La buena política

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ENSAYO


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Autor: Fernando López Milán Publicación del Comité Editorial de la Facultad de Comunicación Social Comité Editorial: María Eugenia Garcés Subdecana y Presidenta del Comité Editorial Fabián Guerrero Obando Coordinador del Comité Editorial Miembros del Comité: Juan Pablo Castro Rodas Manuel Agustín Espinosa Fabián Guerrero Obando Impresión: Imprenta de la Facultad de Comunicación Social Bolivia Oe7-132 y Eustorgio Salgado

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ÍNDICE Prólogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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1. ¿Qué es la política? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15

• Política y bien común . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 16 • Política y poder . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 31 • Política y contrato social . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 46 • Política y violencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 54 • Política e identidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 66 • Política y derechos humanos . . . . . . . . . . . . . . . . . . 76 • Una nota sobre la tiranía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 97

2. La buena política . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .107 3. La mala política . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .139 • Un traje a la medida . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .139 • La palabra adulterada . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .152 • El criadero de elefantes blancos . . . . . . . . . . . . . .165 • Agarra lo que puedas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .175 • Divide y vencerás . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .192 • ¿Es posible la buena política? . . . . . . . . . . . . . . . .202

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PRÓLOGO Para el mundo griego clásico, la polis fue la culminación, en el sentido de plenitud, de cualquier forma de convivencia humana. El ser humano, escribió Aristóteles, es un animal político; palabras que pueden asumirse como la constancia de que el mayor bien para un griego de la época clásica consistía en el privilegio de que su vida transcurriese dentro de una ciudad. La polis entonces, no fue la simple infraestructura, los palacios o las calles, tampoco lo fueron las meras instituciones, el poder, la fuerza o la violencia. La polis griega fue fundamentalmente un tipo de espiritualidad y la acción política que iba emparejada a ella, el compromiso individual con el destino colectivo, la manifestación institucional de la virtud personal. En la actualidad, vivimos tiempos terribles, en los que el rostro de esta espiritualidad política se ha deformado al punto que cuando nos enfrentamos a él, cuando miramos cualquier manifestación de lo que hoy se conoce como política, lo que vemos es la expresión de lo peor, de lo más bajo y retorcido que puede tener el alma humana. Buena parte de la fragilidad institucional que afecta hoy a la actividad política, está relacionada con las deformaciones del

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ideal clásico que trajo consigo la ciencia política moderna. En cualquier caso, no es objeto de estas líneas definir cómo hemos llegado a este despeñadero, basta constatar que estamos al borde de un abismo y a punto de dar el paso de no retorno. De ahí la urgencia de los intentos por dignificar la acción política. A mi entender, el gesto más significativo de este estupendo libro de Fernando López Milán consiste en la búsqueda por recuperar ese carácter moral de la política. Rompiendo con la comprensión moderna, la noción de Buena Política, que Fernando propone en estas páginas, devuelve a la política a ese ideal clásico, a ese carácter moralespiritual. Saludo pues la calidad de este trabajo, pero sobre todo su esfuerzo por llevarnos a discutir el tema y si se quiere, enaltecer así la acción política. Óscar Llerena Doctor en Filosofía Universidad Complutense de Madrid Docente Facso

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INTRODUCCIÓN1 Muy pocas personas, en la actualidad, suscribirían la afirmación ciceroniana de que la política es la ocupación más excelsa del ser humano, y de que el buen gobierno de una ciudad –el mayor servicio que, aparte de morir por ella, un hombre es capaz de entregar a su patria– le garantiza el favor divino y la bienaventuranza eterna. Al contrario del filósofo romano, el ciudadano actual afirmaría, sin duda, que la política no es excelsa, sino sucia. Y, sin embargo, ni él mismo se atrevería a negar que es necesaria e inevitable. Para que las sociedades funcionen, alguien tiene que ocuparse de ella. En la Grecia de Aristóteles, ese alguien eran todos los ciudadanos de la “polis”. Y en muchos países, el nuestro entre ellos, ese alguien, con las excepciones del caso, es cualquiera. 1

En la redacción de este ensayo se han incluido algunos textos publicados anteriormente en artículos de prensa de mi autoría y un fragmento, muy pequeño, de mi tesis doctoral.

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Pero la política, que ahora se percibe como una actividad sucia, en la que reinan la mentira, el narcisismo y la corrupción, no es LA POLÍTICA. O, para decirlo de otro modo, no es la buena política. Si, en un primer acercamiento, entendemos la política como una actividad relacionada con la consecución y el manejo del poder del Estado para, como sostenía Aristóteles, alcanzar el bien común, podemos convenir en que hay buena y mala política. Aunque nuestra ya dilatada experiencia con esta última nos haya llevado a asociar toda la política con la actividad de los malos políticos, y a utilizar sus vicios y turbios manejos como criterios para valorar la política en general. Necesitamos, pues, sistematizar, destacar y difundir los elementos constitutivos de la buena política que se han ido construyendo desde hace cientos de años en el pensamiento de Occidente. Más allá de cualquier pretensión cientificista, es preciso asumir que los conceptos sociales y políticos, para que sirvan, efectivamente, de instrumentos de cambio y conocimiento de la realidad, deben tener unos valores como guías y referentes.

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Abandonar las ilusiones cientificistas implica dejar de lado la idea de que los estudios de la sociedad humana y sus instrumentos conceptuales tienen que referirse, exclusivamente, al ser y no al deber ser de las cosas. Y ello porque –si bastara una sola razón– la vida de los seres humanos es tanto material como simbólica. Las personas actúan en función de su experiencia y de sus aspiraciones. Y estas se construyen a partir no solo de la necesidad o el deseo, sino de unos valores asumidos. Incluso Sartori, para quien la filosofía se diferencia de la ciencia en que la primera prescribe valores y la segunda afirma hechos, se ve obligado a aceptar que, en la ciencia, “la no valorabilidad es un `principio regulador` y no un `principio constitutivo`”2 . Y admite que la influencia social de la filosofía política ha sido mayor que la de la ciencia política. Especialmente, a través de su filtración en las ideologías políticas y de

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Geovanni Sartori, La política. Lógica y método en las ciencias sociales (México D.F.: Fondo de Cultura Económica), 250.

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su capacidad para ofrecer a las personas unas finalidades y valores que la ciencia no les puede entregar3. Ya se trate de ciencia o filosofía, los valores siguen ahí. Hay que partir de ellos y volver a ellos a través de la investigación de la realidad. Investigar para valorar. Valorar para corregir el rumbo y, de ser necesario, actualizar los valores que, en un Estado de derecho, guían o deberían guiar la acción política, o hacer los esfuerzos necesarios para que esos valores encarnen en la práctica social. La constatación, ordenación, clasificación y explicación de los hechos son procesos que deben contribuir a estos propósitos. Solo de esta manera los estudios sociales y políticos serán capaces de entregar a los ciudadanos, políticos y autoridades, opciones plausibles para superar los problemas que las sociedades actuales atraviesan.

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Geovanni Sartori, La política. Lógica y método en las ciencias sociales.

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Maquiavelo rompió con la tradición clásica y su visión de la política como una actividad vinculada a la moral. La autonomización de la política frente a la moral le permitió separarse de la filosofía y constituirse –más en términos declarativos que fácticos– como ciencia. De la ruptura iniciada por Maquiavelo nacen las dos grandes líneas del cientificismo en el pensamiento político que todavía perviven. De un lado, el marxismo, que desarrolla una versión de la ciencia como lógica y, de otro, el weberianismo, que se acerca al estudio del Estado prescindiendo de sus contenidos o valores. La actual ciencia política, por su parte, se ha estancado en el puntillismo clasificatorio: una manera de diferenciar un hecho de otro a partir del detalle nimio, que no explica nada ni orienta la toma de decisiones de los políticos y los ciudadanos. A quienes, se entiende, debe servir el conocimiento político, como el conocimiento médico sirve a los médicos y a los pacientes. El cientificismo, al desterrar los valores del estudio de los hechos políticos –una pretensión más que una reali-

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dad–, ha contribuido a minar el interés de los ciudadanos en la política. Pero no hay reflexión política que valga si se aleja del mundo de los valores. Esos modelos de acción cuya valía puede determinarse objetivamente, con criterios históricos y de actualidad. La buena y la mala política requieren de valores diferentes, personas diferentes, acciones diferentes. Tan diferentes son la una de la otra, que, quizá, a la primera convenga llamarla política, con todas sus letras, y, a la segunda, antipolítica. Nosotros nos hemos desentendido de aquella. Sin embargo, si no tratamos de acercarnos a la buena política, y conocer su naturaleza y desafíos, nos volveremos cada vez más desconfiados y apáticos, y dejaremos la puerta abierta para que la antipolítica guíe nuestras vidas.

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Capítulo 1


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¿QUÉ ES LA POLÍTICA? Las definiciones de política que se han dado desde Aristóteles hasta la actualidad pueden agruparse en seis grandes categorías, que, si bien se diferencian por el eje de la definición, comparten algunas características conceptuales. La política es, en todos los casos, una actividad relacionada con el poder público. Solo que mientras, para ciertos pensadores, su objetivo es la búsqueda del bien común, para otros, es la conquista y mantenimiento del poder. Algunos consideran que la política es la administración de un contrato de convivencia, cuyo fin es crear las condiciones para una vida privada próspera, y otros, el manejo y control de la violencia. Más recientemente, la política ha sido vista como una actividad dirigida a la afirmación de una identidad colectiva, pero, también, a la garantía del ejercicio efectivo de los derechos humanos.

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Política y bien común Aristóteles, el principal referente de esta línea de pensamiento, construye su concepto de política en referencia a la ciudad-Estado griega: la “polis”. A la que define como una comunidad de ciudadanos, organizados en familias, que se relacionan y actúan para obtener una vida buena y feliz. Si bien los hombres son seres sociales por naturaleza (zoon politikon) y, siéndolo, tienden a la convivencia, el objetivo de la ciudad, para Aristóteles, no es la pura convivencia, sino el bien vivir, es decir, la consecución de una vida virtuosa y autárquica4. ¿Qué es, entonces, la política? En principio, toda actividad referida a la “polis” o, de manera, más precisa, toda actividad orientada a la consecución del fin principal de la comunidad política, que no es otro que el bienestar de quienes la componen. El bienestar, o el vivir bien, es el interés común. 4

Aristóteles, Política (Madrid: Planeta DeAgostini, 1999).

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La actividad relativa a la “polis”, a la que Aristóteles denomina política, está relacionada siempre con el ejercicio del poder, entendido como mando o gobierno. El mando, sin embargo, solo puede ejercerse sobre hombres libres. El poder del amo sobre el esclavo, en consecuencia, no es poder político. Es, eso sí, una de las tres formas de autoridad que el autor reconoce: la del hombre libre sobre el esclavo, la del varón sobre la mujer y la del hombre sobre el niño. Para Aristóteles, la actividad política, en la medida en que tiene como fin el “mejor bien” y busca la formación de ciudadanos buenos y capaces de realizar acciones nobles, conduce a la felicidad. Por eso, de los seres que no son capaces de participar en ella –los niños y los animales, por ejemplo– no es posible decir que son felices5. La visión aristotélica de la política es una visión ética. De hecho, para el estagirita, la política es una práctica 5

Aristóteles, Ética Nicomáquea (Madrid: Planeta DeAgostini, 1997).

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virtuosa, que no puede ser eludida por los ciudadanos. Es más, lo que caracteriza a un ciudadano es la participación en las funciones deliberativa y judicial de la “polis”. En la primera, como miembro de la Asamblea y, en la segunda, como juez. Puesto que la virtud, según Aristóteles, es propia de todos los seres humanos, y cada quien participa de ella de acuerdo con su función, la participación en la vida pública es, para el ciudadano, una práctica virtuosa. Su obligación es cumplir bien su deber, es decir, mandar bien y obedecer bien. La política, así, es un camino para la realización personal y, al mismo tiempo, una actividad que trasciende al individuo. Tiene, pues, una doble dimensión ética: individual: la felicidad como producto de la virtud, y social: la contribución al bien común. Por su contribución al bien común, la virtud mayor, la virtud perfecta es la justicia. De hecho, su perfección obedece a que su ejercicio se da no solo en relación

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con lo que nos es propio, sino con el bien de los otros. El hombre justo hace lo que le conviene a otro. Y, por esta razón, “El peor de los hombres es (…) el que usa de maldad consigo mismo y sus compañeros”6. La injusticia es antisocial. La justicia, en cambio, fortalece la socialidad, pues lo justo, en términos de Aristóteles, es aquello que produce y mantiene la felicidad de la comunidad política. Cicerón acentúa la visión trascendente de la política planteada por Aristóteles, hasta el punto de pasar de la trascendencia ética a la trascendencia espiritual. Según él, la política es una actividad casi divina, dirigida a la constitución de nuevas ciudades y a la conservación de las ya constituidas. El gobierno de las ciudades es un servicio a la patria que cuenta con el favor de Dios. Al buen gobernante le está reservada la bienaventuranza, mientras que, al mal gobernante, la erranza eterna7.

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Aristóteles, Ética Nicomáquea. Cicerón, Sobre la República (Barcelona: Planeta DeAgostini, 1998).

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Su concepción es claramente constructiva. Se trata de conservar lo ya constituido resolviendo los problemas que atañen a la República, es decir, a la cosa pública, a lo que pertenece al pueblo. Este, que surge de las tendencias asociativas inherentes al ser humano, es el conjunto de asociados unidos por un derecho común. Y el derecho es común porque sirve a todos y es igual para todos. La referencia al derecho común como el vínculo que hace de una agrupación humana un pueblo es uno de los principales aportes de Cicerón a la reflexión sobre la política. Si la política se ejerce entre y sobre personas cuyas relaciones están mediadas por el derecho, este se constituye en condición y límite de aquella; pero, también, la virtud. En la conducción de los asuntos públicos, afirma Cicerón, la virtud debe imponerse a la pasión, y el gobernante debe ser un hombre virtuoso, que practica las cuatro virtudes clásicas: prudencia, justicia, fortaleza y templanza. Filósofos cristianos como Santo Tomás de Aquino y Erasmo de Rotterdam siguen la línea de pensamiento

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sobre la política iniciada por Aristóteles y continuada por Cicerón. Para ellos, también, el objetivo de la política es la obtención del bien común. Es decir, en palabras de Erasmo, el beneficio público o la utilidad pública . 8

El mismo autor, sin embargo, llama la atención sobre los peligros del poder, al que ve como fuente de corrupción, y como origen, según la forma en que sea manejado, de grandes bienes o de grandes males. De ahí, su propuesta de elegir al gobernante (al príncipe) tomando como criterios su carácter y virtud. Sabiduría, justicia, moderación, previsión, celo por el bienestar público son las virtudes que, Erasmo, exige del gobernante. Todo gobernante “lleva su propia cruz”, dice. Y llevarla se traduce en las siguientes prohibiciones: no violentar, no expoliar, no vender magistraturas, no dejarse sobornar.

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Erasmo de Rotterdam, Educación del Príncipe Cristiano (Madrid: Editorial Tecnos, 2007).

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La vinculación de la política con la ética adquiere, en este filósofo, un matiz especial. El modelo ético de actuación que propone para el político es el modelo cristiano. Seguir tal modelo implica, en el caso del gobernante, guiarse por los principios del evangelio –que equivalen a la razón– y no por la experiencia. En virtud de la posición que ocupa, la vida privada del gobernante se vuelve pública. Y, al hacerlo, se convierte en modelo de conducta para los otros. El gobernante, por lo tanto, está sujeto a una ética especial, que consiste en que lo que está permitido a los demás no le está permitido a él. Si el objetivo de la política es el bien público, el manejo del poder es un servicio –no una forma de dominio– que se ejerce como mando entre iguales. Solo que, a diferencia de Aristóteles, Erasmo extiende esta categoría a todos los seres humanos. El poder, al ejercerse entre iguales, requiere de la aceptación popular. El poder político, entonces, es un

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poder consentido, y solo dicha aceptación constituye al príncipe. De ahí que, si se ejerce sobre esclavos, el poder se debilita. Aunque el objetivo de la política es, para los autores clásicos y cristianos, el bien vivir de los ciudadanos, esto no quiere decir que la política deba calificarse de mala o buena en función de los resultados que alcance. Este es el parecer de Bodino. La república, afirma, es el recto gobierno, con poder soberano, de lo que es

común a varias familias. Y, más adelante, “La república puede estar bien gobernada y, sin embargo, verse afligida por la pobreza, abandonada de los amigos, sitiada por los enemigos y colmada de muchas calamidades”9. Importa más, entonces, la forma de gobernar que los buenos resultados conseguidos de manera incorrecta. En la buena política, no es posible

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Bodino, Los seis libros de la república (Barcelona: Ediciones Orbis, S.A., 1985), 60.

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calificar de bueno un resultado si no lo han sido, también, los medios utilizados para alcanzarlo. La defensa del gobierno recto frente al gobierno exitoso, que hace Bodino, debe ser tenida en cuenta siempre que nos encontremos con posiciones “exitistas” contrarias a la democracia y al buen gobierno, como la reivindicación del autoritarismo de Pinochet, basada en los logros económicos supuestamente alcanzados bajo su dictadura, o esa paradójica justificación de la corrupción expresada en la frase “robó, pero hizo obra”. No el éxito, sino el proceder virtuoso es la marca de la buena política. Empresarios exitosos, cantantes exitosos, ¿políticos exitosos? Sí. Los que ganan elecciones. La máxima aspiración de un político es ser presidente de la república: la medida del éxito en su campo. Llegar a alcalde o legislador no pasa de ser un premio de consuelo, un sucedáneo del premio gordo con el que a la mayoría de políticos no les queda más remedio que conformarse.

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A pocos de los políticos de éxito, sin embargo, les calza el nombre de estadistas o de hombres buenos. En ellos, la pasión domina a la razón. Y la peor entre todas es la que Erasmo llama “filartia”: el exagerado amor a sí mismo, que solo se satisface momentáneamente con la adulación propia y ajena10. El exagerado amor a sí mismo, en el político, puede ir acompañado, en los casos más graves, de la ilusión mesiánica. “Una de las ilusiones más interesantes y perniciosas a que pueden someterse los hombres, afirma Bertrand Russell, es la de imaginarse instrumentos especiales de la Voluntad Divina”11. Y esto vale tanto para los individuos como para los pueblos y otros colectivos. Divina, además, puede ser tanto la voluntad de una clase social, como la de un grupo o una iglesia. Otra de las pasiones que daña gravemente a un político es el deseo de venganza basado en el resenti-

10 Erasmo, La educación del príncipe cristiano. 11 Bertrand Russell, Ensayos Impopulares (Barcelona: Edhasa, 2004), 290.

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miento. Aquí, como ocurre con la “filartia”, la política se convierte en un mecanismo de compensación para el político. Y, más allá de los buenos resultados que, eventualmente, sus decisiones lleguen a producir, nunca dejan de ser decisiones autorreferenciales. Tienen como objetivo central al propio político y solo de manera secundaria a la población. Él y no el pueblo es el objetivo de la acción pública. Aunque, hasta la actualidad, la idea de la política como búsqueda del bien común se ha mantenido vigente, autores de diversas tendencias teóricas e ideológicas han cuestionado la posibilidad de existencia de algo a lo que pueda llamarse bien común y voluntad general. Joseph Schumpeter, economista austríaco, es uno de los mayores críticos de lo que él denomina teoría clásica de la democracia, a la que opone su “nueva teoría de la democracia”. Para la teoría clásica, sostiene, las decisiones políticas están dirigidas a la consecución del bien común. Y son tomadas por individuos que, su-

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puestamente, llevan a la práctica la voluntad popular: la voluntad común, que coincide con el bien común12. Pero, continúa, el bien común unívocamente determinado no existe. Primero, porque el bien significa distintas cosas para personas distintas y, en cualquier caso, hay discrepancias en torno al modo de conseguirlo. Además, no es posible identificar una voluntad homogénea entre los individuos, movidos como están por impulsos irracionales, sin unidad ni sanción racional. Por último, y si, en realidad, hubiera una voluntad única claramente definida, cabría, siempre, la posibilidad de discordancia entre las decisiones del Gobierno y la voluntad popular. La idea de voluntad colectiva ha sido cuestionada, más recientemente, por Pierre Rosanvallón, en su crítica a las fuentes de legitimidad democrática. Para este autor, a partir de los años ochenta del siglo pasado, entra en crisis el llamado sistema de doble legitimidad 12 Joseph Schumpeter, Capitalismo, socialismo y democracia (Barcelona: Ediciones Orbis S.A., 1983).

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democrática, es decir, la legitimidad de establecimiento (por vía electoral) y la legitimidad de identificación (representación administrativa del interés general). Para Rosanvallón, las sociedades democráticas actuales viven la era de la particularidad. Razón por la cual, resulta insuficiente la legitimación del poder a través del voto, legitimación que ha “remitido implícitamente a la idea de voluntad general y, por lo tanto, de un pueblo figura del conjunto de la sociedad”13. La idea de pueblo, pues, ya no puede referirse a la noción de mayoría, sino, más bien, a la de minoría. El pueblo, en este sentido, debe considerarse como “la suma sensible de situaciones de minoría de toda naturaleza, una forma nueva de presentación de lo social en la era de las singularidades”14. En la que, según Bobbio, la definición del interés general resulta bastante imprecisa15. 13 Pierre Rosanvallón, La legitimidad democrática. Imparcialidad, reflexividad, proximidad (Buenos Aires: Manantial, 2009), 22. 14 Pierre, Rosanvallón, La legitimidad democrática. Imparcialidad, reflexividad, proximidad,115. 15 Norberto Bobbio, El futuro de la democracia (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2010).

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Aunque sugestivas, las críticas a la idea de bien común yerran el blanco, en la medida en que lo conciben como un resultado y no como lo que realmente es: una condición o una suma de condiciones para que los individuos definan y lleven a la práctica un proyecto de vida propio. Buscar el bien común no significa satisfacer preferencias individuales o de grupo, sino crear las condiciones para alcanzarlas. Buscar el bien común es sentar las bases de la autonomía personal. La prestación de servicios por parte del Estado es una de las formas en las que se concreta el bien común. Garantizar la salud, la educación o la seguridad social de los pobladores es crear las condiciones necesarias para su desarrollo personal. En las sociedades actuales, los derechos humanos (si es que no continúa la tendencia inflacionaria que amenaza con neutralizarlos y volverlos ineficaces) son el marco de referencia del bien común. Y su universalidad es el criterio de lo común.

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La crítica de la voluntad general yerra por los mismos motivos que la crítica al bien común: pensar que se trata de un acuerdo o deseo sobre preferencias individuales o colectivas claramente definidas. Sin embargo, la voluntad colectiva se refiere al mandato que los ciudadanos dan a los gobernantes de crear las condiciones necesarias para la consecución de sus proyectos de vida. Se trata, claro está, de proyectos plausibles, limitados por los derechos humanos y los recursos y nivel de desarrollo de un país. La voluntad colectiva, ciertamente, no puede equipararse a la voluntad de la mayoría electoral. Esta decide quién gobierna. Pero el gobernante está sujeto a un mandato anterior a su elección: el mandato de buscar el bien común. Este le obliga a seguir el camino de la razón, que es, al mismo tiempo, el camino de la ética. En la política del bien común, razón y ética son equivalentes. Y la política trasciende las preferencias e intereses personales, para crear las condiciones en las que estos, siempre que no vayan en contra de la ley y los derechos de los demás, puedan realizarse.

