar con esa recluta potencial, cuenta que un

brebaje similar la curó de una depresión, dos años antes, cuando su esposo murió al intentar cruzar la frontera con los Estados Unidos. Más que una simple vendedora, aquella mujer parece un apóstol buscando la expansión de su iglesia. Días antes, una mañana de febrero, la comunidad Omnilife de Ciudad de México está alborotada por la visita de uno de sus mayores apóstoles peregrinos. Pepe Vergara, primo del fundador de la empresa, dará dos conferencias. Él lidera una red de cuarenta mil vendedores. Pero es el mejor de todos, el mejor vendedor de los millones que tiene la compañía en el mundo. Por eso, en las afueras del local, un millar de personas presiona para ingresar y escucharlo. Entre ellos se ve a Jorge Martínez, quien ha pasado la mañana ordenando las sillas del auditorio y ahora vigila la puerta de ingreso. Adentro abundan las mujeres de treinta a cincuenta años. Hay hombres de traje que cargan solicitudes de empleo. Hay jóvenes y ancianos desocupados. Hay gente que quiere perder peso. Hay madres que cargan bebés que cargan biberones llenos de suplementos alimenticios. En México, más de la mitad de trabajadores no tiene seguro social; por eso, para muchos asistentes a esta conferencia, consumir los polvos mágicos de Omnilife puede ser lo más parecido a estar afiliado a un sistema de salud. Pepe Vergara está sentado en el estrado del salón, ante seiscientas personas, y transmite la imagen de un magnate aferrado a la juventud. Tiene cincuenta y un años, es bastante delgado y su aspecto expresa un cuidado relajo: no usa medias, lleva la camisa abierta a medio pecho y el cabello largo y sujeto en cola de caballo. Su voz es pausada y seductora, como la de un locutor de radio, incluso cuando cuenta que él era de los que no creía en los suplementos nutricionales. En el estrado hay cajas y botellas que él usa como material didáctico. Dice que, a principios de la década de 1990, él era un vendedor de seguros que sufría una sinusitis que casi no le dejaba respirar. Necesitaba ganar más dinero. Por esa época, su primo Jorge Vergara había renunciado a Herbalife, una transnacional de suplementos alimenticios, para abrir su propia empresa. «Probé los suplementos por no dejar [de hacerlo] y desde hace dieciséis años no he vuelto a padecer de la nariz», exclama con esa voz pedagógica. «Si no tienen fe, no van a lograr el éxito –agrega–, y serán unos mediocres». Ahora desciende del estrado y se pasea entre las filas de asistentes; hay ancianos que quieren tocarlo y algunas mujeres lo besan mientras otros le sacan fotografías. Fe. Cree en lo que vendes. De vuelta en el estrado, Pepe Vergara se sienta a un costado y da paso a un video en una pantalla gigante. Allí aparece el fundador de Omnilife, Jorge Vergara, vestido en pantalón gris, saco gris, camisa sin corbata, en medio de un fondo blanco y luminoso. Tiene el cabello corto y la cara redonda y parece el pastor de alguna de esas iglesias de la televisión. «Tú puedes


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ser uno de nosotros si tienes el deseo ardiente de cambiar tu vida», dice con voz suave y cálida acompañada por una música tranquila, estilo new age. Sigue un desfile de testimonios Omnilife: una joven que padecía leucemia sanó y hasta se embarazó dos veces; un adolescente tenía el fémur tan frágil como un lápiz y los polvos lo regeneraron; un hombre era alcohólico y drogadicto y volvió al buen camino; otro tipo trabajaba como barrendero, pero al hacerse distribuidor de Omnilife, compró una camioneta de treinta mil dólares y ahora usa trajes de lujo. Todos ellos parecen testigos de un milagro. El milagro de consumir y vender Omnilife. Ahora, en el video, reaparece Jorge Vergara en un traje oscuro y corbata moteada en blanco y negro. Los brazos cruzados. El rostro serio. Mira directo hacia la cámara y dice: «Bienvenido a la oportunidad de cambiar tu vida». La toma se abre y, junto al gurú, hay cientos de distribuidores que sonríen. Se encienden las luces. En el auditorio, los asistentes parecen extasiados y levantan las manos para pedir la palabra. La euforia es una energía muy fuerte, una especie de ola de calor que enciende los rostros. Sostienen botellas de aguas de colores Omnilife: amarillo los que sufren de cansancio y estrés; anaranjado los que quieren perder peso; morado los que quieren combatir el envejecimiento. Luego agitan los envases y brindan. Parece un momento culminante de la liturgia. Lo que en las misas católicas es el reparto de la hostia –dirá el antropólogo Elio Masferrer, que ha estudiado los ritos de la empresa–, en una reunión Omnilife es el consumo de sus polvos nutricionales. «Los mexicanos santificamos todo», aclara un asistente que viste muy parecido a Jorge Vergara y que está un poco molesto con esas ideas que pretenden ver en esto una idolatría. «¿Por qué no tener un santo de la abundancia?», agrega un muchacho que viste una camiseta con el logo de la empresa. Omnilife es abundancia. Abundancia de éxito. De salud. De vida. El vendedor parece convencido de ello. ¿Creer o no creer? Los vendedores de Omnilife no demuestran dudas de este tipo. Por el contrario, la misa-reunión de esta mañana parece un intento colectivo por demostrarse que vender-compartir es el camino correcto. Que dudar no es parte del nego-

cio. Pepe Vergara se ha levantado otra vez y sus movimientos frescos y contundentes dominan el escenario. El auditorio también está de pie. Ahora todos cantan. «¿Si te va bien? ¡Síguele! ¿Si te va mal? ¡Síguele! ¿Si las ventas suben? ¡Síguele! ¿Si las ventas bajan? ¡Síguele! Un día sí, ¿y el otro? ¡También! ¿Y el otro? ¡También!». Hay aplausos. Fotografías con teléfonos celulares. Besos. Más aplausos. Pepe Vergara sonríe y se deja querer por la multitud. Si Jorge Vergara, su primo, es el creador de este imperio, él es su profeta mayor en este mundo de las ventas. «¿Saben cuáles son los tres pasos del éxito?», pregunta ahora y el inmenso auditorio vuelve a recuperar su aspecto de aplicado salón escolar. Dos muchachas de las primeras filas abren sus libretas dispuestas a apuntar. «¡Uno, dos, tres y te avientas!», dicta Pepe Vergara la fórmula. Luego estalla en una carcajada. Un rato después, pide a los asistentes que hagan una tarea muy sencilla. Que escriban una lista de todos sus miedos. Una muchacha escribe en su cuaderno: «Miedo a hablar con la gente, a hacer cosas nuevas, a que me digan que no, a fracasar». Parecen los temores de cualquier mortal vendedor que trabaja de puerta en puerta. ¿A qué le teme un profeta de los negocios? La primera conferencia ha terminado. Son las dos de la tarde y Pepe Vergara descansa en una pequeña oficina junto al auditorio mientras se refresca con botellas de agua Omnilife. Afuera, un grupo de vendedores abre las ventanas, limpia el salón, esparce aromatizante, acomoda las sillas para la siguiente conferencia y se acompaña con sus propias botellas de Omnilife. Pepe Vergara revisa los mensajes de texto de su celular. Su hija universitaria le ha enviado saludos. El D. F. es la cuarta ciudad que él visita en sólo dos días y hace una semana que no ve a su familia. ¿A qué le teme? «Yo tuve mucho miedo de comprarme un avión», dice de pronto. «No sabía cómo escogerlo ni en dónde comprarlo». Entonces siguió el consejo que imparte en sus conferencias: uno, dos, tres. ¡Va! Ahora es dueño de un jet de lujo para seis personas. Lo usa para viajar por el mundo compartiendo su testimonio. «Sin mi riqueza –añade–, no puedo ayudar a las personas». Luego se acomoda el saco y se echa un poco de aire con las manos. Afuera hay un auditorio que necesita creer. Lima. Aplaudir, cantar, bailar y hasta gritar son actividades que ningún vendedor debería descartar para alcanzar el éxito. Al menos si formas parte de un equipo. Una familia, en los negocios, puede ser un método para hacer catarsis. Para olvidarse del mundo, quizá hasta de tu familia de verdad. Ahora son las diez de la mañana, y Socorro de Sánchez está reunida con sus hijas y nietas para discutir las últimas campañas de venta en su oficina. Están sentadas en un salón con sillas de plástico, pero parecen vestidas para ir a un cóctel muy elegante. De Sánchez le pide a una joven que encienda un reproduc-


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tor de DVD para escuchar el himno de Unique. Las siete mujeres se levantan de sus asientos y ahora atienden a un televisor empotrado en la pared. De los parlantes brota un fondo musical como el que acompañaría una clase de aeróbicos. En la pantalla, tres muchachas en unas apretadas mallas negras comienzan una coreografía que consiste en agitar los brazos de un lado al otro, como si imitaran el movimiento de las olas. También mueven sus pies al mismo ritmo. Las vendedoras de la sala siguen esos movimientos. Algunas ni siquiera miran el televisor y repiten la coreografía de memoria. Están listas para entonar el himno en coro.

si la llamas vendedora. Ellas son «consultoras de belleza». Cuando van a la calle a reclutar más consultoras de belleza (más hijas) en realidad van a hacer un abordamiento. Conseguir una nueva hija es haber logrado una incorporación. Hacer carrera en la empresa es subir los escalones de la escalera del éxito. Los que estudian estas empresas explican que pertenecer a ellas quizá sea la única oportunidad de desarrollo personal que tienen muchas mujeres: trazarse metas, crecer en una escalera y recibir premios y aplausos. También lo dijo el dueño de otra compañía de productos naturales de belleza en Lima: la primera motivación de toda vendedora es el dinero. Pero lo que las mantiene es la cultura de la empresa. Para Socorro de Sánchez, ex ama de casa a tiempo completo que alguna vez soñó con ser profesora de colegio, el asunto es sencillo:

–Unique, Unique es nuestra divisa. A trabajar, con una sonrisa. Unique, Unique es nuestra bandera. Hermosa es porque es la primera. Cantemos unidas pues somos aquellas que hacemos más bellas mujeres felices. Qué linda es la vida, radiante se empieza, llevando belleza y amoooor... Aplausos. –Chicas –dice Socorro de Sánchez y parece una maestra ante su clase–, me siento muy contenta porque febrero es un mes muy difícil y, sin embargo, hemos logrado superar las expectativas. ¡Un gran aplauso para todas ustedes! Más aplausos. Luego repiten un estribillo que aparece en la pantalla del televisor. Letras verdes y azules: «Bravo, bravo, bravo, bravísimo, bravo, bravo, bravo, bravo. Lo hiciste muy bien». Repiten esa canción unas cuatro veces más a lo largo de la reunión y al final de la mañana la sala rebosa de felicidad y olor a perfume Unique. La charla ha sido una celebración, como esas fiestas familiares difíciles de disfrutar para los extraños. Para entrar al mundo Unique hay que saber de antemano, por ejemplo, que cualquiera de esas mujeres te odiaría

–A veces en la casa no te reconocen –dice como si relatara la historia de otra mujer–, pero acá constantemente te están aplaudiendo y te sientes bien contigo misma. Ciudad de México. El creador está al teléfono. Es la mañana de un lunes de febrero cuando Jorge Vergara, el dueño e ideólogo máximo de Omnilife, contesta el celular. Lo primero: no le gusta que lo comparen con Dios. «Dios me libre», dice con una voz seca, distinta a la que usa en sus videos. Está en la sede principal de su empresa, en Guadalajara, una ciudad al noroeste del D. F., a punto de reunirse con el director del conjunto de escuelas de las que también es propietario. Por supuesto, responder llamadas también es parte importante de su trabajo. Él contesta al menos unas doscientas cada día: desde consultas de sus distribuidores principales, peces gordos como Pepe Vergara, su primo, hasta las dudas de cualquiera de sus cuatro millones de creyentes-vendedores esparcidos en el planeta. A Jorge Vergara, uno de los hombres más ricos de México, que posee uno de los clubes de fútbol más populares del país, el Chivas, que tiene el avión privado más caro de América Latina, que disfruta viendo una película casi tanto como financiándola (los cineastas lo llaman mucho por teléfono), que es director de organizaciones altruistas para ayudar a los niños pobres y preservar el medio ambiente y que esta


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mañana, por ejemplo, estaba a punto de decidir la construcción de más escuelas cuando contestó el celular; es decir, a Jorge Vergara, cualquiera puede llamarlo. Desde un joven que no sabe qué hacer con su vida (y entonces quizá necesite Omnilife) hasta alguien que sólo quiere divertirse amenazando a un multimillonario. Su teléfono es público. Una vez, en un programa de televisión, el presentador lo retó a dar su número telefónico en vivo. Desde entonces, conseguirlo demanda pocos minutos navegando en internet. Si él está ocupado –dicen sus vendedores–, un asistente tomará tus datos para que Él te devuelva la llamada más tarde. Su voz, al inicio cortante, se ha suavizado y ahora Vergara parece un abuelo capaz de dar consejos y no un empresario apresurado. Aparenta ser un hombre tranquilo, aunque en verdad trabaja catorce horas cada día, viaja fuera del país tres veces a la semana y durante cinco meses del año no descansa los sábados ni los domingos. Es la época en que debe organizar la premiación a los mejores vendedores de su empresa (conciertos exclusivos de Shakira, viajes a las Bahamas, cruceros por Europa, casas, automóviles). Por lo general, Vergara divide su vida entre su avión privado y el rancho y el penthouse que tiene en Guadalajara. Ahora se ha propuesto hablar con fluidez el mandarín, porque piensa que China es el próximo mercado por invadir. Si su vida es tan agitada, ¿en qué consiste el bienestar de un hombre que predica la tranquilidad, la buena salud, pero parece esclavo del imperio que ha creado? «Todos los días tomo Omniplus, Power y Optimus y tengo diecisiete años sin ir al doctor», explica Vergara a través del teléfono. Luego se le escucha beber algo. Quizá sean esos líquidos de colores que también consumen sus seguidores. Jorge Vergara no se considera Dios, ni siquiera el mejor vendedor de su congregación, a pesar de que su historia parezca una parábola de éxito. De joven él vendía alimentos a base de carne de cerdo. Luego hizo carrera como distribuidor en la empresa estadounidense Herbalife hasta convertirse en el mejor de todos los vendedores. Entonces creó su propia empresa de suplementos alimenticios. Omnilife. Su propia compañía de ventas. Sin

embargo, ahora reconoce que nunca le ha gustado este oficio. «Me daba vergüenza vender», le dijo una vez a un periodista. «Era como si estuviera pidiendo un favor». Para él, vender es una palabra prostituida. Lo repiten todos sus vendedores. Su trabajo es «contagiar» el interés por sus productos a quienes necesiten ayuda. En su prehistoria, Vergara también fue un hombre gordo y enfermo. Alguien que necesitaba auxilio. Ahora su habilidad consiste en hacerte sentir que tú también deberías probar lo que a él le hizo bien. Han pasado veinte minutos desde que Vergara decidió postergar su reunión de trabajo para conversar sobre sí mismo. Su voz comienza a ser dura y cortante de nuevo. Un bip-bip suena al otro lado de la línea. Otra llamada. Se comunicará más tarde con esa persona. Tiene prisa. Sus respuestas son previsibles. Dice que, a sus cincuenta y tres años, no tiene miedos ni contradicciones. Tampoco recuerda la última vez que se enfadó con alguien. Cree que las personas pueden cambiar de manera individual. Él y su empresa ofrecen la fantástica posibilidad de tener éxito a quien quiera tenerlo. Eso dice. Entonces le cuento que durante los días que pasé en el mundo Omnilife, hablando con sus distribuidores, ellos me obsequiaron botellas de Fiber’N Plus, para la digestión, y Magnus, para el cansancio, pero ninguno hizo el efecto promocionado. Por el contrario, me produjeron una taquicardia. Vergara ha escuchado sin interrumpir, y su respuesta adopta un tono de regaño. Eso te pasa, dice, por atribuirle efectos milagrosos a Omnilife. «Es normal que [la taquicardia] ocurra cuando no tienes vitaminas». Según su diagnóstico, estoy desnutrida y necesito ayuda. «Tienes que combinar el Magnus con Omniplus y Optimus, que son multivitamínicos y mejoran el funcionamiento de tu organismo». Él nunca recomienda nada que no haya probado antes. Eso dice. Hace diecisiete años que no acude al médico. Lima. Socorro de Sánchez tiene otra reunión. Ahora son las seis de la tarde y a su oficina de Unique han llegado algunas de sus hijas y nietas. Allí también está la muchacha que descansaba en las afueras de una biblioteca. Sí, De Sánchez la reclutó. La muchacha es una estudiante de veinticuatro años que viste una camiseta sin mangas y unos jeans ajustados. La acompaña su novio y ambos acaban de ser sometidos a una limpieza facial –gratis–, que consistía en tener el rostro embadurnado de cremas. El novio tiene el cabello cortado al rape y parece abrumado por el hecho de sentir que su cutis está más lozano y fresco. La chica entra al despacho de De Sánchez. Allí la atiende una joven de unos veinticinco años, quien le va mostrando unos folletos mientras traza pequeños dibujos en una hoja en blanco. La recluta asiente con la cabeza. Al día siguiente, sentada en su mismo escritorio, Socorro de Sánchez recordará a esa joven con maternal satisfacción: «Ya es consultora de belleza».



24_ DICCIONARIO DE LA LENGUA Catay

una palabra de

edgardo rivera martínez

En Perú, Jauja, «aquí está».

omo saben mis lectores y mis amigos, soy

Movido por la curiosidad, años más tarde, busqué en los diccionarios,

de la antigua ciudad de Jauja, en el valle del

y muy especial en los más prestigiosos, y encontré que, dejando aparte el

Mantaro, en los Andes centrales del Perú. Una ciu-

verbo catar, que usan los amantes del vino refiriéndose al acto de probar

dad muy singular, por razones históricas y en mu-

su gusto, existía antes la expresión «dar cata», con el sentido de mirar o

chos aspectos, en una región también singular de la

advertir. Más aún, en la admirable EnciclopEdia dEl idioma que debemos a

sierra del país.

Martín Alonso, hallé que en los siglos XIII y XIV cata significaba «busca

Pues bien, allá en mis tiempos de infancia y de adolescencia no pocos campesinos

de quechua pero no encontré un vo-

eran bilingües, y en mi familia se

cablo parecido. Concluí, pues, enton-

empleaban, con cariño y humor, no

ces, que ese catay de mi tierra, y que

pocas palabras en nuestra lengua

suelo emplear en voz baja o para mis

andina. Y entre ellas figuraba la de

adentros –pues de otro modo en la

«catay», a la que por su eufonía y

familia me miran con ojos cariñosa-

otros aspectos, y ahora para mí por

mente burlones, como si me hubie-

entremezclados motivos, yo le te-

ra puesto una prenda de los tatara-

nía especial cariño.

buelos– cuando hallo lo que andaba

Pero ¿qué significaba y signi-

buscando, se remonta a un arcaísmo

fica «catay»? Pues simplemente

hispano, posiblemente regional, que

«aquí está», como cuando alguien

mis antepasados autóctonos incor-

ha estado buscando un objeto en

poraron a su lengua en la época de la

casa y alguien se lo muestra, o

Conquista o de la Colonia.

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como cuando en la feria domini-

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de algo perdido o escondido». Consulté por otro lado varios diccionarios

O también me sucede, y eso es

cal se le pregunta a una campesina si tiene tal o cuál

algo más silencioso y personal, que uso dicho término cada vez que el

hierba, y ella busca entre sus manojos y la pone a la

gobierno de turno incurre en una de las suyas, con el sentido de «¿no ven,

vista diciendo «catay». Una palabra que desde luego

pues, una más de sus interesadas burradas?».

no empleábamos en Lima, porque nos habrían mirado con ojos sorprendidos, cuando no con expresión racista. Y, desde luego, mucho menos ahora.



