Etiqueta Negra - 62

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04_ LIBRERÍA

TODO ESTÁ ESCRITO

SUPERMERCADO

PORTAFOLIO LITERARIO

BONUS TRACK

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22_

42_

96_

Juan Bonilla

Alejandro Zambra

Vasco Szinetar

28_

24_

Alice Flaherty

Rómulo Meléndez

58_

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Francisco Goldman / Aura Estrada

Fritz Berger Ch.

LIBREROS DE VIEJO

ESA MANÍA DE ESCRIBIR

CUENTO HOMENAJE

DICCIONARIO DE LA LENGUA

ESCRITORES FRENTE AL ESPEJO

LINIERS

MANUAL DE INSTRUCCIONES

BIBLIOTECA DE AUTOAYUDA

68_

ACERCA DEL PLAGIO Jonathan Lethem

85_ Ficcionario

por Juan Gabriel Vásquez

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El último corrido



06_ QUIÉNES SOMOS

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AÑO 7 - JULIO 2008 DIRECTOR EDITORIAL Daniel Titinger dt@etiquetanegra.com.pe

DIRECTOR FUNDADOR Julio Villanueva Chang chang@etiquetanegra.com.pe

EDITOR GENERAL Marco Avilés ma@etiquetanegra.com.pe

PRODUCTORA Isa Chirinos isa@etiquetanegra.com.pe

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ASESORES DE CONTENIDO Jaime Bedoya Enrique Felices DISEÑADOR Mario Segovia Guzmán ASESORES DE ARTE Sheila Alvarado Augusto Ortiz de Zevallos Sergio Urday

EDITOR FICCIÓN Diego Salazar ds@etiquetanegra.com.pe

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08_ CARTA

EL ESCRITOR FANTASMA

lo merecía. Ghost writer es la definición en inglés, políticamente correcta: escritor fantasma. Escritor en la sombra. El negro literario existe porque hay gente que nació para vender –su imagen, su éxito, sus ideas, su falta de ideas–, pero no para escribir. Un editor con olfato sabe lo que hace: de un ídolo mediático con una

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grabadora puede nacer un best seller. La prosa de Vare sido negro. Fue hace algunos

gas Llosa compite con la de Maradona en una librería,

años, no mucho. Negro litera-

y gana el Diez. Existe el negro literario porque hay más

rio, aclaro, por claridad, pero sobre todo

biografías emocionantes que sujetos capaces de po-

porque necesitaba el dinero. Me explico:

nerle a un sujeto un predicado. Hay vidas de película,

como suele pasar, ésta es la historia real

pero hacer películas es muy caro. Un negro literario, en

de un editor con un gran tema para un li-

cambio, vende su pluma por tres almuerzos. Hay escri-

bro. El editor un día me dice: Tengo un

tores fantasmas porque mi vida vale un libro, piensa

gran tema para un libro. El libro ven-

alguien, pero no tengo tiempo para dedicarle tiempo.

dería miles de ejemplares; obvio, el edi-

O mi vida no vale nada, pero necesito un libro (un ár-

tor ya tenía identificado al

bol, un hijo). No se requiere mucho tra-

autor. El libro lo firmaría

bajo para alcanzar la posteridad; sólo

C. Entonces, C era tan po-

hace falta un negro literario para que

pular, exitoso y querido

la escriba. «¿Está considerando la posi-

que, a su lado, uno también

bilidad de SER un escritor?», pregunta

se sentía algo ganador. Lo

en internet una agencia de negros lite-

malo es que C no escribía

rarios. «Asociar su investigación y sus

ni una línea. Incluso habla-

ideas con la capacidad profesional de

ba con dificultad. Lo bueno

un escritor sin firma o negro literario,

es que yo escribiría el libro

le ayudará a crear un producto redon-

–en realidad, seríamos dos

do», continua la agencia. Y concluye, a

quienes lo haríamos: cualquier ídolo pue-

modo de autoayuda: «La vida es corta, demasiado cor-

de caer en desgracia de un día para otro,

ta para pasarla sentado en su escritorio mirando a una

y había que apurarse– y me pagarían bien

hoja de papel en blanco en una pantalla». Qué tontos.

por hacerlo. Eso sí: mi nombre no figura-

Aún hay quienes creen que la literatura es la vida.

ría en la portada ni en los interiores ni en el prólogo ni en los agradecimientos. Entiéndelo: no eres nadie, muchacho, no existes. Bienvenido al mundo de la literatura, negro literario. He sido negro literario; es decir,

daniel titinger

escribí un libro que otro firmó porque se

dt@etiquetanegra.com.pe



10_ CÓMPLICES

JUAN BONILLA España. Escritor. Ganador del Premio Biblioteca Breve Seix Barral por la novela Los príncipes nubios. Sus cuentos han sido reunidos en la antología basado en hechos reaLes. Dirige la revista Zut.

JONAthAN LEthEM

Una vez leí en Claudio Eliano que las moscas ahogadas resucitan si las cubres de ceniza y las pones al Sol. Le hice caso, ahogué una mosca, la cubrí de cenizas, la puse el Sol, y la mosca no resucitó. La literatura me convirtió en un asesino. A Alonso Quijano lo volvió mala persona (aunque luego salió a la vida y se hizo sabio). En fin...

Estados Unidos. Escritor. Ha publicado siete novelas, dos colecciones de historias y un ensayo. Su libro huérfanos de brookLyn ganó el National Book Critics Circle Award. El libro que tiene en sus manos debería sentirse como una cura necesaria, como la promesa de un mapa del tesoro, como la placentera culpabilidad de la pornografía, tan urgente como una escena de persecución. De otra manera, bandónelo, hay uno mejor uno que lo espera justo debajo de muchos amontonados.

SERGIO DAhBAR Venezuela. Periodista y escritor. Dirigió el diario eL nacionaL de Caracas. Ha publicado los libros de crónicas sangre, dioses, MudanZas y gente que necesita terapia. eL arte deL periodisMo de investigación será su próximo título.

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La primera frase de La casa de papeL, del argentino Carlos María Domínguez, no deja lugar a dudas: Uno ha tropezado con un escritor diferente. No hay demasiados como él.

ALEJANDRO ZAMBRA Chile. Escritor. Ha publicado las novelas bonsái y La vida privada de Los árboLes, ambas en editorial Anagrama, y los libros de poesía bahía inútil y MudanZa. Leí a Proust, a Mann, a Dostoievski y a Bolaño durante un largo período de cesantía, en 1999, si mal no recuerdo. Por eso asocio la lectura de novelas largas al desempleo. Repartía curriculums por la mañana y al mediodía ya estaba leyendo. Fue un tiempo muy bueno: yo era flaco y feliz.

RÓMULO MELÉNDEZ Perú. Periodista. Es asesor social-jurídico en Ámsterdam, donde dirige la radio Círculo Dilecto. Ha publicado seis libros. Cada vez que Herman Brusselmans publica un nuevo libro siento un regocijo interno inexplicable. Si lees algo de él, será difícil que lo dejes. Escribe en un holandés peculiar, irónico, con un cierto tono aristocrático. Su libro Mujeres sin cerebro está siendo traducido al español. Paciencia.


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Francisco GoLDMan Estados Unidos. Escritor. Ha publicado el reportaje tHE art of political murdEr y la novela El Esposo diviNo (Anagrama). Ha creado el Premio Aura Estrada (www.auraestradaprize.org) para escritoras menores de treinta y cinco años. Imaginas vidas ajenas en búsqueda de las metáforas de tu propia existencia.

aLice FLaHertY Estados Unidos. Neuróloga y escritora. Ha publicado tHE midNigHt disEasE, un estudio de las enfermedades mentales de los escritores. Trabaja en la Universidad de Harvard. Los hospitales psiquiátricos no son lugares terribles para escribir (alguien hace todas las cosas por ti; es como estar en un útero). A menos que pases demasiado tiempo en tu cuarto escribiendo y alguien escriba «aislada» en tu historia clínica.

Franco zeGoVia Perú. Sociólogo y diseñador. ¿Literatura? Es como la letra kaf de la que habla Borges: tiene poder sobre la vida, sirvió para formar el Sol en el mundo, el miércoles en el año y la oreja izquierda en el cuerpo.

Vasco szinetar Venezuela. Fotógrafo. Es editor gráfico en el diario El NacioNal de Caracas. Integra la Fundación para la Cultura Urbana. Fundador de la galería El Daguerrotipo. El humor es una forma de conocimiento y acercamiento a los seres humanos. Esto lo aprendí de las conversaciones entre el poeta Dominique de Roux y Witold Gombrowicz, un autor al que leí en 1972, mientras yo estaba en Polonia.

JUan GaBrieL VÁsQUez Colombia. Escritor. Ha publicado las novelas los iNformaNtEs e Historia sEcrEta dE costaguaNa, que obtuvo el Premio Qwerty (Barcelona). Ha escrito la biografía de Joseph Conrad El HombrE dE NiNguNa partE. «Mientras que anunciar la muerte de la novela es una especie de peaje intelectual que cada generación debe pagar, nadie nunca se preocupa por la muerte del cuento, y miraríamos a quien lo hiciera con cierta compasión, como si hubiera perdido un poco la perspectiva de las cosas o ignorara las prioridades adultas de la literatura. El cuento no se muere».


12_ LIBREROS

LA CALLE DE LOS LIBROS

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E N E R O

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una crónica de juan bonilla

Hay librerías-supermercado y librerías de viejo a las que sólo llegan eruditos y buscadores de tesoros. Existe una en Costa Rica que funciona en una peluquería y otra más discreta, en Ecuador, cuyos volúmenes se ofertan dentro de un burdel. Pero detrás de esa apariencia engañosa, una librería de viejo es un lugar aristocrático, donde sólo se vende lo mejor. ¿Serán sus libreros los críticos más severos de la literatura?


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fotografĂ­a: getty images


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que he buscado libros es una que hay en el centro de San José de Costa Rica, descubierta por azar. Librería y peluquería de señoras. Yo iba caminando bajo la persistente llovizna que, puntual, moja las calles de la ciudad después del soleado mediodía, y de repente, aquella boca abierta en un edificio cualquiera, unos montones de libros por el suelo, un tipo viendo béisbol en un televisor portátil, y sí, aunque no pudiera creerlo, con un fondo de señoras ante el espejo vigilando cómo les hacían las permanentes o les teñían las crenchas, aquello era una librería. Cómo no entrar. Salí de allí una hora después, con la historia del local lista para ser transcrita en mi cuaderno: fue librería antes que peluquería, pero el viejo que la fundó murió, una de sus hijas decidió que quería utilizar el local como peluquería y otro, que tiene una librería a tres calles, dijo que ni hablar. Quedaba el hijo tonto; no opinaba: era el que estaba viendo béisbol en la tele. Así que se repartieron el local, la mitad para la peluquería y la otra para la librería. Habría sido milagroso encontrar algo de

valor allí, abundancia de novelas policíacas, interesantísimos libros sobre política centroamericana, ediciones de bolsillo descuajaringadas. En los locales así es inevitable que el buscador baje el listón de sus exigencias: nos conformaríamos con cualquier novelucha que tuviera al menos una portada bonita, con casi cualquier cosa impresa en algún lugar mítico, como Antigua, sólo por tener algo impreso en esa ciudad. Tuve suerte: pesqué una edición de los SalmoS, de Cardenal, y eso es todo amigos. Le pregunté al espectador del partido de béisbol por esa otra librería que tenía el hermano. Me dijo que su hermano era un genio, que era el hombre que más sabía de libros del mundo, que cualquier cosa que buscara él me la iba a encontrar seguro, así fuera un libro jamás escrito ni publicado por nadie (esto último me fascinó: un librero que se dedica a escribir libros que sus clientes buscan a pesar del evidente handicap de que nadie los escribiera nunca). Así que de la peluquería de señoras partí hacia esa meca de la bibliofilia, una especie de chiringuito abarrotado de libros donde triunfaba sin duda el género religioso y de autoayuda. En los diez minutos que permanecí allí entraron seis personas a preguntar por cosas del tipo Haz que tu vida Sea un domingo radiante y Cómo Caerle bien a quieneS leS CaeS mal. El librero se sonrió al yo contarle lo que su hermano me había dicho de él, y bastó que cruzáramos los guantes para que entendiera que ni el hombre estaba interesado en los libros ni estaba allí por otra cosa que obligación filial. Pensé que había una historia enterrada: en realidad al librero no le gustaba tener abierta aquella tienda, lo hacía por pura obcecación, por no dejar que su hermana se saliese con la suya, por demostrarle que a la muerte del padre, mandaba él. Así que había generado aquel establecimiento único –no creo que haya ninguna otra librería-peluquería de señoras en todo el mundo– sólo para impedir que su hermana le ganara aquella partida. En la segunda tienda no encontré nada con lo que me apeteciera cargar, y a punto estuve de tratar de venderle el libro de Ernesto Cardenal que le había comprado a su hermano por un dólar. Según parece, en San José es habitual que tiendas que se dedican a otra cosa guarden allá en un remoto rincón de su fondo unas pilas de libros que ya estaban allí cuando se abrió el negocio. En una colchonería de la Plaza González Víquez, el escritor Tomás Saraví –que iba buscando una almohada– dio con algunas joyas bibliográficas del siglo XVIII que habían sido puestas sobre una mesilla de noche como para hacer de atrezzo o utilería. Las dos citas imprescindibles para quien vi-


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site la capital de Costa Rica son El Erial, una librería pequeña, que aparentemente no contendrá nada que vaya a alegrar nuestras estanterías, y Expo 10, un perfecto laberinto caótico en cuyo centro hay un ring cuya lona, ahora alfombrada de volúmenes, quizá recuerde aún en algún sueño las mejillas de los boxeadores que fueron noqueados sobre él. En El Erial hay que ser insistente, mentar los miles de kilómetros que hemos hecho para llegar allí, y puede que convenzamos a quien nos atiende de que nos abra el zaguán donde guarda las piezas privilegiadas: es un peligro hacerlo, porque si se nos abre el zaguán habrá que comprar algo, y puede que en esa temporada al librero le haya dado por privilegiar manuales médicos o novelas de Virginia Woolf, dos categorías en las que nuestro interés no se siente concernido. Expo 10 es una experiencia por la que debe pasar todo bibliófilo, y debe hacerlo sin escafandra que lo defienda. Retiras un libro y puede venírsete una montaña encima, y al rato aparecerá tu cabeza abriendo una boca en la montaña y en tu mano el libro que echó abajo el cúmulo de volúmenes, bien apresado, porque es una primera edición de las GreGuerías, de Ramón Gómez de la Serna, con su cubierta ajedrezada y su letra minúscula. Dice la leyenda que han sido unos cuantos los bibliófilos que se perdieron por los laberintos de esta tienda. Cuántos: pues diez, naturalmente, por eso se llama así, porque diez viajeros desprevenidos no encontraron la salida del bosque en el que tan fácil resultaba entrar. También en La Habana es fácil dar con librerías que parecen vender otras cosas o, mejor dicho, en las que aparentemente no se vende nada. Alguien saca al patio de la casa unas decenas de libros como si el patio de la casa fuera el lugar destinado para alinear las lecturas que piensa hacer en los próximos dos años, se sienta a mirar pasar la vida, a hacer tiempo o dejarse hacer por el tiempo, y ya está: tú transitas por allí, echas una ojeada, das las buenas tardes, el vendedor te saluda y te ofrece un café, tú ingresas en el patio, te pones a curiosear y a lo mejor das con un Virgilio Piñera que llevabas buscando hace tiempo o con una cosa que no conocías de Antón Arrufat, y el vendedor te la regala a un buen precio, y te da indicaciones para que llegues a

otras casas donde también se venden libros. Los principales clientes de esas casas son, claro, los propios libreros de La Habana, que tienen su cuartel general en la Plaza Vieja, un exquisito espectáculo diario donde aún te puedes topar con algún número de OríGenes. En la era de internet cualquier tienda está abierta las veinticuatro horas para ofrecerle lo que usted estaba buscando. Latinoamérica es, para los coleccionistas de libros en español, un hondo almacén apenas explorado por unos cuantos pioneros. En un portal tan importante como Iberlibro.com, líder del mercado del libro viejo en español en internet, hay unos cuantos libreros bonaerenses (con cuentas bancarias en Miami o España), algunos peruanos, uno venezolano y poco más: ningún cubano, ningún colombiano, ningún mexicano. Lo que significa que es en Colombia, Cuba y México donde hay que ir a buscar libros no registrados en la red, donde aún nos pueden aguardar sorpresas antiguas, de la época en la que uno iba a las librerías de viejo a sabiendas de que no iba a encontrar nada de lo que buscara, sino que iba a buscar cosas que no esperaba encontrar. El librero sevillano Abelardo Linares transita desde hace treinta años por las sendas de las librerías y mercadillos latinoamericanos, donde ha encontrado auténticas joyas y vagones y vagones de libros a los que adecentaba con precios altos que tuvieron un doble efecto: la dignificación de autores menores, y el plagio de sus compañeros de profesión, que inmediatamente subieron también los precios. Se decía que Linares era como Atila: por donde su caballo pasaba, no volvía a crecer un libro, pero es una exageración malhadada. Con internet se ha perdido uno de los grandes valores de la búsqueda de libros: encontrarte con una ganga gracias a que tu información privilegiada se daba de bruces con la ignorancia orgullosa o la indiferencia absoluta del librero, para quien aquel Porfirio Barba Jacob cuyas rOsas neGras te había pintado un halo de santidad en la cabeza al encontrarlo en una montaña de libros, no era más que un librito de papel amarillento y quebradizo que te podías llevar por cinco pesos. Ahora cualquiera que ingrese libros en las bases de datos de internet lo tiene fácil para calibrar cuál es el precio adecuado que el mercado le impone. Si, por poner un ejemplo, tiene usted un ejemplar de se rueGa nO dar la manO, del futurista Alfredo Mario Ferreiro, y quiere sacarlo a la venta en Ebay o Todocolección, consultará antes cuántos ejemplares se ofertan en Iberlibro, y verá que hay dos, y que ambos pasan de los setecientos dólares, de donde deducirá usted con muy buen tino que adjudicarle un precio de treinta dólares es una estupidez, como lo es también imponerle uno de mil doscientos dólares. Así que bajará usted el precio de los ejemplares que se ofertan y le colocará un, digamos, quinientos dólares en el margen superior de la página de respeto. Si al mes no lo ha vendido, baje a cuatrocientos. Si tampoco, póngalo en trescientos: ahí se lo compraría yo si no fuese porque lo encontré en la que hasta ahora era la librería más rara en la que yo hubiera entrado nunca.


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Estaba en una casa del centro ALGUIEN QUE ESPECTABA UN el momento en que, de las que integraban la de Quito. Había sido la casa del poe- PARTIDO DE BÉISBOL EN COSTA plantilla del burdel no quedaba una sola que ta y narrador Oswaldo Bustos. Este RICA ME DIJO QUE SU HERMANO hubiese conocido al poeta. Así que la jefatuhombre, de corazón plañidero y ERA UN GENIO, QUE ERA EL HOMBRE ra de la casa decidió aprovechar aquel espaprosa enamorada de los anacolutos, QUE MÁS SABÍA DE LIBROS DEL cio inservible de la biblioteca para agrandar poco después de enviudar, y al saber MUNDO, QUE CUALQUIER COSA el número de cuartos del burdel, y los libros que algunas de las muchachas boni- QUE BUSCARA ÉL ME LA IBA A se pusieron en venta. Todo esto me lo contatas que frecuentaba para no olvidar ENCONTRAR SEGURO, ASÍ FUERA UN ba el también poeta y narrador ecuatoriano con los vapores de la tristeza que si LIBRO JAMÁS ESCRITO NI PUBLICADO Gonzalo Reyles, después de decirme: voy a somos polvo hay que acudir a nues- POR NADIE (ESTO ME FASCINÓ: UN llevarte a la librería más hermosa del muntro destino a base de polvos, estaban LIBRERO QUE ESCRIBE LOS LIBROS do. Llevaba razón: no creo que haya librería siendo perseguidas por ofrecer sus QUE SUS CLIENTES BUSCAN A en el mundo con dependientas más agraciaencantos en la acera pública, decidió PESAR DEL EVIDENTE HANDICAP DE das (y en número tan elevado). Era un lugar dar acogida a sus favoritas, permi- QUE NADIE LOS ESCRIBIERA NUNCA) digno del sueño mejor de Faulkner, que ya saben que defendía que no había sitio más tiéndoles que recibieran a sus clienadecuado para un escritor que un burdel, tes en la planta baja de la casa. Pero dado que durante el día reina el silencio y como el número de sus favoritas era durante las noches trona el deseo y la fiesta creciente, y las muchachas le agrade la vida. Las mujeres eran bonitas y cadecían la acogida con cariños y alguras, los libros pocos y baratos: no sé si es el nos billetes que hicieran las veces de sueño de un bibliófilo. Encontré en las tres pago del alquiler, sin comerlo ni beo cuatro estanterías que aún quedaban de berlo el gran Oswaldo se encontró, lo que fue la biblioteca de Oswaldo, el libro a los setenta años, regentando un extrañísimo del futurista uruguayo. ¿Cómo burdel en cuya planta de arriba, jusno se lo había agenciado antes nadie? Por to al lado de una de las habitaciones una de esas imprudencias afortunadas de acondicionadas para que los clientes quienes se dejan llevar por naderías para deshincharan sus ansias, estaba su clasificar un libro: al ordenar la biblioteca, a biblioteca, donde el poeta pasaba la alguien, al propio Oswaldo acaso, le dio por mayor parte del día y de la noche. pensar que el libro de Ferreiro pertenecía a Sus ejercicios físicos pertenecían a una categoría a la que había bautizado como dos clases: las del amor –cuando de «Modales y Normas de Urbanidad»: el Se vez en vez le mordía el deseo y bajaruega no dar la mano, fue considerado títuba a ver quién estaba libre para ayulo de un manual para enseñar a los lectores darle a matar el desasosiego– y las cómo comportarse con, no sé, dictadores, de la bibliofilia –pues cada mañana secuestradores, lectores de Paulo Coelho. hacía una ruta de puestos y nichos Así que lo encontré junto a un mil formaS donde se mercaban libros, y todavía de comportarSe en mil SituacioneS diferenteS encontraba cosas raras, volúmenes o manual de diplomacia y comportamiento. valiosos que pasaban de inmediato a Reyles me contó que él había descubierto el burdel-librería buscando integrar su colección. Al morir el literato dejó bien burdeles en Quito, aunque luego vino otras veces más interesado en la claro que su casa, con la biblioteca incluida, perlibrería. Le dije que a mí podía pasarme perfectamente al contrario. tenecía a las putas a las que había ido dando alojo Cuando Reyles descubrió la casa de Oswaldo y lo llevaron al cuartito en sus últimos años, y como el elenco de mujeres de los libros –suerte la suya de que todos los otros cuartos estuviesen cambiaba dependiendo de las circunstancias –muocupados– apenas pudo hacer caso a las caricias de la chica con la chas de ellas enamoraban a un cliente y éste creía que había subido: ya sólo tuvo ojos para las filas de libros. Los títulos salvarlas comprometiéndose en matrimonio– llegó



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que me citó me hicieron sentir envi- AL MORIR EL POETA OSWALDO tiempo suficiente el librito sobre las pesadia: un Historia de la eternidad, de BUSTOS DEJÓ SU CASA, BIBLIOTECA dumbres de los adolescentes irá menguando Borges; un dador, de Lezama Lima; INCLUIDA, A LAS PUTAS A LAS QUE de precio mientras el libro de poemas del una colección completa de la revista HABÍA ALOJADO EN SUS ÚLTIMOS autor nuevo irá subiéndolo. Dentro de unos Motocicleta, de Hugo Mayo; un sue- AÑOS, Y COMO EL ELENCO DE lustros alguien pagará una cifra importante MUJERES CAMBIABA SEGÚN por ese ejemplar –y saldrá de la tienda donnan tiMbres, de Luis Vidales; un MoLAS CIRCUNSTANCIAS, EN UN de lo compre o le dirá al cartero que se lo lino rojo, de Jacobo Fijman. Y todos, MOMENTO NO QUEDABA UNA entregue: ¡el primer libro de X!– mientras por supuesto, a precios de saldo. La ignorancia de quien ven- SOLA QUE HUBIESE CONOCIDO AL que ni los herederos del autor del librito sode es la más fértil colaboradora del LITERATO. ASÍ QUE LA JEFATURA bre las pesadumbres de los adolescentes se buscador de libros. Por supuesto que DE LA CASA DECIDIÓ APROVECHAR acordará de ese título. Los libreros de viejo es muy difícil explicarle a quien no EL ESPACIO INSERVIBLE DE LA apenas se equivocan –y es una suerte para comparte estas pasiones dónde está BIBLIOTECA PARA AUMENTAR LOS el coleccionista cuando pilla a uno de ellos la gracia, por qué se nos pone cara de CUARTOS DEL BURDEL, Y LOS equivocándose–: ¿Quién es el poeta espaLIBROS SE PUSIERON EN VENTA ñol más importante del siglo XX? Está claro tontos por haber conseguido el reportaje de Ramón J. Sender Madridque hay disputas, pero todos ellos son casi Moscú, o la primera edición del priinalcanzables en las librerías de viejo: Juan mer libro de Paul Morand, o –no te Ramón Jiménez, Lorca, Cernuda. Mil euros lo vas a creer– nada menos que Zang vale ya la primera edición de Moralidades, de tuMb tuMb firmado por Marinetti. Gil de Biedma. Villaespesa, que era el poeta No, lo mejor es no dar explicaciones, más importante de su época, o eso creía él, ha aunque si alguien quiere curiosear bajado al infierno de los veinte euros. en la enfermedad puede repasar las Me dirán: hablas demasiado de dinero. memorias del librero Palau, donde Quien mejor escribiera sobre este vicio, Cyril hay anécdotas muy sabrosas sobre la Connolly, también lo hacía. Y me parece jusbibliofilia, o los diarios de Trapiello, to. Que en estos tiempos el valor de algo se llenos de retratos de libreros y buscaexprese en euros puede parecer poco poétidores, o el libro de José Luis Melero co, pero es mejor que se mida en euros a que leer para contarlo. Aquello que no se mida en tesis dedicadas a un autor, ya me sepas compartir, atesóralo sin rebaentienden. Los libreros de viejo son también jarlo con explicaciones. Lo cierto es los encargados –hablo naturalmente sólo que los libreros de viejo son los más de aquellos que están dispuestos a jugar su temibles críticos literarios. Fíjense papel de agentes culturales– de un acto de en sus catálogos: rara vez se equivojusticia poética: devolverle la importancia a carán. De la muchedumbre de títulos raros, a los olvidados, a quienes, siendo los recientes que han sido editados importantes en el mundo del libro viejo, no en España, el noventa y nueve por son ni siquiera nombres fuera de él. De ahí ciento pronto será pasto de los libreque muchos de esos autores menores, que ros de viejo, que los castigarán con editaron en colecciones ignotas y en tiradas precios humillantes –y aún así no los venderán–. mínimas, vivan siempre, en esa dimensión distinta que es la libreEn las librerías de nuevo triunfa una democracia ría de viejo, una edad dorada, mientras tantos y tantos de los nomaparente, que permite que un librito sobre las pebres importantes de la época en la que vivió sean hoy, en esa misma sadumbres de los adolescentes cueste lo mismo que dimensión pero también fuera de ella, puro ripio. Son una lección un magnífico libro de poemas de un autor nuevo. constante contra la prisa de estos días. Tranquilos, parecen decirnos Esa democracia aparente se desliza hacia la aristodesde sus casetas, os estamos esperando con el lápiz afilado para clacracia sin pudor en las librerías de viejo: pasado el varos el precio que os merecéis.


