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Tejiendo Cultura

Tejiendo Cultura

Del paro del 14 de septiembre de 1977 a las protestas populares de 9 y 10 de septiembre de 2020

Este artículo hace parte del libro undécimo de mis memorias. Rememora el Paro Cívico Nacional del 14 de septiembre de 1977 y lo enlaza con las jornadas de protesta desencadenadas por el asesinato del señor Javier Humberto Ordóñez Bermúdez en el Centro de Atención Inmediata (CAI) del barrio Villaluz, Localidad de Engativá, en las horas de la madrugada del día 9 de septiembre de 2020, exactamente 43 años después. Por ese tiempo era presidente de la República Alfonso López Michelsen y gerente de la Empresa de Acueductos de Bogotá el doctor Iván Duque Gómez. El año anterior, 1º de agosto de 1977, había nacido un hermoso y mofletudo bebé, bautizado como Iván, quien al momento del Paro recién había cumplido el año de vida extrauterina. Cuarenta y tres años después, el hijo debe vérselas con un movimiento masivo de protestas escalonadas desde el comienzo de su mandato hasta este día de gracia del 31 de octubre de 2020, Noche de Walpurgis.

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Escrito por:

Carlos Martínez Mendoza

Arturo Alape (Carlos Arturo Ruiz) puso en limpio centenares de testimonios de pobladores de los barrios periféricos, activistas políticos y dirigentes sindicales en los meses siguientes al 14 de septiembre de 1977. Ante mis ojos tengo Un día de septiembre: Testimonios del Paro Cívico, 1977; es un libro humilde, de unas 160 páginas, con algunos registros fotográficos y recortes de prensa referidos al paro. Fue publicado por Editorial Armadillo en 1980. El autor agradece especialmente a los testigos, “quienes con su experiencia y su extraordinaria voluntad de colaboración hicieron posible este libro.” Agradece, naturalmente, a las Centrales Obreras, a la Central Nacional Provivienda, a Faustino Galindo, líder obrero y concejal, a Leónidas Arango y a Ricardo Díaz, autor de la cronología. Como el mismo Alape es quizá probable que la mayoría de quienes aportaron sus testimonios hayan fallecido. Por ello mismo leer este libro es una especie de diálogo con los que no están, pero que lucharon para que este mundo fuera menos peor. Quiero comenzar por el final, por citar algunos apartes de la extensa entrevista que los generales Abraham Varón Valencia, ministro de Guerra, y Luis Carlos Camacho Leyva, comandante de las Fuerzas Armadas y meses después ministro de Guerra de Turbay Ayala, concedieron a Caracol en el programa Cinco reporteros y el personaje de la semana, y que publicara el periódico conservador El Siglo el 19 de septiembre de 1977.

Me llama la atención esta declaración de Varón Valencia: “Las razones de que se hubieran presentado actos de clásico estilo subversivo son fácilmente determinables, dadas las condiciones mismas de la situación. En efecto, es bien sabido que elementos de extrema y anarquistas aprovechan toda clase de manifestaciones, así sean pacíficas, para explotarlas en beneficio de sus propósitos y de su malsana intención de destruir la paz y la tranquilidad social. Debe aclararse […] que la ciudadanía estuvo dispuesta en todo momento a cooperar con la fuerza pública, en todo el territorio nacional, y que si en Bogotá se impidió la labor correspondiente de los trabajadores y empleados no fue porque estas gentes estuvieran de acuerdo con el paro, sino, precisamente, porque quienes lo dirigieron, conociendo el fracaso a que se abocaban, acudieron a la consigna de la tachuela y la grapa para impedir el movimiento del transporte y causar con ello a la ciudadanía tropiezos y forzarla al paro, que las gentes no consideraron ni lógico, ni necesario, ni importante realizar” (página 153).

Estas mismas palabras ya se habían dicho y repetido miles de veces antes del 14 de septiembre de 1977 y se seguirían diciendo en el cuatrienio siguiente, signado por la represión y el uso indiscriminado de la tortura para someter a los “subversivos” y obtener confesiones. Se repetirían sin variaciones en los 43 años siguientes hasta este amanecer del 31 de octubre de 2020.

Debe tenerse en cuenta que desde dos años antes el Movimiento 19 de Abril (M-19) estaba tomándose la escena urbana y gozaba de fuerte simpatía en los sectores populares; asimismo la militancia de la JUCO (Juventud Comunista) y el Partido Comunista, los emeles y los elenos, amén de una decena de grupos trotskistas y socialistas, desarrollaban trabajo político en los barrios populares escenarios de la protesta más radical. El MOIR vio los toros desde la barrera y los camilistas —Dios y el padre Camilo los perdonen— estuvieron en el bando contrario.

Las formas de lucha, los expedientes para sabotear el libre flujo del transporte urbano, de crear desorden, poco han variado desde el movimiento cartista en Inglaterra y las luchas obreras en el París de mediados del siglo XIX hasta la Comuna de París en 1871; las barricadas, la candela, el tumulto, el mitin, la toma masiva de una plaza, de una avenida, etc., siguen siendo tan válidos y actualizados como hace doscientos años.

