Cuentos en cuarentena

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Cuentos en cuarentena

Cuentos en Cuarentena AntologĂ­a

Ediciones Amatlioque

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Antología

Primera Edición abril 2020 © Cuentos en cuarentena Antología © Ediciones Amatlioque amatlioque@gmail.com Corrección de estilo Paula A. Ramírez Marroquín Paurami844@gmail.com Diseño y cuidado editorial Everardo Martínez Paco ser.sk@hotmail.com Ilustración de portada, interior y contraportada: Luis L SOAT www.facebook.com/soatll SBN: Trámite Registro bajo la licencia Creative Commons Reconocimiento 3.0. No. 2004153672907 Reservados todos los derechos. Las características tipográficas, de composición, diseño, corrección, formato son propiedad del editor. Este material puede ser descargado, compartido y utilizado para su libre lectura. Digitalizado en México Digitization in México 44


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Índice

Treinta de abril//Marcos Pablo López 5 Alas de petate//Ross Kruz Miranda 8 La mujer de mi vida//Caballero EJC 10 El dolor silencioso//José N. Méndez 16 Luci y los geranios//Renata Nájera 18 El año del cerdo//Ulises Paniagua 21 Cumpleaños//Agustín E. Bataz 24 Deja vu//Israel Montalvo 27 Desaparecer//M. Saldaña 29 El pueblo de las sonrisas rojas//Gerardo Ramírez 33 El sendero//Adrián Chávez González 35 agujeros/karamelos_de_cemento.exe//Jorge Karam 39 Testigo en un acto//Evelyn Mazón 41 La cueva//Arisandy Rubio García 43 La noche de la yerbabuena…//Martha Mazón Parra 46 Sofocado//Eduardo S. Jimenez 48 Una cucaracha vive al pie de una imagen de San Judas Tadeo//Salvador Romero 50 Solo pasa en el pueblo//Everardo Martínez Paco Perro Rabioso 52

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Treinta de abril Marcos Pablo López

Llegué cansado del trabajo a calentarme el buffet de los restos de comida de los días anteriores. Encendí la tele para hacerme compañía y no sentirme tan solo. Tuve que comer a pura cuchara porque me caga calentar las tortillas. No sé cómo algo tan sencillo puede cagarme tanto, pero así pasan ciertas cosas, sólo pasan y ya. Pensaba en el cliente del Sentra, imaginando la causa del por qué no ha ido a dejar el anticipo de la reparación, ni preguntado por su auto, me preocupaban los cinco mil pesos que llevaba gastados en él. Tomé el control remoto para buscar algo en el televisor que me distrajera de pensar en el maldito dinero. Uno siempre toma el control con cierta esperanza de ser sorprendido y encontrar algo, si no interesante, por lo menos entretenido, pero como casi siempre, pura basura. Afuera se escucharon cuatro detonaciones continuas, una pausa y otras dos después. Deseé fueran cuetes. Últimamente el ambiente en el barrio ha estado culero. Una bala perdida mata a cualquiera, incluso mueres mientras estás echado en el sofá con el control remoto en la mano. Si son disparos, en cuanto salga a comprar las croquetas de Yeska, seguramente habrá gente en la calle, atenta y puntual a la desgracia ajena. Quince minutos después, así fue, en la esquina la gente murmuraba y asombrada, miraba hacía la calle contigua. Al acercarme, la luz de las patrullas y el volumen de los murmullos aumentaron. Caminé hacia donde apuntaban las miradas, era la esquina de Don Mamón, el de los cocos preparados; por un momento creí se trataba de él, pues tiene fama de gandaya y de alterarte la cuenta si se te pasan 66


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las copas y no te pones trucha. A mí, por supuesto, con lo pedo que soy, ya me la había aplicado una vez y salimos de bronca. La zona estaba acordonada, se escuchaban algunos lamentos. Una sábana blanca cubría el cuerpo de una persona con un gran charco de sangre bajo su cabeza fluyendo hacia la coladera. El Gordo era el único del otro lado del cordón platicando con los policías, hasta entonces supuse que era algún familiar de él y no Don Mamón. De pronto, llegó el hijo mayor del Güicho bastante alterado y llorando. “Se pasaron de verga, hijos de su puta madre, me las van a pagar, ¿por qué mi jefe?, ¿qué no saben quiénes somos?, ¿con quién se metieron? ¡Los voy a matar, me vale verga chingarme otros seis años en el Reclu! ¿Quiénes fueron tío, dime quién fue?”. El Gordo sólo trataba de calmarlo. Tuve una sensación entre coraje y risa ante lo absurdo de su actitud, me dieron ganas de reírme en su cara y decirle: no estás viendo que les valió puritita verga tu jefe, mucho menos les van a importar un par de escuincles pendejos como tú y tu carnal. Entonces supe que quien estaba debajo de la sábana era el Güicho. Me sorprendió que fuera él, ahora de viejo era bastante tranquilo. Nada más allá de vender algo de mota a discreción con los conocidos y sus chochos de siempre, sobre todo con los morrillos que se juntan en la esquina del río todas las tardes a fumar. Ya había encontrado ahí su pequeño negocio. Sus hijos, según dicen, sí andan de pinches lacrillas culeros metidos en pedos mayores. Se rumora que hasta fueron ellos los que mataron a los estudiantes de la UACM en el Arbolillo I, nomás por culeros. Sentí pena por la mentalidad de ese pobre imbécil. Un pobre pendejo que en su mundito de mierda se siente muy chingón. La gente seguía aglutinándose alrededor, la mayoría vecinos que conocíamos al Güicho, mirándonos unos con cierto desasosiego y otros con cierta complacencia. Nadie decía nada. Los chismes llegarán después seguramente, me dije. No había nada más qué hacer ahí. Miré al Güicho por última vez y le deseé descansara en paz. Conmigo siempre se portó buena onda, era todo un personaje, siempre en 7


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su bici bisneando de todo, vendiendo hasta los calcetines, saludando a todo mundo y transeando al que se dejara. A media calle, unos niños jugaban como si nada hubiera pasado, como si fuera algo normal, algo cotidiano escuchar balazos y ver gente con los sesos de fuera. Era treinta de abril, ni la muerte interrumpió su festejo. Yeska no había comido y tenía hambre, seguí mi camino hacia la tienda. La noche caía en el barrio.

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Alas de petate Ross Kruz Miranda

Nunca supe su nombre, pero era conocido como "el Huichila", era un señor de no más de 70 años, recuerdo cuando lo veía pasar, cuando esperábamos en la tranca al señor que venía a dejar la leche en su caballo. Vestía con huaraches de suela de llanta, una camisa casi transparente y un pantalón guango gris, o a lo mejor así se veía por la mugre. Caminaba a paso lento, con la mirada perdida, saludaba de prisa a mis papás, iba viendo al suelo o al cielo, mi papá decía: “ese viejo está loco, creo ni se baña, huele a mugre, qué chingados buscará en el suelo, un día se va a caer y ni va a saber cómo, nunca se casó ha de ser maricón”, mi mamá amable lo callaba diciéndole: “a ti qué te importa, Lioba”. Quizá estaba adelantado a su tiempo o quizá no era de este planeta. Una noche lo vimos pasar de regreso del campo, venía sonriente, sudando la gota gorda, pero alegre, se hizo un carrito en el que llevaba abono para su sembradío, no sé cómo lo consiguió, pero podía llevar hasta un garrafón de agua. La mayoría del pueblo decía que estaba loco, me imagino que eran esos, aquellos que no lo comprendían ¿cómo iba a estar loco? Si pudo volar un rato, sí, ¡voló! Huichila se quedaba perdido viendo al cielo, mas cuando iban por puñados de pájaros, se quedaba perdido como deseando saber el secreto de los pájaros para poder volar. Sin más, fue a la bodega donde había dos petates, sacó un rollo de ixtle y empezó a amarrarse los petates, se subió al tejado y sin miramientos, sin un solo miedo se aventuró. El trancazo estuvo duro, dicen que sonó como un costal de papas, muchos confirmaron que por eso estaba loco, ¿cómo alguien con un juicio sano se va a aventar con unos 9


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petates amarrados por querer volar?, si eso es imposible, creo que solo los genios están locos. Y bueno el Huichila se está recuperando, dice mi papá que va a estar bien, que cuando eran niños montó un marrano que lo aventó unos tres metros, como catapulta, así que va a librar también ésta. Espero con ansias que salga bien. Ahora sí, cuando pase le voy a preguntar ¿qué se siente volar?