26_ BIBLIOTECA DE AUTOAYUDA Manual para ser un desempleado exitoso

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fritz berger ch.

s palabra de Dios: el trabajo es un castigo bíblico. Una

3. Establezca un centro de operaciones.- Tarde o temprano usted tendrá que

penuria semanal, un baldón de saco y corbata, que

abandonar la cama. Si bien es psicológicamente imposible reemplazar la plena armonía

disfrazado de falsa respetabilidad pretende hacer pasar por

espacial que supone el propio lecho, existen sucedáneos que hacen menos traumático

honorable lo que en realidad no es sino una penitencia forza-

el tránsito de lo horizontal a lo vertical. El mejor de estos centros de operaciones tem-

da. Escuchen bien, esclavos de la planilla y almas subalternas

porales es su gasolinera más cercana. Con baño, café, víveres, microondas, periódicos,

de los derechos laborales: todo desempleado es en esencia un

y quizá una pantalla de plasma con alegre publicidad de cigarrillos, ¿quién necesita una

hombre probo, ajeno a la necesidad de la disciplina. Sí, seño-

oficina? Sea cortés con el personal femenino de la estación. Esas mujeres serán las úni-

res, hay dignidad en la desocupación. Las miserables horas de

cas que usted verá tan cerca de ahora en adelante.

inactividad que los desempleados se ven forzados a soportar,

4. Entréguese al suave vértigo del proyecto eterno.- Ya instalado en esa

inventándose deberes ficticios y simulando llamadas urgentes

mesa de la gasolinera, usted ingresará en una nueva y apasionante dimensión de circu-

ante celulares sin saldo, merecen recon-

laridad psicológica. En esta etapa de su vida,

ciliarse con la autoestima. Un aura hono-

la palabra «proyecto» será la contraseña ver-

rable acompaña al hombre que ha sabido

bal que gobierne el accionar de una espiral sin

mantenerse al margen del compromiso

fin ni comienzo. Una vez familiarizado con

remunerado. El derecho a la luz sin goce de

su dinámica, le será natural establecer sub-

haber no es patrimonio exclusivo del de-

divisiones de sus proyectos, así como vasos

pendiente, y está al alcance de todo aquel

comunicantes entre ellos, sumándoles a estos

que quiera recibirla.

incontables puntos de encuentro y sinergias

He aquí el cómo.

que irán alimentando y haciendo cada vez

1. Levántese temprano, siga dur-

más frondosa esta compleja ingeniería de la

miendo.- Una de las bendiciones del

nada. El proyecto en permanente definición

desempleo es que otorga absoluta disponi-

y cambio es el alma del desempleo. El día

bilidad del tiempo a quien lo cultive. Este

que usted tenga una idea fija al respecto será

privilegio, empero, no impide conservar las

cuando, por desgracia, haya encontrado un

más sanas costumbres. Levántese tempra-

trabajo.

no. Una vez abiertos los ojos, y constatado

5. Tenga una agenda siempre ocu-

el hecho de que no hay nada que hacer,

pada.- No tener trabajo no significa que no

vuelva a acostarse. El segundo sueño faci-

haya nada que hacer. Pocas personas más

lita un estado de pereza profunda que al-

ocupadas que un desempleado. Su más valio-

gunos estudios científicos han comparado

sa propiedad, junto a ese celular fetiche dado

con el estado de coma. Aprovéchelo. Hay

de baja, será su agenda. Procúrese una de

gente que tiene que morir para conocerlo.

cuero y acaricie su textura hasta memorizar la

2. No descuide su rutina.- La

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un consejo de

geografía de su contorno. Esa agenda será la

atrofia muscular y el encefalograma plano acechan el plácido

madre de todos los proyectos. El caótico almacenamiento de números telefónicos, ideas

modus vivendi del desempleado. Un mínimo esfuerzo basta-

sin destino, citas imposibles y todas las variedades imaginables de la angustia profesio-

rá para mantener a raya ambas amenazas. El simple trasiego

nal equivalen al más demandante de los empleos. Excepto que nadie paga por él.

higiénico de los oídos en recreativa búsqueda de cerumen o

6. Mantenga activa su vida sexual.- Debajo de ese organismo que no cotiza en

la minuciosa limpieza de pelusas entre los dedos del pie cons-

el mercado laboral yace un semental con pleno derecho al erotismo. Con mayor razón

tituyen un adecuado ejercicio físico que mantiene el torrente

si sus capacidades viriles están frustradas y sin posibilidad de consumación. La natu-

sanguíneo en vigoroso movimiento hasta la hora de la siesta.

raleza es sabia, así que considere normal esa erección permanente que lo acompaña en

Para constituciones físicas menos atléticas se recomienda una

sus días de paro. Desinflámela en las instalaciones higiénicas de la gasolinera, alias la

actividad más moderada. Por ejemplo, la temprana remoción

oficina, pero tenga especial consideración con las señoritas que trabajan allí. Como ya

de legañas cada mañana.

se dijo, ellas son ahora las únicas mujeres en su vida. Para consultas: doctor.fritzberger@etiquetanegra.com.pe



28_ CELEBRIDADES

Gérard Depardieu

retrato de un genio apresurado Uno de los animales consagrados del cine francés hoy tiene viñedos, BUSCA petrÓLEO EN CUBA, POSEE un jet privado, restaurantes y millones de euros. Pero ya no hace grandes películas. ¿Qué ocurre cuando a un actor lo seducen los negocios más que el cine?

un perfil de philipp blom ilustraciones de josé luis carranza traducción de rómulo meléndez


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30_ CELEBRIDADES

on su gran nariz y su postura

de matón de fiesta Gérard Depardieu se parece también a Beethoven. Pero no, hay algo que falta: la energía, la fuerza. Ahora, sobre el escenario, al actor no se le ve como a un genio, pero sí como a un gran animal abatido después de haber recibido una flecha con anestesia en las nalgas. Sus movimientos son lentos, reprimidos, casi en trance. Está sentado allí, en la Salle Pasteur, un teatro de la ciudad de Montpellier, al sur de Francia, leyendo en voz alta las cartas de Beethoven. El público absorbe. No es usual verlo tan cerca

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y, menos aun, en un acto cultural. Por una razón desconocida, el director ha colocado a la estrella de la noche contra la pared del fondo, detrás de un velo negro, mientras que en el centro del podio aparece el cuarteto de cuerdas. El grupo de músicos toca lo mejor que puede, pero no hay más que decir: es mediocre. Peor es la dicción del actor. Depardieu tiene una voz hermosa, pero se nota que no ha repasado bien sus líneas. Dis-

minuye la intensidad al final de una página, empieza con la otra y recién se da cuenta de que la oración no había terminado. Aun así, de vez en cuando parece tener la situación bajo control y crea de la nada un ambiente especial, una determinada intensidad, un momento de desnudez personal que en verdad conmueve. Llega otra vez el final de una página. El encanto desaparece de nuevo, pero al público no le importa: la gente aplaude a su estrella y golpea el suelo con los pies, algo que los franceses suelen hacer en los conciertos. C’est sublime, dice alguien en la puerta. C’est extraordinaire, añade otra persona. Un método para asegurar el liderazgo cultural de tu país es decidir a priori que todo lo que sucede allí es fantástico. Voy a saludar a la estrella antes de que ésta empiece a gozar la noche de Montpellier. Mañana tenemos una entrevista en su hotel. Depardieu vive a menudo en hoteles. Viaja mucho y tiene una agenda enorme: compra viñedos en el mundo entero, invierte su dinero en acciones de petróleo, tiene un restaurante en París, se encuentra en proceso de divorcio, recita textos de Agustino y lee las cartas de Beethoven. Siempre está camino a algún lugar en su jet privado: hacia Cannes, hacia Japón, hacia Italia. Come y bebe por tres personas. Le gusta estar acompañado de empresarios que le fascinan. Pero hay una cosa que Depardieu ya no hace: grandes películas. No es que no trabaje: él hace por lo menos cinco películas cada año, pero éstas son adaptaciones de novelas francesas o historias malas que cuentan con un par de estrellitas de su país. Ahora está filmando la tercera parte de la saga de Asterix. Él es Obelix, por supuesto. El papel es fantástico, aunque no es un verdadero reto para una de los bêtes sacrées [animales consagrados] de la cinematografía francesa. A los críticos que afirman eso, Depardieu los considera pajeros intelectuales.

«Hubo un momento en que Gérard se dio cuenta de que tenía poder, una intensidad con la cual nadie podía competir», recuerda el actor Michel Pilorgé, que conoció a Depardieu cuando ambos eran adolescentes. «Podías verlo y admirarlo pero no imitarlo. Yo también tengo energía, pero la energía de Gérard es algo que sobrepasa todos los límites, algo divino». Pilorgé tiene unos profundos


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ojos marrones y lleva un terno impecable, como si quisiera demostrar que también tiene éxito. Siguió una formación de teatro junto con Depardieu, y parece impresionado por su viejo amigo: el muchacho con quien compartió un apartamento ahora es una estrella internacional. De inmediato, Pilorgé notó algo extraordinario en ese hombre. Ahora se dedica a apoyar a la Iglesia católica y trata de entender lo que sucedió entre él y Depardieu, a quien ve raras veces. Una decepción se advierte en su voz cuando murmura: «Antes lo tenía controlado, pero más tarde perdí ese control». Antes era el tiempo en que Depardieu admirada a Pilorgé. Ambos tenían diecisiete años, aunque el primero venía de una familia de clase obrera, su padre era alcohólico y no sabía leer ni escribir. Michel Pilorgé era para él, en ese momento, una especie de animal exótico: hijo de un médico y originario de la burguesía, esa clase social interesada por la cultura y donde los niños eran educados con cuidado. Michel Pilorgé lo sabía todo, se sentía bien, tenía las llaves del mundo. Esto ocurría en Chateauroux, una pequeña ciudad de una provincia al sur de París. Era un lugar aburrido con cincuenta mil habitantes, cuya economía giraba en torno a la metalurgia y a una base aérea estadounidense. El padre de Depardieu, Dédé, trabajaba en esa industria. Era un hombre callado y soñador que, al no saber qué hacer con su familia y su desempleo posterior, se dedicó a beber. Lilette, su esposa, se quedó con los hijos. Al enterarse del tercer embarazo, se desesperó: no encontraba una salida para escapar de la pobreza y de su pequeño apartamento de dos habitaciones; tampoco una manera de realizar sus antiguos sueños de viajar y visitar teatros. Trató de abortar con una aguja de tejer, pero fracasó. En 1948, nació el niño. Lo llamaron Gérard. «Él es rechazado totalmente por sus padres», resume Pilorgé. A la madre le molestaba su existencia. Era el niño que sus padres nunca quisieron tener. Más tarde ellos tendrían tres hijos más; todos habrían de nacer en casa. Depardieu ayudó por primera vez en el parto del séptimo. Un velo de silencio cubría a la familia. Se hablaba poco. Para escapar de la realidad diaria la

madre se sumergió en un mundo de películas y romanticismo; el padre, en la cantina y en su trabajo. Los niños estaban solos. Depardieu tenía problemas en la escuela. «Nunca me sentí bien en el colegio –me dirá más tarde–. Fui terriblemente tímido y tuve problemas para hablar». A los catorce años abandonó la escuela y se convirtió en aprendiz en una imprenta. Del silencio creció un adolescente que hacía el mayor ruido posible. Quería ser popular, que se le viera, y pronto encontró amigos con quienes rondaba en la ciudad; era un joven rebelde. «Todos sabían quién era Gérard. Era un provocador. Siempre estaba en contra, no importaba el tema», dice Michel Pilorgé. Siempre tenía problemas en la escuela, con la Policía. Su madre era una mujer agradable y modesta, y no sabía qué hacer con él. Sus padres no podían controlarlo. Era intolerable. Pero a Depardieu no le iba como debería. A los quince años parecía un adulto, incluso físicamente. Entrenaba en un club de boxeo y trabajaba como protector de dos prostitutas. Siempre se acuerda de ellas porque le dieron una suerte de amor de madre. Donde llega, él crea familias a su alrededor. «Gérard no tuvo cultura –dice Pilorgé–, pero sí un increíble instinto para aprender y comprender y hacerse querer». Estaba fascinado por los soldados estadounidenses de la base de Chateauroux. Pronto empezó a comerciar con ellos cigarrillos y licor de manera clandestina. Así, a los quince años ganaba en una semana más de lo que su padre recibía en un mes. Siempre tenía dinero para alcohol y para los amigos; pero con las muchachas apenas se atrevía a hablar: la ternura lo asustaba. Su cuerpo grande y fuerte nunca estaba fuera del ring de las peleas, en los bares donde pasaba las noches. El muchacho hacía una carrera en el bajo mundo, una vida entre la calle y la prisión. «No tuve mala educación –aclarará después con respecto a esa época–. No tuve nunca ninguna educación». El joven Depardieu decidió irse de casa por algunos meses, hacia el sur, donde ganaría dinero de distintas maneras. Viajó tirando dedo. «Muchas veces conté historias ficticias sobre mi persona –recordará más tarde–. Cuando tiras dedo te vuelves la persona que otros desean llevar en su vehículo. Entonces comencé a decir lo que realmente quería hacer: “Soy estudiante de teatro”, dije, aunque no sabía nada de ello». Dos años más tarde, antes de cumplir los diecisiete años, retornaría a Chateauroux, y este lugar le habría de parecer más pequeño y sofocante que nunca. Seguía manteniendo una fascinación ambivalente por el mundo burgués de su amigo Pilorgé, y cuando éste viajó a París para ser actor, él también decidió hacerlo y partió un par de semanas después. «A mi madre le dije: “Me voy a París”; y ella respondió: “Ah, ¡bien!”». Eso fue todo. Depardieu compró un boleto y se fue en tren hacia una nueva vida. No tenía dinero ni sabía lo que haría.


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Después del concierto en el teatro de Montepellier, allí esta él, fuerte y más compacto de lo que esperaba, sudando, en unos pantalones negros y una camisa negra, casi eufórico, con los ojos radiantes. ¿Estuvo bien? ¿Te gustó? ¿Funcionó? Pregunta continuamente a sus amigos y conocidos, y todo el mundo le asegura que fue espléndido. Casi se puede tocar su energía. Todos le felicitan, y se presentan. La nueva enamorada de la estrella también está allí. Es rubia, parece de apenas veinte años y viste una microscópica minifalda con zapatos de tacón de color oro. Es agradable, por cierto. Es de los Estados Unidos. «No te asombres –me había dicho el fotógrafo–. Depardieu está divorciándose después de más de treinta años de matrimonio. Es muy traumático». Debe de ser así. Y con todo ello no parece tener en su mirada ninguna contrariedad. Todos le abrazan y se toman fotos. Así miran los niños o los amigos de toda la vida. El actor y su hábitat se toman fotografías (la estrella y yo...), luego desaparecen en la noche. Allí sólo queda Richard Melloul, quien por más de diez años ha sido el único fotógrafo que lo acompaña y hace los retratos y fotografías para sus películas. «Él es así –dice Melloul–. Confía y pregunta siempre por mí». «Cuando tengo dolor de muelas llamo a mi dentista y cuando necesito un fotógrafo llamo a Richard», explicará Depardieu. Melloul es pequeño y serio. Su ascendencia es norafricana-judía y, al igual que el actor, también ha empezado desde abajo. Tiene una manera de estar alerta que sólo se aprende en la calle, aunque es agradablemente directo. Su profesión lo ha contactado con muchas estrellas, pero se nota que, para él, Depardieu tiene un lugar particular, lo mismo que para mucha gente que entra en contacto con la estrella. «C’est un voleur d’ âmes [es un ladrón de almas] –lo definió Michel Pilorgé–. Si estás un tiempo con él y después se va, te sientes vacío, agotado, deprimido. Absorbe la energía de la gente que está a su alrededor. Escucha, habla, bebe, pero no es él quien se cansa sino el otro. Tú estás extenuado pero te sientes de alguna forma enriquecido».

Ahora Richard Melloul está en un restaurante de parrilla en el centro de Montpellier, y también habla sobre ese fenómeno. «Gérard es un muchacho muy simple. Le gusta otra gente, más que sí mismo. Por esta razón necesita a otros. No puede estar solo o sin hacer nada, siente pánico por ello. En el estudio de cine es feliz, porque todo está arreglado; todo se le perdona si es que actúa bien y, para ser sincero, siempre sucede esto. Funciona sólo con instinto. Si algo le agrada, lo hace de inmediato. Encuentra a alguien por primera vez y después de treinta segundos habla con él como si fuera su mejor amigo, y no le importa si se trata del presidente francés o de la muchacha que sirve café. Puede volverse tu amigo de inmediato, pero diez minutos más tarde se ha olvidado de ese encuentro. Esto no sucede adrede o porque Depardieu sea calculador, sino que así funciona. El presente lo es todo para él. En su casa de París, a menudo tiene invitados que apenas conoce –estudiantes y amigos de amigos– para no estar solo».

1964. París era una nueva experiencia para Gérard Depardieu, todo era desconocido. Vivía en un apartamento ocupado de manera ilegal con su amigo Michel Pilorgé y otros muchachos. Allí nada era como el mundo que había conocido. Sus vecinos estudiaban en la universidad, hablaban de literatura, leían a los clásicos, querían ser artistas. Él no sabía nada, pero tenía hambre. Empezó a leer poemas y novelas. «Se fascinó con Dostoievski –cuenta Pilorgé–. Cuando leyó Los hermanos Karamazov, se convirtió él mismo en un Karamazov. Incluso tuvo un sombrero de piel y grandes botas». Por entonces descubrió al escritor francés Alfred de Musset y sintió una enorme afinidad con su poesía. «Cuando leía a Musset se entusiasmaba», cuenta Pilorgé. «¿No puedo ver a este hombre?», recuerda que le preguntó Depardieu. «No tenía idea de que Musset había muerto hacía ya un siglo». Cuando recitaba sus textos ocurría algo especial. El mal educado gigante de diecisiete años con su nariz de boxeador se convertía en otra persona, se volvía hermoso, hasta sublime. Al principio, Depardieu no se atrevía a abrir la boca en el teatro. No comprendía sus textos, no podía usar la voz. Para el examen de admisión debía estudiar una escena. No conocía sus párrafos. De pronto, se encontró mudo en el podio y comenzó a reír despacio y después con todo su cuerpo. Toda la sala rió con él. Lo aprobaron. El profesor Jean-Laurent Cochet se convirtió en su padre artístico. Con su ayuda y la de otros maestros, el joven Depardieu superó sus dificultades lingüísticas. Años más tarde encontró en la escritora Marguerite Duras la figura de madre intelectual. Una familia más. Un texto que a Depardieu le gusta de manera particular es un monólogo de la obra de teatro de Musset on Badine Pas avec L’amour:



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«es un ladrón de almas –definió A DEPARDIEU SU AMIGO Michel Pilorgé–. Si estás un tiempo con él y después se va, te sientes vacío, agotado, deprimido. Absorbe la energía de la gente que está a su alrededor. Escucha, habla, bebe, pero no es él quien se cansa sino el otro. Tú estás extenuado pero te sientes de alguna forma enriquecido»

«Todos los hombres son mentirosos, habladores infieles, hipócritas, cobardes, orgullosos y despreciables, arrechos; todas las mujeres son falsas, filudas, vanidosas, chismosas y podridas; el mundo no es más que un desagüe sin fondo donde las amorfas focas se arrastran y se enroscan sobre montañas de fango. Pero sólo hay una cosa en el mundo que es santa y sublime; ésta es la unión de dos de los imperfectos y repugnantes seres. Muchas veces eres engañado en el amor, muchas veces eres herido e infeliz. Pero aun así amas y, cuando estás en la puerta del cementerio, miras el pasado y te dices: A menudo he sufrido, a veces me he equivocado, pero he amado. He vivido, sí, he vivido y no me he dejado vivir por mi orgullo y mi aburrimiento». Un credo. También el joven Depardieu quería a alguien: Elisabeth, una joven actriz, independiente, de buena familia, talentosa y desarrollada (había estudiado Psicología). Ella notó que el muchacho de quien estaba enamorada era más que un estudiante ordinario. Quizá es cierto que detrás de cada gran hombre hay una mujer fuerte. Elisabeth dejó su carrera por él. En los años siguientes, también ella eligió los papeles de las películas, los directores con los que él había de trabajar y los amigos que los rodearían a ambos. Depardieu dejaba que sucediera. El muchacho de la calle que no tenía cultura y que se dejaba propulsar por su crudo talento descubrió una forma de placer sublime en la literatura. Pronto creció hasta convertirse en la bête sacrée de la cinematografía francesa. Tenía una increíble y anárquica energía que se podía convertir en aterradora ternura, una violenta y robusta masculinidad que había aprendido en la calle y que translucía una asombrosa y delicada feminidad. Depardieu se perdía en todas las posibles formas de inmoderación; estaba equipado con una legendaria potencia para seguir trabajando hasta estar física y

mentalmente agotado y para tener siempre la total disposición para tomar la personalidad de otro. Era una fuerza elemental que sólo podía expresarse detrás de las máscaras. Había roto el silencio de su familia, fue liberado por la palabra. A los veinticinco años ya era una estrella millonaria y omnipresente en la cinematografía de Francia. Los nombres de los directores que han marcado hitos en su carrera remiten a una nueva y peligrosa forma de ver el mundo: Bertrand Blier, François Truffaut, Maurice Pialat, Bernardo Bertolucci. A los personajes que interpretaba Depardieu también se le atribuía un ambiente marginal y de peligro: en Le VaLseuses (la película que lo hizo famoso), él era un pequeño ladrón para quien la vida consistía en pasear en autos robados; en Barocco, le quitaron un ojo; como desesperado esposo en La Dernière Femme, se cortó el pene con un cuchillo eléctrico; en BuFFet FroiD, al estilo de Kafka, murió inútilmente debido a una deuda; en martin Guerre, fue un estafador que vivía la vida de otra persona y al final fue ahorcado; y en Danton, la hoja de la guillotina cayó en su cuello. «Durante diez años hice películas negras –dirá más tarde–. Me quemaban, mutilaban, asesinaban, vendían, decapitaban... Cuando hacía esas películas no pensaba en el efecto que me causarían. Después de la filmación tenía terribles depresiones, períodos de extenuación y el hundimiento total estuvo cercano». Depardieu busca hasta ahora los extremos, pero de otra manera: apenas lee sus textos y se niega a repetir las escenas para no perder la tensión del momento; le gustan las motocicletas grandes y, sobre todo, veloces; fuma como turco y bebe durante noches enteras para, al día siguiente, asistir a los estudios con una tremenda resaca; ha tenido experiencias con la cocaína y la heroína; sólo el chocolate (hachís) no le gusta: «Me da sueño».