A lo anterior se ha agregado el uso de la tachuela, las bombas de explosión e incendiaria — recurso privilegiado de los populistas eslavos—, el uso de las canicas para crear accidentes entre la policía montada, las papas-bomba, y siempre y en todas partes el grafiti, la voz, el canto, el himno, la consigna en pareados no siempre creativa, la risa, el sarcasmo, la befa, el apodo al gobernante de turno, la caricatura, la “chapola” u octavilla… Los manifestantes populares, los obreros que aún quedan, los estudiantes universitarios y de bachillerato, los desempleados, los ñeros, las prostitutas, los habitantes de calle y los vendedores ambulantes no disponen de armas, ni de uniformes y armaduras, ni mascarillas antigases ni porras de goma ni gas pimienta ni escopetas calibre 12, ni de fusiles ni bombas lacrimógenas, ni mangueras de alta presión… El arma privilegiada, humilde, pero sagrada desde que David abatió al gigante Goliat en el valle del Ela es la piedra, que bien pueden ser lisas y tomadas del arroyo o cobradas a la calle y al andén. Con la piedra manifestamos nuestra piedra, nuestra rabia, nuestro íntimo y sagrado descontento, nuestra frustración y derrota y con la piedra intentamos, con escaso éxito sea dicho, abatir a los agentes del Esmad, un ejército de prepotentes y bien entrenados Goliats.

En Samuel 17, 1-58 se narra el duelo que sostuvieron David y Goliat. Este era oriundo de Gat “y tenía de altura seis codos y un palmo.” Por la versión de don Casiodoro Reina y Cipriano de Valera, sabemos que Goliat “traía un casco de bronce en su cabeza, y llevaba una cota de malla; y era el peso de la cota cinco mil siclos de bronce.” Tenía en sus piernas grebas de bronce y jabalina del mismo metal sobre sus hombros. “El asta de su lanza era como un rodillo de telar y tenía el hierro de su lanza seiscientos siclos de hierro.” Además gozaba de la ayuda de un escudero que siempre iba delante de él. David, hijo de Isaí o Jesé —y este hijo de Obed y Obed hijo de Rut—, era el menor de sus cuatro hijos y apacentaba las ovejas de su padre en las afueras de Belén. No había ingresado al SENA y siempre que se presentó fue una y otra vez frustrado su sueño de ser estudiante de la Universidad Nacional. Saúl, el rey dado a ataques frecuentes de ira, no podía confiar en la fuerza de David, y mucho menos podía creerlo capaz no de derrotar a Goliat, sino tan siquiera de hacerle frente. Lo que Saúl le dice a David, para disuadirlo de enfrentarse a Goliat, es exactamente lo mismo que yo les diría a mis hijos o cualquier madre o padre a sus respectivos muchachos que se aprestan para ir a marchar: “No podrás tú ir contra aquel filisteo para pelear con él; porque tú eres muchacho, y él un hombre de guerra desde su juventud. Cambiemos la palabra filisteo por Esmad y el ruego tanto de Saúl como de nosotros padres y madres de familia de hoy. Resulta el mismo y fundado temor. David ha sido un pastor corajudo. Libraba a su rebaño de los embates de osos y leones, pero nuestros muchachos sólo han pastoreado novias nocturnas y matado pulgas o zancudos. Usan zapatillas chinas y sus brazos y piernas tienen la consistencia de tallos de bambú primaveral o frágiles estalactitas y estalagmitas. El joven David es provisto de casco de bronce, coraza y larga espada, aunque se le dificulta caminar por falta de costumbre y por ello, juzgándolas un engorro, se deshace de esas prendas y armas incómodas y enfrenta al gigante de Gat con sólo su honda de pastor y cinco piedras lisas sacadas del arroyo.

Esas mismas piedras, ahora abolladas pero multiplicadas por millones en todos los escenarios de lucha callejera del planeta Tierra, son con las que nuestros jóvenes heroicos tratan de herir la frente de los agentes de policía. La lucha, bien se ve, es desigual y tiene visos y trazas de verdadera locura y temeridad… Pero yo he creído siempre en los seres locos y temerarios, porque de ellos es el reino de los cielos.

Volvamos al libro de Alape…

Conviene saber que el Gerente de la Empresa de Acueductos de Bogotá era, por ese tiempo, el señor Iván Duque Gómez, futbolista en su juventud, abogado, político liberal y periodista, con fama de tolerante, cordial y buena papa, de cuarenta años al momento de estallar el Paro. Cuarenta y tres años después, su hijo, Iván Duque Márquez, es el presidente

de la República y debe vérselas con un movimiento de protesta cada vez más masivo e in crescendo. Si su padre sólo reporta daños menores en dos de los carros de la empresa que gerencia, el hijo no ha contado con la misma suerte. En estos últimos cuarenta y tres años, las calles de las principales ciudades del país han sido testigos de manifestaciones multitudinarias, siendo su punto más alto el glorioso 21N (21 de noviembre de 2019) y los días siguientes. Mientras esto escribo, sigue su gran marcha a lomo de chivas de colores la minga indígena que viene atravesando media Colombia para arribar, dioses nasa y guambianos mediantes, a la capital del país, en claro y abierto desafío a la represión, a la calumnia, a la muerte. En la Introducción a Un día de septiembre…

Alape escribe:

“Un día en que se vivió la lucha popular con la intensidad acumulada de veinte años; un día en que estuvieron parados más trabajadores que en el conjunto de los diez años anteriores; un día en que la combatividad e iniciativa de las masas salieron a flote para mostrarse en un solo rostro de odio, por todos los años de frustración que han significado los gobiernos en las últimas décadas; en fin, un día de septiembre que se convirtió en el más importante movimiento urbano desarrollado en Colombia, porque logró la confluencia de experiencias de las luchas obreras, de las luchas de los barrios y de las fuerzas políticas de izquierda, bajo los estímulos de una sola voz: Paro Cívico Nacional. Fue el día 14 de septiembre de 1977.”

