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Octubre

A la caza de la víctima: los intelectuales orgánicos y los indígenas en Ecuador

Octubre

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El dos de octubre de 2019, el presidente Lenín Moreno anunció, a través de una cadena nacional de medios de comunicación, un paquete de medidas para enfrentar la crisis económica y el déficit fiscal que afectaba al país: el decreto 883.

El anuncio hecho por el presidente generó reacciones opuestas. Las críticas a las medidas, especialmente a la eliminación de los subsidios a la gasolina y al diésel, provinieron de organizaciones sociales y grupos de presión, como el de los transportistas, y de organizaciones políticas, contrarias en los papeles, como la “correísta” Revolución Ciudadana y el Partido Social Cristiano.

Los transportistas se declararon en paro. Y una vez que estos depusieron la medida de hecho, las protestas contra el Gobierno fueron lideradas por la CONAIE (Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador). Las movilizaciones sociales, en seguida, pasaron de exigir la derogación de las medidas económicas adoptadas, a buscar el derrocamiento del presidente Moreno.

La información que ahora tenemos sobre estas movilizaciones, las más violentas en el país y la ciudad de Quito desde la Guerra de los Cuatro Días1, demuestra que el intento de

1 Enfrentamiento armado que se dio desde fines de agosto hasta el 2 de septiembre de 1932, en la ciudad de Quito, a causa de la negativa del Congreso Nacional a reconocer a Neptalí Bonifaz, que había ganado las elecciones convocadas ese año, como presidente de la república.

El enfrentamiento produjo, al menos, mil muertos.

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golpe de Estado no fue un efecto inesperado o colateral de las movilizaciones, sino el producto de un plan previamente concebido. El apedreamiento de ciento cuarenta ambulancias fue, de acuerdo con información reciente, minuciosamente planificado.

En el plan para derrocar al Gobierno que se llevó a cabo en octubre es posible distinguir cuatro fases: 1) ablandamiento de la autoridad y la población, 2) ocupación de territorios y puntos estratégicos del país, 3) generación de caos social, 4) derrocamiento del Gobierno y toma del poder. En todos los momentos, intelectuales de izquierda actuaron como sostenedores y difusores de la bondad y legitimidad de la protesta, y como detractores, a veces furibundos, de quienes se oponían a ella, y hasta de las víctimas de los manifestantes.

La primera fase estuvo a cargo de los transportistas. Las restricciones a la movilización, que impusieron en el ámbito urbano y en las carreteras y caminos del país, limitaron la libertad de los ciudadanos y alteraron sus patrones cotidianos de vida. Sin transporte, sometidos a pagar precios excesivos para movilizarse o, en muchos casos, a no hacer lo que debían, necesitaban o querían hacer, las personas adquirieron una aguda conciencia de vulnerabilidad e impotencia. Había un grupo –los transportistas– que alteraba arbitrariamente su forma de vida y unas autoridades incapaces de controlar a quienes hacían esto. Impotencia frente a un tercero y desconfianza de la autoridad, en esto se resume el efecto de la primera fase de acción. En esta, se crearon las condiciones para que pudiera darse la fase siguiente: la ocupación territorial, liderada por el movimiento indígena.

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La ocupación de ciudades y el control de carreteras le correspondió, en la división del trabajo para el golpe de Estado, a la CONAIE. La dirección de la movilización –diferente a la de movilizaciones anteriores– estuvo en manos de dirigentes radicales y asociados al “correísmo”. Como ocurrió con los demás movimientos sociales durante el gobierno de Rafael Correa, el movimiento indígena fue infiltrado y dividido. Dirigidos por líderes radicales y afines al anterior presidente, los indígenas llegaron, con ánimo beligerante, a las urbes, y ahí instalaron sus cuarteles y establecieron sus áreas de concentración y aprovisionamiento.

Algunas universidades de Quito acogieron en sus instalaciones al grueso de los manifestantes indígenas y les proveyeron de alimento, ropa, medicinas. Sus directivos, como muchas de las personas que participaron en la protesta, ignoraban, al parecer, su objetivo último. ¿Las bases indígenas conocían y estaban de acuerdo con los objetivos planteados por los líderes radicalizados desde el inicio de las movilizaciones, o se enteraron ya al final, y los apoyaron unánimemente? De las declaraciones de Lourdes Tibán2, se colige que no todos los miembros del movimiento indígena que llegaron a Quito conocían ni estaban de acuerdo con las metas de la dirigencia. Y que aquellos que expresaron su desacuerdo fueron intimidados por un sector de indígenas “correístas” y radicales indigenistas.

