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Ramón Muñoz Gómez, Tomás Ruiz Luna

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Col·laboradors

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Ramón Muñoz Gómez / Tomás Ruiz Luna

REFLEXIONS I ESTUDIS

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SAGUNT IN EXCELSIS Quince años de la mejor música sacra

Pórtico

En opinión del musicólogo José Luis Téllez: La música no comunica idea alguna...en la música el significado es, exclusivamente, forma. Ahora bien, la inexistencia de significado, esa especie de ingravidez del sentido, que constituye la esencia de lo musical... no supone una incapacidad de la música sino, por el contrario, la fuente misma de su infinita riqueza evocativa... que se inscribe en la memoria mediante una impregnación emotiva provocando la identificación (física, acústica, motriz...) con el oyente al crear pautas de reconocibilidad y expectativa que, posteriormente, se frustran para sustituirse por otras nuevas e inesperadas.

Apelando pues a esa riqueza evocativa, vamos a detenernos en algunas de las obras que, a lo largo de estos quince años del ciclo Sagunt in excelsis, han traspasado el umbral de lo convencional para llegar a alcanzar el territorio de las emociones. Y de las más de cincuenta obras interpretadas, muchas de ellas de absoluta referencia en el panorama de la música sacra de todos los tiempos, vamos a destacar, meramente a título ilustrativo, tres de ellas.

Siguiendo un orden puramente cronológico, iniciamos este breve recorrido deteniéndonos en el magnífico Officium defunctorum, 1605 de Tomás Luis de Victoria.

Hay una total unanimidad, por parte de críticos e investigadores musicales, al considerar el Officium defunctorum de Victoria como la obra más representativa de la música española renacentista. Destacan del Officium su intensidad expresiva cargada de una profunda gravedad, fruto de su callado fervor y la austeridad de un discurso musical fluido, sereno y equilibrado; todo ello, síntesis de un profundo y piadoso sentir religioso (que asume las normas tridentinas), de su origen castellano y de su formación en Roma.

Raúl Mallavibarrena, fundador y director del grupo Musica Ficta, escribía, a propósito de su grabación del Officium de Victoria (Enchiriadis, 2002):

Victoria expone una idea de la muerte desgarradoramente poética. El ya citado Taedet animam meam1, que sirve de pórtico a la obra, no deja lugar a dudas. El canto angustioso, casi un grito, de las palabras exaudi orationem meam (escucha mi oración) del Introitus, anuncia que este Réquiem no es ningún llanto ni ningún lamento. Es una mirada severa y firme hacia el más irrevocable de los destinos. No hay tristeza, hay, en todo caso, decepción. Mallavibarrena, se refiere al Officium, aquí y su posterior versión de 2017, en los términos de angustia, pesimismo, abatimiento y decepción, que mejor corolario de esa dimensión humana que gravita en este extraordinario Réquiem.

Otra de las grandes obras, que ejemplifica esa riqueza evocativa, a la que antes hacíamos alusión es el Membra Jesu Nostri, 1680 de Dietrich Buxtehude.

Cima musical, tenida por el primer oratorio luterano, está integrada por un ciclo de siete cantatas dedicadas cada una de ellas a una parte del cuerpo de Cristo en la Cruz (pies, rodillas, manos, costado, pecho, corazón y cara). Sus textos se basan en los del monje-poeta cisterciense Arnulf de Louvain, y en citas bíblicas que aluden, de una u otra forma, a cada una de esas sacras partes del Crucificado. Una pieza íntima, sensible y de una gran expresividad que derrocha ternura y emoción en la contemplación del Descendido de la Cruz.

Una obra en la que se manifiestan diversos estados de alma: desde la desesperanza en Ad pedes;, pasando por la ternura Ad genua; la rabia y el dolor en Ad manus; la amargura en Ad latus; la misericordia en Ad facem; o la aceptación de la muerte, la luz en la oscuridad que emerge desde lo alto, en el Amén final.