Alape cuenta veinte años desde el movimiento del 10 de mayo de 1957; yo cuento veintinueve años, pues parto del 9 de abril de 1948 cuando los ciegos aprendieron a orientarse entre los escombros y ruinas de una Bogotá ida para siempre, cuando los gamines cubrieron sus cuerpos malolientes y estragados con abrigos de armiño, y los chicheros del contorno de la Plaza de Bolívar y los barrios pobres del centrooriente y San Victorino se hartaron de brandy y champaña, cuando Manuel H. Rodríguez y Sady González se convirtieron en los primeros fotógrafos del mundo y los tranvías se calcinaron ante las miradas estupefactas de los transeúntes y los rieles quedaron ociosos en espera de la resurrección y la mirada asombrada de un joven de nombre Gabriel García Márquez, oriundo de Macondo, que iba a desempeñar su máquina de escribir.

Leamos atentamente este largo párrafo:

“A las 11 de la mañana, la lucha es por ganar a la población que sigue dudando entre ir al trabajo o sumarse a las actividades del paro. Es una masa que ya no cree en las promesas del gobierno distrital del funcionamiento normal del transporte. Esa masa dubitativa no regresa a casa, se queda en la calle y participa. A mediodía, Bogotá es un río de manifestaciones en sus áreas más populosas, que alojan más de tres millones y medio de habitantes. Allí se protagonizan las mayores manifestaciones de repudio contra el régimen. Vienen las confrontaciones de masas contra la fuerza pública. Hierven de furia los barrios como Ciudad Kennedy, Quirigua, San Fernando, La Estrada, Las Ferias, Fontibón. La población toma para sus luchas las principales arterias, como la Carrera 68, la Caracas, la Décima, así como las poblaciones vecinas de Bosa y Soacha. Miles de hombres, mujeres y niños participan del bloqueo de los accesos viales de entrada a la capital. Se improvisan barricadas con piedras, con llantas, con los postes de la luz. Esa masa se agita y se agiganta en acciones intrépidas, llenas de picardía, incluso de humor. En los barrios surorientales se alcanza el clímax después de mediodía; llega la noche con el toque de queda, viene el día siguiente y se sigue combatiendo. A las cinco de la tarde se detiene el tren, se inutilizan los durmientes de la carrilera, en los alrededores de Fontibón. La carretera que sale para Villavicencio es totalmente bloqueada. Cayendo las horas de la tarde, la fuerza pública dispara segando muchas vidas. Fue una jornada en que los imposibles se hicieron posibles, el pueblo de Bogotá paralizó la ciudad y ésta parecía, en ciertos momentos, abrumada por la soledad de un día de domingo.”

Como el miércoles 9 de septiembre de 2020, la Policía Nacional disparó contra los manifestantes aprovechando las sombras y al amparo de las persianas de humo de colores, especialmente desplegadas para actuar sobre seguro. ¿Cuántos muertos? Alape entrega una lista provisoria, con nombres y apellidos. No simples

cifras frías y neutras, porque quienes fueron asesinados en esa jornada portaban un nombre, tenían una vida en las márgenes, trabajaban, soñaban, amaban, buscaban diamantes y gemas en las cunetas y tachos de basura (no había contenedores) y llevaban colgados en el cuello o tatuados en los brazos la estampa de la novia o la Virgen de Chiquinquirá. Eran seres humanos, hombres y mujeres de Colombia, recios trabajadores de la rusa, asiduos jugadores de tejo en los piqueteaderos del barrio y amantes de la chicha de la Perseverancia, la cerveza, el Aguardiente Antioqueño y el Ron Viejo de Caldas; la música ranchera, de carrilera y de carranga, y se embutían de rellena y papas criollas regadas con ají picante macerado y unas polas. Según denuncias de la Asociación Colombiana de Juristas, el Capitán de la FAC (Fuerza Aérea Colombiana), Francisco Perlaza, ordenó disparar a sus soldados contra los habitantes de Atahualpa. Ante el Juez 44, Perlaza manifestó que las órdenes las había recibido del Mayor Hurtado, vía radio, desde la Brigada de Institutos Militares.

Alape contabiliza 19 muertos, El Tiempo habla de 18. Son muertos jóvenes, de 10 a 23 años. todos, excepto el señor Luis Alfredo Blanco, de 60, mpactado por un ladrillo en la cabeza, muertos a bala de fusil, de revólver, de pistola Magnum, de carabina. Algunos cadáveres presentan varios impactos de bala, certeros, a corta distancia, siempre dirigidos a matar. Un joven no identificado, cuyo cadáver fue sacado del Hospital San Ignacio por la policía, presentaba cinco impactos de bala en el tórax. Jairo Enrique Espitia, de sólo 14 años de edad, estudiante de primer año de Bachillerato, fue asesinado de un disparo en la garganta cuando se hallaba en la puerta de su casa en el barrio Venecia. Nunca se sabrá el número de muertos y heridos; estos últimos deben mantener en reserva su caso para evitar retaliaciones del Estado. Asimismo, ocurrió el 9 de septiembre de 2020, en horas de la noche, sobre todo en los barrios Verbenal, El Codito, Villaluz, Bosa, Kennedy, Suba, San Cristóbal y el municipio de Soacha. Se habla de 14 asesinatos, todos a bala. De 73 heridos a bala, a golpes de porra, de patadas. Son impactantes las imágenes de los articulados de Transmilenio incendiados por la turba enardecida; las columnas de fuego se elevan haciendo más siniestro y oscuro el cielo bogotano cuando la noche echa raíces en el asfalto calcinado y desde todas las ventanas de los edificios vecinos las gentes se asoman casi en estado de éxtasis. El fuego lo purifica todo, las lenguas rojas suben y crepitan los hierros y las latas calcinadas y todo alrededor huele a gasolina, a pintura y fibra de acrílico quemadas, a aire chamuscado. Es el fin del mundo, el fin del miedo, el comienzo de otra forma de manifestar el odio reprimido, más peligrosa y de cuidado que las anteriores exhibiciones masivas de rabia y descontento.