La táctica utilizada para la ocupación fue el terror. El terror, como sostiene Merari (En La lógica del Terrorismo, de la

2 Lourdes Tibán es una dirigente histórica del movimiento indígena. Fue elegida como asambleísta nacional, en representación de Pachakutik, en las elecciones de 2009.

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Corte Ibáñez, 2006), tiene objetivos diversos, entre ellos, la propaganda por el hecho, la intimidación, la provocación y la generación del caos. Todos estos objetivos se cumplieron, aunque no con el éxito esperado, en varias ciudades del país y, de manera significativa, en Quito.

A las marchas y recorridos por la ciudad, armados de palos, fierros, piedras, se sumó la amenaza a los transeúntes, dueños de tiendas y comercios, y conductores de autos y otro tipo de vehículos motorizados. “¡Cierra la puerta!”, “¡Saqueo! ¡Saqueo!”, gritaban los indígenas a las personas que mantenían abiertos sus negocios. De los camiones que los trasladaban a su lugar de concentración en el Parque del Arbolito, bajaban algunas personas, no indígenas, que tenían como tarea cerrar las calles de la ciudad al tránsito. Estas acciones, y la histeria desatada en las redes sociales, crearon un clima de zozobra. Intimidados, los ciudadanos se mostraron dispuestos a creer cualquier noticia falsa y tremendista propagada a través de las redes sociales.

La información –transmitida por estas redes– sobre la represión policial y los activistas heridos y detenidos contribuyó a victimizar a todos los manifestantes, los violentos incluidos y, a partir de aquí, a afirmar la licitud y justeza de sus acciones y objetivos. Cada imagen, cada vídeo, cada comentario en redes se convirtieron en mecanismos de propaganda. De hecho, la movilización contra el Gobierno contó con su propio aparato de propaganda, conformado por los llamados “medios militantes”: un oxímoron, y apoyado por troll centers ubicados en Irán y Venezuela.

Las imágenes difundidas por estos medios mostraban –cuando eran auténticas– la respuesta de la fuerza pública a la provo-

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cación de los manifestantes, que pretendían, entre otras cosas, llegar por la fuerza al Palacio de Carondelet para ocuparlo. Obviamente, la Policía y las Fuerzas Armadas no podían permitirlo. Menudearon, entonces, las piedras, las bombas molotov, los desafíos verbales, los petardos disparados con tubos adaptados para el efecto. La provocación, en síntesis.

Afirma de la Corte Ibáñez –refiriéndose a los miembros de un movimiento insurgente– que quienes quieren “subvertir el Estado saben que no pueden hacerlo por sí mismos, que requieren de un apoyo popular del que carecen. Para recabarlo es necesario forzar la situación de modo que el gobierno establecido acabe actuando como un gobierno injusto, déspota, cruel” (La lógica del Terrorismo, 2006: 50). Pese a la provocación sufrida, la Policía, a excepción de unos cuantos casos de abuso de la fuerza que están debidamente documentados, no llegó a responder a los provocadores como ellos pretendían. Por eso, se pudo observar, en algunos barrios quiteños, que los moradores entregaban alimentos y agua a los policías, como un reconocimiento a su esfuerzo por mantener el orden y la seguridad. Estos hechos no los difundieron los “medios alternativos”.

Con la población intimidada, la fuerza pública casi rebasada por la violencia y la organización de los manifestantes –que, en Quito, llegaron a mantener decenas de focos de agitación prendidos simultáneamente–, con el alcalde de la capital ausente y el gobierno en Guayaquil, se pasó a la siguiente fase: la generación del caos social. En esta etapa, sin excluir la participación de la CONAIE, el liderazgo estuvo a cargo de movimientos de extrema izquierda –compuestos, principalmente, por jóvenes–, y los “miembros de

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los comités ciudadanos de defensa de la revolución”, creados durante el “correísmo”, con el apoyo de agitadores extranjeros.

Tuvieron un papel importante, también, aunque no orgánico, delincuentes y jóvenes que participaron en las protestas con el único objetivo de generar violencia. Para los intelectuales que apoyaban la protesta y para la mayoría de organizaciones en esta implicadas, la violencia era solo un medio para derribar al Gobierno; para estos chicos, en cambio, constituía un fin. Y esto porque en las condiciones actuales de precariedad económica y debilitamiento de las instituciones y los valores democráticos, no han logrado encontrar sentido a su existencia y construir un proyecto de vida satisfactorio.

