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Y se hizo el verbo: la víctima y los intelectuales

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Octubre

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A la caza de la víctima: los intelectuales orgánicos y los indígenas en Ecuador

Y se hizo el verbo: la víctima y los intelectuales*

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La elección de la víctima ha corrido a cargo de los intelectuales. Estos, sobre la base de condiciones reales de inequidad y pobreza, y, especialmente, de información acerca de situaciones de explotación ya superadas, han elaborado la idea de los indígenas como víctimas. Idea que en sus rasgos más generales y en sus contenidos ideológicos básicos no ha tenido mayores cambios desde, al menos, los años treinta del siglo pasado.

Estos intelectuales tienen un rasgo común: no son, casi nunca, parte de la población a la que han victimizado. Miembros de la clase media, y hasta de la clase alta, comparten, además de su condición social, ciertos rasgos psicológicos e intelectuales.

El sentimiento de culpa por actos no cometidos personalmente, pero que atribuyen a su clase o grupo, es, quizá, su rasgo psicológico más importante. Se sienten, ellos, herederos de una deuda histórica colectiva, que asumen que debe pagarse con la incondicionalidad. Esta se corresponde con el carácter ideal de la víctima, es decir, con su perfección. La víctima –como Dios– es perfecta y, siéndolo, es incontestable. Su palabra, que se expresa como queja o ira, es siempre creadora. Esa palabra que, en muchos casos, no es sino la de los intelectuales que la tutelan.

La incondicionalidad del intelectual se basa en su voluntad de creer, voluntad que, al cumplirse, lo anula como tal. Esta guía

* Este capítulo fue publicado en el No. 6 de La Revista, publicación de la Facultad de Comunicación Social de la Universidad Central del Ecuador.

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su relación con la realidad presente de la víctima y le impide hacerse un juicio actual y objetivo sobre su situación.

La voluntad de creer, a diferencia de la voluntad de conocer, que es la que se espera de un intelectual auténtico, lo impulsa no a la búsqueda de la verdad, sino de justificaciones y coartadas. Justificar a la víctima por él creada es una de las funciones que se ha impuesto y que espera que sea cumplida por los otros intelectuales. Solo que exculpar a la víctima de aquellos actos que, para quienes no lo son, supondrían una pena, es una de las formas más tortuosas del paternalismo. ¿No es el padre quien debe justificar ante el profesor los atrasos o faltas de sus hijos? En un juicio que involucra a su hijo, el padre, pese a que tenga la constancia de que aquel es culpable, no está obligado a rendir testimonio en su contra.

Con la caída del socialismo real, muchos intelectuales ecuatorianos se encontraron en una situación de disponibilidad ideológica y existencial. Para no precipitarse en el vacío, optaron por la homeopatía, el orientalismo, el vegetarianismo, el chamanismo, la cura con imanes. Creencias a las que se entregaron con igual fanatismo con el que defendieron la solución autoritaria de los regímenes socialistas.

La caída del Muro de Berlín y la crítica a Occidente los condujeron al pensamiento mágico. Y su ataque a la modernidad y al racionalismo, al irracionalismo. La adscripción al pensamiento mágico y a las pseudociencias no es, con todo, una característica exclusiva de los intelectuales ecuatorianos. Varias investigaciones hechas en Europa y España muestran que quienes hacen uso de las medicinas alternativas son, por lo general,

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personas con un nivel alto de formación académica, que tienen buenos ingresos y una tendencia política “progresista”.

En la primera etapa de construcción de la idea de víctima, los intelectuales adoptan el papel de vicarios de la expresión. A través de ellos, la víctima habla, como Dios a través del Papa, el vicario de Cristo. Son ellos los que en sus poemas, novelas, ensayos o programas políticos dan voz a quien no la tiene. El acto de hablar por el indígena es el indigenismo.

Una de las cumbres literarias del indigenismo ecuatoriano es el intenso poema, Boletín y Elegía de las Mitas, escrito por el poeta cuencano César Dávila Andrade. La voz del sujeto poético de esta obra es, claramente, la voz de los indígenas explotados durante siglos:

¡Vuelvo, álzome! ¡Levántome después del Tercer Siglo de entre los Muertos! ¡Con los muertos, vengo! La Tumba india se retuerce con todas sus caderas, Sus mamas y sus vientres.