Es temprano y el fotógrafo Richard Melloul se sienta conmigo en el jardín de un hotel exclusivo en Montpellier. Aquí se hospeda Gérard Depardieu, aquí tenemos nuestra cita, pero el actor ya lleva casi una hora de retraso. Escuché que ayer comió y bebió con amigos, y todavía no está listo.



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La gente dice que soy adicto a mi trabajo –dice Depardieu–. ¡No! ¡En absoluto! ¡Es mi oficio! Soy un hombre simple, igual que mi padre, un verdadero campesino. Me levanto cada mañana, tengo un empleo y voy a mi trabajo. Los críticos dicen que mis últimas películas no son buenas, pero van millones de personas a vERLAS. ¿No es esto el éxito? Para ellos, una película es buena cuando nadie va a verla»

«Gérard y el vino son otra historia –dice Melloul–. Le gusta muchísimo y tiene diferentes viñedos en Francia y también en Marruecos, Portugal, España, Argelia y Argentina. A veces toma hasta seis botellas al día. Esto acabaría con otro, pero él es muy fuerte. Aun así tuvo una operación de bypass quíntuple. Es un gran actor. En Francia no existe alguien como él, aunque pienso que hoy se aburre ante la cámara». El fotógrafo observa a su alrededor: el ángulo de luz ha cambiado, tiene que buscar otro lugar. «Cuando Gérard hizo una película con John Malkovich –prosigue Melloul–, debió escribir réplicas en post-its y pegarlas sobre John. Malkovich estaba completamente repleto de réplicas. Gérard estaba borracho y no sabía una palabra de su texto, y aun así, cuando comenzaron a filmar, de pronto afloró su profesionalidad y empezó a actuar de forma fantástica. Así es. El rodaje de películas es muy lento para él. Es un hombre que viaja a todas partes del mundo en un jet privado para ahorrar tiempo. Tiene más dinero del que puede gastar, pero eso no es todo. Quiere vivir más aventuras. Hace algunas semanas estaba en Torino y voló hacia Roma, después hacia Nápoles y luego hacia el norte de Italia. Entonces se dio cuenta de que había olvidado algo, retornó a Nápoles y al final voló hacia París. Todo en un solo día». Llega un sirviente: el señor Depardieu nos va a recibir; está en el vestíbulo. El monumento se sienta sobre un gran sofá. Tiene la camisa abierta y luce soñoliento. «Estoy resfriado –murmura–. No me siento bien». Le pide una taza grande de café a la camarera. «No –dice al rato–, una taza no, un balde de café negro americano». Se apoya en el espaldar. «No me gusta cuando

se me tapa la nariz. No puedo respirar en absoluto. ¡Muy pesado! Y ahora, estoy para ti. ¿Qué quieres preguntar?». Gérard Depardieu tutea a todo el mundo. Debo ser veloz, pues partirá pronto. –¿Es la vida un viaje contra el reloj? –le pregunto. –Sí, a veces, pero no me encuentro nunca bastante tiempo en silencio para hacerme esta pregunta. Se ríe y enciende un cigarrillo Gitane. Incluso después de tres semanas de mi operación ya estaba en el set. En ningún momento dejo de hacer algo. De todas formas debes evitar el no hacer nada. Me observa como si nos conociéramos de toda la vida y su gran sonrisa, que se desplaza por toda la cara, es pura, amistad íntima. Todo el mundo es su amigo, por ahora. Depardieu, quien dice de sí mismo que no es un seductor, es un seductor de primera y seduce a todos los que le rodean. El público es su amigo y todo el mundo es público. Suena su teléfono celular. Depardieu atiende la llamada y empieza una larga discusión de negocios con un amigo. Está acostumbrado a que la gente lo espere. Es casi imposible hacerle una pregunta que él no pueda contestar. No importa cuál sea ésta, él sabe exactamente lo que deseas. Una serie interminable de periodistas lo ha entrevistado y, después de treinta años de psicoanálisis (algunas sesiones sin buen resultado con Jacques Lacan), él tiene una versión oficial de su vida, se conoce muy bien a sí mismo. Esto no significa que hoy ya no se emborrache, pero ahora conoce el porqué y habla sobre ello sin mayores problemas. Todo lo que sucede en su vida es público, no existen tabúes. ¿No se ha perdido en su fama? No, dice él, después de la llamada, le va muy bien, mejor que nunca. Entonces, ¿por qué tanta prisa? ¿Por qué un jet privado? ¿Por qué buscar petróleo en Cuba y la amistad de Fidel Castro, sus relaciones con hombres de negocios, el restaurante en París y sus viñedos? ¿No es suficiente el teatro? Depardieu enciende otro Gitane. «Pienso que voy a parar con todo ello –dice de pronto–. Realmente no tengo más ganas en todo esto». El propietario del hotel viene con un empleado para dar la bienvenida a su importante huésped. El actor salta, le abraza, y presenta a todo el mundo. Luego sigue una charla sobre vino y restaurantes


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¿Cómo se mide el éxito? Un amigo de Depardieu asegura que éste es millonario. El actor dice que paga más de dos millones de euros en impuestos cada año. Está claro que no le interesa mucho hacer películas y está fascinado por los empresarios exitosos. El rey de los pollos, Gérard Bourgeoin, investigado por la justicia de Francia, lo contactó con Fidel Castro. Ahora un equipo financiado por ambos amigos busca petróleo en Cuba

que dura bastante. El celular suena otra vez. Después de la discusión, Depardieu vuelve a sentarse otra vez. «¿Que dije exactamente?». Gitane. «Sí, hacer teatro. Creo en lo que dije de verdad. Esto ya me lo he propuesto muchas veces, pero viene un nuevo proyecto que me interesa o un viejo amigo que me pide actuar en una película. La gente dice que soy adicto a mi trabajo. ¡No! ¡En absoluto! ¡Es mi oficio! Soy un hombre simple, igual que mi padre, un verdadero campesino. Me levanto cada mañana, tengo un empleo y voy a mi trabajo. Los críticos dicen que mis últimas películas no son buenas, pero si van millones de personas a verme como Obelix. ¿No es esto el éxito? Para ellos, una película es buena cuando nadie va a verla». ¿Cómo se mide el éxito? Depardieu ha actuado en ciento setenta películas. ¿Porque tiene que seguir haciendo películas no-apasionantes que muchas veces no llegan a las carteleras de cine? Cuando se lo pregunté a su amigo Michel Pilorgé, éste río a carcajadas: «Muy simple. El barro del mundo. El dinero. ¿Piensas que a él le gusta hacer el papel de Obelix?». No se sabe a ciencia cierta cómo le va con su dinero. Según Pilorgé, su amigo es millonario, en todo caso, muy, muy rico. Depardieu dice que paga más de dos millones de euros a la oficina de impuestos cada año. Aunque también le dijo a su biógrafo Laurent Neumann que se encuentra encerrado en deudas tributarias. De todos modos, está claro que a él no le interesa mucho hacer películas, aunque por cada papel reciba alrededor de ochocientos mil euros («no hay más películas, el dinero va a la televisión y a tontas cintas norteamericanas»), él está fascinado por la vida de los empresarios exitosos.

Depardieu no siempre sabe escoger a sus amigos empresarios: el argelino Abdelmoumen Khalifa, por quien él abogó en persona ante el ministro de Comunicaciones de Francia, es buscado por fraude y vive en Londres; El Rey de los Pollos, Gérard Bourgeoin, quien es investigado por la justicia francesa, lo contactó con Fidel Castro. Ahora un equipo financiado por Depardieu y Bourgeoin busca petróleo en Cuba. Eso cuesta mucho dinero y hasta ahora no hay resultado. Mientras tanto, su vínculo con aquella dictadura fósil daña su reputación. No le molesta. La política, dice él, nunca le ha interesado. Parece que existe un modelo en los amigos empresarios de Depardieu: igual que en sus películas, él está fascinado por la inmoderación, por los self-made men y por gente con mucho poder. «Gérard está fascinado por Castro –dice Pilorgé–. Por supuesto que él sabe que las cosas no van bien en Cuba, pero, primero, a él le gusta el dinero y ve aquí una oportunidad y, en segundo lugar, él está muy impresionado del poder de este hombre. Casi sucede a nivel simbólico. Para él es inaceptable que haya gente que no lo admire, aunque por lo general Gérard hace cosas inaceptables». Al fin llega el café. No en un balde, pero sí en un elegante pocillo de porcelana que casi desaparece en la mano grande de la estrella. Depardieu bebe un poco y me observa. «El dinero no me interesa en verdad –dice–. Todo lo que hago, lo hago con pasión. Lo único que cuenta es la emoción. Si no me entusiasmo, no empiezo con algo. Quiero vivir intensamente. Si haces eso, vives de verdad el momento, encuentras momentos de misericordia, esto es algo místico. Esto quiero yo, esto experimento en la actuación, con otros actores. Es igual que cuando un niño juega, o igual que el sexo. Eres feliz y no hay más tiempo. Para otras sensaciones me voy a mis viñedos. Allí vivo la eternidad, con la naturaleza. Soy muy feliz al poder vivir así, pero nunca soy consciente de ello». La charla no sólo va sobre películas sino también sobre su pasado personal. Depardieu se refiere a ello sin mucho interés. Prefiere hablar de sus viñedos –él, hijo de un alcohólico, que dice tomar en buenos tiempos hasta tres o cuatro botellas de vino– y sobre todo de su château Tigné, un dominio de cien hectáreas en el noreste del país. En su pasaporte la línea sobre la profesión dice: actor/vinicultor.



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Entre las plantas de uva, dice, siente un tipo de tranquilidad: «El hecho de que esté siempre inquieto no significa que no tenga paciencia. No se puede forzar la naturaleza, se debe esperar. Si quieres cocinar un boeuf carotte, no puedes hacerlo en diez minutos, es imposible. Tienes que respetar el ritmo de las cosas». «Como productor de vino el tiempo tiene otro concepto, el de un mundo medieval. Ésta es parte de mi vida, allí encuentro una verdad que me conmueve. Realmente soy un agricultor y sueño con pasar la vida en mis viñedos. Cuando era pequeño me quedaba en la cama y me asustaba porque sentía que los segundos volaban, que mi vida se perdía. Pero en un viñedo encuentro una especie de antídoto: la lentitud de la naturaleza que soluciona de una determinada manera el propio tiempo». Como siempre, hay un aspecto comercial en ello. Sólo en su château Tigné, Depardieu produce setecientas mil botellas de vino cada año, las que se tienen que vender en alguna parte. De esa manera, se reúne con Sylvester Stallone y Bruce Willis, y aparece en una fotografía para los restaurantes Planet Hollywood, donde se ofrece su vino. Los supermercados de Francia también exhiben el Château Tigné, y los otros vinos de Depardieu se venden a través de una fuerte campaña de comercialización. ¿Va eso en contra de la moral de un simple campesino en su eterno viñedo? No para él. Depardieu deja que otros se encarguen del marketing, como su ultraeficiente amigo de negocios Bernard Magrez, quien tiene a su cargo el aspecto comercial de los vinos y permite que al actor disfrute el placer del vino y la comida. Él prefiere pensar en sus dos restaurantes. De ellos La Fontaine de Gaillon, en París, parece tener la ambición de obtener una estrella Michelin. Un año antes publicó un libro de cocina, donde describe simples recetas tradicionales. A pesar de todo ello, parece que no existieran relaciones normales en su vida: le gusta el buen vino, pero al mismo tiempo es famoso por actuar borracho en la televisión y por sus accidentes con motocicleta. Le gusta comer, pero su peso fluctúa tanto que hasta él mismo afirma que ha perdido casi trescientos kilos en los diez últimos años.

La comida, la bouffe, es sagrada en Francia. El amor por la desmesura y las alegrías de mesa han convertido a Depardieu en un verdadero heredero de los grandes codiciosos de la historia literaria francesa: Rabelais, Dumas, Balzac. No es casualidad que él haya actuado en películas basadas en libros de estos dos últimos autores, y que alguna vez haya interpretado el papel de Vatel, el cocinero legendario de Luis XIV, que se suicidó con su espada porque no habían llegado a tiempo las ostras a la mesa real. La comida y el sexo, el alcohol y el drama son formas de Eros. Depardieu enciende otro Gitane y me observa. «¿Hay algo más? ¿Tienes lo que necesitas? Unos amigos me están esperando, debo ir hoy mismo a una inauguración en Arles. ¿Todo? ¡Magnífico! Entonces tomamos ahora también las fotografías. Pero primero quiero mostrarles la cocina y presentarles al cocinero. ¡Es un verdadero artista!». El director del hotel se materializa (hasta aquel momento parecía una sombra) y ahora todos nos dirigimos a la cocina. Los souschefs, que estaban preparando el almuerzo, dejan sus cuchillos y parecen un poco confundidos mientras un huracán agradable fulmina su cocina. Unos minutos después estamos fuera y dejamos el hotel. Me siento inmediatamente vacío, abandonado por un amigo. Las palabras de Michel Pilorgé vienen a mi cabeza: «Él es un monstruo, sobrepasa todos los límites. Un voleur d’âmes (ladrón de almas)». Luego dice: «No le llamaré más. Con sus relatos de negocios. No es más el Gérard que yo conocía. Hasta eliminé su número de teléfono celular de mi agenda. ¿Pero de qué sirve? Lo sé de memoria». En una de sus últimas películas, Quand j’étais chanteur [cuando era cantante], Depardieu juega el papel de un cantante popular que ha conocido mejores lugares y que ahora se dedica a presentarse en las discotecas y en los asilos de provincias. Entre la tómbola y la soledad del guardarropa, él canta viejos éxitos y responde con experiencia y sonrisa prometedora a las miradas lánguidas de las mujeres de edad mayor. La vida continúa, se separa de su mujer, pero sigue cantando. Esta película es una pesada parodia sobre su joven y ardiente ego. Con un guión mediocre y un montaje apurado, la cinta es sostenida por el carisma del protagonista y por la hermosa Cécile de France, de quien el personaje de Depardieu se enamora. Después de la entrevista, le pregunto al fotógrafo Richard Melloul si aquella película es una reflexión sobre la propia carrera de Depardieu. Él reacciona casi escandalizado: «¡No, seguro que no! Gérard es un gran actor y también la película es espléndida. ¡Debes ser un gran actor para actuar de esa forma! No puedes ver así a Gérard!». Su reacción me recuerda al público de la noche anterior en la lectura sobre Beethoven.


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Fidel Castro era una persona en público y otra muy distinta en privado, y que en privado Fidel podía ser un tipo incluso entrañable, ya que demás está también decir que los horrores que un hombre público comete se apoyan en decisiones casi siempre tomadas en privado, sobre todo cuando de un dictador se trata. Y de que Fidel Castro ha sido uno de los más longevos e irracionales y crueles sátrapas que en el mundo han sido, no nos quepa la menor duda, por más que ahora me oigan decir –o más bien escribir– que al lado de aquel tirano hoy viejo y en-

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fermo yo pasé largas temporadas de las que jamás me arrepentiré y de las que creo que he dado ya cumplida cuenta en Permiso Para vivir , primer volumen de mis antimemorias. Nuevamente con su permiso, pues, les cuento ahora que el Comandante era además de todo un hombre tan fino como sus largas manos y sus larguísimos dedos, capaz también de muy finos sentimientos, culto como el que más, esmera-

damente educado y poseedor de una memoria que sólo puedo calificar de prodigiosa. Y si usted le caía bien, pues tenía por lo menos el cielo de Cuba realmente asegurado. Y, con su perdón, paso ahora a contarles cómo le caí la mar de bien a Fidel Castro hace ya más de veinte años y cómo lo gocé hasta decir basta, que también lo dije, es verdad, aunque esto último no viene ahora al cuento. Al cuento viene más bien que una luminosa mañana caribeña, allá por el 86 del siglo pasado, zarpaba yo rumbo a muchos cayos cubanos en la maravillosa compañía de Felipe González, entonces Presidente de Gobierno de España, de Gabriel García Márquez, del pintor Guayasamín, del explorador, geógrafo e historiador Antonio Núñez Jiménez, ex lugarteniente del Che Guevara y hombre renacentista y más fino aún que Fidel cuando se ponía fino, y de Javier Solana, entonces Ministro de Cultura de España y hoy Alto Representante de la Unión Europea. En fin, no sé ya si agregar que aquella realmente era una pandilla de gran lujo o que de haberse producido un atentado fatal o un naufragio tipo Titanic, lo menos que podría decirse es que aquel desenlace fatal sí que habría constituido una gran pérdida para la humanidad, modestia aparte. Aunque por supuesto que también tendría toda la razón aquel furibundo anticastrista que, al leer estas líneas, dijera más bien que ese bendito naufragio le hubiera ahorrado casi un cuarto de siglo de grandes sufrimientos a la cubana humanidad. Que para todos los gustos hay. Pero volviendo a mi cuento, pues resulta ahora que yo en aquel viaje resulté encima de todo de gran beneficio para la humanidad, y valga la redundancia. Porque el poder visto de cerca y ya casi vivido, o por lo menos compartido, como que no me interesó para nada, salvo como novelista, claro está, y desde que levamos ancla poco menos que me empecé a tronchar de risa con tanto disparate como tuve que escuchar y presenciar, empezando nada menos que con el primer round de la pelea a mil rounds que iban a librar un sátrapa caribeño y un Jefe de Estado moderno y democrático. Por lo pronto, Fidel Castro quería todo el tiempo que Felipe González quedara pésimo ante la historia, y viceversa, una y otra vez, y tanto que al final yo tuve que intervenir para decirles que no me cabía en la cabeza que un Jefe de Estado invite a otro a su país para hacerlo quedar tan mal a cada rato y nada menos que ante la historia, además.



