Revista Factor Crítico. Consejo editorial: Jorge de Barnola, Roberto Bartual, Miguel Carreira, Paz Olivares, David Sánchez Usanos
Factor Crítico:Las drogas por Factor Crítico licenciada bajo reconocimiento Creative Commons ReconocimientoCompartir.Igual 3.0 Unported License. Creado a partir de la obra en www.factorcritico.es.
Han participado en este número: Jorge de Barnola, Roberto Bartual, El amante de la cafeína, Goio Borge, Miguel Carreira, David García, Tatiana Giménez Carlos Javier González Serrano, Miguel Ángel Mala, Paz Olivares, Mateo de Paz, David Sánchez Usanos, Victor Sierra Matute, David Urgull, Scary Wo, Tabaret, Alexander Zarate ISSN: 2254-3716 Madrid, Marzo de 2013
Audiovisual
Libros y Drogas Editorial 7 Libros & drogas 9 Entrevista con Timothy Leary 12 ¿Se drogan los androides? 32 Malditos 38 Fumadores de opio 44 Hydropathía. Alcohol, bohemia y hadas verdes 49 Santiago Ramón y Cajal, atisbos literarios del control de masas o de la modificación de la conducta 61 Las drogas, una «deidad» poderosa y maldita 75 Leonor de Aquitania, comparativa entre tres biografías 79 Los 10 de Factor Crítico 85
Act of Faith / Jimmy’s End 91 César debe morir 97 Django desencadenado, dos puntos de vista sobre el tarantinismo 101 Grupo 7 117 Hunger 121 Lincoln 125 De óxido y hueso 130 Red Riding Trilogy 135 The fades 141 Thorne 145 Wallander 149 Flight 156
Cómic Animal Party 161 The League of Extraordinary Gentlemen: Century 2009 164 De ratones y hombres 171 El retorno de las Ti-Girls 183
Los secretos del universo 187 Metamaus 193 The Death Ray 198 ¿Eres mi madre? 201 Kung fu infinito 206 The Long Tomorrow 210
Cuento De repente llaman a la puerta 214 Goethe se muere 230 Los que duermen, el hombre como mito 235
Ensayo Continente salvaje 240 Canon heterodoxo Manual de literatura española para el lector irreverente 244 Ifni, la última aventura colonial española 249 Carl Jung. Psiquiatra pionero, artesano del alma 254 La nada y las tinieblas 259 Rara avis. Más afuera 263
Música En un mundo enorme
268
Novela Relámpagos 272 No saldré vivo de este mundo o los fantasmas de Steve Earle 278 Las ruinas del presente Los ojos de Natalie Wood 282 La banda de la tenaza 288 Lo que no está escrito 292 Un rescate necesario. Casa de niebla 295 La última película 299 Barrio Perdido 307 La muerte del corazón 312 El colapso de la literatura: Retrato de un artista adolescente 316 La alquimia como relato; El diablo me obligó 321 22/11/63, o los multiversos 327
Libros & Drogas
Factor Crítico
Editorial
por Miguel Carreira
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o hay muchos temas como el de las drogas. Se mire desde donde se mire, desde el punto de vista literario, sociológico, político y hasta filosófico las preguntas que abren la producción, distribución, venta y consumo de drogas son casi infinitas. En el plano socio-político, por ejemplo, resulta desconcertante la falta de debate sobre una realidad tan notoria. Si postulamos un observador ajeno a nuestra sociedad, un indígena de una sociedad primitiva, un extraterrestre o un observador futuro, y este se limitase a conocer los mensajes públicos, el discurso de los partidos políticos o la información de los medios de comunicación llegaría quizás a la conclusión de que las drogas son un fenómeno que no merece la pena explorar, que se trata de una sustancia escasa consumida por parias desde los márgenes de la
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sociedad. Si postulamos otro observador ajeno a nuestra sociedad, que atendiese a una selección no demasiado azarosa de obras literarias, musicales o cinematográficas quizás sus conclusiones habrían sido distintas, aunque estas diferirían llamatívamente si esa selección fuese de los sesenta, los setenta, los ochenta y así sucesivamente en cada década. De hecho parece que en los últimos años la droga ha desaparecido como objeto de análisis incluso en el arte, como si la droga hubiese perdido definitivamente la batalla. No es así. Aún admitiendo los límites ambigüos que definen la frontera entre drogas, fármacos y productos de uso común como el alcohol, lo cierto es que la droga es casi ubicua en nuestra sociedad. Las estadísticas varían —como es lógico, dado el carácter ilegal del producto— pero muchas apuntan a que el tráfico de drogas podría significar hasta un diez (sic) por ciento del comercio total mundial, es decir, que de cada cien euros que se mueven en el mundo por cualquier razón dos compran o venden drogas ilegales. No debería sorprendernos demasiado: todos hemos leído o tenido noticia de de esos llamativos informes sobre el porcentaje de billetes en circulación en los que se encuentran restos de cocaína y, en
definitiva, todos sabemos de la abrumadora abundancia de oferta en las calles de cualquier ciudad. Si nuestra sociedad le ha declarado a las drogas la guerra total de la que presume —una guerra que, como plantea Escotado en su fascinante Historia general de las drogas, ha obligado a la sociedad a replantear o flexibilizar la noción de delito— resulta palmario que esa guerra la está perdiendo; por mucho, además. Eso nos deja dos opciones. O bien nuestra sociedad es terriblemente ineficiente o bien esa guerra no existe, al menos con la intensidad y firmeza de la que alardea. Este número de Factor Crítico no aborda, sin embargo, el aspecto sociopolítico del tema. Ni siquiera se ha planteado desde el punto de vista polémico, aunque asumimos que la falta de voces sobre el tema da cierto brillo de controversia a cualquier alusión. Lo que hemos querido hacer aquí es hablar de un tema. De algo que existe y que hemos ido a buscar al mundo del arte, el único lugar en el que se puede encontrar. Aparte de la realidad, claro. Gracias por leernos
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«Uso el «&» porque yo también quiero ser hipster.»
Libros & drogas
Por el amante de la cafeína
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e lo escuché una noche a Jimmy Giménez-Arnau en un programa de cotilleos: «En cierta ocasión, al ser preguntado por un periodista acerca de sus problemas con las drogas, Mick Jagger contestó: “Yo jamás he tenido problemas con las drogas. Los he tenido con la policía”». En aquella época todavía no existía La noche del boxeo y yo pasaba mis noches de fin de semana enganchado a aquel rancho. Pero no me negarán que la cita da juego. Parafraseando a Jagger —mi vida es una paráfrasis de Jagger—, diré que jamás he tenido ningún problema con las drogas, los he tenido con la gente que se droga. Bueno, ni siquiera esto es del todo exacto. Lo peor no es la gente que se droga, es
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la gente que dice que se droga. A mí lo que haga la gente con su cuerpo, con su dinero y con su tiempo me da bastante igual. Lo que me sobrecarga es que traten de convencerme de que aquello que hacen es bueno. Y, oigan, con lo de las drogas la gente se pone muy pesada. En un sentido restringido yo sólo recurro a una droga con bastante asiduidad (sí, ésa, soy así de obvio), pero lo hago por motivos estrictamente funcionales. Me gusta cómo sabe y me gusta cómo me hace sentir. Pero no me paso el puñetero día alabando las virtudes de mi amada, ni me pongo camisetas ni otro atrezzo publicitándola. Tampoco asumo tácitamente que todo el mundo la toma o ha de tomarla, ni le doy la turra a mi interlocutor con voz pastosa y demasiado próximo a su cara acerca de lo buena que está. La consumo. Punto. La literatura —incluyo en este apartado lo cinematográfico y lo musical— acerca de las drogas forma
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parte de la misma estrategia discursiva. Parafraseando a Borges —ya ven, no soy un tipo muy constante— diré que la literatura sobre drogas es una rama de la literatura infantil. En efecto, esos «escritores» son como niños. Hice esto y lo otro. Quería experimentar y me metí aquello y lo de más allá. Muy bien. ¿Y a mí qué? Quiero decir que un contenido, una experiencia, no basta para poder hablar de que lo que has producido sea literatura, lo decisivo es cómo lo cuentes. Me da lo mismo si son drogas, asesinatos o el día a día de un contable en una oficina de seguros. Y con las drogas a la gente se le suele ir la mano. Creen que sólo por hablar de algo supuestamente peligroso e ilegal tienen el interés del lector garantizado y suelen descuidar todo lo demás. Lo malo es que la cosa les funciona —la mayoría de los lectores no dista demasiado de la mayoría de los escritores: no son demasiado exigentes con la escritura— y nos encontramos con tipos manifiestamente incapacitados para este noble arte acaparando galardones y títulos en la editorial Anagrama sólo por cuestiones biográficas. Asunto bien distinto es que el escritor, o ciertos escritores, para escribir recurran a cierta asistencia química o farmacológica: me da igual si Sastre escribió
algunos títulos bajo los efectos de la efedrina o si Faulkner se alimentaba de whisky y tabaco, lo esencial es que ambos produjeron algunos de los párrafos más lúcidos de la historia de la literatura. Ambos eran excepcionales en su oficio, y eso no tiene que ver con lo que tomasen o dejasen de tomar. De modo análogo a cómo uno no se convierte en un as con la Telecaster por inyectarse heroína o compone Forever changes por meterse LSD como si no hubiera mañana. Esas prácticas quedan fuera de la producción artística —que es lo verdaderamente importante—, tienen el mismo interés que el tipo de papel higiénico que usaba Jack Bruce o la marca de tinta con la que Ozzy se hizo su primer tatuaje. Toda esa mitología de las drogas y la cultura se parece bastante a lo que retrata Woody Allen en «Las listas de Metterling». Son aspectos, en suma, que forman parte no de la literatura, sino de la prensa rosa de la literatura. Como ven, volvemos al principio.
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«La literatura tiene el mismo fin que los psicodélicos: ser quienes queramos cuando queramos»
Entrevista con Timothy Leary por Roberto Bartual
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Mi nombre es Timothy Leary y, aunque ahora parezco un anciano de aspecto sosegado, hubo un tiempo en que el FBI me concedió el título de Enemigo Público Número Uno. En aquel entonces también era un hombre tranquilo, pero eran otros tiempos: a Bin Laden todavía debían de estar cambiándole los pañales y uno tampoco tenía por qué hacer grandes méritos para llamar la atención del FBI. Tan solo uno. Decirle a toda América que no solo es bueno consumir drogas psicodélicas, sino también necesario. El problema es que siempre importa menos lo que se dice, que quién lo dice. Y yo no era un hippie de Haight-Ashbury. Era doctor en Psicología por Berkeley y profesor en Harvard. Siempre me he sentido
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halagado por la importancia que me otorgaron las fuerzas de la ley, ya que el empeño que el señor Hoover puso en capturarme, en el fondo, daba la razón a mis ideas. Hubo un momento, a mediados de los años 60, en el que a pesar de la evidente tensión con la Unión Soviética, el comunismo dejó de ser brevemente la principal amenaza de América. Al FBI y a la CIA le importaba mucho más la repentina posibilidad de que millones de americanos empezaran a consumir LSD con un motivo preciso: cambiar de forma radical su manera de percibir la realidad. FACTOR CRÍTICO: Las palabras de Leary suenan, como siempre, convincentes y vivarachas; es ese tipo de persona al que es difícil echar en cara la excesiva importancia que se atribuye, pues resulta difícil saber si él mismo se la toma en serio o no. TIMOTHY LEARY: Claro que no fui el único que estuvo en punto de mira de los federales. También estaban Owsley Stanley, Kesey, la Weather Underground… F.C.: Perdone, doctor Leary, no pensé que estuviera hablando en voz alta.
T.L.: Usted también tendrá que disculparme. A veces se me olvida que lo único que hago es representar un papel. F.C.: Para la generación hippie fue usted su Jesucristo Renacido, como rezaban los anuncios de algunas de sus intervenciones públicas. Pero ¿no fue demasiado prematuro ese papel? Quiero decir, con toda la controversia que empezó a rondar en torno al LSD, ¿sigue creyendo que la opción que usted tomó fue la mejor? ¿De verdad fue buena estrategia hacer una apología tan pública de los psicodélicos?
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T.L.: Todavía me lo pregunto. Pensé mucho en ello en su momento. Gente muy cercana a mí, como Richard Alpert o Aldous Huxley, me advirtieron de ese peligro. Una cosa es que un científico chiflado aparezca en los periódicos hablando de las beneficiosas propiedades psicoterapéuticas del LSD y otra muy distinta, que aparezca en los mismas portadas acompañado de los Beatles, con un titular diciendo en mayúsculas que los ídolos de las niñas adolescentes le dan al doctor Leary toda la razón. F.C.: Lo cual debió asustar a la gente a la que no debía haber asustado.
T.L.: Bastante, supongo. El gobierno estaba preocupado por la increíble facilidad con la que muchos jóvenes de América se replanteaban radicalmente la necesidad de cualquier tipo de estructura de poder. Sabían perfectamente la función que estaban cumpliendo las drogas psicodélicas en las revueltas universitarias y por eso temían que su uso pudiera extenderse a sectores más amplios de la población. Si el LSD estaba cambiando tan fácilmente los valores de jóvenes que sólo tenían razones abstractas para estar enfadados el mundo, nada concreto como, por ejemplo, trabajar bajo condiciones esclavistas o vivir preso de fuertes requerimientos sociales, imagínese lo que habría podido pasar si hubiera caído en manos como las de los mineros de Harlan County o, sin ir tan lejos, en las de las amas de casa de la aburrida clase media americana. Ken Kesey y yo teníamos demasiado acceso a los medios como para no resultar amenazadores. El autor de un best-seller popular y el psicólogo más brillante de Harvard asegurando al público que el LSD es inofensivo, que no
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produce adicción y que puede ayudarles a percibir que toda idea social preconcebida es una simple ficción. El gobierno nunca tuvo realmente nada que temer de los hippies. Nunca tuvieron la menor posibilidad de convencer a nadie “decente” de lo correcto de su modo de vida. Por otro lado, al gobierno tampoco le importaba demasiado Hollywood. Cary Grant aprovechaba la mínima oportunidad en sus entrevistas para explicar cómo el LSD había cambiado su vida, pero Hoover tampoco se echaba a temblar por ello. Grant era un actor y, por muy popular que fuera, ninguna de sus fans iba a tomar al pie de la letra las palabras de un actor. F.C.: En cambio, usted era un reputado investigador de Harvard que intentaba hacer que el LSD adquiriera respetabilidad dentro de la comunidad científica. Háblenos de sus experimentos de psicoterapia con psicodélicos. T.L.: En realidad lo que usamos para esos experimentos fue psilocibina, no LSD. Aunque los efectos son prácticamente comparables.
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F.C.: ¿En qué consistieron esos experimentos? T.L.: La psilocibina, el LSD, la mescalina y, en realidad, cualquier otra sustancia psicodélica colocan la mente humana en un estado de extrema sugestión y moldeabilidad. Similar al que produce la hipnosis, pero con ramificaciones más profundas y manteniendo un estado de absoluta consciencia. Bajo los efectos de un psicodélico, cualquier estímulo externo,
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por pequeño que sea, es capaz de producir en el sujeto conexiones mentales inusuales de un contenido emocional asombroso. A veces, incluso llega a revivir, de manera completa, experiencias pasadas, placenteras o traumáticas. Al hacerlo, algunos de sus complejos más profundos pueden quedar resueltos de manera inesperada. Es entonces cuando se produce lo que yo llamo el retroquelado mental. La mente humana es como ese juguete infantil que consiste en hacer encajar bloques de madera con forma cilíndrica, de estrella o de cubo, en una serie de agujeros de molde similar. Hay momentos de nuestra vida en los que, si nos dan un cubo, intentamos desesperadamente meterlo en el agujero con forma de círculo y un psicoanalista puede tardar hasta diez años en hacer que su paciente se dé cuenta de ello. Cuando Richard Alpert y yo empezamos a investigar con psilocibina, nos dimos cuenta de que nuestros pacientes podían llegar espontáneamente a la misma conclusión en una sola sesión. Entonces les ayudábamos a retroquelar sus mentes: hacer que cambien el agujero con forma de círculo por el agujero con forma de cubo, antes de hacer encajar el bloque de nuevo.
F.C.: Eso suena bastante a reprogramación mental, ¿no? T.L.: De hecho lo es. Pero ¿no se puede decir lo mismo del psicoanálisis como metodología, en general? F.C.: ¿No tenía miedo de que lo tomaran por el clásico Mad Doktor? T.L.: Se nos pasó por la cabeza la imagen de Rudolph Klein-Rogge en Metrópolis, sí, pero después del tremendo éxito que tuvieron los experimentos, en Harvard nos empezaron a mirar con una mezcla de respeto y cierto temor reverencial. Conseguimos que la universidad financiara una terapia con psilocibina para un grupo de presos en la cárcel de Concord. Los sometimos a varias sesiones de terapia grupal; la mayor parte de ellas, de preparación: solo administramos la droga dos veces a cada preso. Al finalizar la terapia, un 75% de ellos aseguró haber pasado por una experiencia clave en su vida que había cambiado su manera de pensar de forma positiva. Una vez salieron de la cárcel, calculamos la tasa de retorno, es decir, el número de ellos que, después de cometer otro
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crimen, volvía a ingresar en el sistema penitenciario. De nuestro grupo, volvieron un 20%. El porcentaje medio en la prisión de Concord era de un 60%. De ese modo conseguimos demostrar que es posible utilizar los alucinógenos para deshacer patrones obsesivos de pensamiento y conductas autodestructivas. F.C.: Fue entonces cuando detuvieron sus experimentos. T.L.: Más o menos. Cortaron la financiación sin darnos muchas explicaciones un tiempo después de que publicáramos nuestros resultados. F.C.: Un poco sospechoso. Timothy Leary y Neal Cassaday en la carretera
T.L.: Sí, al principio aceptamos a regañadientes el pretexto que nos dio el rector. Que estábamos atrayendo demasiada atención sobre Harvard. Lo cual no tenía ningún sentido, ya que la comunidad científica había recibido con euforia nuestro descubrimiento. En 1963, Alpert y yo fuimos expulsados de la universidad. Poco después nos enteramos de la verdad. Y la verdad se llamaba Proyecto MK-ULTRA. Durante los años 50, la CIA había estado experimentando en Harvard con LSD, de forma secreta, tratando de averiguar qué uso podía dársele a la droga en la “guerra silenciosa”. Básicamente tratando de inducir estados de terror en los sujetos experimentales. Sin embargo, descubrieron que los efectos de la droga eran demasiado impredecibles para poder darle una utilidad militar. Cuando Alpert y yo comenzamos nuestros experimentos con psilocibina no sabíamos nada de esto. La CIA permitió que Harvard nos financiara por una sencilla razón. Pensaban que quizá nosotros podríamos triunfar donde ellos no lo habían hecho, encontrando algún modo de controlar la droga para que produjera los efectos deseados. Efectivamente, conseguimos controlarla demostrando que sus efectos dependían no tanto de la dosis
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como de las expectativas y el estado mental del consumidor, así como del entorno físico en el que se administra la droga. Descubrimos que era posible “programar un viaje”, pero no para obtener los resultados que deseaba la CIA. Ocho de cada diez de nuestros pacientes afirmaban haber tenido algún tipo de experiencia espiritual después de nuestras sesiones. Desde un incremento considerable en la comunión afectiva con sus semejantes, hasta verdaderas sensaciones de haber entrado en contacto con la divinidad. Pero la CIA no tenía ninguna utilidad que darle a Dios. Así que decidieron deshacerse de nosotros. Todavía ahora, en la década de los noventa, siento a veces la molesta impresión de estar siendo observado. F.C.: No estamos en los años noventa, sino en 2013. Doctor Leary, creo que no debería abusar tanto de los psicodélicos. T.L.: Usted, que es joven, podrá estar en el año que mejor le parezca, pero para mí es poco más difícil porque morí en el 96.
Lo cual explicaría la extraña sensación que tengo desde que comenzó la entrevista o el
hecho de que, ahora mismo, me encuentre frente al doctor Leary, sentado sobre un mantel a cuadros escoceses, al aire libre de la campiña inglesa. Para colmo estoy vestido según los cánones estrictos de la moda infantil femenina del Oxford de mediados del siglo XIX: falda plisada azul y lazo en el pelo del mismo color. No me recuerdo en qué momento me dejé caer por la madriguera de conejo. Solo me acuerdo de haber asistido a la fiesta maya que la redacción de Factor Crítico celebró el pasado 21 de diciembre con motivo del fin del mundo, y de repente, vi cómo alguien vaciaba un pequeño frasco en el ponche. Aunque, ahora que lo pienso, ese alguien era yo. F.C.: Perdone, pero he tenido un flashback. Debería haber comenzado la entrevista con una descripción de nuestro encuentro, pero resulta que acabo de vivir ese momento justo ahora. Creo que me acabo de tomar el LSD farmacológicamente puro que los laboratorios Sandoz me enviaron hace un par de semanas para hacer una reseña. T.L.: Déjese llevar. ¿Dónde estábamos?
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F.C.: Su expulsión de Harvard, la prohibición del LSD… T.L.: Ah, la prohibición. Eso ocurrió en 1968. Justo el año en que me detuvieron. F.C.: Desde que le echaron de Harvard hasta entonces, dedicó su vida a defender públicamente el uso de los psicodélicos. ¿Cómo llegó a convertirse, según las palabras de Richard Nixon, en «el hombre más peligroso de América»? T.L.: Bueno, a parte de salir en la televisión, almorzar con los Beatles, introducir a medio Hollywood en el mundo de los psicodélicos, escribir decenas de artículos científicos y libros defendiendo su uso, y presentarme como candidato a gobernador de California con el aval público de John Lennon, supongo que lo que realmente puso nerviosa a la CIA fue el papel que jugué en las intrigas de Washington. Eso y tal vez el hecho de que la primera dosis que tomó Marilyn Monroe se la di yo. F.C.: Siempre que alguien menciona a Marilyn tan cerca de la palabra Washington es porque hay ciertas siglas entre medias.
T.L.: Tiene razón, eran los sesenta. Y en los sesenta todo nos lleva de vuelta a JFK. Eso fue precisamente lo que me ocurrió. Que al doblar la esquina, me encontré a Kennedy sin tener la más remota idea de que pudiera estar allí. Pero en realidad nada de esto tuvo que ver con Marilyn. Mi encuentro con ella fue pura casualidad. En mi caso, todo comenzó con la llamada de una mujer llamada Mary Pinchot Meyer. Trabajaba en política, estaba bien conectada, su cuñado era jefe del Newsweek. En definitiva, la típica descendiente de uno de esos viejos linajes patricios de Washington. Alguien le había dicho que yo podía enseñarle a programar viajes con LSD.
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F.C.: Cuéntenos qué es eso de programar un viaje. T.L.: Pese a todo lo que se dijo sobre mí, nunca fui partidario del uso indiscriminado de psicodélicos. Siempre lo dejé bien claro en las entrevistas y en los libros que escribí, aunque luego la prensa prefiriera compararme con gente como Kesey. Los efectos de los psicodélicos dependen en gran medida del set y del setting, es decir del marco mental en el que se encuentra quien lo utiliza, y de su relación con el entorno. Descubrimos que ambas variables son fáciles de controlar, así que diseñé con mis colaboradores, Alpert y Metzner, un protocolo a seguir durante las sesiones. Instrucciones precisas de cara a la preparación mental del paciente, el tipo de música y estímulos visuales recomendables durante la sesión, cómo tranquilizar al paciente si, de repente, sufre un mal viaje, y lo que es más importante, cómo ayudarle durante el viaje de regreso a integrar el cambio psicológico dentro de la estructura de su personalidad. Mary quería que le enseñara todo eso, pero al principio me negué. Aunque había llegado a mí a través de un amigo común, no terminaba de fiarme. Sin embargo, Mary insistió y al cabo
de unos meses me confesó sus verdaderos motivos. Había gente en Washington, me dijo, que estaba interesada en el uso que se le podía dar al LSD dentro de una terapia personal. Acabé enseñándole a Mary lo que sabía, cosa que, en el fondo, tampoco tenía tanta importancia pues, de todos modos, pensaba escribir con mis colaboradores un manual para explicar al gran público cómo preparar un viaje seguro. Mary yo seguimos manteniendo el contacto. Nunca quiso darme muchos detalles sobre lo que estaba haciendo y yo tampoco quise conocerlos, pero entendí por sus comentarios que estaba programando viajes para gente de muy alto nivel. Las palabras de Mary estaban siempre teñidas de un idealismo absolutamente inocente y al mismo tiempo aterrador, como supongo que lo fue el idealismo que todos tuvimos en aquella época. Como si se hubiera erigido en la cabeza invisible de una conspiración para la paz que estaba empezando a conseguir, en secreto, cada vez más adeptos en Washington. Así fueron las cosas, hasta que un día, Mary me llamó aterrorizada para decirme que la estaban persiguiendo. No volví a saber de ella en mucho tiempo. En 1963, poco después de la muerte de Kennedy, recibí su última
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llamada. “Ya no podían controlarle”, me dijo. “Estaba cambiando demasiado rápido. Han echado tierra encima de todo el asunto. Tengo que verte. Tengo miedo. Ten cuidado”. Mary murió unos meses más tarda. Fue asesinada a la orilla del río Potomac. Tenía una herida de bala en la cabeza y otra en el corazón.
de paranoia se daban precisamente cuando me estaban persiguiendo. Me detuvieron dos veces por posesión de marihuana. Encontraron dos colillas de porro en la guantera de mi coche. Me condenaron a 30 años. F.C.: (silencio)
F.C.: Supongo que encontrarían a un cabeza de turco.
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T.L.: Un hombre negro, por supuesto. Intento de violación y robo. ¿Cuántos intentos de violación acaban con una bala en la cabeza y otra en el corazón? F.C.: ¿Era amante de Kennedy? T.L.: No lo supe hasta después de su muerte. Claro que lo era. Pero no como las demás. Kennedy la quería de verdad. Después de aquello… Bueno, ya sabe. La muerte de Kennedy hizo que todo se viniera abajo. Empezando por mi puesto en Harvard. Entonces fue cuando empezaron a perseguirme. Al principio pensé que mi paranoia era producto de las drogas, pero casualmente los momentos
T.L.: Pero yo tenía otros planes. F.C.: Se escapó de la cárcel. T.L.: (sonríe con cierto nerviosismo) Antes de ingresar en el sistema penitenciario, se sometía a los condenados a un test psicológico para de-
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terminar cuál sería su ocupación idónea dentro de la cárcel. En cuanto me pusieron la hoja de preguntas delante, tuve que contener una carcajada. El test lo había diseñado yo. En cuestión de segundos decidí cuál iba a ser el resultado, ya que sabía perfectamente lo que tenía que responder para que la junta de prisiones viese en mí un carácter totalmente conformista con enormes aptitudes para la jardinería, el trabajo más indicado para planear mi fuga. Me mandaron a San Luís Obispo, un penal de baja seguridad cerca de Santa Bárbara. Nadie me molestaba mientras estaba trabajando en el jardín, así que aprovechaba la jornada para estudiar el terreno. Me enamoré de un árbol cuya copa se alzaba hacia uno de los tejados. Llegada la noche de la fuga, pinté mis deportivas de negro para que nadie pudiera verme en la oscuridad. Salí al jardín por una puerta de mantenimiento que se había quedado abierta esa misma mañana y, una vez fuera, escalé el árbol hasta llegar al tejado. No fue sencillo. Para salvar la alambrada tuve que deslizarme a pulso por un cable telefónico de unos quince metros de largo. El poste donde acababa el cable estaba fuera del recinto. Una vez fuera, fui andando al punto de recogida, que se en-
contraba a kilómetro y medio de distancia. Allí me esperaban dentro de un coche unos chicos muy simpáticos de la Weather Underground. F.C.: ¿El grupo terrorista? T.L.: Si quiere llamarlo así… No pude dejar de reírme yo solo durante el tiempo que estuve dentro de aquel coche. Me llenaba de alegría el haber conseguido escapar sin ningún tipo de violencia. Uno de los Weathermen me pasó un porro de marihuana. Sostuve entre mis dedos al pequeño culpable de mi ingreso en prisión y me eché a reír pensando en lo que harían los guardias mientras tanto. Nunca había disfrutado tanto de una calada. Traté de imaginármelos descubriendo mi ausencia, llamando a Sacramento, donde algún puño furioso golpearía un escritorio y dos o tres traseros se caerían de sus sillones. Me reí y me reí y así pasé tres semanas, riéndome, porque me sentí como si hubiera ejecutado con éxito una especie de performance para decirle a la gente cómo debían actuar frente al sistema judicial y a la burocracia policial. Me pareció una broma redonda, que por desgracia los agentes del orden público nunca supieron apreciar.
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F.C.: Desde luego, se la tuvieron jurada desde entonces. El FBI no dejó de perseguirle hasta que consiguieron ponerle las manos encima. T.L.: Eso ocurrió dos años más tarde, en Afghanistán. Durante todo ese tiempo logré darles esquinazo en Argelia, en Austria, en Suiza… Fueron años difíciles, viviendo en casa de amigos, aceptando ayuda comprometedora como la de los Panteras Negras.
F.C.: Volvió a ingresar en prisión en 1972. ¿Cómo pudo soportar el encierro alguien como usted? T.L.: Escribiendo. En el fondo, después de tanto ir de aquí para allá, agradecí tener tiempo libre para mí mismo, así que aproveché para reflexionar un poco y poner sobre el papel todas las cosas a las que había estado dándole vueltas durante mi exilio. F.C.: Su amigo Robert Anton Wilson le visitó varias veces en prisión. Decía que, a pesar de las circunstancias, usted siempre tenía esa sonrisa beatífica en la cara. La sonrisa que le hizo famoso. Decía que, allí dentro, usted parecía más libre que toda la gente de fuera.
Timothy Leary con G. Gordon Liddy, el agente del FBI que le detuvo.