¡Regresamos! ¡Pachacámac! ¡Yo soy Juan Atampam! ¡Yo, Tam! ¡Yo soy Marcos Guamán! ¡Yo, tam! ¡Yo soy Roque Jadán! ¡Yo, tam! Comaguara, soy. Gualanlema, Quilaquilago, Caxicondor, Duchinachay, Dumbay, ¡soy! ¡Somos! ¡Seremos! ¡Soy!

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Tanto en el arte como en el pensamiento social, esta corriente tuvo su auge en los años treinta del siglo pasado, y persiste aún en el discurso social y político del país. Hay un neoindigenismo que se expresa como anticolonialismo y “pachamamismo”. Corriente, esta última, que reintroduce la dimensión religiosa en el discurso académico y político.

La defensa del “pachamamismo” es la ratificación de que los intelectuales, constructores de la víctima indígena, tienen una necesidad muy fuerte de creer. Al estilo de los teólogos, sus reflexiones se orientan a justificar y fortalecer sus propias creencias y las de los miembros de su Iglesia. Con este fin, más allá del discurso, han promovido la realización de actos religiosos en las urbes y en las universidades, como el rito del Inti Raymi. Estos actos tienen un propósito político, pues su pervivencia, según afirman, es producto de la resistencia que, para los dirigentes indígenas y los intelectuales indigenistas, lleva ya quinientos años. En términos religiosos y políticos, la celebración del Inti Raymi por parte de la academia es un signo de conversión, y sus miembros, los intelectuales, son conversos. No porque hayan cambiado de religión, sino porque han decidido ponerse al servicio de una creencia.

En la última de estas celebraciones, El Inti Raymi de las Universidades y las diversidades, realizada en Quito, el 21 de junio de 2019, participaron la Universidad Andina Simón Bolívar, la Universidad Central del Ecuador, la Politécnica Nacional, las universidades Católica y Salesiana, y el Instituto de Altos Estudios Nacionales (IAEN). El diario El Universo tituló: “El Inti Raymi se tomó la academia y la urbe”, una noticia sobre esta celebración.

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Oponer universidades a diversidades es oponer lo universal a lo particular. Las universidades ecuatorianas han tomado, así, partido por la diferencia y las identidades particulares. Pero, contrariamente a lo que se lee entre líneas en la propuesta de las universidades, el universalismo no homogeniza. Es, más bien, una condición para la individuación. Proceso contra el cual conspira la defensa a ultranza de las identidades colectivas. Entre otras razones, porque el identificarse con alguna de ellas significa sentirse parte de un grupo, de una clase: los indígenas, los animalistas, los…En el fondo, el auge de las actuales luchas identitarias revela el fracaso de los miembros de nuestras sociedades para construirse como individuos.

En el comunicado de las universidades sobre esta fiesta, se señala que es “una ceremonia para vivir la interculturalidad en los espacios académicos y urbanos, tomando el sentido espiritual del mundo andino que se expresa en la danza, alegría y la entrega de tumines a ser compartidos como expresión de la solidaridad y reciprocidad”. La realización de esta fiesta en el ámbito universitario la inició la Universidad Andina Simón Bolívar, en el año 2007, e incluye instituciones tradicionales como el priostazgo –asumido cada año por alguna universidad–, la minga, la pamba mesa y la entrega del bastón de mando.

La intención anticolonial de la celebración del Inti Raymi se expresa con claridad en un boletín de prensa de la Universidad Central del Ecuador. La academia, se afirma ahí, “como parte de su contribución al proceso de descolonización cultural, se une a las comunidades indígenas kichwas en la recuperación de las festividades que tienen relevancia en la memoria histórica de estos pueblos autóctonos”.