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A mí, por lo pronto, todo aquello me parecía de la peor educación, como me pareció también el colmo de la peor sobonería, pedantería y estupidez que el entonces comandante en Jefe tuviera en la bibliotequita del yatezote nada menos que mis obras completas, hasta entonces, claro está, y tan completas y hasta entonces que aquello le produjo sus celitos y resquemores al Gabo, paralelamente además a la insoportable insistencia con que el pintor Guayasamín se pasó aquellas jornadas de mucha pesca y esparcimiento tratando de venderle mercachiflemente cuadros a cuanto museo hubiese en España y Cuba, a través del más nauseabundo compadreo político. Y

precisamente por ahorrarle un gasto a su pueblo. Porque estos señores hablan así, sí: «Mi pueblo, tu pueblo». En fin, lo que le ocurrió a Felipe y que convirtió a Fidel en Gran Tratadista Político fue que, para no tenerse que gastar dinero del tesoro público, se fue de pesca en España en el viejo yate, El Azor, del dictador Franco. Y aquello causó un revuelo gigantesco con titulares en primera página de los diarios y todo. «Por tonto. De purito tonto», le dijo entonces Fidel a Felipe, sacando pecho político. «Eso te pasa de puritico tonto». Y agregó, gran estadista: «Lo que se hace en estos casos es venderle el yate viejo a un coleccionista multimillonario y yanqui, de esos yanquis imperialistas de mierda, porque a los yanquis siempre hay que darles duro, coño, y después el cincuenta por ciento de ese dinero te lo gastas en sanidad, educación y salud para tu pueblo, y el otro cincuenta

ahora me viene a la memoria que en ese superyate navegaba también el entonces Ministro de Cultura de Cuba, Armando Hart, quien, como bien le dijo el supersabio Núñez Jiménez, se encargaba tan sólo de su Ministerio, «mientras que los demás aquí presentes y navegantes realmente nos encargamos de la cultura». Les juro que hasta Fidel aplaudió esa ocurrencia, aunque claro que no por lo que uno pensaría, en primer lugar, o sea, por lo precisa y divertida de la misma, sino porque creía, cómo no, que también él se ocupaba de la cultura. La alta política de Fidel consistía por ejemplo en explicarle a Felipe González cómo un Jefe de Estado podía hacerse de semejante yate sin tener que ser acusado de corrupción por su pueblo, algo que le había ocurrido al pobre Felipe

por ciento te lo gastas en comprarte un yate como éste y sin que nadie se entere, eso sí...». –¿Y la prensa, Fidel? –Pues se suprime la libertad de prensa, so niño de pecho. ¿Habráse visto cosa igual, amigo Bryce? –Sinceramente no, mi Comandante en Jefe. –Llámeme Fidel, hermano Bryce, como toda la gente que viene a mí... La verdad, no había escuchado nada igual desde los Evangelios, pero algo se aprende siempre y ya yo había aprendido que a un dictador que te tiene en su yate hay que decirle sí aunque la respuesta sea un no rotundo, porque el peligro que uno corre de caer en desgracia siempre anda al acecho con los Fideles de este mundo y de ahí a que te caigan del yate por un descuido y a ser fácil presa de los tiburones, la verdad, hay tan solito un paso. Y yo no estaba dispuesto a darlo de ninguna manera, que quede bien claro. O sea que a Fidel le di gusto en todo siempre


e incluso me convertí en experto en interrumpir a anécdota y cuento limpio las conversaciones del sátrapa con Felipe González, cada vez que las cosas se le ponían mal al del Caribe, que era también cuando él se arrancaba con una larga serie de bostezos y culpaba de ello a las largas horas que se había pasado buceando y luego a sus interminables puros y al ron y al brandy y finamente a la democracia, que era lo que más sueño le producía de todo en este mundo. Pero aquellos deliciosos episodios de mi vida en aguas del Caribe no se acabaron cuando soltamos de nuevo el ancla, ya de regreso a La Habana de tantos cayos y lacayos como tenía el altísimo Fidel, grandote y fuerte como pocos, pero con unas piernas tan flacas y ralas como su rizada barba, y que al final de cuentas terminaban por darle ese aspecto de Don Quijote fuera de temporada, que nunca olvidaré. Y se rizaba aún más los pelos de la barba cuando las cosas no le estaban saliendo muy bien, en una discusión, por ejemplo, o cuando quería que uno le creyera el cuento de que algo le preocupaba realmente. Como la vez aquella en que la madre Teresa de Calcuta visitó Cuba, y Fidel, aterrado porque la monjita esa sí que era una buena ladilla política y hablaba además en nombre de todos los pobres de este mundo, o algo así, mandó llamar de refuerzo a García Márquez, pero García Márquez le respondió que estaba escribiendo la segunda parte de C ien años de soledad , lo cual habría equivalido más o menos a interrumpir a Cervantes, con grave riesgo de pasar a la historia como tremenda metedura de pata, por lo cual entonces sí que él personalmente me llamó a mí, que, ni tonto ni loco, por nada de este mundo me quise perder aquel combate entre dos gigantes de la pobreza en este valle de lágrimas. Pero la pelea del siglo terminó siendo una birria, pues dale que dale se estuvo Fidel con que la monjita era una marxista-leninista, ya que, igual que yo, madre, usted lucha por erradicar la miseria de este mundo, y la monjita dale que dale con que aquello lo hacía por amor a Dios y punto, Comandante, y qué revolución ni qué ocho

cuartos, y además que quede bien claro por favor que ni siquiera aspiro a la santidad. Vaya que era pesada la monja, pesada y más arrugada y vieja que una pasa y encima de todo con una cara de malas pulgas que pobres pobres los de este mundo. Finalmente, yo creí que el Comandante en Jefe le iba a soltar por lo menos unos cuantos presos políticos a la de Calcuta, como cada vez que venía algún Jefe de Estado o alguien así (la vez aquella del yate, recuerdo que, al despedirse, me dijo Felipe González: «Mil gracias por tus cuentos, Alfredo, porque también han colaborado a que el monstruo este me suelte a Gutiérrez Menoyo y a unos cuantos más, que bien enmazmorrados que me los tenía», pero ni siquiera un pobre preso le soltó Fidel a la monjita esa buenísima, sí, probablemente, pero vaya cara de perversa que tenía. Y ya cuando regresaba en la limusina del Comandante en Jefe, que en realidad eran como cincuenta limusinas que se pasaban unas a otras hasta que ya ni uno mismo sabía en qué limusina viajaba, sin duda para despistar al enemigo y evitar el magnicidio, Fidel, con los dedos esos larguísimos malditamente enroscados entre los rizados pelos de su barba a lo Jesucristo, me explicó la insólita trascendencia histórica de aquella visita: –¿Sabes qué, Alfredo? –Yo sólo sé que no sé nada, Comandante. –Pues aprende que es la primera vez en la vida que me visita una santa. –Éste es un día glorioso para la Revolución, Comandante. –No le quepa a usted la menor duda, compañero Alfredo. –De ninguna manera, mi Comandante. De ninguna manera. Ya sabe usted que la duda ofende y nada quisiera yo menos que darle un toque de mal gusto a esta vista del atardecer en el Caribe...


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a mañana en la que Hiram Bingham descubrió Machu Picchu, encontró a dos campesinos viviendo allí. Era 1911 y la monumental ciudadela de piedra estaba hundida bajo siglos de vegetación, aunque dejaba ver los perfiles de algunos muros de granito. Para los dos campesinos, aquel lugar no era más que su escenografía cotidiana, un espacio que ofrecía terrazas de piedra, construidas quizá por sus antepasados, y que ellos solían usar para cultivar maíz. Nada de otro mundo. Hiram Bingham, sin embargo, se dio cuenta de que debajo de toda esa maleza había una ciudad inca escondida. Lo poco que vio lo dejó hechizado. Por eso, el explorador pensó que debía regresar con una completa expedición científica a investigar aquella esquina remota del Cuzco. Así lo hizo. Entonces, Hiram Bingham no imaginaba que esa mañana de principios del siglo pasado empezaría una trama que duraría casi cien años sin ser resuelta. La causa: un tesoro de cinco mil piezas que fueron desenterradas en las posteriores excavaciones de Bingham y que salieron rumbo a los Estados Unidos en unas cajas que nunca regresaron al Perú. Lucy Salazar tiene ese tesoro en sus manos. Todos los días. Junto a su esposo, son los únicos arqueólogos del mundo que lo conocen bien y que lo investigan desde fines de los años ochenta. Hoy es un lunes de invierno en New Haven, Connecticut, aquel lugar lejano al que fueron a parar las piezas de Machu Picchu, y la arqueóloga Lucy Salazar aparece a los lejos, en Hillhouse Avenue, como una silueta que se va agrandando con cada paso. Aunque Salazar es quizá una de las investigadoras que más conoce acerca de Machu Picchu, en el Perú muy poca gente sabe sobre ella. Es peruana, tiene cerca de cincuenta años y dice que descubrió su interés por la arqueología cuando era niña, mientras caminaba con su padre por los arenales de Ancón –en la costa norte de Lima–, y solía encontrar fragmentos semienterrados de cerámica prehispánica, que a lo mejor aún yacen ahí. Esta mañana lleva un largo saco azul y una bufanda roja al cuello. A su alrededor, las filas de árboles lucen como esqueletos gigantes y grises por el frío del norte de los Estados Unidos. Lucy Salazar es menuda, de cabe-

llera ondulada y oscura, y tiene unos ojos rasgados que, cuando está en silencio, le confieren cierto aire meditativo. Ahora abre la puerta de una de las casas que, a lo largo de Hillhouse Avenue, reúnen varios despachos de los profesores de la Universidad de Yale, motor intelectual y emblema de New Haven. Afuera han quedado los pocos alumnos que a inicios de enero caminan por la ciudad universitaria. Yale también es la universidad en la que estudió Hiram Bingham, personaje clave de esta historia por ser el hombre que se hizo famoso al dar a conocer Machu Picchu al mundo, a través de una serie de artículos y fotografías que publicó en la revista NatioNal GeoGraphic a partir de 1913. Yale es la misma universidad que financió las primeras investigaciones de su ex alumno y joven catedrático en la ciudadela de los incas, en el corazón de los Andes del Perú, a unos seis mil kilómetros de aquí. Yale es también el lugar donde están aquellas piezas del legado de los incas que el Estado peruano ha reclamado por años, como se reclama una herencia que te pertenece. Lucy Salazar es la curadora oficial de la Colección Machu Picchu del Peabody Museum of Natural History de la universidad. En el número 51 de Hillhouse Avenue queda la oficina de Richard Burger. Dentro de la casa se siente de golpe el efecto de la calefacción. En su despacho, él aparece sentado tras un escritorio. Es un tipo robusto y amigable, de bigote cano sobre una sonrisa permanente, con un español casi perfecto pero que, al hablarlo, mantiene algo del acento de un turista. En los años setenta, cuando todavía era un joven novato en arqueología, Burger regresó al Perú, que había conocido de niño con sus padres cuando fueron de turismo. El joven Burger tenía interés en estudiar la cultura Chavín, que dominó el norte de Lima dos mil años antes de los incas. Allí, entre excavaciones y muros prehispánicos, conoció a la estudiante Lucy Salazar, con quien años después se casaría. Richard Burger es la máxima autoridad en arqueología americana de la Universidad de Yale. Cuenta que ha estado haciendo experimentos con las piezas de Machu Picchu en el laboratorio que tiene debajo de su oficina. Son análisis en los que está aplicando, dice, tecnologías que antes eran impensables en el trabajo de un arqueólogo. Entre las piezas que abandonaron el Perú y que Yale conserva en su colección privada, hay huesos humanos que ahora pueden explicar, dice Burger, cómo era la vida cotidiana de los habitantes de la enorme ciudadela de piedra. En la oficina de Richard Burger, lo primero que salta a la vista son los fragmentos del Perú. Detrás de un escritorio lleno de papeles hay un colorido retablo de la sierra del sur, una campana de bronce y varios demonios andinos aprisionados en un marco negro de madera. Burger se acomoda en su asiento y cuenta con detalle que con las nuevas tecnologías se puede analizar con mayor pre-


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cisión los isótopos de carbono que se encuentran en los huesos hallados por Bingham en las tumbas de Machu Picchu. Los isótopos son como átomos, pedazos minúsculos de materia que atesoran mucha información. Estos han guardado por años una historia que recién se puede leer. –Ahora uno tiene la capacidad de ubicar o reconstruir la vida individual de cada persona, mirando los isótopos –dice Burger. Como los diferentes huesos y dientes se forman en distintos momentos de la vida de las personas, Burger explica que, gracias a eso, se puede saber cuándo un individuo estuvo en Machu Picchu. En las raíces de sus dientes queda grabado el rastro de que tomó agua de esa zona, porque el agua tiene partículas del suelo del que proviene. Tras estudiar las piezas de Yale, Lucy Salazar cree que en Machu Picchu vivía gente que había llegado hasta allí porque eran extraordinarios en su oficio. Cree que la nobleza inca había reunido en esa ciudadela a los más distinguidos orfebres, ceramistas y tejedores, llevados hasta allí desde distintos rincones del imperio. La idea de Machu Picchu, convertido en un sofisticado taller de objetos para que la realeza inca dispusiera de ellos, es una imagen alucinante. –Se puede saber también de dónde vino cada uno por el tipo de entierro que se les hizo –explica Salazar, y anuncia así su futura erudición sobre el tema. Los últimos secretos sobre Machu Picchu se están revelando en esos restos óseos y esas piezas extraídas de la ciudadela de piedra. ¿Pero qué hacen esas piezas fuera del Perú? ¿Por qué no son aún devueltas? ¿Qué tiene que ver una de las universidades más prestigiosas del mundo en la historia de

un país que ha elevado a los incas como uno de sus grandes símbolos patrios? ¿Qué sostienen los que desde el Perú piden el inmediato retorno de lo que consideran un tesoro? ¿Se conservarían y estudiarían mejor las piezas en Yale que en su lugar de origen? ¿Tienen razón quienes en el Perú repudian esa idea? ¿Acaso Bingham sacó las piezas ilegalmente del Cuzco? ¿Cuánto saben ahora los peruanos acerca de Machu Picchu y cuánto saben los arqueólogos de Yale? ¿Hay un villano en esta historia?

Después de descubrir Machu Picchu el explorador estadounidense regresó a su país convencido de que debía volver al Perú con un equipo científico completo. A los pocos meses, decidió montar una expedición y consiguió el auspicio de la Universidad de Yale y de la National Geographic Society. Kodak, además, le dio a Bingham los más modernos equipos fotográficos de la época. Era 1912 cuando el explorador zarpó con su decena de expertos desde el puerto de Nueva York rumbo a Machu Picchu. Entonces gobernaba el Perú Augusto B. Leguía, quien había invitado al estadounidense Albert Giesecke a asumir el rectorado de la Universidad del Cuzco dos años antes. Giesecke era amigo de Bingham; su cercanía al presidente Leguía, un admirador del progreso de los Estados Unidos, probablemente influyera en que el gobierno siguiente terminara por aprobar, en octubre de 1912, una resolución que sería el inicio del conflicto. La resolución autorizaba a Bingham a continuar las excavaciones en busca de objetos arqueológicos y también le daba permiso para que se los llevara a su país, previo inventario, y para que hiciera allí los «estudios científicos, por excepción y por esta única vez». El documento era tajante: el permiso para excavar terminaba el primero de diciembre de ese año de 1912. Finalmente, el gobierno del Perú se reservaba «el derecho de exigir de la Universidad de Yale la devolución de los objetos». Era una época en la que las leyes sobre el patrimonio cultural eran elementales y hasta contradictorias, y Machu Picchu seguía cubierto por árboles y musgo. El camino


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para la expedición estaba trazado y sólo había que recorrerlo con libertad y excavar sin problemas. Bingham lo hizo. Tres años más tarde, en 1915, llegó al Cuzco la segunda expedición científica de la Universidad de Yale, presidida por Bingham. Machu Picchu debía descubrirse al mundo. Continuaron las excavaciones. Al año siguiente, otra resolución del Gobierno autorizó al bien contactado Bingham a exportar a los Estados Unidos setenta y cuatro cajones con las piezas que había hallado en sus excavaciones. Decía que la Universidad de Yale y la National Geographic Society quedaban «obligadas a devolver en el plazo de diez y ocho meses [...] los objetos cuya exportación se permite». Pero la historia del mundo no se detenía por nimiedades y llegó la Primera Guerra Mundial. Bingham, quizá en parte abrumado porque en el Perú crecía la oposición a sus exploraciones, decidió enrolarse en la Fuerza Aérea de los Estados Unidos y abandonó la arqueología de los Andes. No regresó al Perú hasta 1948, cuando lo invitaron a inaugurar una carretera en el Cuzco que aún lleva su nombre. En medio de la guerra, el gobierno peruano intentó por primera vez recuperar las piezas de Machu Picchu, pero Bingham estaba en el frente de batalla y Yale logró una extensión del plazo. Recién en 1921, diez años después de los primeros hallazgos del explorador, la Universidad de Yale envió de vuelta cuarenta y siete cajones de restos humanos provenientes de las excavaciones de Bingham en el Cuzco. Las matemáticas son exactas y en ese envío faltaban piezas. No eran pocas. Los esporádicos intentos del Estado peruano por recuperarlas se fueron apagando con el tiempo. Yale se defendió argumentando que no existían en el Perú las condiciones propicias para albergar la colección y que, en todo caso, todas las piezas y artefactos que le pertenecían al país ya habían sido devueltos en aquellas cajas. Decían además que el resto era parte de su colección por tratarse de objetos que Hiram Bingham le había comprado a un rico hacendado cuzqueño llamado Tomás Alvistur. Era una época en la que resultaba sencillo vender o comprar ese tipo de colecciones privadas. Para muchos,

lo que ahora llamamos «patrimonio» entonces era sólo una «antigüedad», un curioso adorno, una mercancía. El reclamo peruano se congeló por décadas, y Lucy Salazar y Richard Burger están dispuestos a contar lo que esas piezas, que han permanecido en Yale durante años, le pueden decir ahora al mundo.