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Política y poder Maquiavelo es, para muchos, el fundador de la política como ciencia. Efectivamente, en El Príncipe, rompe con la visión clásica de la política al separarla de la ética. Su proyecto es explicar lo que la política es y no lo que debe ser: los hechos y no los valores16. Otras ideas de la visión clásica con las que rompe Maquiavelo son, la primera, la idea de la política como servicio, y, la segunda, la de que importa más cómo se gobierna que los resultados que se obtengan. En “El Príncipe”, Maquiavelo reflexiona acerca de la naturaleza de la política, a la que ve como una práctica orientada a la conquista y conservación del poder. Su reflexión se fundamenta en una visión negativa de la naturaleza humana y en la idea de que la consecución

16 Nicolás Maquiavelo, El príncipe (España: Editorial Planeta DeAgostini, S.A., 2010).

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de los objetivos políticos depende de la capacidad de los interesados para adaptarse a las circunstancias vigentes en un momento dado. La adaptación a las circunstancias implica la posibilidad de controlarlas. Con lo cual, Maquiavelo se aparta de cualquier interpretación fatalista de la historia y la política, a la que concibe como una actividad razonable: racional y adecuada a las exigencias del momento. Para él, es posible intervenir racionalmente sobre la realidad. Y la base de esta intervención es el conocimiento tanto del presente como del pasado. De hecho, el conocimiento empírico, y no los principios morales, debe convertirse en la guía de la acción política. Según Maquiavelo, las características que definen a un ser humano son mayormente negativas. Por lo tanto, si el objetivo central de la política es la consecución y mantenimiento del poder, quien aspire a alcanzarlo debe procurar la neutralización y aprovechamiento de las pasiones humanas. Se aleja, así, de la idea clásica

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de la política como una actividad orientada a la consecución del bien común17. La concepción negativa de la naturaleza humana es la base en la que Maquiavelo sustenta una visión de la política más allá de la moral. Pero, también, la distancia que establece entre la forma en que la gente vive y las prescripciones sobre cómo debe vivir. La política, entonces, debe entenderse como la respuesta adecuada a las demandas del momento y no a principios morales. De manera que, en un medio en el que domina el mal no cabe otra opción que aprender a hacer el mal. Claro que, dado el racionalismo que impregna su pensamiento, no se trata de hacer el mal por el mal, sino de utilizarlo de manera breve y oportuna –la crueldad, por ejemplo– y en combinación con el uso dosificado del bien.

17 Según Joaquín Abellán, en “El Príncipe”, Maquiavelo habla de la técnica del Estado y no de la política en el sentido tradicional de buen gobierno17. Su visión de la política y el liderazgo político está condicionada por la realidad histórica de la Italia de entonces, fragmentada en varias repúblicas y principados independientes, sujetos a disputas intestinas y a la amenaza de los estados nacionales que se iban constituyendo en Europa. La conquista y mantenimiento del poder no son, en consecuencia, el fin último de la política, sino un medio para alcanzar la cohesión del Estado y, en lo que respecta a la Italia de la época, su unidad.

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El bien y el mal adquieren, para el florentino, un valor utilitario. La crueldad no es mala en sí misma, sino en virtud de su uso: la crueldad mal usada es mala y la crueldad bien usada es buena. Para Maquiavelo, en consecuencia, el mal solo puede calificarse como tal en relación con sus efectos en la conquista y mantenimiento del poder. Se trata de un mal relativo, cuya identidad depende no de su naturaleza, sino de sus consecuencias. Las obras, ya sean malas o buenas, pueden producir efectos semejantes. Si el mal es relativo, también lo es la virtud. Más aún, la práctica de la virtud, en determinadas circunstancias, puede ser contraria a la consecución de los objetivos políticos. Refiriéndose a las acciones del Príncipe, afirma, “algo habrá con apariencia de virtud que, de seguirlo, será su ruina; y algo con aspecto de vicio, de lo que se sigue bienestar y seguridad”18.

18 Nicolás Maquiavelo, El Príncipe, 88.

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Puesto que la virtud tiene un carácter utilitario, los actos virtuosos no son más que instrumentos para alcanzar el poder o para mantenerlo. Y ciertos comportamientos, como la liberalidad, deben adoptarse siempre en función de dichos fines (la liberalidad sirve solo para alcanzar el poder). Pero no solo eso, sino que al ser el bien un instrumento, no importa tanto su ejercicio efectivo, como su apariencia. El vulgo, dice Maquiavelo, siempre respeta las apariencias y los resultados. Y la satisfacción del vulgo –pues en el mundo no hay más que vulgo– es el sustento del poder, efecto que se alcanza evitando, el Príncipe, ser odiado y menospreciado. Si el mal y el bien son relativos, la política trasciende la moral. Y el Príncipe se ve obligado, según las circunstancias, a no ser bueno. Más aún, a hacer un uso selectivo del bien y del mal. Dado el carácter negativo de la naturaleza humana el Príncipe debe utilizar, y siempre de acuerdo con las circunstancias, la astucia o el terror o, dicho metafóricamente, el modelo mixto de la zorra y el león.

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Los clásicos exigían del gobernante el dominio de sus pasiones a través de la razón. Maquiavelo, en cambio, en lugar de alentarle a dominar sus pasiones, le anima a aprovecharse de las pasiones ajenas en beneficio propio. Es verdad que tanto los clásicos como Maquiavelo conciben a la razón como la guía de la política. Pero aquellos, dado el carácter ético de su reflexión, la identifican con lo bueno, mientras que el autor de El Príncipe la relaciona con lo efectivo. Maquiavelo y los pensadores del bien común difieren, además, en la visión que tienen del pueblo. Diferencia importante, pues de la forma en que unos y otros lo conciben derivan sus planteamientos sobre el estilo adecuado de gobierno. La asociación de hombres libres e iguales, unidos por el derecho, que es como los pensadores clásicos definen al pueblo, no admite el despotismo. El vulgo, en cambio, que es la manera en que Maquiavelo lo de-

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fine, lo acepta sin problema, siempre y cuando le proporcione algún tipo de satisfacción. Si al vulgo solo le importan los resultados o sus apariencias, es evidente que el gobernante que necesita no es el político virtuoso, sino el que ha alcanzado el éxito. El cínico es el modelo del gobernante maquiavélico. Este utiliza la política, sobre todo la social, como un instrumento de legitimación personal, más allá de sus reales impactos en la solución de los problemas que enfrenta. La obra en la que se concreta la política ideada por el cínico produce efectos mínimos, cuando no contraproducentes, en los asuntos que, supuestamente, intenta resolver, y muestra características tales como la falta de necesidad, la impertinencia, la monumentalidad y el gasto excesivo. No en la eficacia, pues, sino en la apariencia es en lo que el cínico se sustenta para legitimarse. Apoyado, por lo general, en un gran aparato de propaganda. Esta forma de legitimación, basada en el engaño y tremendamente costosa para un país, es la “política del

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elefante blanco”, tan difundida en Ecuador y en otros países de América Latina. Contra la “política del elefante blanco” debemos abrir los ojos y actuar en consecuencia, apoyándonos, como propone Maquiavelo, en el uso de la razón y el conocimiento tanto del presente como de los ejemplos del pasado. El relativismo moral del autor de El Príncipe ha influido en el pensamiento de autores modernos tan importantes como Max Weber. Según este, en el proceso de expropiación de los medios de administración del Estado, que da origen al Estado moderno, surge la categoría de los políticos profesionales. La otra categoría es la de los políticos ocasionales: los ciudadanos que participan eventualmente en acciones políticas como las elecciones y las protestas. Los políticos profesionales, a su vez, se dividen en dos categorías: los que viven de la política y los que viven para la política19.

19 Max Weber, El político y el científico. (http://www.hacer.org/pdf/WEBER.pdf.

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Los políticos que viven de la política son aquellos que la tienen como su principal fuente de ingresos, ya sea porque reciben un sueldo, como los funcionarios, o porque obtienen dinero por la prestación de un servicio o, incluso, por actos de corrupción. A diferencia de quienes viven de la política, quienes viven para la política no la utilizan como una fuente de ingresos, sino que se dedican a ella con el objetivo de dar sentido a su vida, de gozar del ejercicio del poder o de conseguir el equilibrio personal y la tranquilidad. Alguien que vive para la política, en la medida en que no vive de ella, necesita gozar de independencia económica. Puesto que los objetivos y la forma de relación con la política son distintos, Weber considera que las cualidades morales y actitudinales de quienes viven de la política y de quienes viven para ella son distintas. Así, mientras del burócrata se exige neutralidad afectiva: actuar sin ira ni prevención, del político que vive para la política se espera parcialidad, lucha, pasión.

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El burócrata debe negarse a sí mismo y observar una disciplina ética, que, en la medida en que implica el cumplimiento de su actividad en acuerdo estricto con las disposiciones de la autoridad, lo releva de la responsabilidad política de sus acciones. A partir de la distinción entre las dos categorías de políticos profesionales, Weber distingue entre la ética de la convicción y la ética de los resultados o de la responsabilidad, propia, esta última, de la política. Su reflexión sobre el tema parte de dos preguntas: ¿cuál es la relación entre ética y política?, y ¿hay una sola ética valedera tanto para la política como para cualquier otra actividad? Según el autor, toda ética expresa la tensión existente entre medios y fines. Y, en el caso de la política, los problemas éticos están condicionados por la atribución a algún grupo del uso de la violencia legítima y por la responsabilidad que esto genera. La ética de la convicción supone una actuación de acuerdo con ciertos principios. El actuar de esta ma-

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nera, para Weber, no genera responsabilidad, pues esta se transfiere a terceros o a las circunstancias. La ética de la responsabilidad, en cambio, lleva al político a actuar tomando en cuenta las consecuencias de su acción; aunque, finalmente, la ética de la convicción y la de la responsabilidad resulten complementarias y deban concurrir en la formación del hombre con vocación política. A diferencia de otras éticas de las consecuencias, que califican la bondad de las acciones por su aporte a la consecución de un fin predeterminado, como la felicidad del mayor número, en el caso de los utilitaristas, la ética de la responsabilidad de Weber no se refiere a fines específicos. Se convierte, así, en una ética relativa, carente de unidad y, por lo mismo, incapaz de guiar la acción del político en el sentido correcto; pues lo correcto solo podría definirse una vez que el acto se hubiera ejecutado. Joaquín Abellán defiende la ética de la responsabilidad weberiana porque, a su parecer, permite que el

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político asuma la naturaleza no moral de la política moderna y actúe en consecuencia con el carácter no racional del mundo. Además, a diferencia de la ética de las convicciones, que promueve un comportamiento radical, la ética de la responsabilidad permitiría llegar a acuerdos y hacer concesiones20. Lo que dice Abellán respecto de la naturaleza no moral del mundo político moderno no es, sin embargo, tan cierto. Aunque, desde Maquiavelo, los filósofos han tratado de autonomizar la política respecto de la moral, en la práctica, casi no hay política que no se desarrolle a partir de ciertos principios morales. Hecho que se muestra, incluso, en la necesidad de justificación moral de los propios regímenes totalitarios. Los famosos procesos contra los contrarrevolucionarios, supuestos o reales, en la Unión Soviética de Stalin, se amparaban en el código penal: la encarnación legal de la moralidad. 20 Joaquín Abellán, “Vigencia del pensamiento político de Max Weber”, file:///C:/Users/Acer/Downloads/Dialnet-VigenciaDelPensamientoPoliticoDeMaxWeber-664484%20(1).pdf

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De otro lado, ni en la vida práctica ni en la política, se negocia o hacen concesiones a partir de la nada. Si alguien concede algo –a no ser que sea obligado por la fuerza– lo hace desde una posición, alimentada por valores e intereses, y hasta un punto definido de la misma manera. Los valores, en los regímenes democráticos contemporáneos, son los de los derechos humanos y el republicanismo. Valores contrarios a estos principios no tienen cabida en el orden democrático ni en el debate público. El cual debe centrarse en buscar las mejores maneras de que estos valores se respeten y guíen la vida en comunidad. Si los políticos, a pretexto de no caer en la “tiranía de los valores”, de la que hablaba Carl Schmitt, renuncian a manejar los problemas sociales y políticos fuera de los principios de la democracia y el republicanismo, puede ocurrir que otras personas y comunidades, que desprecian y actúan en contra de estos principios, amparados, ellos sí, en convicciones políticas o religiosas contrarias a los valores laicos y republicanos, terminen por imponer su razón a la fuerza. Para demostrarlo

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están los cadáveres de los periodistas de Charlie Hebdo y el profesor Samuel Paty, asesinados en Francia por fanáticos musulmanes, que se sentían afectados por el ejercicio de la libertad de expresión: un valor básico e irrenunciable de la tradición democrática. Bobbio afirma que la ética de la política es la del que ejerce la actividad política. Y el juicio moral no es un juicio técnico sobre la idoneidad de los medios. La política, de hecho, no se sustrae al juicio moral. La relación entre ética y política, por tanto, debe referirse a la licitud de sus fines y medios, y no a la idoneidad de los medios para conseguir un fin. El juicio sobre la bondad de los medios y los fines es el juicio moral verdadero. Pero, se pregunta Bobbio, ¿Cuál es el criterio para juzgar la bondad de los fines? La respuesta es la correspondencia de estos con el Estado de derecho. Entendido como el gobierno de las leyes en el marco del constitucionalismo moderno. Un Estado que tiene, entre sus principios más importantes, la visibilidad del poder y la posibilidad de controlarlo21. 21 Norberto Bobbio, Teoría General de la Política (Madrid: Editorial Trotta, 2005).

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Que la ética de la política sea de quien ejerce esta actividad no supone, entonces, que el político deba orientar sus acciones de acuerdo con sus creencias personales, sino con los principios de la democracia y los derechos humanos que constituyen la columna vertebral de los ordenamientos jurídicos y de la organización política de las democracias modernas. La pasión, una de las cualidades que Weber asigna al político vocacional y que Abellán destaca al identificar al político responsable con el político vocacional definido por dicho autor, no es, como ya lo demostraron los clásicos, la mejor cualidad de un político. La prudencia, sí. Entre otras cosas, porque pone frenos a la pasión que tiende siempre a desbordarse, como lo hace la ley, una de cuyas funciones principales es limitar el poder, objeto fácil de la pasión de los gobernantes. En la política, como en los otros ámbitos de la vida humana, la unión entre los principios y la responsabilidad es lo que le da valor ético a un comportamiento. Que

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un Presidente o un Ministro asuma la responsabilidad política de sus decisiones no exime a los funcionarios de su responsabilidad administrativa y penal. Eximir de ella a estos últimos, basándose en el argumento de que solo obedecían órdenes superiores (justificación recurrente en nuestro medio), es justificar principios tan nocivos para la vida en comunidad, y tan afines a los autoritarismos (y a la corrupción), como el principio de “obediencia debida”. Bajo el cual se han amparado muchos de los ejecutores directos de violaciones extremadamente graves de los derechos humanos: la tortura, la desaparición forzada, el asesinato. El Chile de Pinochet y la Argentina de Videla son, también, el Chile y la Argentina de los funcionarios. Política y contrato social La idea de la política como la administración de un contrato garantizado por la ley es obra del pensamiento contractualista, que se desarrolla entre los siglos XVII y XVIII, y que tiene entre sus principales exponentes a Hobbes, Locke, Kant y Rousseau.

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El aporte mayor de los contractualistas es la fundamentación, basada en criterios de necesidad y legitimidad, de lo que hoy se denomina Estado de derecho. El criterio de necesidad se refiere a la idea de orden (garantizado por la ley), y el de legitimidad, a la de soberanía. El Estado, para los contractualistas, equivale a la sociedad política que se constituye gracias al acuerdo originario que establecen los seres humanos al abandonar el Estado de naturaleza, caracterizado, en la versión hobbesiana, por la violencia y el caos; la incertidumbre y el dominio del más fuerte. En la sociedad política, tanto la gestión pública como las relaciones entre los individuos se rigen por la ley, que, como expresión de la voluntad colectiva, es de cumplimiento obligatorio para los ciudadanos. La organización de su vida en función de la ley les permite vivir en un ambiente de seguridad y paz social. La política, entonces, puede entenderse como la acción del Estado dirigida a concretar las aspiraciones que ori-

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ginaron la sociedad civil: el bien común de los pensadores clásicos. Sobre cuyo significado, hay algunas diferencias entre los pensadores de esta corriente. Para Hobbes, por ejemplo, es la seguridad del pueblo. Es decir, la preservación de la vida y la creación de condiciones para que los ciudadanos tengan una vida feliz: otra idea de raigambre clásica. Estas condiciones se refieren, especialmente, a la garantía de la paz interna y externa; pues solo sobre esta base los ciudadanos pueden ejercer su libertad y enriquecerse21. Locke, al igual que Hobbes, piensa que la política debe procurar la felicidad de los ciudadanos y que, para hacerlo, precisa garantizar la protección de la propiedad22. También Rousseau relaciona el bien común con la protección de la persona y sus bienes; pero piensa que el fin último del Estado –y, por tanto, de la política– es la preservación de sí mismo23.

21 Thomas Hobbes, De Cive (Madrid: Alianza Editorial, 2000). 22 John Locke, Tratado del Gobierno Civil (Buenos Aires: Editorial Claridad, 2005). 23 Jean Jacques Rousseau, Contrato Social (Madrid: Espasa-Calpe S.A., 1972).

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Kant, finalmente, dota a los fines del Estado de un carácter histórico. Y lo ve como una condición para el cumplimiento de las potencialidades de la especie humana. En este sentido, la política debería orientarse a la creación de las condiciones para el ejercicio de la libertad de los individuos; pues solo de ese modo es posible garantizar la cabal realización de las fuerzas sociales, en correspondencia con los planes de la naturaleza24. En los contractualistas, la política, entendida como la actividad que el Estado realiza para conseguir los fines que dieron origen a la sociedad civil, es la manifestación del poder soberano, producto, a su vez, de la voluntad de asociación de los seres humanos, que da como resultado la sociedad civil. Al entrar en esta, los hombres se desprenden de los poderes que tenían en el estado de naturaleza, entre ellos, el poder de hacer justicia por mano propia. Esta cesión, que puede ser total o parcial, se hace a favor 24 Inmanuel Kant, ¿Qué es la Ilustración? (Madrid: Alianza Editorial, 2007).

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del colectivo o persona política que se constituye en virtud del acuerdo de asociación. Para Hobbes y Kant, la cesión de derechos es total, mientras que, según Locke, el pueblo se reserva para sí una parte de la soberanía, que le permite intervenir cuando los gobernantes actúan en contra de los fines de la sociedad política. De hecho, el filósofo inglés plantea que la ley es el límite al que debe ceñirse quien ejerce el poder, y que si este no cumple con ella pierde su protección y, por tanto, el pueblo está en la libertad de defenestrarlo. Como expresión de la voluntad colectiva, que es única, el poder soberano es indivisible. Lo que no quita que, para Locke y Kant, la administración del Estado deba sostenerse en la separación de poderes, hecho que, de acuerdo con el segundo, diferencia a un gobierno republicano de uno despótico. Locke distingue tres poderes: ejecutivo, legislativo y federativo (relativo a las relaciones internacionales), y

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sostiene que la separación entre los dos primeros es un mecanismo necesario para garantizar el sometimiento de los gobernantes a la ley y evitar que usen el poder para el cumplimiento de sus fines personales. La teoría contractualista, como se ha podido apreciar, nos lleva a pensar la política en el marco de un Estado de derecho. Y, de esta manera, a entenderla como una actividad legítima, sustentada en el consenso ciudadano y regulada por leyes de cumplimiento obligatorio. Los contractualistas, al defender la existencia de una voluntad colectiva, reafirman la idea de que la ley debe expresar dicha voluntad, pero, también, limitar el poder de los gobernantes. Cuando aseguran que la vida social y política se sustenta en un pacto, actualizan el concepto de pueblo de Cicerón, y la importancia de la ley como mecanismo de cohesión social. Nos revelan, además, que la mala política, esa que se hace a espaldas de la ley o

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contra ella, es un factor importantísimo de ruptura y disolución social. Vivir en un Estado de derecho significa aceptar que estamos obligados los unos con los otros y que cumplir la ley es la forma de honrar nuestras obligaciones colectivas. Si no lo hacemos, contribuimos a generar un ambiente de inseguridad e incertidumbre, en el que solo las necesidades y deseos del más fuerte tienen la posibilidad de realizarse. Con la notable excepción de Rousseau, los contractualistas, al sostener que la comunidad política se levanta sobre la renuncia de los seres humanos a usar la violencia por cuenta propia, separan la esfera pública de la privada. La política, en este sentido, sería una actividad que, si bien forma parte de la primera esfera, asegura la factibilidad de la vida privada, y la prosperidad de los individuos. El acuerdo como fundamento de la sociedad política; la ley como marco de actuación de los ciudadanos y

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gobernantes; la vida en sociedad como ejercicio de obligaciones y responsabilidades mutuas; la norma

como requisito del orden y la libertad; la seguridad como garantía de la convivencia y la prosperidad; la

violencia como potestad del Estado para el cumpli-

miento de la voluntad colectiva y la instauración de la

seguridad; la separación de poderes en la administra-

ción del Estado; y, resumen de todo lo dicho, el prin-

cipio de legalidad como característica definitoria de la sociedad política y de la convivencia civilizada, son los

elementos que los pensadores contractualistas han

asociado a la política, convencidos, como estaban, de

que en las sociedades humanas no hay política sin ley. No cualquier ley, sin embargo, pues no todo Estado

con derecho es un Estado de derecho. En los regíme-

nes totalitarios y autoritarios, en los que el derecho, en lugar de ser un límite para el ejercicio del poder de los

gobernantes, es un instrumento para potenciarlo, no

hay Estado de derecho. En este último, en la interac-

ción que se da entre la ley y los derechos humanos, opera el principio de transferencia. Según el cual, son

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estos los que dan contenido a la ley. Cuando este principio se rompe, la ley obstaculiza o impide el ejercicio de los derechos, especialmente, en circunstancias de conflicto social. Debemos, pues, estar atentos, a fin de evitar que se ahonde el conflicto que, como señala Thoreau, suele darse entre la justicia y la ley25. Política y violencia Mucho más cerca de Maquiavelo que de los clásicos, algunos pensadores han afirmado que la característica definitoria de la política es la violencia. La política, desde esta perspectiva, no es sino el manejo y control de la violencia con fines de dominación o para establecer la seguridad pública. Marx y Engels reflexionan sobre la política en relación con los problemas del orden y el cambio social. Y formulan una teoría del cambio centrada en el conflicto26. 25 Henry David Thoreau, Desobediencia civil y otros escritos (Madrid: Editorial Tecnos, Grupo Anaya S.A., 2008). 26 Carlos Marx y Federico Engels, Manifiesto del Partido Comunista (Moscú: Editorial Progreso, 1974).