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Espiritualidad y anticolonialismo, o, dicho de otro modo, religión y política. Un momento nuevo en el proceso de construcción de la víctima, que supone el cambio de papel del intelectual. Este, si bien no ha dejado de hablar por los indígenas, procura integrarse a la víctima colectiva que ha contribuido a crear. Pero su integración es incompleta y solo alcanza a ser arqueólogo: un actualizador de prácticas y creencias ancestrales de otros: los autóctonos. La autoctonía dotará de legitimidad temporal (intemporal, en realidad) a los reclamos de la víctima, legitimidad que puede llegar, incluso, al ámbito político. Jaime Vargas, presidente de la CONAIE, expresó, durante las protestas de octubre de 2019 contra las medidas económicas adoptadas por el presidente Lenín Moreno, que el derecho de gobernar Ecuador les pertenecía a los indígenas por tratarse de pueblos originarios.

El reconocimiento de la autoctonía de la víctima es un modo de elevarla de la posición de sujeto colectivo sufriente a la de sujeto demandante. Es, al mismo tiempo, la constatación de la diferencia entre ella y el intelectual, de su extrañeza mutua. Y, más aún, de la inferioridad de este último en relación con la primera. La cual usará el argumento de autoctonía como fuente de derechos.

El intelectual, pese a haber nacido en el mismo país que los indígenas, no se considera autóctono. La relación que mantiene con sus antepasados españoles le lleva a oponer a su autoctonía real y su relación genética con los indígenas, su relación genética con el desaparecido conquistador. Nieto de conquistadores, pero también de los conquistados, se siente manchado por el pecado de la dominación y obligado, por ello, a purgar su culpa.

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En la invitación de las universidades a participar en la celebración del Inti Raymi, se habla de solidaridad y reciprocidad. Comportamientos que los intelectuales –muchos de ellos marxistas y posmodernos– celebran y utilizan como argumentos contra la modernidad capitalista. Enfrentan al individualismo liberal el comunitarismo, en el que el marxismo y el cristianismo se dan la mano.

Las aspiraciones comunitaristas son, al mismo tiempo, aspiraciones a un nuevo modelo de control social: un control más estrecho que el que actualmente ejerce el Estado. Las prácticas de la llamada “justicia indígena”, entre las cuales se encuentran el maltrato físico, la humillación pública, el secuestro y hasta la ejecución extrajudicial, dan una pista de lo que podría llegar a ser ese tipo de control aplicado a toda la sociedad ecuatoriana.

En su afán por fortalecer el criterio de autoctonía –y apoyándose en el relativismo posmoderno–, los intelectuales se han empeñado en equiparar los saberes ancestrales al conocimiento científico. Esta equiparación, en Ecuador, tiene rango constitucional. En el numeral 12, del artículo 52 de la Constitución, se establece que las comunidades, pueblos y nacionalidades tienen el derecho de “Mantener, proteger y desarrollar los conocimientos colectivos; sus ciencias, tecnologías y saberes ancestrales”.

En el ideario político de Pachakutik consta, como base filosófica del Movimiento, la equiparación de la ciencia y la mitología; de la cosmogonía andina y el pensamiento científico. “Basamos –se dice en este ideario– nuestra concepción filosófica en la realidad concreta de nuestro pueblo indio-mestizo,

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en la cosmovisión andina en general y ecuatoriana en particular y en el enorme acervo científico legado por la humanidad” (http://www.llacta.org/organiz/pachakutik/). Aparte de lo forzado de la equiparación, queda flotando en el aire la duda de si es posible hablar de la existencia de una “cosmovisión ecuatoriana”, distinta de una cosmovisión peruana o boliviana, o de cualquier otro país que comparta las mismas bases culturales.

El propósito de los intelectuales neoindigenistas es enfrentar ya no el colonialismo, sino la colonialidad. Concepto que, para algunos de ellos, como Quijano, implica la existencia de relaciones de dominación no solo territoriales, sino epistémicas, basadas en la naturalización de jerarquías raciales (La perspectiva decolonial y sus posibles contribuciones a la construcción de otra economía, Vargas, 2009).

Para ellos, la distinción entre conocimiento científico y no científico o tradicional es un acto de violencia epistémica. En su opinión, el conocimiento científico –transformado en sujetoejerce esta violencia sobre otros tipos de conocimiento, los subordina y minimiza. De ahí, la necesidad de “desafiar (…) la maquinaria de la ciencia como mecanismo de producción de representaciones reales” (Violencia epistémica en la protección de los conocimientos “tradicionales”, Beltrán, 2017). La diferencia entre ciencia y conocimiento tradicional no tiene, para los intelectuales de esta línea, nada que ver con su validez. No importa, pues, la relación que los distintos tipos de conocimiento tengan con la verdad, sino su “lugar de enunciación”: el espacio cultural desde el que cada uno se construye.