T.L.: Después de más de diez años usando los psicodélicos para descubrir qué hay debajo del mundo que percibimos, llega un momento en que ya no los necesitas. La mente aprende a llegar a ese lugar por sí sola. Y entonces, el hecho de estar viviendo en una celda deja de tener tanta importancia. Pero mentiría si dijera que no tuve malos momentos. En una de las prisiones donde fui a parar, coincidí con
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F.C.: ¿Por qué le afectaron tanto las palabras de Manson?
G. Gordon Liddy, en quien se inspiró Alan Moore para crear al Comediante de Watchmen, se hizo amigo de Leary cuando éste salió de la cárcel llegando a admitir que, después de tantos años, había comprendido que Leary tenía razón
Charles Manson. Su celda estaba casi enfrente de la mía. No le había reconocido, hasta que una noche me dijo: “Eh, Leary. Eres mi héroe. Tienes que enseñarme cómo lo haces”. Me quedé mudo y entonces gritó para que le oyera todo el corredor: “¡Este es mi amigo Tim Leary! ¡Él sí que sabe cómo meterse dentro la cabeza de los demás!”. Solicité a través de mi abogado un traslado de celda y lo conseguí. Fue uno de los momentos más aterradores de mi vida.
T.L.: Quizá me preocupaba que tuviera razón. Porque en el fondo había estado haciendo lo mismo que él. Meterme en la cabeza de los demás. Y es posible que los demás no estuvieran todavía preparados. Después de tantos años, aún me pregunto si hice lo correcto. Salí de la cárcel tras la caída de Nixon. El gobernador de California me indultó, pero las cosas, afuera, habían cambiado. Hacía mucho que la televisión y la prensa habían transformado el sueño hippie en mero hedonismo sexual e, incluso eso, estaba a punto de acabar en cuestión de unos años por culpa del SIDA. No
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solo se había ilegalizado el LSD y la psilocibina F.C.: Pero usted nunca utilizó psicopara consumo público, además se le impuso délicos para «controlar» a nadie, un veto a la investigación científica a pesar de como hicieron Manson o la CIA. que todos los estudios indicaban la incalculable utilidad de estas sustancias para desprogramar T.L.: No importa lo que yo o Richard Alpert o conductas obsesivas o autodestructivas, ayudar gente como Stan Grof o Humphrey Osmond hia pacientes terminales de cáncer a aceptar el ciéramos. Lo que único importa es el uso que el tránsito o ser los únicos analgésicos efectivos resto de la humanidad quiere darle a los psicopara las migrañas de racimo. Todo eso desapadélicos. Y lo que llevamos del siglo XXI tampoco reció, de golpe y plumazo. Y en cierto modo yo deja demasiadas esperanzas, la verdad. tuve la culpa de ello. Yo, Kesey, Stanley… todos los que estuvimos en primera línea invitando F.C.: Pero usted está muerto, doctor a los Cary Grant de América a que probaran Leary, ¿cómo puede saber lo que ha pael LSD, o directamente echándolo en el ponsado estos últimos años? A veces tenche de sus fiestas multitudinarias, como hacía go la sensación de que soy yo mismo Kesey. Tampoco había tanta diferencia. Tal vez quien responde a través de su voz. hicimos demasiado ruido. Tal vez Huxley tenía razón: no es por azar que los chamanes siempre hayan ocultado la fuente de sus poderes. Era su manera de protegerla. Sin embargo, en aquellos años… no se imagina hasta qué punto estuvimos cerca de la destrucción total después de lo de Bahía Cochinos. Creí que si había un momento era ése, el momento de dar un salto adelante en la evolución y hacer madurar a la raza humana. Pero no estábamos preparados. Quizá nunca lo estemos y Manson tenga razón. Encontramos la herramienta más poderosa jamás conocida para explorar la mente humana y lo único que se nos ocurrió es usarla para meternos en la mente de los demás.
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T.L.: Supongo que es la primera vez que prueba el LSD. ¿Recuerda lo que estaba haciendo antes de que nos encontrásemos? F.C.: La verdad es que estoy empezando a acordarme. Estaba en una fiesta y empecé a sentirme débil. Aunque débil no es la palabra. Más bien era como si mis dedos, mis brazos, mis piernas fueran haciéndose cada vez más ligeros hasta perder por completo su masa. Volví a casa. Puse un poco de música. Ravi Shankar. Esa música hindú está realmente hecha para esto, ¿verdad? Cada nota era una aguja clavándoseme en el cuerpo. T.L.: ¿Le dolió? F.C.: Creo que la palabra “dolor” es irrelevante para describir lo que sentía. Era más bien como si las cuerdas del sitar estuvieran dentro de mí, pero aún así Shankar pudiera hacerlas vibrar pulsándolas a toda velocidad con esa mano suya endemoniada. Luego, empecé a mirar alrededor. Cualquier objeto, cualquier rincón me traía de vuelta los recuerdos más asombrosos. Pero, de nuevo, “recordar” no es la palabra. Revivir, quizá. Una pequeña
mancha amarilla en una esquina del techo me hizo volver a vivir lo que sentí el día en que mi ex y yo pintamos de blanco aquellas paredes amarillas: la misma prisa por acabar el trabajo, la misma ilusión por tener nuestro propio espacio, la misma frustración al darnos cuenta de que se había acabado la pintura; de repente, aquella mancha amarilla se convirtió en el testimonio de una relación en la que siempre quedarían cosas pendientes. Después estuve cenando. Comí un poco de tortilla de patatas. Hacía frío y decidí cubrirme con una manta en lugar de encender la calefacción. Cubierto por la manta, volví literalmente a la infancia. Al instante, aquella tortilla industrial comprada en el súper, empezó a tener el mismo sabor que la tortilla que me daba mi abuela cuando de niño, nos llevaba a mi hermano y a mí de paseo por la sierra, y al volver a casa, nos abrigaba y nos daba de cenar. La misma sensación de cobijo y necesidades básicas satisfechas después de aquellas alegres pero cansadas caminatas. Me eché a llorar de felicidad. Era como si estuviera dentro de la madalena de Proust. Entonces comprendí que cuando Marcel dice haber recuperado su infancia mojando la madalena en la leche, no estaba hablando en
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Factor Crítico
sentido metafórico, ni tampoco estaba utilizando las palabras como barniz literario para describir algo tan simple como el recuerdo. Cuando Proust dice que una madalena puede devolverte la infancia es porque literalmente puede hacerlo, igual que el contenido de un frasco o una seta puede hacerte crecer o disminuir de tamaño. Y se trata, además, de algo tan fácil de conseguir y tan aparentemente común cuando lo consigues, que uno se llena de admiración y respeto por el género humano al saber que el cerebro es capaz de hacer algo así. Un rato después, fui a la ducha pensando en meterme luego en la cama. Pero… creo que no salí de allí. Debo seguir todavía dentro del baño. Recuerdo que entrar debajo del chorro de agua fue algo sobrecogedor. Como si mi piel hubiera desaparecido y las gotas pudieran alcanzar directamente mi sistema nervioso. Supongo que es la misma desprotección que sienten los bebés al nacer, porque ducharse bajo los efectos de aquello… Bueno, era como sentir las gotas de agua caer sobre tu cuerpo por primera vez en tu vida y, saber al mismo tiempo, que tu mente es capaz de recuperar de manera literal no solo el recuerdo de sensaciones tan antiguas, sino que es capaz de recupe-
rar esas sensaciones mismas para volver a vivirlas. Entonces… entonces fue cuando empecé a ver cómo los colores de los azulejos del baño se separaban por capas hasta que me permitieron avistar a lo lejos estos árboles, este río, este bosque en el que nos encontramos ahora. T.L.: Un viaje clásico. La psilocibina, el LSD activa de manera prodigiosa el cerebro reptiliano, la parte más antigua de nuestro cerebro. [pg-27]
Leary en Suiza durante su época como prófugo de la ley
Factor Crítico
La que domina en los animales anteriores a los mamíferos y la que domina también durante nuestra infancia. La parte del cerebro que rige nuestras emociones más básicas, desde el miedo hasta el placer. Cuando estamos en un estado de vigilia, sobrios, las partes superiores de nuestro cerebro bloquean la mayor parte del contenido emocional básico que tienen nuestras percepciones. Simplemente no podríamos vivir en sociedad, o al menos no en la sociedad tan complicada que hemos montado, si tuviéramos acceso constante a esos contenidos. Sin embargo, cuando domina esa parte tan primaria de nuestro cerebro, se empiezan a establecer vínculos emocionales que ya se creían perdidos con los objetos, con las personas, con el entorno. Lo que ocurre es que, acostumbrados a la vigilia, nuestro cerebro no está entrenado para ordenar y clasificar toda esa abrumadora descarga de información emocional que penetra nuestros sentidos durante un viaje. Así que lo que hace es aplicar a la información visual determinados moldes o patrones ya conocidos para intentar ordenarla. De ahí que usted le pareciera que los colores de los azulejos se separaban por capas y que detrás de ellos estaba este bosque, o que ahora tenga usted el aspecto de Alicia y yo el de Timothy Leary. Es como el juego infantil de los bloques y
los agujeros. Solo que en este caso no tienen la forma de cuadrado o de círculo, sino la de una niña victoriana y un viejo un poco sátiro. F.C.: Entonces, ¿todo esto no son más que fantasías, proyecciones de mi mente? T.L.: Es una forma de verlo. Para muchos no es muy diferente a un efecto óptico. Sin embargo, después de tantos años de experimentar con el LSD, personalmente no he llegado a encontrar ninguna diferencia ontológica entre lo que percibimos bajo los efectos de la droga y lo que percibimos cuando estamos sobrios. Simplemente son dos formas diferentes de ordenar las percepciones sensoriales. Lo que quiero decir es que puede llamarlo fantasía si quiere, pero entonces también deberá llamar fantasía a lo que percibe cuando no está bajo los efectos del LSD. F.C.: Un pensamiento un poco inquietante, ¿no? T.L.: No me lo parece. Lo que nos enseñan los psicodélicos es que el cuerpo humano, nuestro sistema nervioso, nuestro cerebro puede imitar en cualquier momento todo aquello que hemos
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Factor Crítico
experimentado, sentido o visto antes. Ahora mismo, su cerebro está imitando la forma de Timothy Leary porque ya antes ha visto su forma en una foto. También puede imitar las palabras de Leary porque usted ha leído sus libros. Pero, en cualquier caso, lo que está haciendo ahora su mente no es muy distinto a lo que hace todos los días cuando habla o cuando escribe. Imita formas sonoras o escritas que llamamos palabras y que en realidad no son nuestras. Los psicodélicos nos hacen conscientes de algo muy importante que la mayor parte de la gente pasa por alto en su vida diaria: que la realidad no es más que lenguaje. F.C.: Lo cual es básicamente lo mismo que dicen algunas de las corrientes literarias más importantes del siglo XX.
Laura Huxley, a la derecha, llamó a Timothy Leary en el lecho de muerte de su marido para que éste le diera la extremaunción con LSD
T.L.: Adorno dijo que escribir poesía después de Auschwitz era un acto de barbarie. Los postmodernistas se tomaron sus palabras literalmente y se convencieron de que si no se podía escribir sobre nada, entonces el único tema legítimo que le quedaba a la literatura eran las palabras mismas. Proclamaron la muerte de la escritura, pero se equivocaron. Cuando usted ha tratado de describir lo que experimentó durante su viaje ha recurrido a la metáfora y al símil porque cuando la realidad deja de ser estable, las palabras comunes y el lenguaje racional pierden su poder para describirla. Entonces solo nos quedan las madalenas. Y aún así, cuando uno recurre a las metáforas para intentar comunicar experiencias tan extremas, éstas solo nos permiten, como mucho, acercarnos un poco más a lo Real sin llegar a tocarlo nunca. Porque lo Real no está constituido por palabras, o no solo por ellas, sino también por signos visuales, táctiles, olfativos, gustativos y emocionales. Todos estos niveles son también lenguaje, porque el tacto, por ejemplo, es también un sistema organizado de signos, aunque pocas veces seamos conscientes de ello. Y sin embargo, sí lo podemos percibirlo como un sistema cuando tomamos psilocibina y empezamos a
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Factor Crítico
sentir en la palma de las manos los guijarros que tocan las plantas de nuestros pies descalzos. Es comprensible que después de Auschwitz mucha gente empezara a perder interés por lo Real. Sin embargo, aún quedan realidades en el ser humano más profundas que la muerte y la destrucción. Realidades que es necesario describir. Y por suerte ha habido escritores conscientes de ello que, rechazando el axioma postmodernista desde dentro, han demostrado que la escritura era posible todavía: la escritura entendida como un juego interminable de creación de metáforas cuyo fin es alcanzar la realidad invisible y quizá incomunicable del espíritu humano; esa realidad que los psicodélicos nos permiten percibir. Me refiero a pioneros como Lewis Carroll o Aldous Huxley, pero también a gente como Philip Dick, Robert Anton Wilson, Julio Cortázar… Aunque quizá quien más lejos haya llegado en este sentido es Thomas Pynchon, burlándose constantemente del credo postmodernista con sus gigantescas novelas en las que se acumulan cientos y cientos de páginas en las que se narra solo por el puro placer de narrar realidades nuevas. Lo que escritores como estos nos descubren sobre la literatura es que el acto de escribir tiene el mismo fin que
los psicodélicos: hacernos ver que todo lo que sentimos, tocamos u olfateamos, no son más que metáforas, como las palabras, y que las palabras, como los psicodélicos, nos permiten ser quienes queramos cuando queramos. F.C.: Nos permiten serlo hasta que se pasan sus efectos, claro. T.L.: No. Nos permiten serlo siempre, mientras sigamos hablando o escribiendo. Es algo que los niños saben. Solo que los adultos, a veces, nos olvidamos de ello…
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¿Se drogan los androides?
por David Urgull
«Yo... he visto cosas que vosotros no creeríais: Atacar naves ardiendo más allá de Orión. He visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán... en el tiempo... como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir». [pg-32]
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esulta imposible creer que estas breves líneas, este epitafio perfecto, fuese escrito por un androide, por muy avanzado que fuera Roy Batty, ni tan siquiera por un Rutger Hauer encarnando a la última generación de replicantes. Un sistema operativo, un Windows Enterprise, no da para tanto. El lenguaje binario, la suma de unos y ceros, no es capaz de trascender ni de transmitir más allá de lo que podemos encontrar en las novelas de Dan Brown y otros seguidores de las tramas
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calcadas con plantilla. Hay algo más, tiene que haber algo más. Si no se tratase de androides podríamos suponer que esa capacidad evocadora viene del alma o de esos veintidós gramos de espíritu que se dice tenemos los humanos, sin embargo, en un amasijo de circuitos y células sintéticas, esta posibilidad espiritual está descartada por su propia esencia artificial. Entonces, a qué podemos achacar esta insólita capacidad creativa, cuál fue el detonante externo que revolucionó los microchips del pluscuamperfecto Nexus-6. Quizá se deba a los efectos de una metanfetamina del futuro, a un tripi intergaláctico, a cualquier sustancia exocrina capaz de desvirtuar la realidad matemática de un robot como Roy Batty. Esta explicación podría convencer a los acólitos más beats de Aldous Huxley y sus teorías perceptivas, pero, sinceramente, no creo que ningún doping sea capaz de convertir a un androide en todo un Shakespeare. La explicación es más sencilla: se llama Philip K. Dick. Philip Kindred Dick es uno de los grandes autores de la llamada literatura de Ciencia Ficción. Escribió decenas de novelas y cientos de relatos que hoy en día constituyen un paradigma de literatura de calidad dentro de este género tantas
veces vapuleado por la ausencia de la misma. Philip K. Dick escribía Ciencia Ficción sin necesitar premoniciones a lo Julio Verne para construir la trama de sus creaciones, sin plantear civilizaciones lejanas absoluta e inimaginablemente avanzadas como haría Issac Asimov en su saga Fundación. Dick reduce el hiperespacio al cerebro de sus protagonistas, ese es su mundo inexplorado y la volatilidad de la sinapsis neuronal [pg-33] es el centro gravitatorio de toda su obra. Luego adornará o no, en Confesiones de un artista de mierda el contexto es contemporáneo al autor, sus historias con androides o naves espaciales, o las situará en planetas alejados o en futuros atemporales, pero estos elementos clásicos del género para él no son más que atrezo. El tema principal de su obra no es «La Realidad es aquello que, incluotro que el de so aunque dejes de creer en ello, sigue existiendo y no desaparece.» la realidad, la percepción de esa realidad muchas veces manipulable, volátil, incierta, una realidad tramposa. Esta preocupación, más bien obsesión, por algo tan abstracto como la realidad le viene al autor de sus propias experiencias vitales. Philip K.
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Dick estaba loco, completamente loco, loco con certificado. Paranoia esquizofrénica, le diagnosticaron los médicos. Él prefería llamarlo, al más puro estilo del Barroco español, experiencia mística. La distorsión mental le venía de la infancia, desde aquellos primeros años en el Chicago de Al Capone y la “ley seca”. En el vientre materno compartió líquido amniótico con una hermana gemela, Jane, que murió a los pocos días de nacer. Sus padres en la sepultura colocaron, junto al nombre de la hija fallecida, también el nombre de Philip, dejando la fecha de defunción en blanco, en espera. La muerte de su gemela y aquella lápida le persiguió durante toda la vida como un fantasma ineludible, un fantasma que se fue apoderando de sus neuronas. Con los años vendrían las alucinaciones, los trances religiosos, las visiones dislocadas, la creencia de que el FBI y la CIA le perseguían como si él fuera el enemigo número uno de los Estados Unidos, la irritabilidad, la dependencia «Estoy hecho de agua. Jamás de los fármase darán cuenta de ello porcos o las deque la tengo contenida» presiones. Además de la locura P. K. Dick añadió a su viaje vital la experimentación psicotrópica tan de
moda en su tiempo. Antidepresivos y metanfetamina, esa era su dieta habitual. Pastillas rojas, azules, blancas, verdes, de todos los colores, de todos los tipos, el arcoíris completo de la química y para pasar el trago un poquito de alcohol, todos los alcoholes. Poco a poco los episodios psicóticos se fueron multiplicando y los estados de lucidez empezaron a perder fuerza, su vida se diluía, la realidad resultaba incomprensible. Él mismo comentaba que un haz de luz atrave-
«Solo con mirarme reconoceríais que mi energía principal se encuentra en la mente.»
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sando sus pestañas en un parpadeo frustrado le reveló que en realidad era un griego del año cincuenta después de Cristo. El destello de un colgante que llevaba una muchacha le disparó un rayo láser que abrió su mente y le otorgó conocimientos olvidados. La radio tenía la costumbre de insultarle. El universo entero le hablaba. Dios se comunicaba a través de los titulares de los periódicos. La mente se le desbocaba mientras él intentaba dar sentido a sus visiones. Fue un hombre mental y emocionalmente inestable. Según pasaron los años su vida entró en barrena. Los matrimonios le duraban poco y resultaban traumáticos, los episodios violentos se multiplicaban, se sometió a numerosas curas de desintoxicación, recayó una y mil veces, hasta que finalmente su corazón sufrió un colapso en 1982. Murió en Santa Ana, California, solo y sin un dólar, murió unos meses antes de que se estrenara la adaptación cinematográfica de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, la exitosa Blade Runner. Su familia recogió las cenizas y las devolvió a Chicago, para colocarlas en aquella tumba obsesiva donde le esperaba su hermana Jane.
La locura y la adicción le proporcionaron una inspiración asombrosa y a la vez maldita. Cuando sus neuronas flaqueaban él buscaba en la metanfetamina las alucinaciones, ese mundo paralelo que su mente había ido creando. En sus escritos aparece de manera recurrente la posibilidad que tienen los protagonistas de inducirse diferentes estados de ánimo, bien sea mediante impulsos eléctricos en el cerebro o mediante determinadas sustancias químicas. El propio Dick experimentaba en sí mismo estos métodos de inducción psicológica. Necesitaba que la realidad se desmoronara a sus alrededor, se diluyera, terminara hecha pedazos, fulminada, para encontrar entre las cenizas la verdadera esencia. La metanfetamina era para él ese vehículo hacia la verdad, la sustancia D que aparece en su novela: Una mirada a la oscuridad. Le gustaba enfrentar a sus personajes a un mundo supuestamente estable que inesperadamente se desvanece ante sus ojos y para poder escribir sobre cómo sobreponerse a esas situaciones necesitaba conocer de primera mano la incertidumbre vital. Hay quien afirma que la originalidad de los planteamientos presentados en sus obras tiene como base esa esquizofrenia paranoide diag-
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nosticada por los loqueros de turno. Sin embargo, las teorías psiquiátricas afirman que un esquizofrénico sin tratamiento regular, como era el caso de Dick, va perdiendo paulatinamente la capacidad de comunicarse y se queda aislado en su propio mundo alucinado. Esto nunca le sucedió a Philip Kindred Dick. Él nunca dejó de escribir. La inmensa cantidad de novelas y especialmente de relatos demuestra su necesidad de comunicarse y su capacidad para hacerlo. Él mismo relativizaba sus experiencias paranoicas y sus alucinaciones psicóticas, las calificaba como sentido activo, tan útil como la vista, el olfato o el gusto y con ironía comentaba: si hiciera caso de mis visiones estaría en el manicomio. Probablemente su paranoia hoy sería calificada como transitoria o en todo caso débil. Él fue un loco cuerdo que forzaba sus viajes alucinógenos. La distorsión mental era su fuente de inspiración y
buscaba la forma de potenciar esos momentos de máxima creatividad. Al igual que otros muchos escritores de su generación, P. K. Dick encontró en los psicotrópicos un vehículo hacia las dimensiones ocultas del cerebro. Es una técnica clásica, usada desde la antigüedad, seguramente hasta el mismísimo Homero le daba al opio o a la mandrágora para ver a los cíclopes o tener una cita con Circe. La inspiración, la maldita inspiración, es a menudo esquiva y aunque resulta muy romántico esperar que te sorprenda a veces hay que forzarla. El opio, la belladona, el estramonio, la marihuana, el ácido lisérgico, la atropina, la ketamina, incluso la
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más recurrente de todas las drogas: el alcohol; todas estas variantes de la sustancia D, no son más que un recurso de escritor, tan útil como un buen diccionario. Philip K. Dick se drogaba, sí. Le daba a todo lo que tenía a mano, engullía cualquier pastilla que encontraba con tal de experimentar, con tal de sentir como un rayo láser de color rosa le abría la mente para revelarle las verdades esenciales de la existencia. Con este doping, que no tiene nada de tramposo, consiguió mostrar a sus lectores un mundo que no siempre es como parece, planteó la posibilidad de que la «Nuestro lema es: más realidad se nos escapa, humano que los humanos.» afirmó que percibimos solo lo que queremos percibir. Fue en busca de un misterio que intuía y como un cartógrafo intergaláctico dejó un cuaderno de bitácora detallando su travesía. Probablemente estaba loco, pero fue un loco muy humano, demasiado humano.
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Malditos
All that we see or seem / is but a dream within a dream
E.A. Poe
por Paz Olivares
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o hay que ser Escohotado para saber que las drogas intensifican los efectos de los sentidos. Tampoco hay que haber leído demasiado para intuir que el lenguaje poético busca la intensidad de la palabra. Así que no hay que ser un maestro de la lógica para asociar de manera natural poesía y drogas. El famoso fragmento de los Paraísos artificiales de Baudelaire refuerza esa idea: «Hay que estar siempre ebrio. Nada más: ése es todo el asunto. Para no sentir el ho-
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rrible peso del Tiempo que os fatiga la espalda y os inclina hacia la tierra, tenéis que embriagaros sin tregua. Pero, ¿de qué? De vino, de poesía o de virtud, como queráis. Pero embriagaos.» La lectura sesgada podría apoyar la imagen que muchos sostienen de los poetas: los amantes del exceso, los «mártires del hedonismo» que diría Savater. No estoy de acuerdo. No sé si se puede atribuir ese calificativo savateriano a los que se drogan esperando lo mismo que los que entran a un parque de atracciones. Tampoco sé si el Prozac es la píldora de la felicidad que soñara Huxley para su mundo feliz, pero sí sé que esto no siempre ha sido así. Hubo un primer y único momento en que literatura y drogas se encontraron de manera casual; casual en el sentido en que no existía conocimiento contrastado de los efectos de las sustancias estupefacientes, por lo que no había una clara intencionalidad en dicho encuentro. No existía el interés ritual o religioso habitual hasta entonces. No había chamanes, ni pitonisas délficas, ni apóstoles de secta alguna. El autor estaba sólo frente a la droga. No había guías. Ese momento coincidió con el nacimiento de la
modernidad. De ese extraño cruce de caminos surgieron Poe, Baudelaire o Rimbaud, los grandes poetas malditos. Su obra es inimitable por lo que tiene de irrepetible. En el XIX el artista se enfrenta a un mundo en el que Dios y el Rey dejan de ser omnipresentes y omnipotentes para cederle el cetro al nuevo amo en ciernes: el todopoderoso mercado de la sociedad industrializada. Los valores espirituales dejan de ser estimados por su nula productividad. Lo que es útil es lo valioso. Un buen hombre es un hombre productivo, aquél que se labra un futuro para su familia, el que se enriquece gracias a su esfuerzo. El burgués, el hombre de negocios de éxito es el ejemplo a seguir. El artista, improductivo por naturaleza, es el inútil, el
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bohemio, el antisocial, el perverso, el degenerado, el indolente, el vicioso, el «mártir del hedonismo». Curiosa asociación ésta última teniendo en cuenta que Epicuro promulgaba la búsqueda del placer sin poner en riesgo la salud, y los malditos, más bien, buscaban ese placer aún a riesgo de su vida. Entonces, ¿qué placer es ése? Más que «mártires del hedonismo» eran mártires de lo absoluto. Poe, el norteamericano que primero representaría el desarraigo del hombre moderno, el primer maldito, diría: «No encuentro precisamente ningún placer en los estimulantes a los que me entrego con frecuencia de forma tan vehemente. No es, en verdad, por amor al placer por lo que he expuesto a la ruina mi vida, mi reputación y mi razón.» El sentimiento de culpa, la personalidad compleja, la infancia difícil, la sensibilidad y el entorno hostil del que no quería formar parte es común a Baudelaire, traductor y admirador incondicional de toda su obra. En Poe, Baudelaire se reconoció como en ningún otro autor. Encontró el sentimiento de abandono, la soledad, la angustia existencial, la tortura de saberse distinto… lo mismo que Rimbaud en su compatriota. A las peculiaridades del carác-
ter de los malditos, a esa tendencia adictiva de la exploración de los límites, hay que añadirle el fácil acceso a todo tipo de drogas por aquél entonces. Se vendían preparados de los alcaloides en cualquier farmacia. El opio, la heroína, la codeína o la morfina eran de uso común entre los obreros londinenses lo que da una idea de su precio. El láudano se recetaba para paliar todo tipo de molestias. El mismo Baudelaire lo utilizaba como analgésico de las neuralgias provocadas por el mercurio que se veía obligado a ingerir desde que enfermó, muy joven, de sífilis. Thomas de Quincey lo utilizó de manera regular a raíz de un dolor de muelas y acabó publicando en la London Magazine las Confesiones de un comedor de opio inglés en las que describía con detalle su experiencia como adicto. (Sin esta obra, los Paraísos artificiales de Baudelaire nunca habrían sido escritos). En 1884, por ejemplo, Freud escribe su famoso ensayo «Sobre la cocaína» donde el doctor defiende los beneficios de la droga. Por aquel entonces (cuando aún el psicoanálisis no era ni una idea en su cabeza), solía recetársela a sus pacientes depresivos. En cuanto al alcohol, sobran los ejemplos en la novela realista decimonónica como no faltan tampoco las alusiones a la absenta.
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Todos los cafés de París tenían un grifo de agua en las mesas para que los clientes pudieran ir mezclando la cantidad deseada y así, rebajar la absenta. El «diablo» o «hada verde» se servía en un vaso específico, se colocaba una cucharilla de plata perforada en el borde de cristal y sobre ella dos terrones de azúcar. Después, se vertía el agua deseada sobre la cuchara. La absenta se convertía entonces en un líquido de aspecto lechoso cuyos efectos alucinógenos variaban en función de la cantidad de agua que se hubiera añadido. El hábito fue muy popular. Dicho todo esto, queda claro que el hecho de que un artista se drogara en el XIX no era extraño, como no lo era para nadie. No se le excluía por ello. Se le excluía porque no fuera convenientemente discreto» en su uso. Exactamente igual que con la prostitución: Los vicios, moderados y ocultos, nunca expuestos en un poema. Y he aquí donde reside el poder de los malditos: en su rebeldía. Y es que su aparente provocación frente a la sociedad lo que escondía en realidad era una profunda moralidad. De ahí su poder. Se dirá que intentar tachar a Rimbaud de poeta moral no tiene razón de ser, como
del Marqués de Sade y de todo aquél que disfruta rompiendo las normas, los tabúes. Decía Bataille que «en el exceso erótico veneramos la regla que violamos» y esto puede aplicarse a todo tipo de reglas en los malditos. Es decir, para enfrentarse a la autoridad, antes debe reconocerse que dicha autoridad existe. Para rendirse a la obediencia de Satán, como afirmaba [pg-41]
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en Las flores del Mal Baudelaire o mearse en el azur como escupía Rimbaud en uno de sus poemas, hay que dotar de existencia a quien se pretende insultar. Si crees en el infierno no niegas el cielo, lo reafirmas. Un psicoanalista diría aquí que tanto Poe como Baudelaire o Rimbaud arrastraban un sentimiento de abandono por la figura paterna, que su enfrentamiento hacia la autoridad era su culpa disfrazada de ira. Esa culpa es la que convirtió en malditos a sus autores y no sus excesos con las drogas. Era la culpa la que los obligaba una y otra vez a buscar el castigo y sólo la autoridad tiene potestad para ejercerlo. El castigo era en realidad el premio. Era la prueba del reconocimiento de la autoridad. Asumiendo el riesgo reafirmaban su valentía y su importancia como sujetos. A propósito
de esto, Javier del Prado explica: Así que los malditos no eran sólo moralistas. También eran metafísicos. Eternos insatisfechos, huían de la realidad del tedio, o el spleen que diría Baudelaire. Cualquier horror es preferible a esa sucesión de días en la que no ocurre nada. Poe, en su poema «Sueños»: «¡Sí!, aunque ese largo sueño fuese de aflicción sin esperanza, sería mejor que la realidad fría de la vida despierta para aquelcuyo corazón debe ser, y ha sido siempre, en la tierra encantadora, un caos de intensa pasión, desde su nacimiento.»