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La mujer de mi vida Caballero EJC

Era un día jueves tedioso como cualquier otro, me dirigí a un bar cansado del hastío del trabajo, me sentía abrumado de las bromas tontas e incoherentes de mis alumnos, no sé si necesitaba tomar aire fresco o simplemente ahogar mis penas en alcohol ya que un día como hoy ella se había marchado y decidió decirme adiós, sin ninguna explicación. Por esa razón entré al bar en una noche lluviosa, al calor de las copas comencé a mirar intensamente tus ojos infinitos, tú rechazabas mi mirada y haciéndote la disimulada te recogías el pelo con la mano derecha. Yo tan solo te observaba de manera indiscreta, mordiéndome los labios, desando poder comerte a besos. Sin embargo, ese deseo se tornaba más lejano, porque te dirigías a la barra del bar y mirabas tu reloj color rosa, mostrando que esa copa que sostenías era la última de esa noche. Yo seguía de pie y buscaba una señal que me condujera hacia ti. En este intento noté una barrera tuya; tu edad, te calculé unos cuarenta años, eso no me importó y me dirigí hacia aquel lugar, oloroso a cerveza y tabaco, para intercambiar algunas palabras con mi acento foráneo y expresé que te agradecería mucho si me ayudabas a encontrar la dirección que tenía anotada en mi libreta, amarillenta, por los tantos años de uso. Pretexto irresistible para tener el primer acercamiento a tu innegable belleza. Me respondiste con mirada coqueta y señalaste con tú dedo índice hacia donde tenía que dirigirme, para abordar el camión que me llevaría a la dirección antes solicitada. Después te despediste de mí dándome un beso en la mejilla, diciéndome que todos los jueves pasabas al mismo bar a tomar un par de cervezas y de ahí te dirigías a tu casa 11


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a descansar. Desde ese día asisto todos los jueves a las nueve de la noche a ese mismo bar, donde encontré a la mujer de mirada seductora, de cuerpo perfecto y que su único defecto son sus prejuicios entre su edad y la mía, por ese motivo, no se deja conquistar y huye astutamente cuando trato de robarle un beso. Al siguiente día al salir del trabajo, me dirigí impaciente al bar “La soledad” este nombre contrastaba con mi forma de vivir la vida, pues años atrás era muy feliz con mi familia, disfrutaba de la presencia y ocurrencias de mi pequeña hija. Al entrar al bar, miré el reloj y me di cuenta de que faltaba un cuarto para las nueve, me acerqué a la barra y tomé un banco para poder sentarme a esperar la llegada de aquella mujer que días atrás me había deslumbrado con su belleza angelical. Cuando la vi entrar, se me aceleró el pulso, mi corazón latía como si fuera un tambor tocando al ritmo de música de viento, en una alegre despedida de soltero, no pude más que quedarme con la boca abierta, debido a que su atuendo era verdaderamente despampanante, vestía de rojo y muy entallado, resaltaban sus prominentes caderas, su cintura era muy pequeña y contrastaba con sus enormes pechos, semejantes al manjar más delicioso de esta tierra, tenía un pelo tan suave y sedoso, pero sobre todo era largo y abundante pues le llegaba por debajo de los hombros. Por fin nos encontramos le dije susurrándole lentamente al oído, a lo que ella me contestó —que te trae por acá, pensé que ya no frecuentabas estos lugares y que ayer sería la última noche que te vería. Yo le contesté: —como puedes ver, el destino nos volvió a unir, esta vez mi estancia tardará unos meses y me gustaría frecuentarte por más tiempo. Ella contestó con risa burlona, —no sé si sabías pero la verdad soy una mujer muy ocupada, en esta etapa de mi vida me encuentro estudiando un doctorado y estoy en proceso de titulación. —No creo que sea un impedimento para seguir tratándote, ambos somos dos adultos libres que pueden hacer de su vida lo que quieran. —Tal vez tú si seas libre, pero mi exmarido es un ente 12 12


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sumamente celoso, y a pesar de que me encuentro en proceso de divorcio me hostiga constantemente y muchas veces me sigue a todas partes, es peor que mi propia sombra, hoy tienes suerte que en este momento no esté estacionado su coche enfrente del bar y me busque espiar disimuladamente por la rendija de aquella ventana. Mi mente en ese momento pensó muchas cosas, entre ellas es que tal vez no valía la pena poner en riesgo mi integridad por aquella mujer, que tan solo tenía unos días de conocerla, pero el amor no es un sentimiento razonable y desde que la miré en el bar y ella me correspondió sentí que mi pecho fue traspasado por una flecha y percibí un nerviosismo intenso que se manifestaba en mi estómago, no podía asegurar que ese sentir no fuera amor. Pensaba en los días de mi adolescencia donde creía estar enamorado de Marisol, la chiquilla de catorce años que me robaba suspiros y provocaba que mi corazón se acelerara una y otra vez más, pensaba en todas esas lindas chicas que observaba en la secundaria, cuando salía al recreo y me dejaban con la boca abierta; tal vez eso que sentía por esa nueva mujer desconocida, era algo idéntico a mis emociones de juventud, pero me negaba a creer que era amor. Sin embargo, este nuevo sentimiento era algo diferente a lo que había experimentado toda mi vida, porque desde ese día que la vi en el bar, mis noches no fueron iguales, siempre la pensaba y en el fondo algo me decía que ella sentía la misma emoción por mí. Pero en mis planes personales no había espacio para dejarme envolver por esas emociones, tenía ya treinta cuatro años, ya no era un adolescente, la razón me decía que no me dejara llevar por esa mujer que conocí en una noche bohemia en un bar ubicado al sur de la ciudad. La noche se me hacía tan corta cuando la recordaba, cuando imaginaba su mirada y su forma de caminar, sus carcajadas eran tan especiales, ya que no se cohibía al reírse y su sonrisa se expandía como las alas extendidas de una mariposa emprendiendo el vuelo en una tarde de verano, podría pasarme todo el tiempo escribiéndole y agotándome en desveladas, ella no se daría cuenta de todo mi sentir. 13


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Hasta que nuevamente la vi caminando apresuradamente, por el centro de la ciudad y decidí seguirle los pasos de manera rápida pero con mucho cuidado, pues no quería que me fuera a descubrir y echara a perder mi intención de saber más de ella… A lo lejos vi que se detuvo para comprar algunas cosas, supongo que llevaba comida a su casa, continúo su marcha y se dirigió al estacionamiento del Walmart ubicado a la salida de Petaquillas, caminó algunos pasos hasta que localicé su camioneta color blanca modelo Ford Lobo 2001 y se dispuso a manejarla, yo astutamente tomé un taxi y le pedí que la siguiera, ella continuó manejado y dobló a la izquierda en donde se encontraba un Oxxo y luego siguió todo de frente hasta meterse a una zona residencial, yo le pedí al taxi que parará porque no tardó mucho en estacionarse y meterse a un departamento pequeño, con dos ventanas y una puerta con varios candados, ahí pude ver que era su vivienda, era el lugar en donde también ella pasaba sus noches en vela elaborando trabajos que tenía que presentar para ser evaluada en la escuela. La primera vez que la vi llegar a mi casa conducía su camioneta color blanca, tocó el claxon y me tomó por sorpresa, debido a que me encontraba degustando un café muy cargado con dos cucharadas de azúcar, porque la noche anterior la había pasada en vela imaginando como sería nuestro encuentro. Al llegar a mi hogar estuvimos charlando por un momento me di cuenta vestía una blusa negra, unos jeans ajustados y unos tenis de tela, ese día había un silencio tan intenso, un calor sofocante que hizo que nos fundiéramos en un solo beso, nuestras miradas se cruzaron como símbolo de complicidad, el sudor corría por nuestros cuerpos desnudos, en una tarde de abril en que eran abundantes los moscos y el olor a polvo era fácil de percibir. Tardes como estas no se volvieron a repetir porque cada vez que hacíamos el amor nos entregábamos en cuerpo y alma, solo existíamos el uno para el otro, nunca hablábamos de política o cosas ajenas a nuestra profesión. A pesar de que ya pasaron tres años, a veces extraño su compañía, pero cada día que pasa, no entiendo cómo 14 14


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puedo sobrevivir, porque su olor quedó impregnado en las paredes de mi cuarto, sus palabras están presentes en mi inconsciente y en algunas ocasiones aparece en mis sueños deslumbrándome con su clásica sonrisa e invitándome a ser feliz con ella, pero esta vez para toda la vida, aunque yo me resigne a perderla, siempre tengo la esperanza de algún día encontrarla y que esta historia de amor tenga un nuevo comienzo. Después de hacer el amor la observé fijamente a los ojos, me parecía la mujer más hermosa del mundo, su cuerpo perfecto y que decir de su intelecto, era verdaderamente apasionante platicar con ella hablar de libros y discutir las películas de Almodóvar, era una bendición que el cielo me había mandado, pero también el mismo cielo se encargaría de quitármela, porque solo fueron unos meses los que estuve trabajando y los que nos vimos, pero en ese tiempo me sentí el hombre más feliz del mundo, nuestros encuentros eran tan intensos, siempre vivimos y disfrutamos cada momento. Al principio no todo fue bueno entre nosotros, porqué como ya lo dije siempre la diferencia de edades fue una limitante que le pesaba a ella, no le gustaba el que yo estuviera en los treinta y ella fuera una señora de las cuatro décadas como lo decía la canción de Ricardo Arjona, sin embargo, eso no me tenía tan preocupado, porque el amor que le tenía podía más que cualquier cosa, nuestra relación parecía sacada de una novela de amor escrita por Gabriel García Márquez, a pesar de que lo nuestro solo duró un breve período de tiempo, supimos disfrutarlo lo más que se pudo, era verdaderamente asombroso asistir a sus partidos de básquet-bal y verla jugar, me encantaba abrazarla cuando estaba sudada y la reconfortaba con caricias y frases motivadoras cuando los partidos no iban también, me arrancaba suspiros cada vez que la veía, cada vez que la besaba me transportaba a un mundo nuevo en donde todo era felicidad y placer, era la mejor mujer que había tenido en esos momentos, solo que el destino se encargaría de quitármela dentro de unos meses, no contaba con que un accidente automovilístico fuera el encargado de quitarle la vida, pero lo que más me dolía fue su irresponsabilidad 15


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al ir conduciendo en estado de ebriedad, no solo le hizo falta a sus hijos sino también a mí, porque desde esa fecha nunca volví a salir con ninguna otra mujer, no fue fácil para mi sobrellevar la vida, porque desde que ella falleció mi mente se nubló de fatalismo caí en un marasmo en el que no me importaba comer, la depresión se apoderó de mí, en noches como estas la recuerdo tantas veces y pienso en cada beso en cada momento que me regaló, en cada noche que me entregó su cuerpo y nos fundimos en una pasión incontrolable, en días tan gloriosos y felices, como quisiera que la vida nunca acabé y poder vivir eternamente con nuestros seres queridos, como quisiera no envejecer y amarla por siempre, aunque me duela su pérdida me tengo que resignar a seguir con mi vida… porque me hace tanta falta, mis ojos no paran de llorar y todo mi ser la extraña.