Cada día estas manifestaciones van a ser más enfáticas, más peligrosas, más masivas y más radicales. No quebrarán el Estado, ni siquiera abollarán la maquinaria represiva ni herirán de muerte al Leviatán; serán jornadas heroicas pero signadas por la derrota, siempre a punto de asaltar el cielo, pero condenadas a caer abruptamente en el infierno. En ello radica su grandeza; porque son manifestaciones de ira de antemano destinadas a fracasar, a ser aplastadas, sofocadas, dispersas… Nadie, por ingenuo que sea, cree que ellas acabarán con la injusticia o el desgobierno; quizá justifiquen la injusticia y el desgobierno. En estos tiempos, los gobernantes se ufanan no de ser queridos por el pueblo, sino de contar con su desaprobación y su odio. Esclavos del fantasma del orden y la armonía, sólo admiten los disturbios para disolverlos, para reprimirlos; sólo admiten la crítica para acallarla, sólo admiten la realidad para negarla. Después de los “desmanes” y la “vandalización” del transporte y los edificios públicos, saben bien que, gracias a la labor represiva, todo retornará a la “normalidad”. Las gentes volverán a sus casas y se guardarán en ellas temerosas de las requisas y los allanamientos; los heridos y contusos buscarán a un tegua o un quiropráctico de confianza que les cure y les ensamble los miembros luxados o fracturados; mañana deberán levantarse como siempre a empujar la piedra y escalar con ella la montaña, como otro Sísifo más. Mientras sube o baja la cuesta, esbozará una sonrisa al recordar cómo ardía el articulado de Transmilenio y el contenedor o como corría el pelotón de policías acosado por la jauría enrabiada. Y este recuerdo y aquella sonrisa serán su victoria.

Desesperanza: análisis filosófico de un sentimiento

Escrito por:

Dayana De La Rosa Carbonell

El quehacer filosófico demanda, además del ejercicio académico, una reflexión y actuación constitutiva de la propia vida. Ese “conócete a ti mismo” nos acompaña en esta actividad desde la antigüedad griega. Sin embargo, en un ejercicio de citación tras citación propias de la dinámica industrializada del conocimiento, la producción científica demanda el respaldo del argumento de autoridad para validar la reflexión filosófica y abandona esa reflexión sobre lo cotidiano.

Por supuesto, vuelvo al “conócete a ti mismo” ; pues hay un sentimiento que yo desconocía, por eso solo me tropezaba con él en mis lecturas de Nietzsche, por ejemplo; pero esa idea que no es tuya, que no sientes, que no sufres, sin duda, no te interpela, no te trasnocha, no te genera crisis existencial, no te conlleva a eso que es para lo que sirve la filosofía.

A propósito, los dirigentes

“Filosofar es pensar la propia vida y vivir el propio pensamiento”

-Andrea Comte-Sponville

políticos, pueden desconocer como el sol de mi Caribe en su mayoría- para qué sirve la colombiano, con mi caminar filosofía pues –es probable- que de tormenta tropical, siempre nunca se hayan cuestionado sacando una risa, teniendo su propia vida, y una vida siempre un plan “B” por si el plan que no es examinada es una “A” falla, sin temores de perder, vida que no merece ser vivida, y no porque no perdiera, sino parafraseando a Sócrates. Así porque “para atrás ni para coger que, sus afirmaciones sobre impulso”, termina sintiendo las utilidades de la filosofía un vacío, una angustia, una para salir de los círculos de desazón jamás sentida, unas pobreza obedecen a la más lágrimas incontrolables sin amplia ignorancia de lo que es desgarro, un sentimiento que la filosofía, de su quehacer y de ¿cómo podía identificarlo si su utilidad. Como es obvio, de antes no lo había sentido? enterarse que la filosofía sirve para que los ciudadanos ejerzan De repente, en medio de mi la ciudadanía adecuadamente caos, interno, y del caos social y se ocupen del bien común, del 2 de octubre de 2016, entre otras, porque entienden cuando en Colombia se daban el significado de “bien común” , los resultados a través de los individuos como muchos de medios de comunicación que estos dirigentes que no solo nos anunciaban la pérdida del “Sí” avergüenzan, sino que están al acuerdo de paz logrado en La envueltos en corrupción, jamás Habana por el gobierno de turno llegarían al poder. con la guerrilla de las FARC-EP Pues bien, en mi vida, ningún armado no internacional, una sentimiento, ningún desamor, llamada me aterriza; mi madre traición, negativa ante una me pregunta que “¿qué pienso propuesta de la cual depende del resultado?” y le respondo mi proyecto de vida, ningún con lágrimas, que no lo sé, no, abandono, ninguna pérdida, que solo siento “desesperanza” . jamás me habían generado después de 52 años de conflicto desesperanza. Desde entonces, en mis días y mis noches, en mis clases, las Se preguntarán entonces preguntas que me asaltan e cómo alguien como yo, para interpelan para ser respondidas los que me conocen, y los filosóficamente son: ¿qué es que no me conocen, alguien la desesperanza? ¿por qué un nacida del mestizaje propio ser humano la siente? ¿por latinoamericano, que además qué los animales humanos se siente negra, con una sonrisa nos desesperanzamos? ¿qué amplia, con los ojos iluminados hace que la desesperanza

genere tanta y tan incalculable tristeza?