Como indica el profesor Javier Ares:

...obra singular, plagada de símbolos e imágenes que narra la dolorosa tragedia de la pasión en el fervoroso ambiente pietista propio de la Alemania del XVII y que supone una contribución fundamental en el desarrollo de la cantata protestante. Respiremos su espiritualidad que brota de cada palabra tratada, a veces, de forma figurativa. Y como colofón a esta corta travesía abordaremos el Stabat mater, 1736 de Giovanni Baptista Pergolesi.

1 Estoy hastiado de mi vida!. Voy a dar curso libre a mis quejas, hablar con la amargura de mi alma. ¿Es decoroso para ti hacer violencia, desdeñar la obra de tus manos y complacerte en los consejos de los malvados?. ¿Tienes tú acaso ojos de carne y miras como mira el hombre?. ¿Son tus días los de un mortal, son tus años los de un hombre, para que tengas que inquirir mi culpa y andar rebuscando mi pecado, cuando sabes que soy culpable y nadie puede librarme de tus manos?. Job X, I-7

Siguiendo la línea argumental desarrollada por algunos autores, el discurso musical-religioso de Pergolesi es una celebración de la vida, y más concretamente su Stabat, una inmersión en el dolor en estado puro, en cierto ritual de la agonía, que formaría parte de la misma cultura napolitana

Pergolesi estructura las veinte estrofas del poema atribuido al fraile franciscano conventual, Jacopone da Todi (c.1230-c.1306), en doce números más el Amén final. Desde el comienzo ya se anuncia el tono de gravedad que va a presidir el conjunto de la obra.

El inicio: Stabat Mater dolorosa, es como un prolongado susurro doloroso de contenida intensidad dramática. Esa perturbadora languidez adquiere la forma de queja (Cuis animam gementem) o de profunda tristeza (O quam tristis et affflicta), al tiempo que se nos invita a compartir ese sufrimiento que supone la visión del tormento del hijo (Quis est homo). En Vidit suum dulcem natum ese tono dramático se expresa a través de breves silencios entrecortados que subrayan la desolación que provoca la muerte de Jesús. Ese mismo tono se transmuta en una ardiente ofrenda amorosa en Fac ut ardeat. Todo ello envuelto en evanescentes figuras de los violines (O quam tristis et afflicta) y de un ritmo más ligero, más vitalista, como si de un ruego confiado se tratara ante la perspectiva de la muerte (Inflammatus et accensus). Para finalizar con un tono de marcado lirismo estremecedor y envolvente en Quando corpus morietur que da pie al tradicional y concluyente Amén.

En opinión del crítico musical Fernando Fraga:

Lo que da a la obra su imperecedera vigencia es que el compositor supo sentir y comunicar el hecho religioso de la madre de Cristo contemplando a su hijo muerto en la cruz con sentimientos y emociones humanas, capaces de enternecer o impresionar a cualquiera que posea la mínima sensibilidad ante el dolor ajeno o simplemente ante el reconocimiento de uno de la existencia del otro.

Hasta aquí, este pórtico al artículo que viene a continuación. Esperemos, de igual modo, que la edición de este año de Sagunt in excelsis, que homenajea a los tres grandes polifonistas hispanos: Cristóbal Morales, Francisco Guerrero y Tomás Luis de Victoria, sea al mismo tiempo un nuevo impulso a una trayectoria que ha repasado ese magnífico legado universal que es la música, y en este caso concreto la música sacra.