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El dolor silencioso José N. Méndez

Hoy la muchacha llegó más temprano a mi puesto; yo trabajo vendiendo flores en el mercado de Azcapotzalco, esta vez se mandó algo grande; llevó un ramo de tulipanes; me preparaba para cerrar cuando vi llegar a su novio, apuradamente compró algunas verduras y se marchó, se le cayeron los anteojos negros que suele llevar cuando hace los mandados; parecía desesperado por ponérselos. Lo he visto llegar con marcas en el cuello y la cara, intenta disimular con prendas que hagan más discretas las cicatrices, no sólo para ocultarlas de la mirada de otros, sino también de su propia mente. Sí, tardé un poco en descifrarlo, pero gradualmente comprendí para qué eran las flores; lo que para algunos es una muestra de afecto, en otros se convierte en una forma de seguir perpetuando el silencio ante los golpes, de hacerle creer a quien los recibe que son por su bien, que de algún modo los merece y si de algún modo lo han lastimado más allá de los límites, estos pueden ser compensados con algo material. No habla con nadie en el mercado, nunca parece tener tiempo para hablar, en ocasiones lo he visto deseoso de decir algo, pero aún si tuviera la oportunidad no creo que sepa cómo hacerlo, nadie te enseña cómo manejar una situación de violencia siendo hombre, quedarse callado parece lo único viable ante las muestras de “amor duro”. *** Hoy una viejita y una mujer más joven (sospecho que su hija) vinieron a comprar una corona de flores, temo 17


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preguntarles, sólo les puedo dar el pésame; luego recuerdo que el muchacho de los lentes oscuros no ha venido en más de una semana a realizar sus compras, quizás sea él a quien sepulten hoy y los tulipanes se manchen con su sangre y el silencio de una sociedad donde el dolor de ese tipo no parece importarle a nadie.

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Luci y los geranios Renata Nájera

Luci columpiaba sus pies, apenas alcanzaba el piso; estaba sentada frente a la ventana de su habitación observando sus flores de geranio. Las miraba con paciencia, girando la vista a todos lados, como quien espera a la mañana. Al lado tenía un vaso de agua que con el paso del tiempo se iba quedando vacío; era un lugar cálido donde vivía Luci, casi tan cálido como su corazón. El rechinar de una puerta la desconcentró. Una mujer alta con mirada dulce la observaba desde la entrada de la habitación, era su madre. — ¿Aún no viene? —preguntó ella. —No, aún no —respondió entre suspiros Luci. —La comida ya está lista. —Ahora voy. Su madre cerró la puerta, y Luci, dando el último trago de agua salió de su habitación y bajó al comedor. Ambas estaban sentadas frente a frente, una brisa de tristeza se sentía alrededor, ninguna palabra danzaba en el aire; finalmente Luci rompió el silencio: —No vendrá. —Seguro que sí, quizá ha estado muy ocupado —le decía su madre para animarla. Al terminar la comida, Luci regresó a su cuarto y corrió a la ventana para asomarse; al no ver nada comenzó a platicarles algo en secreto a los geranios. Después de unos minutos una voz detrás de ella la asustó, era su amiga Susana. — ¿Por qué le hablas a las flores? —preguntó Susana extrañada. — ¿Cómo entraste? —respondió Luci un poco 19


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apenada. —Tu mamá me dejo entrar, ¿salimos a jugar? —No, me quedaré aquí, estoy esperando a alguien. Susana hizo una mueca de enfado y extrañeza, pues hacía días que su amiga no salía a jugar con ella por estar ahí sentada. —Pues ya me voy, pero si sigues aquí te quedarás sin amigas —dijo Susana molesta. Caminó hacia la puerta de la habitación y antes de salir, Luci exclamó seria. —Mi abuela… —Susana volteó a verla sin entender bien—. Mi abuela decía que si le contabas tus deseos a los geranios, un colibrí vendría a encontrarlos y se los llevaría cerca del sol para cumplírtelos, solo tienes que ser paciente y constante —dijo con mirada soñadora—. Cuando el colibrí venga podré salir a jugar contigo. Susana no podía creer lo que escuchaba, pensaba que era una tontería y que su amiga había perdido la cabeza, pero en el fondo de su corazón trataba de entender esa razón extraña porque la quería. La miró con una sonrisa ligera y le dijo: —Si… jugaremos luego. —Y cerró la puerta lentamente para irse. Así pasaron los días, con los mismos ojos cuidando aquella ventana. La luz del sol desfiló muchas veces y el colibrí no se hacía presente. Una mañana Luci se cansó de esperar y miró la foto de su abuela que tenía en el buró. Después de un suspiro y unos ojos color cristal, decidió que era momento de cerrar la ventana; pareciera que el viento le avisó al colibrí, cuando Luci estaba por cerrar la ventana, una criatura emplumada se acercó. Luci se quedó inmóvil, no quería asustarlo y no podía creer lo que veía. Aquel colibrí se acercó a los geranios con su pico largo, sus alas de colores; los sueños de Luci se volvían uno solo con los rayos del sol. Antes de irse voló en círculos frente a ella, como dando las gracias, como quien tiene una misión. Luci, feliz, bajó corriendo a la sala donde su madre se encontraba limpiando un librero. — ¡Mamá! ¡Mamá! ¡El colibrí!, al fin vino, se llevó mis 20 20


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deseos ¡era hermoso! —gritaba emocionada—. Tenía sus alas tan bonitas de colores y aleteaba, y su piquito estaba largo, largo. La mamá de Luci la miraba con dulzura y sonreía ante aquella alegría inocente. —Ves, te lo dije. —Tengo que contarle a Susana, voy por mis tenis. Cuando iba a subir a su habitación, su madre curiosa le preguntó: —Luci, ¿qué fue lo que pediste? —Que vuelva la abuela —dijo emocionada. Ambas sonrieron. Luci salió para ver a su amiga, ella continuó limpiando el librero y cuando uno podría pensar que la vida sigue antes y después de los sueños; su madre tomó una caja de madera que estaba arriba del librero. Al abrirla estaba llena de geranios secos. La madre de Luci llevaba casi cinco años hablando con los colibríes.

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El año del cerdo Ulises Paniagua

Fue en la celebración, en China, del año del cerdo. Aquí, en mi ciudad, en mi país, fue un día como cualquier otro. O casi como cualquier otro. Llegué a la oficina. Afuera llovía. Después de encender la luz, de acomodarme las medias y revisar mi email, me percaté, con sorpresa, de la presencia del muerto. Estaba allí, tieso y pálido, tendido sobre la alfombra. Me asusté, por supuesto, lancé un alarido medio escénico que debió retumbar en el piso del corporativo. Era la hora de la merienda, así que al parecer no hubo quien escuchara. ¿Qué se debe hacer con un muerto? Pensé en llamar a la policía. Me contuve, reflexiva, porque sé bien que en este país eres culpable hasta que se demuestre lo contrario, así que no quise pasar por el calvario del hostigamiento policiaco y la tortura psicológica. El muerto, por su parte, no desprendía peste alguna ni causaba horror, no mostraba rastros de violencia, manchas de sangre o exhibía una mueca de espanto. Bien mirado, incluso era guapo. Con estas ventajas, imaginarán que no me interesaba saber quién lo mató, si falleció a causa de un accidente, cómo llegó hasta mí. Soy tímida en extremo, me cuesta trabajo acercarme a los compañeros, me considero aquella perfecta “godínez”, silenciosa y huraña que se hunde en sus labores, que checa entrada a las 9 am y salida a las 6 pm, en punto, de forma invariable. Por obligación, respondo lo necesario: “Ifigenia, ¿dónde quedó la nómina del licenciado Rodríguez?”, “Ifigenia, notifica a la gerente cómo marcha el asunto del próximo despido”, “Ifigenia, no seas cruel, alcánzame ese lápiz”. Por cierto, mi jefa, la gerente, también es hermética, no habla con nadie, es una 22 22


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tipa rara, un poco tensa. Es buenísima, eso sí para gritar y endilgar insultos y responsabilidades cuando se siente bajo presión. A veces la odio, a veces la compadezco. Con tanta soledad a cuestas es de imaginar que no me molestó la idea de que un cadáver me hiciera compañía. Además, el difunto era discreto y respetuoso, cualidades de las que muchos vivos carecen en estos tiempos. Lo escondí en el closet de la oficina. Lo senté en la alfombra, lo cubrí con cajas y legajos. De manera periódica rocié aromatizante para disimular cualquier mal olor. Fue un difunto bien portado, apenas si mostró descomposición mientras estuvo conmigo. Cuando la empresa entera salía a comer, solía sentarlo en un reposet. Conversábamos sobre el clima, sobre asuntos laborales o sueños futuros. Una vez, bebiendo una copa de vino, nos pusimos profundos y hablamos del estrecho umbral entre la vida y la muerte. Dos veces se dejó maquillar. Se veía hermoso con un rímel discreto y los labios rojos, parecía un actor de cine. Una ocasión, para comprobar que yo no era relevante en la oficina, lo disfracé con uno de mis vestidos floreados, le puse medias y uno de los sombreros anchos y redondos que tanto me gusta usar. Lo coloqué frente a mi lap top, y salí por un café capuchino. Mis compañeros no notaron la diferencia, así de intrascendente soy. Por la tarde, antes de retirarme, volví a guardarlo en el closet. Pudo resultar bien, pero un día una empleada de limpieza casi lo encuentra. Tuve que distraerla con una sarta de banalidades para que no se acercara al sitio donde lo tenía oculto. Comencé a alarmarme, a pensar en las consecuencias, en las explicaciones que me vería obligada a dar si lo descubrieran. Además, lo nuestro no pudo ser. Cada día éramos más cercanos, comenzamos a enamorarnos. Hablé con él. “Las cosas se complicaron”, le dije. Él permaneció estoico, como era costumbre. “No tengo mascotas, lo sabes, porque no quiero encariñarme con ningún ser, no soportaría las rupturas, la distancia de lo querido, no estoy hecha para transitar ese dolor”, comenté en un murmullo. Estuvo de acuerdo. De allí en adelante podríamos ser sólo amigos. Planeamos su futuro en completa 23