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fotografĂ­a: getty images


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Por supuesto que no sólo de LOS LIBREROS DE VIEJO SON LOS la pistola que te acabas de regalar. Lo malo es los establecimientos excepcionales MÁS TEMIBLES CRÍTICOS LITERARIOS. que el vendedor, seguramente, tiene un arma en los que el libro se merca –por- ¿QUIÉN ES EL POETA ESPAÑOL más potente que la tuya y que será diez veces que ya estaba allí cuando se abrió MÁS IMPORTANTE DEL SIGLO XX? más rápido que tú. el negocio y no aparecerán en las ESTÁ CLARO QUE HAY DISPUTAS, Y en Lima está el Mercado Amazonas, guías para bibliófilos–, vive el bus- PERO TODOS ELLOS SON CASI al que me llevó un amigo escritor. Me dicador de libros. Hay que pasar por INALCANZABLES EN LAS LIBRERÍAS jeron españoles residentes en la capital del los lugares sagrados del vicio. Y si DE VIEJO: JIMÉNEZ, LORCA, CERNUDA. Perú: ni se te ocurra ir allí, y al preguntar en Europa es fácil hacer un mapa MIL EUROS VALE LA PRIMERA por qué demonios no iba a ir me respondieque una la Cuesta de Moyano de EDICIÓN DE MORALIDADES, DE GIL ron: puede que te apuñalen. La sensación de Madrid, de capa caída hace años, DE BIEDMA. VILLAESPESA, QUE ERA que iba a ir a un sitio realmente peligroso con los bouquinistas del Sena, o EL POETA MÁS IMPORTANTE DE SU se acrecentó cuando al decirle al conduccon Charing Cross de Londres, en ÉPOCA, O ESO CREÍA ÉL, HA BAJADO tor dónde me proponía ir, el conductor, AL INFIERNO DE LOS VEINTE EUROS con cara de haber recorrido millones de Latinoamérica el mapa ha de comenzar por la calle Donceles del kilómetros sin salir de Lima, puso cara de D.F. y bajar como una especie de «está de broma». «¿Al Mercado Amazonas tobogán hasta el subterráneo de de Lima?», quiso saber, y enseguida se echó la calle Florida de Buenos Aires. a reír porque pensaba que estaba uno broSi lo piensas es sólo una calle, una meando. Pero no, nada de bromas, estaba calle de miles de kilómetros, pero uno preparado, había hecho caso a sus amiuna calle al fin y al cabo. Las tiengos, no llevaba celular, ni cartera, ni nada das hondas de Donceles, con sus que nos pudiera ser arrancado de un tirón vitrinas a la entrada dedicadas a –salvo el alma– aunque, imperfectos que escritores mexicanos a los que se somos, todo en nosotros era apuñalable. les enaltecen con precios que nin«Es mejor que no lleve espejuelos», me dijo gún español ni argentino (llámenel chófer. Me quité las gafas de sol. se Lorca o Borges) va a obtener, y Y el Mercado Amazonas era mucho luego un laberinto de montes de menos peligroso de lo que lo pintaban quielibros a los que, a modo de bannes no se habían atrevido a ir nunca. Pasa derita, se les ha colocado el aviso: a menudo: gente que te quiere bien te dice «Sepa el señor cliente que si retira que no se te ocurra ir a este sitio o al otro, un libro de este monte y el monte que no saldrás vivo de allí, que repatriar tu se viene abajo, le tendremos hasta cuerpo te va a costar un ojo de la cara (y prela hora del cierre recomponiéndogunta uno: ¿para qué va a querer ya un ojo lo». Neruda en la calle Donceles es de la cara si van a repatriar el resto de tu un autor de cuarta fila a juzgar por cuerpo?). Luego vas, ves un lugar apacible el precio que le ponen a sus libros, y degradado, pasas allí un buen rato desormientras que Salvador Novo es de denando libros, rescatas un par de cosas de primerísima fila (pero ahora en seRibeyro para salvar la mañana, te vuelves y rio: Neruda es de cuarta fila, ¿no?). En México hay te haces el héroe inventándote que, en efecto, quisieron atracarte que asomarse también al mercado de Tepito, don- de la manera más vil que has padecido nunca. Tus oyentes se inde venden todas las armas que puedas comprar, y teresan por el relato, alguno dice: ya te avisamos, quieren saber también algunos libros (y no sólo libros sobre cómo por qué no les hiciste caso, por qué fuiste a un lugar tan peligromanejar las armas que has comprado). Lo bueno es so, quieren saber cómo fue lo del atraco y entonces tú dices: me que si descubres un Voltaire en primera edición a cobraron quince soles por esta primera edición de los Cuentos de precio imposible, puedes apuntar al vendedor con CirCunstanCias, de Julio Ramón Ribeyro.


22_ DICCIONARIO DE LA LENGUA Borrador m . 1 . E s c r i t o p ro v i s i o n a l e n q u e p u e d e n hacerse modificaciones. 2. Utensilio q u e s i r v e p a r a b o r r a r l o e s c r i t o . 3 . B o c eto.

siempre conserva la suciedad del borrador, el lado ilegible. Y eso busco al

y angustiantes, a los ocho, a los nueve años:

leer, también: huellas, marcas, borrones.

cada lunes la profesora de la escuela examinaba los cua-

Hace años un amigo me dijo que el asunto de la página en blanco le pa-

dernos, era su pasión, la única actividad que en verdad

recía absurdo. Para mí la página está siempre enteramente escrita, lo que yo

disfrutaba. Su fijación caligráfica estropeó la vida de al-

hago es borrar en la página negra, dijo, medio borracho. Desde entonces pien-

gunos de nosotros o al menos nuestras tardes de domin-

so que escribir es sacar y no agregar. Escritor es el que borra. Es un poco lo

go. El cuaderno de borrador era el cuaderno verdadero:

que observa Julio Ramón Ribeyro en este bello fragmento de La tentación deL

la letra inestable, grande, una mancha de grafito desleí-

fracaso:

do. Pero había que fingir otra escritura, cambiar la letra.

se talla. Ella no debe adquirir su forma a partir de un núcleo, de una semi-

El cuaderno en limpio era casi un dibujo, una laboriosa

lla, por adición o floración, sino a partir de un volumen herbóreo, por corte y

«Una novela no es como una flor que crece sino como un ciprés que

sustracción». Cortar, podar: encontrar

Para mí la letra siempre fue un

una forma que ya estaba ahí. Por eso

problema. Aún vacilo –tiemblo– al

me gusta tanto este verso de Gonzalo

momento de trazar algunas conso-

Millán: «El dolor se talla y se detalla».

nantes: obedezco, inconscientemen-

No olvido los borradores de pizarra

te, a viejas lecciones mal aprendidas.

(los ataques traicioneros por la espalda,

Desde hace un tiempo llevo un diario

los rectángulos de tiza en la chaqueta)

que aquella estricta profesora repro-

y la goma de borrar. Hace poco com-

baría: mi letra es ambigua, más o

pré una para limpiar la novela toda

menos adulta pero también infantil,

Luz deL mediodía,

de redondeos imperfectos. Pero no

El antiguo dueño del ejemplar había

tengo una letra, en realidad. Me pasa

anotado sus impresiones al margen y

lo que le pasaba a Mario Levrero en

no eran favorables. A mí me gustan los

eL

«Letra grande, yo

libros rayados por otros, por lo que leí

grande. Letra chica, yo chico. Letra

la novela en compañía de ese anónimo

linda, yo lindo».

impaciente, que a veces deslizaba adje-

discurso vacío:

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La

de Mauricio Wacquez.

Escribir no era fácil para Levrero.

tivos sueltos («rebuscado», «siútico»,

Anota, por ejemplo, sobre la B ma-

«pedante», «cursi») y con frecuencia

yúscula: «El problema es que olvido

dejaba caer frases largas y lapidarias:

por dónde comenzar a trazarla, y si

«voluntad de oscurecerlo todo», «esce-

no me sale espontáneamente, pen-

nas truncas, que sólo insinúan una co-

sándolo no puedo conseguirlo. Hay

municación», «no hay nada peor que la novela de un estudiante de filosofía». De

algún truco en alguna parte, y no ter-

J U L I O

alejandro zambra

o puedo olvidar esas revisiones puntillosas

artesanía que rompía los dedos.

etiqueta negra

una palabra de

mino de descubrirlo». También me gusta esta adverten-

más está decir que esas anotaciones coincidían con los momentos para mí más

cia de Sylvia Plath en una carta a su madre: «Si la letra

bellos de la novela. Transcribo el primer párrafo: «De nuevo te veo beber en un

me sale medio torcida sólo se debe a que esta noche he

vaso que aprieta tu mano celosamente; veo tu actitud siempre reclinada y estoy

bebido demasiada sidra».

tranquilo porque sé que durará toda la tarde. Luego tendré que acompañarte

No sé si borrador es una palabra bella, pero hay belleza en los borradores, esa belleza rápida que busca-

para que tomes el autobús que te llevará a tu casa. Y esto no lo quiero; quiero guardarte conmigo».

ba Baudelaire. Yo escribo boceteando, sin planes, a la

Después de leer la novela pensé, medio paranoico, que la letra del anó-

espera de una frase que no siempre llega. Pero a veces

nimo era bastante parecida a la mía. Tal vez por eso se me hizo urgente

la frase llega y llama a otra y así. Un buen poema, sin

eliminar esos comentarios. Fue agradable borrar al intruso con una goma.

embargo, nunca queda en limpio: de alguna manera

Fue un verdadero placer.



24_ MANUAL DE INSTRUCCIONES Cómo ser sacerdote y padre de familia

una entrevista de

rómulo meléndez

ik Florentinus. Holanda. Sacerdote protestante, esposo y padre de familia. 48 años. El hermano Rik vive en un convento religioso de Ámsterdam, pero no cree en la castidad y desconfía de sus colegas que la practican. Él tiene una mujer y seis hijos, y pronto será el líder de su comunidad, Oudezijds 100, que reúne a cristianos de distintas tendencias que hacen obras de caridad. Entonces reemplazará a los sacerdotes más viejos que todavía dirigen su organización. Cuando eso ocurra, él bautizará, confesará y hasta casará a otras parejas. Mientras tanto, estudia en un seminario de Londres, hasta donde debe viajar todas las semanas. A veces su esposa se queja, pues él suele pasar más tiempo con Dios que con ella. Pero éstos son problemas caseros a los que ya está acostumbrada: también es hija de un sacerdote de la comunidad. En un bar del barrio rojo de la ciudad, el sacerdote Rik Florentinus –cabello largo, pipa y botas de serpiente– pide un poco de vino y responde: ¿Se puede servir a Dios y a una mujer a la vez?

¿Cómo concilias el oficio de sacerdote con las

¿Temías que te pasara lo que mismo que a tu hermano mayor?

obligaciones de esposo?

He experimentado con drogas pero no tuve miedo de volverme adicto.

Nunca es fácil seguir tu vocación y ser esposo a la

El de él era un caso extremo, lo cual me aterraba. Eso me permitió

vez, pero allí estamos intentando lo mejor que po-

parar a tiempo.

demos. Nosotros vivimos con muchas personas y los conflictos que tengo con mi esposa, quien también

¿Cuándo volviste a creer en Dios?

trabaja en la comunidad, pueden ser captados por

Tenía un buen amigo que era cantante de canciones cristianas. Él iba a

los demás. Los conflictos son para solucionarlos,

dar un concierto y yo no tenía ganas de ir pero fui con él. Le dije que no

somos humanos y cometemos errores y el hecho de

creía más en aquel Dios de ellos. Me pidió que lo acompañara y que lo

tener un problema no significa que luego tengamos

hiciera como un acto de amigos. Cantó durante el concierto una canción

que separarnos.

compuesta especialmente para su madre, que acababa de fallecer y con quien había tenido una relación estrecha. Si él podía hablar de su madre

¿Cuál es el trabajo que realizas en la comu-

de una forma bella y mostrar el vínculo con Dios, me pregunté, ¿quien

nidad?

era yo para juzgar a ese Dios y estar molesto con él por la muerte de mi

Estoy encargado de la gerencia de la comunidad, soy

perro? Este momento fue el catalizador que me hizo volver a creer. Creer

el contacto con las entidades estatales y también el

en mi propia «creencia» y no en la que me habían impartido en la ciudad

responsable de todas las actividades que se realizan

donde viví. Creo que la próxima vida empieza ahora, que el cielo y el

en la capilla Sint-Joris [que se encuentra en el mis-

paraíso están aquí también y lo puedes experimentar.

mo edificio de la comunidad y que antes de ser capilla había sido un pequeño cine porno].

¿Qué significa eso exactamente? Que no tienes que preocuparte por el día de mañana. Que puedes ser feliz.

Es común entre hijos de padres creyentes rebelarse contra la religión. ¿Fue tu caso?

¿Eres feliz?

Tú aprendes a caminar y no te das cuenta de que es

Por lo general, sí. Pero tengo que hacer este acuerdo conmigo cada día.

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F E B R E R O

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algo especial hasta que te sucede un accidente y no puedes usar tus piernas. Entonces te vuelves concien-

¿Qué hacías antes de venir a la comunidad?

te de ello. Es lo mismo que sucede con la religión. Un

Quería ser instructor de deportes (antes era bueno en judo), postulé a la

cambio importante en mi vida fue a raíz de los proble-

academia pero no la agarré. Después nunca más hice deporte. Entonces

mas de mi hermano mayor, que era adicto a la heroí-

estudié enfermería.

na. Fuimos muchas veces amenazados por sus malos amigos. En un momento hasta mi perro fue arrollado

¿Cómo llegaste a esta organización?

a propósito. Esto me dolió muchísimo y dudé de la

Llegué para hacer una pasantía como terapeuta de drogadictos, que fue mi es-

existencia de Dios. Me encontré en un estado de crisis

pecialización en la academia de enfermería. Llegué justo el día de la inaugura-

donde todo parecía caer.

ción de la posta médica Kruispost, y allí estaban personalidades del calibre del


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príncipe Bernard. En un momento hubo una pelea, conecté un

Los sacerdotes católicos tienen más limitaciones que los protes-

derechazo al provocador y este cayó nocaut. La posta se inauguró

tantes. ¿Podrías vivir practicando el celibato?

curando la nariz fracturada de aquella persona. Yo estaba muy

No, absolutamente no. No lo puedo comprender como no comprendo que una

preocupado. Pensé que me echarían y que tendría que abando-

pareja casada decida no tener hijos. En esta comunidad también se puede en-

nar mi pasantía. Pero el pastor fundador de la comunidad me

contrar sacerdotes que practican el celibato y parejas que han optado por no te-

felicitó por mi acción. Esto fue algo inesperado. No soy una per-

ner hijos. Lo positivo en esa elección es que tienen más tiempo para dar forma a

sona a la que le gusta pelear pero sí puedo defenderme.

su vocación religiosa. Ellos tienen más tiempo para dar atención a los niños que viven en la comunidad. Es evidente que un sacerdote padre de familia, como

¿Qué te atrajo en la comunidad?

yo, tiene más obligaciones. Yo respeto la decisión de haber optado por el celiba-

El hecho de ser aceptado como cristiano y que se respeten las

to, pero cuando visito conventos católicos me doy cuenta de que los sacerdotes

cualidades de cada persona. Pensé trabajar sólo como terapeuta

muchas veces parecen andróginos: no son hombres pero tampoco son mujeres.

pero la comunidad espera que participes

Esto lo veo desde mi perspectiva de padre

en otras labores. Yo participé reparando

de familia que tiene seis hijos y no practica

lo que estaba malogrado en los edificios.

el celibato. Pero ya sea que lo practiques o no, lo más importante es que lo que decidas

¿Cómo conociste a tu esposa?

no sea una evasión si no vocación.

Aquí. Ella es hija del pastor fundador de la comunidad. Realmente no

¿Vives en la sociedad correcta, don-

recuerdo cómo le propuse matrimo-

de todo está bien arreglado?

nio. Han pasado ya tantos años. Sé

Quizá sí. Necesito de alguna u otra forma

que nos casamos en mil novecientos

estructura, aunque no la desee. Por otro

ochenta y seis. Lo que sí recuerdo es

lado, esta sociedad da lugar a una deter-

que la virginidad no fue muy impor-

minada forma de anarquismo. Te puedes

tante para mí en aquel tiempo.

revelar contra las reglas establecidas.

¿Es celosa? ¿Alguna vez te ha pe-

¿Qué es lo positivo de tener seis

dido que pases más tiempo con

hijos?

ella que con Dios?

Hay muchos puntos positivos. Primero,

Sí puede ser celosa. En estos mo-

no puedes compararlos. Tienes seis hijos

mentos estoy muy ocupado estudian-

que son totalmente diferentes. Cuando

do y viajo con mucha frecuencia a In-

tienes dos, por ejemplo, siempre uno es

glaterra. Además me cuesta mucho

el mejor. Con seis no existe eso. Hay más

trabajo escribir mis ensayos en in-

posibilidades para jugar, conversar, etc.

glés. Ella me dice que no tengo mu-

Todos mis hijos hacen música, la mayor

cho tiempo para ella pero respeta y

toca saxofón y flauta traversa, otro toca

apoya mi vocación.

piano, otro toca la batería, otro toca violín y yo me encargo de la guitarra.

¿Es fácil dividir tu tiempo entre tu familia y la iglesia?

¿Alguno quiere ser sacerdote como tú?

No siempre es fácil, pero trato de encontrar un balance. Aho-

Los dos mayores (de veinte y diecisiete años) parecen querer se-

ra tengo la suerte que mis hijos son grandes y son indepen-

guir mis pasos. Por lo menos quieren hacer algo para la comunidad

dientes. Vivimos en la comunidad, aquí hay muchas cosas

donde vivimos.

que compartimos, como por ejemplo el comer juntos, el orar juntos. Existe una estructura en el quehacer de la comuni-

¿Hasta cuando vivirás acá?

dad y eso me sirve para no perderme en mi propio caos.

En principio he prometido vivir toda mi vida aquí. Como en un convento.


26_ BIBLIOTECA DE AUTOAYUDA Manual para ser un experto en autoayuda

flote a su alrededor. Como nuevo experto en autoayuda, usted es el llamado a lanzar di-

Es cuando los complejos de culpa e inseguridad

versos salvavidas. Aquí es cuando justifican su costo intelectual esa frase de Paulo Coelho,

nos dominan a su antojo, tal como hace el titiritero con el

la sentencia de Og Mandino, o el índice de Quién se comió mi Queso. Ello sólo debe ser la

espantajo. Bajo ese trance nos paralizan los compromisos

carnada del anzuelo. Para la pesca de altura en el mar de la desolación ajena necesitará

afectivos y laborales, catalepsia social que no reporta satis-

las «18 reglas inmóviles de la felicidad», los «Cuatro memos de Dios», «Las 322 razones

facción alguna al individuo, menos aun a la sociedad. Esta

para mirar al Sol a los ojos y decirle ¡gracias!». Usted invente la ley universal de su predi-

infelicidad se proyecta hacia el prójimo, volviéndolo víctima

lección. Al carecer de una verdadera estructura o posibilidad de comprobación, funcionará

de un lastre ajeno hasta los límites mismos de la resistencia

sin reparos. Pero no por ello subestime el efecto del lugar común y la muletilla. A veces

y la lástima. Aquí el consejo más previsible y sensato sería la

un simple «todo tiene un porqué en la vida» puede fidelizar un paciente por años.

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3. Pida y se le dará.- La estrategia del palo y la zanahoria es aplicable a la infelici-

Arriésguese –a la par que ahorra– y

dad humana. La recompensa fácil e inmediata,

ayúdese sin necesidad de terceros. Con

léase zanahoria, es el concepto que reposa en

tal bagaje de disfunciones afectivas, us-

la médula de la oración religiosa. Es una obliga-

ted puede ser un Experto en Autoayu-

ción moral del experto en autoayuda alimentar

da. Me pasó a mí, un pelele de manos

la tierna ilusión por un premio inmerecido. Es-

sudorosas, insomnio crónico, fobia so-

timule al paciente a llevar un cuaderno donde

cial y autoestima en escombros. Hoy,

apunte pedidos al Universo. Establecido este

sin haber cambiado un ápice mi condi-

mecanismo de expectativa sin esfuerzo, es de-

ción, soy reconocido como entrenado

cir pedir, pedir y pedir, pídale que le adelante lo

auscultador de la miseria emocional

que corresponde a un año de consulta.

ajena. Lo que para algunos puede pa-

4. Aplique la higiene del sueño.- En

recer una contradicción flagrante, para

el fondo, ningún drama es tan grave. Porque

otros –mis pacientes– es invalorable

si algo no tiene solución, pues no vale la pena

expertisse. Es normal que un urólo-

preocuparse por lo imposible. Decirle esto tan

go con pasajes confesos de disfunción

brutalmente a alguien podría costarle la esta-

eréctil despierte ciega confianza, para

bilidad emocional a esa persona; y a usted, la

dar un ejemplo fácil de seguir. ¿Pero

pérdida de un cliente. Por el contrario, déjelo

cómo pasar de penoso minusválido

pedir soluciones al cielo (ver punto anterior).

emocional a sólido orientador en las

Luego aplique el remedio infalible del sueño.

fascinantes ciencias de la autoayuda?

Como ocurre con los bebés, lo que la mayoría

He aquí el cómo:

de adultos necesita es comer bien, hacer sus

1. Infelices somos todos.- Si algo

necesidades y dormir a sus horas.

nos hermana como especie –más allá del

J U L I O

fritz berger ch.

ay momentos en que la existencia nos desborda.

búsqueda de ayuda profesional. Yo digo no.