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Si la verdad científica no importa –pues se trata de una noción occidental–, sino la base cultural sobre la que se construye el conocimiento, el intelectual no está obligado a probar lo que afirma ni a fundamentar sus ideas. Le basta con creer en lo que dice, y con ponerse en el lugar pertinente para decirlo. Planteamientos así –no hay que olvidarlo– han llevado a algunas intelectuales feministas a defender posiciones tan absurdas como aquella de que la ciencia tiene un carácter patriarcal. Y todo porque, sostienen, la “disputa epistémica” es una disputa de sentidos, es decir, de formas particulares de entender y hacer juicios sobre las cosas. Solo que juzgar y entender a través de la pura emoción, la experiencia personal y las costumbres no pueden dar como resultado un conocimiento equiparable al conocimiento científico. Para Durkheim (Las reglas del método sociológico, traducción 1982), la ciencia se define como una superación del sentido común. O, si se quiere, como la superación del sentido por el descubrimiento.

La relativización de la verdad que hacen los intelectuales indigenistas les da la posibilidad de “ontologizarla” a la manera de Frantz Fanon, para quien, “En el contexto colonial no existe una conducta regida por la verdad (…). En el seno del pueblo, desde siempre, la verdad solo corresponde a los nacionales” (Los condenados de la tierra, traducción 2018: 52).

Una vez superada la etapa de la descolonización, viene la decolonialidad. Concepto que, pese al cambio de nombre, no permite olvidar las ideas de Fanon sobre la descolonización como un cambio total, que llevaría, incluso, a la sustitución de una “especie de hombres” por otra. Decolonizar. Deconstruir. Desarmar y volver a armar: el cambio total.

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El progresismo latinoamericano, que se ha proclamado antimperialista y anticolonial, y que ha renegado de la democracia, aunque se ha valido del método democrático para subir y –muchas veces con fraude– quedarse en el poder, ha alentado la exigencia popular de “que se vayan todos”. Que se vayan todos para ser reemplazados por ellos: los creadores de un nuevo orden, que haría tabla rasa de las instituciones existentes. De ahí el invento, en Ecuador, del famoso poder de control y participación ciudadana y el decreto de caducidad de las ideas de Montesquieu sobre la independencia de poderes, y su sustitución por el principio de colaboración. ¿Se ve asomar por ahí la cabeza del totalitarismo?

Los creadores de la víctima no ven a los indígenas como individuos, sino como un colectivo. Y los rasgos de la víctima colectiva apenas si se modifican con el paso del tiempo. Los intelectuales que le dieron voz y que, a través de la consagración de la autoctonía, le dotaron de un derecho especial; al considerarla un colectivo, le atribuyen una naturaleza invariable. Y la invariabilidad es la expresión fundamental de la pureza.

Pero, como decía Nicolás Guillén en uno de sus poemas: Falta saber si es que lo puro existe. /O si es, pongamos, necesario. /O posible. /O si sabe bien. / ¿Acaso tú has probado el agua químicamente pura, /el agua de laboratorio, /sin un grano de tierra o estiércol, /sin el pequeño excremento de un pájaro, /el agua hecha no más de oxígeno e hidrógeno? / ¡Puah!, qué porquería.

Ni necesaria ni posible en las sociedades humanas, la pretensión de pureza racial o cultural ha terminado siempre en el desastre; en la persecución y la limpieza social; en el exterminio:

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de los armenios, en la Turquía dominada por los “jóvenes turcos”; de los judíos, en la Alemania nazi; de los niños de la calle y los vagabundos, en Brasil.

A los intelectuales les gusta la pureza, pero también los márgenes o, para ser más exactos, la marginalidad. Esto no es contradictorio, pues los marginales son las mismas víctimas, expulsadas de su lugar de origen a los tugurios urbanos y a las veredas y plazas de la ciudad.