O Rimbaud, en «Sol y carne»: «El objeto de la rebeldía es la Realidad (esa entelequia que se impone a la mente), por ello el espacio privilegiado de la rebeldía es la añoranza de lo que fue (o creímos que fue) y el deseo de lo que tendría que ser, porque en ese tendría que ser encuentra justificación nuestro deseo imposible. El espacio final de la rebeldía es la utopía que hemos soñado, como morada fronteriza de nuestro ser. El hombre rebelde no es histórico; se instala siempre en un más allá de su propia existencia.»
«¡Y en una huida eterna huyen los horizontes!»
Y cualquier huida es «un oasis en medio del desierto del tedio» para Baudelaire. Quizá de ahí venga esa predilección por lo exótico y los viajes. Todo escenario nuevo obliga al
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extrañamiento del Yo. Obliga a huir de uno mismo para volver a reencontrarse. Rimbaud, en sólo dos años (1876-1878) viajó de Java (enrolado en el ejército colonial holandés del que desertaría antes de cumplir dos meses) a Chipre pasando antes temporadas en Viena, Holanda, Suecia, Dinamarca, Marsella, Alejandría, Alemania o Italia. La visión de lo inesperado es más fácil que se dé en los parajes desconocidos. Todos buscaban esa sorpresa, ese asombro en la huida. Las drogas que producían las visiones más extrañas posibles constituían el viaje más exótico. La huida perfecta para explorar el Yo más desconocido. Como le diría Rimbaud a su maestro, Izambard, en su famosa carta: «Se trata de llegar a lo desconocido gracias al desajuste de todos los sentidos.» «La embriaguez de la droga, muy próxima al impulso espontáneo de la infancia, se da por completo en el presente», según Bataille. La droga, así, favorecía la posibilidad de encontrar la huida no sólo del espacio tedioso sino también del tiempo rutinario. La intensidad de la sensación les liberaba de la culpa, del pasado que les atormentaba, del futuro que les angustiaba. Quedaban liberados de la autoridad de la conciencia. Recuperaban la inocencia, la pureza del bien y del mal, la moral utópica.
La intensidad deslumbradora lograda a través de la droga suponía el asidero al que agarrarse para salir de lo ordinario de lo real. Esa intensidad le daba sentido a lo que había dejado de tenerlo. La autodestrucción de Poe, la atracción hacia el abismo que sentencia en el final del El Cuervo, («Y mi alma, de esa sombra que se extiende sobre el suelo, / ¡no se alzará nunca más!») señaló el camino. Baudelaire fue el primero que se aventuró a trazar la ruta. Rimbaud la transitó después pateando cualquier obstáculo que encontrara en su camino para dejar despejada la vía. Llegó Wilde y terminó plantando narcisos en sus lindes. Fue él quien dijo sobre la absenta: «Después del primer vaso, uno ve las cosas como le gustaría que fuesen. Después del segundo, uno ve cosas que no existen. Finalmente, uno acaba viendo las cosas tal y como son y eso es lo más horrible que puede ocurrir.»
Parece dicho por su Dorian Gray. Con Wilde se acabó el paseo. La Gran Guerra y la prohibición transformaron las culpas de los malditos en otras. El artista se drogaba por motivos distintos. El sentido del viaje había cambiado. Comenzaba el turismo.
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Fumadores de opio,
de Jules Boissière
Por David Sánchez Usanos
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o sabemos demasiado de Jules Boissière (18631897), pero lo cierto es que hoy en día no sabemos mucho de casi nada. Jules Boissière es el nombre que firma el libro Fumadores de opio magníficamente editado por Pre-Textos en 2005. Se trata de un funcionario colonial francés que muere en Hanoi a los treinta y cuatro años; había publicado algún libro de poemas pero esta colección de relatos y fragmentos autobiográficos quizá sea su gran obra. ¿Qué clase de libro es éste? Bueno, estamos ante siete piezas que tienen en común que se desarrollan en la selva de Indochina —o en regiones cercanas, me pierdo con cartografías tan convulsas— y en las que aparece con cierta profusión la palabra «opio». Quizá el relato «Cómicos ambulantes», con un punto a Siddharta de Herman Hesse, se aparte un poco del resto de textos que a lo que más
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se parecen es a unas memorias apócrifas en las que se nos habla de expediciones que se adentran en la espesura, oficiales muertos y extraños ídolos. Y del opio, claro. De su ritual y de su poder. Jules Boissière obtenía su sustento de su carrera diplomática (que también le proporcionó la posibilidad de viajar al sudeste asiático, algo que acabaría por devorarle), pero que nadie se confunda: estamos ante un verdadero escritor.
Si este juego de las afinidades o equivalencias literarias tiene algún sentido, diremos que nuestro autor se parece a la confluencia entre Joseph Conrad, el mencionado Hesse y Thomas de Quincey. Eso significa finura y precisión en las descripciones, cuidada atención a la dimensión psicológica y coqueteo con el animismo. De la selva, de esta selva real pero también opiácea, no se vuelve. Como el Nick (Christopher Walken) de El cazador o el majestuoso Elias (Willem Dafoe) de Platoon, Jules Boissière se ve atrapado por una especie de hado que le impide regresar a la civilización urbana e impersonal que le ha llevado allí. La gran cadena del ser se disuelve en la maleza asiática y todas las almas parecen la misma, todas las miradas son una y la experiencia vital, por fin, adquiere la importancia que siempre se mostró esquiva. Esta expansión espiritual acaba con el miedo a la muerte e invita a fundirse con aquel paisaje definitivo. Pero el viaje, porque a lo mejor esto es únicamente un libro de viajes, no está exento de recodos febriles y aterradores.
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En última instancia, cualquier intento de imponer una clasificación a lo literario resulta infructuoso. Advertida esta precaución, si se nos permite continuar con estos esparcimientos, podemos hablar de una literatura repleta de acción, diálogos y personajes cuyas vidas se entrecruzan: una literatura de movimiento y velocidad. Frente a ella, se situaría la práctica literaria que se decanta por la descripción y el artificio y que presenta no pocos momentos reflexivos en los que desgrana, de manera intermitente, algo parecido a una metafísica o cosmovisión: una literatura estancada, atmosférica. Se trata de
«Lentamente, lentamente, como una culebra, se insinúa en nuestros corazones la tristeza y la angustiosa sensación de la sombra inmensa que nos cerca. Ahora los milicianos conversan en voz baja; ¿de qué hablan? Siempre de los muertos y de los espíritus. Roux ya no dice una palabra, y sólo oigo el irritante murmullo de los hombres. Más tarde todos enmudecen, y tengo la impresión de que acaba de empezar la Noche. El viento murmura a lo lejos, entre las hojas —es una larga y profunda lamentación— y muy cerca, muy cerca, susurra en las cañas del techo —es un lamento agudo y triste—. Un terror indefinible se apodera de mi pecho y de mi mente. Por momentos, en una ráfaga que sacude el armazón de bambú, se diría que una banda de espectros acuden aullando al asalto, desde la profunda oscuridad de la selva»
dos especies de las que quizá no existan demasiados ejemplares puros. En cualquier caso, la manera según la cual Jules Boissière entiende la escritura encaja mejor en la segunda. Pero, a diferencia de otros laureados correligionarios, no es un tipo aburrido. Creo que parte del secreto de que su opción literaria no acabe varada en el fastidio reside en el paisaje donde tienen lugar sus digresiones —sí, digámoslo claro, hay una «literatura de la digresión»—: la jungla. Si estuviésemos ante otro ejercicio de anatomía de almas bajo techado (sea un salón de baile en la corte de algún Luís, o un loft en Manhattan) quizá habríamos abandonado estas páginas sin terminarlas para acudir a otros taquígrafos más reputados. Pero que la fina prosa de estos dietarios se recorte contra ese duro fondo de lodo, guerra y vegetación ancestral la libra de la cursilería. De hecho, para mí supone todo un misterio cómo un tipo dotado de esas maneras, de esa aristocracia mental, acabase absolutamente enganchado a aquella situación. Porque para pensar así, para escribir así, no basta el talento —arbitraria concesión divina o diabólica—, sino que se precisa una sólida formación clásica, una cierta familiaridad con el panteón
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literario. ¿Cómo demonios aguantó Julies Boissière? Qué digo aguantar, ¿qué le hizo asumir el hechizo de aquella tumba? Quizá en el opio esté la respuesta más precisa, que no la más completa. Y no hemos de olvidar que murió a los treinta y cuatro años: Jules Boissière, primer cadáver de la absurda mitología del rock and roll. Podemos interpretar, en fin, este Fumadores de opio como un conjunto de cartas, como la forma que eligió su autor para ofrecernos una explicación de aquel vínculo absoluto, un intento de que aquellos que le quisieron
comprendiesen el porqué de su elección. La seducción de la selva, de la sabiduría y del opio, no se puede aclarar atendiendo únicamente a las leyes de la lógica o la argumentación, por eso quizá estas descripciones, estos relatos y diarios, sean la estrategia idónea para que el lector absuelva a Jules Boissière. Algo a lo que ayuda la fascinación que ejerce una mirada como la suya. Fumadores de opio está escrito desde la libertad y la lucidez, casi como siguiendo los dictados de Spinoza: libertad no es otra cosa que el adecuado conocimiento de la necesidad y la conformidad con ella.
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Pero Boissière era un tipo sensible y, a pesar de que nada podía hacer frente al poder que la selva ejercía sobre él, también amaba a su mujer y a todas «las almas generosas» con las que se cruzó en ambos continentes. Y, pensando en ellos, no le es ajeno el dolor que les causará su muerte y, en todo caso, su anclaje definitivo en aquel fabuloso territorio; así que, como decíamos, esta colección ha de entenderse también como una petición de indulto. Petición que supongo surtió efecto, porque la maestría con la que usa el lenguaje Boissière invita no ya a perdonarle o a comprenderle, sino a seguir sus pasos. Y es que raro será el lector al que no se le pase por la cabeza, siquiera por un instante,
tirarlo todo por la borda y embarcarse rumbo a esa selva que afina la percepción y purifica la escritura, ese reino de espíritus que acechan en la noche y de templos milenarios que surgen de la maleza. La opción más adaptativa consiste en pensar, claro, que esa selva no existe fuera de las páginas de El corazón de las tinieblas o de este Fumadores de opio. [pg-48]
Fumadores de opio Jules Boissière Antonio Rodríguez Esteban Pre-textos, Valencia, 2005 300 páginas ISBN: 84-8191-674-9
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hidro-. (Del gr. ὑδρο-). elem. compos. Significa ‘agua’. Hidroavión, hidrofobia.
Hydropathía. Alcohol, bohemia y hadas verdes
por Miguel Carreira
Pathos (Del gr. πάθος) 1. padecimiento Real Academia Española © Todos los derechos reservados
U
no de los grupos más extraños de la historia de la literatura tomó su nombre de una de las drogas más habituales, tanto que ni siquiera se considera como tal: el alcohol. Los hydrópathas se reunieron, con cierta regularidad, desde 1878 a 1885. En ese tiempo crearon revistas, urdieron movimientos, escribieron cientos y cientos de poemas y ayudaron a colonizar Montparnasse. A los dieciséis años, todo apuntaba a que Alphonse Allais se dedicaría al campo de la ciencia. Era hijo de
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farmacéutico y, aunque como estudiante se distinguía más por sus ramalazos de ingenio que por su aplicación en el estudio, la creencia común era que el chico de los Allais acabaría por entrar en razón y se centraría en el aprendizaje de alguna profesión con la que pudiese, sino darle lustro, al menos no emborronar demasiado el buen nombre de la familia. No es sencillo determinar en qué momento la vida futura de Alphonse empezó a torcerse. Quizás las cosas habrían sido distintas si Alphonse no hubiese suspendido ese año su examen oral de bachillerato, si se hubiese graduado ese mismo año y se hubiese matriculado en los superiores sin interrupción. Quizás. En lugar de eso, Alphonse tuvo que esperar un año entero para repetir el examen que le otorgaría el título con el que ingresar en la escuela de farmacia, como era el deseo paterno. Fue también su padre quien pensó, sin duda con buen criterio, que las manos ociosas son las manos del diablo y que lo mejor era que el pequeño Allais se pasase ese año sabático ayudándole en el negocio familiar. Por desgracia todo parece indicar que, para entonces, el futuro del pequeño Allais ya estaba marcado. La ayuda que le prestó a su
padre debió de ser poca, al parecer Alphonse descubrió muy pronto que era más divertido inventarse fórmulas —¡y venderlas!— que seguir las recetas asignadas. Podemos imaginar la mezcla de alivio y esperanza con la que el Sr Allais recibió el aprobado de Alphonse que lo cualificaba por fin para matricularse en la escuela de farmacia de París. Suponía que allí el ambiente de estudio y la concentración ayudarían a su vástago a centrarse y que así podría empezar a labrarse un porvenir en condiciones. Quizás el Sr. Allais no estaba equivocado. Es posible que el ambiente de estudio y los aromas de la academia hubiesen podido hacerle mucho bien a Alphonse. Por desgracia nunca llegó a pasar mucho tiempo expuesto a esos efluvios. Era más fácil ver a Alphonse en los jardines de Luxemburgo o en alguno de los muchos clubs de París que en las aulas. En un último intento por devolver a su hijo al buen camino el Sr. Allais le retiró la ayuda económica. Pensaba que, si se veía entre la espada y la pared, tal vez Alphonse ejercería de hijo pródigo y accedería a volver al estudio o que, por lo menos, se dedicaría a alguna labor de provecho. Nuevo error. Alphonse no terminó nunca sus estudios de farmacia. En cambio, llegó a la conclusión de que
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podía mantener su estilo de vida con la fotografía (no pudo) o colaborando con algunas de las incipientes publicaciones que surgían por París. Ahí sí, el pequeño Alphonse empezó a encontrar su camino. Bastante lejos del que alguna vez le habían supuesto. Alphonse Allais había nacido en el año 1854, y no va a ser el protagonista de este texto, aunque lo merecería y dejamos con él una cuenta pendiente, porque Allais escribió más de una veintena de libros, hizo trabajos de cierta importancia sobre óptica —no fue tiempo perdido el que pasó estudiando ciencia—y tiene el mérito de saber llevar una broma hasta el final como muy pocos sabrían hacer. En cierta ocasión, muchos años después de haber dejado la escuela de farmacia, el médico ordenó a Allais quedarse en casa para curar una afección pulmonar. Éste no le hizo ningún caso y se marchó a recorrer los
clubs de la ciudad como era su costumbre. Al volver lo acompañaba un amigo, a quien Allais le habló de su afección y del consejo de su médico y a quien dedicó una última broma. -Mañana por la mañana voy a estar muerto —le dijo—. Te ríes, pero es verdad. Mañana estaré muerto. Y se murió. No me digan ustedes que no le debemos un artículo a Allais.
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Pero, en realidad, si hemos arrancado aquí con él es, sobre todo, por una cuestión matemática y también por una cuestión histórica. Allais, por edad, está en el centro de la generación que iba a tomar París a finales del S XIX. En 1870 Allais tenía dieciséis años, y pertenece por tanto a la generación que vivió en primera persona la Guerra Franco-Prusiana, en la que Allais, demasiado joven, no llegó a participar. A grandes rasgos, podemos decir que esta generación que fundó el París de los clubs, la primera generación legendaria de Montmartre, se puede dividir entre los que lucharon en aquella contienda, los que la vivieron en primera persona y los que eran demasiado jóvenes para participar en ella, pero quedaron marcados por el acontecimiento. Digamos que la contienda es el eje
central y a sus lados se diseminan, a no mucha distancia, los bárbaros que van a levantar el nuevo París. La Guerra Franco-Prusiana llevaba dentro de sí el germen de varios cambios profundos, cambios que afectarían tanto a los respectivos contendientes como a la historia Europea, en un momento en el que hablar de la historia europea es hablar de la historia de quien regía una amplísima parte del planeta. Si la II Guerra Mundial se suele considerar el nacimiento del mundo contemporáneo (un mundo contemporáneo que quizás ya hayamos dejado atrás: hoy vivimos en el futuro) la Guerra Franco-Prusiana, pese a su nombre carpetovetónico, se podría identificar como uno de los varios explosivos que dinamitaron el viejo orden. Dentro de Francia, que es el tema en el que nos centraremos, la Guerra Franco-Prusiana reabrió la herida de una crisis social y política que nunca había llegado a cicatrizar desde los tiempos de la revolución. En 1870 Otto von Bismarck necesitaba una guerra. Ese año Otto se enfrentaba a distintos problemas y encaraba algunos retos importantes.
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Entre los problemas, uno muy notable y al que no estaba dispuesto a renunciar era el carísimo, moderno e hiperbólico ejército que se agolpaba en sus cuarteles y que Bismarck estaba deseando poner en marcha con un doble objetivo: aumentar su influencia en Europa y demostrar que Prusia había llegado a ser el estado fuerte alrededor del cual se podría construir un nuevo estado germano que aglutinase el conjunto de pequeños estados. En 1870 Bismarck había decidido que era el momento de crear Deutschland, la tierra de los germanos, y necesitaba una guerra para ello. Lógicamente el mejor candidato para el enfrentamiento era Francia. Se inauguraba así una larga tradición en la que los alemanes, cada vez que tenían ganas de declararle la guerra a alguien, pensaban automáticamente en los franceses. Hay que reconocer que la idea tenía cierta lógica. En primer lugar, por una mera cuestión logística. En el S XIX el transporte de tropas todavía suponía un importante quebradero de cabeza, de modo que, si se podía escoger, los estadistas tenían preferencia por las naciones vecinas, sobre todo si el enemigo a batir poseía artillería pesada. En las colonias era otro
asunto. En segundo lugar, había una cuestión de prestigio. Francia era todavía el país más respetado del continente. Culturalmente era el centro más prestigioso y el francés era la lengua franca de los intelectuales. En lo militar, todavía retumbaba en Europa el ruido de la caballería de Napoleón a través del continente. Aunque en la práctica Inglaterra se había convertido en el gran Imperio y el indiscutible poder dominante, era una cuestión generalmente admitida que buena parte de su supremacía pasaba por la preponderancia de su marina, mientras que, en territorio continental, Francia todavía podía aspirar al título de gendarme del territorio europeo. Los cargos militares franceses todavía mantuvieron esta teoría durante cien años más, dando lugar a una de las demostraciones de obstinación más conmovedoras de la reciente historia castrense. Entre los que pensaban que Francia todavía disponía del gran ejército continental, seguramente Napoleón III fue uno de los más equivocados y, sin duda, fue el que tuvo la equivocación más influyente. Napoleón III y su gobierno no veían con malos ojos un enfrentamiento con el vecino germano. Napoleón III necesitaba, por una par-
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te, despejar las dudas acerca del poderío militar francés, que había quedado en entredicho después del desastre que había supuesto la campaña en México unos años atrás. Sería un español Prim quien serviría de desencadenante de la contienda. España, a esas alturas, había visto mermada su influencia política en el continente y a lo más que podía aspirar era a actuar de desencadenante o de comparsa. Prim había sugerido a Bismarck la posibilidad de un sucesor germánico para Isabel II. Empezó así un correveidile de diplomáticos en el que Napoleón III hacía constar de forma más o menos explícita lo mucho que le preocupaba quedar encerrado entre dos monarquías germánicas mientras Bismarck hacía constar de forma más o menos explícita lo mucho que le preocupaba que Francia metiese las narices en sus asuntos Dos siempre se pelean si los dos quieren. La maquinaria desquiciada de provocaciones, rumores y campañas de prensa más o menos interesadas desembocarían en la llamada Guerra Franco-Prusiana, la contienda que plantaría la semilla de la que habrían de surgir la Primera y Segunda Guerra Mundial.
Pero, a diferencia de estas dos que habían de llegar, la guerra Franco-Prusiana fue un rotundo éxito para Prusia. Consiguió vencer, e incluso humillar, a sus vecinos franceses y Bismarck consiguió todos sus objetivos. Pudo presentarse ante el resto del continente como la nueva potencia emergente y consiguió aglutinar definitivamente a los pequeños estados alemanes en torno al nuevo emperador, Guillermo I. Además pasó a controlar las regiones de Lorena y Almacia, que tanta importancia tendrían en las futuras contiendas. Mientras, para Francia, la guerra había desencadenado mucho más que una derrota militar. Cuando el país todavía se mecía sobre las ondas de la revolución, la derrota puso de manifiesto, a nivel exterior, que Francia ya no arbitraba el poder continental, mientras dentro de su frontera saltaban los puntos y volvía a sangrar la vieja herida de los desequilibrios sociales. A lo largo de todos el S XIX la historia de Francia es la historia de una revolución pendiente. El pueblo Francés no sólo estaba anonadado por la derrota, también por la aplastante demostración de superioridad del ejército Prusiano, por las sucesivas humillaciones —como la captura de Napoleón III— por el bombardeo de
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París y por ese extraño fenómeno que, en el fondo, no debían a los prusianos, sino a sí mismos: la «Comuna» de París. Pocos acontecimientos han desatado tanta bibliografía en Francia como la «Comuna». La tormenta perfecta de los movimientos de insurrección. El suceso, sin embargo, es relativamente poco conocido fuera de las fronteras francesas y eso a pesar de su indudable repercusión. En 1871, con los prusianos a las puertas de la capital, los ciudadanos de París se niegan a entregar la ciudad. La ciudad se organizó para defenderse mientras el gobierno capitulaba. Al mismo tiempo, las condiciones económicas habían llevado a muchos ciudadanos a una situación límite. A las privaciones habituales durante la guerra hay que añadir el colapso de la estructura económica y el hecho de que las clases acomodadas, en un espectacular derroche de miopía y avaricia, intentaron aprovechar ese colapso disparando los costes de los alquileres, los víveres o las herramientas. La falta absoluta de gestión por parte del gobierno desembocó en una pobreza extrema. Cuando la comuna estalló las clases populares no se limitaron a sumarse a un movimiento de resistencia armada: tomaron el control de París.
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Finalmente la comuna fue aplastada y el gobierno retomó el control de las ciudades. El castigo a los revoltosos quiso ser ejemplar, que, en términos políticos, ya se sabe lo que significa. Sobre la colina de Montparnasse, uno de los territorios por los que se expandía la ciudad, se levantó, como muestra del arrepentimiento de Francia por los crímenes de la comuna, la basílica del Sacré Coeur. Esta es la ciudad a la que llegó Alphonse Allais, como tantos jóvenes de entonces. Una ciudad que había sido casi literalmente fresada. Bajo el nuevo orden resultante de la guerra, conservador y burgués, latía una honda tradición de rebelión y descontento. El centro de la París se había transformado bajo la dirección de Haussmann en la representación de ese nuevo orden imperial, cruzado de largos boulevards que, entre otras cosas, dificultaban la
construcción de barricadas. Las clases populares, poco a poco, comenzaron a poblar las zonas periféricas de la ciudad. Probablemente las transformaciones urbanas de París son la remodelación urbanística más influyente de la historia de la literatura. Pocas ciudades han estado tan retratadas como ese París, surcado
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de flaneurs. Es ahora cuando arranca el París más legendario. Al olor de la leyenda llegaban jóvenes de todo el país, e incluso de todo el continente. Muchos llegaban con el pretexto de estudiar en la ciudad de la Luz, pero casi todos, antes o después, acababan por acercarse a uno de los ruidosos clubs que se abrían por toda la ciudad. No todos los jóvenes eran estudiantes. Cuando Alphonse Allais llegó a París cierto poeta de Périgueux llamado Emile Goudeau, llevaba un tiempo en París, dedicado a su empleo en el ministerio de finanzas. Goudeau debió de ser un individuo de personalidad estimulante. Locuaz y extrovertido, poseía una notable capacidad de congregar a su alrededor a individuos de todo tipo, pero especialmente artistas interesados en la música y la poesía. Si a eso añadimos que poseía unos ingresos razonables y estables en un entorno de estudiantes quizás empecemos a hacernos una idea de la tremenda popularidad que Goudeau llegó a tener en el país de finales de la década de 1870. Aunque Goudeau cobraba del ministerio, parece que en la práctica estaba en París, dedicado a
la poesía. El Barrio Latino de París todavía podía aspirar por entonces al título de barrio de moda y ese era el centro de operaciones de Goudeau. El barrio estaba infestado de estudiantes que se movían como un enjambre de un local a otro y allí Goudeau empezó a reunir su colección de amistades. En 1978 Emile publica un libro de poemas Fleurs de bitume (Flores de asfalto). Es un poema casi romántico, lavado con la piedra parnasiana, pero bastante anticuado. El huracán de Rimbaud ya había pasado, y nada volvería a ser igual en la poesía francesa. Las flores de Goudeau son poemas aseados, pero no demasiado arriesgados y en muchos casos más sentimentales que inspirados. En cualquier caso, estas flores de Goudeau no son, ni mucho menos, el ejercicio más inspirado de Goudeau ese mismo año. La publicación de las Flores de asfalto debió contribuir aún más a su prestigio y quizá ayudó a añadir un par de nombres a la nómina de uno de los grupos poéticos más extravagantes (aunque la competencia es dura) del momento: les Hydrophates. No está claro el origen del nombre de estos Hidrophates, que se reunieron por primera vez en 1978, en el Barrio Latino de París, sin embargo,
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aunque hay varias leyendas relacionadas con el origen del nombre, todas convergen en Emile Goudeau, el líder incuestionable del grupo. Una de las posibles explicaciones del nombre del grupo es un juego de palabras con el nombre de Goudeau (que suena como «gota de agua»). Goudeau hacía pivotar las reuniones, organizaba concursos de canciones y de poemas, redactaba cuentos… Por iniciativa de Goudeau aparece, el 22 de Enero de 1979, L’Hydropathe, el órgano de expresión de la revista. En la sección Bromas Hydropathas encontramos un añadido a la justificación del nombre del grupo. «Parce que’ella a Goudeau, et tient ses seánces à l’hôtel Boileau»
A pesar del protagonismo de Goudeau los hydropathas no eran un grupo cerrado. No se puede hablar de una escuela. Acercarse a los hydropathas es ver la desintegración absoluta de lo programático, hasta el punto de que sería casi imposible establecer una lista de miembros de facto. Jules Jouy, uno de los hydrópathas más ilustres escribió un reglamento interno en el que se leía: 1.– La asamblea de los hydrópathas está compuesta por la campanilla del presidente. 2.– La susodicha campanilla es la encargada de hacer observar el presente artículo.
En la revista L’Hydrophathe y más tarde en ToutParis (el título que sustituyó a L’Hydropathe a partir del segundo año) las colaboraciones cambian contantemente. Durante un año en la portada de la revista apareció alguno de los miembros del club. La nómina completa sería, por orden de aparición: Emile Goudeau, André Gill, Felicien Champsaur, Coquelin Cadet, Charles Cros, Sarah Bernhardt, Chales Lomon, Maurice Rollinat, Alfred Le Petit, Auguste Vacquerie, Luigi Loir, Melandri, Raoul Fauve, Charles Fremine, Charles Leroy,GrenetD a n c o u r t , Ta l i e n , A l p h o n s e Lafitte,Tobecque, Emile Taboureux, Geogres Moynet, Guy-Tomel, Eugene Lemouel, Villain, Gustave Rivet, Alphonse Allais, Felix Galipaux, León Valade, Sapeck, Emile Cohl, Renot, Maurice Petit.
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Pero la lista dista mucho de ser una nómina exhaustiva del club de los Hydropathas. Algunos de los miembros más activos del grupo, no llegaron a tener su portada. Luego, cuando la revista se transformó en Tout-Paris, se abandonó la costumbre de caricaturizar hydropathas y se empezó a incluir una caricatura sobre un tema. Entre ellos dos de los más reseñables, Jules Jouy, implacable compositor de goguettes o Jules Levy, promotor del movimiento de Artes Incoherentes. Todo parece inestable en la Hydropathía y tal vez a ello contribuyó la costumbre de Goudeau de pagar las colaboraciones y favores en absenta, costumbre que acabaría por costarle la salud a más de uno de estos alérgicos al agua. Incluso su lugar de reunión acabaría por cambiar. Los hydrópathas se preparaban para colonizar Montmartre. En 1881 el hostelero Rodolphe Salis acababa de abrir su local, Le chat Noir en la emergente colina de Montparnasse. La idea de Salis era abrir un lujoso local, en el que los bohemios y los burgueses se juntasen a beber «absenta en copas de oro». En la práctica el local era mucho más
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humilde. La mayor parte de las ventas de Salis eran de vino barato. Pero Salis tenía un as en la manga. Tenía buenos contactos en el efervescente mundo de la bohemia. Uno de ellos era Emile Goudeau. Por esos tiempos los Hydrópathas se enfrentaban a los primeros problemas derivados de su particular concepción de un grupo literario. Los locales en los que se reunían no acababan de tolerar su costumbre de empezar y acabar sus reuniones con gritos y canciones. Se veían obligados constantemente a cambiar el lugar de reunión y un experimento de Allais, Sapeck y Jouy con fuegos artificiales estuvo a punto de desembocar en un problema grave. Salis ofreció a los Hydróphatas el techo de su nuevo local, en el que ya se reunía otro grupo conocido como Les hirsutes que pronto fueron fagocitados por la hydropathía. Los hydrópathas no sólo eran un adorno pintoresco, también una clientela productiva. El negocio de Salis prosperó y contribuyó a la inercia colonizadora de Montmartre. Pero no hay que confundirse, los Hydrópathas eran algo más que un puñado de bebedores eufóricos con ínfulas de poetas. En el haber de la
Hydropathía se cuenta la que es posiblemente la mayor colección de obras, inventos y propuestas adelantadas a su tiempo. Muchas de ellas realizadas con el único afán de divertir. Charles Cros creó en 1877 el mismo año en el que Edison patentó su fonógrafo, un aparato reproductor de música. Alphonse Allais presentó a las exposiciones de Artes Incoherentes (que pronto dejaron de ser exposiciones y se convirtieron en bailes, bajo la suposición de que es mucho más divertido ver cuadros bailando) sus cuadros monocromáticos, como Combate de negros en una cueva por la noche o La cosecha del tomate por cardenales apopléjicos. François Coppé sufre la influencia evidente del espíritu hedonista de los hydropathas en sus Cuentos en verso. André Gill sigue siendo uno de los caricaturistas más característicos de la época, Sapeck dibujó una Mona Lisa fumando en pipa que se anticipó en treinta años a LHOOQ de Duchamp… En términos generales los Hydrópathas y sus diversas ramificaciones fueron un corazón que bombeó alegría y despreocupación a las letras francesas. Treinta borrachos alegres que se inventaron París.