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un consejo de

5. Quemados somos todos.- La ociosi-

azar biológico del ADN–, eso es nuestra infinita capacidad

dad que propicia el avance tecnológico, sumado al empacho informativo y al trabajo ubicuo

de insatisfacción. Detrás del más sólido semblante y la más

atribuibles a internet, ha generado su propia enfermedad del alma. Su breve sintomatología

blindada autoestima se agazapa un infeliz con una enuresis

reporta permanente pérdida de energía y agotamiento ansioso aun cuando el paciente no ha

a cuestas. Sóplelos y caerán. El dolor nos traviesa, enhebra

hecho más que mirar el techo hasta hacerle un hueco. La nomenclatura multiuso que hoy

y vincula, tejiendo un manto opaco de comunes tristezas ve-

cotiza es la del Síndrome del Burnout. Es un cuadro de agotamiento emocional acompañado

ladas y escondidas. Descúbralas. Sea compasivo y haga del

de despersonalización y baja realización individual. Léase: «ser humano quemado». Como

dolor ajeno el suyo. Ya ganó un cliente.

diagnóstico preliminar no falla. El paciente recibirá el veredicto con una sonrisa acémila que

2. Observe las leyes universales.- El alma desesperada necesita un eje inmóvil, un orden. Tal como el náufrago que busca una viga, el atribulado se aferrará a lo primero que

ablanda hasta al más curtido profesional. Pero resista. Ajuste el alma y mándelo a seguir llenando cuadernos con deseos impostergables. Ésa es nuestra misión. Para consultas: doctor.fritzberger@etiquetanegra.com.pe



28_ MANÍAS

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E N E R O

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Un escritor que escribe en exceso puede ser, antes que nada, un escritor enfermo. La hipergrafía es esa enfermedad mental que produce unas ganas irresistibles de escribir, a toda hora y en cualquier lugar. Pero casi nunca el resultado es una obra de arte. ¿Qué ocurre cuando la inspiración nunca te abandona?

un texto de alice flaherty

jorge cornejo calle ilustraciones de franco zegovia

traducción de


28_ 29


30_ MANÍAS

onsidere la historia de un

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J U L I O

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joven que a los veinticinco años de edad empezó a experimentar peligrosos periodos de estados de conciencia alterados. Los episodios se iniciaban con una emoción –con frecuencia miedo, pero en ocasiones éxtasis–. Durante estos periodos, giraba la cabeza de un lado a otro y gritaba, y sus extremidades se sacudían con tal violencia que a menudo terminaba por hacerse daño. Más tarde se sentía confundido y tenía problemas para hablar y escribir. Durante varios días lo invadía un deseo de morir. Su historia familiar era alarmante: el hijo del joven había muerto durante un ataque prolongado y su padre sufría de ataques epilépticos y alcohólicos. El joven mismo tenía los rasgos faciales marcadamente asimétricos que a menudo caracterizan un desarrollo cerebral anormal. Sufría de cambios bruscos de temperamento, era un apostador compulsivo, tenía ataques de ira y había pasado diez años en la cárcel. Al mismo tiempo, era profundamente religioso y pensaba todo el tiempo en la culpa y en temas místicos. Su sexualidad también era

algo inusual: aunque en apariencia había sido asexual hasta sus treintas, luego se casó dos veces y tuvo aventuras extramatrimoniales. Su interés por la escritura se inició a temprana edad y fue tan intenso que lo llevó, a pesar de su precaria situación financiera, a renunciar a su trabajo para dedicarse a escribir a tiempo completo. Aunque sentía que escribir sólo empeoraba su condición médica, también pensaba que escribía mejor y más cuanto más enfermo se encontraba. Durante su vida escribió diecinueve novelas y novelas breves, además de voluminosos cuadernos, diarios y cartas, muchas de ellas escritas o dictadas a un ritmo frenético. Los neurólogos creen que los complicados rasgos de este hombre –sus periodos de estados de conciencia alterados, sus cambios de estados de ánimo con sus impredecibles sentimientos de muerte y éxtasis, su temperamento religioso y filosófico, su sexualidad anormal y su agobiante deseo de escribir– son en su mayoría síntomas de epilepsia del lóbulo temporal; esto es, ataques que se originan en el lóbulo temporal de la corteza cerebral. La epilepsia que se inicia en otros lóbulos de la corteza no produce estas características. El joven, como quizá hayan adivinado, es Fiódor Dostoievski. La hipergrafía, ese término médico que define el irrefrenable deseo de escribir, tiene como una de sus causas mejor comprendidas la epilepsia del lóbulo temporal. Aunque no siempre, ni siquiera por lo general, crea escritores talentosos. Lo que puede crear es escritores extraordinariamente motivados. En la década de 1970 los neurólogos Stephen Waxman y Norman Geschwind describieron a varios de tales pacientes. Sus descubrimientos generaron gran revuelo porque en aquel entonces sólo existían unos cuantos ejemplos de cambios cerebrales bien definidos que produjeran alteraciones en aspectos complejos de la personalidad. Los científicos sólo son felices cuando pueden asignar cifras al fenómeno que están estudiando, y los investigadores pronto inventaron un modo sencillo de hacerlo con la hipergrafía. Enviaron una carta breve a sus pacientes con epilepsia, pidiéndoles que describieran su estado de salud. La respuesta promedio de pacientes sin hipergrafía tenía setenta y ocho palabras. Los pacientes que se sospechaba que tenían hipergrafía escribieron en promedio cinco mil palabras.


PARTY III - 5 DE JULIO DEL 2008

Antonnella Repetto, Niobe Osorio, Sandra Cardenas, Danitza Autero

Claudia Bruckmmann María pía Vargas, Sasha Setimbrini

Jubitza Torres, Paola Currarino, Ayme Fernandini, Luchy Flores, Milagros Artaco.v

Sandra Gamarra, Analia Lizarraga, Carmen Anaya, Renato Torres, Carla Luna, Patty Ortiz, Luis Gomez,Fernando Pacheco, Julia Gamarra.

Edu Saettone

Silvia Peña, Sebastian Cavenecia

Pili Flores, Rosario Tejada, Julio Cano, Stephan Diaz, Patty Banchero


32_ MANÍAS go de que niacas y se inició lue ma as ic íst er ct ra ca Luego, tenía varias ntí inundada de pesar. se me s Mi trastorno posparto día e nt ra Du de ideas, todas melos que murieron. sentí frenética, llena diera a luz a dos ge me , or pt ru er int un o significados; ra activad el mundo inundado de ía como si alguien hubie nt se a. er ibi cr es de agua para que las es estuvieran llenos on lm pu s ellas presionándome mi si mo co ación sofocante, me asaltaba una sens

Un paciente hipergrafo de Geschwind, mu mucho más típico que el caso de Dostoievski, empezó con los ataques varios meses después de sufrir una herida en la cabeza. Sus ataques se iniciaban con una sensación como la de un revoloteo en el estómago, en ocasiones acompañada por la sensación de que se encontraba cayendo o flotando en el aire. Un electroencefalograma mostró picos epilépticos en el lóbulo temporal derecho antes incluso de los ataques. El hombre asistió durante algunos años a una escuela de arte, pero también pasó varios años en la cárcel por agresión. Empezó a escribir profusamente más o menos en la época de su primer ataque: llevaba un diario y escribía canciones y poemas. Como temía que le robaran su trabajo, lo escondía en varios lugares de su hogar. A menudo escribía aforismos durante horas. Decía «Una vez que empiezo, no puedo detenerme», y que sus escritos se referían a «cuestiones esenciales de la vida». Estos son algunos de sus aforismos:

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J U L I O

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- El silencio es el magnífico arte de la observación. - Alguna vez tuve todo lo que quería. Ahora todo lo que tengo es a mí, a mí mismo, y mi yo. - Los hombres que pueden conversar lo disfrutan más, e igualmente lo hacen las mujeres que pueden responderles. - Una vez oí decir que las putas son las mejores esposas, ¿pero quién quiere casarse con una puta?

¿Puede traer algún beneficio colocar en un mismo saco a un escritor como Dostoievski, cuyas obras forman parte del Canon, con mi segundo ejemplo, quien, a pesar de un cierto encanto, no escribe bien? Yo creo que sí. La epilepsia de esta gente tan diferente no es una enfermedad accesoria a su escritura, sino más bien parece haberla generado. Y hay una creciente evidencia de que el lóbulo temporal es importante para la creatividad de muchos escritores compulsi vos que no sufren de epilepsia. Dostoievski el epiléptico puede ayudarnos a comprender a

Dostoievski el creador literario. De hecho, lo que sabemos hoy sobre pacientes hipergrafos podría abrirnos una ventana a los cerebros de todos aquellos que tienen el impulso de escribir.

Aunque las personalidades de la gente con epilepsia del lóbulo temporal varían, y en la mayoría de casos es imposible distinguir a estos pacientes del resto de personas, algunos presentan un grupo de cinco características de personalidad a las que a menudo se conoce como el «síndrome de Geschwind»: 1) hipergrafía; 2) una profunda vida emocional a la que en ocasiones se describe como hiperfilosófica o hiperreligiosa (una categoría poco definida que abarca desde ir a misa dos veces por día hasta creerse Buda); 3) volatilidad emocional, incluyendo arranques agresivos; 4) una sexualidad alterada (por lo general una actividad sexual disminuida); y 5) sobreinclusión, una locuacidad extrema ocasionada por una atención excesiva al detalle. (La mayoría de personas tiene algún pariente demasiado cercano con esta característica). La personalidad de Dostoievski ilustra claramente las cinco características del síndrome de Geschwind. Su escritura prolífica y sumamente minuciosa, sus obsesiones morales, sus ataques de ira y su singular sexualidad lo hicieron destacarse entre la gente que lo rodeaba. Como muchas otras personas con epilepsia de lóbulo temporal, Dostoievski parece haber tenido un elevado sentido de la significación de los acontecimientos cotidianos. La hipergrafía en sí misma quizá sólo sea una rareza neurológica. Pero dado que podría decirnos algo sobre la neurología de la creatividad literaria, vale la pena ponerse de acuerdo en una definición básica. Lo más obvio es que los hipergrafos escriben mucho –de manera específica, mucho más que sus contemporáneos–. (Se debe tomar en consideración el contexto social para ajustarse a hechos como que se escribía mucho más antes de que existieran los teléfonos). En segundo lugar, la hipergrafía proviene de un impulso poderoso, consciente e interno –supongamos, el placer– antes que de una influencia externa. (Las personas que escriben mucho simplemente porque les pagan por palabra no son hipergrafas). En tercer lugar, lo que escriben trata por lo general sobre temas que son de gran significación para el autor, a menudo temas filosóficos, religiosos o autobiográficos. (Los galimatías de algunos pacientes con daño cerebral



34_ MANÍAS scribió ave flaubert, quien de st Gu e fu os ic pt ilé ep por sos escritores to de muerte, seguido ien im nt se Uno de los más famo un n co ndían a iniciarse aubert escribió r se desvanecían. Fl sus ataques. éstos te se io op pr su de s e cerebro” los límite e imágenes en mi pobr as la sensación de que ide de o lin mo re ban como “un que sus ataques llega

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no cuentan). En cuarto lugar, además del requisito flexible de que la escritura debe ser significativa al menos para el autor, lo escrito no tiene por qué ser de buena calidad. (Los diaristas sensibleros pueden ser hipergrafos). Por último, trataré de reservar la verdadera hipergrafía «clínica» para describir a pacientes neurológicos o psiquiátricos con cambios conocidos o probables en el lóbulo temporal. Pero las personas que son normales en todo lo demás, pero cumplen con los primeros cuatro criterios, presentan tantas similitudes que vale la pena referirse a ellos como parte de los hipergrafos. De hecho, son la razón principal para hablar de los hipergrafos. No todos los escritores cumplen con los primeros cuatro criterios. Los más notablemente excluidos son aquellos que escriben con el único propósito de ganar dinero, obtener un cargo, complacer a sus padres, conocer chicas y chicos. Por supuesto, incluso al más hipergráfico de los escritores le gusta que le paguen, por lo que un beneficio secundario casi siempre tiene cierta influencia. Los criterios para la hipergrafía también excluyen la escritura inconsciente de trance o «escritura automática». Aunque hoy poca gente toma en serio la escritura de trance, a inicios del siglo XX escritores como James Joyce y W. B. Yeats a menudo recurrían a ella. La esposa de Yeats, Georgie Hyde-Lees, cuya escritura de trance inspiró gran parte de la poesía posterior del escritor, la usaba también para darle mordaces consejos maritales.

Siempre escribí un poco más de lo normal, pero logré mantener discreción sobre mis hábitos. Cuando ocasionalmente algún amigo me preguntaba si pensaba publicar lo que había escrito, me quedaba perpleja; lo consideraba un placer tan privado

que era como si alguien que creyera que yo era buena en la cama me preguntara si había pensado en hacerlo en público. En la facultad de medicina, cuando oí hablar por primera vez de la hipergrafía, empecé a preguntarme si mi tendencia a escribir no sería hipergráfica –en parte porque los estudiantes de medicina sugestionables tienden a creer que sufren de cada afección que estudian, y en parte porque de hecho mi escritura se volvía cada vez más compulsiva–. Cuando escribí mi primer libro, un manual de neurología, me desempeñaba como médica residente en un hospital y trabajaba entre ochenta y ciento diez horas semanales. Aunque no tenía ningún plan de empezar a escribir un libro, descubrí que algunas notas que había preparado para ayudarme en mis rondas en el hospital empezaron a cobrar fuerza y terminaron controlándome. Empecé a saltarme las comidas y a levantarme temprano para trabajar en ellas. En broma, le decía a la gente que el libro era un intento de darle un uso práctico a mi hipergrafía. Luego quedé embarazada y tuve un trastorno posparto del estado de ánimo, durante el cual mi escritura realmente se disparó. Después de eso, el describir mi escritura como un síntoma médico dejó de ser algo gracioso. Mi trastorno posparto del estado de ánimo, que tenía varias características maniacas además de las típicas características depresivas, se inició luego de que diera a luz prematuramente a dos niños gemelos que murieron. Eran tan pequeños –uno sujetó mi dedo antes de morir, y su mano apenas si podía rodearlo–. Durante diez días me sentí inundada de pesar. Luego, repentinamente, como si alguien hubiera activado un interruptor, me sentí frenética, llena de ideas, todas ellas presionándome para que las escribiera. Sentía el mundo inundado de significados. Que tenía acceso exclusivo a los secretos del Reino del Pesar, sobre el cual tenía la obligación de ilustrar a mis –muy tolerantes– amigos y colegas por medio de ensayos y cartas. Durante los siguientes cuatro meses oscilaba a diario entre la euforia y el terror. En mis días buenos, las ideas me despertaban a las cuatro de la mañana, zarcillos de palabras me envolvían como un perfume embriagador. Era como si se hubiera abierto una puerta al cálido viento del trópico, de la clase de viento que impulsa embarcaciones que llevan plumas de pavo real y rubíes, simios e incienso. En mis días malos, las palabras eran como un osario en el que debía escarbar para hallar los cuerpos de la gente que amaba. En ambos casos, mi deseo de escribir era irresistible.



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Aunque luego seguía una inevitable depresión, ésta duraba sólo un mes o algo así y su apatía era en cierto modo casi un alivio. Cuando el mundo se apagaba, las palabras perdían su significado; ya no había presión de escribir. No era que me volviera una escritora con bloqueo mental, sino más bien dejaba de ser escritora por completo. Todo era tranquilidad, a menos que intentara hablar o escribir. En esos casos me asaltaba una sensación sofocante, como si mis pulmones estuvieran llenos de agua. Volví a quedar embarazada. En un hecho extrañamente simétrico, di a luz de manera prematura, pero en estado saludable, a dos niñas gemelas. Un estado de excitación posparto similar al anterior se inició once días después de mi alumbramiento, seguido, con el tiempo, por un letargo similar. En esta ocasión, sin embargo, tomé un medicamento estabilizador del estado de ánimo. Aunque el fármaco reducía ligeramente mis periodos de agitación, me generaba un terrible bloqueo mental para escribir. Mi cabeza nuevamente estaba llena de ideas, pero esta vez no podía articularlas. La presión en mi cabeza aumentaba hasta convertirse en un punzante absceso que yo buscaba desesperadamente drenar. Probé muchos otros medicamentos –la fe de un médico en las pastillas no es fácil de vencer–, hasta que encontré uno que me ayudó. ¿Ayudaría a todas las personas con problemas para escribir? Probablemente no. Una vez que mi escritura se calmó, el mundo y las palabras empezaron a oscilar con menos violencia entre el Significado Supremo y las tonterías, y mi hipergrafía se convirtió en escritura normal. Más o menos. Algunos investigadores sostienen que el cerebro de una persona nunca vuelve a ser el mismo luego de sufrir un episodio maníaco, no importa cuán leve sea éste. Incluso ahora, cuando escribo bien, mi pulso se acelera, me siento controlada por

algo más fuerte que mi voluntad, y vuelvo a experimentar en parte la deliciosa sensación que tenía en mis momentos de mayor hipergrafía. Ahora, cuando no hallo una idea, pasa mucho menos tiempo antes de que empiece a pensar que sufro de un bloqueo mental. El repentino cambio en mi escritura era en parte una «respuesta natural al dolor», me aseguraron mis amigos cuando empecé a mencionar términos como «hipergrafía». Sin embargo, se trataba también de un estado cerebral inusitado. No era sólo dolor: el cambio fue provocado no sólo por mi primer e infeliz embarazo, sino también por mi feliz segundo embarazo. Es probable que los desórdenes de estados de ánimo inducidos por el embarazo y la hipergrafía estén relacionados con las fuertes fluctuaciones hormonales que ocurren durante el parto (un cambio similar explicaría el síndrome premenstrual, y el estrógeno puede tratar la depresión incluso en hombres). Las hormonas no son la única forma, ni siquiera la principal, de inducir a la hipergrafía. Pero me perturbaba el hecho de que la escritura, que en apariencia es uno de los talentos más refinados, e incluso trascendentales, estuviera tan influenciada por la biología. Quería comprender cómo difería el funcionamiento de mi cerebro cuando empezaba a escribir obsesivamente de cuando sufría un bloqueo mental. Como muchos pacientes que tienen un problema, empecé a leer todo lo que pude hallar sobre el tema, desde las descripciones de Hipócrates sobre la «enfermedad sagrada» hasta lo que Edgar Allan Poe y más tarde Michael Chabon han llamado la «enfermedad de medianoche» que causa la escritura. Escribí esto para intentar explicarme a mí misma qué había estallado dentro de mi cerebro para convertirme, casi contra mi voluntad, en una escritora.

La escritura hipergráfica suele tener características físicas distintivas. Los hipergrafos a menudo emplean una caligrafía muy elaborada o estilizada, e incluso escritura al espejo como la que usaba Leonardo da Vinci. Para dar énfasis, con frecuencia escriben todo con mayúsculas o con tinta de colores. Además, puede que no se restrinjan al texto principal y que añadan anotaciones exuberantes, dibujos en los márgenes e iniciales iluminadas, como las



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letras capitulares coloreadas y ornamentadas de los textos medievales. Lewis Carroll, quien muy probablemente sufría de epilepsia del lóbulo temporal, exhibió varias de estas peculiaridades –incluyendo lo que él llamaba «escritura al espejo» y una completa dependencia de la tinta de color morado– en las casi cien mil cartas que escribió desde su juventud hasta su muerte a los sesenta y cinco años. Cuando me encontraba en mi etapa más hipergráfica, llegó a gustarme tanto la sensación física de la tinta sobre el papel que me dediqué a copiar docenas de poemas en mi caligrafía más ornamentada. Como un efecto secundario demasiado simbólico, el estabilizador de temperamento que me causó bloqueo mental también hizo mi caligrafía tan temblorosa, como la de una persona de ochenta años. Después de eso, sólo podía tipear. Por suerte, las computadoras han añadido miles de fuentes, símbolos tipográficos e imágenes animadas al repertorio disponible para el hipergrafo de hoy. ¿Proviene toda la hipergrafía de alteraciones en la actividad del lóbulo temporal? En ocasiones un incremento del impulso de escribir ocurre luego de una lesión a regiones cerebrales ajenas al lóbulo temporal, por lo general una lesión a la corteza cerebral frontal derecha. Sin embargo, los textos resultantes difieren mucho de la prosa organizada y significativa que se aprecia en la escritura hipergráfica del lóbulo temporal. Los ataques del lóbulo temporal también pueden producir síntomas sensoriales –en estos casos, los síntomas básicos son menos comunes que las alteraciones fuertes de la percepción, como aquellas en las que los objetos parecen contraerse o expandirse–. Estos cambios de tamaño a menudo son conocidos como el «fenómeno de Alicia en el país de las maravillas», por la forma en que el cuerpo de

Alicia cambia de tamaño luego de ingerir diversos alimentos. De hecho, muchos aspectos de A liciA en el pAís de lAs mArA villAs probablemente provienen de las propias experiencias de Carroll con sus ataques. Cuando Alicia cae por el agujero de la madriguera del conejo, por ejemplo, sus sensaciones reflejan un aura común de los ataques, de volar por el espacio. («“¡Vaya!”, pensó Alicia. “¡Después de una caída como ésta, rodar por las escaleras me parecerá algo sin importancia!”»). Los investigadores, quienes pueden reproducir estas sensaciones mediante la estimulación eléctrica del lóbulo temporal, pueden también inducir sensaciones «extracorporales» en las que el sujeto siente que se ve a sí mismo desde el exterior. El paralelo entre este fenómeno y el necesario sentido de distancia del escritor con respecto a su propia vida es evocador; aunque quizá sólo metafórico. Uno de los más famosos escritores epilépticos fue Gustave Flaubert, y las descripciones que hizo de sus ataques son descripciones clásicas de la epilepsia del lóbulo temporal. Tendían a iniciarse con un sentimiento de muerte, seguido por la sensación de que los límites de su propio ser se desvanecían. Flaubert escribió que sus ataques llegaban como «un remolino de ideas e imágenes en mi pobre cerebro, durante el cual parecía que mi conciencia, que mi yo, se hundía como un velero en una tormenta». Gemía, lo asaltaban oleadas de recuerdos, veía encendidas alucinaciones, le brotaba espuma de la boca, movía el brazo derecho sin control, caía en un estado de trance durante unos diez minutos y vomitaba. Otros escritores que, según los eruditos, podrían haber tenido epilepsia del lóbulo temporal incluyen a Tennyson, Lear, Poe, Swimburne, Byron, De Maupassant, Molière, Pascal, Petrarca, Dante, Teresa de Ávila y San Pablo. Edward Lear, por ejemplo, empezó a tener ataques alrededor de los cinco años. Se sentía sumamente avergonzado de su epilepsia y temía que ésta pudiera conducir a un deterioro mental progresivo. Ataques agudos de dolorosa nostalgia estaban asociados a sus ataques. Tenía un recuerdo de infancia de una actuación de payasos en la penumbra en Highgate, y de «haber llorado la mitad de la noche una vez que la pequeña alegría desapareció». El sufrimiento asociado a su epilepsia podría, paradójicamente, haber impulsado sus intentos de distraerse al escribir versos cómicos disparatados.


PERIODISMOPORTÁTIL Taller de crónicas de viaje Por Juan Pablo Meneses Escritor y viajero. Ha publicado los libros La vida de una vaca (Planeta 2008), Sexo y Poder. eL extraño deStaPe chiLeno (Planeta 2004) y equiPaje de Mano. Sus crónicas y columnas aparecen en diarios y revistas de América Latina y sus historias han sido traducidas al portugués, francés y alemán. Vive en Buenos Aires.