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El conflicto, para estos autores, se expresa como lucha de clases. Es decir, como un enfrentamiento entre opresores y oprimidos con intereses económicos opuestos, que, en virtud del conflicto, se convierten en intereses políticos. El poder político, para ellos, no es más que la violencia organizada de una clase (dominante) para oprimir a otra (dominada). Puesto que el conflicto es inherente a las sociedades de clases, Marx y Engels conciben al cambio social como una necesidad histórica. De hecho, cada sistema económico contiene en sí el germen del cambio. Cuando las condiciones de producción material dejan de corresponderse con las relaciones políticas vigentes, el cambio se impone, a fin de adecuar las relaciones sociales y políticas a las nuevas relaciones económicas que se han ido gestando en la sociedad. El cambio es la transformación revolucionaria, radical, de esta sociedad, y la violencia es su método.

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La lucha de clases, para Marx y Engels, es una lucha política que se realiza con el objeto de abolir la vieja sociedad y colocar a la clase revolucionaria en el poder. En el sistema capitalista, esta clase es el proletariado, que participa en la lucha guiado por el partido comunista. Los objetivos del partido comunista son, básicamente, el derrocamiento de la dominación burguesa –la clase antagónica del proletariado– y la conquista del poder político. La abolición de la sociedad capitalista implica la transformación del capital de fuerza colectiva en manos privadas en fuerza colectiva de propiedad común. El medio para conseguirlo es la violación despótica del derecho de propiedad y de las relaciones burguesas de producción. Una vez que, gracias a la dominación política del proletariado y a la eliminación de la propiedad privada del capital, se han abolido las diferencias de clase, el poder político desaparece, convertido en un simple

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poder técnico-administrativo. Así, el conflicto social termina, y la política también. Si la política es producto y agente del cambio social, lo es solo como ejercicio organizado de la violencia para mantener el orden o para cambiarlo. La política siempre es lucha. Y, excepto en los momentos de equilibrio, cuando las fuerzas sociales están equiparadas, su propósito es la conquista violenta del poder o el sometimiento de los que no lo tienen. Si la política, en tanto lucha de clases, solo puede ejercerse mediante la violencia, resulta antipolítico buscar una salida negociada, de consenso, al conflicto interclasista. Quien negocia y se resiste al uso de la violencia es un traidor a su clase, y, al mismo tiempo, un iluso, incapaz de entender que la historia tiene un sentido predeterminado, cuyas distintas fases se van sucediendo, ineluctablemente, con el auxilio de la violencia. En contra de los pensadores clásicos y contractualistas, para Marx y Engels, el derecho no es el marco dentro

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del cual la política debe desarrollarse, sino el límite que debe ser traspuesto. Tampoco es un medio de cohesión social, sino de opresión. La clase en el poder organiza la violencia para someter, y la clase sometida la utiliza para expulsarla de ahí y ocupar su sitio. La historia no avanza de otra forma. La violencia, por tanto, es necesaria. Aunque solo hasta el momento en que se constituye la sociedad comunista. Entonces, el conflicto cesa y el cambio, si se da, ya no puede ser revolucionario. Terminadas las posibilidades de la revolución, la historia concluye. Max Weber es otro de los autores que ha colocado a la violencia en el centro de su reflexión sobre la política. Él propone una definición del Estado que, según sus propias palabras, no se basa en sus contenidos, como en los clásicos, sino en el medio específico del que se vale para realizar sus funciones27.

27 Max Weber, El político y el científico.

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En virtud de los medios de los que se vale, el Estado es aquella comunidad humana que, en un territorio determinado, reclama para sí, con éxito, el monopolio de la violencia legítima. Es, al mismo tiempo, una relación de dominación de unos hombres sobre otros, sostenido en el ejercicio de la violencia legítima, pero, también, en la aceptación de la dominación por parte de los dominados. De acuerdo con lo dicho, el Estado moderno es una asociación de dominación de carácter institucional, que, en un territorio determinado, ha monopolizado la violencia física legítima como medio de dominación y que, para llevarla a cabo, ha reunido todos los medios materiales en el dirigente y ha expropiado de ellos a los funcionarios. ¿Qué es, entonces, la política, para Weber? Una actividad relacionada con la conservación, distribución y transferencia del poder del Estado, pero, también, una aspiración a participar en el poder y a influir en su distribución entre Estados y entre grupos de un Estado.

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Es, al mismo tiempo, una empresa, es decir, una actividad de interesados. De ahí, la importancia de los partidos políticos. Últimamente, David Runciman, inspirado en las ideas de Hobbes, ha vuelto a colocar a la violencia como eje de la política28. Él, lo mismo que Erasmo, considera que la política afecta de manera decisiva, para bien o para mal, la vida de una sociedad. De suerte que, la buena o mala situación social y económica de un país depende, en mucho, de ella. La política, sostiene Runciman, se mueve constantemente entre la elección y la restricción; entre el consenso y la coacción. Sin capacidad de elección no hay política, pues las instituciones humanas dependen de elecciones humanas. Y sin control de la violencia no existe sociedad política.

28 David Runciman, Política (Madrid: Turner Publicaciones S.L., 2014).

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El núcleo de la política, entonces, es el control de la violencia. Pese a ello, no toda política es violenta, ni toda violencia es intrínsecamente política. La violencia es un instrumento para imponer la autoridad y evitar su uso por parte de personas o entidades distintas del Estado. Este es la única entidad con la facultad de usar la violencia en ambos sentidos. Pero, siempre, de manera regulada. Regular, en este caso, significa establecer con claridad quién la maneja, cómo la maneja y en qué circunstancias puede hacerlo. El fundamento del control político de la violencia es la soberanía, que supone el monopolio del uso de la fuerza para resolver conflictos, y la potestad de legislar y hacer cumplir las leyes. El soberano representa al pueblo, quien, al darle su consentimiento para gobernar, se obliga a obedecerlo. El soberano –cuyo poder es el que le ha otorgado el pueblo– tiene la obligación de usar la violencia incuestionable y sentar las bases de la paz. Para lograr este ob-

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jetivo, debe usarla correctamente. Los políticos son responsables de las consecuencias que su uso genere y de las que provoque su omisión. Es tan irresponsable, afirma Runciman, el uso excesivo de la fuerza como el no usarla cuando se requiere. El control político de la violencia no hace mejores a las personas, concluye, pero crea las condiciones para una vida mejor. Que el control de la violencia por parte del Estado crea la sociedad política es algo que los contractualistas ya habían señalado y que pensadores contemporáneos, como Runciman, vuelven a enfatizar. Más aún, el control monopólico de la violencia que ejerce el Estado es la condición de existencia de la política y, al mismo tiempo, una de sus formas. El problema se da cuando, como Marx y Engels, se afirma que la violencia es la forma natural de la política, la cual solo admite la revolución armada o la dominación. Este aserto ejemplifica los peligros a los que puede llevar el cientificismo en términos epistemológicos y políticos. Marx y Engels han justificado el uso

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de la violencia como una necesidad histórica establecida por la ciencia. Y han defendido, como científica también, la idea de que la política y el conflicto que la origina terminarán con el advenimiento de la sociedad comunista. En el fondo, para ellos, la política, excepto cuando se la usa como instrumento para la liberación de la clase oprimida, es perniciosa. Por eso, se adelantan a pronosticar su fin. Pero, a despecho de Marx y Engels, la historia es contingente, y no admite soluciones absolutas. El cambio y el conflicto nunca cesan y la política, la buena, cuando debe adoptar soluciones violentas, lo hace en el marco del derecho. Hay, efectivamente, una violencia legítima. Y para mantener su legitimidad su uso tiene que estar regulado. Fuera de esta regulación toda forma de violencia es inaceptable. Al político enfrentado a la necesidad de usarla no le está permitido lavarse las manos. La renuncia a usarla es un acto irresponsable porque, sin el uso de la violencia legítima, no hay espacio público ni interés

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común. Tampoco hay pueblo, sino individuos o colectivos en lucha permanente por imponer, a través de la violencia, su propio interés. ¿Pero es cierto, según afirman Marx y Engels, y como se infiere del concepto de Estado de Weber, que la política equivale a dominación (aceptada, según este último autor)? Más que la aceptación de la dominación, lo que hace posible la política en un sentido positivo es la aceptación de la autoridad, cuyos límites están establecidos en la ley. La dominación, aceptada o no, es mala política. Mala política es, así mismo, la que realizan esos políticos, que, ignorando el sentido trágico de la existencia humana, la utilizan para halagar su vanidad29. Solo hay buena política cuando las funciones de mando y obediencia, necesarias para conseguir el

29 Max Weber, El político y el científico.

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bien común son, como quería Aristóteles, debidamente cumplidas por los ciudadanos. La buena política es un asunto de hombres libres, cuyo principal deber cívico es esforzarse por mandar bien y obedecer bien. Es decir, hacerlo con responsabilidad, en función de unos principios claramente definidos. Principios que, en las sociedades democráticas, se encuentran en los instrumentos nacionales e internacionales de derechos humanos. El uso de la violencia legítima debe ubicarse en el mismo marco. De ahí, la necesidad de regular de manera precisa su empleo y de conjurar la amenaza que, para el Estado de derecho, significa la irrupción de grupos armados –ya sean estos de carácter político o criminal– que intentan disputar al Estado el monopolio del control de la violencia. Tenemos, muy cerca, el ejemplo de México, donde el crimen organizado no solo que ha infiltrado completamente el Estado, sino que ha usurpado su potestad para controlar la violencia en su territorio y desempeñar, ahí, funciones esta-

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tales como la seguridad pública o la administración de justicia. Frente a la amenaza creciente del crimen organizado no basta el control armado de los grupos criminales. Si no se interviene contra su patrimonio y se evita que sus ganancias se introduzcan en la economía formal, las medidas puramente policiales solo conseguirán que la violencia aumente. Ya hemos visto muestras de ello en las guerras entre bandas rivales en las cárceles de nuestros países. De seguir así las cosas, en un tiempo no muy lejano, quizá nos resulte normal, como en México, ver gente decapitada colgando de los puentes peatonales. Política e identidad La idea de que la sociedad política está constituida por ciudadanos, es decir, por hombres libres e iguales, ha alimentado, hasta nuestros días, la reflexión sobre los objetivos de la política y el carácter de la democracia en Occidente. Y ha guiado la formulación de las leyes y políticas públicas de los países democráticos.

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En la actualidad, sin embargo, viene imponiéndose un discurso que, en contra del principio de igualdad, defiende los principios de diferencia e identidad colectiva como fundamentos de la política y la democracia occidentales. Sus impulsores son, principalmente, académicos francófonos, empeñados en cuestionar el legado de la Ilustración y los principios republicanos, desde un enfoque culturalista. Que, extrañamente, como en el caso de Alain Touraine, opone los derechos humanos, propios, según él, de la “cultura democrática”, a los derechos del ciudadano, que considera característicos del republicanismo francés30. Chantal Mouffe, por su parte, afirma que, si bien el proyecto político de la Ilustración se mantiene, su proyecto epistemológico ha fracasado. Específicamente, los contenidos universalistas, racionalistas y esencialistas que lo constituyen31. 30 Alain Touraine, Qué es la democracia (México D.F.: Fondo de Cultura Económica, 2004). 31 Chantal Mouffe, El retorno de lo político. Comunidad, ciudadanía, pluralismo, democracia radical (Barcelona: Paidos, 1999).

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Según Mouffe, no hay una comunidad de individuos autónomos y racionales ni una naturaleza humana indiferenciada, como propone el universalismo, que, desde su punto de vista, desconoce lo particular y rechaza la especificidad. La idea de un sujeto unitario, sostiene Mouffe, es un mito, pues los sujetos son miembros de comunidades diversas y están constituidos por una variedad de discursos, articulados por prácticas hegemónicas. Por estas razones, afirma, el pensamiento ilustrado ha sido incapaz de reconocer la naturaleza de lo político, es decir, el papel constitutivo del antagonismo. A partir de esta crítica, Mouffe elabora una propuesta teórica, cuyo eje es la distinción entre la política y lo político. Lo político, afirma, es la dimensión de hostilidad y antagonismo característica de las relaciones humanas, mientras que la política es la organización de la existencia. La política, a la que califica de democrática, ten-

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dría como objetivo la neutralización del antagonismo en la construcción de las identidades colectivas. El ideal es la construcción de una democracia plural y radical. Entendida, la primera, como una forma específica del orden político, que distingue entre el antagonismo: relación con el enemigo, y el agonismo: relación con el adversario. El enfrentamiento agonal es la condición de existencia de la democracia. La política propia de este orden es la política democrática. Cuyo propósito no es erradicar el poder, sino multiplicar los espacios en los que las relaciones de poder están abiertas a la contestación democrática. La ciudadanía democrática, en este sentido, no es la adhesión racional a principios racionales, sino el ejercicio de la democracia en las relaciones sociales. La democracia plural y radical articula la diversidad de luchas por la igualdad y su relación con la libertad. Y aborda “nuevos juegos de lenguaje”, de los que se originan nuevas prácticas e instituciones. Los derechos, en

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este sistema, son derechos democráticos. Es decir que, si bien pertenecen a los individuos, en la medida en que expresan la diferencia, se ejercen de manera colectiva. Puesto que, en la modernidad, el poder es un espacio vacío, es necesario construir un nuevo sentido común, que transforme la identidad de varios grupos, para articular las demandas de cada uno, de acuerdo con el principio de equivalencia democrática. En suma, la política, para esta autora, es una disputa entre discursos e identidades colectivas, que buscan la ocupación del espacio vacío e “indeterminado” del poder, desde el cual, un nuevo sentido común generará nuevas prácticas e instituciones sociales. Ernesto Laclau, por su parte, asocia el tema de las identidades colectivas con el populismo, visto desde una perspectiva positiva. Para este autor, las identidades populares se constituyen en virtud de la formación de cadenas de equivalencia, es decir, de la agrupación de demandas particulares no satisfechas por la institucionalidad pública. Al sujeto que se constituye como

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resultado del “proceso equivalencial” Laclau lo denomina sujeto popular32. La representación de la cadena de equivalencia, según el autor, es asumida por una demanda particular. Y el proceso mediante el cual una demanda particular representa a la totalidad se denomina “hegemonía”. Pero la construcción de la subjetividad popular requiere de la producción discursiva de unos significantes que puedan homogenizar las demandas particulares. A estos el autor los denomina “significantes vacíos”. Sin embargo, la constitución del sujeto popular requiere, también, de la definición de una “frontera interna”, es decir, de la identificación de la “fuente de la negatividad social”, o, dicho de otro modo, de un enemigo. A partir de lo señalado, Laclau concluye que la construcción del sujeto popular es una construcción discursiva. Así, y en referencia al discurso populista, el autor 32 Ernesto Laclau, “Populismo, ¿qué nos dice el nombre?”, en El populismo como espejo de la democracia, compilador Francisco Panizza (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2009), 51-70.

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afirma que este “no expresa simplemente un tipo de identidad popular originaria”, sino que la constituye33. La defensa de lo particular es, también, el eje de la crítica de Pierre Rosanvallón a la democracia y al republicanismo. Como se había visto en un apartado anterior, el autor, al afirmar que las sociedades democráticas actuales viven la era de la particularidad, destaca que la idea de pueblo ya no puede referirse a la noción de mayoría, sino, más bien, a la de minoría. La suma de estas minorías o, si se quiere, de estas identidades particulares daría como resultado el pueblo social. Pese a su lenguaje y fuentes posmodernas, la visión de la política de Mouffe no es más que el traslado al ámbito del discurso del viejo concepto marxista de lucha de clases. Aunque el conflicto de clases del marxismo, que, en virtud de su lógica, se resuelve con el enfrentamiento final entre dos clases antagónicas, es, en Mouffe, un conflicto múltiple, que no termina en un momento predeterminado de la historia. 33 Ernesto Laclau, “Populismo, ¿qué nos dice el nombre?”, 70.

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Laclau, como Mouffe, actualiza la visión confrontativa de la política del marxismo, solo que la eleva al plano del discurso, sin abandonar la idea de dictadura del proletariado, a la que, pasándola por el filtro gramsciano, denomina hegemonía, como la resolución del conflicto con el enemigo: esa fuente de negatividad social. El llamado a reivindicar las identidades colectivas que hacen Laclau, Mouffe y Rosanvallón debe tomarse con mucho cuidado. En la actualidad, en Occidente, se vive un acelerado proceso de segmentación identitaria. Al distinguirse un segmento de la totalidad social, exige al Estado proteger su diferencia. Y al hacerlo, propicia el fortalecimiento del control que este ejerce sobre la población. La primera consecuencia de la fragmentación identitaria es la saturación del espacio social y, por tanto, la neutralización de los grupos que se disputan este espacio y la atención institucional. Las identidades grupales se construyen en una disputa con las identidades sociales dominantes, pero, también, con identidades subalternas. En este proceso, los

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distintos grupos pueden entrar en competencia por el reconocimiento institucional y la protección estatal de los derechos que reclaman. El Estado, así, adquiere el papel de árbitro en el conflicto social. Es el Estado el que asigna los recursos públicos y es el Estado, también, el que establece las normas y sanciones. Así, más allá de la validez que puedan tener las demandas de los distintos grupos, la exigencia de nuevas normas y sanciones contribuye a ampliar el radio de control estatal sobre la población. Una alta fragmentación social, como la que viven los actuales países de Occidente, aumenta las posibilidades de control de quienes detentan el poder. Y este control se hace a nombre de una idea “progresista”: el respeto a la diferencia, la defensa de la diversidad. El control en las sociedades occidentales se justifica, entonces, ya no en la excluyente apelación a las mayorías, sino en la abierta apelación a las minorías. La cuestión se complica cuando las reivindicaciones o acciones de un grupo son percibidas por otro como una

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agresión, como una violación del espacio social que defiende, el cual es, también, un espacio simbólico. En estas circunstancias, solo hay dos soluciones posibles: que las reivindicaciones de un grupo se impongan sobre las de otro, o que cada grupo se autolimite, tanto en sus prácticas como en sus demandas y discurso, a fin de no afectar al grupo con el cual ha entrado en confrontación. Por lo demás, es bastante aventurado, como hace Mouffe, afirmar que el proyecto epistemológico de la Ilustración ha fracasado. De hecho, sus ideas fundamentales, el universalismo entre ellas, están detrás de las grandes conquistas sociales y políticas que se han conseguido desde la Revolución Francesa hasta la actualidad. Sin universalismo no hay derechos humanos ni bien común. Tampoco la obligación de encontrar puntos de acuerdo y de establecer objetivos generales, válidos para todos los ciudadanos. Mientras el universalismo conduce a la política en el sentido de la inclusión, el particularismo la guía hacia la exclusión. Y, desde aquí, hacia la imposición y la dominación de quien ocupe ese

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espacio vacío que es el poder, y, apoyado en un “nuevo sentido común”, diseñe nuevas instituciones, con toda seguridad, por los ejemplos que hemos tenido en países como Ecuador34 o Venezuela, menos democráticas que las de la denostada democracia representativa. Política y derechos humanos Los derechos humanos son beneficios, libertades, capacidades y garantías que le corresponden a un individuo por el hecho de pertenecer a la especie humana. Los derechos humanos son subjetivos, es decir, que le pertenecen al sujeto. Aunque se hayan reconocido derechos a las colectividades, el individuo es el origen y el fin de los derechos, y el único capaz de ejercerlos en la práctica. 34 La Constitución de Ecuador, de 2008, crea el Consejo de Participación Ciudadana y Control Social, cuyo objetivo es institucionalizar la participación ciudadana reduciéndola a un proceso técnico-administrativo, sometido al control burocrático. Este Consejo ha servido a la “revolución ciudadana” como un pretexto para desconocer las iniciativas de participación gestadas en la sociedad civil fuera de la dirección y el control del Gobierno, quien ha colocado en el Consejo a personas ligadas a la administración y al movimiento político en el poder.

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Los derechos humanos, no obstante, existen solo en virtud de la socialidad. En el marco, pues, de las comunidades políticas ordenadas por el derecho de las que hablaban los contractualistas. Los derechos humanos, generalmente, están reconocidos en las constituciones o instrumentos análogos que rigen a los estados. Y es este reconocimiento el que les da vigencia jurídica. La vigencia sociológica es el ejercicio efectivo de los derechos jurídicamente reconocidos. Si esto no ocurre, el sujeto tiene la capacidad de exigir su cumplimiento, a través de mecanismos judiciales y de la acción política. En las democracias actuales, la política, tanto si realiza desde arriba como si se realiza desde abajo; desde las autoridades o desde la sociedad civil, busca que los derechos legalmente reconocidos se ejerzan. A través de la política, además, se puede conseguir la ampliación del “círculo de moralidad”, es decir, el reconocimiento de un número cada vez mayor de personas como titulares de derechos.

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Pese a que la “positivización” de los derechos es el punto de partida para su ejercicio, puede, en determinadas circunstancias, servir como instrumento a la demagogia. Una de las formas de la mala política, en la que el discurso sustituye a la práctica, y la declaración se equipara a la acción: política declarativa. De ahí, la importancia de la política desde abajo, que supone la organización y la movilización social en procura de que los derechos declarados se conviertan en derechos ejercidos. Los ejemplos de política declarativa abundan en Ecuador y América Latina, cuyos estados tienen la costumbre de suscribir todos los instrumentos de derechos humanos y de incumplirlos sistemáticamente. La política, como actividad dirigida a la garantía de los derechos de los ciudadanos, es la que caracteriza a los estados de bienestar. Es la política de la inclusión, sustentada en el principio de universalidad y en una ética social acorde con este principio. Según Stein Kuhnle, el Estado de Bienestar es una “Forma de gobierno en

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la que el Estado, mediante la legislación, asume la responsabilidad de proteger y promover el bienestar básico de todos sus miembros. Uno de sus elementos esenciales es una legislación que garantice el mantenimiento de la renta, y otros tipos de ayuda a las personas

y

familias

en

casos

de

accidentes

y

enfermedades laborales, problemas de salud, vejez, desempleo”35. Para Kuhnle, las ideas centrales del Estado de Bienestar se encuentran en el Plan Beveridge sobre la seguridad social en Inglaterra (1942), y en las resoluciones de la Conferencia de la OIT, celebrada en Filadelfia, Estados Unidos, en 1944. Beveridge propone un plan de seguridad social para Inglaterra como parte de lo que él denomina una “política de progreso social”, que debería enfrentar los problemas de necesidad, ignorancia, ocio y enfermedad. Para

35 Stein Kuhnle, “Estado de Bienestar”, en Enciclopedia de las Instituciones Políticas, editor Vernon Bogdanor (Madrid: Alianza Editorial, 1991), 271-273.