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Santiago Ramón y Cajal, atisbos literarios del control de masas o de la modificación de la conducta
por Jorge de Barnola
A
Thomas Willis se le viene considerando el padre de la «neurología» desde que publicara Anatomía del cerebro en 1664 y Patología cerebral en 1676. Mucho antes que él ya habían dado muestras de conocimiento sobre el sistema nervioso civilizaciones como la asiria (ahí está esa leona parapléjica), la egipcia o la griega, pero hasta la llegada de Willis la palabra «neurología» no se convirtió en una ciencia per se. Así y todo, habrían de pasar dos siglos para que la neurología cobrara la debida importancia con la aparición de otras ciencias que se interrelacionarían entre sí: la neurobiología, la psicobiología y la epistemología. Todo esto sonaba a chino en la España de finales de siglo XIX. Pero poco a poco las cosas irían cambiando.
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Se podría decir que la vanguardia de la neurología no llegará a España hasta el año 1884, cuando el oftalmólogo Luis Carreras-Aragó publique en la Revista de Ciencias Médicas de Barcelona el artículo «La cocaína en oftalmología». La mención a Sigmund Freud era inevitable, y se puede ver cómo sus ensayos con el clorhidrato de cocaína se empezarían a extender a otras ramas de la medicina para usarlo como anestesia local en las intervenciones quirúrgicas. Trece años después, en la misma revista, aparecería un artículo titulado «Psiquismos histéricos», firmado por el director del Instituto Frenopático de Barcelona, Luis Dolsa. De este modo, con la llegada de Freud, se iría introduciendo en España otro concepto que era desconocido por nuestros investigadores: la «psicofarmacología» (disciplina que aunará a farmacólogos, bioquímicos, psiquiatras y psicólogos). Pero el estudio de los efectos psíquicos de los fármacos todavía estaba en pañales, o eran atisbos de algo que aún estaba por formarse. En realidad no había nada nuevo que no se supiera. Las drogas y su consumo han acompañado al hombre desde el origen de los tiempos.
La existencia de las drogas es tan vieja como la de la propia vida, aunque, siendo exactos, habría que decir que mucho más vieja. Pero el concepto sólo tiene razón de ser cuando entra en contacto con la vida llamada inteligente o consciente (en nuestra familia biológica recibiría el nombre de «paleohomínidos»). Y, en este orden de cosas, también habría que matizar que lo que separa el término «droga» del de «veneno» es la dosis, la cantidad. Sería interesante en nuestra bibliografía una Historia natural de lo comestible, pero, todo hay que decirlo, cualquier tipo de droga natural ya se debió de probar (con sus consecuencias) cuando la escritura (y el hombre) era pura ciencia ficción y, por lo tanto, los primeros experimentos
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llevados a cabo para llenarse el buche permanecerán por siempre en la más profunda ignorancia (y ni siquiera la antropología ni mil Marvin Harris podrían esclarecernos estos misterios). Pero con la escritura llegan los primeros documentos, y aparecen las fuentes y las menciones a las drogas (también entrarían aquí los testimonios gráficos de algunas pinturas rupestres). De esos textos, cabe señalar la Epopeya de Gilgamesh, en donde se habla del espino cerval, iluminador de la conciencia, o la Biblia, en donde se hace referencia a la mandrágora. Ni más ni menos que en el Génesis. Y en el Cantar de los cantares, se dice:
12 ¡Oh, ven, amado mío, salgamos al campo! Pasaremos la noche en las aldeas. 13 De mañana iremos a las viñas; veremos si la vid está en cierne, si las yemas se abren, y si florecen los granados. Allí te entregaré el don de mis amores. 14 Las mandrágoras exhalan su fragancia. A nuestras puertas hay toda suerte de frutos exquisitos. Los nuevos, igual que los añejos, los he guardado, amado mío, para ti.
Resulta curioso ver desde el principio esta simbiosis entre las drogas y el amor (la vida, la fecundidad). No en vano encontramos a diosas y magas de la Antigüedad que empleaban drogas para lograr sus propósitos, ya fuera para excitar la libido, para apaciguar las mentes atormentadas o traer a la realidad los monstruos más temibles que pueda invocar nuestra imaginación. El fin era sólo uno: el dominio, el control, la esclavización. Así lo hacía Hécate con la belladona, o Medea con el acónito y el calquito. También la maga Circe, que tantos quebraderos de cabeza trajo a Odiseo, utilizaba estramonio, circácea y solanácea. Y la colección de alucinógenos se hace extensible a todas las culturas y a todas las épocas. Quizás la droga más interesante sea el opio, cuyas primeras descripciones del mismo aparecen en la China de hace 5000 años, empleándose como medicina. Y con propósitos semejantes se utilizaría en el Egipto de Imhotep, o en la Antigua Grecia. A Deméter, diosa de la agricultura, se la representa con un ramo de opio en la mano, en un claro paralelismo con el fuego que
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porta Prometeo. Octavio Aparicio, en Drogas y toxicomanías, apunta: La adormidera no es menos importante que el fuego para aquellos hombres primitivos, desamparados en medio de la enfermedad y del dolor. La adormidera es un privilegio tan divino como la llama […].
Tendría tantas consecuencias en el uso medicinal que, en la Roma de Pompeyo, se compuso el antídoto de la «triaca magna», cuyo reinado se extendió durante quince siglos. Si bien las drogas serían utilizadas desde la Antigüedad con fines mágicos, médicos o para buscar esos viajes interiores que habrían de llamarse «paraísos artificiales», no será hasta la aparición de la neuro-
ciencia o neurología cuando el empleo de las drogas para curar enfermedades psicológicas se empieza a estudiar en profundidad. La conjunción de ambas cosas daría lugar a la Psicofarmacología. Señala Antonio Escohotado en Historia general de las drogas: La psicofarmacología ejemplifica hoy el más[pg-64] irreductible conflicto entre la bendición y la maldición. Desde el lado de la bendición no sólo hay innumerables usos terapéuticos y lúdicos —todo lo relativo a la necesidad humana de euforia o buen ánimo—, sino progresos en el conocimiento que potencien dinámicas de aprendizaje y contribuyan a controlar emociones indeseables, fortaleciendo hasta límites insospechados los poderes de la voluntad y el entendimiento; en definitiva, el horizonte es una exploración del espacio interior que alberga un psiquismo como el humano, desarrollado sólo en una pequeña proporción de sus capacidades.
El campo de la psicofarmacología tiene al médico psiquiatra Joseph Moreau de Tours como uno de sus precursores. Con Du hachisch et de láliénation mentale, publicado en 1845, se dio inicio a una ca-
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rrera de experimentación que habría de abrir nuevas puertas en el conocimiento de las drogas. El doctor Moreau lograba inducir una «psicosis de laboratorio» mediante una preparación de cáñamo y opio llamada dawamesk. Fue tanto el éxito de estas «psicosis» que los artistas intelectuales de la época se vieron arrastrados a conocer más sobre los estudios de Moreau. Baudelaire, Delacroix, Rimbaud, Balzac, Dumas, Hugo, Nerval o Gautier acudirán a sus sesiones en el Hotel Pimodan para tomar aquel dulce de hachís (el Club des haschischien, se hacía llamar aquel particular condominio, en homenaje Hasan ibn Sabbah, el temido Viejo de la Montaña que nos trajo la palabra «hashashin» o «asesino»). Los paraísos artificiales nacería de las sesiones de Moreau. El afán por explicar los efectos que producían las drogas fue santo y seña de estos escritores del siglo XIX. Desde las Confesiones de un inglés comedor de opio de De Quincey en 1821 a los Paraísos artificiales de Charles Baudelaire en 1858. El siglo XIX es el Siglo de las Luces de las drogas (el Siglo de los Alucinógenos, si se quiere). Ha-
ciendo un repaso efemérico, señalaremos que en 1806 se aísla la morfina, en 1826 se obtiene el hidrato de cloral, en 1859 se aísla el alcaloide de la hoja de coca, en 1864 se sintetiza el ácido barbitúrico… A finales del siglo XIX aparecerá así mismo el primer laboratorio de psicofarmacología, de cuyo gobierno se encargaba Emil Kraepelin. Si a todo esto le añadimos el descubrimiento de los neurotransmisores, que venían a probar que las neuronas se comunicaban entre sí gracias a sustancias químicas, se ve la simbiosis perfecta que se produciría en el campo de la Medicina. Las posibilidades eran infinitas, y el propio Kraepelin, en 1892, bautizaba a las nuevas líneas de investigación como «farmacopsicología».
Santiago Ramón y cajal y los atisbos más allá de la fantasía Santiago Ramón y Cajal, que obtuvo el premio Nobel de Medicina en 1906 por su llamada «doctrina de la neurona», tenía conocimiento de otros coetáneos que ya habían hablado sobre la
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existencia de una comunicación neuronal, como fue el caso de Sigmund Freud, cuyas investigaciones atrajeron a Ramón y Cajal hasta el punto de que estuvo a punto de escribir un libro sobre las teorías del médico vienés.
Freud y Ramón y Cajal serían, pues, como dos neuronas independientes que tuvieron su momento de interrelación, conectados por ese interés común. Sin embargo, Freud se quedó en el camino en este asunto. Su sueño siempre fue llegar a unir la mente y los mecanismos neuronales, pero no obtuvo conclusiones lo suficientemente cimentadas y no publicó sus investigaciones sobre la neurología. Así y todo, siempre tuvo la sospecha de que las reacciones emocionales tenían su origen en las alteraciones cerebrales, y que algún día se encontraría la forma de modificar el comportamiento mediante fármacos que incidieran directamente en el córtex cerebral. La idea sería acceder a esa parte primitiva que alojaría los impulsos irracionales, la sexualidad, la pasión. Acceder al Ello, en donde se encontrarían las pulsiones de la vida. Pero ese sueño era, entonces, una quimera. Santiago Ramón y Cajal también soñaba con fármacos que modificaran conductas, que se filtraran en el Ello y apaciguaran las pasiones humanas. Y lo hizo realidad, por lo menos en la ficción. Compuso unos relatos en donde las drogas hacían posible la modificación de la conducta, pe-
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queñas distopías que dejan entrever una velada crítica de un mundo controlado por la medicina. Fue el caso de A secreto agravio, secreta venganza y El fabricante de la honradez. Se publicaron en 1905, pero se escribieron entre 1885 y 1886. A secreto agravio, secreta venganza es la típica historia de celos en donde un reputado fisiólo-
go y bacteriólogo, el doctor Max von Forschung, cae presa del amor a sus cincuenta años y se casa con una americana a la que le dobla la edad, miss Emma Sanderson. Todo va de maravilla, se quieren, tienen un hijo juntos y nada hace presagiar que las cosas se vayan a torcer. Pero un día el doctor encuentra dos pelos entrelazados sobre el portaobjetos de su microscopio: el de su mujer y el de Mosser, su ayudante de laboratorio. Como no tiene pruebas fehacientes, ideará una trampa contaminando etiquetas de tubos de ensayo con tuberculosis bovina. Pronto comprueba los resultados en los labios de Mosser, a los que acuden las primeras señales de la enfermedad en forma de pupas, y veinte días más tarde, esas señales son visibles igualmente en los labios de su mujer. Von Forschung no cabe en sí de gozo. Ha demostrado la infidelidad de Emma y, al mismo tiempo, ha probado que la tuberculosis bovina puede transmitirse a los humanos. Emma y Mosser serán enviados a un sanatorio de tuberculosos en El Tirol. Allí morirá Mosser, y el doctor Von Forschung compone un suero para salvar a su mujer (previo arrepentimiento de ella).
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Todo volverá a la normalidad, pero el miedo de Max de que Emma vuelva a caer en las pasiones prohibidas no se le quita. Emma sigue siendo joven y él, un viejo, cada vez más decrépito y ruinoso. ¿Cómo lograr redimir esa diferencia de edad? «¡Ah, si pudiera —pensaba el sabio para su capote— descubrir un suero que me rejuveneciera como a Fausto […]».
Ese cáliz de la vida puede resultar imposible para Max, pero, tras investigaciones, descubre la forma de invertir esa diferencia de edad. El invento lo bautiza como «senilita», y aplica el suero en cobayas humanas para ver los resultados: […] desentrañó la composición morfológica y química del tegumento de los decrépitos; determinó las causas próximas de la calvicie y canicie, de la flojedad elástica del rostro, generadora de arrugas, de la atropia de glándulas y panículo adiposo. Y, burla burlando, nuestro sabio, habilísimo en el manejo de los cubiletes de la química, logró extraer de la piel y tejidos internos de perros seniles, gato y caballos avejentados y caducos, un principio (semejante al encontrado en los órganos de los hombres centenarios) susceptible a pequeñas dosis, de atrofiar las glándulas cutáneas, de decolorar el cabello y fruncir la piel.
Emma también probará de la medicina, envejeciendo, no así sus órganos vitales. Pero las investigaciones de Max von Forschung irán más lejos cuando modifique el extracto y busque nuevas aplicaciones:
Verificáronse las primeras experiencias en un asilo de caridad, con veinte prostitutas incorregibles y sifilíticas. Brillante fue el resultado. Quince días después de la inyección subcutánea del estupendo licor, muchachas de dieciocho a veinticinco [pg-68] años quedaron convertidas en señoronas de cuarenta y cinco y fueron regeneradas por completo, que no hay mejor moralizador que la pérdida de la belleza.
Y la distopía se torna clarividente cuando nos enseña un mundo que recuerda en mucho al 1984 de Orwell:
[…] ensayada cuidadosamente en delincuentes y locos por una comisión de médicos legalistas, ha producido, mediante inyección intravenosa, sorprendentes efectos psíquicos, resultando ser un soberano moderador de los impulsos criminales y un maravilloso sedante de la voluntad. En los locos furiosos, cinco gotas cada semana hacen inútil la coacción de la camisa de fuerza, y dos gotas diarias determinan en sanos y enfermos la abulia más completa.
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Santiago Ramón y Cajal insistirá en esta idea de modificación de la conducta en El fabricante de la honradez. Aunque aquí no hace uso de una droga real, sino que la droga es solamente el moAlgunos sociólogos individualistas, preocupator de dos por la creciente amenaza del socialismo y la suanarquismo, han emprendido (con la consiguiengeste reserva) ensayos de inoculación de la nueva tión. «senilita» en las clases desheredadas y consiguiendo resultados verdaderamente alentadores.
El protagonista de la siguiente historia es el doctor Alejandro Mirahonda, un embaucador donjuán que llega al pueblo de Villabronca prometiendo a sus habitantes el suero antipasional o la vacuna —Este suero —decía el doctor—, o dígase antitoxina, goza de la singular propiedad de moral:
moderar la actividad de los centros nerviosos donde residen las pasiones antisociales: holganza, rebeldía, instintos criminales, lascivia, etc… Al mismo tiempo, exalta y vivifica notablemente las imágenes de la virtud y apaga las tentadoras evocaciones del vicio…
Sin embargo, dicho suero no existe. Aplica la inyección, pero sugestiona a los habitantes de Villabronca vendiéndoles la panacea de la ciencia. Usa la hipnosis para inducir un fármaco imaginario que altera las conciencias:
Mil veces he declarado que si el cerebro humano, en vez de desenvolverse en la tibia, movediza y frívola atmósfera moral formada por borrosas y contradictorias sugestiones de padres, maestros y amigos, se desarrollara en un austero ambiente psicológico, fuertemente recargado de autoridad; si el modelamiento definitivo de los centros del pensamiento se realizara, de modo autocrático, por hábiles y enérgicos hipnotizadores encargados del doble cometido de limpiar la herrumbre de la herencia y la rutina y de imponer ideas y sentimientos conformes[pg-69] con los fines de la sociedad y de la civilización…, amenguarían rápidamente todas las lacerías que atormentan la miserable raza humana […].
Pero la paz lograda en Villabronca empieza a tornarse aburrida, exasperante, por cuanto las pasiones desaparecen, la economía se hunde por falta de interés en las cosas materiales, la supresión de la envidia, que es otro motor del capitalismo. Y contra esto se van a oponer anarquistas que quieren recuperar sus libertades o el mismo cura del pueblo, que necesita acólitos a los que transmitir las enseñanzas del cristianismo. Ante la presión, Alejandro Mirahonda acepta devolver a Villabronca a su anterior condición: El resultado no será el esperado tras un año de continencia pasional, y el pueblo degenera en
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una violencia sin precedentes. El doctor huye con su mujer y llegará a la conclusión de que la Humanidad —Deferente a vuestro ruego, y en necesita dolor vista de que, contra todas las previsiones, el orden, la salud y la virtud y miseria soos son al presente intolerables, voy cial para mea suspender radicalmente los efectos jorar. —un tanto debilitados ya en alguEs interesante nos temperamentos excesivamente fogosos— de mi suero antipasional. el asunto del Precisamente una felicísima coyuntura control mental me ha permitido descubrir cierta susen Ramón y tancia, la «contraantitoxina pasional», Cajal, campo que neutraliza por completo el principio activo del mencionado remedio, en el que exretrotrayendo el cerebro exactamente perimentó ora las mismas condiciones anatomifisioganizando un lógicas de las cabezas no vacunadas. Comité de Investigaciones Psicológicas en donde se trataban cuestiones como la sugestión, el hipnotismo e incluso el esDemuestran mis experiencias la posibilidad de abolir la delincuencia y de imponer, sin luchas ni protestas, resignación a la miseria y al trabajo y robusta disciplina social. Mas semejante estado de cosas, ¿es conveniente al progreso? ¿Estamos seguros de que la finalidad de la raza humana consista en vegetar indefinidamente en el sosiego y la mediocridad?
piritismo (y a este respecto escribió otra novelita titulada La casa maldita que habla de médiums y fantasmas). Pero las drogas también ofrecen al hombre percepciones sublimes de su realidad, o sublimación del individuo para transformarlo en algo más, algo más avanzado, si se quiere. Es la idea de inmortalidad a la que aspira Fausto (la eterna fuente de la vida), la transformación en otro que busca Henry Jekyll, la mutación física que logran Lloyd Inwood y Paul Tichorne en Luz y Sombra de Jack London, o la invisibilidad de Griffin en el clásico de Wells.
Übermensch, Überich, Über Coca En esta línea de los «superhombres», Santiago Ramón y Cajal también nos deja otra pequeña obra titulada El pesimista corregido. Y de nuevo nos la vemos con un doctor, éste llamado Juan Fernández. La obra nos habla sobre un ser melancólico y triste que no le encuentra sentido a la vida. En
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ésas está cuando se le aparece una especie de genio y le empieza a hablar del «superhombre» (algo así como un Zaratustra pero con vocación de yinn). Después de un extenso monólogo sobre la vida y la muerte, Juan Fernández despierta con una visión microscópica, esto es, que puede ver a través de sus ojos lo más profundo de los seres y las cosas. Los efectos que experimenta Juan recuerdan mucho a los que producen cualquier tipo de alucinógeno (todo el libro completo es una alucinación visual que casi entroncaría con Las puertas de la percepción de Huxley). Así, cuando
el personaje de Ramón y Cajal entra en la pinacoteca de El Prado con su visión extremadamente aguda, se nos dice: Del conjunto de sus percepciones plásticas y observaciones anatómicas, dedujo Juan que el arte resiste menos el análisis que la Naturaleza, toda vez que ésta nos brinda, allí donde la retina agota su poder, formas infinitesimales frecuentemente tan bellas como las asequibles a la visión vulgar, mientras que en el arte, remedo [pg-71] de elementos toscos, amorfos, los cuales, a fin de mantener la ilusión plástica, deben recatarse en los oscuros dominios de lo invisible. […] En el fondo de la vida palpita todavía lo vivo; en el arte asoma enseguida lo feo y lo muerto.
Pero la agudeza de Juan tiene caducidad y al cabo de un año regresa a su anterior condición. Tras vivir doce meses entre microbios, parásitos y demás seres imperceptibles, se da cuenta de que el mundo que vive (que ve) tiene sus cosas buenas, vamos, que se olvida de la melancolía. Por alguna razón moralizadora, los superhéroes literarios siempre degeneran en villanos, no así Juan Fernández, que se convierte en una persona más positiva y tiene un buen final (previa pérdida de los «superpoderes»).
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Sería algo así como si doblegara sus pulsiones o sus impulsos más destructivos en pro del planteamiento del übermensch (el «superhombre» nietzscheano) y su voluntad de poder, fundiéndose con el über-ich (el «superyo» freudiano), que no reprime, sino que encauza una conducta errática que le hubiera llevado directamente a la inmolación o al suicidio.
En Über Coca, señalaba que «la cocaína ha sido utilizada desde su descubrimiento contra la histeria, la hipocondría, etc., y abundan las informaciones sobre curas individuales obtenidas gracias a ella [...]. Pero debemos decir que todavía ha de probarse el valor de la cocaína para la práctica psiquiátrica».
Y es que, la melancolía que padece Juan Fernández, es lo que Freud llamaría «neurosis narcisista», y para su curación (al igual que la depresión, la histeria o la hipocondría) el médico vienés recomendaría «administrar la cocaína en forma inyectable», tal y como deja anotado en 1885 en su Über Coca.
Así y todo, las voces en contra de los planteamientos de Freud y los halagos que éste hacía sobre la cocaína no se harían esperar, y pronto se la consideró como la tercera plaga, tras el alcohol y la morfina.
Sobre las aplicaciones de la cocaína, Escohotado apunta: «… Freud considera siete campos terapéuticos: como estimulante, para trastornos gástricos, para la caquexia, para curar a morfinómanos y alcohólicos, para el tratamiento del asma, como afrodisíaco y en aplicaciones locales». La experimentación de Freud con la cocaína le llevaría a sus primeros estudios en el campo del psicoanálisis, como si hubiera encontrado el catalizador a nuevas percepciones de comprensión de la realidad.
El 2 de noviembre de 1886, se celebró en Nueva York un Congreso de la Asociación de Neurología, y William Alexander Hammond, eminente médico de referencia para toda la comunidad científica, narró sus experimentos con la cocaína, describiendo los efectos placenteros que le proporcionaba una dosis de 0,06 gramos subcutánea y cómo, a medida que las dosis fueron en aumento, los efectos iban alterándose, como cuando pasó a inyectarse 1,08 gramos de cocaína:
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Esa idea de «perder el control» se hace pertinente en El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde (1886), donde un brebaje transforma al protagonista en un ser totalmente diferente. Y no es Todas las veces pasadas las cosas baladí la menestaban claramente bajo mi control, ción al clásico pero en este caso noté al cabo de de Stevenson, cinco minutos de ponerme la última habida cueninyección que la mente escapaba a mi control, y que empezaba a convertirta de que fue me en un agente irresponsable [...] y redactado en antes de media hora, perdí concientres días y se cia de todos mis actos [...] Cuando cree que lo al día siguiente bajé al piso principal encontré el suelo de la biblioteca hizo bajo los sembrado de enciclopedias, diccioinflujos de la narios y otros libros de consulta, y cocaína. una o dos sillas patas arriba. No hay duda de que no perdí la capacidad de pensar y actuar de acuerdo con las ideas que me guiaban […].
En cualquier caso, se hacía visible el interés de la ciencia por encontrar el modo de controlar las voluntades, las enfermedades, las patologías, las pasiones… o el «control social», como lo llamaría el sociólogo Edward Alsworth Ross. Si el modus operandi de todo control social sigue el orden «familia», «escuela», «religión» y «organizaciones de masas»,
y el instrumento del Estado para dicho control social se basa en la persuasión y en la coacción (aquí entrarían en juego las normas jurídicas), hace falta plantearse una alternativa más rigurosa cuando un individuo no se amolda al grupo social, cuando se desvía claramente del interés grupal y pone en peligro dicha estructura de orden. Escohotado ve algo de esto al decirnos:
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El criterio de los neurólogos, prácticamente unánime desde mediados del siglo XIX, es que la química farmacológica ofrece posibilidades superiores a la eliminación del dolor en sus diversas formas, meta ya de por sí asombrosa. No menos unánime, el criterio de quienes gestionan el control social entiende que, por definición, cualquier sustancia «psicotrópica» es una trampa a las reglas del juego limpio: lesiona por fuerza la constitución psicosomática del usuario, perjudica necesariamente a los demás y traiciona las esperanzas éticas depositadas en sus ciudadanos por los Estados, que tienen derecho a exigir sobriedad porque están atentos a fomentar soluciones sanas al estrés y la neurosis de la vida moderna, encarnadas sobre todo en el culto al deporte de competición.
Pero, sin lugar a dudas, en donde mejor observamos esta clarividencia, es en uno de los au-
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tores más mencionados en las experiencias con las drogas, Aldous Huxley. Y no nos referimos ahora a su obra sobre la LSD, sino a su distopía Un mundo feliz (en donde Ford sería Dios, o bien Freud si Éste habla de «temas psicológicos») cuando nos explica las propiedades del «soma» y se nos dice que «un solo centímetro cúbico cura diez sentimientos melancólicos». Todo se arreglaría mediante ese «soma», una cura milagrosa que sólo produce placer (placer como control social, frente al dolor y la represión que plantearía Orwell en 1984).
[...] y si, por cualquier malhadada circunstancia, el tiempo produjese una grieta en la masa compacta de sus distracciones, queda el soma, el delicioso soma, del que medio gramo equivale a medio día de descanso, un gramo a un fin de semana, dos a una escapada por el Oriente magnífico, tres a una sombría eternidad en la Luna; y al retorno se hallan al otro lado de la grieta, sanos y salvos en la tierra firme de los trabajos y diversiones cotidianos, corriendo de cine-sensible en cine-sensible, de chica en chica neumática, de campo en campo de Golf Electromagnético...
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Las drogas, una «deidad» poderosa y maldita por David García
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Las drogas han convivido en la contemporaneidad con el fuerte antagonismo del rechazo ético y social, su consumo supone el descenso a la ruina personal, la representación del deterioro físico y mental por el «hedonismo químico». «Drogadicto», «reventado» o «yonqui» son epítetos que reportan a la imagen colectiva de esa persona devorada por una sustancia que le atrapa por encima de cualquier consideración (trabajo, higiene o familia). «El rostro del mal es siempre el rostro de la necesidad», relataba William S. Burroughs en una acertada descripción de la condición del drogadicto, la persona capaz de traspasar cualquier límite para obtener su dosis, impotente para tratar de contener esa dependencia que le consume físicamente hasta reducirlo a «mero pellejo y huesos».
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Es por ello que el «yonqui» deviene en la figura de lo demoniaco, representa el temor que supone la constante y descarnada erosión de la humanidad, de lo que se concibe generalmente como «persona». El drogadicto pasa de la categoría de ser humano a la de autómata del consumo. Adoradores de ese «deidad» poderosa que se evoca mediante el rito y la liturgia del «pico» y el «tiro», capaz de hacer cualquier cosa por la adoración a la autodestrucción. «Cuanta más droga consumas menos tienes y cuanta más tengas más usas», apunta de nuevo Burroughs quien ilustra la «otredad» del heroinómano respecto de la sociedad en esa «lentitud» de funciones que le genera su consumo. No hay impulso de hablar, de moverse, de reaccionar… estado de quietud máxima hasta que se despierte la necesidad, esa diabólica necesidad. Entonces resurge la alteración máxima, hacer lo que sea para obtener otra dosis. Su influjo y peligro no conoce de castas ni clases, de ahí también el temor social. Su promesa de elevación y condena es universal, alcanza a todos porque se dirige directamente al carácter, a la debilidad y los miedos que conforman nuestra forma de ser.
El espléndido documental Chris Herren, un yonqui del basket supone un testimonio de gran valor al respecto al describir con una descarnada sinceridad ese descenso a la tragedia personal de una promesa del baloncesto profesional, con el talento suficiente para tenerlo todo y abocado por su adicción a la cocaína, heroína y calmantes a la peor de las ruinas morales por su miedo precisamente a triunfar, a salir de la decadencia que impregnaba Fall River, el paradigma de esa ciudad industrial donde el sueño por una vida mejor es sinónimo de dolor. «Cuando eres de un lugar como de donde soy yo, el fracaso se queda en el aire como el humo de un mal cigarro», comenta el hermano del protagonista sobre este «héroe caído» capaz de gestas enormes en la cancha y del mayor de los tormentos fuera de ella, ciego de esa necesidad de consumo que le lleva a aguardar bajo la lluvia cinco minutos antes de un partido a que el camello aparezca para suministrarle oxicodina (un calmante al que era adicto). «Sin ello era incapaz de funcionar», reconoce en un momento del film.