Cuatro sesiones: 4, 5, 6 y 7 de agosto «Cronista de alto riesgo, Juan Pablo Meneses busca verdades incómodas y escribe con la nerviosa felicidad del que ha sobrevivido de milagro.» Juan Villoro

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Me cambié a un estabilizador del estado de ánimo con efectos secundarios más fuertes que el anterior y tuve que dejar de amamantar a mis hijas. Mi deseo de escribir también desapareció. Por extraño que parezca, casi ni lo extrañé. En lugar de sentirme loca, empecé a sentirme desesperadamente cuerda. Demasiado cuerda como para hacer algo tan frívolo como escribir; o, al final, hacer algo en lo absoluto. Cuando tanta cordura empezó a dificultarme el mover mis brazos y piernas, mi psiquiatra me recetó un antidepresivo, luego dos. Éstos me devolvieron la energía sin cambiar mi estado de ánimo y me sumieron en un estado de agitación insufrible. Una vez más, algo en mi interior estaba pugnando por salir, aunque sólo fuese mi yo tratando de escapar de mí misma. Las palabras escapaban de mi cabeza como ratas de un barco que se hunde. En cierto punto, sin embargo, las ratas no podían salir lo suficientemente rápido. Mi esposo y mi psiquiatra, escépticos de mi estado de iluminación y para nada convencidos de mi idea de que una enfermedad mental es en ocasiones preferible a la cordura, terminaron por convencerme de internarme en un hospital psiquiátrico. La primera vez que oí nombrar ese hospital fue como un cuasi-imaginario símbolo literario, algo así como el Princeton de Francis S. Fitzgerald, pues aparecía en varias de las memorias psiquiátricas que había leído durante mi adolescencia. Más adelante lo conocí porque trabajé allí. No me atraía la idea de convertirme en paciente de mis antiguos colegas, pero el hecho de ya conocer al personal de mi piso resultó siendo tranquilizador. Mi esposo traía a mis hijas de visita todos los días. Eso fue bonito, los momentos más vívidos de mi apagado invierno. Ellas rodeaban mi cuello con sus bracitos y se reían, pues eran demasiado pequeñas para darse cuenta de dónde se encontraban. Luego buscaban la caja de plumones para terapia artística y se ponían a dibujar alocadamente sobre papel, sobre el mobiliario institucional convenientemente diseñado

a prueba de tinta de plumones y a prueba de suicidios, y una sobre la otra. Una noche en la que habían garabateado sobre sus caras, brazos y barriguitas, un paciente las vio, se rió y dijo: «Y me dicen que yo estoy loco». Me pregunté si no sería yo una mala influencia y si sus garabatos no serían una señal temprana de hipergrafía. O, con un poco más de sensatez, si no habría más gente escribiendo alocadamente si la escuela no nos enseñara a odiar escribir. Durante los primeros tres días en el hospital psiquiátrico, cedí a mis impulsos catatónicos de pasar veinte horas al día en la cama. Como había trabajado exitosamente hasta el día anterior a mi internamiento, me convencí de que me encontraba en el hospital solamente para una cura de reposo. Aunque eso era sólo en apariencia: una vez que empecé a tomar medicamentos nuevamente, volví a caer en un estado de agitación y empecé a insistir al personal para que me dieran de alta. Una vez que esto sucedió, regresé de inmediato al trabajo, la misma en apariencia. De hecho, por lo general el trabajo me hacía olvidar de los cambios de estado de ánimo, pues mis pacientes siempre eran mucho más infelices que yo. No había nada de malo con el hospital; no me encontraba en un piso de pacientes particularmente revoltosos, y la mayoría de los pacientes y del personal me caían bien. Pero las cerraduras de las puertas, y el hecho de que expresar un deseo de irme fuera visto como una prueba de que necesitaba quedarme, me desesperaban. Incluso ahora, pensar sobre esa experiencia me hace transpirar. ¿Qué hacen los prisioneros? Escribir, por supuesto; aun si tienen que usar sangre como tinta, como lo hizo el Marqués de Sade. Las razones por las cuales escriben, las exquisitamente frustrantes restricciones a su autonomía y el hecho de que nadie oye sus lamentos, son también las razones por las que escribe la gente con una enfermedad mental, e incluso muchas personas normales. Escribimos para escapar de nuestras prisiones. Mi estadía en el hospital reafirmó mi creencia de que los maniaco-depresivos escriben profusamente. Pero no me fue de mucha ayuda para responder a la pregunta de por qué escriben. Una manera de responder a esa pregunta es en términos neurológicos. Los estudios de electroencefalogramas muestran que la gente en estados maniacos, al igual que aquellos con epilepsia del lóbulo temporal, tienen cambios selectivos de ondas cerebrales en los lóbulos temporales. Y son esos cambios en los lóbulos temporales de las personas con cualquiera de ambos desórdenes los que parecen desencadenar la hipergrafía. Una segunda manera de responder a la pregunta sobre por qué escriben los maniacos emplea palabras comunes como «deseo» y «necesidad», en vez de términos neurológicos. Según este enfoque, al que los


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que este diluvio de palabras a menudo oculta un caso invertido de bloqueo mental del escritor. Como el pequeño bailarín de Hans Christian Andersen que no podría quitarse los zapatos rojos encantados de los pies, el escritor compulsivo no puede parar de escribir. La escritura compulsiva es, de hecho, una manera de esconderse de algunas de las demandas más profundas de la experiencia emocional y literaria».

filósofos de la mente llaman «psicología popular», los maniacos escriben porque quieren hacerlo, y quieren hacerlo por una multitud de razones que son similares a las razones por las que escriben los no maniacos, aunque quizá más intensas. Los maniacos escriben porque el tema sobre el que escriben les parece de vital importancia, algo que vale la pena preservar. Los maniacos escriben porque un tema hace que se acuerden de otro, un método nada fuera de lo común para escribir una composición, incluso para los no maniacos, pero uno que, cuando se lleva a extremos maniacos, es denominado «vuelo de ideas» por los psiquiatras. Los maniacos escriben porque los sonidos y formas de las palabras los embelesan. Por ello son característicos sus rimas y juegos de palabras (conocidos como «asociación de sonidos»), y a ello se debe también la elevada frecuencia de poetas maniaco-depresivos.

Esta opinión refleja una desconfianza generalizada respecto de los escritores que son demasiado productivos. Irónicamente, la idea es que, aunque el arte debería permitir la comunicación con un público, si el artista se comunica de manera demasiado natural o con demasiada frecuencia, él o ella corre el riesgo de que lo cataloguen como un escritor prolijo o como escritor de pacotilla. En una entrevista, Joyce Carol Oates defendió el origen de su propia escritura prolífica:

Hay muchas descripciones del impulso para escribir, provenientes de los escritores mismos. James Thurber, por ejemplo, describió cómo en su caso el escribir empezó a tomar el control de todo: «Nunca sé exactamente en qué momento no estoy escribiendo. A veces mi esposa se me acerca durante una fiesta y me dice, “Maldita sea, Thurber, deja de escribir”. A menudo me interrumpe a la mitad de un párrafo. En ocasiones, cuando estamos a la mesa, mi hija me mira y pregunta, “¿Está enfermo?”. “No”, le responde mi esposa, “está escribiendo algo”». También hay numerosas descripciones de escritores compulsivos realizadas por otros escritores menos prolíficos. El tono de estas descripciones tiende a ser más agrio. Están, por ejemplo, el comentario de Martin Amis sobre John Updike –«un Papá Noel psicótico de la volubilidad»– o el del esposo de Shirley Jackson, Stanley Egar Hyman –«Cuando Shirley se sienta frente a la máquina de escribir es como una cerda orinando»–. O el siguiente, escrito por Victoria Nelson y proveniente de un libro sobre bloqueo mental del escritor:

La respuesta de Oates hace surgir la provocadora pregunta de qué se puede lograr al utilizar términos médicos como «hipergrafía» para describir aspectos de la creación literaria. Desde un punto de vista estilístico, el dar nombres latinos o griegos a fenómenos inocentes puede ser sólo un reflejo de que, como investigadora, he dejado de ser una hablante de inglés. El tema más esencial es el referido a tratar aspectos de la creatividad como estados cerebrales anormales. ¿Se está considerando como patológica una actividad que debería ser elogiada? Algunas personas con epilepsia del lóbulo temporal, por ejemplo, se oponen a que características personales que ellas valoran, como su escritura o sus impulsos religiosos, sean atribuidas a una anormalidad del cerebro. Sin embargo, todo en nuestra personalidad, enfermedad o bienestar, proviene de nuestros cerebros –modificado, por supuesto, por la experiencia–. ¿Deberíamos estigmatizar características sólo porque tienen un origen biológico conocido, o porque ellas, como la mayoría de características, pueden también tener aspectos negativos? Dostoievski rechazó esta posición en su descripción de la epilepsia del príncipe Mishkin:

«El escritor extraordinariamente prolífico, cuya producción fluye libre, es a menudo objeto de reverencia por el escritor con bloqueo mental, quien, al envidiarlo de la misma manera que una persona con sobrepeso envidia a una anoréxica, pierde de vista el hecho de

«De vuelta a la pregunta sobre tu propia creatividad. ¿Hay algún elemento compulsivo en toda esta actividad…?». «Te aseguro que en lo que respecta a mi vida hay muy poco de compulsivo, ya sea en el acto de escribir o en otros aspectos. Creo que el impulso creativo es natural a todos los seres humanos, y que es particularmente fuerte en los niños, a menos que sea reprimido. En consecuencia, uno se comporta de manera normal e instintiva cuando crea –literatura, arte, música o lo que sea–. ¡Un excelente libro de cocina también es creativo! Me preocupa que una tendencia natural humana pueda, por alguna interpretación freudiana, ser considerada compulsiva –quizá incluso patológica–. Para mí ésta es una interpretación totalmente mala de la iniciativa humana».

«¿Y qué si es una enfermedad?», dijo finalmente. «¿Qué importa que sea una fuerza anormal, si el resultado, si la sensación recordada y analizada luego en la cordura, termina siendo el súmmum de la armonía y la belleza, y produce un sentimiento, desconocido e insospechado hasta entonces, de plenitud, de proporción, de reconciliación y de temerosa y piadosa comunión con la síntesis más elevada de la vida?». De The MidnighT disease, Houghton Mifflin.


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AURA

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La primera noche que Aura y yo pasamos juntos, en Ciudad de México, ella me leyó una historia que había escrito. Yo estaba ocupado enamorándome de ella, y mi estado era tan tumultuoso que no podía ser el mejor oyente. Pero la historia me gustó. Era sobre un hombre joven en un aeropuerto que no podía recordar si acababa de llegar o estaba por salir. –¿De verdad te gusta? –dijo ella, después de que le conté que sí. –De verdad. –Pero sólo lo dices porque quieres gustarme. Aquélla era una conversación que se repetiría muchas veces durante los siguientes cuatro años. Pocos días después, Aura se iría a Nueva York, donde empezaría a estudiar un PhD en Literatura en la universidad de Columbia. Mi destino también era esa ciudad. Dos años después, nos casamos. Y dos años más tarde todo terminaría. El 25 de julio del 2007, Aura murió en un hospital de Ciudad de México después de un horrible accidente acuático que ocurrió un día antes, en las olas de una playa del océano Pacífico. Entre las cosas hermosas que Aura dejó y que pueden compartirse hay un pequeño conjunto de historias breves. También dejó cientos de fragmentos –historias inconclusas, ráfagas brillantes de prosa variada, anotaciones sobre ideas de novelas– y yo vago entre todo ello como un astronauta perdido y deslumbrado sin remedio, que ha sido apartado de su nave nodriza. Incluso esos fragmentos fueron parte de un esfuerzo heroico. En verdad, Aura nunca quiso ser una académica, aunque amaba las ideas difíciles; no rechazaba ningún lenguaje de manera automática. Eso la convertía en una verdadera intelectual, en vez de una académica ordinaria. Un día su consejero


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de tesis doctoral le dijo: «Aura, debemos liberarte de tu cándido amor hacia el texto literario». La respuesta de ella fue enrolarse en secreto –poniendo en riesgo su beca en Columbia– en el programa de escritura creativa del Hunter Collage MFA, donde comenzó a escribir ficción en inglés. Como muchas escritoras jóvenes, ella no confiaba en su propio talento. Yo sabía, sin embargo, que me quedaban pocos años como Francisco Goldman. Apenas ella publicara su primer libro, me convertiría en el esposo de Aura Estrada. Aura era una chica de ciudad que había crecido en un conjunto habitacional de Ciudad de México. Cierta vez pasamos unas semanas de primavera en Ucross, una residencia de estudiantes en las montañas de Wyoming. Allí todo le asustaba. Después escribió: «En Ucross aprendí dos cosas sobre mí misma. La primera fue el miedo feroz que me produce la vida animal salvaje (de noche, presa de los nervios, imaginaba que una serpiente me mordía). La segunda: mi falta de confianza en la escritura. [Allí] Comprendí que la única manera de disfrutar los paisajes de la vida y el proceso de la escritura es olvidando estos temores al menos unas diez horas al día». El último día de su vida, mientras caminábamos hacia la playa después de haber escrito durante la mañana, ella dijo: «Estoy muy feliz por la manera en que está saliendo mi nueva historia». Nunca antes la había escuchado hablar con tanta confianza sobre su escritura.


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el envenenamiento

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de Héctor cañas PersHing

o recuerdo bien cómo se iniciaron los hechos que culminaron en la hospitalización de mi vecino, Héctor Cañas Pershing. Él tenía quince años cuando ingresó a Emergencias del Hospital Infantil Privado por síntomas de envenenamiento con cianuro. Lo que sí recuerdo bien es que tuvo algo que ver con Héctor anunciándonos la inminencia de la Tercera Guerra Mundial y sentenciando al mundo a pena de muerte. No lo hizo de manera nostradámica, ni proclamó El Fin del Mundo como un destino metafísico, irrevocable y obvio, proyectado hacia un futuro que a nadie le importaba porque quién sabe cuándo iba a llegar. No. El 18 de enero de 1991, mi vecino Héctor Cañas Pershing, sentado sobre un pasto seco del área verde de un conjunto habitacional al sur del Distrito Federal, anunció a la bola de haraganes con la que pasé mis tardes de adolescencia que, en el transcurso de esa noche, el mundo se terminaría. Su temperamento cáustico era conocido, proclive a impredecibles raptos de violencia (en una ocasión, en presencia todo el grupo, le partió la cabeza en dos a su hermano menor con una baldosa suelta de la plazoleta, sin razón aparente). Por eso, estoy segura que si no se hubiera tratado del primer día de la Guerra del Golfo, no habríamos hecho caso a las advertencias de Héctor. Catalina La Uruguaya, además, no le habría ofrecido el Laetril que su madre guardaba en una cajita de madera, al fondo de un estante en la cocina, y que tomaba regularmente, en dosis muy pequeñas, con la esperanza de curarse un cáncer que apenas hace unos meses los doctores le habían detectado. Si aquel 18 de enero de 1991, Estados Unidos –o las fuerzas aliadas como sabríamos después– no hubieran iniciado la Operación Tormenta del Desierto y el bombardeo de Irak, Héctor no se habría encontrado de cara con la muerte. No sé los demás, pero yo creí en su resumen apocalíptico de la vida porque desde esa mañana tibia de invierno tropical, un aire belicoso y anárquico perfumaba las calles del Distrito Federal e incendiaba nuestras pantallas de televisión con madrugadas naranjas y explosivas. Cuando llegué a la escuela, me encontré en el asta bandera (la bandera estaba izada) con unos compañeros de banca –los que, sin falta, nos sentábamos en la fila de atrás–. Organizaban una marcha


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clandestina, a la cual, sin pensarlo dos veces, me apunté. Nuestro poder de convocatoria no fue el más eficaz. A la hora acordada para tomar las calles en protesta a la invasión gringa de Medio Oriente, había sólo siete niños trepados como changos lerdos en la enrejada metálica, aplastando con las suelas de goma las bugambilias color rosa que la cubrían. La enrejada comunicaba el estacionamiento escolar con una calle a esa hora poco o nada transitada. Toño, el joven prefecto de la preparatoria, debió habernos visto desde su cubículo, cuyos muros de plástico transparente daban al estacionamiento, y corrió a avisar a uno de los profesores. Ser una chica mala lo que se dice Mala, así, con mayúscula, en un colegio de abierta afiliación liberal, donde el alumno siempre tiene la razón, es un gesto inútil por superfluo: puras patadas de ahogado. Avisados sobre nuestro proceder, los profesores no inflingieron ninguna reprimenda a nuestra falta: nos abrieron la puerta a la calle y se nos unieron, trayendo con ellos algunas pancartas improvisadas: ABAJO EL IMPERIALISMO YANQUI / EE.UU FUERA DE KUWAIT. Imperialismo y Yanqui: dos unidades primarias de nuestro lenguaje que iban de la mano, es más, eran sinónimos. Si se hablaba de Imperialismo se hablaba de Yanquis y viceversa. Entre nuestras filas de bachiller contábamos tan sólo con un espécimen de ese linaje: la profesora de inglés, una mujer joven, de pelo muy rizado y delgado. La pobre sufría de una proptosis avanzada que la hacía tímida como un pollito. A la materia se le dedicaba una hora a la semana, lo cual impedía cualquier avance sutil o mayúsculo. Me parece que nunca pasamos del Áydu, Llúdu, Jí/shídos, Güídu, Deídu. Aprender la lengua del imperialista que confundía (y esto es parte de la educación gramatical de cualquier latinoamericano que se precie de serlo) el ser con el estar era una pérdida de tiempo y una falta a los principios que regían nuestra educación y filiación al hispanismo por sobre todas las cosas. En todo caso, frente al imperialismo yanqui, el europeo era preferible. Debimos suponer entonces que los profesores (de Lógica, Problemas Económicos, Problemas Filosóficos y Taller de Teatro) tomarían la delantera. Nos vimos obligados a seguirlos como perritos falderos durante las tres vueltas que dimos a la manzana vacía. Una vez de regreso en el plantel escolar, los estudiantes nos vieron entrar como héroes; además de los profesores que habían hecho «la marcha» con nosotros, otras figuras de autoridad nos felicitaron por nuestra iniciativa que, según nos informaron, era signo de Conciencia Social, Criterio Propio, y auguraba los Buenos Ciudadanos que algún día llegaríamos a ser. La Directora nos dio el día libre para reflexionar sobre las consecuencias de la conducta «bélica y entrometida» de los Estados Unidos. Un par de niños se fueron a beber. Lautaro, un chico chileno, y yo, aprovechamos para ir al baldío, a unas cuantas cuadras de la escuela, a tirarnos al pasto seco a fumar y a besar, alternativamente o, a veces, al mismo tiempo, antes de despedirnos y emprender el regreso a casa. Sentados a la mesa estaban mi mamá y uno de sus entenados de esa época. Después del divorcio, a mi mamá le dio por tener entenados. Hombres a los que, por un periodo desigual de tiempo, a diario invitaba a comer


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y a tomar el café, antes de volver al trabajo. Luego desaparecían y aparecían otros nuevos. Así que cuando llegué a casa ahí estaba mi mamá con su entenado discutiendo cosas de trabajo de las que yo no entendía nada. Ella me miró de reojo. Sin dejar de hablar, me saludó con una inclinación de cabeza. Cuando por fin terminó de hablar, me pidió que «me aseara» y pasara a sentarme a la mesa. En sus ojos mi paranoia adolescente pudo adivinar su mirada reprobatoria. No aguantaba mi manera de vestir. Me reprochaba que no me peinara. Que no le hiciera caso en nada. Yo podía decir lo mismo de ella, pero me callaba, por respeto, aunque, probablemente, su paranoia de madre adivinara lo mismo que mi mirada en la suya. Por supuesto, no me aseé. Me metí al baño, abrí la llave del lavabo, pero no me lavé las manos. Prefería atentar contra mi salud personal antes de hacerle caso. Me arrojé a la silla del comedor y me senté con las piernas abiertas. Mi mamá no daba crédito. Me hacía muecas pero yo la ignoraba. Ante mi desprecio, siguió hablando y fingió no ponerme atención. Del bolsillo del pantalón agujereado que no me quitaba hacía semanas, saqué una cajetilla de Faros. Extraje de ella un cigarro y me puse a fumar. Los ojos de mi madre se salían de sus órbitas pero era tal su orgullo que no dejó de llevarse la cucharada de sopa de coditos a la boca. Seguí fumando, haciendo gala de mi profesionalismo con donitas de humo que rebotaban en la cara de su entenado, sentado, el pobrecillo, a mi lado. Él no decía nada. Era de los tímidos. Seguía comiendo a pesar del humo en su barba y sus ojos azules. Mi mamá no pudo terminar su sopa. Dijo «compermiso», se levantó de la silla, dio vuelta al comedor redondo hasta llegar a mí, con un gesto ligero me arrebató el cigarro y lo tiró por la ventana abierta a mis espaldas. Regresó a su silla y esperó a que la muchacha trajera el segundo plato. Los tres nos hundimos en un silencio torpe que al poco tiempo rompí yo con otra provocación. «Los pinches gringos van a desatar la Tercera Guerra Mundial». «Por favor no utilices ese lenguaje en la mesa». Me paré, me coloqué de frente al comedor y, de espaladas a la sala compuesta por un sillón color bilis, repetí mis palabras. Las distancias entre los edificios de la unidad eran tan estrechas, salvadas por unos cuantos metros de árboles y cielo, que, al otro lado de mi ventana, podía ver a la familia de enfrente, sentada a la mesa, como una reproducción de la mía. Regresé a sentarme. Mi mamá dijo que no habría ninguna tercera guerra mundial. Lo que me hizo pensar que sí la habría. Pero también dijo, conciliatoriamente, que sí, que «los gringos no deberían meterse en asuntos que no les incumbían». Que el Medio Oriente era una «zona peligrosa» sobre la cual los gringos no sabían nada porque «desconocían la Historia». Eran unos ignorantes que «consumían litros de Coca-Cola de una gorra con popotes». Le pregunté que si eran tan tontos y tan entrometidos por qué cada oportunidad que teníamos nos íbamos de viaje a «Jiúston» a que ella comprara sus ropitas en el «mol». Y que cómo una raza de tontos había podido conseguir la dominación mundial. Que si los tontos no éramos otros. Por ejemplo: los que estábamos sentados en aquella mesa.



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HÉCTOR CAÑAS PERSHING TENÍA QUINCE AÑOS CUANDO INGRESÓ A EMERGENCIAS DEL HOSPITAL INFANTIL PRIVADO POR SÍNTOMAS DE ENVENENAMIENTO CON CIANURO. RECUERDO BIEN QUE TUVO ALGO QUE VER CON HÉCTOR ANUNCIÁNDONOS LA INMINENCIA DE LA TERCERA GUERRA MUNDIAL Y SENTENCIANDO AL MUNDO A PENA DE MUERTE La sangre me hervía de tanta hipocresía. Me largué de la mesa a mi habitación. Cerré la puerta con el tipo de azotón prohibido en casa. Me largué a escribir «poesía», como llamaba yo a las imprecaciones en contra del mundo con las que llenaba las páginas de docenas de cuadernos. Escribía en inglés. Antes del divorcio había asistido a una escuela bilingüe. Fingía no saber para quedar bien con los chicos de la escuela nueva a la que había ingresado. Podía recitar de memoria las canciones de los primeros álbumes de los Beatles, las canciones más populares de Bob Dylan –en ese entonces sólo contaba con el casete de Grandes éxitos que había extraído clandestinamente de la cajita de cintas de mi padre durante la mudanza–, y algunas de The Doors que empezaba a conocer. Escuché el repiquetear de las campanitas ridículas que mi madre había colgado en el dorso de la puerta y supe que se habían marchado. Concluí mi poema «Rotten World» con una última estrofa patibularia: metal strips of hypocrisy sustain their words, worlds one by one i will tear them off, like onion layers, floating over a dark unkempt sea. Cerré mi cuaderno. Me escabullí a la habitación que mi mamá llamaba «estudio» pero que aún consistía en unos cuantos libreros empalmados, cajas de libros, algunas abiertas, otras cerradas, puestas sin ningún orden sobre el piso, lo que hacía que hubiera que dar brinquitos entre ellas para llegar al fondo, ahí donde estaba el baúl. Era un baúl pequeño de latón verde, forrado por dentro con tela de paliacate rojo. Contenía botellas de alcohol. Extraje una, no sé ni de qué, y la puse en mi axila debajo de la sudadera azul marino que llevaba puesta. Me apresuré a salir. Algo me trató de decir la muchacha relacionado con tareas y prohibiciones y los vagos que andaban sueltos en la Unidad. Te referirás a mis amigos, le dije riendo, cerrando la puerta tras de mí. La tarde estaba quebradiza, chispeante. Todo, o nada, estaba a punto de pasar. Vagué sola por varias horas. Cada ventana era como un escenario en el que se sucedía la misma obra cotidiana. De ellas salían los ruidos de los rituales vespertinos. Los cubiertos de metal chocando con la superficie llana de los platos, el agua corriendo en el fregadero, un niño regañado, un perro ladrando en la distancia, un claxon, otro. La luz de la tarde disminuía. Una franja azul, recta y simétrica, envolvía el cielo, lo ataba al mundo. No sé cuántos cigarros me fumé, pero cuando me encontré a Héctor sentí una ligera náusea en el estómago. La botella seguía sin abrir. Lo vi sentado en la estrecha tira de área verde entre el Edificio 17 y el 10, el punto más alejado de la Caseta de Seguridad. La entrada de los dos edificios estaba al otro lado, por lo que el tránsito de vecinos era reducido. Las luces de los departamentos habían empezado a encenderse, como en una maqueta, al unísono. El aire estaba cargado de olores a guisado y a colonias baratas. Héctor era un chico más bien callado, de complexión delgada, pelo áspero y amarillo, como paja. Tenía una apariencia ordinaria que yo encontraba misteriosa. Tal vez por las lecturas y los objetos con los que solía bajar de su casa al patio comunitario; libros sobre, o escritos por, Hitler, tableros de ouijas,