Ramón Muñoz Gómez

Tres pilares del Renacimiento musical en España

Entre las numerosas obras maestras que alberga el Museo del Prado y que, sin embargo, no se hallan expuestas en ninguna de sus salas (es sabido que sus fondos sobrepasan con mucho su capacidad de exposición) se halla un retrato de la emperatriz María de Austria (1528-1603), hija del emperador Carlos V, hermana, por tanto, del rey Felipe II, y que había estado casada con su primo, el emperador Maximiliano de Austria. Tras enviudar de este en 1576, María de Austria volvió a Madrid, a cuyo Convento de las Descalzas Reales se retiró hasta su muerte en 1603. Durante la mayor parte de esa suerte de retiro espiritual en el crepúsculo de su vida, estuvo asistida, musical y espiritualmente, por Tomás Luis de Victoria (1548-1611), el genial músico abulense sobre el que tantas veces hemos escrito en estas notas anuales dedicadas al festival Sagunt in excelsis y que compuso su Officum Defunctorum, obra mayor que será interpretada en la edición de este año, precisamente para las exequias fúnebres de su benefactora. El retrato al que nos referimos, obra del pintor Antonio Moro, está, como decimos, normalmente vedado a la contemplación de los visitantes, pero podemos apreciarlo a través de la web del museo para recrear nuestra vista, entre otros muchos aspectos del mismo, con el fulgurante contraste que el rojo encendido del tapete en el que se apoya el brazo izquierdo de la emperatriz establece con el enlutado negro de su vestido. Tan vivo es ese contraste que adquiere un claro carácter simbólico, y se diría que bajo la severa austeridad cristiana de la emperatriz viuda (también simbolizada por la cruz de oro que cuelga de su pecho) alienta un fondo de pasión por la vida. Un contraste que también se percibe en la música de Victoria, cuyo mensaje trascendente toma, sin embargo, forma en unos procedimientos de enorme belleza.

El mayor representante, junto con Palestrina, de la polifonía renacentista siempre ha estado presente, como ya hemos apuntado, en el festival saguntino, lo que sin duda es uno más de sus méritos. Tan presente ha estado, que es difícil no repetir lo ya dicho en años anteriores. Así, en la información que acompañaba a los conciertos de 2015, se decía:

“Si Palestrina es el príncipe de la música renacentista, Tomás Luis de Victoria sería sin duda su copríncipe, y no sólo por el hecho de haber coincidido con él durante dos décadas largas en la Roma del siglo XVI (entre 1565 y 1687). En la Ciudad Eterna el abulense fue alumno primero y profesor después en el Collegium Germanicum, donde es muy probable que recibiera las enseñanzas del más veterano Palestrina, a quien por otra parte sucedió como maestro de capilla en el Collegium Romanum. Los datos históricos, en fin, que colocan a Victoria en el primer plano de la música renacentista son múltiples, tanto en Italia como en la corte de los Austrias en Madrid, adonde se trasladó concluida su etapa italiana

y donde ejerció como organista en el Convento de las Descalzas Reales hasta su muerte en 1611”.

Y en la edición de 2016 proponíamos la siguiente reflexión a propósito de las Lamentaciones de Jeremías:

“Hablar de mística para referirse a la obra y a la personalidad de Victoria es, sin duda, desde un punto de vista, podríamos decir, “técnico” (si la palabra no desentonase en este contexto), algo exagerado, y la unión de ambas realidades, la música de Victoria y la experiencia mística, está sin duda influida por el origen abulense del compositor, de quien se ha especulado sobre su posible relación con la gran mística de esa misma ciudad y contemporánea suya, Teresa de Ávila. Pero lo que no cabe negar es que la obra de Victoria tiene un único fin y tema: disponer a las almas para la asunción de los misterios de la vivencia religiosa. Ni una sola de las obras de su catálogo abandona este cometido”.