La intemperie urbana es uno de los ambientes de las víctimas indígenas.

En las ocasiones en las que algunos municipios, como el de Quito, han decidido alterar la intemperie urbana, en la que las víctimas viven y se muestran, los intelectuales han alzado su airada voz de protesta. Ellos quieren a las víctimas –sus víctimas– siempre en el mismo lugar y en las mismas condiciones. De manera que, cuando se sientan aburridos con la estabilidad y falta de emociones del orden burgués en el que viven, puedan tener a mano, o al ojo, la experiencia de la marginación, que transforma al intelectual infiltrado en las filas de las víctimas en fisgón, en voyeur.

El intelectual, que ha creado a la víctima, ha creado también al victimario. Aunque este posee un carácter más abstracto que aquella. Se trata de Occidente, la modernidad, el capitalismo, el neoliberalismo, el imperialismo, el Estado, la democracia representativa –que ellos denominan burguesa–, la globalización. También, claro está, la sociedad blanco–mestiza y su inveterado racismo.

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El victimario, más que una entidad colectiva, como la víctima, es una fuerza social, política y económica. Las distintas caras del victimario pueden fundirse en una sola: la del colonizador. En él se concentra la labor del intelectual, quien ha transformado la tarea de pensar y escribir –que define su oficio– en un proceso judicial: acusación, sentencia, y aplicación de la pena en la plaza pública. Como la sentencia ha sido previamente dictada, al intelectual no le queda otra tarea que actualizar los datos de un formato acusatorio que tiene, siempre, la misma estructura y sustancia. Varían solo unos cuantos detalles circunstanciales.

Frente al victimario, el intelectual asume el papel de juez, verdugo y fiscal. Y, frente a la víctima, el de testigo y defensor. La identidad del victimario, sin embargo, es más dinámica que la de la víctima. Y esta relativa plasticidad le permite, al intelectual, variar un poco el libreto de la defensa y la acusación. Así, a su indigenismo básico, puede agregarle algún ingrediente diferenciador: el ambiente, la cultura, las relaciones de poder.

Quien desempeña estos papeles cabe, sin el menor esfuerzo, en la categoría de intelectual orgánico de la que hablaba Gramsci. Sin embargo, el intelectual verdadero, afirma Berardinelli (El intelectual es un misántropo, 2015), es producto de su historia personal. Y, por tanto, no pertenece – ni se debe, añadimos– a ninguna clase o grupo. Es más, el intelectual verdadero se constituye frente a la masa y contra ella.

El pensamiento auténtico aúna libertad y verdad: libertad para encontrar la verdad. Los intelectuales orgánicos mantienen una

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relación peculiar con una y otra. En virtud de la cual se les puede aplicar, sin violencia, las palabras de Ezequiel Martínez Estrada, en su prólogo a La Cabeza de Goliat. Refiriéndose a los intelectuales del tipo de los mencionados por Gramsci, el autor argentino dice lo siguiente: “La libertad es para ellos la libertad que se arrogan de privar a los otros de la suya. Entre nosotros se ha perdido la costumbre de la libertad de pensamiento y mucho más la costumbre de hablar a hombres intelectualmente libres. Aun la libertad acostumbramos a verla puesta al servicio de algún propósito o de algún interés de partido” (1970: 11).

Los intelectuales orgánicos son intelectuales masificados. Nunca se los va a oír interpretando un solo en el escenario. Ellos son parte invariable del coro: de la voz unánime. Eso sí, nunca desafinan, conscientes como están de que a quien se aleja un mínimo de la pauta, al que rompe la unidad prestablecida lo echan del grupo.

Las identidades de víctima y victimario son cerradas y definitivas. La víctima jamás podría cometer los actos característicos de los victimarios y estos nunca podrían adquirir las virtudes y la estatura moral de las víctimas. Así ha sido y así deberá seguir siendo por los siglos de los siglos. Los intelectuales se sienten en la obligación de sospechar y encontrar las segundas intenciones de los victimarios y de generar un ambiente de desconfianza en torno a ellos. Los victimarios nunca pueden hacer el bien y las víctimas nunca pueden hacer el mal. A los intelectuales les compete dar fe –independientemente de los actos efectivos de los unos y los otros– de esta imposibilidad, de esta fatalidad.