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navajas y otras armas blancas que nos mostraba en la parte trasera de los edificios, donde los medidores de agua y gas. Nos juraba que poseía también un arma de fuego. Un día la iba a bajar. Decía que su mamá era gringa, y le creíamos porque su papá era prieto lo que se dice prieto, y él más bien blanco, paliducho. Siempre andaba con una sudadera negra al revés. Cuando se lo mencionábamos, se encogía de hombros, cerraba los ojos, no decía nada. El día de su envenenamiento supimos por qué. Héctor nos provocaba miedo y fascinación. Yo quería besarlo o exterminarlo. De cierta manera, ambas acciones me parecían lo mismo. Cuando lo encontré, no le pregunté qué hacía porque una pregunta tan obvia fácilmente podía desatar su ira. Me senté frente a él y lo observé escarbar la tierra seca con una navaja suiza oxidada. «Me la regaló José». José era su padre, pero lo llamaba así, por su nombre. Tenía la cabeza agachada. No me miraba. «Antes yo me cortaba». Me enseñó sus brazos lechosos atravesados por líneas chuecas, desarregladas, bultos en relieve. «Ya no me tengo que cortar porque hoy empieza la Tercera Guerra Mundial. Van a tirar La Bomba y el mundo se va a acabar. Quedan unas horas. Mañana, cuando te despiertes, estarás muerta». Dejó de ver la navaja. Cuando se levantó, yo lo seguí mecánicamente. –¿Adónde vamos? –me hizo preguntar estúpidamente algún instinto; el miedo. Me jaló de la mano y me llevó arrastrando a un montículo de tierra que se levantaba junto al muro de salida del estacionamiento techado. «Aquí esperamos a los otros». Estuvimos en silencio hasta que se me ocurrió mostrarle la botella de licor que tenía escondida. Al verme meter la mano en la parte interior de la sudadera, le cambió la cara. Parecía asustado o intrigado. No sé. Pero al ver la botella se le relajó el rostro y los ojos se le encendieron. Aproveché mientras la examinaba para acercarme bruscamente y besarlo. No abrimos la boca. Nos quedamos así algún tiempo. Sentí su mano sobre mi pecho, inmóvil. Oí pasos y me retiré. Héctor abrió con la navaja la botella y le dio un trago largo antes de pasármela. Me metí la boquilla a la boca, sin respirar, chupé el líquido transparente que me quemó la garganta. «Es buen ron. Cubano». Erick y Diego llegaron juntos. Héctor les mostró la botella, de la que ya se había apoderado, sin decirles que yo la había traído. Ellos tampoco preguntaron, sólo la empinaron, dándole sendos tragos. Para cuando llegó Catalina La Uruguaya nuestro juicio estaba bien obnubilado por el alcohol. Ella no tardó en ponerse al corriente. Héctor siguió hablándonos de La Bomba. Hablaba de cuerpos quemados por la radiación, brazos y piernas desatados de sus cuerpos, como vagones de tren que se van separando en el camino. Olor a pelo quemado. Kilos de pelo quemado inundando las calles, el aire. Nunca entendí quién lanzaría la bomba o si la bomba sería de tal magnitud que podía alcanzar a afectar una zona tan distante, a tantos miles de millones de kilómetros de distancia del corazón del conflicto, una zona como la nuestra, una pobre unidad habitacional al sur del Distrito Federal. Y si no era contraproducente exterminar


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JE U N LE IR OO 22 00 00 88

NUNCA ENTENDÍ QUIÉN LANZARÍA LA BOMBA O SI LA BOMBA SERÍA DE TAL MAGNITUD QUE PODÍA ALCANZAR A AFECTAR UNA ZONA TAN DISTANTE, A TANTOS MILES DE MILLONES DE KILÓMETROS DE DISTANCIA DEL CORAZÓN DEL CONFLICTO (IRAK), UNA ZONA COMO LA NUESTRA: UNA POBRE UNIDAD HABITACIONAL AL SUR DEL DISTRITO FEDERAL la vida del universo sobre unos cuantos miles de millones de litros de petróleo, o un dictador barbudo. Que si valía la pena el sacrificio. La botella se acabó. No recuerdo quién tiró su cadáver contra el piso que se estrelló. El escándalo del vidrio roto nos sacó del trance etílico. Fue entonces que Catalina La Uruguaya cometió el error de pastorearnos a su casa y confesarnos que su mamá andaba de viaje. Su departamento olía a papel e incienso. El interior era idéntico al mío, al de todos los que ahí vivíamos. Encendió unas lámparas que colgaban desiguales del techo, mamparas de canastas invertidas de las que la luz emanaba en filamentos. Nos sentamos en el comedor. De un cajón Catalina sacó una llavecita. Abrió la puerta inferior de un mueble de madera y vidrio y sacó unas botellas de vino que Héctor descorchó con torpeza. Después se paró y se metió en la cocina. Empezó a hurgar en los estantes y dio con la cajita de madera. No sé qué pensó que tenía, pero la llevó al comedor en ambas manos, como una ofrenda. La puso al centro y levantó la tapa. La luz en trizas que emanaba de la mampara rústica iluminó unos frasquitos de cristal esmerilado, color ámbar y boca ancha; dentro, se apretujaban algunas cápsulas, sardinas blanquiazules enlatadas. Miramos el contenido y después a Catalina, luego otra vez el contenido y otra vez a Catalina. –¿Qué es? –No sé –dijo Catalina–, son cosas que mi mamá toma. Nos quedamos mirando los frasquitos color ópalo recostados uno sobre otro, ordenadamente. En el fondo podía verse un papel blanco que no nos molestamos en sacar para saciar nuestra duda. Alguien –pude haber sido yo– tomó uno de los frascos. Lo abrió, lo olió y lo dejó sobre la mesa. Procedimos a beber el vino. Diego y Catalina se mudaron al sillón. Empezaron a besarse. Las manos de Diego como tentáculos de un pulpo sobre su presa. Se la tragaba. Héctor y Erick fumaban en la ventana; era demasiado tarde para preocuparse por testigos. Me acerqué de nuevo a la mesa. Revisé los frasquitos. Con cuidado de no romper ninguno de los que todavía permanecían en la caja, extraje el papel blanco del fondo. Esta sustancia es peligrosa. No ingerirla más que en las dosis señaladas por el médico. Volví a poner el papelito donde estaba. Tomé un frasco, le di vueltas a la tapa de plástico negro y lo sacudí con la boquilla hacia abajo. Sobre la mesa, se precipitaron las cápsulas blanquiazules, como perlas o dientes. Separé un extremo de otro y procedí a introducir el polvito en la botella de vino restante. Así hice con el contenido de uno, dos, tres frascos. Cuando me cansé, agité la botella y me dirigí con ella hacia donde Héctor y Erick. Besarlo o exterminarlo. –Te reto a terminártela de un trago. –Va, contestó Héctor. Ahí, junto a la ventana, todos lo vimos aceptar el reto. No logró acabársela en un trago, pero por orgullo, se la terminó en tres. Al principio no pasó nada. Carraspeó por aire. Creíamos que iba a vomitar. Pero se aguantó. Luego empezó a ponerse morado, sus brazos a revolotear. Se llevaba las manos a la garganta, sacaba la lengua. Lo veíamos sin saber qué hacer. Alguien le quiso quitar la sudadera para ayudarlo a agarrar a aire. Héctor no se dejaba, pero ya no pudo ir en contra. La parte delantera de la sudadera tenía las siglas de la Policía Judicial. El papá de Héctor era judicial. Me asomé por la ventana. El comedor de la casa de enfrente estaba vacío. Se me ocurrió que el envenenamiento de un insignificante niño mexicano no era mala manera de protestar en contra de la guerra, de los que se meten en lo que no les importa, de los ignorantes, de los poderosos. Héctor Cañas Pershing, envenenado, se volvió trascendental en un mundo fútil.


Gurus Division

Auspician:

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Estadio Miraflores.Capacidad limitada. informes: 628-2000 / 405*2622

1˚ de octubre

más extraño del mundo

mitos y verdades sobre

CAMILO CRUZ

Gurú Mundial del Liderazgo, autor del Best Seller “La Vaca”. Ganador del Latin Book Award.


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TODO ES UNA COPIA DE TODO 驴Acaso la originalidad no existe?

un texto de jonathan lethem traducci贸n de jorge villa ilustraciones de pando


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Toda la humanidad es de un autor, y es un volumen; cuando un hombre muere, no se arranca un capítulo de un libro, sino que se traduce a una lengua mejor; y todo capítulo debe ser así traducido. John Donne

IGA ESTE RELATO: UN

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hombre culto de mediana edad recuerda la historia de un amor loco, que empieza cuando, en un viaje al extranjero, se hospeda en una habitación. Cuando ve a la hija de la casera, se pierde. Ella es una púber cuyos encantos lo esclavizan de inmediato. Sin considerar la edad, él se vuelve íntimo de la niña. Al final, ella muere y el narrador –marcado para siempre– se queda solo. El nombre de la niña titula la historia: Lolita. El autor, el alemán Heinz von Lichberg, publicó el texto en 1916, cuarenta años antes que la novela de Vladimir Nabokov. Lichberg, con el tiempo, se convirtió en

un periodista destacado de la era nazi, y sus traba­ jos juveniles se perdieron de vista. ¿Nabokov –que estuvo en Berlín hasta 1937– adoptó el relato de Li­ chberg de manera consciente? ¿O acaso esa historia predecesora fue para él un recuerdo oculto y desco­ nocido? La historia de la literatura no es tal sin los ejemplos de este fenómeno llamado criptomnesia. Según otra hipótesis, Nabokov, que conocía a la

perfección el texto de Lichberg, se sumó al arte de citar que Thomas Mann –otro maestro del género– llamó «alta criba». La literatura siempre ha sido un crisol en el que los temas más familiares se fun­ den de manera continua. Muy poco de lo que admiramos en la LoLita de Nabokov se encuentra en el relato antecesor; éste no puede deducirse de aquél. Pero la pregunta es: ¿Nabokov se prestó y citó sabiendo lo que hacía? «Cuando vives fuera de la ley tienes que eliminar la deshonesti­ dad». La frase está en la película negra que Don Siegel hizo en 1958, the Lineup [La alineación], y que escribió Stirling Silliphant. Todavía aparece en cineclubes nostálgicos gracias, quizá, a cómo Eli Wallach interpreta a un sociópata y asesino a sueldo y también a la extensa carrera de Siegel como autor. Pero, ¿qué importancia tenían esas pa­ labras –para Siegel o Silliphant o para su audiencia– en 1958? ¿Qué importancia tenían cuando Bob Dylan las escuchó, las limpió un poco y las incluyó en «Absolutely Sweet Marie»? ¿Qué importancia tienen ahora esas palabras para la cultura en general? La apropiación siempre ha cumplido un papel clave en la mú­ sica de Dylan. No sólo ha tomado cosas de las películas clásicas de Hollywood, también lo ha hecho de Shakespeare, F. Scott Fitzgerald y de Confessions of a Yakuza [Confesiones de un Yakuza], de Junichi Saga. Se apropió del título del estudio de Eric Lott sobre los juglares y lo usó en su álbum Love and theft, en el 2001. Uno se imagina que a Dylan le gustó la resonancia general del título, donde las pequeñas ofensas emocionales amenazan la dulzura del amor, como ocurre tan a menudo en sus canciones. El título de Lott es, por supuesto, un riff del tema de Leslie Fiedler Love and death in the ameriCan noveL [Amor y muerte en la novela estadounidense], que identifica el tema literario de la interdependencia entre un hombre blanco y uno negro, como Huck y Jim o como Ishmael y Queequeg –una serie de referencias negadas para el propio Dylan, usurpador y trovador–. El arte de Dylan tiene una paradoja: mientras nos urge a no mirar atrás, también guarda conocimientos de fuentes del pasado que, de otra manera, tendrían poco espacio en la cultura contemporánea; por ejemplo, la poesía de la Guerra Civil del poeta confederado Hen­ ry Timrod, resucitada en las letras de uno de los últimos álbumes de Dylan, modern times. En este artista, la originalidad y las apropia­ ciones son una misma cosa. Lo mismo puede decirse de todas las artes. Lo comprobé a la fuerza cuando buscaba el fragmento de John Donne, epígrafe de este


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texto. No conocí los versos gracias a un curso universitario, lo confieso, sino en la versión cinematográfica del libro 84, Charing Cross road, con Anthony Hopkins y Anne Bancroft. Saqué aquel texto de la biblioteca con la esperanza de encontrar allí el fragmento de Donne, pero no estaba. Lo mencionan en la adaptación teatral, pero tampoco ésta impreso. Así que volví a alquilar la película, y allí estaba el pasaje que Anthony Hopkins leía en off, aunque no se le atribuía a nadie la autoría. Por desdicha, el verso estaba abreviado de tal manera que, cuando acudí a internet, empecé a buscar la frase «Toda la humanidad es de un volumen» en lugar de «Toda la humanidad es de un autor, y es un volumen». Al principio, mi búsqueda fue tan desafortunada como la que hice en la biblioteca. Pensé que pedir libros de esa vasta profundidad era cuestión de unos cuantos golpes en el teclado, pero cuando visité la web de la biblioteca de Yale descubrí que la mayoría de sus libros no tienen todavía una versión electrónica. Como último recurso busqué la frase más oscura en apariencia: «Todo capítulo debe ser así traducido». Entonces el fragmento llegó, no a través de una biblioteca académica, sino gracias a que algún amante de Donne lo había colocado en su página personal. Los versos correspondían a la «Meditación 17», en devoCiones para oCasiones emergentes, lo más famoso que escribió debido a la frase «nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti». Mi búsqueda me llevó de una película a un libro a una obra de teatro a un sitio de internet y de regreso a un libro. Pero, claro, esas palabras son tan famosas tal vez sólo porque Hemingway las tomó para titular así uno de sus libros. La literatura es saqueada y fragmentada desde hace mucho tiempo. Cuando tenía trece años compré una antología de literatura beat. De inmediato, y para mi deleite mayor, descubrí a un tal William S. Burroughs, autor de algo llamado el almuerzo desnudo, compendiado ahí en toda su corrugada genialidad. Burroughs era un hombre de letras tan radical como entonces el mundo podía ofrecer. En la experiencia literaria que he tenido desde entonces, nada ha tenido un impacto tan fuerte sobre mi sentido de las posibilidades absolutas de la escritura. Más tarde, al tratar de comprender este

impacto, descubrí que Burroughs había incorporado en sus textos pedazos de otros autores, algo que mis maestros habrían llamado plagio. Algunos de esos préstamos habían sido tomados de la ciencia ficción estadounidense de los años cuarenta y cincuenta, lo que para mí significó un segundo golpe de reconocimiento. Por entonces, supe que este «método del corte», como Burroughs lo llamaba, era fundamental para todo lo que él hacía, y que hasta confiaba de manera literal en que se relacionaba con la magia. Cuando escribió acerca de este proceso se me pararon los pelos del cuello (tan palpable era mi emoción). Burroughs interrogaba al universo con tijeras y un bote de pegamento, y el menos imitativo de los autores no fue un plagiario en absoluto.

En 1941, en el porche de su casa, el músico Muddy Waters grabó una canción para el folclorista Alan Lomax. Después de entonar el tema que, según le dijo a ese colega, se titulaba «Country Blues», describió cómo lo había compuesto. «Lo hice más o menos el 8 de octubre del 38», dijo Waters. «Estaba reparando el neumático de un coche. Una chica me había maltratado. Estaba deprimido y la canción cayó en mi mente y vino a mí así nada más y empecé a cantarla». Entonces Lomax, que conocía la grabación de Robert Johnson «Walkin’ Blues», le preguntó a Waters si había otras canciones que usaran el mismo tono. «Hay algunos blues que suenan así», respondió Waters. «Esta canción viene de los campos de algodón y alguna vez un chico sacó un álbum –Robert Johnson–. Él la llamó “Walkin’ Blues”. Escuché el tono antes de oírla en el disco. Yo la aprendí de Son House». Con casi sólo una bocanada de aire, Waters ofreció cinco versiones. Su propia autoría: él «la creó» en una fecha específica. Luego la explicación «pasiva»: «Vino a mí así nada más». Después de que Lomax menciona el asunto de la influencia, Waters, sin empacho, reparos o trepidación alguna, dice que escuchó una versión de Johnson pero que su mentor, Son House, se la enseñó. A la mitad de esta complicada genealogía, Waters dice que «esta canción viene de los campos de algodón». Los músicos de blues y jazz han vivido desde hace tiempo en una especie de cultura del «código abierto», en la que los fragmentos melódicos y las estructuras musicales preexistentes son vueltas a trabajar con libertad. La tecnología sólo ha multiplicado las posibilidades: los músicos han adquirido el poder de duplicar sonidos de manera literal y no sólo de aproximarse a través de alusiones. En Jamaica, durante los años setenta, King Tubby y Lee Scratch Perry deconstruyeron música grabada, para lo cual usaron un hard­ ware que sorprendía por lo primitivo, predigital, y crearon lo que llamaron «versiones». La naturaleza recombinante de sus artefactos


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se extendió muy rápido a los disc jockeys de Nueva York y Londres. Ahora, un proceso interminable, gloriosamente impuro y en especial social genera incontables horas de música. Collages de imágenes, sonidos y textos –que por siglos fueron tradiciones fugaces (un verso aquí, un pastiche folclórico allá), se volvieron incendiarios e importantes por igual para una serie de movimientos del siglo XX: futurismo, cubismo, Dadá, música concreta, situacionismo, arte pop y apropiacionismo. De hecho, el collage, común denominador de esa lista, puede ser considerado como la forma del arte del siglo XX y ni qué decir del XXI. Pero olvidemos por el momento las cronologías, escuelas o incluso los siglos. Al sumarse los ejemplos (la música de Igor Stravinski y Daniel Johnston; los cuadros de Francis Bacon y Henry Darger; las novelas del grupo Oulipo y de Hannah Crafts –quien saqueó Casa desolada, de Charles

bar ideas, ¿de dónde saldrán éstas entonces?». Si los dibujantes nostálgicos no hubieran tomado préstamos de e l G ato F élix , no existiría e l show de Ren & s timpy . Sin los especiales navideños de los animadores Arthur Rankin y Jules Bass y C haRlie B Rown, no existiría s outh paRk. Y sin los piCapiedRa, los simpson dejarían de existir. Si éstas no parecen pérdidas esenciales, entonces tomemos en cuenta los plagios notables que relacionan a píRamo y t isBe , de Ovidio; con R omeo y J ulieta , de Shakespeare, y w est side stoRy , de Leonard Bernstein; o la descripción de Cleopatra que Shakespeare copió casi palabra por palabra de la Vida de m aRCo antonio , de Plutarco, y que después también birló el poeta T. S. Eliot en la tieRRa Baldía . Si éstos son ejemplos de plagio, entonces queremos más plagio. La mayoría de los artistas alcanza su vocación cuando sus dones innatos son despertados por el trabajo de un maestro. La mayoría de los artistas se convierten al arte por el arte mismo. Hallar tu propia voz no es sólo liberarte y purificarte de las palabras de otros, sino adoptar filiaciones, comunidades y discursos. La inspiración podría ser también «inhalar el recuerdo de un acto no vivido». La invención,

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EN 1916 EL PERIODISTA ALEMÁN HEINZ VON LICHBERG PUBLICÓ UN RELATO LLAMADO LOLITA. CUARENTA AÑOS ANTES QUE VLADIMIR NABOKOV. MUY POCO DE LO QUE ADMIRAMOS EN LA LOLITA DE NABOKOV SE ENCUENTRA EN EL RELATO ORIGINAL DE LICHBERG, CUYOS TRABAJOS JUVENILES SE PERDIERON DE VISTA CON EL TIEMPO. PERO LA PREGUNTA ES: ¿NABOKOV –QUE ESTUVO EN BERLÍN HASTA 1937– SE PRESTÓ Y CITÓ A PROPÓSITO A ESE COLEGA? Dickens, para escribir the Bondwoman’s naRRatiVe [Memorias de una esclava]–, así como textos apreciados que sorprenden a sus admiradores una vez que se descubren sus elementos «plagiados» (las novelas de Richard Condon o los sermones de Martin Luther King), es evidente que la apropiación, la imitación, la cita, la alusión y la colaboración sublimada son una suerte de sine qua non del acto creativo y recorren todas las formas y géneros en la esfera de la producción cultural. En una escena de tribunal en los s impson , la discusión sobre la propiedad de los personajes animados Itchy y Scratchy escala hasta convertirse en un debate existencial sobre la naturaleza misma de las series animadas. «¡La animación se basa en el plagio!», declara el alterado productor de la caricatura dentro de la caricatura, Roger Meyers Jr. «Si nos quita el derecho de ro-

hay que aceptarlo con humildad, no consiste en crear de la nada sino del caos. Todo artista conoce estas verdades, no importa cuán hondo esconda ese saber. ¿Qué ocurre cuando una alusión no es reconocida? Una mirada más atenta a la tieRRa Baldía servirá de ejemplo. El cuerpo del poema de Eliot es un cóctel vertiginoso de citas, alusiones y escritura «original». Cuando él alude al «Protalamion», de Edmund Spenser, en el verso que dice «Dulce Támesis corre muy suave hasta que termine mi canción», ¿qué ocurre con los lectores para quienes el poema –ni siquiera uno de los más populares de Spenser– resulta poco familiar? (De hecho, ahora Spenser es conocido en buena cuenta porque Eliot lo utilizó). Hay dos respuestas posibles: atribuir el verso a Eliot o descubrir más tarde la fuente y entender el verso como un plagio. Eliot mostró no poca ansiedad sobre estos asuntos; las notas que añadió con mucho cuidado a la tieRRa Baldía se pueden leer como un síntoma de las ansias de contaminación del modernismo. Visto desde ese ángulo, ¿qué es el posmodernismo sino modernismo sin ansiedad?



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Los surrealistas creían que los objetos poseían una cierta aunque indefinida intensidad que había sido aplacada por el uso diario y la utilidad. Se encomendaron a reanimar esta intensidad latente, a contactar sus mentes otra vez con la materia que componía su mundo. La máxima de André Breton («Bello como el azaroso encuentro de una máquina de coser y un paraguas sobre una mesa de operaciones») expresa la fe en que la simple colocación de objetos en contextos inesperados revigoriza sus cualidades misteriosas. Esta «crisis» que los surrealistas identificaron fue diagnosticada al mismo tiempo por otros. El filósofo Martin Heidegger argumentaba que la esencia de la modernidad radicaba en una orientación tecnológica particular que él llamó «encasillamiento». Esta tendencia nos lleva a ver los objetos de nuestro entorno sólo en térmi-

Muy temprano en la historia de la fotografía algunas decisiones judiciales pudieron haber alterado el curso de ese arte: se preguntó a las cortes si es que el fotógrafo necesitaba una autorización antes de capturar e imprimir una imagen. ¿Acaso el fotógrafo que retrataba a una persona o a un edificio les robaba o pirateaba a éstos algo que tuviera un valor certificable y privado? Esas primeras decisiones favorecieron a los piratas. Del mismo modo que Walt Disney pudo inspirarse en El héroE dEl río, de Buster Keaton, en los hermanos Grimm o en los ratones reales, el fotógrafo debe ser libre de capturar una imagen sin compensar a la fuente. El mundo que se encuentra frente a nuestros ojos gracias a las lentes de una cámara fue considerado –con excepciones menores– como una suerte de propiedad común, donde un gato puede mirar a un rey. Nací en 1964. Crecí viendo capitán Kangaroo, alunizajes, billones de comerciales de televisión, los banana splits, m*a*s*h y el show dE mary tylEr moorE. Nací con palabras en la boca –Xerox, por ejemplo–, nombres-objeto tan fijos y eternos en mi logósfera como taxi y cepillo de dientes. El mundo es un hogar lleno de productos de la cultura popular y sus emblemas. Tam-

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LA LITERATURA ES SAQUEADA Y FRAGMENTADA DESDE HACE MUCHO TIEMPO. CUANDO TENÍA TRECE AÑOS, DESCUBRÍ A WILLIAM S. BURROUGHS, AUTOR DE EL ALMUERZO DESNUDO, Y MÁS TARDE, DESCUBRÍ QUE HABÍA INCORPORADO EN SUS TEXTOS PEDAZOS DE OTROS AUTORES, ALGO QUE MIS MAESTROS HABRÍAN LLAMADO PLAGIO. ENTONCES SUPE QUE EL «MÉTODO DEL CORTE», COMO BURROUGHS LO LLAMABA, ERA FUNDAMENTAL PARA TODO LO QUE ÉL HACÍA. BURROUGHS INTERROGABA AL UNIVERSO CON TIJERAS Y UN BOTE DE PEGAMENTO

nos de cómo pueden servirnos o cómo podemos usarlos. Para Heidegger la tarea consiste en encontrar nuevas maneras de situarnos a nosotros mismos vis-à-vis con esos «objetos», de manera que podamos apreciarlos como «cosas» puestas en relieve contra el terreno de su funcionalidad. El arte, según él, tenía el potencial de revelar la esencia misma de las cosas: su «cosidad». Los surrealistas comprendieron que la fotografía y el cine podían realizar este proceso de reanimación de manera automática; el proceso de enfocar objetos en una lente a menudo era suficiente para crear el efecto que buscaban. La cámara se enfoca en «detalles escondidos de objetos familiares» –decía Walter Benjamin– y revela «por completo nuevas formaciones estructurales del sujeto».

bién vengo de la época inundada por parodias que sustituían a los originales, entonces desconocidos para mí. Conocí a los Monkees antes que a los Beatles, a Belmondo antes que a Bogart. No soy el único que ha nacido en un entorno incoherente de textos, productos e imágenes: el ámbito cultural y comercial con el que hemos borrado y suplido nuestro mundo natural. No puedo llamarlo mío más de lo que podría llamar mías las banquetas o los bosques del planeta e incluso así habito en él, y para tener una oportunidad como artista o ciudadano probablemente debería poder nombrarlo. Consideremos El cinéfilo, de Walker Percy: «Otras personas, según he leído, atesoran momentos memorables en sus vidas: la vez que escalaron el Partenón al amanecer, la noche de verano que conocieron a una chica solitaria en Central Park y lograron una relación natural y tierna con ella, como dicen los libros. Yo también conocí a una chica en Central Park, pero no hay mucho que recordar. Lo que recuerdo es cuando John Wayne mató a tres hombres con una carabina mientras caía a la calle sucia en la diligEncia y la vez que el gatito encontró a Orson Welles en la puerta en El tErcEr hombrE».