Así como los científicos forenses se han convertido en detectives futuristas, arqueólogos como Burger y Salazar, usando la nueva tecnología disponible, descubren novedades en lo que antes sólo había objetos de museo. El conocimiento sobre Machu Picchu avanza al ritmo en que avanza la tecnología. Un nuevo descubrimiento hoy quizá termine siendo una hipótesis descartada mañana. –En un año nadie sabe qué nuevas técnicas habrá –dice Salazar. –La gente nos dice para qué quieres quedarte con las colecciones, si ya las has estudiado –añade Burger–. Hace diez años no hubiera podido decir que el estudio de isótopos sería posible. Es inevitable preguntarse si las piezas que ahora tiene Yale, de volver al Cuzco, incluso en las mejores condiciones posibles, les servirían realmente a los peruanos para conocer su propio pasado. ¿Qué se quiere, finalmente, descubrir el pasado o admirar una pieza? ¿Conocer o atesorar? ¿Es mejor saber quiénes vivían en Machu Picchu o soñar con que, con esas piezas de vuelta, más turistas podrían fotografiar lindos objetos? ¿Quién sabe con exactitud dónde se exhiben los demás tesoros que, en estos noventa o cien años de investigación, después de Bingham, los arqueólogos peruanos han recuperado de Machu Picchu? ¿Cuánto saben los peruanos sobre esa ciudadela de piedra? ¿Qué era Machu Picchu? ¿Un lugar de retiro y de distracción para el inca? ¿Una fortaleza militar? ¿Un gran centro espiritual? ¿Un monumento construido por extraterrestres? Una de las siete maravillas del mundo. Aplausos. ¿Qué era realmente Machu Picchu? ¿Qué es? Yale dice lo siguiente. Entérate. Machu Picchu fue creado por el hombre de los Andes, en una meseta artificial que aparece imponente entre cerros perpendiculares de granito: noventa grados de abismo. Cientos de hombres construyeron Machu Picchu moviendo toneladas de tierra y piedras hasta doblegar la cima y formar terrazas, plataformas y muros de contención con los cuales erigieron las enormes estructuras que hoy sorprenden al mundo. La meseta principal sobre la que se asienta Machu Picchu fue rellenada –ahora se sabe– con distintas capas de tierra colocadas a mano y aprisionadas entre muros invisibles desde la superficie.



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Recién en 1921 la Universidad de Yale envió de vuelta al Perú cuarenta y siete cajones de restos humanos provenientes de las excavaciones en Machu Picchu. Las matemáticas son exactas y en ese envío faltaban piezas. No eran pocas. Yale se defendió argumentando que el resto era parte de su colección por tratarse de objetos que Hiram Bingham, descubridor de la ciudadela inca, le había comprado a un rico hacendado del Cuzco

Tres metros de profundidad artificial. Esta técnica permite entender por qué Machu Picchu se mantiene intacto a pesar de la lluvia, los terremotos, sus pesados edificios y el millón de turistas que camina por encima cada año. Entre estas capas artificiales, se encontró la única pieza de oro en todo Machu Picchu. Nunca más se encontró otra. Se trata de un brazalete que es probable que el inca se haya quitado de la muñeca, para arrojarlo como ofrenda, al iniciarse la construcción de aquella gran terraza. Machu Picchu pudo haber sido una suerte de babel incaico, donde se hablaba varias lenguas: el aimara del altiplano, el moche de los valles costeros y los distintos dialectos del quechua de los Andes. La composición química de los huesos, la variedad en la deformación de los cráneos, las distintas ofrendas y modos de vestir y las tumbas en que fueron hallados los restos humanos revelan cuán diferentes eran los habitantes de Machu Picchu. Se sabe que quienes vivieron (y murieron) en Machu Picchu –no más de setecientas personas, entre agricultores, sirvientes, orfebres y artesanos– gozaron en general de buena salud. Aunque algunos murieron de sífilis. Sus huesos no dejaron rastros de fracturas ni de esas deformaciones comunes entre quienes están obligados al trabajo físico duro o tienen como oficio la guerra. También dejaron huella de su estatura. En Machu Picchu casi nadie llegaba al metro setenta. La proporción de hombres y mujeres era muy similar (diez mujeres por cada siete hombres) y, por eso, la teoría de que habría sido el refugio de las mujeres escogidas por el inca no funciona. Quienes construyeron Machu Picchu no fueron necesariamente quienes lo habitaron. Al parecer, la familia real solía pasar en Machu Picchu distintas épocas del año, en especial

cuando disminuían las lluvias, para cumplir una apretada agenda ritual y luego regresar al Cuzco. La presencia esporádica de la familia inca explica por qué las tumbas albergan a personajes que no pertenecían a la élite (y, de paso, por qué no se encontró en ellas ni oro ni plata). La familia real y la nobleza eran las únicas que podían llevar consigo metales preciosos y, por lo visto, no los dejaban en Machu Picchu. Gracias al estudio químico de los dientes de los cuerpos hallados en Machu Picchu y al análisis del polen encontrado en las terrazas de la ciudadela, se sabe que la dieta básica de los habitantes de Machu Picchu se basaba en el maíz. Sobre todo lo bebían. Los dientes cuentan esa historia. Beber chicha debió ser tan rutinario que los habitantes del imperio tenían muchas palabras para nombrar los diferentes niveles de ebriedad de una persona. Tener caries era común: consumían bastante dulce en forma de maíz líquido. También se alimentaban con papa y quinua. Cuando comían carne, ésta provenía de sus rebaños de llamas y alpacas que debieron pastar en las punas ubicadas a un día o dos de camino. En Machu Picchu algunos habitantes tuvieron mascotas. Allí vivieron y murieron al menos seis perros. Fueron hallados en algunas tumbas, depositados en ellas como compañía para la otra vida. Los habitantes y sus líderes no dibujaron planos de sus construcciones, pero supieron hacer maquetas precisas. Prescindieron de la escritura alfabética, pero los quipus, aquellos sistemas de cuerdas con nudos, sin duda fueron un modo de registrar información compleja. Basaron sus conocimientos en la tradición oral. Etcétera. ¿Qué tanto de esto puede contarte un guía de turismo en Machu Picchu? Casi nada. Quizá no porque no lo sepa, sino porque a lo mejor no es lo que ellos imaginan que quiere escuchar un turista distraído. Por eso, han creado con los años todo un repertorio de la confusión. Machu Picchu se ha vuelto un souvenir inerte, una escenografía para la fotopostal, que ha opacado a su propia explicación. El símbolo ha terminado por aplastar cualquier curiosidad por su historia real. Por eso, cuando el tour por Machu Picchu termina, las preguntas siguen siendo más que las respuestas: la



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ignorancia –voluntaria o no– ha fomentado un astuto marketing del misterio. –Una vez, todo inocente, dije yo les voy a ayudar. Soy arqueólogo, he estudiado sobre Machu Picchu, hablo español. Así que les dicté un curso a los guías de turismo del Cuzco –cuenta Richard Burger. Al final del taller los guías quedaron muy agradecidos. –Para mi sorpresa, cuando los oí hablar, seguían diciendo sus mismas historias inventadas, sólo que ahora añadían, «como dice el profesor Burger de la Universidad de Yale». Machu Picchu fue el centro religioso y administrativo de una de las provincias del imperio. Machu Picchu fue el último refugio de los incas. Machu Picchu fue un santuario para las vírgenes del Sol, el harén del inca Pachacútec. Machu Picchu fue una fortaleza que tenía paredes cubiertas de oro. Machu Picchu es el nuevo centro energético de la Tierra, obra de gigantes o seres que vinieron de otros mundos. Es la capital arqueológica de América, sí: el verdadero ombligo del mundo. Igual, lo que hoy dice una dentadura, puede ser distinto de lo que diga mañana. La verdadera historia, bajo el microscopio de la siempre nueva y cambiante tecnología, se está contando de nuevo todo el tiempo.

A finales del 2005, el arqueólogo y director del Instituto Nacional de Cultura del Perú (INC), Luis Guillermo Lumbreras, anunció que el Estado iniciaría un juicio contra la Universidad de Yale para recuperar las piezas de Machu Picchu. Había pasado varios meses reuniendo argumentos legales para defender la posición peruana. Unos meses después, el entonces presidente del Perú Alejandro Toledo se reunió en la Casa Blanca con George W. Bush, ex

alumno de Yale. Sentados alrededor de una mesa, comían algo mientras conversaban. Entonces Toledo le pidió apoyo al presidente de los Estados Unidos para que su gobierno pudiera recuperar las piezas. Tres días después de aquella reunión, la primera dama del Perú, Eliane Karp, declaró a la prensa internacional: «No habrá más colonialismo en el siglo XXI. La piezas son nuestras». Karp, ciudadana belga de ascendencia judía, esposa de Toledo, asumía como suyo el reclamo de un país. Su denuncia desató la indignación de los peruanos, quienes de pronto se dieron cuenta de que se les había robado un tesoro que les pertenecía. En Cuzco, las declaraciones de los líderes políticos se volvieron radicales. El alcalde del pueblo de Machu Picchu convocó a una marcha desde el barrio de Aguas Calientes, en las laderas de la montaña que abriga la ciudadela, hasta la misma ciudad del Cuzco. Tres mil personas lo siguieron y la movilización fue cubierta por toda la prensa del país. Yale, devuélvenos las piezas. Hubo gritos, manos alzadas, agitación. El gobierno de Toledo estaba por terminar y no se había logrado ningún avance en la recuperación de las piezas. Doce días antes de que Toledo dejara de ser presidente, como un último intento de recuperación antes de dejar el poder, se promulgó la Ley de Repatriación y se declaró como un asunto de interés nacional. Era el modo más obvio de declararle la guerra a Yale. Una guerra mediática y legal. Tuvieron que pasar varios meses antes de que el nuevo gobierno del Perú, presidido por Alan García, decidiera optar por un camino menos beligerante. Sus detractores señalaron que la salida era tibia y hasta cobarde. Se trataba del honor nacional, dijo el famoso arqueólogo Walter Alva, descubridor científico de la tumba del Señor de Sipán, otro antiguo tesoro del Perú. Alva era de los que creían que el nuevo gobierno no debía retroceder un paso hasta tener las piezas de vuelta. La investigadora Mariana Mould de Pease, autora de varios libros y artículos sobre Machu Picchu, coordinó la difusión de una carta abierta al presidente García que firmaron algunos miembros de la comunidad científica en el Perú y el extranjero. La carta le pedía que no negociara con Yale lo que era del país y criticaba «una actitud arrogante y prejuiciosa por parte de Yale, de denegar al Perú su derecho legal y moral de decidir con soberanía, sin condiciones ni tutela, en cuanto al futuro de la colección completa». Sin embargo, el presidente había designado ya a uno de los hombres en los que más confiaba dentro de su partido político.



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Hay un Memorándum de Entendimiento entre el Estado peruano y Yale. Éste indica que la universidad reconoce la propiedad del Perú sobre las piezas de Machu Picchu, pero el Gobierno debe comprometerse a construir un museo en el Cuzco que cobije la colección. También dice que Yale decidirá qué piezas son aptas para ser exhibidas al público. No serían

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más de trescientas cincuenta Era el entonces ministro de Vivienda y ex alumno de Harvard, Hernán Garrido-Lecca. Él retomaría el diálogo casi perdido en los últimos tiempos con la Universidad de Yale. La vieja polémica existió desde el mismo descubrimiento de Machu Picchu. A partir de 1912, los rumores apuntaban a que los científicos de la expedición estadounidense estaban robando «tesoros» (artefactos de oro y plata) y sacándolos ilegalmente a través de Bolivia. La oposición a Bingham y a su proyecto científico halló terreno fértil entre los intelectuales, políticos y periodistas del Cuzco, quienes defendieron la «posesión» peruana de las piezas contra lo que veían como un saqueo imperialista. Presionaron al Gobierno para convencerlo de que las «ruinas» y sus restos eran una herencia nacional. Pero aun más importante para la oposición fue el argumento de que Bingham estaba monopolizando el acceso a las evidencias y, por tanto, el conocimiento sobre Machu Picchu. De ese modo, decían los opositores, los científicos locales quedaban privados de poder estudiar sus piezas. Pero, entonces, ¿quién debía conservar la propiedad de aquellos tesoros? ¿El científico extranjero, debido a su preparación y recursos, o el científico local, quien además busca preservar una identidad con esos objetos? Al equipo de Bingham le tomó largos meses y miles de dólares desenterrar Machu Picchu de la vegetación de cuatro siglos con la que estuvo cubierta. Sin él, quizá la ciudadela de piedra habría permanecido escondida otro siglo. Gracias a él, las piezas que allí se encontraron y que salieron del Perú, se han mantenido lejanas e inciertas fuera del mundo de Yale. Como un hallazgo que se hubiera extraviado de nuevo.

Barbara Shailor es una distinguida mujer rubia de unos cincuenta años, responsable de las colecciones que los museos y bibliotecas de Yale tienen bajo su custodia. Es la mano derecha del vicepresidente de la universidad. En un amplio salón que parece de directorio, con cómodas butacas de cuero, explica con tono oficial el interés de la universidad por mantener con los gobiernos de otros países relaciones cordiales y de cooperación. La arqueóloga Lucy Salazar está sentada frente a ella. Shailor elogia su trabajo y dice que, si no fuera por el empeño de esta científica, se sabría mucho menos acerca de Machu Picchu. Luego, habla de las grandes colecciones que tienen en el campus –no sólo provenientes del Perú– y de cómo muchas de ellas son donaciones de ex alumnos notables. Al lado de las colecciones de arte chino, de papiros egipcios y de manuscritos medievales, es más simple entender cómo las piezas de Machu Picchu significan, para un gigante como Yale, una porción diminuta en su catálogo universal de unos doce millones de objetos. No porque las piezas de los incas tengan un valor inferior, sino porque desde el Cuzco es inimaginable que una universidad estadounidense pueda ser propietaria de reliquias únicas. Pero Barbara Shailor, que tiene unos modales suaves y diplomáticos, habla del futuro y de los planes de trabajar en conjunto con el gobierno del Perú. Dice que el ministro Hernán Garrido-Lecca, quien estuvo en setiembre del 2007 conversando con ella y otros importantes funcionarios como delegado del Perú, le pareció un ejecutivo muy afable y, sobre todo, interesado en encontrar soluciones inmediatas en la cooperación mutua. Aunque es un documento aún reservado entre el Estado y la universidad, el «Memorándum de Entendimiento» indica que Yale reconoce la propiedad del Estado peruano sobre las piezas. En el documento, el gobierno se compromete a construir un museo y un centro de investigación en el Cuzco para cobijar la colección, bajo la asesoría de Yale. También se dice que los especialistas de la universidad decidirán qué piezas son aptas para ser exhibidas al público –las llamadas «piezas con calidad de museo»– y cuáles deberán



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seguir en manos de los investigadores de la universidad, quienes continuarán con sus estudios. Según este acuerdo preliminar, hasta la apertura del futuro museo en el Cuzco, Yale tendrá el derecho de uso sobre todas las piezas. Si el museo y centro de investigación no llegaran a abrir sus puertas, sin embargo, la universidad podría mantener ese derecho por un periodo máximo de noventa y nueve años. –Nos tomamos muy en serio la colección de Machu Picchu –dice Shailor–, es muy importante para la formación de nuestros alumnos. La arqueóloga Lucy Salazar interviene y recuerda una fecha clave. –El 2011 es el centenario del descubrimiento de Machu Picchu y tenemos que trabajar juntos, Yale y el Estado peruano, para preparar la celebración. Afuera, en New Haven, empieza a asomar un sol de invierno que enceguece. Barbara Shailor dice que su institución le ha propuesto al ministro Garrido-Lecca crear un museo en Cuzco. Un museo para recibir las trescientas cincuenta piezas que Yale se ha comprometido a devolverle al gobierno del Perú tan pronto como se firme el acuerdo final. Las otras cuatro mil piezas, que no tienen la prestancia suficiente para exponerse en un museo y que son más útiles como objetos de investigación científica, serían devueltas al Perú por partes y durante los siguientes años. Mientras Shailor habla y mueve las manos con suavidad, se ve pasar a un par de alumnos a través de las ventanas detrás de ella. No hay casi nadie en estos días previos al inicio de clases. Todos se han ido a pasar Navidad y Año Nuevo a sus países o ciudades. New Haven, cuando Yale entra de vacaciones, luce como un pueblo deshabitado. No se oye ni el sonido de los autos. Sólo el campanario de una iglesia universitaria cercana. Barbara Shailor se levanta y abre la puerta con amabilidad. Agradece la visita desde tan lejos (semanas después nos enviaría una carta oficial reiterando su gratitud), y extiende una mano. Antes de despedirse, dice que sabe poco sobre Lima, pero ha oído que es una ciudad cosmopolita. De Machu Picchu sabe más. Aunque nunca haya estado allí.

Lucy Salazar apura el paso hacia el Peabody Museum, donde aún hay una parte de aquella muestra sobre Machu Picchu que, en enero del 2003, salió de gira por varias ciudades de los Estados Unidos y que ahora inspira algunos de los contenidos del Memorándum de Entendimiento. La exhibición, titulada Machu Picchu: develando el Misterio de los incas, montada y coordinada por ella y por su esposo con las piezas de Yale, sirvió, dice, para que un millón de personas pudiera imaginar cómo era la ciudadela inca. Además de los artefactos, se expusieron maquetas de gran tamaño con diferentes vistas de Machu Picchu; hubo pantallas donde se pasaba un documental filmado para la ocasión; se instalaron computadoras para que los niños pudieran interactuar con un software sobre la muestra. En Chicago y Los Ángeles, se formaron filas con miles de personas. En los puntos más modestos del tour, el número de visitantes de la exhibición superó al de la población oficial del lugar. Cientos de personas viajaban especialmente a conocer al Machu Picchu de miniatura. Para hacer más atractiva la muestra, Salazar y Burger se prestaron, de museos amigos de los Estados Unidos, otras piezas incaicas: ceramios, textiles, objetos de oro que no eran de Machu Picchu. Fue impresionante, cuentan. La pareja está convencida de que la exhibición despertó aun más el interés entre los potenciales turistas por viajar al país de los incas. El Peabody Museum está cerrado pero la arqueóloga entra como si fuera su casa. De la muestra original sobre Machu Picchu ahora sólo quedan dos salas, advierte. A primera vista, uno de esos salones parece una cueva oscura y misteriosa. Pero tiene una luz muy tenue y un detector de movimiento que, en este instante, reconoce a los visitantes, haciendo caer una luz cenital sobre un Machu Picchu de juguete. De inmediato, se activa la proyección de un documental en un plasma colgado en la pared. Allí aparecen Salazar y Burger explicando, en inglés, qué era Machu Picchu y quiénes vivían allí. Conforme develan los misterios de ese lugar, en la maqueta se van encendiendo y apagando unas luces que indican las distintas zonas del complejo. Todo está sincronizado y parece un calculado ritual de bienvenida. En el segundo salón del Peabody Museum esperan esas piezas que, desde el Perú, se imaginan como grandes tesoros que Hiram Bingham se llevó a Yale. En un espacio de menos de diez metros cuadrados están los ceramios más importantes de esta colección universitaria. Son hermosas vasijas y algunos platos y herramientas, pero resultan algo decepcionantes si uno pensaba encontrar aquí un tesoro de piezas sin comparación, cosas como un enorme pectoral de spondylus o un par de orejeras de oro y turquesa al estilo chimú o un coloreado ceramio nazca de refinadas formas animales, o hasta un aris-


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¿Qué tanto de Machu Picchu puede contarte un guía de turismo local? No mucho. Han creado con los años todo un repertorio de la confusión. Machu Picchu fue un centro religioso. Machu Picchu fue el último refugio de los incas. Machu Picchu fue un santuario para el harén del inca. Machu Picchu fue una fortaleza con paredes de oro. Machu Picchu es el nuevo centro energético de la Tierra, obra de gigantes o seres que vinieron de otros mundos

tocrático manto inca de grandes dimensiones. Se podría decir que las piezas de Yale, por más bellas y bien reconstruidas que estén, no son distintas de las que cualquier peruano ha visto infinidad de veces en la vitrina de un museo cuando iba de visita con la escuela. Esos tesoros que la prensa del Perú ha sobredimensionado con tanto entusiasmo ahora se ven algo modestos, pese a la iluminación puntual y a la museografía bien construida que los rodea. De hecho, lo más llamativo es la maqueta de luces intermitentes y las fotografías en blanco y negro que cuelgan de las paredes y que Bingham tomó durante sus excavaciones. Horas antes, Salazar y Burger habían explicado algo que ahora es más fácil de comprender. Habían dicho que de las cinco mil piezas de la colección sólo trescientas cincuenta son dignas de la vitrina de un museo. Las demás piezas, dijeron, son trozos de vasijas; muchas veces, la misma vasija partida en cuarenta partes. O más. Al catalogar los objetos, cada uno se había contabilizado como una pieza autónoma. La colección de Yale no es entonces lo que uno imagina, y quienes piden la repatriación podrían estar confundiendo cinco mil piezas completas por sólo trescientos cincuenta piezas de calidad variable y muchos fragmentos. No es que el reclamo de que vuelvan todas las piezas no pueda resultar válido, justo o razonable. Aunque quizá se esté confundiendo el derecho legal o ético de que sean devueltas con el magnífico tesoro que aquí no está por ningún lado. Lucy Salazar apaga las luces del diminuto Machu Picchu del Peabody Museum, ombligo de Yale. Una vez afuera, con la luz del día a minutos de desaparecer, la arqueóloga ofrece algo inesperado. Se ha animado a mostrar su laboratorio, al otro lado de la calle.