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complicidad. Así, una noche trabajé hasta tarde. A algunos les pareció extraño, pero no emitieron comentario alguno. Con audacia y gran precisión cubrí la cámara de seguridad con un trapo, conduje al muerto a la oficina de la gerente, apagué la luz y salí corriendo a casa. No supe el nombre de mi acompañante de los últimos meses. No quise preguntarlo. Esperé al día siguiente escuchar gritos, algún escándalo, el inicio de las averiguaciones periciales. La oficina permaneció en calma, la rutina transcurrió, boba y confortable, como cada jornada. Esa y cada mañana siguiente. Mi jefa lo encontró, estoy segura, pero guardó silencio, es la explicación más lógica a este enigma. Cómo podría no notarlo. Ella miente, la delata su cutis lozano, las carcajadas que se desprenden desde su oficina después de un largo rato de hablar en voz baja, los vestidos provocativos que usa recientemente, la discreta sonrisa con la que aborda los elevadores del corporativo. Apenas puede disimular, se ha apropiado de mi muerto.

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Cumpleaños Agustín E. Bataz

«Entre las muchas formas de combatir la nada, una de las mejores es hacer fotografías.» Julio Cortázar

Ramiro era nuevo en el pueblo. Se sentía melancólico porque ese día era su cumpleaños, y aún no conocía a nadie. “Feliz cumpleaños a mí”, dijo en su mente, mientras se levantaba de la cama. Se miró en el espejo: un par de arrugas en la cara y algunas canas en el cabello. Aunque se veía relativamente joven, notar esos detalles le hizo preocupar. “Ya necesito mi tratamiento para la piel”, pensó. Afortunadamente, por fin había conseguido una comisión: se había escrito por Instagram con una chica de 21 años de la zona, y en la tarde iría a fotografiarla. Eran tiempos sencillos: las redes sociales le facilitaban mucho la búsqueda, además de que le brindaban la oportunidad de lucir sus maravillosas capturas de paisajes, rostros, e incluso animales. Todos los años que tenía de experiencia lo habían vuelto un genio con la cámara, sin importar de qué tipo fuera ésta. Se preparó de desayunar y pasó la mañana leyendo una novela de vampiros. Asimismo, fue a una repostería cercana a comprarse un pastel de tres leches, el cual engulliría esa noche; no podía olvidarse de las respectivas velas para adornarlo. Tras un par de horas, alistó su equipo y se dirigió al departamento de la joven, donde realizaría la sesión. Ella 25


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lo esperaba con ansias, ya que había perdido más de diez seguidores, y necesitaba con urgencia nuevas fotografías. Al abrirle la puerta a Ramiro, lo saludó con extrañeza y le ofreció un vaso de jugo. —Te veías más joven en tu foto de perfil. —Sí… ya sé. La chica se mostraba nerviosa. Seguramente dudó de que el fotógrafo fuera una persona confiable, incluso habrá pensado que era alguna especie de pervertido. Sin embargo, el carisma de Ramiro la tranquilizó. Además, en el rato que platicaron nunca notó que la viera de forma inapropiada, ni mucho menos. Ya en confianza, cuando el hombre terminó su bebida, se dio por iniciada la sesión. Tras un par de fotos, Ramiro tropezó con su tripié. —¿Estás bien? —preguntó la joven. —Sí, sólo estoy algo mareado. No le pusiste nada a este jugo, ¿verdad? —rio Ramiro. Ella esbozó una sonrisa ante esa broma, y le ofreció una pastilla para el malestar, a lo que él se negó. La sesión continuó. Ramiro tomó más de veinte fotografías; sabía qué las mejores eran cinco, pero ella insistía en que tomara más “por si acaso”. A él no le gustaba mucho capturar su imagen tantas veces, pero no sabía cómo negarse. “Además, mejor para mí”, se repetía. La mujer interrumpió la sesión porque se sentía muy cansada, tenía muchísimo sueño. Ramiro le explicó que no había problema. Le dijo que ella era muy fotogénica y que ya tenía muchas tomas excelentes, por lo que era suficiente. Ella aceptó y acordó con el fotógrafo que le depositaría su paga al día siguiente. Con prisa, él se despidió y salió del departamento. Ya de vuelta en su hogar, Ramiro sacó su computadora y se puso a revisar las fotos. En efecto, la joven era preciosa. De hecho, sintió mucha lástima por ella. Al ver la última foto de su cliente, con su cabello antes rubio, ahora totalmente blanco, y su semblante, antes terso y vivaz, ahora arrugado y cansado, le salió un par de lágrimas por los ojos. —Pero bueno, ¡no es momento para estar triste! —se animó— ¡hoy cumplo años! Ramiro puso agua a hervir para prepararse un café, sacó 26 26


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el pastel del refrigerador, y todo lo necesario para sentarse a disfrutarlo. Fue al baño para lavarse las manos, y todo el pesar que pudo haber sentido por la mujer de aquella tarde se desvaneció al mirarse en el espejo: el cabello negro tenía un brillo especial, sus arrugas se habían desvanecido, e incluso sus mejillas y labios mostraban rubor lleno de vida. Con una sonrisa que abarcaba su rostro, salió del sanitario y se dispuso a decorar el pastel con quince velitas. —Una por cada diez años —dijo, triunfante.

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Deja vu Israel Montalvo

Carpenter era un nombre extraño pensó Mayer. De algún modo, ese hombre le hizo pensar en la idea de un padre, era una idea absurda, al menos para Mayer. Tenía la máscara puesta y en unas horas sería Halloween, su noche especial. El cuerpo de aquel hombre adornaba el piso del set. Era un estudio pequeño de filmación donde grababan algo llamado “Captain Voyeur”. Todos los que integraban el equipo de grabación eran estudiantes de cine, incluído ese hombre, que como todos los demás estaban sobre el suelo simulando un cementerio. A Mayer le dio curiosidad indagar en todo aquello grabado, en ver la idea que desarrollaban; de cierto modo se sentía expuesto, como si se mirase en un espejo y descubriese algo que nunca hubiese notado de sí mismo. La idea le pareció ridícula al igual que fascinante, pero no había tiempo de profundizar en ella. En menos de una hora sería el inicio del día de las brujas y esa noche debería hacer una visita prevista, seguir con el guion de su propia historia de horror. Y ser el verdugo. Limpió el filo del cuchillo que se perdía en un profundo carmesí con la camisa de aquel hombre de nombre extraño y lo guardó entre sus ropas. Se quitó la máscara para contemplar por última vez aquella escena, el cementerio de cuerpos a sus pies, el set de filmación, y los restos de aquel hombre que yacía boca arriba con una expresión agónica por su rostro. Había una historia que se contaba ahí, con todos esos elementos, más no lograba descifrarla. Y eso lo intrigaba. Antes de ponerse de nuevo la máscara notó la sangre salpicada sobre ella 28 28


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simulando una eyaculación. Atravesando ese rostro de plástico carente de expresión, entre la comisura de los labios, las mejillas y parte del mentón. La limpió cuidadosamente y volvió a ponerse su verdadero rostro antes de abandonar esa historia inconclusa y al hombre que bien pudo contar su historia alguna vez.

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Desaparecer M. Saldaña

Podría vivir, pero estoy muy joven y no quiero. Roberto Ponce

I El Cobi se escabulle en cuclillas de la plática que se realiza en el aula magna de la secundaria técnica número dos, más confundido de lo que está o le interesa estar, seguido de su compa El Cora marcados con un mismo uniforme. —¿Qué es eso de que los virus no están ni vivos ni muertos?, —¡sí pero no!—, se cuestiona El Cobi. A los únicos que conocía con esas características descritas es a los zombis que sólo aparecen en películas y videojuegos y que él recuerde nunca ha sido atacado por algo similar, más bien algo parecido es el ataque del padrastro o su mamá cuando están borrachos o drogados y a veces logra huir y otras tantas no. —¡Qué no mamen los científicos!, si se supone que lo difícil son las pinches matemáticas y no los bichos esos, —piensa y rápido responde con esa implacable filosofía quinceañera en ciernes, y nada cuestionable para él—. ¡Ah, que chinguen a su madre! —sentencia y paralelamente recuerda la figura con bata blanca que sigue adentro dando la plática y en el profesor de biología que invitó-obligó a entrar al grupo de tercero b a escuchar y, equivocada o románticamente, también a poner atención. Mientras observa el escenario sumido en un asiento azul y mugroso del aula magna repleta de jóvenes, la idea 30 30