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Ahora, cuando podemos comer tex-mex con palitos chinos mientr­as escuchamos r­eggae y vemos en YouTube una r­etr­ansmisión de la caída del mur­o de Ber­lín –y cuando casi todo nos parece familiar–, no sor­pr­ende que par­te del ar­te más ambicioso de la actualidad trate de convertir lo cotidiano en algo extraordinario. Al hacerlo, al reimaginar lo que la vida humana puede ser por encima de las grietas de la ilusión, mediación, demogr­afía, mar­keting, el imago y la apar­iencia, los ar­tistas están par­adójica­ mente tratando de restaurar lo que se toma por real en tr­es dimensiones, y de r­econstr­uir­ un mundo unívoco y r­edondo a par­tir­ de cor­r­ientes dispar­ata­ das de vistas planas. Cualquiera sea el castigo o cargo por falta de gusto o violación de una marca registrada que se asocien con la apr­opiación ar­tística del ambiente mediático en el que nos movemos, la alter­nativa

lar­es con per­sonas acusadas que tienen hasta doce años de edad. La Asociación Estadounidense de Compositor­es, Autor­es y Publicistas desangra a los propietarios de tiendas por poner música de fondo en sus negocios; estudiantes y académicos son desalentados de fo­ tocopiar libros. Al mismo tiempo, los derechos de autor son reve­ r­enciados por­ la mayor­ía de escr­itor­es y ar­tistas más r­enombr­ados como der­echo de nacimiento y bastión: la fuente de cuidados par­a sus pr­ácticas infinitamente fr­ágiles en un mundo tan r­apaz. El plagio y la pir­ater­ía, después de todo, son los monstr­uos que los ar­tistas en actividad apr­endemos a temer­, ya que acechan nuestr­as pequeñas par­celas de r­enombr­e y r­emuner­ación. Una época se define no tanto por­ las ideas que se discuten en ella como por­ aquellas ideas que se dan por­ sentadas. El car­ácter­ de una era pende de lo que no precisa defensa. Pocos cuestionamos la constr­ucción contempor­ánea de los der­echos de autor­. Se consider­a que es una ley tanto en el sentido de ser­ un absoluto mor­al r­econoci­ do a nivel univer­sal –como la ley contr­a el asesinato– cuanto por­que es algo inher­ente al mundo por­ natur­aleza –como la ley de gr­ave­

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SI LOS DIBUJANTES NOSTÁLGICOS NO HUBIERAN TOMADO PRÉSTAMOS DE EL GATO FÉLIX, NO EXISTIRÍA EL SHOW DE REN & STIMPY. SIN CHARLIE BROWN, NO EXISTIRÍA SOUTH PARK. Y SIN LOS PICAPIEDRA, LOS SIMPSON DEJARÍAN DE EXISTIR. SI ÉSTAS NO PARECEN PÉRDIDAS ESENCIALES, ENTONCES TOMEMOS EN CUENTA PLAGIOS NOTABLES COMO LA DESCRIPCIÓN DE CLEOPATRA QUE SHAKESPEARE COPIÓ CASI PALABRA POR PALABRA DE DE PLUTARCO. SI ÉSTOS SON EJEMPLOS DE PLAGIO, ENTONCES QUEREMOS MÁS PLAGIO

(espantarnos o bien escaparnos a una torre de mar­ fil de ir­r­elevancia) es mucho peor­. Los signos nos r­odean; nuestr­o imper­ativo es no ignor­ar­los. Que la cultura puede ser propiedad –propie­ dad intelectual– es una idea que se emplea para justificar­lo todo, desde intentos par­a obligar­ a las Gir­l Scouts a pagar impuestos por cantar cancio­ nes alrededor de la fogata, hasta la demanda que entablaron los herederos de la escritora Margaret Mitchell (autora de Lo que eL viento se LLevó) contr­a los editores de la parodia the Wind done Gone [El viento ya se fue], de Alice Randall. Corporaciones como Celera Genomics han solicitado patentes para genes humanos, mientras que la Asociación Esta­ dounidense de la Industr­ia Discogr­áfica de Amér­ica ha demandado a quienes descargan música de in­ ter­net por­ violar­ los der­echos de autor­ y ha conse­ guido arreglos fuera de tribunales por miles de dó­

dad–. De hecho, no es ni lo uno ni lo otro. El derecho de autor es una negociación social permanente, forjada con tenacidad, revisada sin fin e imper­fecta en cada una de sus encar­naciones. El presidente Thomas Jefferson, por ejemplo, consideraba que el derecho de autor era un mal necesario. Él aprobaba proveer sólo los incentivos suficientes par­a la cr­eación, nada más, y per­mitir­ que las ideas fluyer­an libr­emente, como la natur­aleza desear­a. Su con­ cepción del copyright se plasmó en la Constitución, que concede al Congr­eso la autor­idad de «pr­omover­ el pr­ogr­eso de la ciencia y las artes útiles asegurando que los autores e inventores tengan, por tiempo limitado, los derechos exclusivos de sus respectivos escritos o descubr­imientos». Se tr­ataba de un acto de equilibr­io entr­e los cr­ea­ dor­es y la sociedad en su conjunto; los que vinier­an después podr­ían hacer un mejor trabajo que los que crearon la idea original. Per­o la visión de Jeffer­son no tuvo un futur­o tan bueno; de hecho, ha sido erosionada por aquellos que ven la cultura como un mercado donde cualquier bien debe tener un dueño. Ahora cada acto cr­eativo en un medio tangible está sujeto a la pr­otección del


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derecho de autor: los correos electrónicos que en­ vías a tu hijo o las pinturas que éste ha hecho con los dedos están protegidos de manera automática. El primer Congreso que otorgó derechos de autor concedió a los titulares un periodo de catorce años, que podía ser renovado por otros catorce si el au­ tor aún vivía. Ahora el plazo cubre la vida del au­ tor más setenta años. Es una pequeña exageración decir que cada vez que Mickey Mouse está a punto de pertenecer al dominio público, la cobertura de derechos de autor se extiende. Incluso cuando la ley se vuelve más restrictiva, la tecnología exhibe esas restricciones como biza­ rras y arbitrarias. Cuando las leyes antiguas fijaron la reproducción como la unidad de compensación (o de ejecución), no fue porque no hubiera nada violatorio de los derechos de autor en el acto de co­ piar. Ocurrió porque en algún momento las copias fueron fáciles de encontrar y de contar; de esta ma­ nera eran un buen punto de referencia para deter­ minar cuándo los derechos del propietario habían sido invadidos. Sin embargo, en el mundo contem­ poráneo, el «copiar» no equivale, en ningún sentido significativo, a una violación –hacemos una copia cada vez que aceptamos un texto enviado por correo electrónico, o cuando lo enviamos o reenviamos–, y es imposible regularlo o incluso describirlo. En el cine, las películas vienen precedidas por un infame trailer producido por un lobby llamado la Asociación Cinematográfica de EE.UU., donde se iguala la compra de una película pirata de Hollywo­ od con el robo de un coche o de una cartera –«¡Us­ ted no robaría una cartera!», dicen los subtítulos–. Esta comparación es una invitación para dejar de pensar. Si yo le dijera que piratear un DVD o des­ cargar música no se diferencian en nada al hecho de prestarle un libro a un amigo, desde un punto de vista ético mis argumentos estarían en bancarrota tan igual como los de esa organización cinemato­ gráfica. La verdad reside en algún lugar de esa área gris entre las dos posturas sobredimensionadas. Un auto o una bolsa, una vez que han sido robados, de­ jan de estar disponibles para sus dueños; mientras que la apropiación de un artículo de «propiedad intelectual» deja el original intacto. Como escribió Jefferson: «Aquel que recibe una idea de mí, recibe

instrucción sin disminuir la mía; así como quien enciende su me­ cha con la mía, recibe luz sin oscurecerme». Aun así, las industrias de capital cultural, que se benefician no de la creación sino de la distribución, ven la venta de cultura como un juego de suma cero. Los editores de rollos de pianola temen a las disqueras, y éstos temen a los productores de cintas, quienes temen a los vendedores en línea, quienes temen a quien sea que siga en la cadena para beneficiarse más rápido con los frutos in­ tangibles y reproducibles al infinito de un artista. Ha ocurrido lo mismo en cada industria y con cada innovación tecnológica. Jack Valenti, en representación de la Asociación Cinematográfica de Es­ tados Unidos, dijo: «La videocasetera es al productor de películas y al público estadounidense lo que el estrangulador de Boston a una mujer sola en su casa». Pensar con claridad demanda algunas veces desenredar nues­ tro lenguaje. La palabra copyright puede parecer tan sospechosa en sus propósitos recónditos como «valores familiares», «globa­ lización» y, claro, «propiedad intelectual». El copyright no es un derecho en un sentido absoluto; es un monopolio que el Estado otorga para el uso de los resultados creativos. Tratemos de llamar­ lo así –no derecho sino monopolio sobre el uso: usomonopolio– y consideremos cómo la expansión voraz de los derechos de mono­ polio siempre ha estado contra el interés público, sin importar si se trata del empresario Andrew Carnegie controlando el precio del acero o de Walt Disney administrando el destino de su ratón. Si el beneficiario del monopolio es un artista vivo o algunos de sus herederos o los accionistas de una corporación, quien pierde es la comunidad, incluidos los artistas vivos que podrían hacer un uso espléndido de un saludable dominio público.

Hace algunos años alguien me trajo un regalo extraño de la tienda de diseño del Museum of Modern Arts, en Nueva York: un ejemplar de mi primera novela, Gun, With OccasiOnal Music [Pistola con música ocasional], que había sido recortada según el contorno de un arma. El objeto era de Robert The, un artista especializado en la reencarnación de materiales ordinarios. Con­ sidero a mi primer libro como a un viejo amigo, algo que nunca deja de recordarme el espíritu con el que entré en este juego del arte y el comercio. (Que permitieran insertar los materiales de mi imaginación en los estantes de las librerías y en las mentes de los lectores –si bien sólo un puñado– era un privilegio inmenso). Me pagaron seis mil dólares por tres años de escritura, pero en aquel momento con toda felicidad yo habría publicado ese trabajo a cam­ bio de nada. Ahora mi viejo amigo había regresado a casa con una


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nueva forma, una que jamás habría imaginado. El libro-pistola era ilegible, claro, pero no podía ofenderme por ello. El espíritu fértil de lejana conexión que este objeto-apropiado me transmitía –la extraña belleza de su segundo uso– era una recompensa por ser un autor publicado como nunca habría esperado serlo. El mundo le abre espacio a mi novela y al libro-pistola de Robert The. No hay necesidad de elegir entre las dos. En la primera vida de la propiedad creativa, si el autor tiene suerte, su obra es vendida. Después de que termina la vida comercial, nuestra tradición permite una segunda vida. Un periódico es enviado a domicilio y al día siguiente envuelve pescado o se suma a un archivo. La mayoría de los libros salen de circulación después de un año, y a pesar de ello pueden seguir vendiéndose en librerías de segunda mano y ser almacenados en bibliotecas, citados en reseñas, parodiados en revistas, descritos en conversaciones y desmenuzados para servir como disfraces de niños en Halloween. La frontera entre varios usos posibles es difícil de definir; más aun cuando los artefactos destilan y repercuten en

el mundo de la cultura al que han entrado; e incluso más cuando atra­ pan a las mentes receptivas para quienes fueron creados. La lectura activa es un asalto impertinente a los dominios literarios. Los lectores son como nómadas recolectores que cazan en campos ajenos –los artistas son incapaces de controlar el imaginario de su público igual que la industria cultural no puede controlar los segundos usos de sus artefactos–. En el clásico infantil El conEjo dE fElpa, el caballo anciano instruye al conejo sobre la caza furtiva de textos. El valor de un nuevo juguete no reside en sus cualidades físicas (no en las «cosas que zumban en tu interior y en la manivela»), explica el caballo, sino en cómo se usa el juguete. «Lo real no es cómo estás hecho... Es algo que te sucede. Cuando un niño te ama por mucho, mucho tiempo, no sólo para jugar, sino que de verdad te ama, entonces te vuelves real». El conejo tiene miedo al reconocer que los bienes de consumo no se vuelven «reales» hasta que no se retrabajan activamente: «¿Duele?». Para tranquilizarlo, el caballo dice: «No todo sucede al mismo tiempo. Llegas a ser. Toma tiempo. Por lo general, para cuando eres real ya has perdido la mayor parte de tu pelo a causa de tanto amor, y tus ojos se caen y se te han aflojado las costuras». Desde la perspectiva del juguetero, las costuras flojas y los ojos extraviados de El conEjo dE fElpa representan el vandalismo, señales de un uso rudo y de malos tratos; para otros, éstas son las huellas de un uso amoroso.


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Los artistas y sus seguidores que caen en la trampa de buscar recompensa por cada posible segundo uso de sus obras, terminan por atacar a sus seguidores más fieles por el crimen de exaltar su trabajo. Que la Asociación Estadounidense de la Industria Discográfica demande a su público comprador de discos tiene tan poco sentido como que los novelistas se irriten ante un ejemplar usado de sus libros que deben autografiar para los coleccionistas. Y los artistas, o sus herederos, que caen en la trampa de atacar a los que hacen collages, a los satiristas y a los sampleadores digitales de su trabajo, están atacando a la siguiente generación de creadores por el delito de dejarse influir, por el crimen de responder con la misma mezcla de intoxicación, resentimiento, lujuria y embeleso que caracteriza a todo sucesor de un artista. Cuando lo hacen, reducen el mundo; traicionan lo que considero como la motivación primaria para participar en el ámbito de la cultura: hacer el mundo más grande.

La compañía Walt Disney ha completado su sorprendente catálogo con el trabajo de otros: Blancanieves y los siete enanos, Fantasía, Pinocho, DumBo, BamBi, la canción Del sur, cenicienta, alicia en el País De las maravillas, roBin hooD, Peter Pan, la Dama y el vagaBunDo, mulán, la Bella Durmiente, la esPaDa en la PieDra, el liBro De la selva y, ay, el Planeta Del tesoro. Se trata de un legado de retaceo cultural que podría empequeñecer a Shakespeare. Pero los lobbies de Disney han custodiado sus archivos de materiales culturales derivados con un celo casi militar (amenazaron con iniciar acciones legales contra e1 artista Dennis Oppenheim por el uso de personajes de Disney en una escultura y le prohibieron a la académica Holly Crawford usar imágenes alusivas a Disney –incluyendo la obra de Lichtenstein, Warhol, Oldenburg y otros artistas– en una monografía sobre la empresa y el arte contemporáneo). Este hecho peculiar y específico –el enclaustramiento de la cultura común para beneficio de un dueño solitario o corporativo– es pariente de lo que puede llamarse «plagio imperial»: el libre uso

de creaciones y estilos «primitivos» o del Tercer Mundo por parte de artistas más privilegiados (y mejor pagados). Ahí están «Las señoritas de Avignon», de Picasso, o algunos álbumes de Paul Simon o de David Byrne. El poeta estadounidense Kenneth Koch dijo una vez: «Soy un escritor al que le gusta ser influenciado». Una confesión encantadora y rara. Para muchos artistas el acto creativo es una imposición napoleónica de la unidad personal sobre el universo. Y por cada James Joyce o Martin Luther King o Walt Disney que reunieron una constelación de voces en su trabajo, parece existir una corporación o un albacea literario que ansía cerrar la botella: las deudas culturales fluyen hacia dentro, pero no en sentido opuesto. Podemos llamar a esta tendencia «hipocresía de las fuentes». O la podemos nombrar según la hipocresía de las fuentes más perniciosa de todos los tiempos: Disnegación.

Comprendo al lector que puede estar a punto de gritar: «¡Comunista!». Una sociedad grande y diversa no puede supervivir sin propiedad; una sociedad grande, moderna y diversa no puede florecer sin alguna forma de propiedad intelectual. Sólo se necesita reflexionar un poco para entender que hay muchos valores que el término propiedad no envuelve. Las obras de arte existen a la vez en dos economías: una economía de mercado y una economía del regalo. La diferencia fundamental entre el intercambio de mercancías y el de regalos es que éstos establecen un lazo sentimental entre dos personas. La venta de una mercancía, por el contrario, no establece necesariamente conexión alguna. Voy a una ferretería, le pago al encargado por una sierra y salgo del local. Puedo no volver a verlo. La desconexión es una virtud de las mercancías. No queremos que nos molesten y, si el empleado quiere charlar sobre la familia, compraré en cualquier otro lugar. Sólo quiero una sierra. Un regalo, por el contrario, establece una conexión. Por ejemplo, el dulce o el cigarrillo que se ofrece al extraño que viaja en el asiento próximo en el avión, las frases breves que señalan los buenos deseos entre dos pasajeros en un autobús en turno de noche. Estos obsequios establecen los lazos más simples, pero el modelo que ofrecen se extiende a las uniones más complicadas –matrimonio, paternidad, tutoría–. Si a estos intercambios se les asigna un valor (con frecuencia desigual), degeneran en otra cosa. Una de las cosas más difíciles de comprender es que las economías del regalo –como las que se basan en el software de código abierto– conviven de manera tan natural con el mercado. Es esta duplicidad de las prácticas artísticas la que debemos identificar, ratificar y encumbrar como miembros de la cultura, ya sea como


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«productores» o «consumidores». El arte que nos interesa –el que mueve el corazón, o que revitaliza al alma, o que deleita los sentidos, o que infunde coraje para vivir, o como sea que se quiera describir la experiencia– es recibido como un regalo. Incluso si hemos pagado una cantidad al ingreso del museo o del auditorio, cuando una obra de arte nos conmueve, algo que no tiene nada que ver con el precio llega hacia nosotros. El comercio de nuestra vida diaria procede según su propio y constante ritmo, pero un obsequio transmite un excedente de inspiración que no se puede convertir en una mercancía. La manera en que tratamos una cosa puede cambiar su naturaleza. A menudo las religiones prohíben la venta de objetos sagrados, pues el comercio desvanece la santidad de las cosas. Son inaceptables la venta de sexo, bebés, órganos del cuerpo, derechos legales y votos. La idea de que algo jamás podrá volverse una mercancía se conoce, por lo general, como inalienabilidad. Una obra de arte parece ser de un carácter más rudo: puede ser vendida en el mercado y continuar siendo una obra de arte. Pero si es cierto que en lo esencial del comercio del arte éste transfiere un regalo del artista a su audiencia, si estoy en lo correcto al afirmar que donde no hay regalo no hay arte, entonces es posible destruir una obra al convertirla en pura mercancía. No digo que el arte no pueda ser comprado y vendido, sino que ese regalo que subyace en la obra impone una restricción al mercadeo. Por esta razón un anuncio muy bello, ingenioso y poderoso (de los muchos que hay) nunca podrá ser una obra de arte de tipo real: un anuncio no tiene estatus de regalo: nunca es para la persona a la que se dirige. Para los expertos del mercado cultural es difícil comprender el poder de una economía del regalo. La retórica del mercado presume que todo debe y puede ser vendido, comprado y poseído –una marea de alienación que salpica a diario el reducto menguante de la inalienabilidad–. En la teoría del libre mercado, intervenir para detener la compra de propiedades es un acto «paternalista», porque inhibe la libre acción del ciudadano, ahora considerado como un «emprendedor en potencia». En el mundo real, por supuesto, sabemos que la crianza de hijos, la vida familiar, la educación, la socialización,

la sexualidad, la vida política y muchas otras actividades humanas básicas exigen apartarse de las fuerzas del mercado. Lo que destaca en las economías del regalo es que pueden florecer en los lugares menos pensados –barrios venidos a menos, internet, comunidades científicas y hasta entre miembros de Alcohólicos Anónimos–. Un ejemplo clásico son los bancos de sangre comerciales que, por lo general, guarda sangre de repuesto de baja calidad, pureza y de menor seguridad que la sangre de los sistemas voluntarios. Una economía del regalo puede ser superior cuando mantiene el compromiso del grupo con valores extramercantiles.

Otra manera de entender la presencia de las economías del regalo –que se instalan como fantasmas en la maquinaria comercial– es en el sentido que tiene un bien público. Éste, por supuesto, lo es todo, desde las calles por las que conducimos, los cielos por los que llevamos los aviones o los parques públicos y las playas donde pasamos el tiempo. Un bien público le pertenece a todos y a nadie, y su uso es controlado por el consentimiento general. Un bien público comprende recursos como las fuentes de música antigua que nutren por igual a compositores y músicos folclóricos (y no los productos como «Happy Birthday to You», tema por el cual la Asociación Estadounidense de Compositores, Autores y Publicistas obtiene regalías más de un siglo después de creación). La teoría de la relatividad de Einstein es un bien público. Los escritos en el dominio público son bienes públicos. Los chismes sobre las celebridades son un bien público. El silencio en una sala de cine es un bien público transitorio, frágil y valorado por los que lo quieren y construido como un regalo mutuo por aquellos que lo componen. El mundo de la cultura y el arte conforman un vasto bien público, uno que está salpicado de zonas de comercio total, pero que se mantiene inmune, de manera gloriosa, a una mercantilización general. Su mayor semejanza es con el lenguaje, el cual es alterado por cada uno de los contribuyentes y expandido hasta por el usuario más pasivo. Que un lenguaje sea un bien público no quiere decir que la comunidad sea su propietaria; nadie lo posee, ni siquiera la sociedad en su conjunto. Casi todo bien público puede ser invadido, dividido o encerrado. Los bienes públicos estadounidenses comprenden activos tales como bosques estatales y yacimientos minerales; riquezas intangibles como las patentes y los derechos de autor; infraestructuras críticas como internet y la investigación estatal; y recursos culturales como las ondas de transmisión y el espacio público. Incluye recursos por los que los contribuyentes pagan o que éstos han heredado de generaciones anteriores. No sólo se trata de un inventario de activos



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comerciables; son instituciones sociales y tradiciones culturales que definen a los ciudadanos y los animan como seres humanos. Algunas invasiones del bien público son sancionadas porque dejamos de tener un compromiso vivaz con el sector público. El abuso pasa inadvertido porque el robo del bien público sólo es visto a través de chispazos, no como un panorama. A veces podemos ver que un antiguo pantano ha sido pavimentado; escuchamos sobre el medicamento de vanguardia contra el cáncer que nuestros impuestos ayudaron a desarrollar y cuya patente la compró una empresa farmacéutica por muy poco. Las movidas más grandes pasan con sigilo, sin que casi se nombre la noción de materiales culturales como bienes públicos. Honrar el bien público no es un asunto de exhortaciones morales. Es una necesidad práctica. Occidente atraviesa por un periodo en que se intensifica la creencia en la propiedad privada en detri-

con revisar la literatura científica de manera sistemática. Cuando se le deja a sus propios recursos, la investigación tiende a volverse mucho más especializada y se sustrae de los problemas del mundo real, que son los que la motivaban y para los que sigue siendo relevante. De manera que el problema puede ser enfrentado con mayor eficacia no con más investigación sino al asumir que las soluciones pueden hallarse en distintas revistas científicas, que esperan ser recopiladas por alguien dispuesto a leerlas. Swanson lo hizo en el caso del síndrome de Raynaud, una enfermedad que entumece los dedos de las mujeres jóvenes. Su hallazgo es especialmente importante –y hasta escandaloso–, pues ocurrió en las siempre crecientes ciencias biomédicas. El conocimiento público sin descubrir lleva a cuestionar las afirmaciones extremas de originalidad hechas en la prensa y los informes de las compañías editoriales: ¿Es en verdad original una oferta intelectual o creativa? ¿O es que acaso sólo hemos olvidado a un valioso precursor? ¿Resolver ciertos problemas científicos requiere en efecto esa cantidad inmensa de fondos adicionales? ¿O quizá un buscador computarizado, programado con ingenio, puede hacer el mis-

LA VISIÓN DE UN FUTURO MEJOR HA SIDO EROSIONADA POR LOS QUE VEN LA CULTURA COMO UN MERCADO DONDE CUALQUIER BIEN DEBE TENER UN DUEÑO: LOS CORREOS ELECTRÓNICOS QUE ENVÍAS A TU HIJO O LAS PINTURAS QUE ÉSTE HA HECHO CON LOS DEDOS. EN ESTADOS UNIDOS, EL PRIMER CONGRESO CONCEDIÓ A LOS TITULARES UN PERIODO DE CATORCE AÑOS DE USO EXCLUSIVO DE SUS OBRAS. AHORA EL PLAZO CUBRE LA VIDA DEL AUTOR MÁS SETENTA AÑOS. CADA VEZ QUE MICKEY MOUSE VA A PERTENECER AL DOMINIO PÚBLICO, LA COBERTURA DE DERECHOS SE EXTIENDE

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mento del bien público. Debemos mantenernos en constante vigilancia para prevenir asaltos por parte de quienes podrían explotar la herencia pública de manera egoísta y para su propio peculio. Estos asaltos a los recursos naturales no son ejemplo de empresa ni de iniciativa. Son intentos de aprovecharse de todos para el beneficio de unos pocos.

