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Entre Paíto Y Llirene Que Entre El Diablo Y Escoja Del Paro Del 14 De Septiembre De 1977 A Las Protestas

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Tejiendo Cultura

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Entre Paíto y Llirene que entre el Diablo y escoja

Escrito por:

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Eduardo García Martínez

El Diablo estaba triste

Tenía los ojos chiquitos y miraba hacia el suelo. No eran sus ojos de siempre ni su mirada risueña de otros tiempos. Su eterno sombrero de vueltas reposaba sobre sus rodillas y parecía ausente, un desconocido en su propio cuerpo negro, pequeño y macizo. En su sien izquierda, encima de la oreja, aquel abultado que se tocaba cada cierto tiempo con su mano callosa.

-Mira lo que tengo- me dijo esa vez, hace veinte años, señalando aquella zona ahora peligrosa de su anatomía. Después volvió al silencio.

Lo que tenía era su propia muerte asomándose en su cabeza, pensaba. Ahora era un hombre distinto. Completamente diferente a aquel Diablo juguetón que tocaba el tambor como el más auténtico de sus antepasados africanos. El cuero bajo sus manos lo sentía como una bendición, la mejor de sus bendiciones. La que tuvo desde pequeño cuando le daba con ganas al cuero de chivo porque quería ser como su padre para alegrar las cumbiambas y andar de arriba abajo metido en las fiestas de todos, ligerito de pies para perseguir la jarana. Ahora, cabizbajo, recordaba. Repasaba la historia de su vida, siempre alegre, aunque la comida escaseara. Aunque no tuviera para regresar de la fiesta en la que había tocado sin descanso, acariciando su tambor. Ese tambor que acurrucaba entre las piernas hasta hacerlo parir lamentos profundos y germinar alegrías, de día, de noche, en la ciudad o en el campo, a la orilla del mar o la montaña profunda.

No recuerdo dónde ni cómo conocí a Encarnación Tovar, el tamborero. Pero Encarna era más que un tocador de tambor. Era un hombre que llegaba al corazón. El Diablo también tocaba la gaita, el acordeón, las maracas, y componía. Me dijo que en una de sus piezas hablaba de Llirene, el legendario tamborero en cuyo honor se realiza el Festival Nacional de Gaita de Ovejas.

Encarnación nació en el Palenque de San Antonio de Labarcé y allí aprendió los secretos del tambor y a medírsele a las cosas con artimañas del otro mundo. Un tío suyo, a quien seguía a todas partes, le enseñó las artes de lo imposible: curar desde lejos y con rezos las gusaneras del ganado, vencer la fatiga con el pensamiento, identificar las visitas con días de anticipación, hacerse invisible para confundir al enemigo. Pero él no tuvo enemigos, solo gente que lo quería, muchedumbres que lo aplaudían. Desde niño, allá en el monte, decía que tenía secretos. Cosas que solo él conocía. Tenía la fuerza de un mulo, los niños en cruz, el encanto de un príncipe negro.

-Mi tío sabía cosas y yo también- me dijo otro día en el descanso de un toque sin fin a la orilla del mar, en La Boquilla.

A lo mejor. Pero nunca pudo vencer a la pobreza que lo golpeó hasta el último día de su existencia. Agobiado por aquel abultado en la cabeza que le consumió la vida. Encarnación era el Diablo porque sabía cosas. Pero lo que más sabia era tocar su tambor. Eso también lo sabía la gente. Los demás que se rendían ante el embrujo de su arte alegre, brioso, certero. Ver a Encarna tocar era un privilegio, en fiestas pequeñas o tarimas grandes. Dónde fuera. Él era el más grande. Aunque a veces no ganara los concursos, que no le gustaban. Se sentía mejor tocando sin ataduras. Suelto. Libre. Sin limitaciones.

Del monte trajo su arte y lo paseó por buena parte de la tierra Caribe. Abriéndole paso a una tradición musical que se estaba muriendo. Ayudó a rescatar los aires de la gaita, a sembrarla de nuevo en el pueblo, a sentirla como lo que es: una voz de ancestro, vieja y ceremonial, lenguaje de los primeros habitantes, de los dueños de la tierra de antes. De los que estaban aquí cuando llegaron los de a caballo, con lanza y arcabuz, a realizar el aniquilamiento. Cultor elemental del tambor y de la gaita, el "Diablo" Encarnación Tovar combinó a la perfección los instrumentos de sus etnias mayores, negra e india, para que

quienes lo escucharon alguna vez, fueran felices.