Mientras el caos se apoderaba del país, mientras bandas urbanas cobraban peaje a los conductores que se atrevían a circular por las calles de Quito, mientras se intentaba incendiar Teleamazonas y otros medios de comunicación, mientras el edificio de la Contraloría del Estado, que había sido incendiada dos veces por los manifestantes, todavía echaba humo, Yaku Pérez, prefecto del Azuay, llamó, en las instalaciones de la Asamblea, a formar un “parlamento popular de los pueblos”. Es decir, a desconocer a la Asamblea legalmente elegida, para sustituirla por otra, que “dictaría las directrices”. ¿No es esto, acaso, un intento de golpe de Estado? La otra vía, impulsada por los legisladores de la “revolución ciudadana”, era la “muerte cruzada”3 . El día elegido para el derrocamiento del Gobierno fue el 12 de octubre.

3 La “muerte cruzada” es un procedimiento establecido en el artículo 148 de la Constitución de 2008, que permite al presidente de la República disolver la Asamblea Nacional. En un plazo no mayor a siete días desde la publicación del decreto de disolución en el Registro Oficial, el

Consejo Nacional Electoral debe convocar a elecciones presidenciales y legislativas para el resto de los respectivos períodos.

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Luego vino el toque de queda. Se convocó a una reunión entre el Gobierno y los líderes de las manifestaciones, llamada Diálogo por la Paz. Ahí, los líderes indígenas expusieron de memoria la propuesta económica elaborada por el intelectual mestizo Pablo Dávalos4, como alternativa a las medidas tomadas por el Gobierno. Este decidió dar marcha atrás. Se formó una comisión para elaborar un decreto que sustituyera al decreto 883, y Lenín Moreno se mantuvo en el poder.

Previamente, y aduciendo una supuesta autonomía política, la CONAIE decretó el estado de excepción en territorios que reivindicaba como suyos. Este decreto daba a las comunidades indígenas el derecho a detener a los miembros de la fuerza pública que se encontraran en “sus” territorios. Días después del Diálogo por la Paz, Jaime Vargas, que había, con otros líderes, comandado el secuestro de periodistas y militares en la Casa de la Cultura Ecuatoriana, instó a las bases indígenas, reunidas en Macas, provincia de Morona Santiago, a formar un ejército propio: un ejército étnico.

El paro de octubre dejó 1507 heridos, de ellos, 435 policías. Nueve civiles murieron y 202 miembros de la fuerza pública fueron secuestrados por los indígenas en Quito y otros lugares de la serranía. Más de cien periodistas fueron agredidos, y veintisiete secuestrados en el Ágora de la Casa de la Cultura Ecuatoriana de Quito. Cuatro mujeres policías sufrieron abuso sexual por parte de sus captores en Quito y Pujilí.

4 Economista mestizo, autocalificado como heterodoxo. En las elecciones seccionales de 2019 se presentó como candidato a la alcaldía de Quito por el movimiento Pachakutik. Obtuvo el 1,14% del total de votos.

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Los hechos que acabamos de detallar son el marco y el origen del ensayo A la caza de la víctima. Pero la reflexión que se hace aquí sobre el neoindigenismo en el país y el papel de los intelectuales en la creación de la idea de los indígenas como víctimas, va más allá de dicha coyuntura. El papel que asumieron los intelectuales ecuatorianos en los hechos de octubre de 2019 no es, de ninguna manera, un producto de las circunstancias. Es la expresión, más bien, de un modo de ser y pensar, y de asumir las relaciones con los “sectores subalternos” de gran parte de los intelectuales latinoamericanos: aquellos que se ubican en lo que, en la actualidad, se denomina “progresismo”.

América Latina, en los últimos quince años, ha debido sufrir varios gobiernos de esta tendencia política. Gobiernos que, como el que presidió Rafael Correa en Ecuador, Chávez y Maduro en Venezuela, y los Kirchner en Argentina, han dejado a sus países divididos y en la bancarrota. En estos años, los intelectuales orgánicos, coherentes con su modo de ser, se negaron a ver los atropellos y atentados contra la democracia cometidos por los gobernantes “progresistas”. Por el contrario, justificaron y apoyaron sus decisiones autoritarias. Y al hacerlo, se revelaron como lo que en verdad son: antidemócratas convencidos.

La palabra que define de modo preciso la actuación de los intelectuales progresistas es “irresponsabilidad”. Este libro es una crítica a la irresponsabilidad intelectual y política, que mina nuestras ya frágiles democracias y los principios republicanos que deben gobernar nuestros sistemas políticos.

Quito, enero de 2020.

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