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y las ganas de fumar atrás del taller de electrotecnia con su compa de tercero c El Cora, es más fuerte y mejor que estar sentado escuchando a don sabelotodo, además tiene la ventaja de que los prefectos de la escuela están poniendo atención, eso sí, con sus ojos y dedos en los celulares. Estar sentado y escuchando un lenguaje que no usaba ni en su casa, ni con la banda y ni en la escuela no era tan seductor como la idea de probar los que traen filtro con bolita de menta, así no le olería la boca a tabaco, sino que tendría aliento fresco —¡ah huevo!, —se convence y decide salir. Eso sí, algo que atrae su atención hasta sacarle alguna mueca en los labios a modo de aprobación, los varios minutos en que está dentro, son las múltiples analogías que hace el personaje que habla en el escenario; cuando se refiere a membranas y receptores celulares al momento de infectar la célula… —¡Ay wey, ay wey y eso qué es!, —repasa sus pensamientos en busca de alguna respuesta. —Es la llave y la cerradura que abre una puerta para entrar a una habitación, por ejemplo, —lo explica vehemente el señor con bata blanca. —¡Ah no mames pues sí!, —y en su cabeza pronto se sucedían conexiones cerebrales que, asombrado o sorprendido, lo celebra dándole un zape al de junto. —O la famosa proteína polimerasa —continúa el doctor—, dedicada a realizar copias de fragmentos de ADN para producir más ADN ajeno o propio, es decir, del virus o de la célula infectada… —¡De qué mierdas habla este ruco! —sólo había tenido esos niveles de actividad cerebral el día que tuvo que pasar a exponer esforzándose a aprender algo de memoria, pero no lo logró, y otro día que se la pasó maquinando noche y día cómo sacarle doscientos varos del pantalón del padrastro para irse con la banda al partido de futbol llanero y poder fumar chido. —… la polimerasa es la copiadora de la papelería de la esquina, y todas esas copias que obtienes son las copias del mismo documento, con la misma información y repetida muchas veces, por ejemplo —el doctor hace un esfuerzo 31


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por dibujar en el pizarrón todo lo que menciona. —¡Ah no mames pues sí! —y ahora el zape propinado al de junto iba acompañado con un siseo prolongado con el dedo índice en los labios seguido de un—. ¡Aprende algo wey! —Que le recomienda El Cobi a su zapeable compañero de junto. II Y mientras encienden el segundo mentolado acurrucados en la esquina, fuera del taller de electrotecnia, se imagina lo chingón que sería no estar ni vivo ni muerto, pero existiendo. —¡Qué cabrón el virus ese! —lo piensa mientras practica las respectivas bocanadas. Cada que el humo recorre todo su sistema nervioso, le provoca una sensación de mareo agradable, y pone en práctica algunas otras a-na-lo-gí-as, palabra nueva aprendida junto con su significado esta misma mañana antes de escapar de la gran sala junto con El Cora, y que ahora éste se dispone a sacar algo de pechuga de mariposa y amacizar la mañana. Después de quemarle las patas al diablo El Cobi necesita hablar, aunque El Cora no lo escuche. —…y pensar en esta onda de que uno puede estar vivo o muerto, poder desaparecer y volver aparecer sin pedos, esta chido ¿no? —apunta ensimismado El Cobi, mientras El Cora asiente y fija la mirada en la forma zigzagueante de hormiguitas que recorren el concreto y que desaparecen al entrar en un orifico de la pared del taller. —… morirse si todo está de la verga —continua—, y aparecer cuando hay que estar presente para andar con los compas, con la banda, con la jefa, para no estar solo, para acompañar o convivir con alguien bien chido, bien acá, vivir la vida, así como lo hacen los putos virus, que andan en todas partes y si quieren se desaparecen. —… tal vez los virus se sienten tan solos que cuando aparecen, después de mucho tiempo, quieren caer tan bien que caen mal ¡simón, eso es lo que está pasando! 32 32


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—descubre El Cobi—, y se vuelven tan insoportables que es momento de desaparecer así, sin aspavientos, sin desmadres, desaparecer un poco y ya. III Los gritos cada vez se distinguen más y mejor. —Ahí están señor director —señala a los dos jóvenes tirados en el concreto el profesor de biología. —¡Y huele a petate quemado! —grita espantado el prefecto. Con la expresión y rostros perdidos como mirando parte del techo salido y laminado del taller de electrotecnia El Cobi y el Cora están muertos en vida.

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El pueblo de las sonrisas rojas Gerardo Ramírez Rosales

Había una vez en un bosque cercano a un desierto, un enorme árbol de abedul, en el cual habitaban varios animales silvestres. Entre ellos, una traviesa ardilla que siempre robaba alimento a sus vecinos; un viejo y hambriento búho; una familia de pájaros carpinteros que picoteaban sin cesar al gran árbol. En el último piso, construyeron su panal un millar de abejas para proteger su apreciada miel de la fastidiosa ardilla y del goloso mapache que merodeaba el barrio. Bajo este frondoso árbol, vivía la familia de Xochitl’ita en su casa de madera y onduladas tejas rojas. Con puerta y ventanas abiertas de par en par por el excesivo calor y con sus macetas de margaritas suplicando un poco de agua. Al lado de un seco arroyo que atravesaba el pueblo de Teamo’llá en el Estado de Chihuahua. El pueblo atravesaba por una prolongada sequía. De acuerdo con su tradición ofrecían mezcal, su bebida embriagadora y sagrada, a Tonatiúh el Dios del sol; para que colmara su sed, se compadeciera y frenara sus terribles rayos de fuego y calor. La inquieta ardilla, por enésima ocasión, intentaba disfrutar de una probada de miel, cuando de pronto por el camino del desierto apareció un camaleón comiendo pitahayas. De tantas que comió, aparecía con una sonrisa carmesí pintada en la boca. Todos voltearon a verlo. La antojadiza ardilla y el mapache le preguntaron de inmediato, donde las había encontrado. El camaleón pensó: “si les digo no van a dejar una sola para mis camaleoncitos”, y cambiando de color desapareció de su vista. 34 34


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En eso Tonatiúh el Dios del sol, se asombró de ver la luna tan brillante como un gran disco de plata, con cierto temor pues aún el día era pleno. El viejo y sabio búho, explicó que Meztli la Diosa de la luna, se había aliado con Tláloc el Dios de la lluvia y venía anunciando las próximas lluvias que ya se asomaban tras las montañas. Entonces Xochitl’ita dijo a la esplendorosa luna: “¡Danos una cosecha abundante de pitahayas, para que podamos comer todos nosotros y nuestros hermanos del bosque y del desierto”. “¡Asi sea!”, respondió Meztli. Todos se hartaron de comer las rojas pitahayas. Parecía que se habían coloreado los labios, riéndose unos de otros como payasos de circo. Desde entonces al pueblo de Teamo´llá se le conoció como el pueblo de las sonrisas rojas. Colorín, colorado... este cuento ha finalizado.

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El sendero Adrián Chávez González

Cuatro años han pasado, sigo caminando, estoy muy cansado ya. Mi cuerpo ya no pesa, el agua dejó de gotear entre mis huesos. Apenas recuerdo cómo pasó todo. En la oscuridad llegué a la orilla de un río, en él me encontré con todos mis perros, tenía tanto sin verlos, como los extrañaba y ellos a mí, se emocionaron al verme mientras corrían a encontrarme. Comenzaron a saltarme, a morder mi ropa y daban vueltas a mi alrededor. Me estaban llevando al río, una inercia me hizo entrar, sabía que tenía que hacerlo, pero me hundía sin poder nadar, el agua me rodeó, no podía respirar o moverme, podía ver una iguana gigante acercándose a mí, fue entonces cuando todos mis perros me llevaron a la otra orilla, me sacaron a flote, me alejaron de ese animal de tamaño descomunal y cuando al fin toqué tierra, ellos ladraban de emoción, saltaban, de cierto modo me guiaban para caminar en la oscuridad donde podía escuchar todos esos gritos de dolor y rugidos bestiales, cada que se escuchaban cerca, mis perros me llevaban hacia otra parte, hasta donde se dejara de percibir cualquier ruido. Me llevaron por meses a través de la oscuridad hasta que comencé a ver un poco de luz, era una zona que me hizo ver algo completamente impresionante, había 2 montañas que se movían chocando una con la otra cada cierto tiempo. La impresión de ver eso y como personas que trataban de cruzar en un mal momento para ser aplastados me hizo tardar darme cuenta de que mis perros habían quedado atrás. Voltee para buscarlos y lo único que vi a lo lejos fue una figura humanoide con cabeza de perro que asentaba la 36 36


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cabeza, parecía como si me estuviera indicando que debía cruzar entre las montañas. Estuve meses viendo como muchos eran aplastados, estudié los movimientos, los tiempos. Cuando decidí cruzarlo corriendo logré evitar ser aplastado y caminé por el sendero que me llevaba más abajo y cada vez más estrecho. Podía sentir una pequeña brisa. Otros meses tardé en cruzar. Las paredes estaban llenas de obsidiana y me cortaban la carne, la rasgaban, no dolía, no sentía, algo me impulsaba a continuar caminando. El aire cada vez más fuerte lanzaba pedazos de obsidiana, mi ropa se deshizo a los pocos días, mi cuerpo ya casi no estaba cubierto de piel, cada vez tenía menos músculo, el caminar me era cada vez más ligero. De pronto el viento cesó, solo me encontraba caminando y podía percibir frío, mucho frío. Cuando menos me di cuenta, había nieve en todas partes, mi cuerpo descarnado podía apenas sentir la nieve cayendo sobre mí y después de muchos meses más, me encontraba caminando en un desierto, todo era tranquilo, hasta que una flecha atravesó mi pantorrilla. Esta vez ardía, ardía como si estuviera en llamas. Tan pronto la saqué, comenzaron a caer muchas flechas más. Comencé a correr viendo hacia arriba, evitando las flechas. No sé cuánto tiempo estuve corriendo, era demasiada adrenalina pero al terminar de caer las flechas me recibió un jaguar que se abalanzó sobre mí, desgarró mi pecho y en un instante estaba devorando mis entrañas. No podía moverme, ya no quería moverme y cerré los ojos. Al abrirlos ya no estaba el jaguar. Lo único que me quedaba era seguir caminando. Frente a mi había un cuerpo de agua dividido en muchos ríos, la única forma de continuar era sumergiéndome en ellos y nadar. Un año entero estuve nadando en aguas oscuras, nueve ríos, nueve veces. Cada uno más denso que el otro. Al fin logré salir. Cuatro años han pasado, sigo caminando, estoy muy cansado ya. Mi cuerpo ya no pesa, el agua dejó de gotear entre mis huesos. Apenas recuerdo cómo pasó todo. Estaba respirando muy aceleradamente mientras mis 37