Llirene: un golpe de tambor rompe la noche

El golpe de un tambor cercano y un lamento profundo que llegaban por encima de la cerca rompieron mi sueño profundo cuando la madrugada se convertía en día. Papá dijo entre las sombras:

- Ahí está Llirene otra vez con ese tambor que no deja ni para ir a misa-. Fue la primera vez que escuché aquella palabra: Llirene. Yo había llegado el día anterior desde el internado del colegio distante. Era aún un niño y desde entonces el desconocido tamborero comenzó a poblar mi existencia. Supe que vivía en Callenueva, frente a la casa de Pacho Barreto, a solo treinta metros lineales de la nuestra. Por eso el golpe de sus manos sobre el tambor y su lamento de monte se escuchaban tan nítidos acá en nuestra casa.

Bien pronto fui a la vivienda de Llirene acompañado de algunos amigos de infancia. Era de bahareque y palma, estaba detrás de una cerca vieja de caña brava y por todos lados prosperaba la verdolaga. Él estaba sentado en un taburete que reposaba sobre el marco de la puerta, fumaba un grueso tabaco y no había tambor por ninguna parte. Mirábamos por las rendijas de la cerca, pero no entramos.

-No demora en tocar- dijo Álvaro, pero pasó un largo rato y no sonó el tambor como nosotros esperábamos. El tabaco en la boca del hombre había desaparecido.

-Por la noche es fijo que toca- dijo el Ñoño, pidiéndonos marchar a otro lado. Así fue. Entre oscuro y claro, Llirene comenzó su toque y entonces regresamos y pudimos verlo. La puerta de la cerca estaba abierta y entramos.

Tocaba solo. No había otros músicos y parecía no necesitarlos. Acariciaba el tambor, pero le imprimía una fuerza repentina que llevaba escondida entre sus dedos, sacándole sonidos cada vez más alegres. Sonreía para sí mismo, disfrutaba sus cantos que parecían venidos de las profundidades del monte. No se supo nunca dónde había nacido pero su nombre creció junto con los toques de su tambor, enraizados en las calles de Ovejas y en los sitios por donde pasó acompañando a los gaiteros que andaban desparramados por esos territorios de olvido. Los que esculcaron en su vida supieron que también fue peluquero, domador insuperable de caballos cerreros, calzador victorioso de gallos finos, destechador de casas viejas, que su muñeca pegaba tan duro como la patada de un mulo y que tomaba ron ñeque con la devoción de un cura al disfrutar el vino en los altares. Pero su afán mayor era el tambor. No había otro oficio que le llenara más el alma que el de sacarle sonidos al cuero estirado sobre la madera hueca, a su tambor alegre, a su hembra, a su gemelo espiritual. No había fiesta buena ni toque exitoso si Llirene no estaba y él no se hacía rogar para estar en mitad del bullicio. Ese era su mundo. Ese fue su destino.

Llirene no grabó un disco. No llegó más allá de Magangué, donde murió. Pero se volvió mito cuando nació el Festival Nacional de Gaita de Ovejas.

Su nombre tampoco salió del cubilete. Fue propuesto por el poeta y escritor José Ramón Mercado y acogido sin reserva porque representaba un soporte cierto de una cultura musical que estaba en peligro de desaparecer porque nadie se interesaba en ella.

Píito

Setenta años tocando la hembra

A los diez años ya tocaba la gaita. No le fue difícil aprender porque su padre, Román Silgado, también tocaba. Sus tíos Israel, Malio y Pablo Martínez andaban en la música desde siempre. Pero no se sentía cómodo, algo no cuadraba y a los pocos meses dejó el fitoco a un lado.

-Prueba con la hembra- le dijo el padre y desde hace setenta años no la ha dejado de tocar un solo día. Nació en Flamenco, corregimiento de Maríalabaja, donde su madre, Juana Martínez Berrío, era bullerenguera reconocida.

- Por eso yo digo que nací en la música-, dice Sixto Silgado Martínez, a quien todos conocen como Paíto. Dueño y señor de un sonido característico, asegura que a lo largo de la vida le ha ido conociendo todos los secretos a su hembra.