Por supuesto, la respuesta corta a mis preguntas es: que yo tenía esperanza. En este caso concreto, en que la respuesta de los ciudadanos colombianos que estaban habilitados para votar respaldaran con su voto el “Sí” para la terminación del conflicto armado interno con la guerrilla más antigua del continente, al no ocurrir esto, sino que, con una alta abstención de voto y una diferencia irrisoria el “No” ganó en las Urnas y a mí me dejó en la desesperanza.

Pero, a razón de qué, yo, una atea convencida de que los valores religiosos monoteístas, en especial, el judeocristianismo nos tiene sumidos en una sociedad enferma, hoy doblemente enferma producto del capitalismo basado en el consumo y sus otras lógicas de dominación y homogeneización, podía estar sumida en un sentimientovalor llamado “ esperanza ” , ese mismo asociado a la tradición cristiana.

Lo primero que debo aclarar sobre la esperanza es que su registro es anterior al cristianismo. Aparece en la mitología griega, específicamente en el mito de Pandora. Recordemos qué en el mito, a Pandora se le da a guardar una vasija que contiene todos los males de la humanidad. Dicha vasija no debía ser abierta para que no se escaparan los males e invadieran al pueblo griego. Sin embargo, la curiosidad de Pandora fue superior a sus fuerzas y abrió la vasija liberándolo todo. Lo único que quedó dentro de la vasija fue el espíritu de la esperanza. Esta es la versión más conocida del mito. En otra versión es lo contrario, Pandora resguardaba en la vasija todos los bienes y al abrirla estos volvieron de dónde venían: el Olimpo, quedando atrapada la esperanza, único consuelo de la humanidad.

En el cristianismo, la esperanza aparece como la tabla de salvación que permite ilusionarse con el futuro próximo, después de la muerte, en donde el sinsentido de la vida, el absurdo vivir, el dolor, la angustia y el sufrimiento propio de nuestra vida, pasarán y todo será perfecto. Los leones y los humanos se abrazarán tiernamente y no seremos su presa.

Pero, ¡yo no soy cristiana! por qué he de cobijarme en un sentimiento que no comparto. Desde que elegí el ateísmo como forma de vida, tengo por tarea resignificar los valores cristianos que me inculcaron en mi formación escolar y en mi familia. Por supuesto, como afirma Cassirer, somos animales simbólicos, y por más resignificación que haga, los sistemas de símbolos culturales no dejan de estar presente en mi cotidianidad, de significarme y envolverme.

Y, ¿qué esperaba? Esperaba que aquello que no conozco porque no lo he vivido, como no lo han vivido las generaciones de colombianos nacidos después del bogotazo, se diera. Es decir, que en Colombia pudiera vivirse sin conflicto armado interno. Lo esperaba sin romanticismos. No creo que ese concepto de paz abstracto se materialice alguna vez, eso para mí es claro. Pero si creo en la paz como ausencia de guerra o conflicto armado.

Es decir, que mi esperanza estaba puesta en otros. Esperaba que otros entendieran lo que yo. Que con el acuerdo de paz no se solucionaba el hambre y muerte de los niños wayuu, ni la alta tasa de desempleo y de subempleo, el acceso a vivienda digna, medios de transporte seguros y eficaces, acceso a servicios públicos de alta calidad y sin sobre costos. Que, con el acuerdo de paz, solo -como si fuera poca cosa- lográbamos que el 6% de nuestro PIB dejara de irse a la guerra, a las armas, a la industria de la muerte. Que comprendieran que, si no hay conflicto armado, aunque somos líderes en corrupción, se aumentaría los recursos que se le inyectan a salud y educación, por ejemplo. Que más allá del odio y repugnancia por los participantes del conflicto armado entendieran que los del bando “bueno” y “malo” también son colombianos, son personas, tienen familia y, que, por encima de eso, podíamos empezar a convivir sin resolverlo todo a través de las armas.

Yo tenía mis esperanzas en otros y no en lo que dependía de mí .

Lo que llamaron en ese momento la “plebitusa” me duró varios días, aun cuando había conversado esa semana previa con personas cercanas sobre la posibilidad de que el NO ganara. Todo basado en un análisis de los discursos que se movían en contra del SÍ. Discursos de odio, rencor, no reconciliación, discriminación, exclusión, en fin, este sí que es un largo etcétera.

Mi esperanza, no sabía que se llamaba así eso que sentía por ver un país, una sociedad reconciliándose consigo misma, me abandonó con el resultado del plebiscito. Y ahí aparece la desesperanza.

¿Desesperanza en qué? En la Humanidad que me es próxima, es decir, en los colombianos como sociedad. Aunque la diferencia fuese mínima, sabía, sé, que el problema no es la aplicación y ejecución del acuerdo, no. El presidente (quién sea que ocupe el cargo) tiene facultades constitucionales para ponerlo en marcha, como efectivamente pasó en el gobierno de 2016. Pero, el problema es mayor: Somos una sociedad acostumbrada al exterminio de la diferencia.

La refrendación del pueblo aprobando la terminación del conflicto nos ponía como sociedad a ser garantes del cumplimiento del mismo, por parte de todos los bandos. Nosotros seríamos los encargados de velar porque no se asesinara a los desmovilizados como se hizo con la UP, Unión Patriótica, partido político creado después de la dejación y entrega de armas por parte del grupo guerrillero M-19. Que las victimas tuvieran acceso a la verdad, la reparación total y sobre todo, a que la sociedad colombiana en pleno tuviéramos garantías de No repetición.