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Beveridge, el estado de necesidad es un escándalo evitable, sin ninguna justificación moral o económica36. El plan tiene como objetivo superar el “estado de necesidad” en cualquier circunstancia de la vida. Lo que implica asegurar, a quien lo requiera, los ingresos mínimos para tener una vida saludable y, una vez superado el estado de necesidad, alcanzar la prosperidad personal y social. La superación del “estado de necesidad” se basa en una nueva distribución de ingresos, a través de la seguridad social, que, a más de un subsidio por paro laboral, ofrece servicios de salud y pensiones para la vejez. Cuatro principios guían la propuesta de Beveridge: cooperación Estado-individuo, distribución correcta de la riqueza, interés general y bienestar. Sobre estos

36 William Beveridge, El seguro social en Inglaterra. Plan Beveridge (Centro Interamericano de Estudios de Seguridad Social).

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principios, Beveridge enfatiza que el papel del gobierno es alcanzar el bienestar del pueblo y no la gloria de los regímenes. El interés general se traduce, para él, en la lucha contra la necesidad y la enfermedad. Consciente de que satisfacer dicho interés puede afectar ciertos intereses particulares, hace hincapié en la necesidad de adoptar una disposición al sacrificio. Los planteamientos de Beveridge revelan una visión moral de la política, en la que cobra especial importancia la idea de la distribución de la riqueza como distribución correcta. La política social es el medio para realizarla, pero, también, la política económica, pues una de las obligaciones principales del Gobierno es generar empleo y reducir el paro al mínimo. Mantener a las personas en estado de necesidad, más aún cuando se cuenta con los recursos necesarios para evitarlo, es un acto inmoral. J.L. Aranguren, aunque muy crítico con el Estado de Bienestar, coincide con sus principales postulados, al afirmar que los fines morales de la política son la justi-

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cia distributiva, o igualdad en el bienestar, y el desarrollo de la democracia, que se traduce en autonomía y libertad tanto de las mayorías como de las minorías37. Para cumplir con estos objetivos considera que es necesario convertir al Estado en un sujeto de eticidad. Lo que significa institucionalizar la moral, es decir, pasar “la función moral a la Administración (por ejemplo, bajo la forma de la sustitución de las virtudes individuales de la previsión y el ahorro por unos eficientes seguros sociales de paro, enfermedad, invalidez y vejez)”38 y, con ello, tecnificar la moral. Más allá de lo que dice Aranguren, llevar la moral a la política supone asumir responsabilidades individuales, grupales y estatales en la consecución del bienestar colectivo. Lo que, en el caso del Estado, se traduce, como diría Bodino, en el recto gobierno de lo que nos

37 José Luis L. Aranguren, Ética y política (Barcelona: Ediciones Orbis, S.A., 1986) 222-223. 38 José Luis L. Aranguren, Ética y política (Barcelona: Ediciones Orbis, S.A., 1986) 222-223.

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es común. En un Estado de derecho, lo común a las personas es la ciudadanía, y sus contenidos son derechos: civiles, políticos y sociales. T.H. Marshall considera, en efecto, que los derechos son el contenido de la ciudadanía. La cual, basada en el principio de igualdad, debe entenderse como el estatus que se da a los miembros plenos de una comunidad. Todos los que poseen este estatus son iguales en derechos y en deberes39. La ciudadanía demanda un tipo especial de vínculo: el sentimiento de pertenencia a una comunidad, basado en la lealtad a una civilización (condiciones de vida apropiadas para un hombre en una sociedad), percibida como patrimonio común por hombres libres, con derechos, protegidos por un derecho común. La ciudadanía, en virtud de lo anterior, implica la adopción de un sentido de responsabilidad con el bienestar de la comunidad. 39 Thomas Marshall, “Ciudadanía y clase social”, Reis No. 79 (1997): 297-344, dialnet.unirioja.es

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De los tres elementos que constituyen la ciudadanía: los derechos civiles, políticos y sociales, estos últimos, según el mismo autor, se refieren a tres cuestiones principales: un mínimo bienestar económico, la participación en el patrimonio social, y el vivir una vida civilizada de acuerdo con los parámetros vigentes en una sociedad. Los derechos sociales se concretan a través del sistema educativo y la prestación de servicios por el Estado. Los derechos sociales no deben confundirse con la beneficencia. Esta, siempre según Marshall, le quita al beneficiario su calidad de ciudadano y le separa de la comunidad de ciudadanos. El beneficiario, además, no está en capacidad de exigir de nadie la entrega de los beneficios que requiere. El ciudadano, a diferencia del beneficiario, tiene la capacidad de exigir del Estado las medidas necesarias para garantizar el ejercicio efectivo de sus derechos. De ahí que, Adela Cortina haya definido a los derechos humanos como exigencias, “cuya satisfac-

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ción debe ser obligada legalmente y, por tanto, protegida por los organismos correspondientes”40. La razón de esto, continúa, es que “la satisfacción de tales exigencias, el respeto por estos derechos, son condiciones de posibilidad para hablar de ´hombres´ con sentido”41. La garantía de los derechos, entonces, no tiene una finalidad puramente política o sociológica, sino, ante todo, moral. Y es, precisamente, la moralidad en la que se sustenta el Estado de Bienestar la que ha sido objeto de una dura crítica por esa corriente extrema del liberalismo conocida como libertarismo. Uno de los primeros y mayores críticos de la moralización del Estado es Friedrich Hayek, quien establece una clara diferencia entre el Estado moral y el Estado de derecho, que identifica con el Estado liberal42. 40 Adela Cortina, Ética sin moral (Madrid: Editorial Tecnos S.A., 1990), 249. 41 Adela Cortina, Ética sin moral, 249. 42 Friedrich Hayek, Camino de servidumbre (Madrid: Alianza Editorial, 2009).

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El Estado de derecho es, para Hayek, aquel que se encuentra sujeto a unas normas formales, fijas y conocidas de antemano. Son formales porque no se refieren a los deseos o fines de los individuos particulares ni a circunstancias concretas. Estas normas indican cuál será la conducta del Estado en ciertos tipos de situaciones, definidas en términos generales, y que, por tanto, no hacen referencia ni a tiempos ni a lugares ni a personas específicas. Las normas formales señalan lo que los individuos pueden y no pueden hacer. Dentro de sus límites, ellos son libres para realizar sus deseos y conseguir sus fines personales. Además de marcar las condiciones generales en las que los individuos pueden actuar libremente, las normas formales limitan el poder coactivo del Estado y la discrecionalidad de los funcionarios. Si el Estado, a través de la política, se propone conseguir unos efectos precisos en los individuos, deja de

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ser imparcial. Y, al tomar partido, impone a la gente sus valoraciones. Ya no le ayuda a conseguir sus propios fines, sino que los elige por ella. De esta manera, el Estado se convierte en una institución moral. No en el sentido de opuesto a lo inmoral, sino de una institución que impone a los individuos sus opiniones. Sean estas morales o, francamente inmorales, como en el nazismo o en los regímenes colectivistas contemporáneos. Los intentos de realizar, desde el Estado, ideales de justicia sustantiva e igualdad rompen el principio de justicia e igualdad formales. Principio incompatible “con toda actividad del Estado dirigida deliberadamente a la igualación material o sustantiva de los individuos, (…) toda política directamente dirigida a un ideal sustantivo de justicia distributiva tiene que conducir a la destrucción del Estado de Derecho”43. Si Hayek critica al Estado de Bienestar por su moralidad, otros libertarios lo hacen por su inmoralidad. 43 Friedrich Hayek, Camino de servidumbre, 113.

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Tibor Machan, incluso, lo denomina Estado criminal. Pues, al obligar a las personas a compartir su propiedad –se entiende que a través de los impuestos–, estaría legalizando el robo44. Desde el punto de vista de Machan, todos los problemas que afectan a las personas, la pobreza, por ejemplo, tienen un carácter individual. Y, por esta razón, demandan soluciones estrictamente individuales. Robert Nozick, uno de los representantes más reconocidos de la tendencia libertaria de derecha (hay, también, un libertarismo de izquierda), sustenta su crítica al Estado de Bienestar en las ideas de derechos individuales y Estado mínimo45. Según el autor, el Estado mínimo se basa en la justicia retributiva, no en la distributiva, y tiene, exclusivamente, funciones de protección de los ciudadanos contra la vio44 Tibor Machan, “Por qué es inmoral el Estado benefactor”, www.scbbs.net 45 Robert Nozick, Anarquía, Estado y Utopía (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 1991).

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lencia, el robo, el fraude. Para cumplir estas funciones, debe tener el monopolio de la decisión acerca de quién y en qué circunstancias puede usar la fuerza, y el derecho a castigar a quienes violen dicho monopolio. El Estado, afirma Nozick, nace en virtud del mecanismo de la “mano invisible”, según el cual, ciertas pautas y diseños (institucionales en este caso) surgen de manera espontánea, y no por una decisión voluntaria de las personas. El Estado así surgido no viola los derechos de los individuos, lo que no impide que tenga un poder coactivo. La fuente de este poder son las prohibiciones morales, entendidas como restricciones indirectas a la acción. Las restricciones son derechos, y los derechos de los demás determinan nuestras acciones. Por esta razón, está prohibido a las personas violar estas normas en la consecución de sus fines. Más aún cuando, como afirma el autor, las restricciones indirectas se basan en la idea kantiana de que el hombre no es un medio, sino un fin.

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Si los hombres son fines, son inviolables, y no pueden, sin su consentimiento, ser sacrificados para alcanzar otros propósitos que no sean los suyos, alegando que existe un bien social superior. De hecho, afirma Nozick, en el mundo solo hay individuos con existencias separadas, y ninguna entidad social con un bien propio, que pueda sacrificarse en su propio beneficio. En consecuencia, es inadmisible, y moralmente condenable, que los individuos se sacrifiquen por el bien de una entidad social que no existe o de otras personas. Un Estado más extenso, como el Estado de Bienestar, es moralmente inaceptable, pues tiene la posibilidad de usar su poder de coacción para obligar a unos ciudadanos a ayudar a otros. Esto lo hace a través del sistema impositivo, sistema que le permite apropiarse de las horas de trabajo de unas personas para favorecer a terceros, es decir, obligarlas a trabajar en beneficio de otras, como ocurre en un régimen de trabajo forzado: “El impuesto a los productos del trabajo, afirma Nozick, va a la par con el trabajo forzado (…): tomar las ganancias de n horas laborales es como tomar n

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horas de la persona; es como forzar a la persona a trabajar n horas para propósitos de otra”46. Desde el marxismo, la crítica al Estado de Bienestar se basa en la idea de que su instauración tiene como objetivo garantizar la reproducción del sistema capitalista, a través de la reducción de la conflictividad social, gracias a la entrega de servicios y prestaciones sociales a los trabajadores. El neomarxista Herbert Marcuse cuestiona el Estado de Bienestar como parte de su crítica a la sociedad industrial. Según este autor, las capacidades de la sociedad moderna son mayores que las de cualquiera de las sociedades del pasado. Y, en consecuencia, tiene una mayor capacidad de dominio sobre los individuos47. En la sociedad industrial, la razón tecnológica se ha transformado en razón política. Y el progreso técnico46 Robert Nozick, Anarquía, Estado y Utopía, 170. 47 Herbert Marcuse, El hombre unidimensional (Barcelona: Ediciones Orbis, S.A., 1984).

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científico se ha convertido en un sistema de dominación, que impide el cambio cualitativo (revolucionario) hacia otras formas de vida y la construcción de nuevas instituciones. La contención del cambio social, para Marcuse, es el mayor logro de la sociedad industrial avanzada. La eficiencia y el bienestar que genera la tecnología han debilitado los derechos, y la libertad (que, en verdad, no existe) se ha vuelto cómoda, suave, razonable, democrática. Las libertades y derechos, por tanto, han dejado de ser factores de crítica y cambio. Con lo cual, el debate sobre el cambio se ha reducido a la búsqueda de alternativas dentro del statu quo. A través de la coordinación técnico-económica, la sociedad industrial ha adquirido un carácter totalitario. Lo que torna imposible la realización de las libertades dentro del actual sistema. Un sistema, por lo demás, que ha sabido crear necesidades falsas: necesidades represivas. Así, la nivelación de necesidades y satisfacciones ha contribuido al mantenimiento del orden es-

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tablecido, y el control social se ha insertado en las nuevas necesidades que él mismo ha creado. Los productos y servicios que genera la sociedad industrial constituyen un modo específico de vida: un buen modo de vida, que adoctrina y manipula a las personas. Cuando esto ocurre, surgen el pensamiento y la conducta unidimensionales. Con la unión, en la sociedad industrial, de los elementos del Estado de Bienestar y el Estado de Guerra, los factores problemáticos y perturbadores que la afectan van siendo dominados. Frente a las críticas de los libertarios es preciso señalar que, como afirma Amartya Sen, el fundamento del Estado de Bienestar, igual que el del mercado, es la interdependencia de los seres humanos48. El individuo no puede realizarse ni prosperar sin la interacción, egoísta o altruista, con sus semejantes. No hay individualidad sin colectividad, y, sin la esfera pública, no puede constituirse la esfera privada. La figura del em48 Amartya Sen, “El futuro del Estado de bienestar”, red.pucp.edu.pe

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prendedor solitario es un mito. Los robinsones son imposibles tanto en la vida social como en la economía. Las sociedades humanas no son simples agregaciones de individuos, sino comunidades. Es decir, sistemas sustentados en las relaciones de cooperación y competencia que se dan entre sus miembros49. A la comunidad así constituida le corresponde una ética social –que es la que subyace a la propuesta de Beveridge–. Y su puesta en práctica supone la reintroducción de la moral en la política, de la que la había desterrado Maquiavelo. La riqueza individual se asienta sobre una base colectiva. Y el capital, como afirmaban Marx y Engels, es una fuerza social. La generación de la riqueza individual es imposible sin la infraestructura y la obra pública desarrolladas por el Estado, y sin el conocimiento producido por aquellos –científicos y técnicos–, que, generalmente, no llegan a disfrutar de los beneficios que resultan del uso de sus descubrimientos.

49 Mario Bunge, Sistemas sociales y filosofía (Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1999).

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La obra pública y la protección que el Estado brinda a los habitantes de un país, así como el uso del conocimiento acumulado, producto del esfuerzo de las diversas generaciones que se han sucedido a lo largo de la historia, generan obligaciones colectivas. Mantener y acrecentar este conocimiento ha sido, siempre, una tarea colectiva, en la que han participado miles y miles de individuos y grupos organizados con este propósito. Los libertarios ignoran, de manera interesada, que, como afirmaba Mario Bunge, las sociedades humanas son sistemas. Y, como tales, tienen características emergentes: propias del sistema y no de sus componentes, como la pobreza o el crimen o la distribución de la riqueza, cuyas soluciones no pueden venir exclusivamente de los individuos: del nivel micro, sino, principalmente, de las instituciones políticas: del nivel macro50. La crítica marxista, en cambio, no es capaz de aceptar como válido el mejoramiento paulatino de las condi50 Mario Bunge, Sistemas sociales y filosofía (Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1999).

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ciones de vida de la población. Detrás de su crítica, se encuentra siempre la sospecha. La convicción de que los cambios graduales, los avances no revolucionarios en el nivel de vida de los ciudadanos, esconden, invariablemente, una intención oculta: la dominación. Si los gobiernos logran mejorar la calidad de vida de los habitantes de un país, lo hacen, piensan ellos, con el oculto propósito de dominarlos mejor. Porque el pueblo, al fin y al cabo, según pensaba Maquiavelo, es simple chusma, un rebaño que se deja conducir por las apariencias y el placer fácil. Los marxistas hablan en nombre del pueblo, pero, en el fondo, desconfían de sus capacidades para discernir y elegir por cuenta propia. La libertades y derechos, sostiene Marcuse, han dejado de ser instrumentos de crítica y cambio. Cambio cualitativo, se entiende, o sea, revolucionario. Les reconoce, de este modo, una función puramente negativa, siendo que, en la realidad, las sociedades se mueven constantemente entre la afirmación y la negación.

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Para convivir y desarrollarse, los seres humanos necesitan estabilidad. No es posible vivir en la sospecha permanente de la crítica. Porque los hombres, para vivir y conseguir sus metas, necesitan no solo dudas, sino, también, certezas. Son estas las que les permiten trazar un proyecto de vida. La negación constante conduce a la disolución y, en último término, al caos. El cual, como sabemos desde hace cientos de años, es el origen de las tiranías. Una nota sobre la tiranía Étienne de la Boétie escribió, siendo aún muy joven, el Discurso sobre la servidumbre voluntaria. Uno de los textos más hermosos que se han escrito en defensa de la libertad y en contra de la tiranía51. De la Boétie plantea que el conflicto fundamental de las sociedades humanas es el que se da entre la servidumbre y la libertad o, si se quiere, entre la libertad y la dominación. 51 Etienne de la Boétie, El discurso de la servidumbre voluntaria (Buenos Aires: Utopía Libertaria, 2008).

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La libertad, que consiste en obedecer a la propia razón y no a un hombre, es el mayor bien que puede alcanzar una persona, y la condición de disfrute de otros bienes. Los seres humanos, afirma, nacen con la voluntad de ser libres. Y puesto que nacen libres, y no esclavos, tienen la calidad de hermanos o compañeros. Si la libertad es connatural al hombre, la servidumbre es contraria a la naturaleza. Daña al ser humano y se convierte en la mayor injusticia. Pese a ello, la libertad no siempre es apreciada y cuando eso ocurre la voluntad de servidumbre se impone. La voluntad de servir es la que sostiene a la tiranía: ese poder de hacer el mal a discreción, que se concentra en Uno, y que, en consecuencia, anula lo público. El Uno al que se refiere de la Boétie es el tirano. ¿Quién es, qué características tiene el tirano? Se trata, dice, de una persona común y corriente, frágil como todas. A la que no se debe temer, porque está sola, y menos apreciar, porque es cruel e inhumana.

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Si no se trata más que de un individuo ordinario, ¿de dónde obtiene el poder para someter a los demás y hacer el mal? Del pueblo. El tirano no tiene un poder propio, sino el que el pueblo le ha otorgado. Y si lo mantiene, esto se debe a que el pueblo acepta la servidumbre. Si tomara la decisión de dejar de servir, el tirano perdería el poder y caería. Sometidos, los hombres se convierten en medios de poder del tirano. Se debilitan mientras el poder de este aumenta. El sometimiento se realiza por dos vías: la obligación y el engaño. El tirano crea, muchas veces con el apoyo de la religión, ilusiones sobre su grandeza, que generan temor en sus súbditos. A través de la diversión, el tirano trata de embrutecer al pueblo. Y lo consigue gracias a su credulidad y su ceguera, y a su gusto por el placer más que por la virtud. Ciegos como están, los hombres no advierten que los agasajos y placeres que eventualmente les brinda el tirano no son más que la devolución de lo que este les ha robado.

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La aparente bondad del tirano fomenta la servidumbre. Esta, naturalizada por la costumbre, se impone a la realidad y a la naturaleza. Quienes nacen en la esclavitud y son educados en la esclavitud no sienten la desgracia de ser esclavos, y la aceptan como natural. Se vuelven apocados, débiles, cobardes, pues, con la pérdida de la libertad, pierden el valor. Y lo poco que de él les queda lo disminuye el tirano para sentirse seguro. Un pueblo que vive bajo una tiranía reduce el alcance de sus expectativas y termina por conformarse con lo que le dan. Contrariamente a lo que se cree, la tiranía, que esclaviza a los hombres, no se basa en el poder de las armas, sino en la entrega de favores. En todo régimen tiránico hay una jerarquía de beneficiarios, una estructura piramidal de dominación, en la que si una persona hace favores a dos; estas favorecerán a cuatro; las cuatro prestarán favores a ocho y así, hasta implicar a todo el mundo.

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De esta manera, todos se sienten obligados y el poder del tirano, que no se siente obligado con nadie, se afirma y permanece. El costo para los favorecidos, sin embargo, es muy alto: anulan su personalidad individual y dejan de pertenecerse a sí mismos. El tirano, por su parte, y pese a los favores otorgados, o precisamente por ellos, nunca tiene amigos, sino cómplices. Más radical que de la Boétie, Erasmo hace una crítica de la tiranía y el tirano tan fuerte que lo lleva a justificar el tiranicidio. Para Erasmo, el tirano es, literalmente, una bestia, que, dominada por sus pasiones, utiliza el mando en su propio beneficio. Incluso, las “buenas obras” que hace tienen como objetivo sacar provecho para sí. En el manejo del poder, el tirano hace lo que se le antoja. Y, a fin de conseguir sus propósitos, utiliza el miedo y el engaño, y promueve la división y el odio entre los súbditos. Consciente de su mal actuar, dicta leyes y otras disposiciones para protegerse. Y, al mismo tiempo, alienta las delaciones hasta destruir la confianza social.

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Prevalido de su poder, destruye la riqueza y actividad de los demás y entrega las riquezas del Estado a unos pocos. Han pasado algunos siglos desde cuando Erasmo y Étienne de la Boétie escribieron sus diatribas contra la tiranía. No obstante, esta sigue siendo una tentación y una amenaza al Estado de derecho. La posibilidad de sustituir el gobierno de la ley por el gobierno de Uno está ahí, latente, a la espera de la crisis –social, política, económica– que lo convierta en acto. Siempre hay, siempre ha habido, algún Mesías dispuesto a cumplir con su misión divina o el llamado de la patria o de la historia. En América Latina, nos encontramos con esos personajes a la vuelta de cualquier esquina. Hemos tenido que ver, por décadas, a gobernantes, excesivamente pagados de sí mismos, satisfacer públicamente sus pasiones mientras hablan del bienestar del pueblo y del cambio. Y, al votar por ellos o apoyar sus golpes de Estado, les hemos ayudado a privatizar lo público, y a poner la ley a su servicio, adulterándola, violándola o formulándola de acuerdo con sus intereses. El peligro

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es que, de tanto soportarlos y someternos a ellos, alcancemos el punto de no retorno al que llegó la Alemania de Hitler o la Unión Soviética de Stalin. Masas colaborando con el tirano a cambio de una ilusión o una dádiva, convirtiendo sus favores en la medida de sus propias expectativas, no son para nosotros, los latinoamericanos, un espectáculo extraño. Conocemos, y ya no nos asombramos, de la existencia de estructuras de dominación construidas sobre la base del despilfarro del dinero público y de las obligaciones que generan la corrupción y el delito. Hemos llevado al poder a los tiranos y ahí los hemos mantenido. Pensando, nosotros también, que la política es un instrumento para conseguir objetivos personales, y que los otros, nuestros semejantes, son, igual, un instrumento. La buena política es el único remedio para despertar del hechizo.

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Capítulo 2


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LA BUENA POLÍTICA El ser humano es una entidad biológica y social. Su humanidad deriva no solo de su pertenencia a una especie zoológica, la del homo sapiens, sino de su pertenencia a una comunidad de seres semejantes a él. En ella, se hace y vive. La convivencia, su interacción con seres de su misma especie, es la condición de su humanidad y supervivencia. La política es una actividad referida a la comunidad, cuyo contenido no puede ser sino lo común: aquello que comparten los que son iguales. La comunidad de iguales es la comunidad política. Lo propio de la comunidad es la convivencia. Y convivir significa trascender la individualidad, a través de la participación en un patrimonio común, y en la definición de intereses compartidos. Los cuales, al trascender los intereses particulares, adquieren un carácter público, se vuelven res publica.