- La hembra ofrece toda la melodía para que el músico la agarre y la disfrute si tiene ganas y talento-, dice sonriente.

Paíto formó el grupo Gaiteros de Punta Brava -islas del Rosario-, con el que se ha paseado por buena parte del Caribe colombiano ofreciendo un apetitoso repertorio musical y cosechando aplausos y premios. Tres de sus ocho hijos, Julián, Daniel y Fredy, hacen parte del conjunto y durante mucho tiempo su tamborero mayor fue el "Diablo" Encarnación Tovar. El festival Francisco Llirene de Ovejas los presentó muchas veces en tarima y el público los recuerda con especial afecto.

- Mi música tiene que ver mucho con los sonidos del campo-, dice Paíto. Recuerda la finca de su padre en Los Bellos, cerca de Flamenco, donde los pájaros no dejaban de cantar, las oropéndolas comían plátano maduro a todas horas, las ardillas trepaban por los árboles con total libertad mientras el sonido del viento se volvía música al pasar por entre el follaje.

Paíto es músico empírico de ascendencia negra. Esa idiosincrasia afro le permitió darles a sus composiciones, y sobre todo a las notas, una gran fuerza y riqueza melódica. En sus piezas se evidencia su relación directa con la naturaleza, pero sobre todo la forma de vivenciar su interrelación con el entorno social, expresándola con notas y composiciones (Palo alto). De acuerdo con Eliecer Ríos, gaitero y docente musical, la música de gaitas desarrollada por negros tiene una característica bien diferenciada de la elaborada por nativos. Las composiciones musicales nativas, si bien representan experiencias con el entorno, son bastantes sutiles, tienen gran riqueza melódica con notas precisas y claras, al igual que sus composiciones y versos.

En las composiciones negras se observa menos claridad en las notas musicales, pero se les imprime gran fuerza en la ejecución, sobre todo el uso seguido de vibratos y floreteos, que le dan a las composiciones una sensación de continuidad sonora permanente. Para esto los ejecutantes requieren mayor capacidad torácica y respiratoria, ya que hay poca posibilidad de respirar entre nota y nota.

Al aparecer Paíto le dio a todos los amantes de esta música en Cartagena una nueva posibilidad de ejecución y nuevas fuentes de donde tomar, ya que la única escuela que se traía era la sanjacintera. La gaita paitera ofrecía un reto para todos, debido a que era muy difícil reproducir sus composiciones. La dificultad se presentaba porque la construcción de sus gaitas era diferente a las gaitas sanjacinteras y ovejeras. Las medidas que Paíto utilizaba para hacerles los orificios a sus hembras eran diferentes, su instrumento musical era más largo. Había entonces pocas posibilidades de reproducir sus composiciones, ya que al hacerlo con gaitas con otras medidas los sonidos no correspondían.

Paíto tiene hoy ochenta y un años. Sigue viviendo con su familia en islas del Rosario, toca su hembra cada día y maneja aún con destreza el hacha y el machete para sacar madera, oficio que también aprendió de niño en los Montes de María. Tres negros que enriquecen la gran cultura festiva del territorio Caribe

Paíto no conoció a Llirene. Parece que tampoco el Diablo lo tuvo nunca ante sus ojos aunque alguna vez me dijo que lo nombra en una de sus composiciones. Los tres son un soporte formidable de la musicalidad gaitera de la región Caribe. Un hipotético encuentro de estos tres personajes habría sido no solo histórico sino insuperable. Imaginen la hembra de Paíto y los toques rabiosos de Llirene y Encarnación: la gaita total. Los tres, uniendo sus talentos montunos, harían brotar la milenaria fuerza de sus ancestros negros, anidada en sus mentes y cuerpos prodigiosos, acostumbrados a la faena exigente y el esfuerzo gozoso.

Solo la tecnología lo haría posible pero no hay, que se sepa, un registro sonoro de Llirene que produjera el milagro. Paíto y el Diablo sí grabaron, aunque no comercialmente. Juntos ganaron muchos premios en el festival de Ovejas, pero también tocaron sus aires en el Carnaval de Barranquilla, las fiestas de noviembre en Cartagena y otras muchas en los Montes de María.

Cuando el sol declina en el archipiélago, Paíto toma su hembra y hace un toque en honor del Diablo, para él, el tamborero más completo que ha parido el Caribe.

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