Por supuesto, con la puesta en marcha del Acuerdo, nuestra sociedad se “polarizó” y se radicalizó esta indiferencia sobre lo que ya hemos naturalizado y una minoría, nos aterraremos de que esta historia se repita. proceso de paz para llegar a ser alguna vez una sociedad en posconflicto, el asunto requiere de un espacio más amplio. No es suficiente con decir que los hay que ir más allá y pensar en las necesidades que deben ser resueltas para que se piense en maneras distintas en la resolución de conflictos. Aún no sé. Camino igual que siempre, pero consciente de que mi esperanza sobre el provenir de una sociedad como la colombiana, como Inglaterra después del Brexit, como la norteamericana con Trump presidente, no debe ni puede estar puesta en los otros, sino, en mí y en lo que puedo hacer a través de la filosofía, de la pedagogía, de mi vida diaria. Por supuesto, no soy la única a la que la desesperanza a interpelado filosóficamente. André Comte-Sponville ha dedicado un par de sus trabajos a pensar la desesperanza, como lo hace en el texto “La feliz desesperanza”, publicado originalmente en francés en 1999 y traducido y publicado en español en el 2008.

“Tan solo seremos felices en proporción a la desesperanza soportar” (26)

¿Solución alguna? Sobre el del “No” carecen de criterio,

Y ¿sobre la desesperanza? que seremos capaces de

Andrés landero: un juglar que aún permanece en la provincia

“Dejemos toda intimidación condescendiente y todo falso culto de lo popular; aprendamos a tomar en serio allá arriba aquella existencia sencilla y dura. Solo entonces nos podrá volver a decir algo”.

-M. Haidegger.

Hoy 31 de Julio de 1998, en esta hermosa y querendona ciudad de Sincelejo se han reunidos una camada de hombres de una espiritualidad infinita para rendirle un amistoso, tierno y reconocido homenaje a uno de nuestros más insignes juglares de nuestra Costa Caribe.

Teníamos que ser nosotros los encargados de este homenaje porque somos los apropiados, especialmente, porque conocemos la idiosincrasia de nosotros mismos, porque somos hijos de este trópico mágico creadores de imágenes impredecibles. Porque somos hombres de la vida y la naturaleza, somos una simbiosis inexplicable, impredecible para sacar de nuestro propio mundo el torrente pretérito de nuestra vida ancestral y llevarla creativamente al presente y aliviar las llagas de nuestro propio ser. Cómo no hacer este homenaje a tan distinguido juglar, a este hombre de esencia buena, fiel al modo de ser de la naturaleza, a las entrañas de la tierra y especialmente su prístina inocencia que ha sido para toda su vida el fuego animador de toda su existencia.

En esta dirección el gran poeta de Tolú, Rojas Herazo, nos dice: “Si el ser humano no estuviera elaborando para enfrentar y aprovechar su inocencia, no podría existir, no podría soportar el terrible drama de existir” . Nos llenamos cada día de admiración por su capacidad creativa, su profunda elevación para su propia inspiración haciéndolo con sabiduría y maestría, resaltar que este ilustre hombre no pasó de la cartilla número 3 de Alegría de leer.

Luego entonces, para ser sabio no se requiere necesariamente llegar a matricularnos y graduarnos en ningunas de las instituciones universitarias de nuestro país o del exterior. Creo que no es necesario. Mientras este hombre humilde lleva en su ser la sabiduría del mundo, otros señoritos de la gran ciudad que asisten a los recintos universitarios o tienen la oportunidad de viajar al extranjero para obtener un título superior (Doctorado) hacen vanos esfuerzos por mostrar sus infundadas sabidurías como sus incoherentes análisis postizos y tristemente prestados. Todo por esa maldita patología crónica de buscar irracionalmente el prestigio y la fama.

En tal sentido quiero significar el valor proteico y único de este juglar que sólo ha estado en este mundo en una permanente convivencia amorosa con la vida y la naturaleza. Como un estoico genuino ha permanecido en convivencia con sus propios hermanos de su provincia y del mundo a través de su seductora música llena de sentimientos, alegrías y dolores.

Este bardo de provincia que en toda su larga vida ha llevado un Juan Tenorio en su interior y siempre ha tenido como poder motivante para sus grandes creaciones y conquista musical, a su propia ignorancia.

Su ignorancia le ha dado el asombro, y ese asombro le ha hecho brotar sus fantasmas, le ha permitido un acercamiento más íntimo con las musas, la gran fuerza para cantar sus alegrías, sus penas y sus nostalgias.

Cantar el drama del ser, cantar el lento morir de la naturaleza y el canto lastimero de extinción de los indefensos animales que soportan y aceptan estoicamente con resignación su propia muerte de manera inevitable. Con tajante poder de conocimiento Rojas Herazo remata diciendo: “Sin la ignorancia no hay creación” .

Este extraordinario juglar trashumante de incansable inspiración maravillosa, lucha constantemente por el resto de vida que le queda para sacarle la última molécula de nota musical a su inseparable acordeón a través de sus estados intempestivos del alma y el corazón.

Como verdadero juglar canta las cosas maravillosas y sencillas, a los enigmas más simples como el trascendental, el misterio de la vida y la filosofía que puede poner en evidencia el sentido común.

Estos juglares están en la capacidad de narrar a manera de crónica los amores escondidos de la hija de un prestigioso caporal o el suceso de aquellos hombres de campo que tienen la virtuosidad de enlazar con facilidad un caballo salvaje y en historias de empautos. En sus labios esta la burlita picaresca de la ciencia en favor del curandero del pueblo.

Los juglares de música vallenata, como dice García Márquez “eran gente de campo, poetas primitivos que apenas si sabían leer y escribir, y que ignoraban por completo las leyes de la música. Tocaban de oídas el acordeón (...) y las familias encopetadas de la región consideraban que los cantos eran cosas de peones descalzos” .