Es el mismo laboratorio en el que se guardan las cinco mil piezas de la discordia; el espacio que cualquier arqueólogo desearía espiar aunque fuera cinco minutos y en el que ella, tan peruana como los que piden la inmediata devolución del tesoro, ha pasado dos décadas hallando nueva información acerca de la ciudadela y tratando de dar un sentido a la colección. Sobre la mesa del laboratorio, ubicado en el edificio de la División de Antropología del Peabody, hay cientos de piezas en proceso de ser estudiadas (una pieza, ya se sabe, bien puede ser sólo un fragmento). No todas provienen de Machu Picchu. Unos armarios blancos metálicos con docenas de cajones numerados, que a su vez contienen pequeños compartimentos de distintos tamaños, cubren dos de las cuatro paredes de la habitación. En cada uno de esos compartimentos se guardan, codificadas, una o más piezas. Lucy Salazar pasea alrededor de la gran mesa de trabajo que hay en el centro de la habitación, donde, dice, están concentrados un puñado de estudiantes de arqueología que colaboran en las investigaciones. Hace un breve tour por el lugar y aprovecha para abrir dos de los armarios y mostrar las piezas. Trozos de arcilla, orejas de jarros, fragmentos de platos y vasijas, un rompecabezas casi imposible de armar porque los fragmentos fueron enumerados independientemente. Al final, cinco mil piezas que caben en las paredes de una habitación no más grande que un garaje para tres o cuatro automóviles. Ése es el tesoro con el que todo un país ha fantaseado por años. Ahora la arqueóloga sólo espera que el acuerdo preliminar con el Estado peruano se resuelva. Dice que se imagina trabajando en colaboración con la Universidad de Yale y el Perú y que anhela que la exhibición de Machu Picchu pueda viajar por Europa –hay varios países en el mundo que la han pedido–, y que con el dinero recaudado se pueda construir el Museo Machu Picchu en el Cuzco. Un museo que pueda albergar el montaje completo de la exhibición preparada por Richard Burger y ella. El 2011 se cumplen cien años de la llegada de Hiram Bingham a la ciudadela. Algunos querrán celebrar con diplomáticos apretones de manos. Otros buscarán motivos para reanudar la discordia.


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es la esposa del catador de café. No lo es la anónima ejecutiva de Starbucks que, desde un rascacielos de Seattle, puede vigilar el imperio para el que trabaja; tampoco la mesera que hace buenas propinas al servir tazas humeantes en Ámsterdam, mucho menos la campesina bien remunerada que ha cosechado los granos más rojos en las montañas de Colombia. No. La más feliz de todas ellas –y hay que imaginar a decenas de millones en ese negocio planetario– es la esposa del hombre cuyo oficio consiste en saborear el café recién tostado para apro-

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barlo o desaprobarlo: el catador. Hoy es una tarde cubierta de nubes plomizas en Chinchiná, un pueblo de los Andes centrales de Colombia, donde los sembríos y las plantas procesadoras fomentan un inquieto tráfico de camiones con aroma de café. Las malas noticias desde el resto del país (el ejército persiguiendo terroristas en la selva) son lejanos sinsabores en esta zona que parece un

país distinto, más tranquilo que esa otra Colombia de aquellas noticias. Si eres un turista, periodista o forastero, la gente de Chinchiná y de otros pueblos cafeteros de Colombia se afanará en convencerte de que acá ya no hay asesinatos ni rastros de los cárteles de las drogas, que ésta es la zona más tranquila de su país, el lugar que los colombianos eligen cuando quieren hacer turismo. Y para probarlo, podrían llevarte a conocer esas mansiones de narcotraficantes que fueron rehabilitadas de su pasado (década de 1990: treinta mil asesinatos cada año) y que ahora prestan su sano servicio a la comunidad como hoteles y casas de retiro. También podrían llevarte a recorrer esas calles donde los hippies-vendedores-de-baratijas empiezan a llegar (aburridos de Machu Picchu y de Río de Janeiro) como si olfatearan la pronta llegada de turistas, sus clientes. Y es seguro que querrán llevarte a esas haciendas cafeteras y a las plantas procesadoras de café de su ciudad, porque Colombia no sólo es guerrilla, te dirán –repitiendo ese discurso optimista de quien sueña con dinero y bienestar en su porvenir–, sino que es el exportador del café más delicioso del planeta, esa bebida descubierta hace mil años por los árabes y que, desde entonces, el mundo bebe seducido por su sabor y sus poderes medicinales y energizantes (Balzac + 70 tazas de café al día = más de 80 novelas escritas). Entonces, si eres un turista o un viajero o un lo-que-sea adicto a esa bebida, es posible que un día, sin saber bien cómo, llegues con la peregrina ilusión de recorrer la planta procesadora de café donde trabaja el ingeniero Fabio Chacón, el jefe de control de calidad de esa empresa, quien esta tarde de diciembre acaba de verificar un lote de café que partirá al Japón y quien ahora descansa (el ingeniero Chacón, está claro) bebiendo de una taza humeante mientras se apresta a explicar la relación entre su oficio de catador y la felicidad de su esposa. Las paredes blancas de su oficina-laboratorio están repletas de estantes cargados de muestras. Una cafetera eléctrica sopla incesantes nubes de perfume negro. Un hombre de unos setenta años revisa los granos de café con una lupa y dicta sus hallazgos a una muchacha que los anota en un cuaderno lleno de cifras. Se trata de un ambiente algo insípido y desapasionado para un oficio por el que mataría cualquier adicto al café: es posible que en ningún otro lugar del mundo se pruebe un producto tan puro como en el laboratorio de una planta procesadora. Una vez que la carga sale de allí, explica Chacón, sus clientes (las grandes cadenas transnacionales, por ejemplo) suelen


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mezclar el costoso producto de exportación con muestras más corrientes. Así obtienen un resultado más rentable. Consejo 1. Si el café de su restaurante favorito le parece delicioso, sepa que siempre habrá algo mejor. Consejo 2. «Beba todo lo que pueda de este café [el de la planta procesadora], porque no volverá a probar algo tan rico en su vida», les dice Chacón a los turistas que a veces recorren la sala de máquinas de su compañía. A lo largo del día, su lengua debe paladear unas ciento setenta tazas de esa bebida. Después de cada ejercicio, Chacón dicta su imprescindible sentencia: sí, el café está en su punto; es exactamente así como lo pidieron los clientes, con el grado justo de amargor, perfume e intensidad. Un error suyo durante la cata del producto podría significar que ese lejano cliente (el gerente general de la Mitsubishi, en Japón, por ejemplo) deguste el producto con una mueca de asco y traduzca su decepción en la cancelación del contrato con esa empresa donde, a miles de kilómetros de allí, en Chinchiná, Colombia, Chacón transpira sin descanso. Porque si él falla, no sólo lo echarían del trabajo, sino que varios cientos de personas que siembran, cosechan y transportan el café hasta su planta procesadora también perderían a sus invisibles clientes del Primer Mundo. Por eso, mientras la dueña de la compañía –una mujer de cincuenta años, que viste en camiseta y jeans– se permite charlar y regalar caramelos de café a los que visitan su planta, Chacón, el catador, parece una pieza más (y acaso la más importante) de esa usina ruidosa llena de máquinas que despulpan, seleccionan y tuestan. Colombia, el tercer exportador de café en el planeta, podría ocupar el primer lugar en la calidad del producto. Al menos eso les gusta decir a sus ciudadanos. Ahora el ingeniero Fabio Chacón, que está a punto de volver a su trabajo, dice que conoce muy bien la importancia de su paladar. Es más, esa responsabilidad lo ha llevado a un grado sumo de ascetismo y alejamiento del mundo. Trabaja, se marcha a casa, duerme bien. «Yo no bebo, no fumo y no consumo ají para cuidar mis papilas gustativas –dice él y saca la lengua por un segundo–. Con esta lengua sabia que tengo, mi mujer tiene que ser la más feliz de todas».

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72_ RECETARIO DE COCINA Un té en el Sahara

una receta de

mayte mujica

i alguien te ofrece un té en Marruecos acéptalo de

el fuego con unas ramitas secas. El té está demasiado amargo y torcemos los

buena gana. Es señal de hospitalidad. Todas las

labios con exigencia, como si estuviéramos sentados en cualquier café de Ma-

guías de turistas sobre el país hablan del té. Pero ahora

rrakech. Hay que botarlo y prepararlo otra vez, desde el comienzo.

no estoy en un lugar para turistas. Estoy en Dakhla, una

Antes de llegar a Dakhla, al desierto, antes de hoy, el té era un lugar co-

ciudad pequeña y pobre que ni siquiera aparece en las

mún. Una bebida típica, nada más. Había que ser escépticos ante tanta publi-

guías de viajes. Sé que existe porque llegué ayer: cerca

cidad. Hay que serlo si lo vas a beber en restaurantes o cafés, si pagas por él,

de la frontera con Mauritania, en medio del Sahara, en

si no haces amigos que te conviden o a los que puedas convidar. Entonces no

medio de la nada. Estoy en el desierto con cuatro saha-

pasará de ser una bebida dulce y refrescante para el calor seco y el estómago

rauis, cuatro amigos. Amanece una mañana cualquiera

irritado de especias, dátiles, corderos.

y la neblina, que es baja y densa, moja mis zapatillas. Es

«La primera vez es amarga como la vida, la segunda dulce como el amor,

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hora del primer té.

la tercera suave como la muerte», dice

He tomado otros en Marruecos.

uno de ellos. Habla del té: la primera

La primera vez fue en Rabat, en el

tomada de una tetera tiene un sabor

café Maure, en un barrio antiguo, de

más tosco y luego, conforme se va aca-

casitas blancas con puertas azul añil

bando, éste se transforma. Son tres los

y calles estrechas. La terraza sobre el

vasos de rigor que a uno le deben ser-

mar, un paisaje de murallas rojizas,

vir. La frase es un cliché turístico más,

el turquesa del Atlántico y pastas de

pero dicho por los saharauis, hombres

almendras. El muchacho que atendía

nobles, sencillos, valientes, de familias

lo sirvió como indican los libros: en

nómades, no resulta nada redundante.

pequeños vasos de vidrio, desde una

Dicen que en el resto de Marruecos es

tetera de pico largo y de metal. Pare-

distinto, que no tienen cuidado al pre-

cía todo muy simple.

pararlo, que es demasiado dulce. Hace

Pero esta mañana, en el desier-

décadas que ellos buscan separarse del

to, he aprendido que la preparación

reino de Marruecos y el té es una excu-

toma tiempo y es delicada. Tome

sa más para establecer diferencias.

nota: hierva el agua, el té verde, la

Quince horas de viaje y el último té

menta y el azúcar, todo junto; lue-

en el Sahara. El desierto es hipnótico:

go, vierta el líquido desde una altura

ves arena por todas partes y el cielo

empinada para crear una nube de

que se va poniendo negro. Hay peque-

espuma, como si fuera una cerveza,

ños destellos y todo es demasiado am-

dice el saharaui, que se llama Sidi, y

plio y limpio. Cuando el té está listo, el

se ríe mientras me ofrece un vasito.

árabe repite con meticulosidad el rito.

Los países árabes son los mayores consumidores de té

Hoy habremos bebido unas siete veces –que hacen como veintiún vasos–.

en el mundo, quizá porque –sin alcohol, que ésta prohi-

Este té no se parece en nada al oloroso té jazmín de los restaurantes chinos,

bido– no tienen mucho de dónde escoger. En los restau-

ni al finísimo y disciplinado té inglés, ni a las austeras bolsitas filtrantes, ni

rantes, lejos del desierto, verás a muchísimos hombres

siquiera a los vasitos dulzones de otras ciudades de Marruecos. Es lo sufi-

bebiéndo té mientras leen o hablan entre ellos.

cientemente adictivo como para querer beber un vaso tras otro. Pero se va

La tetera y los vasos que han sacado de la mochila

acabando, igual que la luz. Los cuatro saharauis se arrodillan con sus túnicas

son sencillos. Dispuestos sobre una fuente de lata azul

celestes, con sus turbantes, mientras cantan en árabe a Alá. Da ganas de creer

añil sobre la arena. Uno de los saharauis, el más rudo,

en algo con mucha fuerza, de agradecer. Cuando regresan, lo que queda del té

es un ex guerrillero del Frente Polisario, ése que busca

todavía está caliente. Lo terminamos juntos y trepamos a la camioneta. El té

que el Sahara se independice de Marruecos. Él prende

de hoy fue el mejor de todos.



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a Robert Propst, un catedrático de arte de la Universidad de Colorado, para que se hiciera cargo de su nueva área de investigación. El objetivo de la compañía era expandirse más allá de su campo tradicional, el diseño de muebles, hacia campos hasta entonces no explorados por los diseñadores –agricultura, hospitales, colegios–, y Propst parecía ser un candidato ideal: aunque se ganaba la vida como académico del arte, era en realidad un intelectual, escultor y teórico freelance de una creatividad exuberante, casi maníaca. «De inmediato empezó a inundarnos con ideas, conceptos y dibujos que abarcaban desde agricultura hasta medicina», le comentó Hugh DePree, a la sazón presidente de Herman Miller, a John Berry, un historiador de la compañía de diseño. «Es interesante notar, sin embargo, que a pesar de nuestro interés mutuo por explorar otros campos, el primer proyecto que atrajo de manera constante su atención fue la oficina». Interesante, quizá, pero nada sorprendente. Propst, en su transición desde el arte y el mundo académico hacia la

vida corporativa, simplemente descubrió lo que millones han descubierto desde entonces: que cualquiera que trabaje en una oficina pasa una cantidad de tiempo extraordinaria pensando acerca de la disposición y arreglo de las oficinas. Propst descubrió que odiaba el mobiliario rígido que le habían dado en Herman Miller; odiaba la distribución estática de la oficina en la que supuestamente debía inventar conceptos dinámicos; y cuando, en los años siguientes, empezó a viajar por los Estados Unidos para reunirse con empleados de oficina, diseñadores, arquitectos, matemáticos y –algo de vital importancia– psicólogos sociales y del comportamiento, descubrió que no estaba solo. El crecimiento explosivo del trabajo de oficina en la posguerra, en las nuevas grandes corporaciones de los Estados Unidos –IBM, General Electric, Whirlpool–, había creado legiones de empleados con buenas prestaciones laborales, horarios de trabajo relativamente cortos y vacaciones abundantes. Y lo que es más importante, estaban haciendo un nuevo tipo de trabajo. «En los últimos cincuenta años –escribiría Propst más adelante–, en uno de los cambios más espectaculares, la actividad laboral ha pasado de consistir en tareas repetitivas a tareas de decisión». Los obreros se organizaron en sindicatos, iniciaron huelgas y fueron sometidos a violencia despiadada autorizada por el Estado. Los oficinistas, en cambio, dado que esperaban ser ascendidos dentro de su organización, se resistieron a la sindicalización; cada uno dependía de sí mismo para ascender. Y sin embargo, algo andaba definitivamente mal. «La oficina moderna es un páramo», concluía Propst. «Socava la vitalidad, bloquea el talento, frustra los logros. Es una escena cotidiana de propósitos insatisfechos y esfuerzos fallidos». Y lo peor de todo, no avanzaba al ritmo de los tiempos. Los seres humanos desempeñaban nuevos tipos de trabajos, daban origen a nuevas formas de deseos socialmente aceptados. «Estamos en una época de creciente toma de conciencia sobre la importancia de la individualidad», destacaba Propst, y el lugar de trabajo necesitaba ser una expresión de esto. Pero en lugar de ello, la norma eran las oficinas estilo «corralón», amplias cavernas con escritorios idénticos y oficinistas encorvados atentamente sobre pilas de papeles o rudimentarias máquinas sumadoras ubicadas frente a ellos, rodeados por un corredor de oficinas donde la gerencia gobernaba detrás de puertas cerradas. En el mejor de los casos, los empleados tenían dos o tres estrechas divisiones que llegaban hasta la altura de la cintura y que


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ofrecían una burda apariencia de privacidad y espacio individual. En 1965, el primer intento de Propst por remediar esta situación fracasó. Su diseño, denominado «Action Office» [Oficina en acción], consistía de un amplio espacio vagamente definido por tres o cuatro paredes móviles. Había tres modelos de escritorios de alturas diversas –uno bajo, diseñado para sentarse; otro semicerrado, para comunicaciones; y una estación de trabajo en la que se podía trabajar de pie– con lo que se alentaba al empleado a moverse de manera vertical además de horizontal. Pero las paredes móviles, que eran la innovación principal del sistema de trabajo, eran muy voluminosas y pesadas como para permitir la movilidad que deseaba Propst. Y más importante aun, el espacio estaba definido de una manera demasiado vaga como para que la idea pudiera ser aplicable o reproducida de manera masiva. Para fines de 1967, sin embargo, Propst había logrado mejoras significativas. El espacio era más pequeño; las paredes podían engancharse unas con otras, eran móviles, más ligeras y estaban hechas de materiales desechables; los espacios de almacenamiento se encontraban elevados del suelo. «Action Office II» era el intento de Propst por darle forma a los deseos de los empleados de oficinas. Consistía de tres paredes con ángulos obtusos y móviles, que el empleado podía mover para crear el espacio de trabajo que quisiera. El escritorio de siempre estaba acompañado por repisas de diversas alturas y ubicación variable, que requerían de un constante movimiento vertical de parte del trabajador –porque «el ser humano», como notó Propst, es una «máquina vertical»–. Tableros y paredes de corcho permitían la individualización. Con su despersonalización intencional, la nueva Action Office debía convertirse en una plantilla para que cualquier individuo pudiera crear su espacio de trabajo ideal. El efecto de la Action Office era uno de dinamismo constante, como en las pinturas futuristas de ciclistas y jugadores de fútbol, excepto porque en la visión de Propst el movimiento del empleado no reflejaba alguna capacidad maquinal del cuerpo, sino más bien el potencial incesantemente inventivo de la mente del oficinista. Los primeros folletos

de promoción de la Action Office II se apoyaban en esto –en ellos se aprecian paredes modulares desplegadas para crear amplios espacios semihexagonales; los paneles de corcho figuran en lugares prominentes, y las paredes se encuentran adornadas con tapices, mapas o pizarras. Los empleados aparecen en movimiento o conversación constantes, y algunos incluso están de pie haciendo teatrales señas a otros empleados sentados en sillas giratorias elevadas (lo que los obliga a alternar constantemente entre estar sentados y de pie). Así fue que en 1968, Propst presentó la Action Office II y publicó un folleto de setenta y un páginas que pregonaba las bases teóricas de su nuevo diseño. Titulado The Office: A fAciliTy BAsed On chAnge [La oficina: instalaciones basadas en el cambio], fue una especie de Port Huron Statement1 para el empleado de oficina. Además de expresar las quejas mencionadas líneas arriba, ofrecía soluciones. La narrativa de Propst sobre la oficina abunda en datos históricos de gran dramatismo, centrados en un evento clave en la historia del trabajo: el reemplazo gradual de la base manufacturera estadounidense por el trabajo de oficina. «Somos una nación de habitantes de oficinas», afirmaba Propst. El rostro del capitalismo había cambiado; la oficina se había convertido en un «lugar para pensar»; «el verdadero usuario de la oficina [era] la mente». El trabajo repetitivo, del tipo que se realizaba en fábricas y áreas de mecanografía, estaba desapareciendo para ser reemplazado por lo que Peter Drucker2 llamaba «trabajo del conocimiento», y la nueva oficina tendría que adaptarse a los cambios. Propst señalaba que en la primavera de 1968 –la legendaria primavera de Praga y París–, la Bolsa de Valores de Nueva York, a la que él se refería como «la madre de todas las oficinas», sufrió un «hipo» cuando el sistema de procesamiento basado en máquinas de operación manual, que se empleaba para realizar todas las transacciones, se vio sobrepasado por el volumen de operaciones y obligó a la Bolsa a limitar sus horas de operación. La Action Office II recibió elogios inmediatos de la industria de muebles de oficina. Herman Miller lanzó una campaña nacional de marketing para educar a los diseñadores en el uso del sistema, y de manera simultánea inició una serie complementaria de conferencias sobre el futuro del espacio de trabajo creativo (para lo que la Action Office sería el lugar de trabajo ideal). En un comienzo las ventas fueron lentas, pero luego de que un competidor produjera un sistema de oficina modular para hacerle competencia, el concepto de Propst fue validado y sus ventas despegaron. Con el tiempo, la

1. Declaración de Port Huron. Manifiesto del movimiento activista estudiantil de izquierda en los Estados Unidos. Fue redactado en 1962 [nota del traductor]. 2. Peter Drucker (1909-2005). Escritor, consultor de gestión y profesor universitario. Acuñó el término «empleado del conocimiento» [nota del traductor].