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Si, como sostenía Kant, el ser humano no es un medio, sino un fin, estos intereses tienen que ver con la humanización de la sociedad. Solo en este sentido adquieren la categoría de bien común. Alcanzarlo es una tarea colectiva, que genera obligaciones mutuas entre los miembros de la comunidad. La pertenencia a ella es la fuente de la ciudadanía. La vida en común, para que contribuya a la humanización de la sociedad, necesita de la instauración de un orden, es decir, del establecimiento de unas pautas generales de relación, constituidas en función del principio de legalidad (orden legal). Este principio, que permite distinguir entre la esfera pública y la privada, hace factible la política. Hasta el punto de que no es posible hablar de la existencia de la política sin ley. La ley, sustentada en los valores de libertad y justicia, limita tanto las acciones de los individuos como el ejercicio del poder (reglas formales). Y, puesto que se ori-

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gina en una comunidad de iguales, promueve tanto la igualdad formal como la igualdad sustantiva de sus miembros. Gracias a estas funciones, la ley contribuye a la cohesión de la comunidad de ciudadanos que, como planteaba Cicerón, solo en virtud del derecho común se constituye en pueblo. La ley, sin embargo, no siempre es justa. Por ello, se hace necesaria una constante contrastación entre la norma y los derechos humanos, que son los que, en un Estado de derecho (no solo con derecho), deben dar contenido a la ley (principio de transferencia). Hay política desde arriba (desde el aparato estatal) y desde bajo (desde la sociedad civil), pero su objeto es el mismo: la comunidad de ciudadanos. La política desde arriba comprende cuatro procesos principales: 1. Conducción (elaboración de leyes y políticas). 2. Administración (ejecución de las políticas). 3. Control (administrativo, político, judicial y policiaco-

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militar). 4. Negociación (aproximación de intereses y búsqueda de consensos). Todos estos procesos deben concurrir en la creación de las condiciones necesarias para que los ciudadanos realicen sus proyectos de vida. Ellos son el origen y el fin de la política; su motivo y destino. En los papeles, muchos políticos aceptan este principio, pero, en la realidad, actúan como si la causa y el fin de la política fueran ellos mismos. Ellos y su círculo. Puestos a decidir entre la búsqueda del bien común y la conquista y conservación del poder como objetivos de la política, elegirán las dos opciones. La primera, para el discurso, y, la segunda, para la acción. Las decisiones políticas siempre benefician a alguien. Pero, muchas veces, los beneficiarios declarados no son los principales beneficiarios. Los frecuentes casos de corrupción que, en Ecuador y en varios países de América Latina, se han presentado en la obra pública y la prestación de servicios, son el principal indicador

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del desvío o desnaturalización del objetivo de la política. También lo es la permanencia en el poder de gobernantes que han sabido sacar provecho de la política del “elefante blanco”. En esta forma de hacer política, mala política, tiene mucho que ver el concepto que, del pueblo, tengan los gobernantes. Aquellos que, al estilo de Maquiavelo, lo consideran vulgo, o “chusma querida”, como Velasco Ibarra52, se sienten autorizados a engañarlo y dominarlo por su propio bien. Los que lo ven como una comunidad de ciudadanos, por el contrario, en virtud del respeto que el pueblo les merece, tratarán de persuadirlo, a través de la razón y el apego a la verdad, de la bondad de sus decisiones. Una versión hipócrita de la concepción del pueblo como chusma es la del pueblo como víctima o conjunto de excluidos. A las víctimas, inmediatamente, les nacen 52 José María Velasco Ibarra (1893.1979), fue presidente de Ecuador por cinco ocasiones. Famoso por su oratoria encendida y movilizadora, se lo considera un caso paradigmático de político populista.

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padres, mesías, protectores. El padre les dice qué está bien y qué está mal; el protector toma las decisiones en su lugar; y el Mesías se empeña en liberarlas de sí mismas y de los riesgos de la libertad y el sufrimiento inherente a toda vida humana. A través del paternalismo y el mesianismo, se otorga a las víctimas el estatus de irresponsables. Y la irresponsabilidad se constituye en un valor y una excusa. Una sociedad de irresponsables, obviamente, no es una comunidad política. Si, como hemos dicho, la convivencia trasciende al individuo, para ser posible requiere de unas condiciones cuya creación supera los puros esfuerzos individuales. Se trata de condiciones públicas, que no pueden darse sino a través de procesos colectivos. Colectivamente se crea el ambiente o medio en el que se desarrolla la convivencia. Crear este ambiente es uno de los cometidos fundamentales de la buena política. En consecuencia, por su orientación anticonvivencial, los autoritarismos resultan antipolíticos. En los regímenes autoritarios, los gobernantes, a fin de mantenerse

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en el poder, promueven, maniqueamente, la división social y, con esto, convierten a la convivencia en un conflicto permanente. De lo que se ha visto en América Latina en los últimos veinte años, época del florecimiento de los gobiernos “progresistas” de Chávez, Ortega, los Kichner, Correa, una de las mejores estrategias de control social y político ha sido la propaganda basada en la oposición ricos y pobres, pueblo y oligarquías, mayorías y minorías. Es decir, en la división entre buenos y malos. La antipolítica, en el sentido que acabamos de señalar, es idealista. No en las usuales acepciones que se otorgan al concepto (idealismo subjetivo y objetivo), sino en la que el diccionario da al término idealizar: “Elevar las cosas sobre la realidad sensible por medio de la inteligencia o la fantasía”. La idealización, en este sentido, equivale a dar una imagen del mundo y de las personas que poco tiene que ver con la realidad. Y sin un acercamiento objetivo a ella, como quería Maquiavelo, no hay buena política.

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La política la hacen los ciudadanos. Cuando eligen a sus gobernantes, cuando ocupan un puesto en el Gobierno, cuando se movilizan para demandar algo de las instituciones públicas, cuando opinan sobre las cuestiones de interés colectivo, están haciendo política. Esta no es solo un asunto de los políticos profesionales. De hecho, la llamada clase política se origina en la comunidad y lleva en sí sus vicios y virtudes. La calidad de la clase política depende de la calidad de la comunidad de la que surge. Muchos de los peores dictadores que ha sufrido la humanidad han sido elegidos, aclamados, sostenidos por las masas. Las cuales los han entronizado, no necesariamente como producto del engaño y la manipulación, sino de la correspondencia de los sentimientos y modo de pensar de los dictadores con los suyos. El dictador no hace más que elevar estos sentimientos y pensamientos de la esfera privada a la pública. Y, a través de la publicidad, les dota de valor y prestigio. Así, alinearse con sus propuestas no resulta vergonzoso.

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Una de las bases de la convivencia es la confianza social, que se revela en cosas tan simples como la circulación libre, sin miedo, por las calles. Si las leyes y normas cambian de la noche a la mañana, si se ha perdido el valor de la palabra, si los funcionarios roban al Estado, si los criminales de cuello blanco nunca son sancionados y, “encima más”, como se dice coloquialmente, dan lecciones de ética y son llevados por el propio pueblo a los cargos más altos de la administración pública, ya no es posible hablar de convivencia, sino de un estado de antagonismo permanente y, en el extremo, de anomia. La desconfianza genera suspicacia, y la suspicacia prolongada, cinismo. De ahí al nihilismo hay solo un paso. Así se originan los regímenes antidemocráticos, esos que van desde los autoritarismos civiles y militares hasta los totalitarismos. La opción antipolítica es, en último término, la que se da entre la nada –en realidad, el caos– y algún extremo. Puestos a elegir un mandatario, los ciudadanos en los que el sentir antipolítico se ha instalado suelen pro-

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nunciarse en favor del recién aparecido, el outsider, el líder antisistema. Convencidos de que no les puede ir peor, votan por quien representa la salvación milagrosa o el abismo. Destruida la confianza en las personas y las instituciones, los individuos, despojándose de toda responsabilidad con su comunidad, abdican de la ciudadanía. En estas circunstancias, los valores de la civilidad se pierden y el “todo vale” se erige en el principio rector de las relaciones sociales. La convivencia es un asunto de límites y reglas, la sobrevivencia las desconoce. No sería, pues, aventurado calificar a los líderes y ciudadanos de muchos países de América Latina, Ecuador entre ellos, de sobrevivientes políticos. Los unos, convencidos de que se juegan el todo o nada, eligen de modo irresponsable, y hasta suicida, y los otros, para sobrevivir políticamente, gobiernan fuera de la ley. Fortalecer la confianza social es uno de los objetivos centrales de la buena política. Y, para lograrlo, se esfuerza por garantizar una convivencia segura: unas re-

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laciones entre ciudadanos, funcionarios y autoridades en las que se respete la palabra. Es decir, en las que se haga lo que se dice, se cumpla lo que se ofrece, se hable con la verdad. En una democracia, la economía verbal es tan importante como la economía monetaria. No malgastar la palabra, no adulterarla, es una obligación tanto de los ciudadanos como de los políticos profesionales. El mal uso de la palabra impide el diálogo. Y si se expulsa al diálogo de la política, esta se transforma en pura imposición. Muchos políticos profesionales se han especializado en usar la palabra para, rompiendo la relación lógica que debe haber entre preguntas y respuestas, romper el circuito comunicativo. Es una estrategia de simulación lingüística, que, sin embargo, se asume como habilidad política. Impedir la comunicación, pretendiendo comunicarse, es un atentado contra la convivencia, tanto en términos éticos, como en términos lógicos y lingüísticos.

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La mala política es ficción política. En Ecuador y otros países de América Latina suele haber un abismo entre las ofertas de los candidatos y su realización. De hecho, los programas electorales no se elaboran para ser cumplidos. El público lo sabe y simula creer en ellos, quizá porque, en el excesivo alcance de las ofertas electorales tienen mucho que ver sus propias, desmesuradas expectativas. Los electores, simplemente, no quieren dejar de creer en milagros. Ocurre con la política de ficción lo que, según Umberto Eco, ocurre con la narrativa de ficción. La lectura de un texto de este tipo solo es posible si se produce lo que el filólogo italiano denomina pacto ficcional: “el autor finge que hace una afirmación verdadera. Nosotros aceptamos el pacto ficcional y fingimos que lo que nos cuenta ha acaecido de verdad”53. ¿Por qué la ficción se impone en la política? ¿Por qué, si, siempre, el elector entusiasta termina desilusio53 Umberto Eco, Seis paseos por los bosques narrativos (Barcelona: Lumen, 1996), 85.

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nado? Nadie puede ser engañado una y otra vez con el mismo cuento, a menos que esté dispuesto a ser engañado. La credulidad, decía Savater, es un mal incluso peor que la fe54. Contra la credulidad debe levantarse la buena política, también contra la suspicacia, y, a la ficción política, oponerle el discurso de la realidad, que es el discurso de lo posible; alejado, en igual medida, de las doctrinas del shock y la revolución. A la ficción política se suma la miopía cívica. Una enfermedad de la cultura política que no permite, a los afectados por ella, ver más allá de sus intereses y hasta de sus caprichos personales. Frente a esta enfermedad no hay otro antídoto que la educación cívica, la educación para la democracia. De hecho, una de las principales amenazas a este régimen, siempre en la cuerda floja, es, como sostiene Robert Dahl, el débil arraigo de los valores democráticos y de la idea de Estado de derecho en la población55.

54 Fernando Savater, La vida eterna (Madrid: Editorial Ariel S.A., 2007). 55 Robert Dahl, “La Democracia”, PostData 10 (2004): 11-55.

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Tanto en la ficción política como en la miopía cívica ha incidido la instauración del modelo de democracia representativa, indispensable, no obstante, en sociedades tan grandes y complejas como las nuestras. En la Atenas de Aristóteles, las decisiones políticas eran un asunto de todos los ciudadanos, ahora, excepto en los procesos electorales, están en manos de unas élites. Acostumbrados a la política desde arriba, los ciudadanos han terminado por desentenderse de ella. Sin embargo, volver a la democracia directa al estilo ateniense es, en la actualidad, una utopía. Tampoco, por sus efectos de fragmentación social, cabe la política excluyente de las minorías y de la militancia identitaria. ¿Qué queda, entonces? La recuperación del civismo. El quehacer cívico tiene, al menos, tres elementos: actuar en el marco de la ley, actuar de acuerdo con el principio de simpatía, desempeñar nuestras obligaciones políticas de modo responsable. El principio de simpatía es uno de los pilares de la filosofía estoica y se refiere a la idea de interdependencia de todo lo existente. Así, según Epicteto, si el

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hombre, en busca de su propio bien, actúa de acuerdo con las leyes de la naturaleza, estará actuando en beneficio general. La divinidad, afirma, “dio tal naturaleza al animal racional que no pueda conseguir ningún bien privado a menos que ofrezca algo beneficioso para el común”56. Pero saber distinguir lo irracional de lo racional, que, para los estoicos, es lo conforme con la naturaleza, requiere, como ya lo hemos señalado, de una buena educación. A este respecto, John Stuart Mill afirma que es bastante probable que el individuo debidamente educado sienta un afecto sincero por el bien público. Tanto la opinión pública como la educación, sostiene Mill, deben actuar de tal modo que el individuo no pueda “concebir la felicidad propia en la conducta que se oponga al bien general (y que) en todos los individuos el impulso directo de mejorar el bien general se convierta en uno de los motivos habituales de su acción”57.

56 Epicteto, Disertaciones (Madrid: Editorial Planeta.DeAgostini, S.A., 1999), 72. 57 John Stuart Mill, El utilitarismo (Madrid: Alianza Editorial, 2010), 67.

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A despecho de lo que pensaba Aristóteles, no hay regímenes políticos perfectos. La democracia no lo es. Y en eso radica su humanidad, su escala humana. Si los seres humanos son imperfectos, también lo serán las instituciones por ellos creadas. Los regímenes perfectos, como el comunismo anunciado por los marxistas, son antihumanos. La perfección es refractaria al cambio. Lo imperfecto, por el contrario, es la condición de su existencia. La imperfección nos permite trazar proyectos para superarla y para mejorar nuestras instituciones. Lo perfecto nos paraliza. Nos cierra las posibilidades del futuro e impide el establecimiento de relaciones auténticamente humanas. No se puede amar a los dioses, decía uno los personajes de Eça de Queiroz. Y, por lo mismo, tampoco es posible hacer política de lo perfecto. Uno de los principios centrales de la buena política es que no hay soluciones milagrosas. Las soluciones políticas, por lo general, son parciales y provisorias y

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deben irse ajustando de acuerdo con el cambio de las circunstancias. Los versos, “Hemos hecho/nuestro mejor esfuerzo para empeorar el mundo”, del poeta Montale, son una definición exacta de la política utópica, mala por irrealizable. Y, aunque sus propulsores sostengan que, gracias a ella, “están dando el gran salto hacia adelante” o realizando el “cambio cualitativo” o “creando al hombre nuevo”, la mala política es un esfuerzo retrógrado. Nos lleva siempre hacia atrás, a contramarcha de los valores del humanismo, que fundamentan y guían la buena política. Esta no aspira a alcanzar lo perfecto, sino a hacer lo adecuado: lo pertinente tanto a las circunstancias como a los principios de justicia y libertad. La justicia fortalece las libertades y estas hacen posible la justicia. Si la justicia que tarda no es justicia, la política extemporánea no es buena política. La política es imperfecta porque en ella, como ocurre en otras esferas de la vida, las personas deciden con

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la razón y la pasión; condicionadas por sus prejuicios y emociones. No hay electores ni gobernantes ciento por ciento racionales. Sin embargo, el margen de irracionalidad de un elector, que es alto, debe reducirse al mínimo en el gobernante y el legislador. La razón, en la buena política, equivale a la ética. Aquí, una acción es racional no porque sea económicamente rentable o le proporcione ganancias políticas al gobernante, sino por su contribución al bien común, aún a costa de grandes egresos –no recuperables– para el Estado. Los subsidios estatales a las poblaciones que están en situación de pobreza o indigencia son un ejemplo de la relación inextricable entre razón y ética que caracteriza a la buena política. Aunque esta no persigue la perfección, sí busca la corrección. Rechaza, por tanto, el uso de medios malos para alcanzar fines presuntamente buenos, así como los fines u objetivos contrarios a los derechos humanos. Por esta razón, las acciones de la buena política son distintas de las de la mala política; incluso, y aunque suene paradójico, si son las mismas.

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Es muy frecuente oír a expertos, que presumen de mesurados y objetivos, analizar la herencia de un gobierno autoritario haciendo un balance de obras buenas y malas. Esta forma de evaluar, centrada en los resultados, desconoce que todas las obras realizadas por un régimen de este tipo están viciadas por la perversidad original de sus objetivos: mantener en el poder al déspota y a sus seguidores, y anteponer sus intereses particulares a los de la ciudadanía. Los “buenos resultados” de un gobierno autoritario son una forma negativa de legitimación. Fortalecen al gobernante a costa de las libertades de los ciudadanos y la justicia. Lo que este presenta como bueno, casi siempre, implica un mayor costo y una menor calidad que si hubiera sido hecho por un gobierno auténticamente democrático. Muchas de las “buenas obras” de los gobiernos autoritarios esconden sobreprecios y corrupción. La buena política desde arriba es el recto gobierno del que hablaba Bodino. Ese que tiene como regla ineludible la publicidad de sus actos. Excepto en ciertas

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cuestiones que atañen a la seguridad del Estado, el secreto es antipolítico. El uso de cláusulas de confidencialidad en los contratos públicos o en los acuerdos de un Estado con otros estados, bancos o empresas es un instrumento recurrente de la mala política. Las personas pueden entender lo que les sucede y actuar en consecuencia cuando cuentan con la información necesaria para identificar las causas de los sucesos que les afectan. Negarles la información a la que tienen derecho contribuye a hundirlos en el desconcierto y la impotencia. En quienes han sufrido las consecuencias de las cláusulas confidenciales y el secretismo se afirma la conciencia

de

su

insignificancia

frente

a

las

todopoderosas fuerzas de la historia. A golpes de confidencialidad y secretismo se va reforzando, en ellos, el convencimiento de que no son, no pueden ser sujetos, directores de sus propias vidas.

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Al asumir que están a merced de fuerzas que exceden sus posibilidades de control individual o colectivo, están listos para aceptar que solo poderes superiores, encarnados, por lo general, en un líder autoritario, una secta religiosa o algún grupo político fundamentalista, los pueden proteger y salvar. Fatalismo y autoritarismo suelen ir de la mano. Si cuando analizamos la vida política de un país nos llaman la atención sus líderes –buenos o malos– más que la bondad y solidez de sus instituciones, es muy probable que la función esencial de la política se haya desnaturalizado y que esta, en lugar de ser un servicio a la comunidad, se haya convertido en un medio para la figuración y prosperidad de un individuo. En un país en el que el líder destaca más que sus instituciones, gobernará, con seguridad, la mala política, y el Estado de derecho o será muy débil o habrá desaparecido. Si la política, en términos amplios, es el ejercicio del poder político, ¿el poder que ejerce un dictador sobre el pueblo es, también, político?

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Para contestar esta pregunta es necesario recordar la distinción que establecimos entre buena política y mala política, y entre política desde arriba y política desde abajo. La buena política, hemos dicho, es la política en sentido estricto, mientras que la mala política es antipolítica.

El

poder

político,

entonces,

pertenece

únicamente a la buena política. El poder político desde arriba es la capacidad de las personas que ocupan una posición en los órganos del Estado para tomar decisiones sobre los asuntos de interés público, en busca del bien común, haciendo uso de los recursos que, para decidir y actuar, este les proporciona. El contenido del bien común son los derechos humanos. Por lo tanto, el poder político se ejerce como servicio y gobierno entre iguales, y no como dominación. La capacidad que constituye el poder político es de dos tipos: jurídica e institucional. Y, en ambos casos,

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se basa en la existencia de recursos estatales, materiales e inmateriales (normas), que hacen posible la decisión y la acción. El poder político desde abajo, en cambio, es la capacidad de las personas u organizaciones de la sociedad civil para incidir en la toma de decisiones de los gobernantes y legisladores sobre asuntos de interés público. Este no se basa en el uso de recursos estatales, excepto cuando utiliza los mecanismos y procedimientos establecidos por la ley para cumplir con sus objetivos de exigencia de derechos. Para llevar a la práctica la buena política se requiere de políticos totalmente distintos de los que se dedican a la mala política. Weber habla del político por vocación. Al que le asigna tres cualidades principales: la pasión, el sentido de responsabilidad y la mesura. Por pasión entiende la entrega a una causa. La política, afirma el autor, se hace con la cabeza, pero la pasión evita que se con-

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vierta en una frivolidad intelectual. Pero, a más de actuar con pasión, el político, guiado por el sentido de responsabilidad, debe actuar con mesura, es decir, guardando la distancia necesaria con la realidad y los hombres. La amenaza más grave para el político es la vanidad. La enemiga, según Weber, de la entrega a la causa y de la mesura, incluso, en relación consigo mismo, que vuelve al político indiferente al sentido trágico que subyace a toda acción humana. Si bien el instinto de poder es una característica normal del político, la vanidad lo convierte en pura embriaguez personal, en búsqueda del poder por el poder. Cuando llega a este estado, el político actúa en el vacío y sin sentido alguno (político del poder). E, inducido por la vanidad, comete dos graves pecados: la ausencia de finalidades objetivas y la falta de responsabilidad. Según lo dicho, la vocación de un político no puede ser otra que el servicio público. Esto excluye de la buena política a las tres categorías principales en las

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que se ubica el 95% de los políticos de Ecuador y América Latina: los que quieren dominar y los que quieren medrar económicamente, ya sea a través de la corrupción, de un salario o de la vinculación con empleadores y empresarios. Estos ven a la política como un medio para obtener ingresos; en el presente, a través del desempeño de un cargo público; y en el futuro, gracias a los contactos que, en virtud del cargo que ostentan, pueden establecer para realizar negocios o conseguir empleo. La tercera categoría es la de los figurones: instrumentos dóciles de los dominadores. Presentadores de televisión, músicos populares, futbolistas desempleados, reinas de belleza, actores de reality shows desempeñan a la perfección este papel. ¿Qué debemos exigir de un político que se ofrece a ser nuestro representante en el Gobierno o en la legislatura? Las virtudes que de él exigían Cicerón y Erasmo, así como la observancia de las prohibiciones plantea-

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das por el autor de Elogio de la Locura. Estas virtudes y prohibiciones constituyen una ética especial, según la cual, como decía Erasmo, lo que está permitido al común de las personas no le está permitido al político. Virtudes: prudencia, justicia, fortaleza, templanza, previsión, celo por el bienestar público. Prohibiciones: no expoliar, no violentar, no vender puestos, no dejarse sobornar. Cuando alguien tenga que elegir a sus representantes políticos, aparte de las virtudes y prohibiciones men-

cionadas, debe tener en cuenta los criterios de desconfianza que detallamos a continuación:

• El candidato sostiene que su vida no le pertenece, porque es propiedad del pueblo o de la patria. • El candidato señala que, si participa en las elecciones, lo hace como respuesta al llamado del pueblo. • El candidato demuestra una vocación de servicio tan grande, que quiere ser reelegido sin término ni tasa.