En esa lucha infatigable por la música, por la vocación, parece que hubiese leído y aprendido en los libros de Leonardo aquella sabia sentencia que dice: “Sabiéndote efímero, trabaja como si fueras eterno, y en cuanto a la perfección no te preocupes, porque esa no la alcanzaras nunca” . Pero creo que me he desviado de mi propia intencionalidad, de lo que he querido manifestar. No quiero aquí hacer disquisiciones teóricas sobre el vallenato. No quiero hacer exhumaciones de conceptos que han tenido una brillante trayectoria. Sino intentar resaltar la manera como este juglar aún permanece en la provincia sin dejarse seducir por los espejismos de la gran ciudad. Es decir, que no es un juglar contaminado de los grandes salones hipócritas de la clase social citadina, del humo y la corrupción.

Ha sido siempre Andrés Landero el juglar que aún mantiene su pureza, su olor típico de montañas y corrales. Atrapa el poder mágico del paisaje, siente el misterio arcano que esconde las entrañas de los Montes de María. En fin un hombre apegado a su pueblo y a sus costumbres.

Enamorado de la tierra y con sutil delicadeza extrae el fruto que la naturaleza le tributa con su riqueza milenaria. Con un agradecimiento único a la naturaleza acepta que ya está viejo. Es hora de volver a la tierra.

Mira el paisaje con extraña nostalgia y admiración. Le dice a García Usta: “Fíjese lo que es la música: Las montañas que me inspiraron “La pava congona” desaparecieron, pero la canción es para siempre” .

Existe una simbiosis extraña y primigenia entre él y la naturaleza. Tanto es así que en la soledad de la naturaleza y del monte fue donde vigorizó su espectro musical. Con una inocencia de niño repite que en el monte es donde más canciones ha compuesto. En el libro Mis Memorias, en la página número 9 expresa Landero lo siguiente: “Mi padre me enseñó los secretos de la agricultura y todavía hoy saco provecho de ellos. Poseo a la entrada de San Jacinto una pequeña Parcela, en donde cultivo la yuca, plátano y donde me refugio casi a diario. Allí a solas hablo con la naturaleza, admiro con mucha atención la grandeza de la creación, y busco el fruto de la tierra que piso. Esta costumbre creo que va a morir conmigo” .

Como podemos observar, fue un hombre apegado a la tierra, a sus costumbres, a su familia, como también llevar un corazón vestido de amor e infinita amistad.

Creo que el amor y la amistad es lo que más ha logrado cultivar. Por eso expreso con elevada certeza que este juglar de San Jacinto y de la sabana le será imposible dejarse asfaltar, pavimentar y domesticar en los escasos patios de la ciudad despojada de todo el sentido del Yo.

No existe motivo alguno para que nuestros juglares tengan que perder del pliegue profundo de su corazón los sentimientos puros de las provincias, y se conviertan sus humildes corazones en avenidas adoquinadas de luces multicolores para luego terminar lánguidamente en un juglar de cemento.

Estos juglares apegados al pueblo, a la provincia, están inmersos siempre a homenajear la vida, los animales, el amor, el paisaje y sobre todo a cantar los sucesos del mundo rural con la misma estructura de los cantos anteriores.

En el mundo rural la vida es sencilla y cada canto significa parte de los individuos en particular y en muchos casos lo generaliza.

La sencillez de la vida campesina se refleja en la sencillez de los cantos donde se aprecia que no hay “palabras rebuscadas”. Por el contrario, todas las palabras forman parte del habla común de los habitantes de la zona o lugar.

Con esto quiero decir que es muy difícil que este humilde hombre se desarraigue de su provincia, de ese mundo sencillo y campesino. Sería como sacar a la fuerza a un esquimal de su habitad primigenia e instalarlo como empleado público en las calles de Barranquilla como escobita.

De seguro que a este esquimal le llegaría muy pronto la muerte y el efecto de desarraigo. Pero siempre estará Andrés Landero con nosotros en la provincia, en el campo hilvanando sus mitos, soñando, haciendo cálculo para saber recibir las visitas de los espíritus que vienen de las montañas y lagunas. Hurga en los recuerdos, el entrañamiento de seres ausentes tratando de escuchar el llanto del mundo entero en su cabeza. Sería muy extraño ver a un juglar con el síndrome del burócrata de la ciudad.

A todas estas, nos viene a la memoria el concepto de desarraigo que es un mal tan grave que sufre el ser humano al trasplantarse de un país a otro. De un pueblo a una ciudad.

El desarraigo implica carencias de raíces afectivas porque se ha dejado de pertenecer a los círculos o sistemas sociales en donde creció. Tanto es así que ese ser se sentirá o se siente sólo en un mundo ajeno y hostil. Esto hace que el ser se repliegue sobre sí mismo e incluso actuar de manera agresiva. De ese modo habrá menos amigos que enemigos.

El desarraigo de provincia es fatal para el caso que estamos analizando. El provinciano fuera de su lugar es una sombra peligrosa para otros, es totalmente una amenaza. Ha cercenado sus raíces originales y no será fácil que le crezcan nuevas raíces.

En fin, terminarás como un ser marchito y amargado. Lo más peligroso es que pierda la alegría y el deseo desaforado de seguir viviendo. Por eso debemos evitar lo que le pasó aquel hombre llamado Cristian, que renegó después de haber muerto del tedio que sufría en el paraíso. Al volver por segunda vez al infierno esperando encontrar las bellas atenciones de la primera vez recibió un enorme caldero de agua hirviendo. Al darse cuenta Cristian que había sido engañado; el demonio le respondió con sorna infernal: “Infeliz. La primera vez viniste como turista, ahora has venido como emigrante. Embrómate”.