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Pero si el estigma social del (poli)consumidor es permanentemente remarcado en la cultura, no menos cierto es que el «poder» las drogas también se han revertido de un «aura poética» de doble vertiente, una cercana al heroísmo de la autoperdición pero también la de herramienta para lograr los placeres que promete la intensidad al que no teme a arder en el gozo de las sensaciones más extremas. Antonio Escotado desde la esfera del pensamiento ha documentado, mediante su Historia de las Drogas, que estas sustancias reportan inspiración y lucidez en el campo del arte y la ciencia, que su componente liberador de las cargas mentales y culturales insertas en la mente ha sido una obsesión de la autoridad institucional a la hora de impedir su acceso. Y es que por un lado, las drogas son fuente de destrucción personal y a la vez se revelan la puerta a los
«paraísos artificiales», el vehículo a esa dimensión desconocida aunque fascinante para esa noche de alteración y deseo. Y es que quien consume se siente poderoso y en esa cualidad radica precisamente su influjo, similar a una deidad a la que se ama y se teme a la vez, juego peligroso y enfermizo como describe acertadamente Robert Stone. Si la literatura y el cine se han centrado funda[pg-77] mentalmente en la primera dimensión, la caída a los infiernos o la odisea de dolor y muerte que re«Es deseo puro y abstracto. Reemplaza el crea el dinero, el sexo y la compañía. Es una sustancia drogamágica y poderosa; tradicionalmente se supone que es un obsequio de los dioses, y también una maldición. Es una sustancia cargada de su propia mística. Si usted lee la poesía que le dedican los adictos notará que la aman y la temen (…) Una mezcla de adoración y odio»
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dicto (o el camello, figura que por su representación en el arte contemporáneo merece, quizás, otro texto con mayor dedicación); la música pasada la década de los 80 recoge de una forma más prolija la otra vertiente, sus efectos más positivos por denominarlos de alguna forma. En este aspecto, las drogas sintéticas y las diferentes sustancias estimulantes (cocaína, Speed) han ido de la mano de esa cultura de «clubber» con dimensiones que se deslizan desde lo cutre (Gandía y otras zonas alicantinas) a la pompa de Ibiza o esas sesiones de madrugada en festivales «indie». Meterse «un tiro» es sinónimo de ponerse a tono, donde el consumo queda despojado de toda tragedia a favor de esa inconsciencia lúdica y festiva provocada por la masa atrapada por los «samplers». Carl Cox o Miss Kittin, por poner algunos ejemplos, se convierten en los chamanes de la mezcla y la repetición. Sus bases vienen impregnadas de nocturnidad y de deseo autómata, una querencia por el ensimismamiento y cierto gusto por la incomunicación que parece acoplarse perfectamente a sustancias como el éxtasis. Una exaltación impostada e inducida por lo químico.
En nuestras fronteras no son pocos los grupos que han loado el binomio noche-drogras como la llave para una noche «memorable», capaz de hacer que lo onírico tome presencia y narrar la desazón que provoca el «fin del hechizo» para tener que hacer frente a la mirada frente al espejo. Sidonie (Fascinado) o El columpio Asesino (Toro) son bandas inspiradas a la hora de evocar ese deseo, la pulsión de subirse al coche sólo con el equipaje del combustible, drogas y deseo en busca de una sensación de poder (y querer) que en el desánimo de la vida entresemana aparece esquiva. Para esta tradición, no se trata de huir de uno mismo sino de encontrar esos tesoros ocultos y esquivos de la vida para los que vencen el miedo a caer en la necesidad.
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Leonor de Aquitania, comparativa entre tres biografías
por Miguel Ángel Mala
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n esta reseña compararemos las tres principales biografías editadas en castellano sobre la figura de Leonor de Aquitania, a saber:
- Régine Pernaud, Leonor de Aquitania, Acantilado, 2009. - Jean Markale, La vida, la leyenda, la influencia de Leonor –condesa de Poitou, duquesa- de Aquitania, reina de Francia, de Inglaterra, dama de los trovadores y bardos bretones, José J. de Olañeta, 2003. - Alain-Gilles Minella, Leonor de Aquitania, una figura de leyenda en la época de las cruzadas y los trovadores, La esfera de los libros, 2007. Aunque la edición en castellano es la más reciente, el precursor fue el de Régine Pernaud, editado en francés en 1965. Es la primera obra moderna en la que se realiza un panorama más o menos exhaustivo sobre Leonor. Su título original,
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Alienor d’Aquitaine, constituye una declaración de intenciones. Régine la llama Alienor y no Eleonore, Eleanore o Leonore, porque en realidad Alienor quiere decir “la otra Aenor”, siendo esa Aenor su madre. Es muy importante recalcar este hecho, pues desde un principio Leonor de Aquitania – desde su mismo nombre- se remite a un linaje de damas aquitanas de vidas singulares, ambiciosas y temibles. En efecto, dicha Aenor fue hija de los amores ilícitos del rey trovador Guillermo de Poitou con la vizcondesa de Châtellerault, que tenía el nombre predestinado de Dangereuse –”peligrosa”-. Por ella, el abuelo de Alienor llegó a las manos alguna vez con su propio hijo, el futuro Guillermo X de Aquitania. Sea como fuere, Guillermo IX tuvo una hija con Dangereuse llamada Aenor de Châtellerault, tan bella como su peligrosa madre, y concibió la idea de unir en matrimonio a su hijo legítimo, Guillermo, y a su hija ilegítima, Aenor, para que el joven Guillermo pudiera tener al fiel reflejo de la amante de su padre entre los brazos. De esa unión nació Alienor de Aquita-
nia, la otra Aenor, la tercera mujer peligrosa de la familia. Con estos orígenes, no es de extrañar que tuviera una vida extraordinaria. Y Régine Pernaud, mujer, escribe una obra en los años sesenta sobre otra mujer, Alienor, dos veces reina, idolatrada y demonizada por sus contemporáneos y las generaciones posteriores hasta entrar en el campo de la leyenda. Hay en la obra de Pernaud un claro tinte reivindicativo de la figura social de la mujer en muchos planos, entre ellos el político, el de realización personal, el de la lucha contra el sistema de las sociedades patriarcales.
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Y es que ningún estudioso puede sustraerse a las tendencias del momento en el que vive, y quizás tampoco deba hacerlo. Como dice la misma Pernaud, toda época reinterpreta las precedentes en función de una escala de valores que va cambiando, hasta el punto de que en la actualidad se utiliza esa palabra, valores, para referirse a productos de inversión en Bolsa. En segundo lugar, tenemos la obra de Jean Markale. Aunque el título es tan pomposo como una presentación protocolaria, describe lo que hay dentro: un conjunto de artículos sobre la vida, la leyenda y la influencia de Leonor. Fue publicado por primera vez en 1976, casi diez años después de la obra de Pernaud. Markale trata de darle un enfoque global, mediante sutiles lazos que conectan unas partes con otras, pero cada una puede leerse con independencia. Son cinco extensos ensayos en los que no se sigue un orden cronológico. Va adelante y atrás en la historia de Leonor, centrándose ante todo en los puntos de su vida que le parecen turbios o poco estudiados, sobre los que aporta luz mediante la comparación de diversas fuentes de la época.
El erudito francés recurre sobre todo a los textos contemporáneos como crónicas –Jean de Salisbury o Robert de Gloucester-, anales -Roger de Hoveden-, obras literarias –Robert Wace, Chrétien de Troyes-, etc. No se centra tanto en la figura de Leonor como en las circunstancias que la rodearon, y cuando vuelve la vista hacia ella es porque quiere ahondar en el personaje, comparándolo y trascendiéndolo. Leonor es para Markale, más que una persona, un mito en el inconsciente colectivo, una plétora de imágenes superpuestas de donde no se puede extraer nada con total certeza. A lo largo de los tres primeros ensayos, Markale analiza el matrimonio de Leonor con Luis el Joven y el polémico “divorcio” con el rey de Francia para casarse con Enrique Plantagenêt. También le interesa mucho la relación con Ricardo Corazón de León en su papel de reina madre. ¿Por qué dedica tan poco espacio al matrimonio con Enrique, que duró casi cuarenta años? Quizás el hecho de que ella pasara casi veinte encerrada por su marido tenga algo que ver, pues durante ese tiempo permaneció en la sombra. O quizás es que no llegó a profundizar lo suficiente en el segundo período de su vida.
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En los dos últimos ensayos, el medievalista francés, tan dado a reinterpretar la realidad medieval desde ópticas metafóricas, toma a Leonor como punto de partida para la leyenda y la literatura comparada, algo casi antropológico porque se sumerge en creencias populares –el hada Melusina, las brujas celtas, relaciones diabólicas-, en la religión cristiana -la Virgen María-, las herejías cátaras o la literatura artúrica, para aportar una atmósfera que de otro modo sería imposible recrear. Y es en ese magma donde debemos incardinar a la duquesa para poder comprenderla mejor. A ella y a los que la rodearon. Por último, el libro de Alain-Gilles Minella, editado en 2004 por vez primera, tiene en cuenta las dos obras anteriores. Los editores han hecho una traducción libre del título, que en francés es Alienor d’Aquitaine, l’amour, le pouvoir et la haine1. Si bien en castellano los editores han tratado de emu1 Leonor de Aquilar a Markale, derivándolo hatania, el amor, el cia la cultura trovadoresca, en poder y el odio. francés la cosa es muy distinta.
Alain-Gilles Minella no ha escrito una biografía exhaustiva sobre Leonor como la de Pernaud, ni un ensayo misceláneo como el de Markale. Tampoco se ha centrado en el matrimonio con Luis el Joven o la relación con Ricardo, de los que ya habló mucho su erudito antecesor. ¿Qué le queda entonces? Si atendemos al título, que va del amor al odio pasando por el poder, sólo hubo una etapa en la que inscribirlo: el matrimonio con Enrique. [pg-82]
La duquesa de Aquitania conoció el amor, según se cuenta, cuando se entregó a Enrique Plantagenêt, a los treinta años. Antes, vivía con un hombre que tenía más de monje que de rey y que no armonizaba con su talante apasionado. Así, la desesperación la lleva, según el cronista Philippe Mousket, a mostrarse desnuda frente a sus barones para exclamar: Ved, señores, mi cuerpo, ¿no es deseable? ¡El rey dice que soy el diablo!
Por los ocho hijos que tuvo de Enrique Plantagenêt, debemos deducir que el bravo rey de Inglaterra no opinaba lo mismo.
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Leonor tenía diez años más que Enrique cuando contraen matrimonio, tras conseguir del Papa la anulación del anterior con Luis el Joven. Ha sido reina de Francia durante dieciséis años. Ya no es la jovencita que se casó con Luis VII, sino una dama que ha tenido dos hijas, que ha estado en las Cruzadas y que aporta a los territorios del rey normando el condado de Poitiers y el ducado de Aquitania, casi la mitad de Francia. Y es entonces cuando ella ejercerá el poder junto a su joven marido, viajando incansablemente y tomando decisiones de pleno derecho. Sin embargo, en apenas quince años Enrique habrá perdido todo interés por Leonor, que ya le ha dado suficientes hijos varones para perpetuar su estirpe, y se enamorará de una adolescente llamada Rosamunde Clifford. En ese momento, el amor de la duquesa hacia el joven león angevino se tornará en odio, tan grande que será capaz de enfrentar al padre con los hijos por el control del imperio que Enrique y ella han creado. El libro de Minella, por tanto, gira en torno al matrimonio con el Plantagenêt. Y se puede decir que casi es más protagonista el rey que la
reina, sobre todo durante esos años en que ella permaneció encerrada a buen recaudo en fortalezas inglesas y francesas como la de Chinon. Para concluir, diré que cada uno de estos tres libros aporta una visión distinta de Leonor y de los que la rodearon. El de Pernaud es quizás el más completo desde un punto de vista histórico. Al fin y al cabo, es el primero. El de Markale se centra en el matrimonio con Luis, la cruzada de 1147, el divorcio y la imagen mítica de Leonor. Y el de Minella se orienta hacia la figura de Enrique y la relación de amor odio que mantuvieron a lo largo de sus vidas. Tres joyas de muy recomendable lectura, que aportarán a buen seguro una visión global sobre una de las mujeres más interesantes e influyentes de la historia.
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Factor Crítico
Leonor de Aquitania Régine Pernaud Acantilado ISBN 978-84-92649-10-5 334 páginas Barcelona 2009
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La vida, la leyenda, la influencia de Leonor ... Jean Markale José J. de Olañeta ISBN 84-7651-090-X 234 páginas Palma de Mallorca, 2003
Leonor de Aquitania, una figura de leyenda en la época de las cruzadas y los trovadores Alain-Gilles Minella La esfera de los libros ISBN 978-84-9734-650-4 Madrid 2007
Factor Crítico
Los
10 de Factor Crítico [pg-85]
Jorge de Barnola Un mundo feliz Paul Bowles y el kif Miedo y asco en Las Vegas, Thompson/ Gilliam Eloy de la Iglesia, director de películas de quinquis José Luis Manzano, quinqui y actor David «Noodles Aaronson» en el fumadero de opio, en Once Upon a Time in America
Love Will Tear us Apart, Joy Division The Doors of Perception, el libro de Huxley The Doors, el grupo de Morrison La Guerra de Vietnam
Factor Crítico
Roberto Bartual 1. Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll 2. 2001: odisea en el espacio, de Stanley Kubrick 3. Miedo y asco en Las Vegas, de Hunter S. Thompson 4. Las puertas de la percepción, de Aldous Huxley 5. La música de Ravi Shankar 6. Dumbo, de Ben Sharpsteen 7. Kubla Khan, de Samuel Taylor Coleridge 8. El rayo mortal, de Daniel Clowes 9. Brought to Light: Shadowplay, de Alan Moore y Bill Sienkiewicz 10. Easy Rider, de Dennis Hopper
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Factor Crítico
Miguel Carreira
El ciclismo
«El misterioso viaje de Homer» (3F24 The misterious voyage of Homer). Ken Keeler, su guionista, fue después señalado como sospechoso de haber provocado el desmoronamiento de la serie.
Monkey Bussiness
Jefferson Airplane The wire Extracto de glándula pineal
París entre 1870 y 1919 Chelsea Hotel As Rías Baixas [pg-87]
El Dr. Jeckill & Mr Hide
Factor Crítico
Por David García
esa historias heroicas sobre quien se consume por sus efectos.
Cocaína. La sustancia que mejor representa la posmodernidad y el sistema capitalista. Estimulación para la perdición
Antonio Escohotado. Su análisis sobre los efectos de la droga en la cultura merece ser reconocida.
Dog Soldiers. Lucidez descarnada para narrar una odisea del límite y el descenso a los infiernos bajo el influjo de la droga. Pulp Fiction. La escena en que John Travolta se inyecta heroína y conduce bajo sus efectos retrata de manera sublime la seducción que produce en el consumidor Toro. Canción oscura e intrigante de El Columpio Asesino que invita a la nocturnidad sin mañana. Trainspotting. Tanto película como novela constituyen uno de los mejores documentos sobre la drogadicción sin renunciar a una buena historia. LSD. Metafora de ese poder cercano a la deidad implicito en las drogas Barricada. En sus canciones siempre se retrata
Berlín. La capital de Alemania es un buen lugar para iniciar ese viaje. Sugar Man. La canción de Sixto Rodríguez alude al consumo y es tan buena que merece estar en cualquier lista.
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David Sánchez Usanos Personaje literario – Sherlock Holmes
Artista extranjero más especial muerto a causa de las drogas (después de los 70, que antes hay demasiados)- Shannon Hoon
Mejor canción en la que aparece la palabra «cocaína» - «You could be mine» (Guns & Roses) y «Listen to her heart» (Tom Petty and The Heartbreakers) Mejor canción cuyo argumento es estar esperando al camello - «I’m waiting for the man» (The Velvet Underground) Autor que ahora mismo esté medio de moda y se le relacione con las drogas pero, en el fondo, sea un gran escritor – Robert Stone Mejor serie de televisión en la que las drogas jueguen un papel decisivo – «The Wire» Serie de televisión en la que las drogas jueguen un papel decisivo a la que le tengo más cariño «Corrupción en Miami» («Miami Vice») Artista español más especial muerto a causa de las drogas – Enrique Urquijo
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A udiovisual
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Act of Faith / Jimmy’s End
de Alan Moore y Mitch Jenkins Po r Ro b e r t o B a r t u a l
B
ien conocida es la fama de gruñón que tiene Alan Moore, sobre todo en lo que se refiere a las adaptaciones cinematográficas de sus cómics que, según ha confesado en algunas entrevistas, ni siquiera se molesta en ver (con la excepción del DVD de From Hell que, según me contó una fuente cercana al escritor inglés, le regaló una de sus hijas por su cumpleaños y a los quince minutos acabó en la basura). Hasta tal punto llega su desprecio por el cine hecho en Hollywood que desde la infame adaptación de la Liga de los Caballeros Extraordinarios, Moore impide a los productores que utilicen su nombre en los créditos, lo cual no es en absoluto un gesto de cara a la galería pues, al mismo tiempo, rechaza también los honorarios que le corresponden por derechos de autor cediéndoselos a los dibujantes de sus obras.
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(1) Para no inflar este texto con más paréntesis, diré aquí que, en realidad, sí se estrenó una película anterior a estas con guión de Moore. Se titula Ragnarok y es un film de animación con personajes diseñados por Bryan Talbot que se editó directamente en VHS en 1982. Apenas hay referencias sobre este film y la cinta probablemente solo pueda manifestarse en el plano material previa invocación de nuestro querido mago de Northampton.
Ante una postura tan coherente muchos nos preguntábamos: «entonces, ¿cómo le gustaría que se rodaran sus trabajos?». La respuesta ha llegado de la mano del propio Moore, pues este noviembre pasado se estrenó su primer guión escrito expresamente para la pantalla, Jimmy’s End, precedido de un corto a modo de prólogo titulado Act of Faith. Un estreno limitado a una única sala y sesión en su ciudad natal, Northampton, como ocurre con todos sus trabajos audiovisuales concebidos como rituales mágicos: una vez ejecutados, no se vuelven a representar. Aunque, por suerte, contamos con Youtube para ver y seguir viendo estas dos películas que, en realidad, forman parte de un proyecto cinematográfico más amplio titulado The Show. 1
A juzgar por estas dos primeras entregas, The Show será un largometraje no lineal cuyos segmentos comparten personajes, temas y leitmotivs, el más destacable de los cuales es la concepción del mundo y de la vida como símbolo puro, lo cual no supone ninguna sorpresa para quienes hayan seguido el trabajo de Moore durante los últimos quince años. Aparte de tocar el tema del satanismo, Act of Faith y Jimmy’s End tienen otra cosa en común con la película española más interesante del año pasado, Diamond Flash: cada escena es una pequeña historia en la que, al final, el espectador descubre que las cosas no son lo que parecían ser. En los últimos planos de Act of Faith, comprobamos que el ritual casero compuesto de gestos cotidianos y varias llamadas telefónicas que durante minutos
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ha efectuado su protagonista, es en realidad el preludio de un acto sexual fetichista en el que interviene la hipofixia. Todo esto se quedaría en una anécdota con sorpresa, como tantos otros cortos, si no fuera porque lo que excita a Faith no son los lazos, las esposas, o la asfixia en sí mismas. Antes de ponerse la bolsa en la cabeza, Faith siempre llama a su novio para que acuda a toda velocidad a follársela. Sabe que tiene el tiempo suficiente de llegar antes de que le falte aire. Puede parecer un acto extremadamente autodestructivo, pero en realidad no lo es, y es que Alan Moore siempre ha sabido revelar el lado más humano que existe en el acto más cruel: si lo miramos bien, en realidad lo que a Faith le pone es que se la folle alguien en cuyas manos pueda poner su vida. ¿Y acaso no es eso una forma hermosa de concebir el acto sexual?
El mecanismo de las falsas apariencias con el que juega Moore en estas dos películas no es, por tanto, una simple forma de sorprender al espectador, sino más bien una especie de aviso: no creas que las motivaciones humanas son tan simples como parecen o que las cosas tienen un solo significado. Y por este segundo camino es por donde transita Jimmy’s End, cuyas resonancias resultarán bastante familiares a quienes conozcan la obra esotérica de Moore. En medio de una furiosa lluvia, un hombre llamado Jimmy llega a un extraño pub llamado, muy apropiadamente, Jimmy’s End. Nada más entrar, la camarera le hace un comentario ininteligible sobre ciertos «peniques en los ojos» y si a esto le sumamos que el buen hombre no sabe muy bien de dónde viene ni cómo ha acabado allí, basta con sumar dos más dos para darnos cuenta de que, al comenzar la película, el tal Jimmy está más bien muerto. Pero de nuevo, esto no es Los Otros, pues la sorpresa no es un fin en sí mismo; de hecho, nos la está revelando desde el principio el título de la película, igual que ocurría en la anterior. ¿Dónde está Jimmy entonces?, es la pregunta que se plantea entonces. Y aquí entra en acción el cé-
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lebre juego de los puzles simbólicos al que nos tiene acostumbrados Moore desde From Hell. El espectador tendrá que interpretar detalles visuales, personajes y conversaciones hasta encontrar una solución satisfactoria que, sin embargo, no llega nunca. El constante timbre de un teléfono que suena remite no tanto al sueño opiáceo de Robert De Niro en Érase una vez en América, sino a la llamada del novio de Faith en el corto anterior que intenta a avisarle de que no va a llegar a tiempo. Un símbolo ritual pintado en una pared apunta en la misma dirección: es el sigilo usado para invocar a Astaroth, el tercero en la tríada infernal formada por Lucifer y Belcebú. Y sin embargo, tratándose de Moore, las cosas no siempre son sencillas. Aunque todo parece indicar que el pub llamado Jimmy’s End no es otra cosa que el infierno, la referencia a los peniques que se colocan en los párpados del muerto como pago a Caronte, así como el hecho de que Jimmy no recuerde nada, nos indican que quizá no haya tal infierno, sino tan solo olvido: el espacio simbólico que tradicionalmente ha representado el río Leteo. Infierno, olvido, «cuidado con los símbolos», nos dice Moore, «pues siempre representan al menos dos
cosas distintas». Lo interesante es que este juego polisémico no es solo un juego, pues Moore sigue sus consecuencias hasta el final y éstas son de índole teológica. Si todos los símbolos son polisémicos, entonces también lo es el Diablo en tanto que símbolo, y el segundo significado que encierra en su interior es precisamente su contrario: el Diablo es también Dios. Así, tanto Astaroth como su opuesto son representados por una vieja pareja de cómicos que, a pesar de llevarse mal, son inseparables. Que nadie se extrañe, entonces, de ver a Dios revestido de símbolos apolíneos y mercúricos e interpretado, como no, por el propio Moore (ese toque tan drag de calzarse unas botas aladas de color oro hacen que la escena sea inolvidable).
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Quizá el único problema de Jimmy’s End es que, llegados a este punto, tampoco estamos ante una idea tan novedosa si consideramos otras obras de su autor. Que Dios y el Diablo sean la misma cara de una sola moneda era ya el tema central de La Broma Asesina. Lo que tenemos aquí, en estas dos prometedoras primeras películas, debemos considerarlo más bien una presentación de temas y personajes que, con toda seguridad, serán desarrollados en las posteriores entregas que componen The Show, donde veremos si Moore nos cuenta algo diferente a lo que nos viene contando en los últimos
años, desde Lost Girls a Promethea, desde Snakes & Ladders hasta la última entrega de La Liga: que si el mundo es lenguaje, que si el lenguaje es ficción, que si la ficción es la materia de la que está hecha la realidad, etcétera. Nada nuevo bajo el cielo del LSD y la magia ceremonial. También queda por ver si el hecho de que todos y cada uno de los planos de Act of Faith y Jimmy’s End parezcan iluminados por David Lynch es un simple homenaje o si, por el contrario, se trata de un vicio en el estilo de Mitch Jenkins, encargado de poner en imágenes los guiones de Moore.
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Pero quizá no sea justo hacer críticas de este tipo ante una obra aún inconclusa. Paciencia. Lo que sí se puede decir a juzgar por estos dos primeros aperitivos es que The Show merece mucha más atención que las adaptaciones cinematográficas de V de Vendetta o Watchmen, por mencionar las menos abominables. Eso sí, otra cosa será que la consiga. [pg-96]
Acto of Faith/Jimmys End
Alan Moore, Mitch Jenkins Reino Unido, 2012
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César debe morir
de Vittorio y Paolo Taviani Po r A l e x a n d e r Z á r a t e
«D
esde que he conocido el Arte, esta celda se ha convertido en una prisión», concluye Cosimo Rega, el coordinador teatral en la prisión, y también preso (condenados por homicidio). Es la frase que concluye la película, Cesar debe morir (Cesare debe morire, 2012), de los Hermanos Taviani; es el rescoldo que queda encendido después de que haya terminado la representación de Julio Cesar, a cuya preparación y ensayos hemos asistido (y en la que Cosimo ha interpretado significativamente a Cassio, el principal instigador para derrocar, y asesinar, al dictador). Es la conclusión, como máxima, que transpira esta vibrante e insurgente obra, de ánimo combativo, que aún cree posible la revolución, y lo es a través
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del Arte, el que puede o podría liberarnos de nuestras prisiones (la llave de un necesario despertar, el fustazo para un impulso vacilante). En 1971 los Taviani realizaron Allonsafan, en la que un revolucionario (interpretado por Marcello Mastroianni), en tiempos de la Restauración, se debatía entre seguir en la brecha, con el compromiso como ariete de lucha, con los riesgos que implicaba, o apartarse del mundanal ruido, en la ilusión de la inmunidad y la confortabilidad del escepticismo o el derrotismo. Cesar debe morir hace cuerpo de un talante, de una actitud, que se ha amordazado o adormecido en las prisiones invisibles de nuestra sociedad, esa que nos hace creer que ya somos impotentes para posibilitar un cambio o que simplemente ha encandilado o domesticado con los cantos de sirena del consumismo, con la rutina ritualizada de la supervivencia. Y para dotar de cuerpo a la alegoría elige a unos realmente condenados, presos de la cárcel modelo de Rebibia (Roma). Algunos han publicado libros, y quien encarna al protagonista, Bruto, Salvatore Striatto, encontraría o afirmaría su vocación de actor. Y la obra Julio Cesar de Shakespeare se convierte en lúcido reflejo no sólo de las vidas concretas y conflictos de esos mismos presos, en
cuya trama ven la que conforma su propia vida, sino que este relato de ambiciones y traiciones se erige en reflejo de esta sociedad de voraz adicción al poder, al éxito, a las conspiraciones y alianzas, entraña de la acerada e inclemente competitividad. En la extraordinaria Tío Vania en la calle 42 (1994), de Louis Malle, los actores entraban al teatro para realizar los ensayos de la obra de Chejov. Conversaban entre ellos y sin solución de continuidad ya estaban inmersos en la obra. No hacía falta vestuario ni escenario convencional que nos situara en la época, fluíamos en la entraña de la obra. Realidad y ficción se fun-
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que crea un singular efecto de realidad, puente entre sus conflictos reales (de pasado y presente) y los de la obra (los presos representan una obra, cuya trama es la representación o alegoría de su dinámica de vida; cuerpo metafórico de su propia vida, la prisión y el afuera, compartimentos de un mismo escenario o drama ).
dían como si fueran parte de un mismo cuerpo. Cesar debe morir comienza con la conclusión, el final de la representación ante el público, que es asistir a la muerte de Bruto, nosotros, la interrogación sobre qué podemos hacer con el poder y ante el poderoso, donde queda lo justo en las revoluciones. Posteriormente, ya en blanco y negro, como si fuera un borrador de vida, asistimos al planteamiento de la propuesta, a un montaje secuencial de las pruebas a los presos, para decidir a quiénes se les adjudican los diferentes papeles, y después el cuerpo de la narración fluye a través de los diversos ensayos que tienen lugar en diferentes espacios de la prisión,
Aunque esté presente el director de la obra, aunque se creen momentáneos «pasos cambiados», fisuras en el fluir, en el que los actores, los presos, se reconocen a sí mismos en la obra, reconocen en frases las que alguien les dijo en situaciones similares, como le ocurre en cierto instante a Striatto, o la obra destape (o entremezcle) conflictos entre ellos, como entre los actores, Giovanni Arcuri y Juan Dario Bonetti, que interpretan a los personajes de Cesar y Decio, parece que asistiéramos al drama romano más que a una representación, tal es su complejo efecto escénico real. Efectivo al respecto es que rehúya saltos de los ensayos a la vida cotidiana en la cárcel, no hay transiciones; incluso la intrusión puntual de los guardianes cuando desde lo alto observan, y comentan, el ensayo de una escena (dirimiendo si seguir escuchando o interrumpirles), pareciera parte de la obra como lo
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Factor Crítico
es de la misma metáfora combativa de la película, ya que tiene lugar tras la muerte de la figura del poder, Cesar, cuando ha irrumpido Marco Antonio entre los conspiradores. La música, por otro lado, introduce un doliente vena lírica, melancólica, que se hace correspondencia con ese aliento herido que exhalan las últimas palabras de Cosimo: el arte es un cuchillo que nos hace sentir libres, aunque pareciera sólo hendir el aire, porque aún nos sentimos prisioneros, y al hacer más físico ese desgarro, sentimos de modo más remarcado la opresión en la que nos parece faltar el aire. Por eso, ya concluida la película, aún resuena el grito, como rescoldo, de Cesar debe morir.
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Cesar debe Morir
Paolo Taviani, Vittorio Taviani Intérp: Fabio Cavalli, Salvatore Striano, Giovanni Arcuri, Antonio Frasca, Juan Dario Bonetti,Vincenzo Gallo, Rosario Majorana, Francesco De Masi, Italia,2012
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Django desencadenado, dos puntos de vista sobre el tarantinismo Po r A l e x a n d e r Z á r a t e y Ro b e r t o B a r t u a l
Con el siguientes textos queremos inaugurar una nueva modalidad de críticas en esta sección. No queremos seguir tanto el modelo de «a favor/en contra» como presentar dos puntos de vista diferentes sobre el mismo director, planteados como un diálogo. Y quién mejor para comenzar que alguien que despierta tantas pasiones y odios como Quentin Tarantino.