Los artistas e intelectuales descorazonados ante la perspectiva de la originalidad pueden tomar aliento de un fenómeno identificado en los años ochenta por Don Swanson, un bibliotecólogo de la Universidad de Chicago. Él lo llamó «conocimiento público sin descubrir», y demostró que muchos problemas de la investigación médica podían enfrentarse, y hasta resolverse, sólo

mo trabajo más rápido y más barato? ¿Nuestro apetito de vitalidad creativa necesita la violencia y la exasperación de otra vanguardia, con sus preocupantes imperativos parricidas? ¿O nos irá mejor al ratificar el éxtasis de las influencias, y al profundizar nuestro deseo de entender lo común y atemporal de los métodos y motivos disponibles para los artistas?

Hace algunos años, la Sociedad Fílmica del Lincoln Center anunció una retrospectiva del trabajo de Dariush Mehrjui, uno de los mejores cineastas de Irán. La posibilidad de ver su trabajo era –y es– algo raro. Fui al norte de la ciudad para ver su adaptación de Franny y Zooey, de Salinger, a la que él tituló Pari, y descubrí en la puerta del cine que la función había sido cancelada. El solo anuncio había provocado una amenaza de demanda a la Sociedad Fílmica. Bajo la ley, los derechos de Salinger estaban en juego. Pero incluso así, ¿qué más importaba que un oscuro cineasta iraní



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le­ hubie­ra re­ndido home­naje­ con una me­ditación ace­rca de­ uno de­ sus pe­rsonaje­s? ¿Habría daña­ do su libro o le­ habría robado una re­mune­ración e­se­ncial si la función se­ hubie­ra pe­rmitido? El e­s­ píritu fe­cundo de­ vaga cone­xión –que­ atravie­sa lo que­ e­n e­ste­ mome­nto e­s visto como la más e­xtre­ma de­ las rupturas inte­rnacionale­s– había sido golpe­ado. La mano fría pe­ro no mue­rta de­ uno de­ mis héroe­s lite­­ rarios de­ la infancia se­ había e­stirado de­sde­ su re­tiro e­n Nue­va Hampshire­ para de­te­ne­r mi curiosidad. Cualquier texto que haya infiltrado el imaginario ge­ne­ral con la magnitud de­ Lo que eL viento se LLevó, LoLita o e­l uLises, se­ une­ de­ mane­ra ine­xorable­ al le­n­ guaje­ de­ la cultura. Ésta e­s un mapa vue­lto paisaje­ y se­ ha movido a un lugar más allá de­l e­ncie­rro o de­l control. Los autore­s y sus he­re­de­ros de­be­n conside­rar las consecuentes parodias, reflejos, citas o revisiones como un honor o, al me­nos, como e­l pre­cio de­ un éxito sorpre­nde­nte­. Una corporación que­ ha impue­sto una re­fe­re­ncia insalvable­ –como Micke­y Mouse­– e­n e­l le­nguaje­ cul­ tural de­be­ pagar un pre­cio similar. El obje­tivo principal de­l copyright no e­s re­­ compe­nsar la labor de­ los autore­s sino «promove­r e­l progre­so de­ las cie­ncias y las arte­s útile­s». Para e­llo, garantiza a los autore­s los de­re­chos sobre­ sus e­xpre­­ sione­s originale­s, pe­ro alie­nta a los de­más a construir con libe­rtad y a basarse­ e­n las ide­as y la información conte­nida e­n la obra. Este­ re­sultado no e­s ni injusto ni de­safortunado. El copyright conte­mporáne­o, las marcas re­gis­ tradas y la le­y de­ pate­nte­s e­stán corrompidas. El caso de­l copyright pe­rpe­tuo e­s la ne­gación de­l carácte­r de­ obse­quio que­ hay e­n e­l acto cre­ativo. El arte­ tie­ne­ fue­nte­s. Los apre­ndice­s pastan e­n los campos de­ la cultura. El sampleo digital e­s un método artístico como cualquie­r otro, y e­n sí mismo ne­utral. A pe­sar de­ las satisfaccione­s que­ ge­ne­ra cada nue­vo giro te­cnológico –radio, te­le­visión, Inte­rne­t–, e­l futuro se­ pare­ce­rá mucho al pasado. Los artistas ve­nde­rán unas cosas pe­ro también re­galarán otras. El cambio puede ser conflictivo para quienes desean me­nos ambigüe­dad, pe­ro la vida de­ un artista nunca ha te­nido ce­rtidumbre­s. El sue­ño de­ una re­mune­ración pe­rfe­ctame­nte­

siste­mática care­ce­ de­ se­ntido. Yo pago la re­nta con e­l dine­ro que­ obte­n­ go cuando mis palabras son publicadas e­n re­vistas impe­cable­s y, al mis­ mo tie­mpo, las ofre­zco por casi nada a re­vistas cuatrime­strale­s e­mpo­ bre­cidas, o las lanzo gratis, al aire­, e­n una e­ntre­vista de­ radio. ¿Cuánto vale­n e­ntonce­s? ¿Cuánto valdrían si e­n un futuro Bob Dylan las utilizara para una canción? ¿De­be­ría pre­ocuparme­ por que­ e­so se­a imposible­? Cualquie­r te­xto e­stá urdido por comple­to con citas, re­fe­re­ncias, e­cos y le­nguaje­s que­ lo re­corre­n de­ un lado al otro e­n una vasta e­ste­­ re­ofonía. Las citas que­ compone­n un te­xto son anónimas, no se­ pue­de­n rastre­ar y, sin e­mbargo, han sido le­ídas; son citas sin comillas. El alma, e­l orige­n –vayamos más atrás y digamos la sustancia, la mate­ria palpi­ tante­ y valiosa de­ todas las e­nunciacione­s humanas– e­s e­l plagio. En e­se­ncia, todas las ide­as son de­ se­gunda mano, tomadas conscie­nte­ o in­ conscie­nte­me­nte­ de­ millone­s de­ fue­nte­s e­xte­rnas, y usadas a diario por e­l re­cole­ctor con e­l orgullo y la satisfacción que­ nace­ de­ la falsa cre­e­ncia de­ que­ fue­ él quie­n las originó; mie­ntras que­ no que­dan e­n e­llas ras­ tros de­ originalidad, salvo por la mínima de­coloración que­ obtie­ne­n de­ acue­rdo a su calibre­ me­ntal y moral, y al te­mpe­rame­nto que­ re­ve­la las caracte­rísticas de­ su frase­o. Por ne­ce­sidad, por de­le­ite­, todos citamos. Si nos cortamos y pe­gamos a nosotros mismos, ¿no podríamos pe­rmitir y pe­rdonar que­ ocurra lo mismo con nue­stras obras de­ arte­? Los artistas y los e­scritore­s –y nue­stros partidarios, gre­mios y age­nte­s– muy a me­nudo suscribimos re­clamos implícitos de­ originali­ dad que­ le­sionan e­stas ve­rdade­s. Y muchas ve­ce­s, como tacaños y cue­n­ ta anécdotas e­n la e­mpre­sita de­ nosotros mismos, actuamos para ma­ lograr la porción de­ re­galo que­ hay e­n nue­stros pape­le­s privile­giados. La ge­nte­ que­ trata parte­ de­ su rique­za como un re­galo vive­ de­ mane­ra dife­re­nte­. Si de­valuamos y oscure­ce­mos la función de­ la e­conomía de­l re­galo conve­rtimos nue­stras obras e­n me­ra publicidad para sí mismas. Pode­mos consolarnos al conside­rar que­ nue­stra lujuria por los de­re­chos subsidiarios a pe­rpe­tuidad virtual e­s una postura he­roica contra los in­ te­re­se­s rapace­s de­ las corporacione­s. Aunque­ la ve­rdad e­s que­ con los artistas jalando de­ un lado y las corporacione­s de­l otro, quie­n pie­rde­ e­s e­l imaginario cole­ctivo de­l que­ nos nutrimos, e­n prime­r lugar, y cuya e­xiste­ncia –e­n tanto último re­positorio de­ nue­stras ofe­rtas– vue­lve­ va­ lioso e­l trabajo. Como novelista, soy un corcho que flota en el océano del relato, una hoja e­n un día de­ vie­nto. Pronto la corrie­nte­ me­ soplará. Mie­ntras tanto, e­stoy agrade­cido por vivir de­ e­llo y por lo tanto pido que­ por un tie­mpo limitado (e­n e­l se­ntido de­ Thomas Je­ffe­rson) los de­más re­spe­te­n mis pe­que­ños y valiosos «usomonopolios». No pirate­e­n mis e­dicione­s; aprove­che­n mis visione­s. El jue­go se­ llama «Da todo». Tú, le­ctor, e­re­s bie­nve­nido e­n mis historias. En prime­r lugar, nunca fue­ron mías, pe­ro ya te­ las di. Si de­se­as re­coge­rlas, tómalas con mi be­ndición. De «The Ectasy of Influence: A Plagiarism». Harper’s Magazine.


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cepté el encargo porque la paga era buena, pero sobre todo porque se me había metido en la cabeza la noción, más bien absurda, de que una semana de viaje en bus me demostraría finalmente si España era un país en el cual podía vivir, o si una vez más me había equivocado de destino, si por cuarta vez me tocaría armar las maletas y buscar otro lugar donde instalarme. La idea era acompañar a una banda de corridos mexicanos en su gira por la península, escribir una crónica sobre ellos y publicarla en México, como parte de un homenaje a la banda, o, mejor, a sus treinta y cinco años de existencia. Así que el 17 de julio del 2001 me reuní con uno de sus representantes,

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un hombre de papada descomunal y camisa demasiado pequeña, recibí una tarjeta plastificada que me podía colgar del cuello (ahí estaba mi nombre, con un error de ortografía, y también mi cargo: acompañante), y esa misma noche, poco antes de las nueve, llegué a la sala Razzmatazz de Barcelona. En el cartel de la entrada, junto a la jaula donde una muchachita señalaba con las manos que ya se habían agotado las entradas, se leía Los hermanos Márquez y se subrayaba: Único concierto. Fuera, el día todavía estaba vivo. Aquél era uno de los peores veranos –me habían explicado– de los últimos años; adentro, en cambio, el mundo era negro y la temperatura caía brutalmente. Y en esa sala


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sin ventanas y cuyas paredes absorbían la luz, donde el aire acondicionado hacía sus mejores esfuerzos para neutralizar o confundir el olor denso del sudor humano, el concierto ya había comenzado. Me recosté a la barra, a una distancia prudente del público y sus saltos y sus banderas mexicanas del tamaño de una sábana, y esperé. Cuando acabó el último corrido, una mujer subió al escenario, se quitó el brasier y se lo regaló al cantante. El cantante, un jovencito de bigote ralo pero de voz dura, lo recibió, lo colgó cuidadosamente de un micrófono (bajo las luces negras el blanco del encaje se convertía en un violeta intenso) y se perdió tras la puerta de los camerinos. Yo lo seguí. Me abrí paso entre un grupo de motoristas, vi en sus espaldas la leyenda Hell’s Angels y sentí su aliento de cervezas eructadas, me pregunté qué podía estar haciendo un grupo como aquél en un concierto como éste, y al avanzar por un corredor estrecho, mal iluminado con un solitario tubo de neón, fui recibido o más bien interceptado por el mismo hombre que me había dado la tarjeta. «Déjalos que se cambien», me dijo. «No los vayas a pillar en paños menores». Al fondo, tras una puerta entreabierta, estaban los músicos. Noté que no se miraban, no se hablaban. Se movían como si cada uno de ellos estuviera solo frente al espejo, cambiándose de camisa, pasándose una peinilla por el pelo. Y lo que ocurrió, ocurrió después, cuando ya todo el público se había ido. La sala había quedado cubierta de vasos de plástico y latas pisoteadas. Sobre la barra, cerca de la esquina donde yo me había recostado al llegar, había un mantel de papel barato y una disposición de jarras de agua y de gaseosa, sándwiches y tortillas envueltas en papel aluminio. Mientras comíamos, el representante (Alonso, se llamaba) me contó que la banda se había formado en 1968, que eran todos hermanos, menos Ricardo. Pregunté quién era Ricardo. «Ricardo es nuestro vocalista», dijo Alonso. «El primer disco de los hermanos Márquez tiene su edad. Ahí donde lo ves, es hijo del que está al lado». El que estaba al lado era uno de los músicos, el

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único de todo el grupo que no llevaba bigote; me dijeron su nombre, pero no lo retuve en ese momento. Los vi, los comparé, y es verdad que parecían de la misma edad, no un padre y un hijo. Y entonces hice una pregunta inocente, una pregunta sin más intenciones que las meramente informativas, una pregunta que –me parecía– se desprendía de manera directa de lo que habíamos venido hablando: «¿Y quién cantaba antes?». Y en ese momento precisamente llegó uno de los motoristas, me entregó a la fuerza una cámara desechable y fue a ponerse al lado de los músicos. Le tomé la foto y lo vi sacar una página arrugada para pedir autógrafos; lo escuché explicar, mientras se acomodaba sobre la muñeca un brazalete con taches de metal, que había conocido a la banda en San Francisco y que tenía todos sus discos, desde que estaba Ernesto. «¿Quién es Ernesto?», pregunté. «El hermano mayor», dijo Alonso. «El que se inventó el grupo». «¿Y no está aquí?». «Su padre quedó paralítico en los sesenta. Ernesto montó la banda por pura supervivencia. ¿Preguntabas quién cantaba antes? Era él. Era Ernesto. Este grupo era su vida». «El más grande de todos los tiempos», dijo el motorista. «Sí», dijo Alonso. «El más grande». Le pidió al motorista que se retirara, poniéndole una mano en la enseña de la chaqueta y empujándolo con diplomacia, y luego me dijo: «Pero ahora ya estamos cansados, ahora ya nos vamos a dormir». Salimos a la noche barcelonesa, al viento cálido de las once de la noche, y Alonso me dijo dónde debía presentarme a las diez de la mañana siguiente para salir hacia Valencia. Llegué a casa caminando y sintiéndome extrañamente excitado, me serví una ginebra con tónica, abrí todas las ventanas, las que dan al patio interior y las que dan a la plaza y sus palmeras, y comencé a leer el dossier de prensa. Y así supe que cinco años atrás los


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hermanos Márquez habían hecho otra gira por España, una gira idéntica –en itinerarios, en programas, casi en fechas– a la que acababa de comenzar conmigo a bordo. También cinco años atrás la gira había comenzado en Barcelona; también cinco años atrás había seguido hacia Valencia; también cinco años atrás había cubierto otras tres ciudades, y había terminado en Cartagena, en medio de un festival internacional de música que entonces se había transmitido en vivo y en directo para toda América Latina, como sin duda pasaría esta vez. La única diferencia entre esa gira pasada y la gira de ahora era

inco años atrás los hermanos Márquez habían hecho una gira idéntica por España. También cinco años atrás la gira había comenzado en Barcelona y había seguido hacia Valencia. También cinco años atrás había terminado en Cartagena. La única diferencia entre esa gira pasada y la de ahora era la presencia, cinco años atrás, de Ernesto Márquez la presencia de Ernesto Márquez. Busqué en el dossier una foto de Ernesto Márquez, el fundador de la banda, el hombre que, tras la parálisis del padre, había reclutado a sus hermanos (guitarristas aficionados, acordeonistas de fin de semana) para salvar a la familia del hambre. Pero no encontré nada. El hombre que ya no estaba, pensé. Ernesto Márquez, el ausente.

Esa tarde de 1996, antes del concierto en Valencia, Ricardo Márquez estaba hablando con los ingenieros de sonido, revisando junto a ellos las consolas y los parlantes, cuando vio a Ernesto caminando entre los árboles del parque, solo. La idea de un concierto al aire libre había sido suya, y por eso era normal que Ernesto quisiera

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dar una vuelta por los alrededores del escenario, quizás tratando de anticipar por dónde entrarían esta vez los colados, que nunca faltan. Pero no iba atento, sino con la cabeza agachada; de vez en cuando se llevaba una mano a la garganta, y una vez Ricardo lo vio levantar la cara, mirar hacia las copas de los árboles como si le hubiera caído una hoja en la cabeza entrecana, y supo que estaba haciendo un esfuerzo inmenso por pasar saliva. Reconoció ese movimiento, porque ya lo había visto otras veces (después del concierto de Barcelona, por ejemplo). Bajó de la tarima lateral donde estaban los equipos de sonido, y pensó que iba a ser necesario iluminar mejor esas escaleras, para evitar que alguien fuera a enredarse con un cable y mandara a la mierda todo el espectáculo. Ya era de noche y en todo el parque había estallado casi simultáneamente el escándalo de los grillos. Ricardo se miró el reloj: faltaban pocas horas para el concierto, y Ernesto había comenzado a pasar saliva. Ricardo llegó a los dos carromatos donde la organización había instalado los camerinos y donde a esa hora todos los hermanos Márquez, menos Ernesto, estaban haciendo sus ejercicios de calentamiento, todos moviéndose en su propia habitación como fieras enjauladas, de un lado para el otro, y todos con las orejas cubiertas por un par de audífonos amarillos. Movían la cabeza, sacaban la lengua, gritaban esos ejercicios que Ricardo conocía de memoria, entre otras razones porque era capaz de hacerlos mejor que ellos. Buscó por las ventanas a su padre, tocó con los nudillos sobre la pared metálica del carromato, y su padre se quitó los audífonos, irritado por la interrupción. «Estoy buscando al tío Ernesto», dijo. «Está en su camerino», le dijo su padre. «No está». «Debe estar en su camerino. Ya casi es hora». «No está», dijo Ricardo. «Me acabo de fijar». Su padre dejó el walk-man sobre una mesa de plástico y salió, y Ricardo vio que ya se había puesto el traje de concierto, chaqueta y pantalones de cuero azul


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con lentejuelas que soltaban escupitajos de luz cuando su padre pasaba debajo de algún reflector. Caminaron hasta la esquina de los carromatos, desde donde podían ver el parque sin ser vistos por el público que ya había llenado la explanada, y Ricardo vio que su padre había comenzado a preocuparse (las manos acariciando nerviosas los flancos bordados, las charreteras) cuando apareció su tío Ernesto. «¿Y tú qué haces?», dijo el padre de Ricardo. «¿No calientas?». Y Ernesto le contestó con un octosílabo perfecto, como los que escribía en los corridos: «El que es gallo canta siempre». Ricardo dio un par de pasos atrás y los vio cruzar tres frases que conocía perfectamente, su padre preguntándole si se sentía bien y su tío diciendo que sí, que por qué no se iba a sentir bien, y de alguna manera protestando por la vigilancia a que era sometido desde el último concierto. Y entonces su padre diría algo así como no es desde el último concierto y luego lo tuyo viene desde antes y luego ya llevas demasiado tiempo así y luego un día la garganta no te va a dar. Todo eso se debieron de haber dicho, porque allí mismo, de pie frente a su hermano, Ernesto se puso los audífonos y con un movimiento del dedo sobre el walk-man obliteró el mundo entero, los reclamos, las preocupaciones, las amenazas. El padre de Ricardo se quedó hablando solo, viendo ese esfuerzo que a Ernesto (a sus cuerdas vocales, a su laringe) le causaba dolores evidentes, pero dolores que no se reflejaban en la calidad de la voz, y que por eso no podían servirle a nadie para probar nada. Ernesto Márquez se metió a su camerino (ya no se oyeron los ejercicios) y sólo volvió a salir cuando ya era hora de subir al escenario. Ricardo vio el concierto desde los laterales. Le gustaba hacerlo, y en los conciertos al aire libre le gustaba bajar en medio de una canción y pasar por detrás del escenario, donde el mundo, quizás por el contraste violento con las luces y la música, parecía inusualmente oscuro y secreto, casi pacífico. Iba de un lateral al otro, y durante ese trayecto pensaba que su destino estaba sobre el escenario, frente al micrófono, en ese espacio que

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la voz de Ernesto Márquez llenaba en estos momentos. Mientras crecía, Ricardo había admirado esa garganta que ahora parecía comenzar a batirse en retirada, que empezaba a acusar los treinta años de trabajos forzados, que había mantenido a la familia y a la cual todos debían gratitud pero que cada día era menos capaz de sobrellevar las exigencias de una gira. Desde un lateral Ricardo vio cómo Ernesto Márquez subía al tercer nivel del escenario y de allí bajaba envuelto en brumas artificiales y cantando «Los poderosos», a pesar de que Ernesto sabía, igual que todos, que respirar aquellas brumas no le hacía bien a la garganta. Ricardo pensó que se lo diría cuando acabara el concierto, porque de la salud de esa voz dependía mucho más que el prestigio del vocalista, y él, como cualquier otro Márquez, tenía derecho a proteger lo suyo. Así que después, mientras los técnicos recogían los equipos y las maquilladoras empacaban sus maquillajes, cuando los hermanos Márquez se habían sentado a descansar (a aprovechar la frescura de la noche fuera del cuero de esos trajes que los hacían sudar como burros), Ricardo hizo un comentario que parecía casual sobre lo que había visto antes. No lo dijo en tantas palabras, pero la imagen que flotó en la noche fue la de un hombre de pelo gris que se lleva la mano a la garganta y que camina un poco encorvado, quizás por efecto del peso del acordeón; un hombre que levanta la cara para pasar saliva sin sentir dolor; un hombre al que todos respetan, faltaría más, pero que cada año pone en riesgo la reputación de la banda y en cada concierto se acerca más al momento en que su voz, por el mero desgaste de los años, por los ataques de nódulos o pólipos o quizás otros enemigos más graves, se caiga en medio de un concierto como se cae la luz eléctrica en una tormenta. Ernesto Márquez no respondió, sino que se puso de pie y rodeó la gran mesa de plástico lentamente, llegó hasta donde estaba su sobrino y le soltó una bofetada violenta, y luego otra, hasta que sus hermanos le agarraron los brazos. Y en el silencio subsiguiente, entre las miradas


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del equipo entero, Ernesto Márquez levantó la voz. «A mí todavía me quedan canciones adentro», dijo, y luego se dirigió a Ricardo. «Y a ti, que lo vayas sabiendo, te va a costar mucho más quitarme el puesto». Todos se subieron al bus.

Durante las seis horas del trayecto entre Valencia y Madrid no dejé de pensar ni por un instante que el bus en que viajaba estaba repitiendo o calcando, con ciertas diferencias mínimas de fecha, el mismo recorrido que aquel otro bus había cubierto cinco años atrás. (Con dos particularidades: un pasajero de entonces estaba ausente ahora; un pasajero que entonces no existía estaba ahora presente). Era nuestro tercer día juntos, y mis inquisiciones espontáneas y casi involuntarias de la primera noche en el Razzmatazz no me habían dejado bien parado. Los hermanos Márquez no sentían el más mínimo afán de facilitarme la construcción de la crónica, ni mediante sus respuestas a mis preguntas –que eran parcas, desmemoriadas, siempre más dadas a cerrar caminos que a abrirlos– ni mediante el hecho más simple de su compañía, que me hurtaban por cierto temor, sin duda, de que les acabara preguntando sobre Ernesto Márquez. Cuando conseguía que alguno me hablara era para decir inanidades; y así supe que Alonso tenía una perra, Chiquita, que la había recogido de la calle, y que no pensaba cruzarla, porque su cuerpo era demasiado pequeño y estaba diseñado para no tener más que dos cachorros. Alonso no quería que la preñara una raza más grande y que tuviera complicaciones en el parto. «Uno a los animalitos tiene que cuidarlos», me dijo. «¿O acaso no has oído “Los perros y los niños”?». Le dije que no, que no había oído «Los perros y los niños»; Alonso, en el fondo, no se sorprendió demasiado, e incluso toleró con cierto paternalismo que le preguntara si me estaba hablando de un corrido.