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Action Office se convirtió en el producto más importante de Herman Miller y un referente ineludible para el diseño de oficinas. Años más tarde, Propst se daría cuenta de lo que había hecho. Su diseño demostró ser inconteniblemente popular: para el año 2000, según sus propias estimaciones, cuarenta millones de empleados de oficina, sólo en los Estados Unidos, trabajaban en alguna de cuarenta y dos versiones diferentes de la Action Office. Y sin embargo, a todas se las conocía con un mismo nombre: cubículo.

Diversos factores ayudaron al cubículo en su camino hasta alcanzar esa posición. El primero fue un cambio aparentemente menor en la política económica. A inicios de la década de 1960, el Departamento del Tesoro de los Estados Unidos estableció nuevas reglas para la depreciación de bienes muebles, con el propósito de alentar un mayor gasto corporativo. Se determinó que los muebles tendrían una vida fiscal más corta (siete años), en comparación con los elementos permanentes de un edificio (treinta y nueve años y medio). Esto significó que, a partir de la década de 1960 en adelante, se volvió mucho más barato comprar y reemplazar muebles de oficina y sistemas como cubículos, puesto que las compañías podían eliminar los cubículos, mas no así los elementos fijos de las oficinas, de sus declaraciones de impuestos. Entretanto, la construcción de nuevas oficinas avanzaba a un ritmo impresionante. En Nueva York, la antigua capital de las manufacturas y donde muchas compañías empezaron a establecer sus oficinas centrales corporativas, los empleados de oficina superaban a los obreros en una proporción

de dos a uno hacia el final de la década de 1960, y se construyeron grandes torres para albergarlos: en la década de 1970, se añadieron en Nueva York cincuenta y cuatro millones de pies cuadrados de espacio de oficina, y cuarenta y seis millones más en la década de 1980. A las compañías en expansión, siempre preocupadas por su salud financiera en el corto plazo, les pareció eficiente (esto es, barato y rápido) adoptar un diseño ya existente en vez de diseñar nuevos espacios adaptados a las necesidades particulares de su industria y cultura empresarial. Ese diseño, en la mayoría de los casos, fue el de Propst, que sólo requería amplios espacios sin paredes en los que pudiera colocarse las Action Offices. En las ciudades, se tuvo que derribar los edificios existentes o someterlos a una renovación total para dar cabida a las nuevas oficinas de planta abierta. En las áreas de rápido crecimiento suburbano de los Estados Unidos, sin embargo, el avance del cubículo enfrentaba menos impedimentos. Edificios chatos y cuadrados, ideales para albergar los cambiantes laberintos de cubículos, podían ser construidos en terrenos vacíos y baratos. Estas cajas-edificio podían a su vez estar rodeadas por estacionamientos cuadrados, que podían atender a empleados de un radio geográfico impresionante. Entretanto, los adelantos de la iluminación fluorescente y el aire acondicionado significaron que los arquitectos ya no estaban sujetos a preocupaciones tales como la necesidad de luz o aire fresco. De hecho, la simplicidad del diseño de estas oficinas significó que las compañías ya no dependían más de los arquitectos. Dentro de esas grandes cajas, las cosas siguieron siendo como siempre. Hasta la introducción de la computadora de escritorio de IBM en 1981, las máquinas de escribir, las máquinas sumadoras y el papel carbón eran las herramientas predominantes, con la única diferencia de que ahora estas herramientas eran almacenadas dentro de cubículos. Este estancamiento tecnológico ayudó a que se produjera también una especie de estancamiento cultural; la mayoría de comentaristas concuerdan en que la vida de oficina se mantuvo en su mayor parte aislada del fermento político de la década de 1960 y sus repercusiones. Tuviera o no pantalones de «pata de elefante», el uniforme conservador de traje y corbata, con todo lo que implicaba, siguió vigente. El oficinista aún disfrutaba de un alto grado de se-



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laboral, pero algunas estadísticas son reveladoras: veinticinco millones de estadounidenses trabajan más de diez horas al día; casi dos millones trabajan más de veintisiete horas a la semana; el estadounidense promedio tiene de nueve a doce días de vacaciones al año (comparados con veinticinco y treinta en Francia y Alemania, respectivamente). A medida que empezaron a apoderarse de porciones mayores del tiempo de los oficinistas, los cubículos ganaron en organicidad y domesticidad en el lenguaje cotidiano de las oficinas. Áreas con una elevada densidad de cubículos empezaron a ser llamadas «granjas de cubos»; y la acción de asomar la cabeza por sobre las paredes modulares para hablar con los vecinos fue denominada «imitar a un perro de la pradera»3, aunque esta práctica recibió un nombre solamente cuando los gerentes mostraron interés en eliminarla. La oficina –de hecho, la Action Office– se convirtió en un índice de medición de la relativa acumulación de miseria del capitalismo. Del espíritu revolucionario del ’68 había surgido un espacio cuya omnipresencia y pasividad no tenían precedentes en la historia humana, y cuyo futuro nadie podía contemplar con esperanza. La maleabilidad del cubículo lo hizo indispensable para la cultura de negocios, como esperaba Propst, pero no eran los habitantes del cubículo quienes tenían el poder de mover esas paredes. Lo que para la gerencia era «flexibilidad» para los trabajadores era fugacidad, arbitrariedad e incertidumbre, siempre provenientes de los estamentos superiores. La poca solidez de las paredes del cubículo se convirtió en emblemática de la endeble seguridad del oficinista; de algún modo, era peor ser aprisionado en esos paneles forrados de tela que en piedra y acero.

El surgimiento de las compañías tecnológicas en la década de 1990, con su dependencia explícita de la inteligencia e innovación de sus empleados, marcó el comienzo de una nueva era de retórica sobre el trabajador liberado y su oficina liberada.

Cuando las mayores compañías tecnológicas se expandieron, a mediados de la década de 1990, cada una debió comparar los beneficios de oficinas cerradas frente a oficinas de planta abierta con cubículos. Microsoft añadió más oficinas cerradas. Pero la mayoría de las compañías tecnológicas siguieron el ejemplo de Intel, que había adoptado el sistema de planta abierta mucho antes, en 1968. Intel no esperaba que el cubículo fuera un lugar fabuloso; en lugar de ello, pretendía que fomentara un ambiente de trabajo igualitario al insistir que incluso el personal de la alta gerencia trabajara en cubículos, que no hubiera una «hilera de oficinas de caoba» en Intel. En 1996, un periodista de Los AngeLes Times describió a Intel y a su inflexible director general Andy Grove: «Había divisiones de cubículos, y detrás de las divisiones de cubículos había un escritorio, una computadora y un hombre, Andrew Grove. Y al ver eso uno piensa, bueno, un momento: ¿Qué clase de negocio es éste?». Otro empleado, al presentar a Grove en la Feria de Ciencia e Ingeniería de Intel, dijo: «Andy ha cultivado una cultura igualitaria en Intel [...] Todos trabajamos en una compañía en la que el cubículo de Andy Grove –creo que tiene poco más de seis metros cuadrados– es igual que el de todos los demás». Pero el gesto de Grove era uno de pura ironía. El cubículo podría haber llegado a representar la explotación e infelicidad de los oficinistas, pero la idea de que esas paredes modulares, esos paneles de corcho, realmente fueran determinantes de algo, era falso a todas luces. Difícilmente podía uno decir que ocupaba un cubículo si podía abandonarlo cuando quisiera, si probablemente pasaba la mayor parte de sus horas de trabajo volando por el país en el jet de la compañía, y si ganaba doscientos millones de dólares al año. A finales de la década de 1990, las compañías de la Nueva Economía cometieron el error de confundir el cubículo con una prisión para el empleado, y su destrucción con la liberación de este último. O quizá sabían exactamente lo que estaban haciendo. Los anómalos lugares de trabajo de aquellos años se presentaron como zonas de creatividad desenfrenada libres de cubículos. Sus lugares de trabajo eran lofts y depósitos vacíos en la zona de SoHo en Nueva York o en el distrito SoMa de San Francisco, edificios que aún tenían las marcas (ahora consideradas cool) de su pasado obrero. Estas compañías tenían relativamente pocos empleados, cada uno de los cuales disfrutaba, al menos en teoría, de un cierto control sobre la compañía y su propia carga laboral. Sus espacios de trabajo a veces lucían como pequeños vecindarios o cafés, con cafeterías y letreros falsos que le daban a toda el área una apariencia similar al plató de la serie Friends. ¡Y sobre todo, nada de cubículos! ¡Y masajes de espalda gratuitos! ¡Enormes tanques llenos de bolas de colores! 3. Especie de ardilla que habita en las praderas de los Estados Unidos [nota del traductor]



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En estos campos de fantasía, la gente trabajaba ochenta, noventa, cien horas por semana, y algunos de ellos ni siquiera recibían un sueldo. Se las conocía como «oficinas de explotación», lo que daba un sentido ligeramente distinto a los edificios renovados que habían reivindicado para la libre actividad de la mente. En su intento por crear lugares de trabajo agradables, estas fast companies4 fracasaron en crear lugares humanos. Surge la pregunta de si fue con desilusión o con alivio que sus ex empleados migraron de vuelta a las granjas de cubículos de los gigantes (Intel, Viacom, Hewlett Packard) que habían sobrevivido al estallido de la burbuja bursátil. Por supuesto, también los gigantes aprovecharon la oportunidad para eviscerar a su propia fuerza laboral. Por debajo de los murmullos chismosos de los medios sobre la revolución de la «oficina creativa» se oía el rumor incesante de la historia real. Dos meses antes de que el índice Nasdaq colapsara en marzo del 2000, Robert Propst murió. Dos años antes había concedido una entrevista a la revista Metropolis. Propst no se retractó de sus ideas, en lugar de ello optó por negar su responsabilidad: «No todas las organizaciones son inteligentes y progresistas. Muchas son dirigidas por gente ignorante que puede utilizar el mismo tipo de equipo y crear lugares horribles con él». Ya no era la Action Office que Propst quería. «Queríamos que fuera el vehículo que permitiera otras expresiones de identidad», dijo. «Por eso creamos los paneles de corcho y toda clase de superficies expuestas». Él, por supuesto, no había predicho que esos paneles de corcho se convertirían, sobre todo, en depositarios de recortes de tiras cómicas de Dilbert. «Las cosas que expresa esa tira cómica son precisamente las cosas que intentábamos aliviar y hacer que evolucionaran», señaló. Propst había creado, de manera involuntaria, el elemento más vilipen-

diado de la oficina: el compartimento endeble y semiexpuesto en donde el asustado empleado veía pasar los días hasta que, al fin, era despedido.

En mayo del 2005 me gradué de la universidad. Una semana después de la graduación, empecé a trabajar en una oficina. Era una gran casa editorial ubicada justo frente al río Hudson, con una oficina de planta abierta tan amplia que a menudo me perdía recorriendo sus pasillos, incluso meses después de que empezara a trabajar allí. Mi cubículo, ubicado justo afuera de la oficina de mi jefe (que tenía vista al río, así como a la Estatua de la Libertad), estaba compuesto por tres paredes modulares, una de las cuales era extremadamente alta y me separaba de mi vecina de la derecha. Aun si me ponía de pie, me era imposible verla. Tampoco podía ver a mi vecino de la izquierda, quien tenía la misma pared alta. Fiel a la visión de Propst, mi cubículo tenía espacio de almacenamiento en repisas elevadas del suelo, y constantemente debía levantarme para sacar material de ellas. No me parecía vigorizante, sin embargo. Luego de dos semanas de jugar con el correo electrónico y de colocar fotografías y poemas en mis paredes, estaba harto. Pasaba gran parte del día con los pies sobre el escritorio, buscando en internet más citas de Mario Savio y de las revueltas de 1968 para colocar en mis paneles (sous le bureau, la plage!)5. Empecé a pensar en oficinas y en lo agobiantes que éstas eran. Pero ¿adónde podía ir, pensaba, si en todas partes hay también oficinas? Por la noche, miraba obsesivamente el programa de televisión the office [la oficina], con frecuencia hasta muy tarde. Me levantaba amargado, con los ojos hundidos. Un año más tarde, después de meses intentándolo, conseguí otro empleo en una pequeña casa editorial que publicaba mejores libros. Mi nuevo cubículo estaba mal organizado, de manera que mi escritorio en forma de L dejaba libre un amplio espacio que pronto llené de libros y basura. La oficina de mi jefa se ubicaba directamente detrás de mí y yo me sentaba de espaldas a ella, lo que me provocaba

4. Nombre con el que se conoce a las compañías dedicada a la tecnología de la información [nota del traductor]. 5. «Bajo el escritorio, la playa» o «Bajo la oficina, la playa». En francés en el original [nota del traductor].



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una permanente sensación de desasosiego. Intencionalmente, la compañía tenía carencias de personal: la proporción de libros por persona era el doble que en la otra editorial. Mi sueldo seguía siendo casi el mismo, pero la compensación por horas extras de la que gozaba antes no existía y, luego de unos meses, descubrí que tampoco existía un plan de visión corporativa (mi seguro de salud aumentó en mil dólares por año, pero mi salario no). En vez de trabajar de 9 a 5 de la tarde, ahora trabajaba de 9 a 7 de la noche, o hasta más tarde. Cuando me era imposible quedarme, me llevaba trabajo a casa o iba a la oficina los fines de semana. Como no tenía ni el tiempo ni la energía para practicar algún ejercicio, comía menos a propósito, a sabiendas de que de otro modo engordaría pronto. Finalmente, harto del exceso de trabajo, renuncié. Eso fue a mediados de abril. Dos semanas más tarde, estaba en bancarrota. Empecé a hacer trabajos temporales para una pequeña compañía privada de capitales de inversión, que compraba compañías de accionariado público, reorganizaba a su personal y a su gerencia mediante despidos, y luego las volvía a ofrecer al público, cargada de deudas «de crecimiento». Me pagaban tanto como en las editoriales, pero tenía menos trabajo. No tenía beneficios. Mi cubículo se encontraba en una oficina escondida y tenía un área de menos de un metro cuadrado. Les caía bien a mis jefes, pero se dieron cuenta de que no estaba trabajando y me mudaron a un cubículo más grande, justo al lado de un aire acondicionado muy potente. En medio del verano, iba al trabajo con una bolsa de ropa adicional. En junio, mi jefa de la segunda editorial me invitó a almorzar. Los dos meses transcurridos ha-

bían sido brutales para los empleados de la compañía. La casa editora había comprado un sello editorial de otra casa editora y, como ocurre usualmente cuando se producen ventas de este tipo, habían despedido a veinticuatro de los noventa empleados del sello. Luego se anunciaron más despidos, y los hubo. El director general de la compañía difundió una nota de prensa en la que explicaba que la reducción de empleos era parte de una «dolorosa realidad». La revista de la industria editorial valoró su acción, indicando que en una industria por lo general resistente a la innovación, «cambios» de esta naturaleza eran «buenos». Mi ex jefa y yo hablamos sobre esto despreocupadamente. Se quejó de sus empleados y comentó que le gustaría adoptar el principio del director general de General Electric hasta el 2000, Jack Welch, de despedir cada año a los que hubieran tenido el peor desempeño. Se quejó de su carga de trabajo y luego, interrumpiéndose a sí misma, dijo (casi gritó): –¿Te gustaría hacer edición freelance para mí? Te pagaría. Con dinero. –Por supuesto –le respondí. Me llevó de vuelta a mi antigua oficina y me entregó un manuscrito. Todo el lugar se encontraba en obras. Estaban mudando al nuevo personal al mismo piso, pero no estaban expandiéndose. Para crear nuevas oficinas y cubículos para el personal entrante, muchos de los antiguos cubículos y oficinas habían sido reducidos a cerca de la mitad de sus dimensiones originales. Tomé el manuscrito y me dirigí al Midtown, extasiado de estar libre de toda esa locura de una vez por todas. Trabajaría sin beneficios y por un poco menos de dinero, pero a cambio obtendría ¡libertad! Libertad de la oficina, de sus horas arbitrariamente rígidas, de su aire acondicionado de pesadilla.

Ahora frecuento los cafés de Nueva York y disfruto de mi libertad. Hay muchos otros como yo; demasiados. Tengo que levantarme temprano por la mañana para encontrar un lugar, que dejo



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oficinas presentan mayores niveles de estrés que sus homólogos obreros y sufren dos veces más de depresión severa. Los gerentes responden a ello reduciendo los beneficios y el tiempo de vacaciones y aumentando las horas de trabajo. También sus empleos se encuentran en riesgo. En lo que a mí respecta, mientras escribo esto me preparo para iniciar un programa de licenciatura en Literatura. Mi más reciente esfuerzo para escapar de la oficina de seguro les resultará conocido. Mills lo llamó «Cerebros, Inc.»: otra extensión del mundo burocrático de la oficina. E incluso tendré una oficina, aunque nadie me obligará a ir a ella, en realidad, y probablemente no la usaré, excepto para mis «horas de oficina» semanales con los alumnos. Me pregunto qué les diré. ¿Les diré lo que estoy seguro de que ya saben, que sus ensayos no importan, que las horas que dediquen a tratar de entender un complicado pasaje de MiddleMarch, de George Eliot, no los ayudará con sus investigaciones de bonos, con sus plazos para la entrega de textos publicitarios, con la pila de documentos que aún quedan por llenar? ¿Les explicaré, más bien, que su educación, la misma educación que yo recibí, resultará siendo un completo fastidio, un museo de citas interesantes que sólo podrán pegar en las paredes de sus cubículos? En algún momento, me imagino, ningún alumno vendrá a verme, y pasaré esas horas sin hacer nada, como a menudo soñaba con hacer en mi cubículo. La próxima vez que mire el perfil de los edificios de una ciudad de noche, piense por un momento que todas esas luces relucientes provienen de oficinas, donde hombres y mujeres están cumpliendo con sus infames horas de trabajo extra. Incluso cuando los edificios quedan vacíos las luces siguen encendidas, como para recordarle al mundo

(como si el mundo necesitara que se lo recordaran) que las exigencias de la oficina nunca flaquean o disminuyen. Mire, también, a los habitantes diurnos de los cafés, y piense en cómo la razón principal de su ansioso deambular es su inquebrantable temor a la oficina. Piense en los subempleados y en los que tienen trabajos un poco más estables, todos ellos luchando por ingresar a una oficina o por quedarse en una. El concepto clásico de «oficina» está referido a «el cumplimiento del trabajo adecuado a cada uno» o «aquel que le corresponde» (Cicerón). Lo que esto debería significar, para todos nosotros, es la capacidad de producir y controlar nuestro propio trabajo conforme a los objetivos de una comunidad a la que apoyamos y amamos. En lugar de eso, tenemos una sociedad de oficinas, en la que para subsistir nos piden obedecer órdenes, producir y consumir interminablemente, por decreto. Tenemos la opción de pasar nuestra vida en un cubículo o tratando escrupulosamente de evitar uno. Para liberarnos, tenemos que cambiar la forma misma en que operan nuestros deseos, la que la oficina nos ha engañado para que aceptemos. Nuestro deseo no debería ser «graduarnos» del cubículo y pasar a la oficina propia; esa enfermiza aspiración de convertirnos en los jefes a los que odiamos. Como un frente unido de empleados de oficina, debemos no sólo exigir que se reparta la abundancia (tiempo libre, pagos, reducción de horas de trabajo); debemos exigir acceso a los mecanismos reales de poder, esa misma autonomía que fue prometida, y luego pervertida, por el cubículo. Cuando los empleados de oficina se unan contra las exigencias y demandas arbitrarias de la gerencia, para exigir su trabajo adecuado, los efectos se sentirán mucho más allá de los rascacielos y complejos de oficinas de los suburbios. Propst se equivocó al elogiar «el resurgimiento de la individualidad como valor»; la Port Huron Statement (Declaración de Port Huron) se equivocó al asegurar que lo que las personas querían ahora era «no tanto hacer las cosas a su manera, como tener su propia manera de hacer las cosas». O nos mantenemos unidos o fracasamos. La oficina completa es el espacio que debemos exigir hoy; y el mundo que se encuentra más allá de ella, que aún no conocemos, el que debemos ganar.