1. Canto al vacío
por Alexander Zárate En Django desencadenado hay un personaje que se llama nada menos que Brunhilda Von Shaft (Kerry Washington). Es la «princesa» que quiere rescatar el héroe, un Sigfrido negro de nombre Django (Jamie Foxx) que es como una especie de Shaft pero un siglo antes, quien cual Prometeo desencadenado, con la
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Factor Crítico
intervención de su particular Baron Frankenstein, su liberador y tutor, Schultz (Christoper Waltz), se transformará en alguien capaz de cargarse a quien se le ponga por delante, sobre todo si es un maldito roedor esclavista. Para jugar con nombrecitos me quedo con el de Otto el piloto, no el que «estrellaba» las ínfulas poéticotranscendentes de Los amantes del círculo polar (1998), de Julio Medem, sino el del piloto automático hinchable de Aterriza como puedas (1980), de Jerry Zucker. Tarantino realiza una breve intervención en la que su personaje vuela por los aires, despedazado al explotarle la dinamita que lleva encima. El mundo de Tarantino es el del cartoon, y como los muertos son de pega, puede dar rienda suelta a su desaforado regusto por la violencia desorbitada. Quizá un día
nos revelen que Tarantino realmente es un dibujo animado con ansias vengativas por no poder ser humano, como el villano de Quién engañó a Roger Rabbit (1988). Su extraña condición inflamada me hace sospecharlo. Como si fuera otro, o le hubieran suplantado. Algo así me pasa con su cine, desde Kill Bill (2003). Es decir, hay un Tarantino que me resultaba sugestivo, y otro (que suplió al segundo; ¿quizás su alter ego en el mundo de los dibujos animados?) que no me interesa nada, y hasta me resulta cargante. Pero ante todo no me interesa ya su cine porque dejó de hacer preguntas. En sus tres primeras películas, me gustaran más o menos, me resultara más o menos ingeniosa su arquitectura formal (en sucesivos visionados Pulp Fiction, me pareció más irregular, un juego formal resuelto con cierta gracia, pero más superficial de lo que parece por su alambicada estructura), tenía la sensación de encontrarme en un sugerente terreno movedizo, en el que las líneas eran difusas, las que diferenciaban un lado y otro, el
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Factor Crítico
de la ley y la delincuencia, como relatos desmadejados, quebrados, como puzles en los que las piezas estuvieran fuera de sitio, porque no resultaba fácil dilucidar donde deberían estar, como las mismas referencias morales. El universo de Reservoir Dogs (1993) era imprevisible, porque no se podía dilucidar qué era real o falso, quién puede ser un policía camuflado o un delincuente, en quien se puede confiar y en quién no, quién es lúcido o quién está trastornado. Tampoco en Pulp Fiction (1995) se podía delinear con claridad los lados, ni siquiera un centro, porque todo transpira aleatoriedad (en la vida no siempre aparecen oportunos «limpiadores»), como en Jackie Brown (1997), donde la protagonista es una superviviente en una jungla que es pura intemperie. Pero algo ocurrió en su «mecanismo» (no sé si condicionado por el 11/S; o por otro tipo de cortocircuito interior), y convirtió a la venganza en eje nuclear y vertebrador de su cine (siempre como acción justificada, y en cuya realización o ejecución se rego-
dea con delectación), a partir de Kill Bill (2003), que a mitad película empecé a ver a velocidad rápida (era la más adecuada manera de responder a aquel tropel narrativo; o quizás para evitar el horror vacui). Ya era todo claro, las posiciones bien definidas: la heroína vengadora, que resurge de su entierro, frente a los villanos, en Kill Bill, las chicas frente al asesino en serie, en Death Proof, los soldados del ejército aliado frente a los alemanes/nazis, en Malditos bastardos. Ya no hay relieve, los personajes son figuras recortables, pero su excentricidad carece de, pongamos, la densidad de punto en fuga del cine de los Coen: no hay trasfondo, no hay más allá de lo que se coloca en la pantalla como piezas sin sombra. No hay afán de transcendencia, pero sí perspectiva moral, aunque con
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Factor Crítico
una delgada línea que no es roja, porque no separa nada. Su cine es de una dirección, es un cine de castigo, un cine que parece complacer una muy elemental transferencia, el soñar que das de hostias a tu maldito jefe, o al que consigue lo que tú no tienes, o sea a algún maldito bastardo. Claro que en el cine queda mejor si esa violencia desatada se despliega de un modo políticamente correcto, es decir, que se realiza sobre alguna figura repulsiva, algún maldito bastardo al que sí (por transferencia) puedes escupir, destrozar, mutilar y golpear con saña sin que nadie proteste (ni a ti te detengan), sea un maltratador de mujeres, un asesino en serie, un nazi o un esclavista. Hace unos años, en un artículo en Cahiers du cinéma, tras el estreno de Death Proof (2007) , me censuraron la expresión «Canto al vacío» con la que hacía referencia a las dos últimas obras de Tarantino (entiendo que no se esté de acuerdo, pero ¿censurarlo?; aunque está visceralidad está un tanto extendida en ciertos sectores cinéfilos,
sean «profesionales» o no, y Tarantino es uno de esos cineastas que posee su particular corte de acérrimos defensores; algunos también con capuchas con orificios pequeños). Por supuesto, lo de canto era una ironía. Su vacío es más el de un silencio crispado, en permanente estado de inminente implosión, como corrupto aire estancado. Ahora diría incluso que me resulta aberrante, aunque sería un adjetivo que más bien reflejaría el malestar y desagrado que me deja la contemplación de sus cuatro últimas películas (como me pasa con Von Trier, con su delectación por la desgracia, en Rompiendo las olas y Bailando en la oscuridad, tras las que decidí evitar su cine; como el de Medem, preso de otro tipo de ensimismamiento, distinto al de Tarantino). Más allá de algún detalle ingenioso, o de algu-
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Factor Crítico
nas secuencias resueltas con particular pericia (el asesinato en Death proof, la secuencia inicial o la larga secuencia del bar en Malditos bastardos), me interesan poco sus juegos referenciales cinéfilos o sus alardes formales, meramente or
te alguien que da rienda suelta a la mala conciencia, a esa violencia acumulada como depósito de bilis en el interior. Como alguien que vuelve de la tumba, como la protagonista de Kill Bill, pero lo primero que recupera es su rabia. La emoción ha sido sustituida por un autómata más preocupado por la destrucción, como el mortal abrazo de la autómata en El ladrón de Bagdad (1940). [pg-105]
Django unchained (2012)
namentales (o la banalización del artificio), o la reiteración de sus excursos secuenciales con largas (e insustanciales) divagaciones dialogales. Pero lo que más me distancia de su cine en esta última década, aparte de dar ya las respuestas (rudimentarias, y muy poco sugestivas), es que me resultante turbiamente vacío, como una supuración. Con el cine de Tarantino, en sus últimas obras, siento que me encuentro an-
En Django desencadenado parece esbozar su resurrección, pero quedan como brotes deshilachados: las visiones que tiene Django de su añorada esposa, el espasmo concienciado de Schultz ante la violencia esclavista, que le llevará a la muerte. Todavía Tarantino sigue siendo dominado por su vertiente de dibujo animado; su cine es una inflamación cuyo trayecto único es hacia la explosión. El placer de reventar(se). Si la película se mantiene dignamente en sus dos primeros tercios es, sobre todo, gracias a dos actores. El primero lo domina, soberanamente, Christoph Waltz , y el segundo, un excelente Leonardo Di Caprio. Se convierten en una especie de sucesivo one man’s show (y el segundo en cierto «duelo», con el añadido de que su
Factor Crítico
aspecto físico sea tan parecido; con el abogado, que encarna el que fuera habitante de El lago azul, Christopher Atkins, como tercer clon con mismo modisto y peluquero). Pero en el tercero la película cae en barrena, y aún peor, propicia que se desplome todo el edificio (ya que revela su completa inconsistencia: es lo opuesto al extraordinario final de La noche más oscura, que concentra, revela, y densifica la compleja entraña de la escurridiza narración). No porque Jamie Foxx, quien domina este tercio, no sea tan competente como en el resto de la película. De hecho, si hay una interpretación que me resulta cargante es la de Samuel L Jackson, tan desafortunadamente impostada como la de Brad Pitt en Malditos bastardos. Sino porque evidencia, una vez más, que más allá de sus juegos de artificio o de pirotecnia formales, realizados con toda la habilidad que se quiera, queda no sólo el vacío, sino un vacío gangrenado, repleto de bilis, cuando Django se convierte en un torbellino cual diablo de Tasmania que se cepilla, en acción de vengador justiciero a todo maldito bastardo (o maldita bastarda) que se ponga en su camino, mientras, en los sucesivos tiroteos, no dejan de brotar en los cuerpos explosiones de sangre, cual furibundo estallido de volcanes.
En la misma película, hay cierta diferenciación en el tratamiento de la violencia (en el primer tramo hasta utiliza planos generales), que refleja la evolución que ha tenido en su cine: De su eficaz e ingenioso (y sí, más turbador) uso del fuera de campo en la secuencia de la tortura de Reservoir dogs o el brillante uso del largo plano general en la muerte nocturna en un descampado en Jackie Brown (incluso el uso del extrañamiento, del absurdo, en secuencias de Pulp fiction, como la de la tortura en el sótano, o la secuencia de la inyección en el corazón), al regusto por la detallada acción de escalpelo en cabezas; el ametrallamiento en un cine en (qué más da son de nazis) Malditos bastardos; el apalizamiento sin fin de un psicópata, en Death proof; las mil volteretas
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con espada o sin espada mientras se cercenan diversos miembros a su alrededor en sinfonía de molinete sangriento en Kill Bill; volar por los disparos a una mujer porque no hace discriminación sexual o disparar en los genitales al que estuvo a punto de cortarle los suyos en Django desencadenado. Ya no hay sutileza, resulta ramplón. Aunque lo realice con más ingenio en ciertas secuencias, le acerca a películas de la catadura de Wanted (2008), de Timur Bekmambetov o Shoot’em up (2007), de Michael Davis. Precisamente, hay quien ha dicho que, en esta última película Tarantino se había convertido en una réplica de su querido amigo Robert Rodríguez, o más bien, como si se hubiera «rebajado» a hacer cine como Rodríguez, como si ambos hubieran sido una pareja de cineastas al estilo de la parejas de policías de poli bueno y poli malo, y Rodríguez fuera el practicante que puede ser denostado por realizar cine basura y Tarantino el que lo dignifica, como si sacara el vellocino de oro de los despojos. El cine de Rodríguez me interesa bien poco, pero me resultan tan cargantes y chirriantes, en su condición de mecanos acrobáticos de montaje, El mariachi como Kill Bill. Al menos, Rodríguez, en Planet te-
Death Proof (2007)
rror, asumía los límites en los que transitaba, sin caer en ese desquiciamiento desorbitado de Tarantino en Death proof, congratulado en sus largos excursos dialogales, de ínfulas godardianas, en el primer tramo, y su justiciero desafuero en su desenlace (que hasta deja en mantillas producciones con Van Damme o Norris). Con respecto a sus golpes de humor, los hay que podrían encajar en alguna película protagonizada por Leslile Nielsen, caso de gracietas como aquella en la que los encapuchados se quejan de lo pequeños que son los orificios de sus capuchas. O aquella en la que Franco Nero, que interpretó a Django en la película referencia, de Sergio Corbucci (sobre quien estaba es-
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cribiendo cuando se le ocurrió realizar también él una película en esa línea) le pide al Django actual que le deletree su nombre ¿Realmente su cine convierte en Arte mayestático el cine que recicla, convierte en exquisito plato un cine de chorretones grasientos, o sólo los disimula con su tratamiento «acartoonado»? Quizás Tarantino debería realizar alguna película como Aterriza como puedas, con Otto el piloto quizá vengándose del resto de la tripulación porque le han relegado a piloto automático. O quizás es el tipo de película que ha estado haciendo, pero sus admiradores no han querido verlo así porque no quieren descubrir que realmente es un dibujo animado creado, cual Baron Frankenstein, por Robert Rodríguez que ha poseído la personalidad del cinéfilo Tarantino que un día fue engullido por la pantalla del video como la niña de Django desencadenado no deja de ser otra desinflada representación de su universo de dibujo animado, esa pantalla en la que da rienda suelta a sus fantasías cinéfilas, los juguetes en los que materializar las películas que soñaba viendo a otras películas, una pantalla con la que sueña que se explota el mundo con algo que lleve la marca Acme, cual adolescente que ha-
ce un cortes de mangas a la realidad que le circunda más allá de esa pantalla que se convierte en su ilusión de dominio. No hay más transcendencias. No hay que buscar aquí disertaciones sobre el esclavismo, o sobre un clasismo social. Para eso mejor revisar Mandingo (1975), de Richard Fleischer (otra de las referencias o inspiraciones de la película), mucho más descarnada, por cierto. Quizá el entusiasmo que depara en tantos y tantas su cine refleja que nuestra sociedad no ha superado la adolescencia. Que seguimos siendo como Otto el piloto, el muñeco hinchable que sigue sonriendo aunque quisiera ser en el fondo también piloto (pero no automático, y tampoco hinchable porque, en cualquier momento, el aire se le escapa haciendo el sonido de una pedorreta). Mandingo (1975)
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2. En defensa de Tarantino
por Roberto Bartual Siempre me he considerado un fan acérrimo de Tarantino y, sin embargo, no me ha acabado de gustar Django desencadenado, aunque no por las razones que suelen esgrimir sus detractores. En el texto anterior, Alexander Zárate nos sugiere muy bien cuáles son algunas de estas razones, en el fondo perfectamente comprensibles. La que más, quizá, es la reiterada insistencia de Tarantino con el tema de la venganza. No sé si se deberá a algo relacionado con el 11/S, como apunta Alexander, pero resulta bastante curioso que un cineasta que ha dedicado la última década de su carrera a repasar géneros del cine popular (las películas de artes marciales, las de coches, el cine bélico pulp y el spaghetti western) reduzca la riqueza temática de estos géneros a una sola cuestión: la venganza. Las tres primeras películas de Tarantino, más allá de constituir en cierto modo cine de gángsters, hablaban de emociones muy reconocibles y cotidianas. ¿Qué es Jackie Brown sino una película sobre lo difícil que
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es sobrevivir si eres negra, pasas de cuarenta y tienes el culo gordo en un trabajo en el que solo te van a valorar por tu culo? ¿Y Pulp Fiction? Cada cual tendrá sus preferencias sobre las tres historias que la componen, pero yo me quedo con aquella que trata sobre un memo pagado de sí mismo que, de repente, se da cuenta de lo que estaba buscando: alguien con quien poder tener un silencio prolongado sin sentir la necesidad de rellenarlo con palabras para evitar que sea incómodo. Aparte de la ya mencionada pérdida de ambigüedad moral a partir Kill Bill (los buenos son los buenos y los malos son los malos), también echo de menos en sus últimas películas esos brillantes momentos de humanidad llenos de ternura que Tarantino nos concedía entonces, sutilmente, sin que casi nos diéramos cuenta. Aunque si se buscan, también se pueden encontrar, y Django desencadenado tiene alguno. En lo que no estoy del todo de acuerdo es en la calidad caricaturesca (o de cartoon) de sus cuatro últimas películas. O sí. Pero no con el sentido negativo con el que Alexander usa el término. La caricatura no es un tipo de producto, sino más bien un estilo; y un estilo que, cuando es bien
ejecutado, puede dar resultados más fieles a la esencia del retratado que una foto o una pintura realista. Solemos asociar la caricatura con el trazo grueso, pero la caricatura no es eso: consiste simplemente en exagerar el trazo y no necesariamente todo, para resaltar el detalle justo que dé vida al personaje. Del mismo modo que Antonio López nunca llegará a captar el alma de sus personajes como lo hace Robert Crumb, lo mismo podríamos decir de muchos directores realistas si los comparamos con Tarantino. Un ejemplo de la maestría de este último en uno de sus films recientes: Hans Landa, el terrorífico caza-judíos de Malditos Bastardos. A nada que pensemos un poco en el personaje identificaremos sin dificultades los trazos gruesos: en el fondo es el nazi amable y culto
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pero carente de piedad al que el cine de propaganda americano tenía acostumbrado al público de los años 40; alguien muy parecido al George Sanders de El hombre atrapado (1941). Sin embargo, hay varios detalles que elevan al personaje muy por encima del cliché (aparte del hecho de que la inesperadamente cómica interpretación de Waltz convierta al personaje en alguien aún más aterrador). El primer detalle es puramente referencial: cuando Landa recita sus exigencias al general norteamericano, incluye entre ellas «un pedazo de tierra en la isla de Nantucket» para retirarse allí. Al aludir así a Moby Dick, Tarantino afina bastante: el origen del mal es la monomanía, la de Landa, la de Hitler, ¿pero no despierta también una perversa admiración en nosotros esa apasionada fijación por una sola cosa? Igual que admiramos al capitán Ahab, es posible admirar a Landa; al menos mucho más de lo que se puede admirar a ese paleto bestial que interpreta Brad Pitt. Y he aquí otro punto en el que no coincido con Alexander: quizá la trama de Malditos Bastardos no presente ninguna ambigüedad moral, pero el juicio que a algunos espectadores le puedan merecer sus personajes, sí.
Más detalles: el odio con que Landa mata a Bridget Von Hammerstein nos hace ver que el personaje no es tan frío como pensábamos. ¿Estuvieron juntos en el pasado, tal vez? Así parecen indicarlo varias alusiones que se hacen el uno al otro. Y un último detalle: cuando Landa y Shosanna se encuentran por segunda vez, ¿la reconoce él? Cuando Landa pide un vaso de leche para Shosanna (lo mismo que pidió el día que mató a toda su familia) parece estar mandándole un mensaje para provocar su derrumbe emocional antes de empezar a hacerle preguntas, y su comentario final, «iba a decirle a usted algo, pero se me ha olvidado», podría interpreMalditos bastardos (2009)
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tarse como un guiño de clemencia. Pero si esto es así, ¿por qué Landa deja pasar esta oportunidad? ¿Porque le conviene de cara a sus planes o porque, como afirma en la primera escena, él, al contrario que Goebbels, es capaz de admirar a las ratas «pues cuando un ser pierde su dignidad, como las ratas, es capaz de hacer cosas asombrosas»? La retórica perfecta y la infalible capacidad deductiva de Landa son trazos gruesos, sí, pero el resto de pequeños detalles lo convierten en un personaje muy complejo que nos dice mucho sobre la condición humana y no solo sobre la venganza, que es el único motivo que mueve al resto de personajes, pero no a Landa. Las sombras morales de las que carece la película por su planteamiento, sí están presentes, como decía antes, en la actitud que los espectadores pueden adoptar frente a Landa. Solo el hecho de que podamos sentir simpatía por él ya constituye de por sí un discurso sobre la compleja naturaleza del mal, o sobre la fascinación por el mal que todos llevamos dentro. En suma, no creo que Tarantino haya cambiado tanto en cuanto a complejidad en los últimos años,
aunque sí es verdad que, con la irrupción de la venganza en sus películas, se está limitando de manera voluntaria y un tanto innecesaria en cuanto a los temas que aborda en ellas. En mi opinión, el problema de Django desencadenado no tiene que ver con el estilo de Tarantino o con su forma de concebir lo que es el cine. Se trata más bien de una cuestión técnica y de guión, que si hemos de creer lo que se dice, sufrió un importante proceso de reescritura sobre la marcha cuando Anthony La Paglia abandonó el rodaje. Uno de los rasgos más característicos de los guiones de Tarantino, incluso más que sus diálogos, es la manera que tiene de estructurar muchas escenas retrasando el clímax o la resolución de éstas. En muchos sentidos, el cine de Tarantino más que un canto al vacío es un canto a la procrastinación. Death Proof es una larga espera, o mejor dicho, dos largas esperas hasta que se produce el encuentro con el asesino. Pulp Fiction, al igual que el Bandaparte de Godard, aunque de otra manera, es una película sobre los tiempos muertos que hay entre disparo y disparo. Quizá la depuración máxima de este andarse por las ramas se encuentre en la primera escena de Malditos Bastardos, una escena de casi quince minutos en la que se plantea una
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situación que se podía haber resuelto en un solo minuto. Si Hans Landa hubiera sido un oficial de las SS corriente, se habría plantado en casa del campesino francés, le habría preguntado dónde estaban escondido los judíos y, de no recibir respuesta, simplemente habría hecho el sótano por los aires. En cambio, lo que hace Landa es pedir amablemente ser invitado al interior de la casa, desplegar toda clase de galanterías en la presentación, disculparse por tener que hablar en inglés, pedir al campesino un vaso de leche, preguntarle por datos más o menos irrelevantes sobre la familia judía a la que está buscando, sacar una pipa tres veces más grande que la del campesino, explicarle en qué se diferencia su opinión acerca de los judíos con la de Goebbels, haciendo un soberbio análisis semántico del símil entre judío y rata con el fin de que el campesino se replantee su sistema de valores, para finalmente, decirle que sabía desde el principio que los judíos están ocultos en su casa.
¿Por qué esperar casi quince minutos para sacarle una información que podría haber obtenido fácilmente desde principio? Primero, para demostrar que Landa es así de retorcido. Segundo, porque forma parte de su técnica de interrogatorio usar todos esos meandros retóricos para desestabilizar al interrogado y ponerle en una posición de inferioridad. Y tercero, porque al conseguir convencer al campesino de que delate a los judíos por su propia voluntad, pretende demostrarle que los valores nazis son los correctos. Es escalofriante el nivel de significados y propósitos que tiene en esta escena la estrategia tarantinesca de la demora de la acción. Lo que ocurre en Django desencadenado es que esa
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demora no se aplica a una escena con una duración de quince minutos, como en la primera escena de Malditos Bastardos, sino que dura casi hora y media: desde que Schultz y Django deciden rescatar a la esposa del segundo, hasta que finalmente la rescatan. Para conseguirlo, ambos elaboran un complicado plan que consiste, digámoslo así para no hacer spoilers, en embaucar al propietario legal de la esclava (Leonardo Di Caprio), proponiéndole una transacción económica falsa… cuando simplemente podían haberse presentado ante él y haberle comprado la esclava, quien como es natural en aquella época y lugar, no le importa un pimiento a su dueño. Toda la parte central de la película, que se ocupa de la trama del engaño, es pura demora, pero no una demora justificada por el carácter de los personajes: Schultz no es ni mucho menos el retorcido racionalista que es Landa, aunque a veces tenga arranques retóricos parecidos. El comienzo de la película, y en esto coincido con Alexander, es muy superior al resto, o por lo menos mucho más entretenido. Presenta a dos personajes tópicos del género que, según va a avanzando la película, se nos revelan mucho
más interesantes de lo que parecían en un principio. Schultz es un asesino educado y cruel pero, al contrario que Landa, perfectamente capaz de sentir compasión, admiración y afecto, en este caso por Django. Y éste, que bien podríamos haber esperado que fuera tan inalterable e implacable como Franco Nero o Clint Eastwood, es en realidad, como lo serían muchos esclavos negros recientemente liberados, un chico ingenuo que se asombra ante las costumbres de un mundo que no conocía, el mundo de los blancos libres, y que se emociona como un niño pequeño cuando descubre que el nombre de su esposa, Brunhilda, es también el nombre de una heroína mítica. No le ayuda a la película el hecho de que, cuando el doctor Schultz pone en marcha su plan «comercial», para que la presencia de Django resulte más creíble, éste se haga pasar por un tratante de mandingos. En el momento en que adopta dicho disfraz desaparecen todas las sutilezas de su personaje y se convierte en el badass nigger que sugiere el tráiler. También actúa en contra de la película el haber juntado en un mismo escenario a dos versiones distintas (Waltz y Di Caprio) de su arquetipo favorito, el seductor de la palabra (el Señor Lobo,
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Landa, Stuntman Mike), que funciona mucho mejor en compañía de pánfilos iletrados como los que interpretaban John Travolta o Brad Pitt. Al juntar a dos de estos campeones de la retórica, en cambio, consigue que se pisen el uno al otro anulando mutuamente su capacidad de fascinación. A pesar de todo, Django desencadenado sigue siendo perfectamente disfrutable e incluso contiene dos o tres momentos memorables: el que más, en mi opinión, esa escena en la que Schultz le cuenta a Django el mito de Sigfrido y Brunhilda, una escena tan llena de ternura como los mejores momentos de Pulp Fiction o Jackie Brown. Puede que a Tarantino se le esté agotando todo lo que quería decir sobre el tema de la venganza o puede que a Django desencadenado solo le hagan cojear problemas estructurales de guión como el del excesivo alargamiento de la demora. Aunque creo que sus películas tendrían mucho que ganar si se abriera, si no a otros géneros, sí a otros temas. Entre las dos opciones que parece estar barajando para su próxima película (aunque con él nunca se sabe) están una historia sobre un batallón de soldados negros que transcurre durante la Segunda Guerra
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Mundial [http://whatculture.com/film/quentintarantinos-next-film-is-killer-crow-completinghis-alternative-history-trilogy.php], y una película pequeña «al estilo de Jackie Brown» [http:// blogs.indiewire.com/theplaylist/quentin-tarantino-says-smaller-jackie-brown-esque-film-mightbe-next-django-unchained-pulp-fiction-connection-revealed-20130122]. Personalmente espero que se lleve el gato al agua este segundo proyecto y quizá Tarantino acabe demostrando que lo que mejor se le da es rodar historias de amor, como hizo con Travolta y Uma en Pulp Fiction, y sobre todo, en Jackie Brown.
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Django
Quentin Tarantino Interp:Jamie Foxx, Christoph Waltz, Leonardo DiCaprio, Kerry Washington, Samuel L. Jackson, Don Johnson, Walton Goggins, James Remar, Dennis Christopher, Michael Parks, Bruce Dern, Franco Nero, Jonah Hill EEUU,2012
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Grupo 7
de Alberto Rodríguez por David García
En una entrevista televisiva, allá por la década de los noventa, Francisco Umbral confesaba a la pregunta de cómo quería pasar a la historia que prefería ser recordado con cierto anonimato, como esas figuras secundarias de las grandes generaciones literarias de principios de siglo XX, reconocido para aquellos que gustan de la buena literatura pero misterioso para el público masivo. Ese nombre que siempre suena pero que no tantos leen en la realidad. Pues bien, si uno analiza la carrera de Alberto Rodríguez Librero parece que el director se conduce involuntariamente por ese camino más sombrío que luminoso para el espectador medio. Suficientemente popular dentro de la cinematografía patria (gracias a los réditos obtenidos, sobre todo en forma de nominaciones a los Goya y la Palma de Plata en el Festival de San Sebastián, por Siete vírgenes) pero
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sin tanta proyección para convertirse en uno de los nombres referentes para la taquilla y el espectador. A pesar de la presencia del mediático Mario Casas, Grupo 7 pasó por la pantallas con más discreción de la merecida. No es una sensación nueva para uno de los directores jóvenes más talentosos del cine patrio, pues en 2009 firmó
After (2009)
la brillante After (posiblemente la mejor película producida en España aquel año) pero cuyo recorrido desafortunadamente fue más bien discreto a pesar de sus innegables valores. Sería ingenuo no ser consciente de que hay factores en el campo de lo audiovisual que escapan al propio contenido de la obra, ya se sabe… cosas de la promoción, el marketing o el entusiasmo que ponga la distribuidora para apostar por aquello en lo que se gasta el dinero. Lo cierto es que apena comprobar que una de las mejores películas de contenido urbano realizadas hasta la fecha se limita a pequeños corrillos y su visionado languidece en horas en las que más vale dormir que apreciar una buena historia, de esas que versan sobre el deseo y el dolor que se entrelazan en la noche.
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Con Grupo 7 el director sevillano se centra en este caso en la transformación de la ciudad hispalense a lomos de los preparativos para la Expo del 92; una inyección de dinero ingente para gloria exterior del país, obsesionado con dar esa imagen de modernidad al resto de Europa y que requería sacar la excavadora para construir, pero también para retirar lo que no puede ser visto, lo que avergüenza a una sociedad que prefiere ocultar sus miserias a poner solución a las situaciones de marginalidad. Una historia, en definitiva, de la necesidad de sepultar las ruinas que deben cimentar las nuevas murallas, la crónica de los que se adaptan y los que quedan proscritos para el progreso, ilustrada en una unidad policial encargada de erradicar el menudeo de droga de los suburbios de Sevilla. Se trata de una película que apunta a la constante dialéctica de quienes saben adaptarse a eso que Baugman llama «tiempo líquido» y los que aún no pueden sustraerse de las viejas formas, los que conforman la «vieja escuela». Todo ello con una puesta en esce-
na centrada en lo visual y cargada de músculo, crudeza y violencia, porque el espectador que se acerque a Grupo 7 encontrará más acción que reflexión, más mirada que diálogo…y precisamente ese vehículo narrativo es el gran acierto del film. En este sentido, «Grupo 7» supone un ejercicio audiovisual extraño en nuestro país y que rinde homenaje al estilo fílmico de Michael Mann (con esa luminosidad quemada que impregna todo el film) y la puesta en escena estimulante de Kathryn Bigelow. Pero también hay ecos a The Wire en la verosimilitud con la que retrata los ambientes y los códigos «éticos» de los bajos fondos (impagable
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el enfrentamiento de la unidad con toda una barriada), en el retrato certero y sutil para que el espectador se sumerja en ese descenso hacia «el hoyo», al que están condenados tanto policías como delincuentes, un destino común que aparecerá inexorablemente por la acción de las armas o por la corrupción.
singularidad dentro de la tradición patria y que sería deseable que no se quedara en ese espacio secundario en el que residen tantas buenos Films.