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Sembrar la desconfianza y mantener el antagonismo, que ha dado lugar a una resistencia que dura ya quinientos años, es una de las tareas que los intelectuales han asumido con orgullo y constancia. Algunos han vivido y viven de eso.

Al cultivo de la sospecha, o de la suspicacia, le llaman crítica. Ejercer la crítica, en su caso, es mostrar que los intereses de quienes ellos procuran mantener en conflicto permanente nunca pueden confluir. Siguiendo a Marx y Engels, que sostenían que el antagonismo irreconciliable entre las clases solo puede resolverse cuando la clase oprimida toma el poder del Estado y se convierte en la clase políticamente dominante, ellos niegan que el consenso pueda ser un mecanismo válido de resolución de los conflictos sociales, una forma de la política que, suponiendo el disenso, contribuye a su resolución. La brecha no puede cerrarse. La brecha no debe cerrarse, pues, si algún momento se cerrara, la resistencia cesaría. Y si esto ocurriera, aunque fuera de manera momentánea, se revelaría que en la sociedad es posible desarrollar un tipo de relaciones distinto de las de dominación y resistencia. La resistencia permanente implica una agresión permanente. Y, por tanto, la existencia de una víctima y un victimario invariables, que jamás aprenderán a relacionarse de otra manera.

Entre ambos se ha desarrollado un conflicto de baja intensidad, que, por esta razón, puede durar indefinidamente, aunque, a veces, el paciencioso resistir termina en estallido. El levantamiento indígena más grande y violento ocurrido en Ecuador, desde los años noventa del siglo pasado, es el que se produjo en octubre de 2019.

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Los indígenas han resistido durante centurias a un enemigo que, a estas alturas, ya no es ocupante ni extranjero. Los descendientes de los colonizadores son, en la actualidad, ciudadanos ecuatorianos con los mismos derechos que los indígenas.

Como no hay un ocupante extranjero a quien resistir, los intelectuales han echado mano del discurso antimperialista de la izquierda latinoamericana. Sin admitir que este discurso juega un papel en las disputas geopolíticas actuales. Y que ellos, con la izquierda, se han alineado con los imperialismos ruso y chino en contra del imperialismo norteamericano.

Han adoptado, también, el discurso antidemocrático, porque, para ellos, la democracia representativa al uso nunca podrá resolver el conflicto de la colonialidad, sino solo prolongar la resistencia de los dominados. Siendo así, la única solución posible es la subversión del orden democrático a través de la violencia, y la construcción de un orden nuevo. El retorno a la comunidad es la opción más apreciada. En la comunidad volverán a reinar los saberes, los chamanes recuperarán su posición y prestigio y la ciencia, derrotada, será un vestigio de la antigua dominación de Occidente. ¿Descolonización dentro de la democracia y el capitalismo? ¡Imposible! Hay que ir hacia el poscapitalismo, volviendo a los saberes del pasado prehispánico. Utopía retro: el lugar que hubo y que ya no hay. Pero, al mismo tiempo, utopía como “nostalgia incurable de un mundo que bien podría ser, pero jamás fue” (Darcy Ribeiro, en Utopía y radicalización en nuestro pensamiento, Fernández Retamar, 2006). La utopía indigenista se manifiesta, así, como una tensión entre ancestralismo e izquierdismo. Lo que vuelve

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–si cabe la expresión– aún más imposible el lugar que no hay o el “no hay tal lugar”, como entendía Quevedo la palabra utopía.

Los intelectuales y sus víctimas, por interés político, deciden, a veces, convertir la diferencia en semejanza. Los indígenas, entonces, afirman ser el pueblo o representarlo. El pueblo: un concepto occidental, romántico.

Con el romanticismo, el concepto de pueblo adquiere un significado cultural y metafísico, evidenciado en la expresión “espíritu del pueblo”. Este concepto, como su versión jurídico-política, tal como la formuló Cicerón: la agrupación de personas unidas por un derecho común, tiene un sentido cohesivo, pero basado en lo que diferencia a un grupo humano de otro. Más que la idea de Estado de Derecho, la visión culturalista de pueblo apuntala la idea de nación y Estado nacional, y destaca las diferencias entre una unidad cultural y otras, y entre los grupos humanos de una misma unidad política.