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Esa tarde, en el escenario madrileño, los hermanos Márquez tuvieron que ensayar vestidos con traje y corbata –desde nuestra llegada se habían dedicado a filmar unas escenas para el DVD de la gira–, a pesar de que la temperatura nunca bajó de los treinta grados. Pero decir traje y corbata es un eufemismo, pues los Márquez llevaban cuellos almidonados y sacos cruzados y mancornas de oro y pantalones de bota doble que Hugo, el baterista, se sujetaba con cinta adhesiva para que el dobladillo no se enredara con los pedales (la misma cinta con que los músicos fijaban al suelo del escenario el programa de la noche). Y esa vez confirmé la primera impresión que había tenido antes: viéndolos preparar el concierto de la noche sobre el escenario negro, era imposible no sentir que había entre ellos un vacío, una ficha desplazada. Cuando Ricardo y su padre repasaban juntos las letras de los corridos en un computador portátil que habían puesto sobre las tablas, Ricardo le ponía una mano en el hombro a su padre para no perder el equilibrio en cuclillas, o para ponerse de pie después de haber confirmado, apoyando un dedo sobre la pantalla blanda, un cambio de ritmo o un verso modificado; y en esos gestos, que en cualquier otra situación me habrían parecido íntimos o afectuosos, allí estaban contaminados de alguna forma imprecisa, y era imposible no darse cuenta. También era imposible no darse cuenta de que mi crónica estaba fracasando con cada minuto que pasaba junto a los integrantes de la banda. De repente me vi caminando sin rumbo fijo por el lugar del concierto, como un invitado que no es bienvenido en una fiesta. Era una especie de patio exterior empedrado y amurallado, más parecido a un paredón para fusilamientos decimonónicos que a un ambiente propicio para los octosílabos kitsch de los hermanos Márquez (sus himnos al inmigrante, sus historias de amor desgraciado en Tijuana). Pues bien, los camerinos de los músicos estaban en un remolque casi recostado como un animal triste a la muralla; del lado opuesto del patio, a unos veinte metros, unos mexicanos habían instalado un carro de comidas


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traído, según me explicaron, directamente desde Guadalajara. Era una especie de diligencia a escala desde la cual vendían gaseosas, papas fritas, tortillas, cerveza Corona. Sobre el carro había una leyenda, que me agaché para ver mejor:

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No está el que fía. Fue a partirle la madre a uno que le debía. En ésas estaba cuando llegó a mi lado Ricardo Márquez. Llevaba un traje de cuero azul, y un par de audífonos le rodeaban el cuello como un collar. Me puse de pie, lo saludé, lo vi pedir una botella de agua, él que tenía tres litros enteros en su camerino a cualquier hora del día. Supuse que lo que le interesaba en ese momento no era la botella de agua. «¿También fue así hace cinco años?», le pregunté. «¿También estaba este carrito?» Ricardo sonrió. «No, este carrito no estaba». «¿Y el resto?». «El resto igualito», dijo Ricardo. «Tú eres colombiano, ¿verdad?». «Verdad». «Una vez estuvimos en Cali. Pero yo no cantaba todavía». «Cantaba Ernesto». «Sí. Cantaba Ernesto». No tuvimos tiempo de hablar más, porque en ese mismo instante el padre de Ricardo pegó un grito desde la puerta del remolque. «¡Ricardo!», dijo, y pensamos que había ocurrido algo. Y luego: «¿Tienes un marcador?». Ricardo asintió, habló de su chaqueta y de un bolsillo de su chaqueta, y al poco rato su padre se estaba acercando a nosotros. «¿Cómo se llama tu padre?», le pregunté en voz baja. «Aurelio», me dijo él. Y Aurelio llegó caminando como si tuviera prisa y llevando en los brazos un acordeón. «Es de un fan», dijo. «Quiere las firmas de todos». Acercó una silla, se puso la caja como un bebé sobre

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las piernas, garabateó una dedicatoria sobre el blanco de las teclas y dijo para nadie: «A ver si tiene música». Y luego, mientras abría y cerraba el fuelle, me explicó (explicó para nadie, pero era evidente que la explicación iba dirigida a mí), que él sabía algo de vallenatos, pero que su acordeón vallenatero se había quedado en casa, porque era demasiado pesado para andar cargándolo en viajes largos. «Todita canta natural», dijo entonces del acordeón firmado, y le pasó el marcador a Ricardo. «¿Dónde firmo?», preguntó Ricardo. «Espera, vamos allá, para que firmen todos». «Pues firmo yo y te lo llevas», dijo Ricardo. Aurelio le dijo que no, que se fueran para el camerino, que ya tocaba calentar, que allá estaban todos, que si es que ya no le gustaba a Ricardo estar con la familia, y entonces soltó una carcajada que resonó en el patio de piedra. «Bueno, al ratito nos vemos», me dijo Ricardo, y yo le dije que sí, que al ratito. Y luego pensé que un cantante nunca toma agua fría antes de un concierto. Quiere hablar conmigo, pensé. Quiere decirme algo.

Ricardo entró en uno de los palcos vacíos del segundo piso, se sentó en el terciopelo de la silla y miró hacia el techo: hoNoR A LAS BELLAS ARTES era la leyenda que flotaba entre nubes y ángeles con trompetas, muy cerca de una lámpara de araña que amenazaba con soltarse y caer sobre la platea. Esa tarde, mientras todos sus tíos hacían los recorridos turísticos de Málaga, Ricardo había preferido quedarse en el hotel, y luego, nervioso como si las bofetadas de Ernesto Márquez todavía le dolieran y le impidieran quedarse acostado, bajó al lobby, hizo preguntas y recibió un mapa, y llegó caminando, en medio del calor asesino de la tarde, a esa casa de la ópera donde tendría lugar el concierto de esta noche. Llegó sudando (su apellido marcado sobre una tarjeta plástica fue suficiente para que el portero del


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teatro le abriera la puerta trasera), y ahora el sudor hacía que los pantalones se le pegaran a la piel, pero lo peor era la sensación de que la piel se pegaba al terciopelo. Ricardo la soportó: no se puso de pie, no volvió a bajar, aunque ahora ya se comenzaban a oír ruidos detrás del escenario, los crujidos metálicos de una puerta de tres metros de alto, los motores del camión que entraba en reversa para descargar las luces y los equipos de sonido, las indicaciones de los

rnesto Márquez se apartó del micrófono. Ricardo pensó: va a toser. Va a toser y el mundo se va a acabar. Pero Ernesto respiró hasta el fondo, hizo una mueca de fuerza, sus ojos se aguaron. La banda salió en su defensa, cantando a coro el resto del corrido y despidiéndose al final. «Esto no puede volver a pasar», dijo Hugo. «Pero a ver quién se lo dice»

ingenieros, eso va aquí, eso ponlo allá. Hoy no estaba dispuesto a echarles una mano. Hoy él se quedaría al margen. Se quedó al margen mientras los técnicos montaban los aparatos. Se quedó al margen mientras veía cómo la banda llegaba a cuentagotas, paseaban por el entablado y afinaban sus instrumentos. Se quedó al margen durante el ensayo, que escuchó casi escondido en el palco, sin tener nunca la certeza de que los hermanos Márquez se hubieran percatado de su presencia, porque nunca miraron hacia arriba y porque las luces les daban en la cara. Ricardo no le quitó la mirada de encima a Ernesto Márquez, vestido con pantalones de paño delgado y camisa de manga corta y mocasines desgastados de turista sin dinero. Se dio cuenta de que había comenzado a despreciarlo, y cuanto más lo miraba más lo despreciaba, y un

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par de veces cerró los ojos sólo para buscar en la voz cantante los rastros del desgaste y del dolor. Se dio cuenta de que le gustaba imaginar ese dolor, el carraspeo que había escuchado (que todos habían escuchado) la noche anterior, la hinchazón que su padre había detectado (y que luego todos detectaron) después del concierto en Madrid. Sí, así había sido: después de los últimos versos del último corrido en Madrid, después de cantar Los amigos de tu tierra / te hacen mal y te hacen daño / Y te sientes extranjera / y te duele el desengaño, Ricardo había notado lo que notaron todos los demás: el reflejo de la mano que se dirigía a la garganta, que se arrepentía a medio camino y que iba a guardarse otra vez bajo la correa del acordeón. Después, en el remolque, su padre se había acercado a Ernesto y le había puesto una mano cariñosa en el cuello. «Estás hinchado», le había dicho. Y durante todo el concierto en el teatro de Málaga, durante ese triste espectáculo de momias que iban a oír corridos sentadas en sillas de terciopelo y paralizadas de la cintura para abajo, Ricardo oyó las canciones en la voz de su tío Ernesto y se entretuvo imaginando las características de esa inflamación y preguntándose si había dolor, cuánto dolor había. Ernesto, como los mejores de su oficio, conocía cada truco disponible para administrar la voz, para hacerle el quite a las notas más difíciles de una manera que no resultara grosera ni evidente, pero eso no era lo importante: lo importante, como le había dicho Ricardo a su padre en el bus entre Madrid y Málaga, era que poco a poco Ernesto había renunciado a ciertos rasgos que años antes (meses antes) habían sido característicos. Poco a poco dejaba de ser el vocalista de los Hermanos Márquez; iba perdiendo sus señas de identidad, y la identidad del grupo se comenzaba a ir con él. «No seas insolente», le había dicho su padre. «Él se inventó el grupo, la identidad es él». «¿De veras crees eso?», dijo Ricardo, y su padre no respondió, lo cual, para Ricardo, fue sin duda la mejor respuesta. Eso estaba recordando Ricardo,


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esas palabras estaba reviviendo en su cabeza distraída, cuando sintió a su alrededor una especie de curioso vacío que no había sentido antes, algo como un desplazamiento del aire, y le tomó un par de segundos darse cuenta de que Ernesto Márquez había equivocado una nota, o, más bien, su garganta se había negado a dársela. Ernesto Márquez se apartó del micrófono. Ricardo pensó: va a toser. Va a toser y el mundo se va a acabar. Pero Ernesto respiró hasta el fondo, hizo una mueca de fuerza, sus ojos se aguaron. La banda salió en su defensa, cantando a coro el resto del corrido y despidiéndose al final (haciendo lo que nunca habían hecho: terminar un concierto una canción antes de lo programado). Las momias, por supuesto, no se percataron de nada, o era de esperar que no se hubieran percatado de nada, porque apenas unos minutos más tarde se agolparon sobre las escaleras de la entrada principal del teatro, y al salir los hermanos Márquez se encontraron con un tropel de manos que alargaban discos y esperaban firmas, y donde no había discos había fotos viejas o grabadoras que esperaban una o dos declaraciones para una emisora de provincia. Después la banda entera y sus acompañantes fueron invitados al restaurante Juan y Mariano: una callecita estrecha y en bajada, una puerta cristalera, un lugar de poca luz y de mucho ruido. Pero Ernesto se excusó: estaba cansado, dijo para que todo el mundo pudiera oírlo, prefería irse temprano al hotel y estar más fresco para el resto del viaje. Y los Márquez lo vieron caminar solo hasta la esquina siguiente, un anciano repentino perdido en medio de la fiesta ambulante de los jóvenes, una cabeza entrecana que destacaba bajo las luces amarillas de los faroles malagueños. «Esto no puede volver a pasar», dijo Hugo. «No», dijo el padre de Ricardo. «No puede volver a pasar». «Pero a ver quién se lo dice». «A ver quién», dijo el padre de Ricardo. «A ver cómo».

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En Cartagena, adonde llegamos al mediodía, el termómetro marcaba cuarenta y dos grados. El festival internacional de música se llevaría a cabo en el punto más alto de la ciudad, una especie de anfiteatro ateniense construido en la cima de la montaña que mira al Mediterráneo; allí, con los vientos circulando sobre las gradas de piedra, la temperatura era dos o tres grados centígrados más baja que al nivel del mar, y puedo decir que sentí el cambio mientras subía –a pie, porque había decidido almorzar por mi cuenta y llegar por mi cuenta en lugar de aprovechar el bus de la banda– como si a medida que escalaba por el asfalto rugoso me fuera quitando una capa tras otra de piel. Recuerdo la tentación de no asistir a este último concierto, la resignación por haber perdido una semana viajando con personas para las cuales yo, visiblemente, era una molestia y un engorro en el mejor de los casos, y un indiscreto (casi un paparazzo, un paparazzo literario) en el peor. Pero era el último concierto de la gira, igual que lo había sido cinco años atrás: algo me pedía estar, dar testimonio, como si mi semana con los hermanos Márquez fuera una casa y sólo yo tuviera las llaves para dejarla bien cerrada después de que todo el mundo se hubiera ido. Al anfiteatro se entraba por una puerta de latón que encontré entreabierta. Seguí adelante y durante un rato me quedé frente al escenario vacío. Los hermanos Márquez no estaban. Esperé un rato más. Los hermanos Márquez seguían ausentes. Subí al escenario por las escalerillas laterales y vi todos los rastros de un ensayo suspendido: habían estado allí, pero se habían ido. Sobre el entablado negro estaban sus instrumentos, las guitarras, un saxofón, el acordeón abandonado (la almohadilla interior empapada por la transpiración de Aurelio, una verdadera mancha acuática que tomaba sobre el rojo de la tela un color sangre). En ese momento Alonso entró al anfiteatro, acompañado por uno de los organizadores locales del


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festival. Uno de los ingenieros de sonido, un hombre de rasgos aindiados que llevaba en sus botas el nombre de un rapero, salió a su encuentro; estuvieron hablándose, explicándose cosas. Me acerqué y les pregunté dónde estaba todo el mundo, y Alonso me explicó que había cambios en los horarios: les habían pedido atrasar la hora del concierto, previsto para las nueve, hasta las once de la noche. «¿Las once?», dije. Sí, las once: porque para la gente de la televisión era importante que el final del concierto coincidiera con los fuegos artificiales, y la hora de los fuegos artificiales, por razones relacionadas con

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a que la familia Márquez no se atrevía, pensó Ricardo, le correspondía a él decirle a Ernesto lo que todos estaban pensando. «La familia cree que ya es hora de que te retires», le espetó Ricardo a su tío. «La familia quiere que te vayas». «Pero cómo te atreves», le dijo Ernesto. «Estás acabado, tío», dijo Ricardo. «Es así de simple. No queremos que sigas cantando». «Pero cómo te atreves», repetía Ernesto Márquez. Ricardo pasó el día separado de la banda

la transmisión en directo para Latinoamérica, se había cambiado este año y era inamovible. «Aquí nos quedamos hasta tarde», dijo Alonso. «¿Y entonces?», dije. «¿Entonces qué?». «¿Dónde está todo el mundo?». «En el hotel», dijo Alonso, «descansando del calor». Y luego: «Todos menos Ricardo, que te está esperando». Movió la cabeza como un caballo incómodo, yo seguí el movimiento y lo vi: Ricardo estaba sentado en la última fila del anfiteatro, a la sombra de la columnata que

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un par de jóvenes comenzaban a adornar con banderas latinoamericanas. Te está esperando, había dicho Alonso, y yo había disimulado la sorpresa y evitado preguntar por qué y desde cuándo. Al subir las escaleras sentí en los muslos y en los pulmones el peso de la montaña que acababa de escalar, el calor violento, el cansancio. Pero al llegar junto a Ricardo el cansancio se evaporó, y la sombra de las columnatas fue la más dulce que había conocido en mucho tiempo. «Aquí estamos más a gusto», dijo Ricardo. Me senté a su lado, estiré las piernas como las tenía estiradas él, y me quedé, como él, con la mirada fija en el escenario donde se movían los técnicos y donde los instrumentos parecían reverberar con el sol de la tarde. Y ninguno tuvo que provocar el diálogo como en las malas obras de teatro, ninguno tuvo que romper el hielo ni ejecutar esos complicados pasos con que dos personas se aproximan a una conversación que ambas desean pero a la cual ninguna sabe cómo llegar. Nada de eso pasó. En un momento estábamos en completo silencio, como dos viejos amigos que ya no necesitan llenar sus silencios con banalidades. Al momento siguiente, sin transición alguna, Ricardo había comenzado a hablar. «No hacía tanto calor como hoy», dijo. «Pero hacía calor. Hacía mucho calor. Todos estábamos incómodos, todos sudábamos. Nos sentíamos sucios, sí, es eso, nos sentíamos sucios». Habían llegado la noche anterior, demasiado tarde, desde Málaga. En el bus, los hermanos Márquez se habían comportado como un matrimonio en conflicto (un matrimonio de cuatro personas): todos habían fingido dormir para no tener que enfrentarse con lo que había ocurrido en el teatro, con lo ocurrido a la garganta de Ernesto Márquez al final del concierto. «¿Nadie le va a decir nada?», le dijo Ricardo a su padre esa noche, ya en el cuarto oscuro del hotel. Y también su padre –acostado a un par de metros de él, en la otra cama, su silueta delineada por la línea de luz que se filtraba bajo la puerta– había fingido dormir. Ricardo se imaginó a su tío Ernesto de pie frente al espejo del baño y llevándose una mano al cuello o pensando en palabras como pólipos,


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como nódulos. Así se durmió, y al día siguiente se levantó antes que su padre y bajó al comedor a esa hora en que en los comedores de los hoteles sólo hay meseros amargados y viejos insomnes, esa hora en que todos los periódicos están todavía sobre el mesón de entrada, pacientes y vírgenes, porque nadie los ha usado. Y allí, por supuesto, estaba Ernesto Márquez, comiendo un croissant con mordiscos de ratón. «No había nada más en su plato», me dijo Ricardo. «Y lo tenía agarrado entre las dos manos, tenía el croissant entre las dos manos. Un croissant es una cosa pequeñita, es difícil agarrarlo con las dos manos para llevártelo a la boca. Pero eso hacía mi tío, y se estaba llevando a la boca uno de esos mordiscos de ratón cuando se lo dije». Ya que la familia no se atrevía, pensó Ricardo, le correspondía a él decir lo que todos estaban pensando. «La familia cree que ya es hora de que te retires», le espetó Ricardo a su tío. «La familia quiere que te vayas». «Pero cómo te atreves», le dijo Ernesto. «Estás acabado, tío», dijo Ricardo. «Es así de simple. No queremos que sigas cantando». «Pero cómo te atreves», repetía Ernesto Márquez. Ricardo pasó el día separado de la banda y también de los técnicos, escondiéndose y huyendo sin confesarse a sí mismo que estaba huyendo y escondiéndose, y en el fondo barajando las reacciones que tendría la familia. Vendrían los reproches, la desautorización de su padre, las acusaciones; lo llamarían insolente (ya estaba acostumbrado), se hablaría de jerarquías y de líneas y de quienes tienen el derecho de cruzarlas. Ricardo caminó sin propósito por la ciudad ardiente, refugiándose del calor en los supermercados –deteniéndose largos minutos frente a las neveras y viendo los quesos y los jugos y las leches como si viera un pequeño espectáculo privado– y pasando los últimos minutos antes del concierto en el puerto, contando los barcos, distrayendo la mente. El cielo se volvió morado y luego gris y luego los contornos de las cosas desaparecieron y luego la luz de los faroles lo volvió todo amarillo, y al levantar la cabe-

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za Ricardo vio que allá arriba, en la montaña, había un resplandor lejano. Ricardo se concentró, trató de oír la música, de detectar el temblor de los bajos; creyó, sin demasiada convicción, que lo había logrado. Frente al hueco negro del mar, cantó las canciones. «La fiera». «Los poderosos». «Sombras del alma». Cantó la siguiente, «La virgen de los pobres», del primer verso al último. Y luego cantó tres más, calculando no sólo sus tiempos exactos, lo cual ya no le resultaba difícil, sino también los tiempos que había entre ellas, las rutinas de silencios y pausas que contenía ese concierto que había escuchado desde su nacimiento y que ya para este momento había quedado impreso en su conciencia con la nitidez de su propio nombre. Y luego, caminando tan despacio como podía, comenzó a subir. No lo sorprendió que su cálculo (es decir: que su oído) diera resultados perfectos. Ricardo estaba bordeando la muralla del anfiteatro al mismo tiempo que se apagaban los últimos compases del último corrido –Y te sientes extranjera, coreaba el público, y te duele el desengaño–, y mostraba su tarjeta de plástico al portero al mismo tiempo que los hermanos Márquez se retiraban del escenario. Ricardo se mezcló con el público que había de pie entre el escenario y las primeras gradas, avanzando con dificultad hacia el centro de la multitud y sintiendo los codos y las caderas que lo golpeaban. Entonces los Márquez regresaron a escena, esta vez sin instrumentos. Levantaron las manos, saludaron al público, todos menos Ernesto, y entonces el cielo se iluminó. ¿Fuegos artificiales?, pensó Ricardo. No sabía que estaban programados, pero por qué habría de saberlo, si durante toda la tarde había estado ausente, si esa tarde había dejado de ser uno de los Márquez. En el cielo negrísimo –a esta altura las luces de la ciudad no estorbaban, no cortaban la oscuridad perfecta, era como si se quedaran abajo– estallaban ramalazos de colores, y Ricardo pensó en las manualidades que hacía de niño, en la escuela, cuando la profesora le pedía cubrir un papel con crayolas de colores y luego cubrirlo todo con una


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capa de color negro, de manera que después, al raspar la superficie con un alfiler, los colores emergían del fondo como ahora emergían las luces rojas y azules y verdes del fondo del cielo. Y Ricardo nunca sabría explicar por qué en ese momento dejó de mirar hacia arriba y buscó en el escenario a sus tíos, por qué al darse cuenta de que Ernesto no estaba se sintió incómodo y agredido, y por qué, al segundo siguiente, estaba abriéndose paso a empellones entre el público y buscando las escaleras que bajaban a los camerinos.

«Me tocó a mí», me dijo Ricardo esa tarde, poco antes del concierto de Cartagena. Señaló desde lejos el espacio por donde se había movido cinco años atrás, señaló la entrada de las escaleras. «Me costó unos minutos atravesar, había mucha gente. Bajé de prisa, como si alguien me esperara. ¿Ya viste los camerinos? Son un sitio tan feo. Yo no he querido bajar este año, ¿sabes? Pedí que me dejaran cambiarme en el bus y calentar en el bus. Nadie me dijo nada. Todos entienden». Me dijo que abajo las paredes y el suelo estaban cubiertas de cerámica, como las de los vestidores de un gimnasio: todo iluminado con potentes luces de neón, todo blanco, todo tan limpio y tan brillante que Ricardo, viniendo de la oscuridad de la noche, tuvo que entrecerrar los ojos al entrar. Entonces sus ojos se acostumbraron al resplandor y Ricardo llegó de un par de pasos al espacio donde estaban los lavamanos y los espejos. «Creo que lo vi primero por el espejo», me dijo. En el espejo vio la puerta entreabierta de uno de los servicios y la media silueta de un hombre sentado, pero no firme y concentrado como el que caga, sino desmadejado como un muñeco de trapo. La puerta ocultaba su cabeza, pero Ricardo comprendió de quién se trataba incluso antes de apartar la puerta con dos dedos y encontrar a Ernesto Márquez: se había cubierto la cabeza con una bolsa para la basura, una de esas bolsas azules con cierre anaranjado, había clausu-

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rado la entrada de aire con la misma cinta plateada que le servía para fijar la rutina del concierto al entablado negro del escenario, y se había matado de asfixia. Las tiras del cierre anaranjado asomaban por debajo de la cinta plateada, y colgaban sobre el cuello sin vida. Todo eso me contó allí, en la última fila del anfiteatro, poco antes del último concierto de la gira. El calor había cedido levemente, pero todavía era posible sentir sobre la cabeza y los hombros el peso del sol de todo el día. «Tú entiendes, ¿verdad?», me dijo. «¿Entiendes que esto no lo puedes escribir, que no te lo he contado para que lo escribas?». Le dije que sí, que entendía. Me preguntó si entendía por qué me lo había contado, y volví a decirle que sí. Pero esta vez no era del todo cierto. No podía entender esa carga, porque nunca había sentido algo semejante (la empatía tiene límites); no podía entender la manera en que la imagen de Ernesto Márquez sentado sobre el inodoro había invadido la vida de la familia en estos cinco años, ni podía entender lo que debían sentir –todos, no sólo Ricardo– al repetir ahora los pasos, las canciones, las rutinas de ese año terrible de 1996. Ricardo se había puesto de pie; caminamos juntos hacia el escenario, y luego me dijo que se iba a cambiar y a poner los audífonos y a calentar un poco antes de que llegaran los demás. Nos separamos, y Ricardo ya había cruzado la puerta y salido a la calle cuando yo comencé a bajar hacia los camerinos, justo como él lo había hecho cinco años atrás. Al llegar abajo me crucé con uno de los ingenieros, que salía subiéndose la cremallera. Las paredes de cerámica blanca no estaban tan limpias como las había descrito Ricardo. Me acerqué a los lavamanos y traté de imaginar cuál de aquellos espejos (eran tres) había reflejado la figura de Ernesto Márquez. Di dos pasos atrás, me moví a la izquierda y a la derecha tratando de encontrar la posición, el ángulo correcto, pero era imposible saberlo con certeza. Abrí la llave y dejé que el agua fresca me mojara las manos y luego me mojé la cara. Y volví a dar dos pasos atrás, volví a moverme, volví a buscar la posición, el ángulo correcto.


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