Una bella canción del noroeste argentino aconseja: “Tú que puedes, vuélvete”. Vuélvete si sigues desarraigado y si aún estas a tiempo para rehacer tu vida en el lugar que naciste y te criaste. El desarraigo duradero es un tremendo mal sin remedio.

En consecuencia, creo que Andrés Landero, juglar que aún tenemos con vida y hoy comparte con nosotros, jamás sentirá el síndrome de desarraigo porque siempre ha estado unido a un cordón umbilical con la provincia y su mundo de campesinos. El filósofo Martín Heidegger, muy cuestionado en Alemania, tiene un hermoso artículo que se llama ¿Por qué permanecemos en la provincia? En uno de sus apartes nos dice: “La íntima pertenencia del propio trabajo a la selva negra y sus moradores viene de un centenario arraigo Suabo- alemán a la tierra que nada puede remplazar”.

Al igual que el juglar, Heidegger expresa: “Al hombre de la ciudad una estadía en el campo, como se dice, a lo más lo “estimula”. Pero la totalidad de mi trabajo está sostenida y guiada por el mundo de estas montañas y sus campesinos”.

La soledad citadina no es del todo constructora de profundas imágenes, no tiene esa fuerza poderosa y menos ese gran poder vital.

Heidegger en su artículo en referencia nos llama la atención con suma sabiduría: “Pues la auténtica soledad tiene la fuerza primigenia que no nos aísla, sino que arroja la existencia humana total en la extensa vecindad de todas las cosas”.

Tanto era el amor, la amistad y la fidelidad sencilla del campesino, de los hombres de provincia que allí en la selva negra alemana iban a visitar al filósofo aquellos campesinos preocupados que no se lo robara algún duende. Así mismo son nuestros hombres de provincia, de nuestro pueblo, de nuestra vereda, son seres definitivamente incondicionales y sin reserva.

Basta escuchar en la música de Landero, el lamento, la tristeza por la muerte de su gran amigo Eduardo Lora, símbolo paradigmático de la profunda amistad.

Recordemos sólo una estrofa de aquella canción sufrida que dice así:

Cuando supe la razón Landero si lo lloraba Eduardo en el panteón Se acabó quien me ayudaba

Cuando este hombre sencillo tiene en su interior el fuego llameante de la nostalgia, tararea una improvisada tonada a su compadre ausente, que dice:

Cuando Andrés Landero pasa Siente un guayabo muy grande Que triste miro la casa Del poeta Toño Fernández

Este juglar montañero de esencia cósmica, también canta a los males trágicos del hombre. Entonces se deja escuchar:

Como llora el guajiro Metido entre la montaña Al ver que su pobre cabaña Quemada por un bandido

Aquella reminiscencia de Heidegger por aquellos campesinos de Alemania que lo cuidaban para que no fuera robado por un duende, dice con suma nostalgia:

“Tal recuerdo vale incomparablemente más que el más hábil “Reportaje” de un periódico de circulación mundial sobre mi pretendida filosofía”. A diario observamos como aquellos hombres – edificios; hombres – avenidas; chorreados de desprecio y corrupción aprendidas en las grandes urbes manifiestan su desapego y displicencia burlona pseudo culta, a la música, a la tierra y al hombre de provincia. Es el enfrentamiento de la franqueza contra la hipocresía; lo real contra la simulación; la mentira contra la verdad; la naturaleza contra el cemento; las grandes avenidas contra el campo.

Al final termina diciendo el filósofo alemán que "El campesino ni quiere ni necesita en ningún caso esta exagerada amabilidad ciudadana. Lo que ciertamente necesita y quiere es el tacto reservado respecto a su propio ser y a su independencia”.

La provincia, el campo y el pueblo, son los ámbitos o suelos nutricios de la amistad, del amor y de la convivencia. Son los mosaicos de simbiosis naturales como es el dolor, la alegría, el llanto, la voz de aliento y la fraternal despedida ...

En definitiva, el desarraigo es un quedar sólo, estar vacío, igual a un cascarón humano.

Podríamos con todo respeto citar ejemplos de desarraigo en algunos personajes: El filósofo Rafael Carrillo, el novelista Porfirio Barba Jacob, y el rey del porro Luis Carlos Meyer.

Llegaron a su tierra vacíos, sin raíces con toda la pérdida de su identidad, totalmente despersonificados. Regresaron como un forastero más que llega a nuestro pueblo.

Con Landero el desarraigo no tiene operatividad, no tiene dónde nutrirse. Porque este hombre es de la tierra, de los gritos del vaquero, del paisaje, de sus costumbres, de las montañas y apegado al silencio de la naturaleza para solazarse con las musas que tantos triunfos le ha permitido obtener su fama y su gloria. Su música es una deuda del mosaico multi-circunstancial de hechos que ha generado la historia de la provincia.

Bajo este cielo maravilloso y abrazador de Sincelejo, este bullicio nimbada por la música, de gentes afectuosas, de mujeres de arquitectónicas caderas que se mecen al vaivén de las brisas como las famosas palmeras de Delos y en sus ojos de expresiones apasionadas, se hallan multiplicadas las miradas de Magali. Expreso el valor y el reconocimiento que este excelso juglar se merece. Se lo merece porque ha sido y será siempre unos de los auténticos sabios cantores de nuestra música popular.

Quiero que hoy se deje llevar de ese sonambulismo de niños para no caer en la infernal paila de Manuel Ortega, sino en los corazones de este sencillo pueblo de Sincelejo que aman con pasión ancestral a sus poetas populares que le cantan a la vida, al hombre y a la naturaleza.

Sólo me queda por decirle a Andrés, gracias, porque aún permanece en la provincia.

Escrito por:

Manuel Ebratt Doncell

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