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• El candidato proclama que su participación en la política es un sacrificio ineludible y exclusivo, porque nadie, sino solo él puede hacerlo. • El candidato recalca que está dispuesto a separarse de su familia y a ponerla en segundo plano por el bien de la patria. • El candidato dice que habla en nombre de los que no tienen voz. • El candidato proclama que se ve obligado a volver porque al país que dejó en la bonanza los gobiernos posteriores lo han reducido a ruinas. • El candidato afirma que la historia lo absolverá ¿Por qué debemos tener cuidado con los políticos que cumplen con alguno de los criterios de desconfianza señalados? Simplemente, porque las personas normales actúan de otro modo. A diferencia de dichas personas, esos políticos tienen una mirada excesivamente abstracta de la vida y la política. Ninguna persona normal fingirá que la muerte de mil soldados en la guerra le importa más que la

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muerte de su madre o de su hijo. Pero ellos proclaman a voz en cuello que lo que más les duele es la suerte de abstracciones tales como el pueblo, la patria o la humanidad. La conciencia cívica es conciencia de lo concreto, de los problemas que afectan nuestra convivencia ahora y que requieren de una solución para nosotros, en nuestro tiempo y nuestras circunstancias. Lo más concreto es lo más cercano a la vida cotidiana. Y lo cotidiano es continuo. La buena política, centrada en el presente, busca garantizar la continuidad de la convivencia. Abomina de los cambios radicales no solo por sus consecuencias en el corto, sino en el largo plazo. Busca un mejor futuro haciendo mejor el presente. Los problemas sociales son innúmeros y la política es limitada. Jamás la política podrá resolver todos los problemas que genera la convivencia entre ciudadanos. Si realmente es buena, contribuirá a mejorar la situación existente o a evitar su deterioro. Pero siempre tendrá que enfrentar nuevos problemas, para los cua-

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les deberá proponer nuevas soluciones, respetuosas, eso sí, de los valores humanistas que fundamentan las democracias actuales. En este aspecto, el de los valores, la buena política es conservadora. No lo es, en cambio, en términos cognoscitivos. Como su materia es lo contingente, busca sus soluciones fuera de las doctrinas, ya sean estas políticas o religiosas, pues su elemento es el pasado, lo definitivo, lo inmutable. Dado su alto nivel de abstracción, la mala política, cuyo discurso vale para cualquier tiempo y circunstancia, no puede prescindir del dogma y el lugar común. En ellos encierra la materia inestable de la vida. Con ellos paraliza el pensamiento de los ciudadanos. Y sobre esa parálisis instaura su reino.

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Capítulo 3


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LA MALA POLÍTICA Un traje a la medida A los políticos del poder, como los llamaba Weber, les encanta la repetición. Además, durante el ejercicio de sus funciones han llegado a convencerse a sí mismos de que son imprescindibles. Murió Platón, murió Aristóteles, murió Newton, y el mundo siguió andando. Pero Aleksandr Lukashenko, que controla el poder en Bielorrusia desde 1994, ante las multitudinarias protestas contra las elecciones fraudulentas que, el nueve de agosto de 2020, le llevaron a la presidencia de la república por sexta vez, dijo: “Si destruyen a Lukashenko será al principio del fin”. Eso dijo Batka: el padre de la nación. Como su hermano bielorruso, el político del poder se pregunta: “este país de última, lleno de mediocres e incompetentes, ¿podrá sobrevivir a mi retiro, logrará sobrevivir a mi muerte?”. Concluye, obviamente, que no. Y puesto que no le ha sido dado el don de la inmortalidad, y, por el momento, las dictaduras no elec-

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torales están desprestigiadas, termina optando por la reelección indefinida. No para conseguir el bienestar colectivo, sino para disfrazar sus intereses personales. La mala política, no se olvide, es ficción. Además, la única forma de política que el político del poder reconoce es aquella que se hace desde arriba. Como muchos de esos políticos se encuentran con impedimentos legales y constitucionales para conseguir su objetivo, no les queda otro camino que reformar las leyes de sus países o acudir a los tribunales y cortes constitucionales a fin de legalizar sus aspiraciones. Así lo hizo Vladimir Putin en Rusia, así lo hizo Evo Morales en Bolivia. La mala política, como los pájaros, no reconoce límites geográficos, temporales o culturales. Un despacho de la agencia EFE, del 11 de marzo de 2020, titulado Putin allana el camino para seguir hasta 2036, detalla la maniobra política y jurídica realizada por el presidente ruso para mantenerse en el poder dieciséis años más de los veinte que ya lleva al frente de su país:

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El presidente ruso, Vladímir Putin, dio ayer un golpe de mano y retiró el último obstáculo que le impedía seguir en el poder. En una histórica intervención ante el Parlamento, se mostró dispuesto a reformar la Constitución para permanecer en el Kremlin hasta 2036. "Estoy seguro de que juntos haremos aún muchas cosas buenas, por lo menos, hasta 2024. Ahí ya se verá", proclamó Putin ante la Duma o Cámara baja. Putin apeló al miedo a Occidente, a la sagrada "estabilidad", a la necesidad de una "fuerte vertical presidencial", a que el país no está preparado para la "alternancia política" y al respaldo de "la mayoría de la sociedad" para justificar sus planes de no dejar el Kremlin en 2024, como le exige la actual Constitución de 1993 (…) Putin ya sorprendió al anunciar a mediados de enero una reforma de la Constitución –algo que había dicho que nunca haría–, pero entonces los analistas pensaron que dejaría la presidencia para dirigir los designios del país en la sombra desde un nuevo órgano que sería anclado en la modificada Carta Magna: el Consejo de Estado.

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Ayer descartó esa opción como "peligrosa", que "no tiene nada que ver con la democracia" porque crearía una bicefalía de poder y provocaría "la división en la sociedad". Sin embargo, no tuvo reparos en aceptar la propuesta de perpetuarse en el poder. "Estoy seguro de que llegará el momento cuando el poder supremo, presidencial, en Rusia no será, digamos, tan personalista y no estará vinculado a una persona concreta. Pero toda nuestra historia ha ido por ese camino...", argumentó (…) "El presidente es el garante de la Constitución, garante de la seguridad, de su estabilidad interna y desarrollo evolutivo. Precisamente, evolutivo, ya tuvimos suficientes revoluciones. Rusia ya ha cumplido con creces su cuota revolucionaria", apuntó. Según las encuestas, más de la mitad de los rusos no entendían las enmiendas constitucionales ni veían sentido a su reforma (…) La enmienda precisa que la limitación de dos mandatos presidenciales "no impide a la persona que haya ocupado u ocupe el cargo de presidente de la Federación Rusa participar como candidato en las elecciones

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presidenciales en el momento de la entrada en vigor de la modificación". Los políticos del poder, como Putin, hacen las leyes a su medida porque consideran que el personalismo es una etapa necesaria en el desarrollo y la consolidación institucional de los estados. Ellos pretenden conocer el rumbo que deben seguir los pueblos y los conducen en ese sentido. Mientras lo hacen, con su aplastante omnipresencia los preparan para su ausencia. Posibilidad que, en su fuero interno, no terminan de aceptar. Putin se declara contrario a la revolución y partidario del cambio gradual. Pero no concibe otra manera de lograrlo que garantizando su propia continuidad en el poder. La cual se convierte, a su vez, en garantía de la continuidad y fortalecimiento de la institucionalidad pública. De esta manera, Putin confirma que, en los regímenes donde impera la mala política, destacan más las personas que las instituciones, y que, en ellos, gobiernan las ambiciones personales, y no el Estado de derecho.

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Para el político del poder, el cambio requiere de estabilidad, algo que suscribiría, también, un político no autoritario. El problema está en que, para el primero, la estabilidad equivale a su estabilidad y permanencia en el poder, y en que, desde su punto de vista, la condición del cambio es que el dueño del poder no cambie. Hacerse, en la conducción política, un traje a la medida requiere de la concurrencia de ciertos factores que, difícilmente, se encuentran en un régimen plenamente democrático. Esta concurrencia, en cambio, es bastante frecuente en los llamados regímenes híbridos58, en cuya categoría se incluyen países como Rusia y Bolivia.

58 Un régimen híbrido es aquel en el que la debilidad de sus instituciones -de base democrática- crea las condiciones para un manejo arbitrario del poder; el cual, a su vez, ahonda la debilidad institucional de origen. La relación entre debilidad institucional y arbitrariedad, por tanto, tiende a estrecharse y se afirma a través de la adopción, por parte del Gobierno, de acciones sistemáticas de reducción del disenso y la protesta social (acción contenciosa). Si las condiciones del entorno sociopolítico se mantienen estables, el estrechamiento de la relación entre debilidad institucional y arbitrariedad transforma al régimen híbrido en un autoritarismo. El punto de inflexión entre un régimen híbrido y un régimen autoritario es la conversión -gracias a un fuerte proceso de desinstitucionalización- de las Fuerzas Armadas en un cuerpo al servicio del Gobierno y no del Estado.

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¿Cuáles son estos factores? Fundamentalmente tres: debilidad de las instituciones de base democrática, altos niveles de arbitrariedad en el manejo del poder, fuerte control del disenso y la protesta social. Por lo demás, la “fuerte vertical presidencial” a la que se refiere Putin revela con claridad que, para él, como para todo ejecutor de la mala política, la única política posible es la que viene desde arriba. Poco a poco, mientras van haciendo la ley a su medida, los políticos del poder van ajustando la política entera a sus dimensiones. Por eso no sería extraño que la mayoría de ciudadanos rusos, aun desconociendo los contenidos y el sentido de la enmienda constitucional impulsada por Putin, lo apoyen, como apoyan mayoritariamente cualquier iniciativa de su presidente. Su nivel de aprobación entre 2015 y 2018 llegó al 80%, mientras que, en el año 2020, bajó al 59%. Nada mal para alguien que está en el poder desde el año 2000.

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Cuando la política está hecha a la medida del líder, los ciudadanos abdican de ella. ¿Qué está bien? Lo que diga Putin. La política hecha a la medida del líder suele sostenerse en la idea de que este es una especie de gerente de la crisis. Por eso, es muy común que gobierne amparado en decretos de emergencia. Y, como sabemos, cuando el gobierno por decreto se impone al gobierno de la ley, se acaba el Estado de derecho. El diario El Comercio de Quito, en su edición del 16 de octubre de 2019, presenta un reportaje de la agencia EFE sobre el intento de Evo Morales por llegar a un cuarto mandato consecutivo, titulado ¿Por qué Evo Morales puede volver a presentarse a las elecciones en Bolivia?: El presidente de Bolivia, Evo Morales, aspira a un cuarto mandato consecutivo hasta 2025 en las elecciones del próximo 20 de octubre, con una candidatura a la que se aferra con el visto bueno

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del órgano electoral frente al clamor de la oposición que insiste en que es ilegal. Su partido, el oficialista Movimiento al Socialismo (MAS), logró habilitar su candidatura con estos pasos y otras claves de por qué Evo Morales puede aspirar a seguir siendo el presidente con más tiempo en el poder de la historia de Bolivia (…) Aunque la Constitución que él mismo promulgó en 2009 establece un límite de dos mandatos consecutivos, Morales pudo presentarse a las elecciones en 2014 para un tercer periodo hasta 2020 mediante un fallo del Tribunal Constitucional de Bolivia en 2013 a instancias del oficialismo. El Constitucional alegó que los mandatos previos a 2009 no cuentan, al haberse "refundado" Bolivia ese año de República a "Estado Plurinacional" (…) Nueve meses después de que Morales jurara el cargo para su tercer periodo, los sindicatos afines a su Gobierno presentaron un proyecto de ley para reformar la Constitución y permitirle postular en los comicios de 2019. Morales aseguró varias veces que iba a respetar los resultados del referendo del 21 de fe-

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brero de 2016, en el que finalmente el no a la reforma constitucional venció por un 51,30 %frente a un 48,70 del sí. La gente votó "engañada" por una supuesta trama armada por opositores y la embajada de Estados Unidos para desprestigiar a Morales, según clamó el oficialismo tras la derrota. Los incondicionales del mandatario bautizaron el 21 de febrero como el "día de la mentira" y empezaron a analizar otras opciones para habilitar su candidatura (…) En septiembre de 2017, parlamentarios oficialistas recurrieron nuevamente al Constitucional para pedirle que declare inaplicables o ilegales varios artículos de la Constitución y de la ley de Régimen Electoral que impedían una nueva candidatura de Morales. Un intento criticado por la oposición y resistido en las calles por plataformas ciudadanas que emergieron tras el referendo de 2016 conocidas como 21-F para pedir respeto por los resultados. En medio de las críticas, en noviembre de ese año el Constitucional avaló la reelección indefinida alegando que debe respetarse el derecho del presidente a ser elegido

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y el del pueblo a elegirlo, sacando a la palestra el artículo 23 de la Convención Americana de Derechos Humanos suscrita por Bolivia (…) El siguiente paso llegó en 2018, cuando el Parlamento trató una nueva ley de organizaciones políticas, que introdujo en la normativa electoral boliviana las elecciones primarias. El proyecto de ley, presentado por el órgano electoral, acusado de estar al servicio del poder, preveía originalmente que las primarias se pusieran en marcha de forma progresiva hasta las elecciones de 2024, pero la mayoría oficialista decidió adelantarlas a 2019. Para los detractores de Morales se trató de una maniobra para legitimar su candidatura, que ya había sido proclamada varias veces por sus seguidores (…) Con el sustento del fallo constitucional de 2017, el Tribunal Supremo Electoral de Bolivia habilitó en diciembre de 2018 la candidatura de Morales y del vicepresidente del país, Álvaro García Linera, para las primarias, terminando de allanar el camino a la nueva postulación de ambos (…)

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La jugada constitucional de Morales con el objetivo de mantenerse en el poder se apoya en la forzada coincidencia que este establece entre su deseo y los derechos de la población: él quiere gobernar para siempre y la población tiene el derecho de elegir a quien quiera, sin limitaciones de tiempos ni personas. Sin embargo, es capaz, al mismo tiempo, de relativizar la regla democrática de la mayoría cuando esta se opone a sus deseos. Si la voluntad mayoritaria le resulta inconveniente, simplemente, la niega o busca algún artilugio jurídico para desconocerla. El político del poder, como Morales, cuando no cuenta con el tiempo suficiente para fabricar la ley, suele recurrir a los tribunales. Es decir, al arbitraje de órganos que están a su servicio. Y, a fin de curarse en sano, utiliza como fuerza de presión a organizaciones de la sociedad civil que ha cooptado o ha creado como alternativa a las organizaciones existentes. Otra muestra, sin duda, de la política desde arriba: la única en la que cree el político del poder.

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Por esta razón, en los regímenes en los que estos políticos gobiernan, la buena política es únicamente la política desde abajo, la de la oposición civil. La política negativa: de rechazo y resistencia al autoritarismo, y no la positiva, pues esta última tiende a la dominación. Un dato adicional, el auge de los gobiernos “progresistas” en América Latina ha llevado a la constitución de bloques estatales, coaliciones de organizaciones políticas y de la sociedad civil y foros político-académicos, de carácter regional y mundial, que defienden la mala política. Entre estos, la “Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América” (ALBA), el “Foro de Sao Paulo”, el “Grupo de Puebla”. Van cayendo por su propio peso. Sin embargo, su influencia persiste en América y al otro lado del Atlántico, en España, por ejemplo, donde el partido “Unidas Podemos” prolonga el modo de hacer política de los “progresistas” latinoamericanos, que tan dañoso ha resultado para la democracia y la economía de los países que gobernaron y aún gobiernan.

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La palabra adulterada En la mala política la palabra se emplea como un instrumento para deformar la realidad. No es un medio de comunicación, sino de manipulación. Los mecanismos de adulteración más usuales –hay muchos y pueden ser clasificados de diversas maneras– son de seis tipos: éticos: la mentira, la verdad a medias, la división buenos-malos; lógicos: la ruptura de la lógica pregunta-respuesta y de la relación causa-efecto; retóricos: la hipérbole, el circunloquio, el eufemismo; tecno-burocráticos: siglas, tecnicismos y otras formas de metalenguaje; programáticos: los eslóganes; cognoscitivos: dogmas y lugares comunes. A través de estos mecanismos, los políticos presentan una versión ficticia de la realidad, una “realidad alterna”. Convencidos como están de que el pueblo, siendo vulgo, se contenta con las puras apariencias, a la necesidad de certezas de la gente, responden con el engaño y pretenden hacerle creer lo que ellos mismos no creen.

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Adulterar la palabra es un acto tanto de autoritarismo como de intolerancia. Según Voltaire, el principio básico del derecho natural y positivo, y, en consecuencia, de la tolerancia, es: “No hagas a otros lo que no querrías que te hiciesen”59 . Cuando este principio se rompe, sobreviene la persecución. Conducta a la que son propensos los gobernantes autoritarios. Aunque Voltaire se refiere a los asuntos religiosos, sus afirmaciones son válidas para los asuntos políticos. Su descripción de las actitudes y pensamientos de los fanáticos: “Cree lo que yo creo y no lo que tú puedes creer, o perecerás (…) Cree, o te aborrezco; cree o he de hacerte todo el daño que pueda; monstruo, no tienes mi religión, por tanto, no tienes religión”60, no es extraña a la experiencia de muchos políticos, periodistas y activistas de los derechos humanos en regímenes híbridos como los de Correa en Ecuador, Putin en Rusia o Erdogan en Turquía.

59 Voltaire, Tratado sobre la tolerancia (Madrid: Editorial Espasa Calpe S.A., 2007), 95. 60 VVoltaire, Tratado sobre la tolerancia, 95.

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La palabra adulterada no es solo un atentado cognoscitivo, es, también, un atentado contra la dignidad y la libertad de las personas. Es, en suma, la expresión intelectual del autoritarismo y la intolerancia política. A través de retorcimientos lógicos, la palabra adulterada facilita la imposición de medidas irracionales en la resolución de los problemas públicos. La propuesta del presidente mexicano, Manuel López Obrador, para enfrentar la inseguridad en México, especialmente aquella producida por el crimen organizado, es una muestra de cómo la palabra adulterada rompe las relaciones causaefecto y convierte en banal un hecho serio. “Abrazos y no balazos” fue la consigna lanzada por el presidente para resolver el problema de inseguridad en su país y el desafío del Cártel Jalisco Nueva Generación, que hizo alarde, en un vídeo ampliamente difundido en el mundo, de su poderío militar. La propuesta de López Obrador se fundamenta en su creencia de que la violencia no puede ser enfrentada

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con la violencia, y expresa su renuncia a ejercer una de las funciones fundamentales de un Estado: el uso de la violencia legítima, sin la cual no hay comunidad política ni Estado de derecho. Reducir el problema más serio de México a una fórmula rosa, obviamente, no contribuye a resolverlo. De hecho, en el año 2019, se cometieron, en ese país, 34.582 homicidios dolosos: la cifra más alta de los últimos veinte años. Consigna y, a la vez, mentira y lugar común, la fórmula de López Obrador es, también, un dogma. Parapetado tras él, se ha negado a buscar soluciones plausibles a un problema tan grave y complejo como el de la violencia. Pero los dogmas no siempre resisten el embate de la realidad. Y López Obrador, obligado por las circunstancias, y rompiendo una de sus principales promesas electorales, ha ordenado el retorno de los militares a las calles. Medida duramente criticada por la oposición y organizaciones sociales mexicanas.

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La frase de López Obrador expresa, de otro lado, la división de la sociedad en buenos y malos, característica del maniqueísmo de la antipolítica. Y, dato curioso, ahí los malos no son los delincuentes, sino quienes quieren combatirlos recurriendo a la violencia. La división en categorías contrapuestas es un viejo mecanismo para simplificar la realidad, sobre todo, cuando se muestra conflictiva. Pero esta simplificación, muchas veces, altera las relaciones causa-efecto que operan en ella. De manera que, en el caso que analizamos, el origen de la violencia no estaría en la perpetración de un delito, sino en las acciones de la fuerza pública para combatirlo. La división buenos-malos, que simplifica un problema de gran complejidad, simplifica, al mismo tiempo, su solución: “abrazos y no balazos”, y reduce las posibilidades para resolverlo a una sola. En el eslogan de AMLO está contenido su programa para reducir la inseguridad social en México. Sin em-

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bargo, para obtener un buen resultado en este esfuerzo, los abrazos del eslogan deberían combinarse con el uso legítimo de la violencia y el fortalecimiento de la acción de la justicia. Y al desarrollo del empleo y la prestación de servicios sociales, debería sumarse el control judicial y policiaco-militar de la violencia. El binarismo, que, en la práctica, es una forma de maniqueísmo, es propio del discurso antipolítico. En estas oposiciones, obviamente, el político que las difunde se ubica siempre en el lado positivo de la relación. Es el hombre moral que se enfrenta a los inmorales; el representante del futuro que se opone a los guardianes del pasado; el defensor de las mayorías –los pobres, los excluidos, los desamparados– que se opone a las elites políticas y económicas. Las que, por definición, son malas. Aturdir, confundir, congelar al interlocutor, a través del uso del circunloquio es una habilidad que se enseña en la escuela de los malos políticos. En la edición digital del diario El País, de España, del 9 de noviembre de

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2006, se recogen unas frases del exsecretario de Defensa de los Estados Unidos, Donald Rumsfeld, que son una muestra insuperable de esta estrategia de adulteración de la palabra. Interrogado, en el Departamento de Estado, por la intervención de Estados Unidos en Irak, respondió lo siguiente: “Sabemos que hay hechos conocidos. Hay cosas que sabemos que sabemos. También sabemos que hay hechos conocidos que desconocemos. Es decir, sabemos que hay ciertas cosas que no sabemos. Pero hay hechos desconocidos que no conocemos, que son los que no sabemos que sabemos". Preguntado, días después, sobre los saqueos en Irak, respondió lo siguiente: "La libertad es desordenada. La gente libre es libre de cometer errores y cometer crímenes y realizar actos malvados. Esas cosas pasan. También son libres de vivir sus vidas y de hacer cosas maravillosas. Y eso es lo que va a ocurrir". En la mala política, las personas son libres de preguntar y los interrogados, absolutamente libres de responder cual-

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quier cosa. Que no venga al caso, no importa. O, más bien, importa que no venga al caso, porque, de esa manera, se defienden y ocultan sus intenciones y su ignorancia. El circunloquio es una forma de hablar sin decir nada, que rompe la relación lógica entre la pregunta y la respuesta. Y, en este sentido, es un instrumento antiheurístico: aleja a las personas de la verdad y las desvía del camino del conocimiento. Cuando el político usa el circunloquio, atenta contra el derecho del ciudadano a estar debidamente informado sobre los asuntos públicos. Y se burla de su buena fe y de su legítimo deseo de saber. El abundante uso de tecnicismos en el discurso político, en lugar de un esfuerzo de precisión en el uso de la lengua, es un modo de justificar una visión elitista de la política, que separa a los que saben de los que no saben, a los técnicos de los ciudadanos. Un esfuerzo, por tanto, de justificar la dominación de los tecnócratas. El correlato administrativo del lenguaje técnico es la meritocracia, centrada en el predominio de las credenciales del saber sobre la experiencia y las habilidades reales de las personas para desempeñar una función pública.