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A John Cheever, por la inspiración.

Ravotril: tranquilizante menor. Ansiolítico. Anticonvulsivo. Laboratorio Roche. También comercializado en algunos países como Rivotril. Composición: cada comprimido birranurado contiene: clonazepam 0,5 mg o 2 mg. Cada ampolla de 1 ml contiene: clonazepam 1 mg. Cada ml de solución para gotas contiene: clonazepam 2,5 mg (1 ml= 24 gotas, 1 gota= 0,1 mg). Indicaciones. En la actualidad la principal indicación de Ravotril es el tratamiento de la crisis de pánico y trastornos de pánico.

1. Un avión despega de madrugada, el primer vuelo del día desde El Tepual. Una mujer con una trenza se persigna. El chico mira por la ventanilla y ve el pasto húmedo por la lluvia de la noche, unos pantanos, un río, varios esteros, vacas, cerros, una bahía pequeña repleta de botes. El tipo de traje azul que está a su lado se coloca un antifaz y echa para atrás su asiento. El chico abre una bolsa con una frazada dentro y se tapa las piernas. El chico viste shorts caquis extralargos y se llama Ignacio. Tiene diecisiete años, recién. Ignacio ajusta su asiento y hojea una revista. Mira pero no lee un reportaje a unos conventos medievales. Luego observa y toca su celular


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pero no se atreve a encenderlo. El avión sigue su ascenso dejando atrás unas nubes negras.

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2. Una pieza sencilla, sin lujos pero no de alguien pobre. Más bien pobre en diseño y look; un tipo dejado. No es un edificio viejo pero tampoco nuevo. Es quizá un Paz Froimovic: son todos iguales pero parecen mejor de lo que son. La habitación de Álvaro está en el límite de lo confinante. Es pequeña, para una persona, y la cama king reduce el espacio aún más. La ventana está tapada con unas cortinas azules de Casa&Ideas. Hay una mesa de madera, una laptop, cajetillas de cigarillos. En un muro, un afiche con un centenar de letras A en distintas tipografías. En el suelo de piso flotante hay un sillón-tipo-pera de cuero negro tapado de ropa sucia, zapatos, sandalias. No hay velador, solamente una lámpara ajustable que sigue prendida. Debajo de ella hay un estuche de plástico naranja donde reposa una prótesis transparente contra el bruxismo y un montón de papel confort arrugado y seco. En un rincón, una ordenada colección de Graphics arts Monthly y, esparcidos, números abandonados de i.D. y EyE. Una radio reloj indica las 8:14. Álvaro, de unos treinta y seis, duerme. Una sábana le tapa los pies. La camiseta Pepsi Challenge que tiene puesta delata que está transpirando. De pronto Álvaro abre los ojos, de una. Mira el reloj. Cara de espanto, cara de estoy atrasado. 3. Álvaro en la ducha. Cae el agua. La ducha es también tina y los azulejos son blancos. Las toallas son grises. La ducha tiene un shower door transparente algo sucio. Álvaro se fija que sus ojos se ven inmensos en el pequeño espejo que tiene atornillado al

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muro. Los ve negro pero rojizos, los ve con ojeras. Su barba tiene tres, cuatro días. En el centro de su pera hay unos pelitos blancos. Álvaro es flaco, huesudo, y más alto que el promedio. Lleva el pelo corto, con un no-corte escolar. Álvaro abre el shower door y saca una tira metálica de pastillas que están sobre el lavamanos: Ravotril 2 mg de Roche. Saca una píldora y se la lleva a la boca. En el proceso, la píldora se moja y pierde consistencia. Álvaro abre su boca, deja que se llene de agua caliente y traga. 4. Ignacio avanza por el pasillo del avión. La mayoría de los pasajeros duerme. La cabina huele a pan microondeado. Llega al fondo. Las azafatas están sentadas. Una hojea la tErcEra; la otra se mira las uñas. Estamos por aterrizar, tiene que volver a su asiento, le dice la más rubia al chico. Tengo que tomarme algo. De verdad tienes que volver a tu asiento, le responde más seria, como a cargo. Es importante. Me la dio mi psicóloga. La azafata es joven y tiene los ojos verdes. No puedo tragarme una pastilla sin líquido, le explica Ignacio. La azafata se desabrocha el cinturón y abre un compartimiento de acero inoxidable. Le pasa un tarro de ginger ale light. Yo tampoco. Ignacio saca de su bolsillo una pastilla envuelta en metal y plástico que dice Ravotril 0,5 mg. Roche. ¿Nervioso? Un poco, y sonríe, apenas. ¿Algo importante? Algo. El chico saca la pastilla de su envase y éste cae al suelo. Abre el tarro, toma un sorbo y se traga la píldora. Camina a su asiento. El avión, en efecto, desciende.



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9. Ignacio camina por dentro de la sección llegadas. Cada tanto mira los letreros. Anda con un bolso-mochila inmenso, que casi no lo deja caminar. Ahora luce con un abrigo tipo montgomery azul. Shorts largos, sandalias, camiseta celeste, un canguro amarrado, un abrigo tipo montgomery. Parece un surfista en su primer viaje a la Antártica. Llega a los carruseles y se detiene. Anda con inmensos audífonos Denon que, por momentos, parecen que lo van desequilibrar. De pronto, se sienta, deja el bolso y termina de escuchar el tema o el podcast que está escuchando. En un televisor aparece un documental sobre las bellezas de Chile. Lo mira. Ignacio se levanta, sigue caminando, baja una escalera automática, se sube a una correa transportadora y llega a los carruseles. Su maleta es la única que está circulando. La coge. 10. Álvaro mira el letrero con todos los vuelos nacionales y cómo, cada tanto, la información se va actualizando. El vuelo procedente del sur ha aterrizado. Mira a la gente salir. También salen pasajeros de otros vuelos. Un grupo de americanos de tercera edad, de buzos multicolores y panzas vencidas, salen con muchas maletas y ponchos de alpaca. En eso ve a Ignacio. Empuja un carro con una maleta dura, verde, sintética. Arriba colocó la inmensa mochila-bolso. Ignacio lo ve pero sus ojos miran hacia otro lado. Intenta hacerse el que no lo vio pero Álvaro lo sigue mirando y levanta su mano. Ignacio se coloca el capuchón del abrigo y sus ojos desaparecen. El rostro de Álvaro se desencaja un poco. Traga. Ignacio avanza entre medio de otros pasajeros y dobla hacia la dirección contraria de donde está Álvaro. Ignacio se detiene y mira la gente. Álvaro avanza entre los taxistas que sujetan letreros con nombres extranjeros y llega donde él. Le toca el hombro. Ignacio se da vuelta y se saca la capucha. Se miran. Le estira la mano. Se dan la mano, en silencio. Ignacio la retira y mira hacia abajo.

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Tanto tiempo, le dice Álvaro. Harto. Mucho, sí. Estás más alto. Más... ¿Cómo estás? Con sueño. Tenemos dos horas. Uf, dos horas, comenta Ignacio. Silencio. Mi otro vuelo va a durar catorce, le dice Ignacio. Catorce. Tengo que hacer check-in acá. No me dejaron embarcarla en Puerto Montt. Silencio. Ignacio saca de un bolsillo de su abrigo su celular última generación. Es notoriamente superior al de Álvaro, que esconde el suyo. Le coloca unos audífonos al celular. Se los coloca y aprieta unos botones. ¿Qué haces? ¿Qué crees? Álvaro frunce el ceño. Mira el tablero. Mira el celular última generación. ¿Qué estás escuchando? No creo que los conozcas, le dice, y se saca sus audífonos. Estoy más al día de lo que crees. Soy joven. Tengo blog. Ignacio lo mira para arriba y para abajo y hace un gesto como de «creo que voy a vomitar» o «no te creo». No creo que los conozcas, le responde después de un rato. Silencio. Ignacio lo mira, la piensa unos segundos y esconde su celular. Ok, vamos. Pero no tenemos mucho tiempo. ¿Puedes pagar tú? Sólo tengo euros. Álvaro mira su celular: Tenemos poco tiempo, sí. Dos horas. ¿Tienes hambre? Sí. Harta. Arriba me dieron una puta galleta de avena. Genial, responde Álvaro, sonriendo. Genial.



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A eso vas: a aprender alemán. No voy a aprender en tres meses. Voy porque mi mamá tiene un mino que tiene como veintiocho y se quieren ir al Norte a fumar pitos. Tiran mientras ven HBO. Tengo oídos. Uf. Mal. Me quiere lejos por un tiempo para «vivir». Como ahora ella tiene plata. ¿Sigues pobre? Álvaro no dice nada. Calla. Mira como cargan un 737 de Aerolíneas del Sur. ¿Podrías pagarme una universidad acá en Santiago? Es como cara. Mi mamá quiere que me quede allá, con ella, cerca. Allá no hay Audiovisual. Allá no hay nada excepto gente que ve tele. Luego podemos ver eso. ¿Cuándo? ¿Cuando tenga treinta y tres? Nunca –nunca– me has tenido una pieza. No te lo estoy sacando en cara, te lo estoy comentando. Sé quién es Freud. He ido al psicólogo. Hablamos de ti. De qué hablan. Cosas mías. Callan. Silencio. Ignacio se toma el resto de su bebida transparente y masca los hielos. El mino de mi mamá –Facundo; Fa-Cun-Do– tiene dreadlocks, huevón. Mal. Se cree rapa-nui porque vivió allá como tres meses. El huea tiene el CI de un moai, hueón. No me trates de hueon, soy tu padre. Tienes como nueve años más que yo, ¿quieres que te trate de don? ¿De usted, como los cuicos? Dieciséis. Tengo dieciséis más que tú. Callan. Álvaro lo mira, se fija en el mentón de Ignacio. El chico no se ha afeitado en varios días. Silencio. Veo que ahora te puedes afeitar. Tengo diecisiete. Y no, ojalá. Es pura pelusa. Le doy como caja al Benzac, eso sí. ¿Sabes lo que es Benzac?

¿Una droga? Ignacio lo mira fijo, a los ojos y luego se ríe un poco. Es un remedio para la grasa. Es una crema. Recara. Sudo grasa. ¿Te pasaba? No. ¿No? No. Silencio. Los dos miran la gente ir con sus maletas a los estacionamientos. ¿Seguro que soy tuyo?, le pregunta el chico con un tono suave, precambio-de-voz. ¿No soy de tu amigo? ¿De ese Roque que luego lo internaron por bipolar? ¿Quién te dijo eso? Roque. Ése sí que es un loser. Eres mío, cien por ciento. Tenemos el mismo ADN. Tenía dieciséis años, Ignacio. Dieciséis. Era menor que tú. ¿Te imaginas teniendo un hijo a los dieciséis? ¿Por qué no acabaste afuera? ¿Por qué no te pajeaste al lado? ¿Has tirado? Huea mía. ¿Ahora te venís a hacer de padre y querís saber mis cosas? ¿Qué más querís «compartir»? Esto no es un puto comercial con momentos padre-hijo. De improviso, Ignacio se acerca a él, lo abraza y, con su celular, se toma una foto. Una pareja de ancianos con pinta de escandinavos sonríen y se tocan las manos. Ahí: un recuerdo. ¿Feliz? Un puto momento Kodak-Nescafé digital. Muéstraselo a tus minas: tener hijos siempre funciona. Lo encuentran amoroso. Silencio. Un silencio largo. Era chico, Ignacio. Era muy, muy pendejo. No tuviste que dejarme botado. Yo tuve un perro. Lo cuidé. Se murió. Pero lo quise. Y era muy, muy pendejo. Yo te quiero.



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¿Cambiemos de tema? Me cargan estos temas. Tengo que ir al baño. Me cuidas el bolso. Tienen candado. Igual no lo puedes abrir. 15. Ignacio camina por un largo pasillo con afiches de aviones antiguos. Suena una música de hotel, orquestada, falsa. Ignacio ingresa al baño. Se lava las manos. Luego va al urinario pero no necesita hacer. Se queda ahí. Solo. Regresa a los lavamanos y se lava las manos de nuevo. Se mira. Hace algunas morisquetas. Se toca la nariz. Se aprieta unos granos. Con el pulgar, se refriega la nariz y luego lo apoya en el vidrio. La huella del dedo con la grasa queda marcado en forma clara. Con otro dedo dibuja dos ojos y una sonrisa al revés. Extrae otro Ravotril y se lo toma con el agua de la llave. Saca el celular, mira la hora. Se toma una foto. Se sienta en el lavamanos. Revisa sus contactos en el teléfono y encuentra mamá. Marca. Espera. Mamá: lo odio, le dice. Lo odio. ¿Cómo te pudiste meter con él? Ahora se las quiere dar de buena onda. No sé de qué hablarle. ¿Por qué le dijiste que viniera a verme?

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16. Álvaro sentado en la mesa del restaurante del hotel. Mira su celular. Busca a quién llamar pero no encuentra nadie. Mira la hora en un reloj que está en la pared. Escucha a unos tipos orientales conversar. Álvaro saca un Ravotril de su bolsillo y se lo traga con el resto del agua mineral que le queda en el vaso. Observa el bolso-mochila de Ignacio. Se agacha y con la mano toca uno de los bolsillos exteriores. Toca el cierre y lo abre. 17. Ignacio regresa a la mesa y llama al mozo. Se miran. Te demoraste, le dice Álvaro. Me dolía la guata. ¿Estás bien?

Bien. Nervioso. Por el viaje. El mozo por fin se acerca. Un vodka tonic. ¿Tú? Son las once de la mañana, Ignacio. ¿Querís o no querís? ¿Tienen leche? ¿Querís leche? Un etiqueta negra, doble. El mozo parte rumbo al bar. Estás... estás más hombre. Han pasado cuatro años. Time flies, dude. Silencio. Silencio. Silencio. Este hotel es nuevo, comenta Álvaro. Lo inauguraron recién. Ah. Yo una vez fui a Buenos Aires, por la editorial, y no pudimos despegar por la niebla, una niebla densa, densa, no se veía nada, pero nada y cancelaron todos los vuelos y me tuve que regresar a la ciudad y el taxi casi no podía avanzar por la niebla; al final terminé por dormir en un hotel muy malo que daba como asco. Tanto que no me atreví a sacarme los calcetines. ¿Y por qué me cuentas esta historia? Ah, no..., por... por lo del hotel. Es bueno que haya un hotel en un aeropuerto. Cuando se cancelan los vuelos o alguien pierde una conexión. Si en Buenos Aires hubiera habido un hotel me hubiera quedado ahí. Pero hubiera estado lleno. Colapsado. Por la niebla. No creo que sólo tu avión no pudo despegar. Silencio. También sirven para reuniones. Un tipo puede volar hasta acá, cruza, hace la reunión acá, y parte de vuelta. Es bueno. Silencio. ¿Supiste del austríaco? No. La semana pasada. Lo leí en el Emol. ¿Qué?


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Nada: que estoy de acuerdo que es conveniente que haya un hotel en el aeropuerto. Reconveniente. Sobre todo para el austríaco. Sobre todo para él. ¿Qué pasó con él? Nada: cumplió como cuarenta años o algo así de decadente y, no sé, no cacho, pero le dio la depre, mal, algo le pasó y nada, quiso venir para acá, al fin del mundo y se tomó un avión y viajó como nueve mil horas y llegó acá, aterrizó, pasó por la aduana con su maleta llena de ropa y libros en austríaco y cruzó igual que nosotros y llegó a este hotel y estaba cansado y solicitó una pieza y sacó su tarjeta de crédito y la pagó y subió y se dio una ducha porque el hueón estaba cerdo después de todas las horas de vuelo y cuando terminó, así en pelotas, abrió la ventana y saltó del séptimo piso. El tipo seguía de cumpleaños por el cambio de hora. Se mató. Llegó la policía y todo. Salió en el diario y lo leí. Eso. La gente se mata mucho en los hoteles. Eso dicen. Yo he estado más en campings. ¿Te has tratado de matar? No. ¿Lo has pensado?, insiste el chico. No. ¿No? ¿No sientes como la culpa te ahoga a veces? No. Me ahoga, sí, pero no es para tanto. Claro: no es para tanto. Silencio. ¿Por qué me contaste esta historia? ¿Es verdad? Claro que es verdad. ¿Cómo no va a ser verdad? ¿Por qué habría de inventarla? ¿De donde sacaría la idea? ¿Por qué creís que la inventé? Es que no entiendo por qué me la contaste, le insiste Álvaro. ¿Qué querías decirme? Que un austríaco se tomó un avión y se mató. Quizá le daba vergüenza matarse en Austria. Es un país chico. Yo no me mataría en Puerto Montt, me mataría en Mannheim. Matarse igual es como una huevada privada, yo creo. ¿Seguro que estás bien?

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¿Seguro que estás bien? Ignacio recibe un mensaje en el celular. Un ruido como una copa que se quiebra. Lo mira, se ríe. ¿Qué es? Una huevada. Unos conejos cinéfilos. Un dibujo animado. ¿Quién te lo envió? Alguien. Es privado. Mis temas. ¿Puedo ver lo que te enviaron? Le pasa el celular. Mira el corto animado. TiTanic resumido en treinta segundos. Se ríe. ¿Bueno?, le pregunta el chico. Bueno, muy bueno. Silencio. Llegan los tragos, los dos se lo toman al seco. Pide la cuenta, le ordena el chico, mirando la hora en su celular. Me gustaría... ¿Qué? Que me gustaría... Verme más. Hacer cosas. Todo el mundo quiere lo mismo. Me tengo que ir. No quiero perder el avión. Otro verano quizá, papá. Otro. Álvaro se queda en silencio. Mira la cuenta, paga. Álvaro se demora en atinar pero de a poco, procesa algo y comienza a sonreír. ¿Qué? Silencio. Pausa. Nada: me trataste de papá. Silencio. Se miran. Ignacio trata de no sonreír, pero sonríe. Los dos sonríen. 18. Ruido de avión despegando. Álvaro guardando su mochila en la mota. Mira hacia arriba, al cielo. Su celular hace un ruido seco. Lo saca. Es un mensaje. De Ignacio. Lo abre. Es una foto. Una foto de los dos. En el hotel.


etiqueta negra

M A R Z O

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96_ LINIERS




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