Tampoco desmerece apreciar ese aroma a las películas policíacas de la transición, con ese formato sucio y sudoroso de películas como Perros Callejeros o Deprisa, Deprisa o ciertas reminiscencias a Juan Madrid con esos tratos de puticlub y esos bares que rezuman desesperación, traición y culpa. Sin duda Grupo 7 es una película notable por su
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Grupo 7
Alberto Rodríguez Interp: Antonio de la Torre, Mario Casas, Joaquín Núñez, José Manuel Poga, Inma Cuesta España, 2012
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Hunger
de Steve McQueen Po r A l e x a n d e r Z a r a t e
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unger (2008), de Steve McQueen es puro cine radical y puro asombro: pocas obras en la última década han ido tan lejos en su ingenio cinematográfico. Su narrativa es discontinua y descentrada. Poliédrica en su acepción más fructífera. El mecanismo de identificación es dinamitado. El punto de vista salta de un personaje a otro y el centro de atención comienza en la primera parte del relato en unos personajes para, a mitad del mismo, tras una prodigiosa secuencia de alrededor de 22 minutos, que actúa como cesura, y compuesta, en su mayor medida (más de 17 minutos), de un largo plano general sobre dos personajes conversando entre penumbras, centrarse el relato en uno de estos. La dramaturgia, por otro lado, no puede ser más despojada, dando prioridad a espacios, acciones y gestos. Incluso,
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la música permanece ausente. Más que desdramatización, no hay dramatización convencional, sino un despojamiento estructural que deja al desnudo unas condiciones de vida, en su esencia, y alienta la mirada reflexiva. La emoción, por tanto, está presente, pero es seca como un garrotazo Si se contrastara con otra obra de ambientación, y hasta temática parecida, o contigua, esta sería En el nombre del padre (1993), del irlandés Jim Sheridan. La acción trascurre en un espacio carcelario, y sus protagonistas están en relación con el conflicto político irlandés, y más especifico, con la cuestión del terrorismo del IRA. Si la obra de Sheridan cae en los efectismos fáciles (como la reciente Slumdog millionaire) y la trivialización dramática apoyada en convenciones y en un montaje tan percutante como estridente, Hunger hace de la abstracción y del despojamiento psicologista, que no aridez, potencia transgresora y más efectiva reflexivamente. En su primer tramo asistimos a una representación casi de fantasmas, personajes que se conducen sonámbulos, ya sean guardianes de nudillos ensangrentados (de lo que no tardaremos en saber el motivo) que pueden ser asesinados en cualquier momento cuando salen a la calle, o pre-
sos políticos enclaustrados en sórdidas celdas, cual émulos de El Conde de Montecristo, entre insalubres condiciones (las paredes de sus celdas están pintadas con sus excrementos) y palizas rituales por parte de los guardianes. Se resisten a llevar el usual uniforme de presidiario porque exigen su reconocimiento como presos políticos. La narración es austera y cortante, de un laconismo sangrante, como un silencio que grita por las heridas que no quieren reconocerse. Y, de repente, la dinámica narrativa se quiebra, su fragmentación se estabiliza en las penumbras de ese largo plano general, que citaba anteriormente, en el que asistimos a dos posiciones encontra-
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das, las de Bobby Sands (Michael Fassbender) y el cura (Liam Cunningham) que cuestiona la pertinencia o efectividad y razón de su proyecto de huelga de hambre. Sombras que debaten. El plano general se hace añicos, se escinde, en posiciones y planos irreconciliables, sin punto de convergencia, cuando el duelo dialectico se rasga con la visceralidad de las motivaciones de Sands. No hay límites en los medios para lograr un objetivo. No importa el individuo, sino aquello que representa; el primero es una mera
sombra de lo segundo, o quizás esto sea lo que haga del primero una mera sombra. Por eso, en el último tercio del relato asistimos al progresivo deterioro de ese cuerpo, el de Sands, porque el cuerpo, el individuo, ha sido sacrificado a una idea, a una misión. Las pústulas de su cuerpo no son más que la señalización de su enajenación en idea. La banda sonora queda cautiva de un silencio que nunca será calificado más apropiadamente de sepulcral.
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La huelga de hambre colectiva que guió mesiánicamente Bobby Sands, para que reconocieran al IRA como organización política, fue todo un acontecimiento en los medios de comunicación a mediados de los setenta. A la vez que agonizaba en el hospital de la prisión fue elegido representante para el parlamento. Su cuerpo lo convirtió en emblema de un gesto político. McQueen rehúye el maniqueísmo, y convierte a la narrativa en un condensado cuerpo reflexivo que nos proporcione una amplia mirada de conjunto. Alienta la mirada desprejuiciada que aprecie todos sus componentes sin ser condicionada ni teledirigida. Desprecia la complacencia, y propulsa el hiriente e incómodo rigor
que señala la realidad al desnudo. Y con una elaborada puesta en escena que congracia con el arte como ingenio subversivo.Hunger (2008), opera prima del cineasta británico Steve McQueen, no ha sido aún estrenada en España. Hunger no sólo es una de las más altas cotas que el cine ha alcanzado en la última década, sino que demuestra que el lenguaje cinematográfico tiene un potencial que abre a territorios desconocidos. Y, a la vez, explora y ahonda en la senda de aquellos que experimentaron nuevas sendas, como Terence Davies, de quién se puede rastrear influencias en su complejidad estructural y en su depurada emoción. Hunger es puro latido de vida y de cine con las entrañas al aire.
Hunger
Dir: Steve Mcqueen Guión: Steve Mcqueen y Enda Walsh Interp: Michael Fassbender, Liam Cunningham, Liam McMahon, Lalor Roddy, Stuart Graham, Brian Milligan, Dennis McCambridge, Helena Bereen, Nadia Cameron-Blakey, Rory Mullen Irlanda, 2008
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Lincoln
de Steven Spielberg Po r A l e x a n d e r Z á r a t e
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n sombras todos nos parecemos, somos siluetas en las que no se distingue, por ejemplo, cuál es color de nuestra tez. Las sombras son muy democráticas, no discriminan. El trabajo de Janusz Kaminski en Lincoln (2012), de Steven Spielberg, privilegia la iluminación tenebrista, la luz amortiguada, las penumbras; hay algunos planos en los que los personajes son sombras. Evoca a la negrura supurante de Munich (2005), una de las mejores y más turbias obras de Spielberg (tapiz también guionizado por Tony Kushner). La secuencia inicial evoca la introducción de Salvar la soldado Ryan (1999); hace cuerpo del fragor de la batalla, un amasijo de cuerpos en un enfrentamiento cuerpo a cuerpo en el barro, entre soldados de la Unión y de la Confederación, con detalles de notoria crudeza (un soldado pisando el rostro del enemigo engullido por el
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barro, en el que forcejea). Ese fragor que refleja la virulenta división no sólo entre los dos bandos enfrentados en la guerra civil, sino incluso en el mismo bando de la Unión, por las discrepancias existente con respecto a la Enmienda 13 que ha propuesto Lincoln (Daniel Day Lewis) para abolir la esclavitud. Pero aún más, no sólo entre demócratas y republicanos, sino entre los mismos republicanos (cuya facción conservadora se muestra más reacia). Ítem más, se amplia el espectro de fragores y forcejeos al espacio íntimo de Lincoln, por las tensiones existentes con su esposa, Mary (Sally Field), en la que colean las heridas irresueltas del pasado (a muerte de un hijo), y la relación conflictiva con su primogénito, Robert (Joseph Gordon Levitt), que se convierte en lacerante reflejo (contradictorio) de su lucha por abolir la esclavitud, ya que le enfrenta a la condición paternal (posición de poder) de intentar negar la voluntad del hijo para que se pliegue a los deseos de los padres (en concreto: la madre no quiere que otro hijo muera, por ello no quiere que Lincoln permita que se aliste). Además del formidable trabajo de iluminación de Kaminski, hay una luz que resplandece y cau-
tiva, como el narrador que te hipnotiza con su relato: la interpretación de Daniel Day Lewis, otro prodigio de caracterización (resulta sorprendente pensar en que interpretó previamente a un personaje tan contrapuesto como el Plainview de Pozos de ambición). Es un ejemplo de
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actor transformista que no se queda en los tics, en la emulación mecánica de unos gestos, en ser un cuerpo percha para el minucioso maquillaje de una caracterización. Como Lincoln, es un cuerpo que parece se desplaza con sumo esfuerzo, como si su espigada altura fuera un freno, como si su excepcionalidad le convirtiera en alguien que transita el mundo en otra condición de gravedad. En su primer tercio la película parece que recupera el ingenio y la densidad del mejor periodo de la obra de Spielberg, el más oscuro, entre Inteligencia artificial (2001) y Munich (2005), con la excepción de la demasiado licuada La terminal (2004).
Esa sensación también la transpira progresivamente Lincoln, sus emergentes o potenciales aristas se van licuando. En principio se empieza a echar en falta demasiado cuando se ausenta de plano Lewis, aunque no carezcan de interés los diversos flecos de la trama, o personajes como el que encarna magníficamente Tommy Lee Jones, el político republicano Stevens, que recuerda por su carisma al que interpretaba Charles Laughton en Tempestad sobre Washington (1962), de Otto Preminger, como podía verse al personaje de Henry Fonda como un equivalente del de Lincoln; personaje al que el propio Fonda interpretó en la hermosa El joven Lincoln (1939), que en voz baja, y sin tanta frase explícita y grandilocuente, decía mucho más que Lincoln. Cuando se recupera, con más frecuencia, la presencia de Lewis, tampoco se recupera el centro, más bien se evidencia el desajuste de sus piezas, como si cada subtrama o conflicto fueran ya corchos independientes en la corriente (ahora el conflicto con el hijo, ahora con la esposa, ahora la lucha por conseguir votos, ahora un recordatorio de que la guerra está aún en curso…). Además, la sombra de la obra de Preminger comienza a hacerse cada más
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alargada, y a caer como una losa sobre la narración en el pasaje que relata la votación de la enmienda en cuestión. Por último, cuando Lincoln manifiesta que le encantaría realizar un viaje a esa ancestral ciudad que es Jerusalén, las piezas encajan del todo a la par que la narración se implosiona, o se revela en sus basamentos, más rudimentarios de lo que parecía. Lincoln es la luz (la figura crística como guía que cohesiona): no deja de ser elocuente que su muerte esté narrada a través de la reacción horrorizada y desolada
de su hijo, el pequeño, quien atiende a otra representación teatral, de Aladino. Es como si nos hubiéramos quedado huérfanos: la muerte de Dios o del sentido, del «genio de la lámpara» que luchó entre y con las sombras para «liberar» a los condenados a vivir cautivos en la negrura del sometimiento. Si Tempestad sobre Washington finalizaba con el escenario vacío del Congreso (que evidencia la abyecta condición de un teatro donde la condición humana es ultrajada y subordinada al espectral simulacro de una representación, donde
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los individuos son piezas de un tablero), Lincoln, en cambio, finaliza con el «espacio lleno» (o recordatorio de la plenitud posible), con la presencia de Lincoln en uno de sus mítines abogando por la unión, una presencia en el recuerdo, una luz desde el pasado como necesaria referencia. Lincoln está lejos de caer en el sumidero del zafio, victimista y autoindulgente planteamiento de Salvar al soldado Ryan pero tampoco, por el contrario, alcanza la complejidad poco complaciente, que desarticula fáciles posicionamientos y propulsa las incómodas aristas de las interrogantes, de Munich. Se queda en una zona intermedia, tibia, en penumbras.
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Lincoln
Steven Spielberg Interp: Daniel Day Lewis, Daniel Day-Lewis,Sally Field, David Strathairn, Joseph Gordon-Levitt, James Spader, Hal Holbrook, Tommy Lee Jones EEUU 2012
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De óxido y hueso
de Jacques Audiard Po r A l e x a n d e r Z á r a t e
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ay películas con las que resucitas, como con De óxido y hueso ( De rouille et d'os , 2012), de Jacques Audiard. De lo más hermoso que ha parido el celuloide este año, si no lo más. Y digo parir, porque esta película tiene cuerpo. Cuerpo que habla de fracturas, fracturas que hablan de emociones, emociones que hablan de cuerpos que se golpean, dañan, agreden, mutilan, acarician, palpan, abrazan, cuidan, salvan. Emociones que son mordiscos, a veces en formas de silencios, o de miradas que huyen, o superficies de hielo que se resquebrajan cuando menos lo esperas, a veces para recordarte que es necesario fracturar las palabras para dejar brotar lo que sientes, en vez de seguir fugándote entre superficies, sin sumergirte donde duele, donde te mutilan las piernas o lo que amas peligra porque puede
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ahogarse, a no ser que quiebres con tu amor el hielo o mires sus piernas ausentes, mordidas, mutiladas, como las que faltan en tu propia mirada, porque con ellas tus emociones han aprendido a andar. En el principio era la emoción, y el cuerpo, y la mirada que se desnuda y desnuda. Ali ((Matthias Schoenaerts) es el héroe y la bestia, el caballero que sabe cuidar y el bruto que carece de tacto. Ali está peleado con la vida, cuida de su hijo de cinco años, aunque en ocasiones se exaspera y le grita que le odia y le empuja como si fuera una presencia que interfiere en su vida, o le molesta que juegue dentro de la caseta del perro, quizá porque él es como un niño grande que aún no ha encontrado su lugar en la vida, y se siente como el perro al que dan algunos huesos. Ali ha encontrado refugio en casa de su hermana, encuentra trabajo como guarda de seguridad, y pelea en combates de lucha tailandesa. Ali es la corporeidad arrolladora, incluso se arrolla a sí mismo. Ali reacciona con la vida, a golpe de víscera, así de elemental es, tan bruto como natural; del mismo modo que puede calificar que va de «puta» a una mujer, Catherine (Marion Cotillard), por-
que acude sola a la discoteca vistiendo minifalda con el reclamo de sus piernas (con implícita acusación de que es la causante de la pelea de la que la ha «rescatado», con la nariz sangrando), también puede mirar su falta de piernas sin sentirse violento, sin aturullarse con la incómoda compasión; e incluso mirarla con el mismo deseo. Catherine, es la princesa, atrapada en su torre, la de la silla de ruedas que tiene que utilizar ahora que no tiene piernas; es la sirena que no tiene cola de pez sino pies de metal. Catherine era amaestradora de orcas, y un grave accidente provocó que perdiera ambas piernas; ahora es ella a la que tienen que cuidar y adiestrar para habituarse a su nueva forma de desplazarse en la
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vida. A Catherine le encantaba que los hombres la miraran, que la admiraran, pero siempre se aburría en las relaciones. Ali, en cambio, ha preferido transitar de una mujer a otra como quien varía de contrincante en un ring. Ali se convierte en el cuidador de Catherine, y entre ambos las
aguas de los sentimientos y deseos se agitan. En los títulos de crédito se sucede un encadenado de imágenes relacionadas con el agua, combinadas con rostros y el espacio un dormitorio; el agua tiene que ver con las emociones, con el espacio de la intimidad en el que hay que saber fluir, en el que hay que saber dese n v o l v e rse. Hay varios planos de sombras que puntúan la narración, como ambos personajes parecen sombras que buscan definirse, perfilar sus rasgos, sea por defecto o exceso,
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Factor Crítico
porque tengan dañada su condición de cuerpo, o exuden una corporeidad que les desborda, como quien da puñetazos a la vida, en vez de saber encajar en ella. Quizá porque aún espera que el mundo le responda, y él no sabe aún hacer las preguntas adecuadas. Catherine tiene que aprender a andar con sus nuevas piernas de metal, como tiene que adaptarse a su nueva condición, a su nueva forma de relacionarse con el mundo, a asumir lo que no podrá ya realizar (su mirada observando las piernas de las chicas que bailan en la discoteca; su gesto de taparse sus piernas de metal con la chaqueta); el protagonista de «Un profeta» (2009) también tenía que adaptarse a un nuevo escenario, la prisión. Era un árabe que se asociaba, o integraba, en un grupo de los corsos. La identidad es algo maleable, el escenario marca las pautas si hay que sobrevivir. Hay que plegarse a las exigencias del entorno, si no se quiere ser arrinconado, y de ser nadie se convertirá en alguien (que domina el escenario). Como el protagonista de «Un héroe muy discreto»(1995), gracias a que, tras la guerra, se inventa una nueva identidad, un nuevo escenario
de vida, en el que será (eres como te presentas ante los demás) un héroe de guerra en vez de lo que realmente es, el hijo de un colaboracionista; será una imagen ejemplar en vez de una imagen estigmatizada. Ali tendrá que aprender a andar con sus emociones, que son las que realmente le arrinconan en la vida, porque no dejan de desbordarle. El paso determinado, arrollador, de sus piernas abren la narración; otras piernas ausentes serán las que le darán la oportunidad de encontrarse, de hallar paso, pero para ello deberá rescatarse, dejar de ser el niño irresponsable que se exaspera y sale corriendo cuando todo se complica.
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Factor Crítico
Dos accidentes tienen lugar en el agua. Con respecto al primero, una de las más bellas y conmovedoras imágenes que ha dado nunca el cine: Catherine reencontrándose con la orca que provocó el fatal accidente, cada uno a un lado del cristal; un único plano general, dilatado: La orca responde a los gestos de Catherine en una sinfonía de gestos cómplices. En el segundo, Alí se fractura las manos golpeando el hielo para sacar a su hijo del agua. Este rescate también servirá para romper el hielo que se había creado con quien se había caído la primera vez, con quien él había interpuesto el hielo de la distancia, porque aún no sabía ser rescatado. Los cuerpos, como las emociones, se
fracturan, se recuperan, pero siempre quedará un poso de dolor, las herrumbres que quedan adheridas cuando la vida nos muerde el hueso. Saber amar supone dejarse fluir, como también saber cuidar; los cuerpos son también un hogar, el tacto su alianza. El amor está hecho de mordiscos y caricias.
De óxido y hueso (De rouille et d’os)
Jacques Audiard Interp: Marion Cotillard, Matthias Schoenaerts, Céline Sallette, Bouli Lanners, Alex Martin, Corinne Masiero, Tibo Vandenborre Francia-Bélgica, 2012
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Factor Crítico
Red Riding Trilogy
de David Peace y Tony Grisoni Po r A l e x a n d e r Z á r a t e
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na imagen, el cadáver de una niña de nueve años, violada y torturada, que ha aparecido en unas obras de un centro comercial en construcción, con unas alas de un cisne cosidas en su espalda, con las palabras «por amor» tallada a sangre en su piel (como las marcas de un ganado), y unas interrogantes, «¿Cuán profunda es la corrupción?¿ Cuán profunda? ¿Y quién la puede detener?», condensan el substrato de esta sublime, subyugante y desazonadora inmersión en las más dolientes y descarnadas corrientes de lo siniestro: la intemperie y desamparo de la inocencia en un mundo regido por la corrupción, la crueldad y la brutalidad, además ejercida por aquellos que se supone que son los «ángeles guardianes o tutelares» de la comunidad, las instituciones que velan por la seguridad, como es el caso,
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Factor Crítico
en especial, de la policial (aunque no la única). Esta prodigiosa serie británica, producción de Channel Four, Red riding trilogy (2009), consta de tres partes, tres largometrajes, de hora y media, interconectados, que acaecen «In the year of our Lord/en el año de nuestro Señor» (lo que no deja de tener perversa ironía) 1974, 1980 y 1983, en el condado de Yorkshire, al norte de Inglaterra (Ridings son las áreas en que se divide, North, East y West; Red es alusión al cuento de Grimm, «Caperucita roja»: hay una siniestra y enigmática figura a la que aluden como «El lobo»). Están dirigidas, respectivamente, por Adrian Johnston, James Marsh y Anand Tucker, todas con guión de Tony Grisoni, que adaptó las cuatro novelas de las que consta Red Riding quartet, de David Peace (aunque el guión sobre la segunda de ellas, que transcurre en 1977, no se filmó), ambos creadores de la serie. La primera, rodada en 16:9, vertebra su argumento a través de la investigación de la muerte de la citada niña. La segunda, en formato panorámico, sobre los crímenes de mujeres, inspirados en los del conocido como «Violador de Yorkshire». Y la tercera par-
te, también en panorámico pero en digital con cámaras Red one, de la desaparición de otra niña, y reabre el caso de nueve años atrás, lo que determina una construcción narrativa que alterna ambos tiempos. En la primera, el protagonista, un periodista, Dunford, está encarnado por Andrew Garfield. Un año después sería el coprotagonista de la La red social (2010), de David Fincher, quien, cinco años atrás había realizado una soberana lección de cine llamada «Zodiac» con un periodista obsesionado con dotar de rostro, de identidad, al asesino que actuó en un largo periodo de años sin ser capturado. Diez años antes, Fincher había dirigido Seven (1995), sobre otro asesino en serie, que se había raspado las yemas de los dedos para borrar sus huellas dactilares y se hacía llamar John Doe (Juan Nadie), como si fuera «cualquiera». Parecía una emanación de la misma ciudad, en la que la podedumbre moral se extendía como un virus, porque la apatía domina al ser humano de nuestros días. Ambas obras de Fincher se convirtieron en dos obras cardinales, umbrales, en el género (y en el cine, en general).
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Factor Crítico
La influencia de «Seven» se palpa en el aspecto visual, en la asfixiante, opresiva atmósfera de Red riding, en especial, en el primero de los largometrajes (Si con Fincher siempre pensé que era el cineasta idóneo para adaptar el cuarteto de Los Ángeles de James Ellroy, estas obras también logran materializar esa atmósfera extrema, de pulpa y sombras). Pareciera que un cielo plomizo se fuera cerniendo sobre los personajes, aplastándoles lentamente; esas torres cuál cráteres que expelen humo parecen marcar el horizonte como barrotes. La narrativa descentrada de Zodiac, en la que el citado periodista cobraba protagonismo a partir de la mitad de la película, influye en la estructura «radial» de una obra con
varios personajes protagonistas: el citado Dunford en la primera, quien está convencido de que la muerte de la niña está asociada con la desaparición de otras tantas desde hace años; el inspector Hunter (Paddy Considine), en la segunda, que es traído de Manchester para que se encargue de la investigación de los asesinatos del «violador de Yokshire»; en la tercera, Piggot (Mark Addy), el abogado contratado para defender, o realizar la apelación, de quien fue acusado de las muertes de la niña nueve años antes, Michael (Daniel Mays), que padece retardo mental, un niño dentro de un cuerpo de hombre; y el inspector Jobson (David Morrisey), «el buho», quien había sido figura
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secundaria en las dos anteriores, y que propicia los citados saltos en el tiempo que aportan otro ángulo sobre los hechos de 1974, además de, por remordimientos, ser figura fundamental en esclarecer unos hechos sobre cuya tergiversación y manipulación conveniente fue cómplice. Además, hay otros personajes cruciales, algunos de los cuáles aparecen en las tres obras, como el reverendo Laws (Peter Mullan), los brutales y cínicos policías Molloy «El tejón» (Warren Clarke) y Craven (Sean Harris) o el joven prostituto al que cortaron las alas, BJ (Robert Shehan), pero aún sus lágrimas persisten en convertirse en balas: «Esto es para ti, por las cosas que me obligaste a hacer, por las cosas que me obligaste a ver. Por las voces en mi cabeza en el silencio de la noche, por el chico que fui y los chicos que vi, por todos los niños a los que jodiste, y por todos los padres que quisieron mirar, por tu lengua en mi boca y tus mentiras en mis oídos, amándote, amándome, aquí termina todo, justo aquí».
Red riding tiene las cualidades de un tumefacto cuento de hadas, que va sangrando lentamente, y que refleja una realidad cuyos poros parece que estuvieran atascados, y ya fuera un sórdido espacio sin ventilar, congestionado, que rezuma
abyección. Son tan terribles las secuencias de brutalidad policial, las torturas a las que someten a los sospechosos, como las revelaciones de su cinismo y doblez, su falta de escrúpulos, su despreocupada asunción de que en el Norte hacen lo que quieren, cual caciques que disfrutan de su imperio, vasallos a su vez del gran señor, que pretende edificar su «castillo», un centro comercial, Dawson (Sean Bean), «el cisne» (criatura que le emociona porque se emparejan para toda la vida). Que sea en sus obras donde encuentran a la niña muerta también revela cuáles son los pútridos cimientos donde se genera la degradación en este sistema capitalista, de especuladores que establecen sus alianzas convenientes con las fuerzas institucionales (en este caso, policiales, pero podrían ser políticas). Dunford, en ese primer episodio, colisionará con un muro que castigará brutalmente su empecinamiento en querer horadar esa pantalla creada por las fuerzas de orden, y en cuyo centro sabe que rige Dawson, para esclarecer la verdad. Pero quien quiera dotar de alas a la verdad, se encontrará con la mirada mutilada. La creciente desesperación, de una tenebrosidad que duele, que se
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Factor Crítico
va apoderando de la narración, resulta opresiva. Hunter sufrirá la misma odisea que es calvario. Porque no se puede alcanzar con la mirada cuán profunda es la corrupción, y cuando miras el abismo para desvelarlo, ya se sabe cómo puede responder el abismo, que resulta no estaba en el otro lado, sino junto a ti. Ambos encontrarán en una relación sentimental el espejo que les zarandea, Dunford, se despojará de la mirada neutra de periodista que enfoca sólo en el logro del titular, al implicarse con la madre de una de las niñas desaparecidas, Paula (Rebeca Hall); Hunter asumirá que aunque luche contra la corrupción en el «cuerpo de policía» tiene que enfrentarse a la irresponsabilidad de haber tenido un fugaz idilio con su compañera, la inspectora Helen (Maxine Peake), de haberse dejado llevar por la inconsciencia de su cuerpo cuando no tenía intención de abandonar a su esposa. Y qué bella ironía que Jobson geste su reconstitución, el inicio de su redención, con la relación sentimental que establece con una médium (Saskia Reeves), alguien que parece tener la cualidad de ponerse en la piel de los que sufren, de los muertos (el peso que arrastra Jobson).
Red trilogy como la posterior, y también, portentosa ( y de parecida exquisita estilización, aunque una tiende a lentes cortas y la otra a las largas) The shadow line (2011), evidencia que ya no hay separaciones, y que incluso la supuesta representación de la luz es la que genera el horror ( y en este sentido, hay un gran plano que lo evidencia, cuando muestra a quien estaba detrás de la muerte de las niñas y la red de pederastia; como que bajo un palomar, y ya sabemos lo que representan las palomas, esté oculto lo que se quiere invisibilizar: lo terrible). Tras las imágenes convenientes (de respetabilidad y poder; ya se sabe, lo del lobo bajo la piel del cordero) se oculta el ejercicio de la crueldad y el abuso del poder. Por eso, la tercera de las obras, en la que se intensifica una de las cualidades de esta fabulosa obra, la fracturada narrativa sensorial, con el uso de primeros planos, «planos puentes» de una intemperie emocional, de personajes que ahondan en la narración exiliada interior, que delinean el clima emocional de la narración, resulta de un lirismo acongojante, abrumador, aún mas vibrante (sobre todo en una segunda visión) que en las dos precedentes, y que sacude las entrañas, porque adquiere, en un excelso desenlace, la condición
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Factor Crítico
de soberana catarsis. La reconciliación con uno mismo, la corrección del dolor que se causó en el pasado o que causaron aquellos de los que eres herencia. Y la liberación del superviviente, la sonrisa por la muerte del padre que había convertido su vida en una miserable condena. Sublime.
«Aquí está uno que escapó y vivió para contarlo, del Karachi Social Club, del Hotel Griffin, del trullo de Wakefield y del hostal St. Mary. De carreteras y aparcamientos, de parques y lavabos, de ricos ociosos y parados. De la mierda que venden, y de la mierda que compramos. De hijos sin madres y madres sin hijos. De la muerte en vida y de mis amigos muertos, de bares y clubes, de alcantarillas y estrellas, de vertederos y montañas de residuos. De tejones y búhos, de lobos y cisnes. Aquí está un hijo de Yorkshire. Aquí está uno que escapó. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete… Los niños buenos van al cielo siempre». [pg-140]
Red Ridding
David Peace y Tony Grisoni Interp: Mark Addy, Sean Bean,Jim Carter, Warren Clarke, Paddy Considine, Shaun Dooley Reino Unido, 2009
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The fades
de Jack Thorne
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he Fades (2011), es una estimulante serie británica, dentro de las coordenadas del género de terror, de seis episodios. Como orientación de en qué territorios tenebrosos, no exentos de crudeza, transita ( aunque el humor esté presente de modo manifiesto, sobre todo en sus tres primeros episodios), hay que mencionar que el director de los tres últimos (a retener en especial, el memorable cuarto episodio) es Tom Shankland (los anteriores, obra de Farren Blackburn). Shakland ha dirigido dos de las propuestas más sugestivas dentro del depauperado panorama del género de terror en la producción de habla inglesa, Waz (2008), que dotaba, como variante, de densidad ( y de un transgresor sentido romántico combinado con lo perverso) a la anodina serie interminable de Saw, y The Children (2009), en la que sabe li-
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Factor Crítico
diar, con encomiable sentido perturbador, con la acción asesina (súbita e inexplicable) de unos niños. The fades, creada y escrita por Jack Thorne, combina esa atmósfera turbía, de emociones nubladas, con el tortuoso aliento de la «carne renacida» de la obra de Clive Barker ( con Hellraiser, a la cabeza), y la inmersión en las sombras de la adolescencia, de los sueños de superpoderes y sus reversos (sus conflictos; sus tormentos; ¿qué hago con esos superpoderes?), en la línea de la estimulante Chronicle (que suponía una revitalizadora vía alternativa al un tanto desgastado universo de superhéroes). Paul (Ian de Caestecker, de 17 años) se encuentra con la anómala
circunstancia de que es un «elegido» en mitad de un conflicto, entre los «fades» (los desvanecidos), aquellos que no han logrado «ascender» tras morir, y erran por la tierra, y los «angelicos», aquellos que les combaten. Si Jay no tiene aún claro qué hacer con su vida, si aún necesita asistencia de un psicólogo, si llega a orinarse en la cama con sus pesadillas, si se desenvuelve torpemente con la chica que le gusta ¿cómo encajar ese «papel»? En el admirable cuarto episodio (con un final arrebatadoramente antológico), los límites cada vez se difuminan y confunden más, cuando entra en juego el «renacido elegido» de los «fades», John, que le planteará una aguda pregunta. Él revi-
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Factor Crítico
ve a los muertos, aunque necesiten alimentarse de los vivos, pero Paul mata. Esta cuestión, esas dudas o conflictos con los que se debate constantemente Paul, sean ordinarios o fuera de lo corriente (más trascendente: su obcecado propósito de no matar para solucionar la situación que adquiere visos apocalípticos) dota de complejidad a una narración que,además, sorprende con giros imprevistos en su desarrollo (cualquier personaje es vulnerable), en la definición de personajes situados en una tierra intermedia en la que es difícil establecer juicios. ¿No llega a ser el «cruzado» un fanático que es capaz de lo más terrible para conseguir sus fines? Afortunadamente, esto además logra que el juego referencial, manifiesto en los comentarios cinéfilos referenciales del amigo de Paul, Mac (cuyo personaje favorito es ET) no acaben de cortocircuitar con una inoportuna distancia, ni encubran una convencionalidad de base, en la que sí incurría la saga «Scream», que daba más lo de mismo barnizado con aquella «autoconsciencia» de sus recursos. Ese humor destaca en detalles como ese estupendo plano cenital sobre Paul en su cama masturbándose, al que se le despliegan unas noto-
rias alas cuando llega a su culmen, o en cómo está narrado el primer encuentro sexual con Jay. Además, no dejan de ser personajes que se sienten extraviados (Mac se siente desatendido por su padre; se siente agraviado y dolido cuando Paul no se acuerda de su cumpleaños) o confusos (¿de qué son capaces?¿quiénes son?). Palpitan también resonancias de cruzar el siniestro túnel al mundo adulto; de hecho la primera secuencia se inicia con los dos amigos poniéndose a prueba con cruzar un abandonado centro comercial. The fades es un tenebroso trayecto que enfrenta a la intemperie de una adolescencia que descubre que los ritos de paso, la «ascensión» a la adultez, es un subterráneo que enfrenta a las agitaciones de la carne, a la
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Factor Crítico
consciencia de la finitud y de la vulnerabilidad, a la confusión de los que están convencidos de tenerlo claro ( todas las figuras de autoridad están aún más extraviadas que los adolescentes). En suma, la oscuridad se acrecienta progresivamente (como bien refleja su doliente catarsis, ¿o no lo es?). Otra muy sugerente producción británica de género, atractivo complemento a las de «Sherlock» o «Luther», [pg-144]
The Fades
Jack Thorne Interp: Iain De Caestecker, Joe Dempsie, Natalie Dormer, Tom Ellis Reino Unido, 2011
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Thorne
de Stephen Hopkins, Benjamin Ross y Mark Billingham Po r A l e x a n d e r Z á r a t e
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horne (2010) es otra interesante serie que añadir a la muy estimulante corriente de producciones de neo-noir que abundan en la televisión británica en este último lustro: Red riding trilogy (2009), The shadow line (2011), Luther (2010-), Inside men (2012) o Wallander (2008-) , son algunas de ellas, quizá consecuencia del éxito o reconocimiento, al otro lado del Atlántico, de la magnífica The wire. La serie Thorne comprende la adaptación, cada una de ellas en tres episodios de 45 minutos, de las dos primeras novelas de Mark Billingham, Sleephyhead y Scaredy cat (cuya inspiración surgió tras que él y otro escritor fueran asaltados y robados en su habitación de hotel por tres enmascarados; en especial por el ejercicio de terror que realizaron con ambos mientras permanecían maniatados). Como en las series
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Factor Crítico
citadas, se realiza otra inmersión en las tenebrosidades y abismos, lodazales y miserias de la dedicación de los representantes de la ley: cómo pueden realizar un crimen que les equipare con aquellos a quienes persiguen, por mucho que se intente justificarlo por la condición depravada de aquel a quien matan. O cómo son falibles, cómo sus decisiones pueden derivar en fatales errores que propicien la pérdida de vidas humanas, más aún cuando, como en el caso del inspector Thorne (David Morrisey, quien propulsó el proyecto de la serie con Billingham, y cuya
voz me recuerda mucho a la de Liam Neeson), puede ser tan rígido con las «debilidades» de compañeros, aunque puedan ser causa de sus negligencias ( como la que recurre a la cocaína para resistir el stress laboral). Ambas cuestiones vertebran, como trasfondo, la trama que subyace en ambas historias, a través de Thorne, un protagonista que parece en permanente conflicto con todo, siempre en tensión con alguno de sus compañeros, sobre todo con el inspector que encarna con Eddie Marsan, pero también con amigos, cuya relación se revela más frágil de lo que parece, como con el médico forense que encarna Aiden Gillen (Carcetti, en The wire). Thorne es un tanto obsesivo y no muy comunicativo; desde luego, no muy previsible: es un personaje «en suspenso», sobre el que nos puede sorprender lo que se desvele de su pasado, o cómo reaccionará en cada circunstancia. En Sleepyhead, se enfrenta consigo mismo, con lo que fue, con lo que quizá no dejó del todo «cerrado», cuando de un modo nada ortodoxo cerró un caso, que ahora se «reabre».