Podremos, este año, acercarnos a su, tal vez, obra mayor: el Officium Defunctorum2, también conocido como Réquiem, que en realidad se compone de una misa de Réquiem, de un motete (Versa est in luctum), un responsorio (Libera me, Domine), y una lectio (Taedet animam meam), estas dos últimas piezas sobre textos del bíblico Libro de Job. En el Officium Defunctorum está, podría decirse, el sentido de toda la obra de Victoria: sentimos, en una primera aproximación, el carácter lírico y místico del conjunto, las voces al servicio de un texto votivo dibujando diferentes arabescos polifónicos. Escuchas posteriores o más atentas no dejarán de percibir, en cada nuevo acercamiento a esta obra, invenciones y originalidades que dan fe de lo que, a estas alturas, es un lugar común: que Victoria es uno de los grandes artistas del Renacimiento musical, que su música recoge la tradición precedente medieval al tiempo que se lanza hacia el futuro. Ya lo dijeron dos estudiosos de la obra del abulense: “Casi cuatro siglos antes del actual expresionismo, dio con el filón expresionista, en contraste con cierto formalismo muy de su época, y, tres siglos antes del Romanticismo, consiguió expresarse con una pasión tanto más sincera, precisamente por haber renunciado a todo efectismo” (Josep Cercós y Josep Cabré. Victoria. 1981). Fijémonos, si no (y es un ejemplo de entre otros muchos posibles), en el Graduale, dividido en dos frases simétricas y con un tratamiento musical muy similar: tras una brevísima introducción que parece situarnos en la tradición monódica del gregoriano (y que destaca el adjetivo “eterna” de cada una de las dos frases: “Requiem aeternam…” e “In memoria aeterna….”), el desarrollo posterior enseguida nos revela que eso no era más que la preparación para un bellísimo

2 Será en el concierto del domingo 5 de abril, que correrá a cargo del grupo MUSICA FICTA y de su director, Raúl Mallavibarrena, quien en 2002 llevó a cabo una grabación de referencia de esta obra.

ejercicio de fuga polifónica en el resto de ambas frases. Parece como si Victoria nos hubiera llevado al umbral de lo eterno para, una vez situados allí, revelarnos su gracia con la luminosidad del canto: “lux perpetua luceat eis”/”erit iustus: ab auditione mala non timebit”. De la aparente oscuridad de la muerte a la revelación de la auténtica y eterna luz que viene tras ella, tal contraste podría ser el mensaje del Officium de Victoria; contraste que nos recuerda ese otro entre el negro y el rojo del retrato de Antonio Moro del que hablábamos al principio.

Tal vez haya quien pueda ver atrevida, o inexacta, esta alusión a una hipotética sensualidad, a este recrearse en el arte de los sonidos, en el caso de la música de Victoria. El asunto puede ser discutible, pero no por ello debe dejarse de lado. No olvidemos que con Victoria, aun estando su música anclada en el universo de la polifonía renacentista, nos hallamos ya con un pie en el Barroco (el Officium se publicó en 1605, el mismo año, por cierto, que la primera parte del Quijote de Cervantes). En cualquier caso, esta ambigüedad, que atraviesa la obra de Victoria creemos que no se manifiesta en el caso de los otros dos grandes polifonistas del XVI español, que también tienen presencia destacada en el Sagunt in excelsis de este año 2020. La obra de Cristóbal de Morales (1500-1553) y la de Francisco Guerrero (1528-1599), ambos andaluces, es ligeramente anterior a la del de Ávila. Los tres componen el triángulo áureo de la polifonía renacentista española, que, si culmina en las obras de Victoria, no se entiende sin la aportación de los otros dos, que empiezan a lidiar con el espinoso asunto de la música para la Contrarreforma desde los inicios de la misma. Guerrero, por ejemplo, declaró que con su música pretendía “incitar a las almas a la contemplación y no halagar a los oídos”. El oyente tal vez aprecie en su Missa pro defunctis (el miércoles 1 de abril) una mayor cercanía a la severidad espiritual que un Réquiem impone, un más fuerte anclaje, en ciertos pasajes, en la tradición de la monodia medieval, cuando la introducción a ciertos movimientos se confían a la voz de un solista. Estos momentos suponen una especie de homenaje al pasado que no desmienten, sin embargo, el paso de gigante que Guerrero y Morales dieron y que encumbraron la música española del siglo XVI a lo más alto.

Tomás Ruiz Luna

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