Ecuador, de acuerdo con la Constitución de 2008, es un Estado multicultural y plurinacional. Por eso, y como toda nacionalidad reclama su propio territorio, Jaime Vargas, con su llamado a conformar un ejército indígena para defender sus tierras, no hace más que sacar las consecuencias necesarias de lo que la Constitución proclama.

Frente a los derechos generados por la igualdad jurídica, los intelectuales progresistas y los líderes indígenas enfatizan la importancia de los derechos generados por la diferencia, por las identidades grupales, ignorando que, como dice Savater (El valor de elegir, 2003), la comunidad étnica no es lo mismo

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que la sociedad de ciudadanos. Y que, por tanto, la pertenencia étnica no es fuente de derechos.

La diferencia entre el pueblo y otros grupos humanos es, para algunas versiones románticas como el marxismo, económica, y, para otras, cultural. Al pueblo, concebido en ambos sentidos, se le atribuye un importante papel en el cambio social y político.

Dado que el romanticismo es una propuesta de transgresión de los límites sociales, políticos y morales vigentes, los marxistas quieren ir más allá de la sociedad de clases; los poetas románticos, más allá de la razón; y los intelectuales indigenistas, que jamás se reconocerían como románticos, más allá del Estado unitario. Las víctimas, por tanto, como encarnaciones del sentido de transgresión, que es el sentido de la historia, solo podrán dejar de ser tales cuando hayan logrado superar el capitalismo y la colonialidad. Los estalinistas y Frantz Fanon, el luchador anticolonial, querían crear al hombre nuevo. Los indigenistas, en cambio, quieren volver al hombre precolombino.

¿Y Occidente? Fernando Savater decía que, en la actualidad, no hay otra civilización que la civilización tecno-científica (La vida eterna, 2007). Los árabes del ISIS, que utilizaron internet para difundir su imagen en el mundo y captar adeptos, los líderes indígenas que usaron teléfonos celulares para guiar la revuelta de octubre, todos ellos, que utilizaron la tecnología de Occidente para conseguir unos objetivos de carácter premoderno –la fundación de una teocracia salafista, el retorno al Tahuantinsuyo–, forman parte de la civilización tecno-científica.

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Y no pueden salir de su seno. Cualquier opción política y social que intenten imponer, a pesar de su convocación al pasado, no dejará de ser una solución al estilo occidental: manchada por sus ideas y errores y experiencias.

Pol Pot, el genocida camboyano, realizó el intento de retorno al pasado más radical del siglo XX. Refugiado temporalmente en una aldea campesina, la forma de vida de sus anfitriones, de estricta subsistencia, le pareció que era la forma en la que deberían vivir todos los seres humanos. El Angkar, el partido comunista camboyano, distinguía el Viejo Pueblo, los campesinos, del Nuevo Pueblo, los burgueses, empleados, intelectuales, que debían ser reeducados o exterminados. Así, una vez que el diecisiete de abril de 1975 conquistó Phnom Penn, trasladó a toda su población al campo.

De esta manera, pensaba Pol Pot, limpiaría a los pobladores urbanos –enemigos de clase del campesinado– de las manchas que les habían dejado el capitalismo y la cultura occidental. Su Estado rural totalitario, que duró 4 años, de 1975 a 1979, provocó la muerte de más de un millón seiscientas mil personas: la cuarta parte de toda la población camboyana. 1975 fue nombrado el Año Cero, el nuevo comienzo de la historia.

La refundación, el hacer tabla rasa de todo lo anterior, ha sido –junto al de pureza y nacionalidad– uno de los principales mitos del anticolonialismo y de los regímenes progresistas de América Latina. El régimen polpotiano es la muestra más acabada de la puesta en práctica de un modelo de Estado poscolonial, autárquico y aislado del resto del mundo. Para diezmar

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a la población camboyana, sin embargo, los jémeres rojos se valieron de la tecnología militar de Occidente.