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manos apretaban el volante de mi auto, tomé fuerzas y bajé. Corrí por la calle muerto de hambre pensando en una única acción, encontrar comida. La gente estaba vuelta loca, un virus azotaba al mundo desde ya hace tiempo. Yo lo tenía, estaba infectado. En un instante llegué a la esquina, donde di vuelta hacia el supermercado, entré para encontrarme cara a cara con el caos, muchas personas estaban dentro, la gente se golpeaba, gritaba, se palpaba el miedo. Nada de esto me detuvo, corrí al pasillo nueve y robé las últimas latas que había en el estante de abajo mientras todos robaban algo más a mí alrededor, gritando, corriendo. Me dirigí a la entrada donde un hombre estaba asesinando al guardia con un palo de madera. Golpe tras golpe, el cuerpo del oficial solo se movía por reacción nerviosa, pero ya estaba muerto, su cerebro estaba esparcido por todos lados, su rostro era irreconocible, había sangre en todas partes, en el suelo, en el policía, en el palo, en el hombre. Al salir corrí despavorido, al dar vuelta en la esquina pude ver que estaban llegando las brigadas militares, tenían el deber de exterminar a los infectados que se encontrasen, entre sus tropas había hombres con rifles y detrás de ellos había más militares, solo que ellos estaban armados con lanzallamas para calcinar los cuerpos sin vida infectados. Su prioridad era detener la comuna de gente enloquecida. Solo pensaba en llegar a mi auto. Fue entonces cuando sucedió. Un ataque de tos incontrolable brotó de mi pecho, perdí el equilibrio, traté de evitar mi caída pero no lo logré, caí al suelo de una manera muy estruendosa, todas las latas cayeron al suelo e hicieron que los militares voltearan a verme. Ya no podía respirar, me estaba ahogando. Quité mi mascarilla, creí que eso ayudaría, pero solo comencé a escupir sangre a borbotones, coágulos y más sangre. Traté de tomar una lata y solo pensaba en irme de ese lugar infernal, lleno de gritos, de muerte, lleno de un caos absoluto. Me estaba arrastrando hacia mi auto cuando un militar me volteó de una patada. Caí al suelo de espaldas. Entonces vi sus ojos a pesar de su máscara con lentes oscuros y un respirador que filtraba el aire, los vi, llenos de miedo, pero a la vez fríos, diciéndome lo que pasaba por la mente del hombre, sin pensar jaló del gatillo. Fue 38 38


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fulminante, la bala entro por mi ojo derecho, el dolor duró solo un segundo, atravesó mi cráneo, y un sonido chillante fue de lo último que escuché, atravesó mi cerebro y salió por detrás, esparciendo mi sangre por todo el suelo. Un segundo fue suficiente para acabar con mi vida. Un segundo fue suficiente para sentir como se iba mi vida. Estoy muy cansado ya, no puedo caminar más, estoy cayendo sobre mis rodillas, rodeado de estas tinieblas y entonces, al alzar la vista lo veo. Un ser de un tamaño descomunal, completamente desnudo, de un cuerpo descarnado, sus entrañas le colgaban del abdomen y unas cuencas gigantes sin ojos viéndome fijamente, con una mirada que me brindó calma, abre su boca sin labios y con una voz tan tranquilizadora me dice: —Ahora, puedes descansar. Y entonces todo se volvió oscuridad, no sentía más cansancio, no sentía mis huesos, no sentía nada, solo paz.

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agujeros/karamelos_de_cemento.exe Jorge Karam

Me acerque a su habitación sin que ella lo notara para poder verla de nuevo. Su madre me había dado un chance después de sorprenderla y amargarle la noche. La vi, ella aún dormía como un ángel. Un ángel indefenso. Confieso que aún conserva su carita llena de ternura y confusión como aquella última vez en que le vi sus ojos cristalinos, cuando la cargué y la dejé postrada encima de una mesa repleta de platos sucios, sillas viejas de madera y vasos más rotos que vacíos, mientras mi resplandor oscuro se difuminaba a los lejos entre la luz de la calle y la oscuridad de su templo, estructura virgen de donde comenzaría a germinar y a tomar forma en su memoria y en su pecho, aquel agujero negro, eterno. Dañando así la viva imagen de un hombre que ya no es hombre, sino un pendejo, otro padre ausente, otro muro hueco. “¿Por qué papá y dios tienen que irse?”, escribiste en un libro que interviniste, lo cubriste con imágenes y fotos, tachones y rayones sobre lo que le cambiarías y estabas en desacuerdo, yo lo hojeé por curioso… ¡y vaya frase con la que me encontré!, me tumbaste, aquella frase me hizo imaginar de todo, hasta el “por qué” de escribir esa frase, ¡tan solo quería abrazarte y liberarte!, repatriarte tus angustias, repetirte hasta el cansancio que nada había sido tu culpa. No hay un sólo día que no me condene por eso. Por Irme. Por dejarte. Por volver tarde. Ojalá me creyeras cuando te digo que todavía recuerdo aquel día como si todo hubiese ocurrido en un parpadeo, cada detalle es una herida abierta en este marco de retratos vacíos sobre una mesa en la sala de espera de cualquier habitación: -te sostuve, siempre encajaste a la perfección en 40 40


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estos brazos; te abracé, te pedí perdón anticipadamente por lo que iba hacer, lo juro… ¡ay, lo que iba hacer! No querías que me fuera, te aferrabas fuerte a mí, inocentemente dijiste que si me quedaba ya te ibas a comer las verduras, que ya no ibas a llorar, que te ibas a portar bien… te prometí regresar de inmediato para llevarte a la feria y subirte al carrusel que tanto te gustaba, que llegaría a jugar y comerme todos los pasteles de lodo que me dieras, te di unos dulces de mi bolsa y me di media vuelta. No te miento, mi corazón aún se arruga con cada frase que soltabas, realmente no sé qué pensaba en ese momento, ¿por qué te deje así sin ningún remordimiento? Parpadeé de nuevo y entonces el tiempo me había ganado. Para cuando regresé a cumplir mis promesas, ya habías cumplido veinte años... De pronto te vi y entendí la tristeza con la que aquellos caramelos que yo te había regalado, y que aún guardabas poniéndolos de adorno (quizá) dentro de un plato rosa de princesas, habían endurecido. En ellos, me descubrí a mí mismo caduco, vacío y lleno de remordimientos. Aquellos caramelos de cemento eran tu infancia, pero también una ausencia presente de un fantasma que sigue vivo. Lloré. Lloré mucho antes de irme. Ya había tomado mi decisión. Te besé. Yo era la impotencia y la frustración misma, que comparado con lo que sufriste era nada. Realmente ya no quería hacerte más daño. Sabía que si volvía iba a desestabilizar tus sentimientos y las bases que habías construido para salir adelante con o a pesar de mi ausencia. No quería eso. Mereces más que esto. Realmente eres toda mi alma. Y así, sin más, volví a irme de tu vida, solo que esta vez sin que lo notarás y sin que tú desaparecieras de la mía, resignándome eso, y quedándome así: amándote a la distancia.

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Testigo en un acto Evelyn Mazón

¿Puedes imaginar la habitación? un cuarto con paredes blancas, el sillón está frente a la ventana. Si te asomas verás la Avenida, mira bien, sé que puede resultar incómodo, pero esas chicas con faldas pequeñísimas se posan cada noche en este lado de la calle. Acércate, ellos son Javier y Marcos. El de playera azul tiene 29 años, el otro apenas cumplió 30. Es fin de semana, el año ya lo sabes. Ambos beben tequila y fuman. Conversan después de un largo día de trabajo, la ventana está abierta. En la acera una de las chicas parece más guapa que las otras, se llama Aída, pero ellos no lo saben. Aída tiene 23, es madre soltera y comenzó en el negocio cuando abandonó la prepa. Su sueño es dedicarse a otra cosa algún día pero por el momento no es posible. ¿Ya viste?, es un coche azul con placas MUJ312. Se detiene frente Aída, platica un momento con el conductor. Ella mira hacia arriba, pareciera que observa la ventana. Javier y Marcos tienen de fondo canciones de New Order, están absortos en su conversación. Se asoman de vez en cuando para sacar el humo de tabaco. Notan que la mujer está hablando con el sujeto del auto, nada extraño, piensa cada uno sin decirlo. La plática continúa, Aída sube al coche. Han pasado horas y seguimos en este lugar, ahí viene, la chica vuelve a la Avenida. Las otras la miran e intercambian murmullos. Ahora son las tres a.m., suena “Blue Monday” cuando Javier y Marcos escuchan gritos que provienen de la calle. Se asoman para ver qué pasa y disminuyen el volumen de 42 42


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la música. Afuera se reparten insultos, Aída forcejea con el hombre del coche azul. La imagen es nítida, buena calidad de audio, el rojo de las manchas muy natural, los arañazos bien actuados. La garganta perforada, zapatillas tambaleándose en el concreto y sollozos apagados por manos en el rostro, todo perfectamente sincronizado. El coche huye. Los inquilinos permanecen extasiados, a punto de aplaudir, no lo hacen. Se levantan del asiento, cierran la ventana, apagan las bocinas y las luces, dejan la botella vacía en la mesa, se encierran en sus cuartos. Sólo quedamos tú y yo, ni Marcos ni Javier saben que estamos aquí. Algunos vecinos ya se están enterando de lo que sucedió, los de arriba se asoman a la calle y ven un cuerpo tirado, los de abajo cierran las cortinas. Mañana habrá distintas versiones de lo que pasó, cuando te pregunten, ¿vas a mencionar el número de placas que te dije?