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El tecnicismo, al contrario de lo que se puede pensar, no es una manera exacta de referirse a la realidad, sino un modo de ocultar los rasgos que, de ella, resulten incómodos o inconvenientes para el mensaje y la apariencia que quiera dar el político. Si se trata de hablar de los viejos, el político que quiere dar una imagen de solvencia técnica utilizará la expresión “tercera edad”. O, si quiere dar una imagen de sensibilidad, utilizará, como el presidente ecuatoriano, Lenín Moreno, el diminutivo “viejecitos”: “nuestros viejecitos”. Gracias a estos instrumentos lingüísticos, el político, según le convenga, podrá aparecer como técnico o padre. El uso de tecnicismos es una manera de reducir las posibilidades de cuestionamiento a los políticos por parte de los ciudadanos. A quienes se trata de convencer de que la política no es un asunto suyo, sino de los especialistas. Solo los técnicos saben y la mejor muestra de que saben es el lenguaje que usan. La jerga, así, se ubica, sobre el lenguaje de común intercambio

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entre las personas, como el lenguaje característico de la política. Pero la jerga, por sus pretensiones exclusivistas, va en contra de la civilidad. Es decir, en contra de la comunidad, que, en el caso que nos ocupa, es comunidad en la lengua. El uso de tecnicismos cumple la misma función que la política del elefante blanco: deslumbra y paraliza. Y, de este modo, pone a la gente en su sitio: el de subordinada de los funcionarios y autoridades. La hipérbole, dice el diccionario, “Es la exageración de una circunstancia, relato o noticia”, una figura retórica que se utiliza para aumentar o disminuir algo de manera excesiva. A través de la hipérbole, los malos políticos magnifican las ofertas electorales y los logros de su gobierno y minimizan sus errores, exagerando, al mismo tiempo, los errores de sus adversarios. Una hipérbole política digna de figurar en un manual es la que acuñó el exvicepresidente de la república del Ecuador, Jorge Glas, en relación con la fallida

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construcción (que él lideró) de la “Refinería del Pacífico” en la provincia de Manabí. “Ahí donde algunos ven un terreno, yo veo una refinería”, dijo. Sin embargo, esta refinería no existe. Hay, efectivamente, un terreno aplanado, de quinientas cuarenta hectáreas, en el que se invirtieron más de mil quinientos millones de dólares. Y que ha sido utilizado como pista de aterrizaje por bandas internacionales del narcotráfico. Otras hipérboles de Glas: tenemos, en Loja, “el parque eólico más eficiente del mundo”, tenemos “la segunda mejor infraestructura (en minería) de América Latina”, “tenemos el mejor sistema vial de América Latina”. Con el uso de la hipérbole los malos políticos pretenden neutralizar las sospechas de la población en relación con sus actuaciones. A veces lo logran, pero los ciudadanos avisados saben que cuando más grita un político contra alguna conducta indebida, es muy probable que lo haga para alejar la vigilancia sobre sus propias malas conductas. Iván Espinel, exministro de Lenín Moreno y excandidato presidencial, dijo,

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cuando se destapó el escándalo por los sobornos que habría pagado Odebrecht a ciertos funcionarios del gobierno de Rafael Correa, que, si de él dependiera, mandaría a cortar las manos a los corruptos. Actualmente, cumple una pena de diez años de prisión por lavado de activos. La hipérbole y los demás instrumentos de adulteración de la palabra no solo desnaturalizan los hechos, sino que crean un mundo paralelo, un mundo ficticio, al que los políticos invitan a vivir a los ciudadanos mientras ellos, en el mundo real, dominan y prosperan. Toda comunidad es un sistema de convenciones, y la más importante de ellas es la lengua. A partir de esta se han ido construyendo las convenciones del discurso político. El discurso que tiene como materia la palabra adulterada rompe con ellas. Su referente no son los hechos, sino la imaginación de los malos políticos; carece, pues, de correlato objetivo. Así, mientras el conocimiento nos conduce a los hechos, la imaginación del político nos conduce al vacío.

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Como señala Mark Thompson, a propósito del discurso de Donald Trump, en el discurso de la mala política reina la indeterminación61. Un recurso retórico que reduce la responsabilidad del político sobre lo dicho, pues el margen de interpretación de sus palabras es muy amplio. Mientras mayor sea el nivel de abstracción discursiva, mayor será el margen de interpretación y equivocidad del discurso. En un medio en el que reina la confusión, a causa de la precariedad vital y el exceso de información, la gente está dispuesta a aceptar como plausible y verdadera la información que desafía la experiencia común y las explicaciones razonables. El pensamiento mágico es el pensamiento de la crisis, y la palabra adulterada es el elemento a través del cual puede expresarse. El discurso de la mala política es discurso mágico, por eso, en las circunstancias que hemos mencionado, resulta más eficaz que el discurso razonable.

61 Mark Thompson, “El lenguaje de la política”, Letras libres, https://www.letraslibres.com/espana-mexico/revista/el-lenguaje-la-politica

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Sobre todo, si, mágico como es, nos remite al mito del líder, encarnación sintética del mago y el héroe. Las sociedades en crisis, en las que el ejercicio de las virtudes de la convivencia –esas que están al alcance de todos– se va volviendo cada vez más extraño, necesitan de héroes. Son, a veces, héroes mínimos, de los que se espera apenas el ejercicio de las virtudes que los ciudadanos han dejado de practicar. En el polo opuesto, están los transgresores. Esos que llevan al límite el alejamiento de los ciudadanos comunes de las virtudes tradicionales, pero, también, los guardianes de la ley moral. El discurso de la mala política, siempre en los extremos, es el discurso del líder en su versión transgresora o puritana. El criadero de elefantes blancos Los elefantes blancos se imponen a la vista por grandes y extravagantes. Por eso, a la gente que los contempla, si bien le resulta imposible ignorarlos, le

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cuesta mucho trabajo ubicarlos en su medio: ¿elefantes en los Andes? Si la buena política busca adecuar sus decisiones y la obra pública a las exigencias de la realidad, los elefantes blancos, por su inadecuación a ellas, son el producto más genuino de la mala política. Inadecuado significa varias cosas: ineficaz, inapropiado, antieconómico, superfluo. Gabriela Calderón Burgos, en un artículo publicado en el diario El Universo, de Guayaquil, el 29 de noviembre de 2013, propone la creación del “Museo Ecuatoriano de Elefantes Blancos”. El museo, dice, podría incluir una galería de los elefantes blancos más notorios de alrededor del mundo: (…) el hotel Ryungyong en Corea del Norte, que se empezó a construir en 1987, tiene capacidad para recibir a 3.000 turistas aunque todavía no recibe a su primer huésped (…) el puente a la isla Russky, que conecta a los 5.000 habitantes de la

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isla con la ciudad de Vladivostock y que fue construido a un costo de $ 1.000 millones por el gobierno de Putin para que se realizara allí una cumbre internacional en el 2012. Luego, el museo podría adentrarse en los elefantes blancos recientes (en Ecuador). Aquí podría ubicarse la “Colección de aeropuertos innecesarios”. Por ejemplo, el de Santa Rosa, en donde el gobierno invirtió $ 53 millones y hoy solo opera una aerolínea; el de Tena, donde el gobierno invirtió $ 43,6 millones y que tiene una pista apta para el aterrizaje de un Boeing 767 (capacidad de 250 pasajeros), pero salen vuelos con un promedio de 5 pasajeros; el de Salinas, donde luego de una inversión pública de $ 44 millones “el aeropuerto está, solo faltan vuelos”. Un elefante blanco es superfluo cuando no responde a ninguna necesidad real, o cuando, habiendo esa necesidad, puede ser satisfecha por medios mucho menos costosos. El alto costo, como es evidente, no

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solo se reduce a su construcción, sino, también, a su mantenimiento. El elefante blanco es una continua fuente de gastos, que solo cesan cuando alguien se decide a cerrar la llave y lo demuele. La política del elefante blanco es la del giro de 360 grados. Con ella, se va y se vuelve al sitio de partida, sin que haya habido ninguna razón para el viaje más que el enaltecimiento de la figura del líder: POSTERIDAD

A la posteridad marcha el tirano, montado en un estático elefante blanco. (Fernando López Milán) En donde esté, el elefante blanco está demás. Y revela que la mala política es la política de lo innecesario: un hotel sin huéspedes, un aeropuerto a donde nunca llegan los aviones. Pero, dirá el político, se ha invertido y se ha generado trabajo. Aceptado. Pero ¿a quién benefició la inversión,

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y quién fue el beneficiario último del trabajo generado? Los verdaderos beneficiarios de la mala política, como hemos afirmado, nunca son los que el político menciona en sus discursos. El elefante blanco es ineficaz. Es decir, “Que no produce el efecto esperado, que no va bien para determinada cosa”. Lo ineficaz es una falsa solución y, en el mejor de los casos, una solución a medias. El problema no se resuelve y, más bien, permanece y tiende a agravarse. La política del elefante blanco se dirige al puro hacer independientemente de la eficacia de la acción. El mensaje es: “estamos trabajando”. La mala política es activista: lo que cuenta es que se vea que se está haciendo algo. No importa identificar y resolver un problema auténtico, sino la actividad y la parafernalia de la acción. Luego, ahí está la obra. La obra que no se usa, que causa gastos, que se deteriora. El hacer y no resolver, o solo a medias, un determinado problema es un medio para rebajar las expectativas de

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la comunidad respecto de la política pública y para llevarla a conformarse con lo que le den. El elefante blanco es antieconómico cuando sus costos son mayores que sus beneficios, si es que hay alguno. Un buen ejemplo de este tipo de elefante blanco es la llamada repotenciación de la “Refinería de Esmeraldas” (Ecuador). El presupuesto inicial de la obra fue de ciento veintisiete millones de dólares, y terminó costando dos mil trescientos. Con el agravante de que los problemas que quería resolver nunca se resolvieron. Según una publicación del periódico digital Primicias, del 17 de abril de 2020, “Cuando se lanzó el proyecto, la oferta era recuperar la integridad mecánica de la planta al 100% de su capacidad, de 110.000 BPD, e incrementar la capacidad operativa de la Unidad FCC a 20.000 BPD. Dos mil millones de dólares después, esa oferta no se cumplió. En 2018, por ejemplo, las principales unidades de la Refinería (Crudo I, Crudo II y FCC) tuvieron una eficiencia promedio de carga que varió entre el 88% y el 84%. Otras, en cambio, bajaron hasta el 17%.

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E incluso, la producción de combustibles –razón de ser de la Refinería– llegó a bajar hasta el 27%, ese año”. Pero no solo eso, sino que, de acuerdo con el mismo periódico, “La Contraloría entregó el informe final al gerente de Petroecuador el 28 de enero de 2020. Una semana después el funcionario reconoció que, a pesar de todos los recursos invertidos desde 2011, todavía hace falta una inversión de USD 1.400 millones para reparar la planta”. Lo apropiado es lo “Ajustado y conforme a las condiciones o las necesidades de alguien o de algo”. Pues bien, las “Ciudades del Milenio”, construidas en la Amazonía ecuatoriana, durante el gobierno de la “revolución ciudadana”, son un ejemplo cabal de la obra pública inadecuada al ambiente natural, la cultura y las necesidades de vida de la comunidad. Estas ciudades fueron construidas en Playas de Cuyabeno, Pañacocha y Cofán de Dureno. La construcción de las dos primeras costó cuarenta y tres millones de dólares. Un fragmento del libro La selva de los elefantes blancos: megaproyectos y extractivismos en la Amazonia

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ecuatoriana, de Japhy Wilson y Manuel Bayón, publicado en el periódico digital Plan V, detalla la falta de correspondencia entre estas ciudades y el medio natural y humano de la Amazonía ecuatoriana: Las vías alineadas y lisas veredas de las CM parecieran diseñadas para el tránsito de vehículos a motor. Pero no hay ninguna vía que llegue hasta las ciudades, y las calles que van hasta el final de la comunidad terminan en plena selva literalmente. Correa ha explicado que se trata de "comunidades ecológicas" y los vehículos a motor están prohibidos, a la vez que cada familia fue obsequiada con dos bicicletas nuevas. En Playas un hombre de la comunidad mantiene las bicicletas, pero en Pañacocha no hay un servicio equivalente y muchas de las bicicletas están estropeadas sin uso alguno. En ambas ciudades, el teléfono y el internet no funcionan en la mayoría de familias porque el costo mensual del servicio y el traslado hasta Coca para su pago resultan imposibles para la totalidad de las comunidades.

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La irregularidad en el suministro eléctrico ha destruido refrigeradores y cocinas de inducción. Además, el uso de materiales más baratos de los prometidos para la construcción de las casas — como chapas de acero o paredes de yeso sintético en lugar de concreto— está llevando al rápido deterioro de las viviendas. La Ciudad tampoco tiene casa comunal ni iglesia, elementos fundacionales de las comunidades kichwa del Napo. En Pañacocha, el parque a lo largo del río Napo está orientado hacia la ciudad, porque apreciar la nueva modernidad fue más importante para sus diseñadores que observar el río o la selva. Siempre está vacío. Dada su falta de adecuación al medio y a las necesidades de la población a la que se dirigían, en la actualidad, las “Ciudades del Milenio” están virtualmente abandonadas. Si los elefantes blancos resultan inapropiados, esto se debe a que, como acontece en general con la mala po-

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lítica, su origen está en la imaginación y los afanes de figuración de los gobernantes y no en las necesidades reales de la población. El elefante blanco es la versión empírica de la palabra adulterada. La corrupción administrativa viene acompañada de la corrupción del lenguaje. Ambas son factores de la política de ficción. Y ambas son malgasto, desperdicio. La política del elefante blanco se plantea un objetivo ideal: no el cambio de la realidad, sino la conducción de las conciencias. A fin de conseguirlo, convierte a la obra pública en propaganda. Hace de la obra una noticia, y, a través de la generación constante de noticias, el político pretende convertirse en memoria pública: en historia. La obra, así, se desprende de su valor de uso y adquiere un valor simbólico. Y a su utilidad práctica, se sobrepone su utilidad mnemotécnica. La mala política, al tener como objetivo al político, se adapta a su medida. Sus dimensiones se definen

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por la cortedad de miras o la imaginación desmesurada y hasta delirante de este. Sus delirios toman forma palpable en el elefante blanco. Y un elefante, ya se sabe, no puede sino causar destrozos en una cristalería. Agarra lo que puedas Según el Foro Económico Mundial, la corrupción le cuesta al mundo 2,6 billones de dólares al año, cantidad que equivale al 5% del PIB mundial. La corrupción puede definirse como el uso de las capacidades de decisión de un funcionario para beneficiar a un tercero y, a través de este, a sí mismo o a otros. El binomio de la corrupción está compuesto por funcionarios y civiles, generalmente empresarios, que se relacionan en torno a las obras y servicios públicos. Como expresión de la mala política, la corrupción es una forma de usar el poder en beneficio privado o de un grupo, a costa del bien común.

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En la corrupción intervienen individuos y estructuras enquistados en la función pública, en los diversos niveles de decisión. Su permanencia está asegurada, fundamentalmente, por la impunidad de la que disfrutan los funcionarios y políticos corruptos. Quienes, incluso, han llegado a convertir a la corrupción en un factor de acceso y permanencia en el poder. El éxito electoral de muchos políticos tiene su origen en ella. El auge de la corrupción significa, en resumidas cuentas, que la administración pública y la dirección política de muchos países están en manos de criminales. Hasta el punto de que, parafraseando a Anabel Hernández, la función pública se ha convertido en la rama oficial del crimen organizado62. De hecho, en la actualidad, las formas anteriores de la corrupción, centradas en la acción individual, han sido sustituidas por otras de carácter sistemático, sustentadas en la operación coordinada de los miembros de una estructura jerárquica. 62 Anabel Hernández, Los señores del narco (México D.F.: Grijalbo, 2010).

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El poder en la función pública tiene una estructura piramidal, como la que, según Étienne de la Boétie, sostiene al tirano. Si el presidente nombra a un ministro corrupto, este, a su vez, nombrará unos dos funcionarios corruptos para que lo secunden, y estos, otros dos, y estos, otros tantos. Claro que no todo el mundo en la función pública tiene el poder para nombrar personal a su servicio, pero todos, si son corruptos y ocupan un cargo, tienen la posibilidad de proporcionar algún beneficio a quienes se encuentran en la parte inferior de la pirámide (en la parte superior también) y, de esta manera, ganarlos para su causa. A través de este sistema de entrega de favores, y con las excepciones del caso, todos los miembros de la pirámide, desde la base hasta la punta, se ven comprometidos. Por eso, es difícil desarmar las estructuras de corrupción instaladas en las instituciones públicas. Hay demasiada gente implicada y demasiada gente que proteger. Cuando arriba a ellas un jefe honesto, los miembros de la mentada infraestructura intentan boicotear su

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labor, y, si esto no resulta, adoptan un perfil bajo o, como los osos, entran en hibernación hasta que llegue una estación más propicia para el robo. Si viene, en cambio, un jefe corrupto, se activan de inmediato y se ponen a su servicio. Las relaciones entre los políticos y el crimen organizado son muy viejas. El antecedente paradigmático de estas relaciones es el de Al Capone y los políticos de Chicago, en los años 20 del siglo pasado. A cambio de impunidad y permisividad para la realización de sus actividades ilícitas, Capone financiaba las campañas electorales de sus candidatos, conseguía votos para ellos, intimidaba a sus rivales, robaba urnas y mataba a unos cuantos opositores. Esta relación sigue vigente. Según Prensa Latina, en 2017, 21 consejos municipales italianos fueron disueltos a causa de la infiltración del crimen organizado. Ahora, en ciertos países, entre ellos Ecuador, hemos sido testigos del florecimiento de un nuevo tipo de relación entre los políticos y el crimen. A di-

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ferencia de lo que ocurría en el Chicago de Al Capone, donde estos se apoyaban en una estructura mafiosa ya establecida, en Ecuador, ciertos políticos de la última década han creado sus propias estructuras criminales, utilizando, para este fin, los recursos y las instituciones del Estado o, en el extremo, convirtiendo al propio aparato estatal en una estructura criminal. De esta manera, los políticos se han independizado de las mafias existentes, y se han vuelto criminales

autónomos.

Su

autonomía

es

políticamente provechosa, pues, gracias a ella, están en libertad de promover el combate a las formas más comunes del crimen y apartar, así, la atención de la ciudadanía de su propio campo de acción. La adopción de medidas de corte conservador y prohibicionista es otra de las estrategias. De esta manera, pueden aparecer ante la opinión pública como guardianes de los valores tradicionales, defensores de la familia y luchadores contra el vicio.

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A diferencia del criminal común y corriente y de los capos del crimen organizado, la carrera criminal del político no empieza en las calles, sino en la política. Se trata, por lo general, de miembros de las clases media y alta, sin antecedentes penales, que piensan en grande, es decir, en cifras de seis ceros para arriba. Pese a su distinto origen social, en ambos casos el crimen es un mecanismo de enriquecimiento y una fuente de prestigio. Es necesario, sin embargo, distinguir entre el político criminal que pretende fortalecer su imagen pública y mantenerse en la política y aquel que busca aumentar sus ingresos de manera constante, pero en montos pequeños, o enriquecerse lo más pronto posible y abandonar enseguida la política. Razón por la cual suele mantener un perfil bajo. Los políticos criminales que quieren perpetuarse en el poder tienden a construir una imagen de benefactores, tal y como ha ocurrido con algunos importantes miembros del crimen organizado, con ambiciones po-

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líticas, que han disputado al Estado el desempeño de funciones como la impartición de justicia, la dotación de servicios o la seguridad pública. Destacados criminales de este tipo son Antonio Lombardo, célebre gánster de Chicago, de los años 20, y el capo colombiano Pablo Escobar Gaviria. F.D. Pasley, primer biógrafo de Al Capone, recoge la visión de Lombardo (expresada en tercera persona) sobre su ascenso desde su condición de simple obrero a la presidencia de la Unione Sicilione, el gran sindicato de la mafia italiana de ese entonces: Antonio Lombardo es uno de los más destacados de entre estos conquistadores modernos (…). Después de haber desembarcado (en Nueva York), pagó su billete de ferrocarril hasta Chicago, y llegó aquí con 12 dólares como todo capital inicial (…). Se convirtió en importador y exportador. Su influencia política se debe en gran medida a su interés por los asuntos cívicos y a su defensa acendrada de las medidas encaminadas a mantener y mejorar los niveles de vida, así

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como a su actividad en apoyo de las obras de caridad y de las instituciones benéficas63. El eje de la actividad mafiosa tradicional es la violencia, mientras que el de la mafia política es la gestión administrativa y la legislación, aunque, siendo el Estado la entidad que detenta el monopolio del uso legítimo de la fuerza, los políticos criminales la utilizan a discreción, lo mismo que el aparato de justicia. Su campo de acción predilecto es la contratación pública, pero, también, el otorgamiento de concesiones, permisos y licencias para el desarrollo de actividades de alta rentabilidad económica, aunque estas provoquen daños sociales y ambientales de gran envergadura. De hecho, es a la economía del crimen organizado a la que puede calificarse de modo rotundo de “capitalismo salvaje”. Los políticos criminales no sienten ningún remordimiento por la depredación a la que suelen someter a 63 F.D. Pasley, Al Capone (Madrid: Alianza Editorial, 1970), 212.

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sus países en beneficio de sus intereses personales. La ganancia a toda costa es el espíritu que anima a los tratantes de personas, a los “buitres” de la especulación financiera y, también, a los políticos criminales. Saviano habla de la terrible contaminación generada en el sur de Italia a causa del manejo indebido e irresponsable de desechos tóxicos por parte de empresas de la mafia. Así, según el autor, Entre Villa Literno, Castelvolturno y San Tamaro, el tóner de todas las impresoras de oficina de la Toscana y Lombardía se vertía de noche desde camiones que oficialmente transportaban compost, un tipo de fertilizante. Su olor era ácido y fuerte, y afloraba cada vez que llovía. Las tierras estaban llenas de cromo hexavalente. Si se inhala, este se fija en los glóbulos rojos y en los cabellos y provoca úlceras, dificultades respiratorias, problemas renales y cáncer de pulmón64.