“A mí, que quizá nunca crezca y me vuelva un hombre”, decía Allen Ginsberg en uno de sus poemas. Los dirigentes actuales del movimiento indígena, como el poeta, tampoco quieren salir del país de “Nunca Jamás”. Les gusta asumir el papel de adolescentes rebeldes e hipersensibles, a quienes nadie les puede decir nada, porque siempre tienen la razón. Si el Padre Estado no les hace caso, se enfurruñan y se encierran en sí mismos como ostras.

Adolescentes eternos, quieren afirmarse poniendo a prueba su autoridad, desafiándolo, y exigiéndole cosas imposibles de conceder. El Gobierno ha decretado el alza del precio de los combustibles. ¿Qué exigen ellos? Que se cambie totalmente el modelo político y económico vigente. Pero el maximalismo, en política, vuelve imposible la deliberación, ya que, desde Aristóteles, se sabe que solo puede deliberarse sobre aquello que está en nuestras manos cambiar. En política, el maximalismo conduce a la división social y, en el extremo, a la guerra civil y entre estados. A pesar de ello, los intelectuales orgánicos se niegan a criticar a sus tutelados y desempeñan, más bien, el papel de tías buenas, y alientan y justifican las demandas irresponsables de los dirigentes.

Ellos mismos, los intelectuales, se niegan a crecer. A separar el mundo de la fantasía del mundo real. Y a aceptar que los deseos tienen un límite, que la realidad y el deseo casi nunca coinciden, porque, de hacerlo, la vida civilizada sería imposible o más insegura y brutal que en el Estado de naturaleza hobbesiano.

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Aunque nos duela, hay que dejar la infancia atrás. Y hay que dejar atrás los anhelos de pureza.

El cambio, para los dirigentes e intelectuales indigenistas, si no es total, se convierte en una inacabable oscilación entre el daño y la pérdida. No les basta con cambiar la situación presente, sino la historia que la produjo. Rehacerla. Reescribirla. El punto de partida del cambio que anhelan es el pasado histórico, no el presente. Por esta razón, cualquier propuesta de mejora que venga de los gobiernos les resulta insuficiente: paliativa y coyuntural. Para cambiar hay que regresar. Solo que el regreso está reservado a quienes tienen el derecho de autoctonía. Los que no tienen certificado de origen no tienen a dónde volver.

Como el cambio que han vivido es una pérdida, las acciones que se imponen son la recuperación y la reparación. De ahí, el discurso en favor de la recuperación de la memoria histórica de los pueblos y nacionalidades indígenas, y el rescate de su cultura. Para afirmarse en el presente recurren al pasado. Un pasado que, en estos momentos, tiene ya poco que ver con la vida y las necesidades de los ecuatorianos. Y que, por lo mismo, es totalmente ineficaz para mejorar el presente. Es evidente, además, que no todos los elementos que componen una cultura son rescatables, y que muchos de ellos se oponen a los valores y convenciones que tienen como base el respeto a los derechos humanos. Más aún, como sostiene Pascal Bruckner (La tiranía de la penitencia, 2008: 131), “La memoria, erigida en instrumento político, está siempre asediada por el resentimiento”.

Actualmente, las personas viajan mucho más que las de hace cien años, y tienen muchas más posibilidades de encontrarse

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y relacionarse con gentes de otros países y culturas que las personas de esa época. Los grandes flujos migratorios de estos tiempos han ampliado de manera sustancial estos contactos y relaciones. Así que la mezcla, la fusión entre personas de diversas naciones y culturas es un fenómeno creciente. La globalización no solo uniforma. Amplía, también, la diversidad, pues la mezcla renueva, produce algo siempre distinto de sus componentes originales.

El mestizaje es uno de los hechos fundamentales de la humanidad. La identidad no es algo dado de manera definitiva. La identidad es lo que vamos siendo y lo que vamos dejando de ser. Nos encontramos con nuestra identidad ahora y no en el pasado. ¿No decía Bécquer que “Nosotros, los de entonces, /ya no somos los mismos”? La identidad es siempre actual. Contemporánea, no antepasada nuestra. Sencillamente, no podría ser de otra manera.

La víctima tiene sed de justicia. El intelectual se acerca a ella. Le levanta, suavemente, la cabeza, y le da de beber su palabra.

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