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La cueva Arisandy Rubio García

Adrián entró a la cueva. El silencio imperante se rompía cada tanto a causa del eco que producían algunas goteras. Hacía un poco de frío, pero el joven iba preparado con una chaqueta térmica. Encendió la linterna y escrutó la oscuridad. Se trataba de una bóveda enorme. Jamás, ningún explorador o arqueólogo había descubierto nada como aquello. Sonrió ante la idea de que su nombre estaría en las primeras planas de los periódicos, mandaría enmarcar un par de ellas y se las quedaría como recuerdo. Avanzó un poco, quería ver qué había más allá. Se preguntó si habría organismos vivos y luego rectificó, la pregunta no era si había, definitivamente la respuesta era afirmativa, en realidad debía cuestionarse qué tipo de seres habitaban la cueva. Cuando decidió estudiar la carrera de Biología siempre soñó con aquellos momentos. Lo que más lo emocionaba era registrar una nueva especie con algo como Adrianis Novedoliae. Por fin estaba viviendo su gran aventura. De pronto, algo le tocó la cabeza. Se sintió como una caricia. Adrián enfocó hacia todos lados sin encontrar nada que hubiera producido aquella sensación. “Murciélagos”, pensó. No obstante, esa gruta resultaba demasiado profunda para ellos. Se quedó inmóvil, aguzando los sentidos. A la derecha percibió un aleteo. Se trataba de una criatura alada. Por el sonido, podría medir entre diez y quince centímetros. Otra caricia, ahora sobre su mano. Adrián se quedó pasmado, al tacto, percibió una suavidad ilógica, como si la especie en lugar de plumas tuviera pelo. Una inquietud lo comenzó a invadir. No era posible. Los murciélagos son los únicos mamíferos que pueden 44 44


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volar, los únicos con una textura como el pelo. Pero ahí, no podía ser. Era un hábitat incompatible. Además no había olor a excrementos. Para comprobar su hipótesis, se inclinó y revisó el suelo. Sólo había rocas e insectos muertos. Tenía que descubrir de qué se trataba. Capturar un ejemplar y presentarlo ante la Asociación de Biólogos. Pensando en cómo lograr su cometido, buscó una planicie en la que pudiera moverse sin restricciones. Prepararía la red y en menos de lo que canta un gallo habría atrapado algo. Conforme se movía hacia ese lugar, el sonido de los aleteos se volvió más claro. Sin previo aviso, una parvada de seres se abalanzó sobre Adrián, sentía la pelusa de sus cuerpos chocando contra su cara, enredándosele en el cabello y tratando de encaramarse a sus piernas y brazos. Pidió ayuda. “Tonto”, se recriminó haber ido solo. Quería el crédito absoluto. Trató de captar a sus atacantes con el halo de la linterna, pero se movían tan frenéticamente que apenas logró captar parte de sus cuerpos: esponjosos, tan blancos como la nieve. Cada vez le era más difícil luchar contra la parvada, Adrián estaba seguro de que el número había aumentado desde que recibió el primer ataque. Por primera vez, consideró la posibilidad de que no podría salir de aquella situación. El miedo le llegó con un salvajismo inesperado, pataleó, gritó, lanzó puñetazos y mordidas. Repentinamente, un estallido de luz lo sorprendió y se deslizó hacia abajo. —¡Adrián! ¿Qué estás haciendo? ¡No puede ser! ¿Ese es mi abrigo? Adrián se incorporó con dificultad. La puerta del ropero sobre la que estaba recargado yacía abierta y él se encontraba enredado en el precioso abrigo blanco de su madre, el que su padre le regaló cuando cumplieron diez años de casados. Por fortuna no le había causado más daños que un par de manchas de polvo. –Perdón, má. ¡Una parvada de criaturas me estaban atacando, si tú no hubieras llegado, me habrían comido! ¡Te lo juro! Era como en mi libro de Biología y ¿sabes qué? Sí quiero ir a la Universidad, quiero ser Biólogo, e investigar cuevas, aunque den miedo, y te prometo que 45


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nunca iré solo. La madre de Adrián se quedó sorprendida, nunca había visto a su hijo tan entusiasmado con la escuela. La cuarentena resultaba difícil para todo el mundo, sin embargo, al parecer, la pandemia no estaba siendo del todo mala. —Está bien hijo, dame el abrigo, después lo llevaré a la tintorería. Es hora de comer, ve a lavarte las manos y recuerda usar jabón. —¡Sí, má!

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La noche de la yerbabuena… Martha Mazón Parra

Son las 10 de la noche, estoy preparando la comida para el día siguiente: unas deliciosas albóndigas. Todo iba muy bien, cuando de pronto, me doy cuenta de que me hacía falta el fresco aroma de la yerbabuena, condimento que le da su sabor característico al platillo. Salgo corriendo al super para tratar de conseguirla, logro llegar, el establecimiento estaba casi desierto, pocos clientes, todo alistándose para cerrar. Rápidamente tomé la yerbabuena, su característico aroma inundó mi entorno. Me formé de prisa en la caja marcada con el número 8, “caja rápida” para los que llevan menos de 10 artículos. Llegué toda agitada, antes de mí, un joven con 5 productos: carne molida, pasta, salsa de tomate, queso parmesano y vino. Yo sólo con mi yerbabuena. Al ver lo que llevaba pensé inmediatamente que iba a preparar una deliciosa cena, seguramente romántica… me entró un poco de envidia, esa noche yo no tenía planes ni siquiera cercanos de ninguna cita… casi brinco del susto cuando el joven me preguntó: “¿le gusta la pasta?” -¡¡¡Dios!!! Creo que leyó mis pensamientos- Sin despegar los labios por la sorpresa le dije “si”, con un movimiento de cabeza… “¿y el vino?” (quise gritar sí, sí, sí, “mucho más”), pero de nuevo afirmé sólo con un movimiento de cabeza. Él dijo “a mí me sale muy bien la pasta” … Terminó de pagar, avancé con mi manojo de hierbas, él sonriendo… dijo: “bueno, quizás otro día se le antoje cenar pasta”. Caminamos hacia la escalera eléctrica, me extendió una tarjeta de presentación “este es mi número de teléfono, cuando se le antoje cenar pasta me llama” … al llegar al estacionamiento nos despedimos con un “hasta 47


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luego” y “gracias”, abracé fuerte mi manojo de hiervas y caminé… para evitar cualquier tentación de… cenar pasta, doblé cuidadosamente la tarjeta y la coloqué en la primera coladera que encontré… ni siquiera vi su nombre. Después de tres generaciones, esa, esa fue la primera noche que fracasó la receta de la abuela.

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Cuentos en cuarentena

Sofocado Eduardo S. Jimenez

—Estoy cansado, doctor —admitió en voz alta—. Llevo ya varios días sin poder dormir por la misma causa. Estoy harto, confundido… ¿Por qué algo tan estúpido me deja con una sensación tan rara? ¿Por qué algo tan simple no me deja descansar? ¿Por qué algo así me aterra? Me encuentro sentado en el sillón de mi sala, atento a la estática de la televisión, no hay otro sonido a mi alrededor. Las luces se encuentran apagadas y lo único que penetra la oscuridad es la luz del faro frente a mi casa. Es entonces que sin razón alguna me veo forzado a mirar al exterior, a dirigir la mirada a la ventana. Entonces veo su silueta, ahí está él, ese cantante que tanto detesto se encuentra ahí, estático, mirándome mientras sonríe. Parece que quiere reír al darse cuenta de que yo no puedo mover ni un solo músculo, no puedo mirar a otro lado, no puedo parpadear, no puedo siquiera gritar… —¿Y ha intentado escuchar su música? —me interrumpe—. Tanto odio reprimido puede haber encerrado al personaje tan dentro de sus pensamientos que se alojó en sus más profundos miedos. Podría intentar lo que le sugiero y venir a contarme los resultados. —De ninguna manera… —respondo molesto. … Y antes de poder decir algo más, me quedo pensando. Esa voz… ¿Por qué esa voz me suena tan familiar? ¿Por qué esa voz me produce tanto escalofrío? El doctor siente mi miedo y comienza a bajar la libreta que siempre lo estuvo cubriendo, es en ese segundo justo antes de poder verle me doy cuenta de que no tengo recuerdo alguno de haber entrado a su consultorio, nunca salí de casa, es entonces 49


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que me invade el pánico, nunca desperté. Finalmente puedo ver su rostro. Es él.