64 Roberto Saviano, Gomorra (Colombia: Random House Minadori S.A., 2009), 308

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Para poner el aparato estatal al servicio del crimen son necesarias dos condiciones: una gran debilidad de las instituciones públicas y la desconfianza y desinterés de los ciudadanos en la política, a la que se ve como una actividad en la que la corrupción es inevitable. El fatalismo de esta visión reduce la capacidad de reacción de los ciudadanos ante las manifestaciones del crimen en la política y amplía, notablemente, el margen de tolerancia ante el comportamiento delictivo de los políticos. A ello contribuye, también, la impunidad inveterada de los políticos delincuentes, garantizada por el control que estos mismos ejercen sobre la justicia. El correlato de la impunidad es la impotencia, la impotencia conduce a la desesperanza y esta lleva a la resignación. Y de la resignación al sometimiento hay solo un paso. Por eso, la impunidad de los políticos delincuentes es un atentado contra la democracia y las libertades fundamentales. Si alguien considera que todo va a seguir igual, que vote por quien vote los políticos seguirán robando impunemente y haciendo lo que les dé la gana, procesos esenciales de la democracia,

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como la organización política y la elección de representantes del pueblo, pierden su significado. La dinámica del crimen organizado tiende a concentrar la oferta en pocas manos, como lo demuestran las recurrentes luchas entre las bandas del narcotráfico por el dominio de las rutas de transporte de la droga y de los territorios para su expendio. Por la misma razón, los políticos criminales florecen en regímenes autoritarios. En los cuales, las instituciones son débiles y el poder está concentrado en el líder del gobierno y su grupo, quienes lo manejan de modo arbitrario, pero, en lo posible, dando a este manejo un tinte de legalidad. Las normas ad hoc, es decir, hechas de acuerdo con la voluntad del gobernante –aunque violen principios constitucionales o los derechos humanos–, el uso sistemático de las declaraciones de emergencia y de estados de excepción, son algunas de las estrategias para legalizar la arbitrariedad. Tanto el capo mafioso como el político autoritario quieren imponerse, dominar, pero, como aconseja Maquia-

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velo, lo hacen usando a conveniencia la estrategia de la zorra o la del león, es decir, la violencia o la astucia. Ch. W. Mills sostiene que las elites son tales en la medida en que las decisiones que toman tienen un efecto decisivo en la vida de las personas comunes y corrientes . Por eso, como afirma el propio Al Capone, Hay una cosa peor que un maleante: un hombre corrompido en un puesto político importante, un hombre que pretende estar haciendo observar la ley y que en realidad está tomando “pasta” de alguien que la infringe. Ni un golfo que se respete quiere para nada a esa clase de tipos. Los compra como lo haría con otros artículos necesarios para su comercio, pero en el fondo los odia66.

66 F.D. Pasley, Al Capone, 290.

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La cita de Capone revela dos cuestiones: la hipocresía característica del político criminal y el impacto de la criminalidad política en la ruptura de la confianza social. J.S. Mill define a la civilización de dos maneras: como una mejora humana general y como tipos particulares de mejora. En el primer caso, que es el que nos interesa, se considera, dice Mill, que un país es más civilizado que otro “si es más eminente en las características del hombre y la sociedad (…) más feliz, más noble, más sensato”67. Si tomamos en cuenta el primer concepto, podemos decir que, detrás de esta mejora, está siempre la confianza. Las distintas formas de organización social son, en el fondo, formas específicas de crear confianza entre sus miembros y entre estos y las instituciones sociales. Una sociedad es más civilizada que otra no tanto por sus avances tecnológicos o por su potencia económica, como por los niveles de confianza que ha sabido crear en su población. Cualquier acto que vul-

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John Stuart Mill, Capítulos sobre el socialismo. La civilización (Madrid: Alianza Editorial, 2011), 141.

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nere la confianza de los pobladores debe entenderse, en consecuencia, como un acto anticivilizatorio. La confianza social se expresa en las costumbres. Por eso, donde el crimen impera y los políticos criminales gobiernan, el miedo, la suspicacia, la competencia sucia y la deslealtad marcan las relaciones de las personas y sus comportamientos. La confianza vuelve la vida más agradable y espontánea. Esta, que permite a la gente circular libremente por las calles en la madrugada, le permite, también, expresarse en libertad, sin temor a las represalias de los poderosos. En una sociedad civilizada, las instituciones existen para proteger la libertad y los derechos de los ciudadanos y para evitar que el poder público y los poderes privados abusen de ellos. Evidentemente, esto no ocurre en los territorios controlados por la mafia ni en los regímenes gobernados por los políticos criminales. El silencio, las palabras medidas y dichas en voz baja, para que las paredes no oigan: la descon-

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fianza, en suma, son enemigas de la civilización. A través de la omertá, que impone a todos sus miembros la obligación de silencio, las mafias buscan proteger su negocio y evitar que la justicia llegue a los directivos de la organización. Cuando, como sucedía en la época de Al Capone, y sucede ahora mismo, un mafioso herido por otro, que pertenece a una banda rival, se niega a revelar el nombre de su agresor a las autoridades, no lo hace, como se ha dicho, por respeto a una ética criminal, sino por motivos económicos, por salvaguardar la estructura que le permite ejercer su oficio y ganar dinero y, claro está, por miedo a las represalias de sus propios compañeros. En el caso de los políticos criminales, la mentira y la propaganda ocupan el lugar del silencio. Ellos callan hablando sin descanso, apareciendo sin pausa en los medios de comunicación, en vallas publicitarias, afirmando que han hecho esto y lo otro, sin compasión por quienes los escuchan –sin querer– en el transporte masivo, en las oficinas públicas, en sus casas, apenas encienden el televisor o el radio.

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Cuando la mentira repetida millones de veces por todos los medios no es suficiente, se recurre a la persecución judicial, pues, paradójicamente, los políticos criminales son legalistas, y si esto tampoco alcanza, al asesinato o a la desaparición forzosa. Pero, también, saben callar. El político criminal no atenta, en principio, contra nadie en particular, sino contra el pueblo o el Estado. En este sentido, su crimen tiene un carácter abstracto. Para denunciarlo, por tanto, es vital la intervención de la prensa y la movilización ciudadana. Y esto, pese a que el político criminal se haya encargado, en su momento, de preparar las condiciones necesarias para que esto no ocurra. Pero siempre queda algún cabo suelto, sobre todo, si se trata de un criminal narcisista. Si es de este tipo, el político criminal no podrá dejar de exhibirse, desechando, de ese modo, los aprendizajes de sus hermanos mafiosos, quienes, después de Al Capone –que llegó a convertirse en un personaje de inmensa popu-

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laridad, y, por consiguiente, en un peligro para el tranquilo ejercicio del crimen– aprendieron que lo mejor para el negocio es operar desde la sombra. El narcisista, pues, se exhibe de modo impúdico y algún momento, como en las películas, lo paga con la cárcel o la vida. Frente al asesinato del periodista Alfred J. Lingle, ligado a la mafia, en el editorial del diario el Tribune, de Chicago, del 12 de julio de 1930, se dice: “El reto del crimen a la comunidad debe aceptarse. Se ha lanzado con jactancia. Se acepta (…). La justicia luchará o abdicará”68 . En Ecuador, y en otros países de América Latina, los políticos criminales han lanzado un jactancioso desafío a la comunidad y a la justicia ¿estamos dispuestos a aceptar el reto?

68 F.D. Pasley. Al Capone, 271.

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Divide y vencerás El buen político busca la cohesión social, pero no rehúye el conflicto. Sabe, como afirma Bobbio, que el consenso, para ser real, supone el disenso. Por eso, respeta y protege la política desde abajo, que incluye la protesta social. El mal político, al contrario, que solo cree en la política desde arriba, promueve la división social y busca reprimir o dirigir la política que se hace desde abajo. El debilitamiento de las organizaciones sociales y la movilización social desde el Estado son acciones interrelacionadas, a las que recurren los políticos autoritarios con el fin de controlar la política desde abajo y construir una base social que los legitime y contrarreste las acciones de protesta. Es muy frecuente que los gobiernos de tinte autoritario promuevan, con fondos públicos, la formación de organizaciones sociales alternas a las existentes. Estas pueden ser producto de la disolución o fracciona-

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miento de organizaciones de la sociedad civil opuestas al Gobierno, de las cuales toman su discurso y temas movilizadores. Las organizaciones alternas, además, capitalizan la experiencia de las organizaciones de las que provienen y utilizan sus mismos repertorios de acción. La actuación de dichas organizaciones se apoya, en ocasiones determinadas, en la movilización obligatoria de funcionarios. Para debilitar a las organizaciones sociales, los gobiernos utilizan como una de sus principales estrategias la captación de líderes y miembros de los movimientos sociales, a quienes les asignan cargos de diversa jerarquía en el Gobierno, los incluyen en su partido o movimiento político o en las listas para cargos de elección popular. La fragmentación del movimiento social y el desarrollo correlativo de procesos de organización y movilización social desde el Estado se realiza en el seno de aquellos movimientos que se oponen a la agenda política del Gobierno.

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Si las normas constitucionales permiten la libertad de asociación y organización, se establecen, en respuesta, restricciones legales a su ejercicio. Son muy comunes, en este sentido, normas que exigen el registro estatal y la supervisión de las organizaciones y que habilitan a las autoridades a clausurarlas arbitrariamente. Además, las normas de rango constitucional suelen ser constantemente violentadas por normas de rango inferior que prohíben y tipifican penalmente las manifestaciones de la protesta social. No es extraño, de otro lado, que la normativa busque la burocratización de la participación social. La burocratización implica la administración estatal de la participación social y la identificación de la política desde abajo con la representación política en las instituciones del Estado. Es decir, la indiferenciación entre Estado y sociedad civil. Esta indiferenciación, a su vez, sirve de base para que el Gobierno realice acciones de movilización social en su favor y promueva procesos dirigidos de organización social.

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Frente a la expresión del disenso, los gobiernos que rechazan la política desde abajo suelen hacer uso del Código Penal, tanto para controlar las acciones de la sociedad civil como a la prensa crítica. Debilitan la independencia del poder judicial y lo ponen a su servicio. De suerte que, en el ejercicio de la justicia, un punto de vista extrajurídico, que responde al interés personal del gobernante o un funcionario, se impone a los derechos y la ley. El derecho penal configura un marco de criminalización primaria de la protesta social, que tipifica y sanciona sus formas más comunes. El uso del derecho penal deriva, muchas veces, en la violación de los derechos humanos de las personas que son procesadas en los tribunales. Así, la ley, usada de modo ritual, se convierte no solo en el mecanismo privilegiado de control de la protesta social, sino, también, en el medio más idóneo de legitimación de dicho control. Legitimación que se fortalece con la difusión pública, a través de los

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medios de comunicación social, de las sanciones adoptadas por el Gobierno en contra de quienes se oponen a las decisiones y formas de actuación de sus funcionarios. El debilitamiento de las organizaciones sociales existentes constituye, a su vez, la base para la organización de procesos de movilización social en favor del Gobierno, y la construcción de heteronomía política. El control de los medios de comunicación social es otra estrategia de los gobernantes autoritarios para incidir en las condiciones de ejercicio de la política desde abajo y la protesta social, pues limita la libertad de opinión y el derecho a la información. Las modalidades de control que se utilizan son la estatización y creación de medios de comunicación estatales y la persecución, especialmente jurídica (penal y administrativa), de medios y periodistas. A estas modalidades suele agregarse la creación de una fuerte

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institucionalidad pública para el control de los medios de comunicación. A continuación, ofrecemos algunas noticias que ilustran las acciones persecutorias y divisionistas de los malos políticos. Venezuela En el portal digital de Transparencia Venezuela se detallan algunos casos de persecución de la prensa independiente y de criminalización de la protesta social en el gobierno del presidente Nicolás Maduro: El ejercicio del periodismo libre, plural e independiente ha estado bajo constante riesgo en Venezuela desde hace más de dos décadas, viviendo su peor época en momentos de mayor conflictividad social y política. Ese peligro se ha incrementado exponencialmente hoy con la propagación del COVID-19, que llegó al país en medio de una crisis humanitaria compleja sin precedentes, exa-

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cerbada por la estrepitosa caída del precio del petróleo, la hiperinflación, la escasez de combustible y el colapso generalizado de los servicios públicos. Las expresiones de descontento de la ciudadanía y las demandas de protección del sector salud ante la pandemia, que han encontrado eco en las redes sociales y medios independientes, han desencadenado una oleada de persecución y amedrentamiento. Defiende Venezuela, expertos en Derechos Humanos de la ONU, ha señalado que desde el inicio de la cuarentena han aumentado las amenazas y acusaciones contra periodistas, trabajadores sanitarios y ciudadanos. Según cifras de esa organización, más de 840 personas han sido detenidas, entre ellas 22 periodistas. Las organizaciones gremiales, por su parte, reportan 92 ataques contra comunicadores sociales en el ejercicio de su labor informativa. Édgar Cadenas, del Colegio Nacional de Periodistas (CNP), seccional Caracas, aseguró que 18 periodistas han sido detenidos de forma arbitraria y, en muchos casos, también sus familiares. Mientras,

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el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Prensa (Sntp) contabiliza 22 comunicadores detenidos, y ha denunciado despidos y suspensiones durante la cuarentena, que afectaron a empleados de Caraota Digital, El Universal, Bloque de Armas y El Estímulo. Rusia El diario La Vanguardia, de España, del 17 de agosto de 2012, trae el siguiente despacho de la Agencia EFE sobre uno de los casos más sonados de criminalización de la protesta social durante la presidencia de Vladimir Putin: Las tres integrantes del grupo punk ruso Pussy Riot juzgadas por cantar en una catedral ortodoxa contra el presidente del país, Vladímir Putin, fueron condenadas a dos años de prisión. La sentencia fue dictada por la jueza Marina Syrova, quien precisó que ésta puede ser recurrida en un plazo de diez días (…) Las tres jóvenes no se reconocieron

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culpables, insistieron en calificar su acción de "expresión política en forma artística" y escucharon la sentencia con serenidad e, incluso, sonrisas. Syrova acusó a las mujeres de herir los sentimientos de los fieles con su protesta el pasado 21 de febrero, cuando actuaron frente al altar de la catedral, enmascaradas y vestidas con ropa colorida (…) La policía ha detenido a algunos de los opositores rusos que se concentraban a las puertas del juzgado para dar apoyo a las artistas, entre ellos al jugador de ajedrez y activista político Gari Kasparov. Las Pussy Riot se dieron a conocer en toda Rusia el 21 de febrero pasado cuando cinco de sus integrantes irrumpieron encapuchadas en una zona restringida del altar de la catedral de Cristo Redentor en Moscú, el principal templo ortodoxo del país. Una vez allí, las mujeres se desprendieron de varias de sus prendas y comenzaron a tocar la guitarra eléctrica, a cantar y a bailar en ropa interior. "Madre de Dios, echa a Putin", decía la canción, en la que se acusaba al patriarca de la Iglesia Or-

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todoxa Rusa, Kiril, de creer en el presidente de Rusia y no en Dios. Bolivia El periódico digital eju!, en una nota del 23 de agosto de 2020, da cuenta de la percepción de una dirigente indígena boliviana sobre los resultados de las acciones divisionistas de los movimientos sociales del país llevadas adelante por el expresidente Evo Morales: La exdirigente campesina Tomasa Yarhui advirtió este domingo que luego del bloqueo de caminos dispuesto por la Central Obrera Boliviana (COB) en medio de la emergencia sanitaria, los sindicatos y las organizaciones sociales profundizaron su crisis interna que obliga, según dijo, a pensar en la reconstrucción para devolverles legitimidad y vida propia ante el nuevo gobierno. Dijo que desde la COB, las estructuras nacionales y departamentales de las confederaciones de In-

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terculturales, Conamaq, Cidob, Bartolinas, Gremiales y todos los sindicatos afiliados a la COB, se devaluaron por culpa de malos dirigentes que se entregaron al MAS y permitieron el manoseo político por intereses político-partidarios y gobiernos de turno.“Si Evo Morales ha cometido el error de manipular a los movimientos sociales, no quiere decir que hay que liquidarlos. Nuestra propuesta habla de reconciliación, reconstrucción y reencuentro entre bolivianos respetando la diversidad”, manifestó. ¿Es posible la buena política? Mientras sigamos siendo humanos, habrá mala política. En la vida común, hay un juego constante entre buena y mala política. La acción cívica busca incidir en él y lograr que la buena política se imponga. Es lo más que puede conseguir: la mala política no es erradicable, aunque, y este es el cometido de la acción cívica, se debe trabajar para que sea una excepción en nuestra convivencia, y no la regla.

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Hacemos política como vivimos. Por lo tanto, la política es cultura. Es esta la que modela la forma en que la gente ve lo público y, eventualmente, maneja el poder del Estado. Si la mala política persiste y domina sobre la buena política es porque se ha convertido en costumbre. Y las costumbres, la mayoría de veces, se aceptan y practican de manera acrítica. Llevados por la costumbre aceptamos la corrupción y la palabrería de los malos políticos. Y, también, el ridículo, incluso lo esperamos. Su escenificación es, quizá, la mayor satisfacción que la política nos brinda, como si estuviéramos en un circo. ¿Por dónde empezar? La comunidad política es una asociación de convivencia, cuyos miembros están vinculados por un derecho común. La convivencia genera intereses comunes, y la política trata de realizarlos, pero, también, de crear la confianza social necesaria para que la convivencia se desarrolle.

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La confianza social solo puede darse en un ambiente en el que reinen la seguridad, la verdad y la justicia. Conseguirlas, obviamente, no es fácil. Pero por algún lado hay que empezar. La mayor amenaza a la seguridad de las democracias actuales, sobre todo en América Latina, es el crecimiento galopante del crimen organizado. Hasta el punto de que este ha empezado a disputar al Estado el uso monopólico de la fuerza física y, en algunos lugares, ha establecido zonas liberadas en las que su autoridad ha reemplazado a la autoridad del Estado. Ha logrado, además, infiltrarse en las instituciones públicas y en los círculos empresariales y, con ello, no solo que ha impedido la acción de la justicia, sino que ha logrado montar una economía basada en el dinero ilegal. La corrupción que, actualmente, nos afecta no está desligada del crimen organizado. Fortalecer el sistema de justicia y garantizar su independencia es una tarea ineludible. Donde reina la im-

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punidad, la confianza social se pierde y las instituciones públicas se deslegitiman. Romper el círculo de impunidad es recuperar la verdad como un valor central en la gestión pública y la administración de justicia. La mala política es una mala costumbre. Y las costumbres no se cambian con prédicas, sino con acciones, que se repiten constantemente hasta que se forma otra costumbre más sana. Si la gente se acostumbra a ver que los corruptos son juzgados y sancionados comenzará a creer en la justicia. Y dejará de tolerar la corrupción. El trasfondo de todos estos cambios es el buen uso de la palabra. Las instituciones educativas tienen un papel fundamental en esto. Si desde niños desarrollamos el amor por la palabra bien dicha, y lo bien dicho implica precisión, veracidad, coherencia y cohesión, no daremos oídos a los charlatanes. La cháchara política volverá, entonces, al sitio que le corresponde: el de las malas costumbres, las que, por su capacidad para dañar la convivencia civilizada, deben ser desechadas.

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La buena política existe para resolver los problemas sociales y políticos de manera razonable, en el marco de los principios democráticos y republicanos. Mientras lo hace tiene que resolver, también, el problema de su propia viabilidad. La pobreza, la desigualdad, la corrupción, la vinculación cada vez mayor de las decisiones de la política interna con las decisiones que se toman fuera de los estados, son, a la vez, obstáculos y desafíos para la buena política. A estos, se suman dos de especial importancia: la calidad de la representación democrática y la implicación de los ciudadanos en la política. La calidad de la representación democrática se refiere tanto a la naturaleza del bien representado como a la calidad de los representantes. Asumir que, en un régimen democrático, este bien es el bien común permite que los políticos identifiquen con claridad para quién trabajan y por qué trabajan. Si tienen esto claro, mejorará notablemente la legitimidad y la calidad de la toma de decisiones sobre los asuntos públicos.

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Un buen político, por tanto, no admitirá la presencia de un tercero dirimente en las decisiones que deba tomar. Este tercero, como se sabe, puede ser una persona o grupo enquistado en el gobierno, un grupo de presión, un Estado extranjero, un organismo internacional. El buen político decide en función del interés general, no de intereses particulares, y trata de hacerlo de manera eficaz. La eficacia de las decisiones para garantizar el bien común es un desafío que debe asumir la buena política y una condición para que se mantenga. Fortalecer la institución de la representación implica renunciar de una vez por todas a la utopía de la democracia directa, a no ser que sea aquella que se ejerce a través de mecanismos que complementan la democracia representativa, como las consultas populares. El camino tampoco es, como sostiene Bobbio, pasar de la democracia política a la democracia social: una suerte de democracia ubicua, que se practicaría en la empresa, en el barrio, en la familia69. 69 Norberto Bobbio, El futuro de la democracia.

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Esto, en realidad, no es práctico ni efectivo. Simplemente porque, si ponemos por caso la organización de la vida familiar, la democracia podría reducir tanto la autoridad paterna como la responsabilidad de los padres en relación con los hijos. La defensa de la democracia social indiscriminada es una falacia. Una falacia que parte de considerar que todos deben ponerse de acuerdo en todo. En el ámbito público, el que todos participen en la toma de decisiones, hoy delegadas a representantes políticos y burócratas, lleva a la exacerbación de las luchas de intereses, tanto personales como particulares, y, en consecuencia, a la pérdida de vista del interés común. Interés que no resulta de la suma de intereses disminuidos o del promedio de intereses al que pueda dar lugar la negociación participativa. Dejar de lado la utopía participativa no quiere decir que los ciudadanos deban apartarse de la política. Deben, por el contrario, involucrarse en ella, pero de manera más consciente y responsable. Aceptar que las decisiones políticas tienen un fuerte componente

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emotivo no implica renunciar a las posibilidades de la razón. Posibilidades que pueden despertarse y estimularse a través de una elevación general del nivel intelectual de la población y del ejercicio de la pedagogía política. Los estudiosos de la política tienen, en este empeño, un papel central. Su público natural no está constituido, como mucho de ellos creen, por especialistas, sino por ciudadanos: los actores y “beneficiarios” principales de la política. Aunque estemos muy lejos de la Atenas de Aristóteles, la definición del ciudadano como el hombre libre que ejerce la política como un deber orientado a la consecución del bien común sigue vigente. La academia tiene, pues, un papel relevante en la educación política de los ciudadanos. Y debe buscar las mejores vías para cumplir esta tarea. El periodismo es una de ellas, pero, con seguridad, hay otras. El desafío es ponernos a pensar. Cuando, gracias a una elevación del nivel intelectual general de la población, haya

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más gente pensando sobre la política, tendremos una mejor clase política. Así, los políticos, con un mayor nivel intelectual que sus antecesores, estarán obligados a convencer y a rendir cuentas a una masa crítica, a la que habrá que escuchar y convencer con las mejores razones.

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SERIE ENSAYO.

La buena política, de Fernando López Milán, es una publica-

ción del Comité Editorial de la Facultad de Comunicación Social de la Jniversidad Central del Ecuador. Marzo de 2021. Tiraje: 900 ejemplares.

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Fernando López Milán (Riobamba, 1964), sociólogo, es docente de la Facultad de Comunicación Social (FACSO), de la Universidad Central del Ecuador. Ha publicado siete libros de poesía, así como la edición bilingüe, francés-español, del libro de Paul Eluard Los animales y sus hombres. Los hombres y sus animales. Preparó, para la Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión, la edición –con un estudio introductorio de su autoría- de la obra poética reunida del autor riobambeño Miguel Ángel León. Ha publicado varios ensayos sobre política y literatura y ejerce el periodismo de opinión en los periódicos digitales Plan V y La República.

ISBN 978-9942-8861-7-0 COMITÉ EDITORIAL FACSO - UCE

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789942

866170


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