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Una cucaracha vive al pie de una imagen de San Judas Tadeo Salvador Romero

Ahí le gusta estar, a los pies del santo, por así decirlo, vigilando su postura divina, aunque tiene a su disposición una habitación oscura, húmeda, una especie de cobertizo dentro de un edificio viejo, como todo en la ciudad. No todo, comparte el lugar con un niño, doce o trece años, mestizo, sin pasado, sin futuro. Por haber llegado primero, tiene la función de propietaria, dentro de su cuerpo ovalado, sin alas, plano y marrón, aunque en algunos momentos de la tarde proyecta un brillo verde casi negro, tan majestuoso como el de un escarabajo, guarda trescientos millones de años con la historia del mundo. Le cuenta al niño aventuras, desventuras de su especie como vecina de la suya, destinos compartidos, mientras sostiene entre sus patas espinosas una galleta salada, que consume con pequeñas mordidas, hasta que se cansa, se desahoga, se duerme. En esas jornadas, el niño la escucha atento, aunque hay cosas y conceptos que no entiende, del mundo que conoce, su extensión no rebasa los diez kilómetros, es todo lo que ha andado al buscar comida, la bebida que comparten, provee lo necesario en este intercambio de alimento por relatos porque no hay más, porque no conoce otro servicio, noble de cierto, en este desierto de concreto, de demencia en que se ha transformado la ciudad, no es que a lo largo o corto de su vida conozca algo distinto. ¿Siempre ha sido así? No, alguien dijo que fueron unos extranjeros borrachos, saquearon las tumbas de los ilustres, fue un escándalo, nadie hablaba de otra cosa, en los mercados, en los talleres, en los sembradíos, en los hogares. Tienen que pagar, dijo el líder del país, extrañamente henchido de fervor patrio, tienen 51


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que pagar dijeron las amas de casa, van a pagar, dijeron los agricultores, los obreros, los intelectuales, los hombres de ciencia, pagarán dijeron los jóvenes, los niños, todos resueltos en el ánimo de guerra, el cielo un soldado en cada hijo te dio, repetían, repetían. Se formó una inmensa ola de reclutamientos, todos quisieron marchar para lavar con sangre el honor nacional pisoteado en unos huesos corrompidos. La guerra fue en el extranjero, llegaron por mar, pero no hubo enfrentamiento alguno, no hubo guerra, no de la forma tradicional, apenas tocaron tierra fueron recibidos por una peste insoportable, tóxica, infección que los abatió como a moscas, como a cucarachas, perdón por el sarcasmo, hermanados al enemigo en esta muerte bacteriana que se les adelantó, hay batallas que se ganan sin lanzar un solo proyectil, no hubo gloria en esa muerte repugnante, quienes tuvieron fuerza para regresar traían la peste en la sangre, más les valía haber caído lejos, líderes, amas de casa, agricultores, obreros, intelectuales, hombres de ciencia, jóvenes, niños fueron diezmados, sin protesta, varias generaciones después estás aquí, otra oportunidad de seguir en el mundo, conmigo a tu lado, siempre hemos sido compañeras de tu especie ¿Qué hay de comer? El niño le acerca un pedazo de fruta descompuesta, llora por los muertos que no conoció. No estés triste, ya tendrán oportunidad de arruinarlo otra vez, lo verás con tus propios ojos, como decían en el país del que llegué junto a algunos moribundos, C’est la vie.

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Solo pasa en el pueblo Everardo Martínez Paco Perro Rabioso

“Tu bebé está muy flaco, pa’ mí que se lo está chupando la bruja”. Eso fue lo primero que dijo mi mamá. Aún ni entraba a la casa y ya estaba haciendo sus tan acostumbrados comentarios incomodos y de mal gusto. Adrián me volteó a ver, con una mirada llena de reproche y enojo; agaché la mirada sintiendo vergüenza y pena ajena. Mi madre tuvo que dejar el pueblo y venirse por un tiempo a la casa, a la gran ciudad; un virus raro y mortal acechaba a todo el país, la indicación era no salir de casa. Mi hermano me llamó y me dijo que él no podía cuidar a mi mamá, que porque en el pueblo se pone necia y se sale, que por el pan, que porque a ver a las gallinas, que a ver a la comadre. “Ella no cree que el virus la puede matar. Aunque ya hay como 200 enfermos en la ciudad más cerca de acá, y como 50 muertos. Llévatela, allá no va a tener a que salir”, me dijo y colgó. Cuando fui por ella, me dijo que eso no existía, que eran los chaneques que andaban haciendo de las suyas. También me dijo que pudieron haber sido cosa de los malos aires, o quizá del amigo, de las brujas o de los nahuales; pero que eso no era una enfermedad. “Con una buena limpia se quita”. Yo trataba de sonreír, me daba un poco de gracia su ignorancia. Le dije que eso solo pasa en el pueblo, pero que vamos para la ciudad. Por eso sentí tanto enojo cuando me dijo que a mi bebé se lo estaba chupando la bruja. Y me dio tanto coraje que no dejé que lo cargara por casi una semana. Le decía que era porque habíamos viajado, que habíamos estado en la calle, y que pues debíamos tener cuidado, por los virus 53


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y las bacterias. Tampoco dejé que se quedara en el mismo cuarto que él, le arreglé el sofá de la sala y ahí, en un rincón, le puse sus cosas, total, no iba a necesitar casi nada acá. Pasada la semana, dejé que cargara a Adrián chico, Adrián no quería, pero le dije que a fin de cuentas era mi mamá, que se tenía que aguantar. Mi mamá tomó a Adrián entre sus brazos. Después de muchos años la vi sonreír, “tiene los ojos de tu papá, así merito los tenía él, chiquitos y bien brillantes, como de perro”. Me reí, se río, reímos juntas como hacía mucho no lo hacíamos. Tomó a mi bebé y le sobó la espalda; le metió la mano a la panza y se le puso su cara blanca, como si hubiera visto al mérito demonio. “A este niño se lo va a llevar la bruja, y no falta mucho, tenemos que hacer algo, sino, se lo va a llevar”. Se lo arrebaté de sus brazos, cómo era posible que siguiera pensando así. Me enojé y me llevé al niño a su cuarto. Mi madre entrecerraba los ojos, analizaba la situación. Dejé a Adrián y me fui al estudio a seguir trabajando. Aun cuando no pudiéramos salir, debíamos seguir trabajando. Pasó el tiempo, hasta que escuché el llanto de Adrián, lloraba secamente, me levanté; fui hasta su cuarto para tratar de calmarlo. Cuando entré me topé de frente con mi madre, en la mano tenía un huevo que le pasaba por todo el cuerpo a mi bebé, el niño lloraba al sentir lo frio del cascaron, le dije que se detuviera, parecía no escucharme, rezaba en silencio. Me quedé pasmada y atónita en la puerta. Cuando terminó, el huevo parecía que quería salir de su mano, se movía, brincaba; pensé que todo era producto de mi imaginación. Tomó el huevo, lo quebró y lo tiró en un vaso con agua, que al contacto con el huevo se pintó de rojo y negro. Mi mamá lo examinó detenidamente, y ante mis ojos atónitos me dijo: “a tu hijo se lo está chupando la bruja”. Tomé a mi hijo, lo cargué; pero había dejado de llorar, dormía profundamente, como si se hubiera quitado un peso de encima. Salí tras de mi madre. Sentada en el sofá se afanaba haciendo algo, rezaba en silencio, murmuraba, levantaba los ojos y de vez en vez se persignaba. En sus manos tenía unas tijeras, les amarraba un hilo rojo y de vez en vez se 54 54


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persignaba con ellas. Cuando terminó se levantó, fue al cuarto de Adrián e ignorando mis reclamos, alzó el colchón y las puso debajo. Me quedé atónita, no pude decir nada. En toda la tarde nadie dijo nada, era como si las palabras hubieran decidido irse a otro lugar a algún otro sitio. Me sorprendió que Adrián no lloró más ese día, comió tranquilo y se durmió, con una calma hermosa, reflejado en sus brillantes ojos de perro. Me sentía tan cansada que me fui a dormir, no sin antes quitar las tijeras que mi madre había dejado bajo el colchón de Adrián. No recuerdo que estaba soñando, solo recuerdo que desperté como si algo me obligara. Inmediatamente pensé en mi bebé y me dirigí a su cuarto. El ambiente se sentía muy frío. Abrí despacio la puerta, lo que vi me horrorizó. Un delgado y brillante hilo salía del cuerpo de mi bebé, se dirigía al techo y se perdía entre las paredes, fluía entre la noche. Mi madre apareció atrás gritando que trajera las tijeras. Corrí lo más rápido que pude, las tomé entre mis manos, puse toda mi fe en ellas, mi madre rezaba en silencio, me acerqué lentamente y corté aquel hilo. Se escuchó como si algo pesado se callera, como un bulto. Mi madre estaba hincada frente a la cuna, yo no sabía qué hacer, tomé a mi bebé entre mis brazos y lloré toda la noche, en silencio. “Se murió la vecina del 502”, alguien gritaba por los pasillos. Muchos curiosos salimos a ver lo que pasaba, ahí estaba en las escaleras, con sangre aun escurriendo por su boca, sentí lastima y coraje. Muchos dicen que se murió por el virus, por andar afuera; pero yo bien clarito vi como no tenía lengua, yo se la había cortado; le corté esa lengua con la que segurito se chupaba a los niños, así, como dicen en el pueblo.

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Cuentos en cuarentena. Antología. Se terminó de recopilar, revisar, diseñar y digitalizar en algún lugar del mundo, durante la pandemia del Covid-19. Se terminó de formar y se subió a internet para su libre lectura y descarga en el mes de abril del año dos mil veinte. La edición es de libre lectura y descarga. La duración de cada cuento es igual al tiempo en el que debes de lavarte las manos.



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