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Resulta una muy sugerente idea que se alterne su perspectiva con la de la chica superviviente del último ataque, de quien escuchamos sus pensamientos, ya que yace postrada en el hospital porque se quedó completamente paralizada tras ser atacada. En paralelo, iremos descubriendo lo que Thorne dejó de sí postrado, dormido, en su pasado, que conlleva, en paralelo, dejar de manifiesto su desencuentro con quienes le rodean (como si se viviera dormido entre superficies que pueden no ser lo que parecen, como ciertas relaciones). En el segundo se pone en cuestión su discernimiento, jugando por ello, hábilmente, con la dualidad, con lo equívoco. Una estrategia para atrapar a una pareja de sospechosos de ser asesinos, que matan en paralelo, se revela como un fatídico error. ¿Entre los sospechosos hay una voluntad que domina al otro, o sólo es realmente uno de ellos quien mata, o realmente la solución es otra, que puede dejar aún más en evidencia el criterio de un investigador que se topa con sus propios limites, con sus propias ofuscaciones? No voy a decir que esté a la altura de las series citadas, porque la realización carece de su singularidad o ingenio, el refinado sentido com-
positivo de The shadow line, las tenebrosidades visuales de Red riding o el sugestivo impresionismo de los mejores episodios Wallander. Stephen Hopkins, realizador de la primera (Benjamin Ross dirige la segunda, y sigue sus patrones estilísticos), nunca ha sido proclive a las sutile-
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Factor Crítico
zas. En Bajo sospecha (2000), por ejemplo, demostraba que le atraía más marear la perdiz, o confundir con una maraña de cortinas de humo, así como los un tanto efectistas juegos de montaje a ritmo febril, que la sórdida y turbulenta entraña del relato, que asomaba gracias a la gran interpretación de Gene Hackman y Morgan Freeman. En la serie, en ocasiones, parece que prioriza más la trama, sus giros, la superficie de las incógnitas, y fuerza demasiado la cuerda con el ¿quién será?, jugando a las falsas pistas, y eso provoca que el drama no se densifique como podría (o que se afile como podría dado su jugoso substrato). No es que logre diluirlo ni cortocircuitarlo, pero sí algo lo amor-
tigua. Aunque también hay que reconocer que ciertos juegos formales con la fusión de tiempos en el mismo plano funcionan bien dramáticamente. Pese a esos reparos con ciertas elecciones estilísticas (o ciertas prioridades narrativas), no deja de ser una serie estimable, con detalles brillantes puntuales ( y presencias deslumbrantes como la de Natasha McElhone en Sleepyhead), que fluye con un vibrante ritmo que no decae. [pg-148]
Thorne
Stephen Hopkins Benjamin Ross y Mark Billingham Intep: David Morrissey, Stephen Campbell Moore, Joshua Close, Emmanuella Cole Reino Unido, 2010
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Wallander
de Philip Martin y Niall MacCormick por Alexander Zárate
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ay narraciones que puede considerarse que hacen cuerpo del funambulismo de la empatía, o que son anatomía de la melancolía, como me parece el caso de la serie británica Wallander (2008-). Es una serie de texturas, impresionista, de climas emocionales, a los que se subordina, sin descuidar las mismas tramas. La narración se vertebra con los climas emocionales de su protagonista, el inspector Wallander (Kenneth Brannagh), que transita, de modo más intensificado, que en las novelas de Henning Mankell que se adaptan, la pesadumbre, la aflicción. O se podría hablar, en la acepción del acervo ruso, de nostalgia, un sentimiento de exilio, de frágil conexión con la vida, con la realidad, siempre en el filo, con la sensación de estar con pie dentro y otro fuera, de resistencia a punto
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Factor Crítico
de quebrarse. La composición que se escucha en los títulos de crédito se llama precisamente Nostalgia interpretada por Emily Barker & The Red Clay Halo. Otro tema suyo, Pause, sería utilizado en una extraordinaria serie posterior, The shadow line (2010), que también transita ciertas brumas y oscuridades interiores. Son ya tres temporadas las producidas, con tres episodios cada una de ellas, de hora y media de duración, cada una adaptando una novela de Mankell, excepto «Un evento en otoño», de un relato, este dirigido por Toby Haynes, quien también realizó uno de los episodios, The Reichenbach fall (2012), de otra esplendida producción británica, Sherlock (2010), con la misma estrategia de producción de episodios (tres episodios por temporada, cual largometrajes), pero de muy diferente planteamiento estilístico. Son varios directores y guionistas los que han colaborado en estas tres temporadas. Sólo un director ha repetido, Philip Martin, en la primera temporada. Los guiones de las dos primeras temporadas fueron obra de Richard Cottan (con colaboración en dos de ellos, de Richard O’Brien y Simon Donald, respectivamente) y los tres de la tercera son obra de Peter Harness.
Desde luego, visualmente, en la composición y en el trabajo de color e iluminación (el diseño visual fue concebido entre Martin y el director de fotografía Anthony Dod Mantle, que decidieron rodar con cámaras digitales Red One), me parece de las más bellas entre las series realizadas recientemente. También es otra muestra del admirable nivel de las producciones televisivas británicas, sobre todo de la BBC, en este último lustro. En concreto, me parece que es donde de modo más sugerente se ha renovado ese arco genérico en el que se integran el thriller, el film noir, la intriga, como ejemplifican The red riding trilogy (2009), Luther (2010), Sherlock(2010-), The shadow line(2010), Inside men (2012), o si incorporamos el subgénero de espías, The hour (2011). Son obras de denso y siniestro trayecto dramático, que arrojan una mirada fronteriza que pone en cuestión una realidad donde es difícil encontrar certezas, una realidad que se desmorona dados sus falaces cimientos, una realidad de enajenadora vida estructurada y de desorientada perspectiva ética. Son un afilado reflejo de las tinieblas en las que nos hemos sumido. No deja de ser significativo que uno de sus más populares iconos, James Bond, haya culminado su sombría disección en una portentosa narrativa alquímica, Skyfall (2012), de Sam Mendes.
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Cuando Henning Mankell «jubiló» a Wallander en El hombre inquieto (que clausurará la serie la próxima temporada), con un final que destilaba amargura, costó desprenderse de una sensación de tristeza, de despedida, como una abrupta constatación de que uno vive en el tiempo, tras haber habitado una extraordinaria serie de novelas, con un personaje protagonista memorable. Es difícil olvidar el impacto que me supuso La quinta mujer, la primera novela suya publicada en España, aunque no fuera la primera escrita. La considero ya una de mis obras predilectas. Luego, llegaría el fenómeno popular de la novela negra nórdica, sobre todo a raíz de la trilogía de Millenium, que no he leído, aunque sí a bastantes de esos autores, pero ninguno, quizá con la excepción, en cierto grado, de
Jo Nesbo, me ha cautivado como Mankell que conseguía esa armoniosa combinación de trama sugestiva, apasionante perfil de personajes y densidad emocional, así como un subterráneo trayecto reflexivo que no dejaba de talarte las certezas sobre la realidad. La adaptación que han realizado en la producción de la BBC me recordaba en ciertos aspectos a la que realizaron Curtis Hanson y Brian Helgenland en L.A. Confidencial (1997) con la magnífica novela de James Ellroy (perteneciente a su fabulosa Cuarteto de Los ángeles). Dada la complejidad y sobre todo multiplicidad de tramas realizaron una hábil poda y un afinado filtro, una selección, que implicaba eliminar enteramente alguna de ellas, e incluso incluir aportaciones (en lo que, en cambio fracasó, De Palma en La dalia negra, en especial, en su nefasto último tramo). Wallander también es una sugestiva «variación». En primer lugar, varía el orden, no ajustándose al desarrollo cronológico de las novelas. No sólo modifica el perfil de algunos personajes, sino que algunos, recurrentes, los elimina. Y sobre todo, altera, en ciertos rasgos, el perfil de Wallander. Se desprende de algunos aspectos que remarcan su «degradación» física, o deca-
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dencia y fragilidad orgánica, su alcoholismo, sus problemas con el peso o su diabetes, y se incide más en un personaje que se debate de modo más manifiesto con una «degradación ética y emocional», con la pena, con el dolor, con un sentido empático que acrecienta su vulnerabilidad. Su rostro en muchos momentos parece surcado por el abatimiento, como si llevara sobre sus hombros el horror del mundo. En ese sentido, es muy significativo empezar la serie con su novela «La falsa pista», y en concreto, con la secuencia del suicidio de la chica que se prende fuego en un bello paisaje de flores amarillentas. La belleza quebrada, surcada, por el dolor, por el incendio del horror. De ahí, la nostalgia, la nostalgia no de una tierra o un país, sino de una realidad, que no esté arrasada por la crueldad, contra seres humanos o animales, como se puntúa, con respecto a estos últimos, en el terrible inicio, esta temporada, del tercer episodio, «Antes de que hiele», con esos bellos planos de los cisnes que aterrizan en el lago, confiados dejan que les den comida, y son quemados vivos: Significativo que este episodio esté vertebrado, sutilmente subyacente, por la relación conflicti-
va con su hija (aún con rescoldos de mutuos reproches), que encuentra su reflejo correspondiente, su ‘alteridad’, en la relación entre el que inspira los crímenes y su hija (a la que no duda en poner en situación de sacrificio). ¿Cómo proteger a tu hija de los horrores? Pero también ¿cómo superar la distancia que se ha creado con ella, cómo llegar a ella?¿ Cuál es la influencia que has tenido en ella? Pese a tu afán de combatir el horror y la crueldad ha sido negativa? ¿Cómo enfrentarte a las som-
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bras de tu remordimiento, de no haber sido el padre que hubieras querido ser? Quizá la falta de respuesta se condensa, soberbiamente, en ese cruce de miradas con el asesino cuando le detienen. No hay palabras, no hay ex-
plicaciones. Sólo horror, sinsentido, y la mirada afligida, cansada, pero templada, que ya ni siquiera interroga ni se muestra perpleja, porque sabe de qué materia están hechos los abismos.
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Porque, como en las novelas, surcan las tramas, las rasgan, los conflictos interiores de Wallander, su conflictiva relación afectiva, sea como padre, o con su esposa, de la que se separó, o con la nueva relación que establece ( que no logra armonizar con su trabajo, aunque se haya retirado fuera de la urbe, en una casa en el campo; se siente incapaz de poder compartir toda esa desolación con quien ama, con quien le proporciona luz y armonía: cómo hermosamente se refleja en el primer episodio de esta temporada, «El suceso de otoño»). O con su padre (David Warner), en la primera temporada, que padece Alzheimer: Memorable aquella secuencia en la que el hijo comparte con su padre que ya no puede más, que no puede proseguir con su trabajo, y éste le narra cómo cada día intenta pintar algo distinto, una naturaleza muerta, un retrato, pero siempre pinta el mismo motivo, y es porque refleja lo que es él, porque refleja sus entrañas (su mirada «propia»): La belleza de tal secuencia, la complejidad de «reflejos» entre palabras y rostros, se evidencia en que las palabras se escuchan sobre el plano del rostro de Wallander, que se ilumina entre las lágrimas porque sabe que lo «propio» será ser siempre policía pese a los desgarros y amarguras que le provoca (además, la emoción se acre-
cienta porque se ha creado un lazo anómalo, de identificación y reconocimiento con su padre, tal es el permanente distanciamiento). Porque Wallander, y esta es su seña de distinción en un paisaje audiovisual donde ya tanto parece trivializarse o no dramatizarse la muerte o el acto de matar, no sólo es alguien que sufre cuando amenazan con una pistola la cabeza de su hija, o matan a alguien querido, o simplemente ante cualquier acción de crueldad, sino que se debate con su desesperación, cuando por primera vez mata a un ser humano, hecho que le sume en un abismo que le hace perder el paso y abandonar su profesión. ¿De qué sirve tu trabajo si no logras detener tanto horror y además te ves abocado a acabar con otra vida, a generar también violencia, muerte?. Wallander, en suma, es un cautivador viaje a través de las densas entrañas de este hombre que intenta no dejarse abatir por el «peso» del mundo, forcejeando para no quedar sumido en una gravedad, la de la melancolía y la aflicción. De hecho, esta última temporada tiene algo de proceso de reconstitución. «El suceso de otoño» supone enfrentarse a una sombra, aquella que, como una cuerda que une tiempos (como la acción une dos casos que separan diez años) con-
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fronta con la imposibilidad aún de lograr encajar en el espacio íntimo esa desolación que supone sumergirse en el exterior a través de sus casos, como si no lograra crear ese puente, o no lograra crear la barrera que le haga sentir inmune. El segundo es el fortalecimiento a través de la confrontación o reconocimiento con su doble o réplica en el espejo, la muerte de otro policía como él, pero en otro país, Letonia, que implica enfrentarse al dragón de la doblez, aquellos representantes de la ley que se fusionan y alían con los delincuentes, con el ejercicio de la corrupción, de la falta de escrúpulos o empatía. El tercero es la consolidación o afirmación, la lucha contra sí mismo, contra su propia
capacidad de crear dolor o desgracia (alimentándose de los demás), de no saber transmitir lo opuesto a lo que el mundo le transmite, y por ello, la reconciliación consigo mismo, ya que puede generar protección, y del mismo modo que su hija está embarazada, puede dar a luz emociones positivas. Ha alcanzado el delicado equilibrio del funambulista de la empatía. [pg-155]
Wallander
Phylip Martin y Niall MacCormick Interp: Kenneth Branagh, Sarah Smart, Tom Hiddleston Reino Unido (2008-2012)
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Flight
de Robert Zemeckis Po r A l e x a n d e r Z á r a t e
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l vuelo del avión que pilota Whip (Denzel Washington) comienza con un complicado despegue que implica ascender 9000 pies para superar una densa masa de nubes, y finaliza veintisiete minutos después, por un fallo mecánico, con una caída en picado del avión que no termina en una completa tragedia gracias a la pericia del piloto. El «vuelo» narrativo de Flight (2012), de Robert Zemeckis (que se estrena el próximo día 25), comienza con una excelente media hora inicial, en admirable ascensión de intensidades, la que corresponde al pasaje del avatar que sufre el avión, para, posteriormente, iniciar un descenso en picado de interés entre algodonosas nubes de clichés, los referentes a ese subgénero no escrito de dramas con alcohólicos, y que implica un trayecto en el que el protagonista abandona el sendero erróneo, o torcido, para, reformado, encontrar la senda recta (la rectitud de la actitud responsable).
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Náufrago (2000), que me parece la mejor obra de Zemeckis, también comenzaba con otra magnífica secuencia de accidente aéreo, pero tras una parte central, la que narraba los años de la soledad del personaje de Tom Hanks en la isla, en la que mantenía la «altura» dramática, ascendía incluso en el trayecto final, el de la vuelta a casa. No era una obra que se quedara en el relato de una peripecia física, concreta, la soledad de un náufrago en una isla durante años, sino que lo transcendía hacia una muy sugerente digresión sobre la accidentalidad de la vida, los naufragios vitales, la imprevisibilidad, las encrucijadas a las que la vida te enfrenta, sin que quizás te apercibas, y a los inescrutables designios de esa extraña cosa llamada «azar», quizás «aleatoriedad», quizás «destino», quizás un mero «quizás». Flight se bifurca en dos direcciones, que son dos batallas, que acaban atascándose a ras del suelo. La investigación que se realiza sobre la causa del accidente, para la calificación de responsabilidades, y la lucha de Whip contra su galopante alcoholismo. Es alguien con la capacidad excepcional de, por instinto, evitar un trágico accidente, pero es incapaz de superar esa adic-
ción. Ambas líneas se entrecruzan cuando sobre Whip pende la amenaza de que le acusen de ser el responsable del accidente porque su adicción al alcoholismo se convierte en la sombra que puede facilitar la conclusión de que fue su negligencia la causa del accidente. Hay un par de escollos, o fallos mecánicos, que condicionan su trayecto y propician que sea de corto alcance. [pg-157]
Más allá de su conflicto con la adicción, el personaje de Whip no posee unos atributos de caracterización lo suficientemente sugerentes, como tampoco los personajes que le rodean, por mucho que estén interpretados por excelentes actores, además de Washington, caso de Don Cheadle, Bruce Greenwood o John Goodman. Por eso, uno de los principales lastres es la es-
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casa entidad dramática del principal personaje protagonista femenino, Nicole (Kelly Reilly), una exadicta con la que establece Whip una relación, lo más prescindible, o, mejor dicho, lo más inconsistente de la dramaturgia. También porque se va sedimentando la sensación de que, antes que personajes con relieve, los que transitan la pantalla son convenciones (incluida la nota discordante, extravagante: el personaje de Goodman, el «camello»).
Por otro lado, su esquematismo o reduccionismo de base, era lo que achataba también la entraña de Contact (1997), una obra que se inflaba como un globo con abstracciones que reducía al más ramplón maniqueísmo (la oposición entre religión y ciencia) un planteamiento que no carecía de interés (los naufragios vitales que puede propiciar la incertidumbre). En Flight también se menciona unas cuantas veces a Dios, y en algún momento (uno de los mejores: la intervención del enfermo terminal de cán-
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cer), a la idea de la falta de control sobre nuestras vidas o, por el contrario, la arrogancia de creer que la controlamos, ya sea por confianza en nuestras habilidades, o porque nos creamos inmunes, o porque convertimos la vida en una inercia de rutinas y rituales con las que funcionamos con el piloto automático sin ser conscientes ya de nuestro «vuelo vital» (y menos por supuesto de las consecuencias en los demás). Pero siempre estamos expuestos a la más imprevista debacle, aunque sea por un mero fallo mecánico. Zemeckis rueda con su consumada pericia, con una elegancia y un dominio del espacio escénico impecables, incluso con destellos, como la secuencia magnífica del accidente,
aunque en su obra los haya (la secuencia de la parálisis en bañera) hasta en una de sus obras más flojas, esa pompa vacía que fue Lo que la verdad esconde (2000). Pero no es suficiente. Es como ponerse las mejores galas para comerse una hamburguesa con mucho kétchup y mostaza que te deja la ropa llena de chorretones.
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El vuelo (Flight)
de Robert Zemeckis Guión: John Gatins Int: Denzel Washington, Nadine Velázquez, Don Cheadle, Tamara Tunie EEUU, 2012
c 贸mic
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Animal Party
de Miriam Muñoz por Scari Wó
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Edicions de Ponent, siempre apostando por nuevos autores, acaba de publicar la opera prima de Miriam Muñoz. Esta diseñadora gráfica también conocida como Miriampersand se inicia en el mundo de la historieta con un relato autobiográfico titulado Animal Party.
Animal Party cuenta las experiencias de Miriam durante sus dos años de estancia en la ciudad costera de Brighton, al sur del Reino Unido, a donde viaja para estar más cerca de su novia Jess. La autora se sintió sorprendida desde el primer momento por las diferencias culturales a niveles cotidianos a pesar de ser un país tan cercano. Cuenta que nada más llegar se encontró con una señora de ochenta años con un tacataca bebiéndose una lata de cerveza de medio litro. Esto la impactó tanto que inmedia-
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tamente sacó su cuaderno de bocetos y comenzó a tomar nota de todo cuanto veía. Animal Party es una recopilación de anécdotas, aventuras y desventuras que cuentan cómo Miriam va conociendo su nueva ciudad mientras busca piso y trabajo, lo cual resulta ser una odisea. Son necesarios dos meses y veinticinco casas para encontrar finalmente una de su agrado, compartida con tres ingleses, ópticos de profesión todos ellos, a los que no entiende muy bien y piensa que se están riendo siempre de ella. Finalmente encuentra trabajo como tester de videojuegos, donde conoce a gente de muchos países diferentes. Ella es consciente de que a veces puede parecer que en esta obra sólo critica a los ingleses, pero que su intención en realidad es retratar de una manera divertida las cosas que a ellos les parecen normales y a un extranjero le resultan chocantes. Esta combinación de emancipación en lugar extranjero, trabajar jugando con videojuegos, la playa y la mezcla de estudiantes universitarios y veraneantes adinerados, hacen que Miriam se sienta como en un universo paralelo. Ella expresa este sentimiento mediante dibujos a medio
camino entre lo naïf y la caricatura, para dar la sensación de que lo que cuenta es un recuerdo y como tal está deformado aunque todo lo que cuenta está basado en experiencias reales. Una de las cosas que más le gusta representar es la comida: una enorme cantidad y variedad de alimentos enlatados, precocinados o congelados que no había visto antes. Miriam usa colores planos primarios y las líneas de los contornos nunca son del todo negras, lo que da sensación de ser realmente apuntes tomados por ella en su cuaderno con un bolígra-
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fo. El tono de esta obra es una amalgama de influencias entre las que se encuentran el retrato que Daniel Clowes hace del paso de la adolescencia a la madurez en Ghost World y la narración autobiográfica de dibujo tembloroso de aspecto infantil de Jeffrey Brown, todo ello pasado por el filtro del manga, del que toma muchos recursos expresivos.
revés por su falta práctica con el idioma. Animal Party es una obra ligera y divertida, en la que se verá reflejado todo aquel que haya tenido que empezar de cero en una ciudad extraña y a veces hostil. Es un ejemplo a seguir en cuanto a tomarse con sentido del humor toda una serie de adversidades y contratiempos.
Para representar los sentimientos más primarios Miriam usa animales, que son los que dan título a la obra. La expresión Animal Party (fiesta de animales) surge cuando durante la búsqueda de piso la autora quiere decir que no es una party animal (una amante de las fiestas) y lo dice al
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Animal Party
Miriam Muñoz Edicions de Ponent ISBN:9788496730939 Alicante, 2012 108 pp.
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The League of Extraordinary Gentlemen: Century 2009, de Alan Moore y Kevin O’Neill Po r Ro b e r t o B a r t u a l
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uando empezó a publicarse La Liga de los Caballeros Extraordinarios en 1999, Alan Moore y Kevin O’Neill partieron de una simple pero interesante idea que fue la semilla de los diferentes títulos que aparecieron bajo el sello ABC (America’s Best Comics, o Alan’s Best Comics, según se mire). ¿Cómo sería el género superheroico si Superman nunca hubiera existido? Claro que, para responder a esta cuestión, habría que asumir que este género se habría dado igualmente sin la creación de Jerry Siegel y Joe Schuster, cosa bastante probable si consideramos que las fantasías de poder superheroicas son más una cuestión política, el reflejo de un cierto estado de conciencia nacional, o una necesidad histórica, y no tanto
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un simple proceso de popularización de un modelo puntual, el del famoso hombre de Krypton. ¿Cómo serían los superhéroes sin superhéroes?, es lo que se preguntaba Alan Moore. ¿En qué modelos se hubieran fijado los autores de cómic si no hubieran sido judíos? Moore ofreció respuestas de lo más variadas: quizá se hubieran fijado en héroes de la mitología griega (Promethea), tal vez en esa mezcla de inocencia y tecnología que podrían dar juntos Robinson Crusoe y Nikola Tesla (Tom Strong), o mucho más fácil, se podrían haber basado en cualquiera de aquellos héroes de la literatura popular anterior a Superman que fueron borrados del imaginario colectivo adolescente por culpa del Sansón con capa. Allan Quatermain, John Carter, Mina Harker, el Hombre Invisible, el Capitán Nemo o hasta incluso un improbable doctor Jekyll con
sentimientos capaz de enamorarse de una sufragista… En las dos primeras entregas de La Liga, Moore y O’Neill demostraron que sus modelos superheroicos alternativos podían dar mejores resultados que cualquier otra cosa que la industria estuviera publicando en aquel momento, así que en cierto sentido, ABC resultó ser una especie de aperitivo de lo que el cómic de aventuras podría haber sido sin la Marvel y la D.C. Con el tiempo, algunas de las colecciones de ABC empezaron a agotarse y a perder continuidad (Tom Strong, Tomorrow Stories, Top Ten), y otras a derivar hacia una búsqueda de lo trascendente. Este es el caso de Promethea, que pasó de ser una serie feminista de superhéroes a dar lugar a uno de los trabajos más fascinantes de Moore, aunque solo sea porque constituye la obra más completa que ha dedicado hasta ahora a la principal de sus aficiones: el uso de sustancias enteógenas y la magia, que todavía no tengo seguro si son dos cosas diferentes. En cambio, el caso de La Liga fue más bien distinto a los anteriores. Con la publicación de su tercera entrega, El dossier negro, Moore pare-
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tanto de los lugares comunes de la ficción, como de la naturaleza misma de la ficción. Con la incorporación a la Liga del Próspero de Shakespeare y el Orlando de Virginia Woolf, Moore invitaba a sus lectores a considerar lo que antes había sido un juego de guiños a la cultura popular, como un mundo sólido y coherente en el que todos los personajes importantes en nuestra historia han sido reemplazados por personajes de ficción. Después de todo, la Liga había existido desde los tiempos de Isabel I.
cía querer acercarse a Promethea, sustituyendo el lúdico y entretenido revisionismo de los clichés victorianos que había practicado en los dos volúmenes anteriores, por un discurso más cercano al de sus performances y al de obras más personales como Lost Girls: uno que habla no
De este modo, Prospero podía ocupar el lugar de John Dee, consejero de la reina Isabel y su «mago» oficial; y Shakespeare escribir sus obras como si fueran simples crónicas de la corte. En este mundo en el que realidad y ficción han intercambiado sus lugares, Mick Jagger nunca habría existido, pero sí alguien muy parecido a él: el personaje que interpretó en la película Performance. Los Beatles tampoco habrían tocado nunca en el Cavern, pero sí los Rutles, el grupo ficticio que montó Eric Idle para parodiar a los cuatro de Liverpool. Estos pequeños detalles que Moore y O’Neill han ido soltando en El Dossier Negro y en Century, la mini saga que concluye ahora, hacían intuir que las pretensiones que la
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pareja británica habían puesto en la Liga habían variado con respecto a su intención original. Más allá de lo entretenido que pueda resultar la posibilidad de que el doctor Jekyll le dé lo suyo al Hombre Invisible (mi momento favorito de toda la serie, por decir alguno), ¿qué otro propósito puede tener el elevar la ficción popular al nivel de Lo Real, ese espacio en el que, en principio, todo lo que existe puede encontrarse y entrelazar sus caminos? No quedaba muy claro todavía en Century 1969, la última encarnación de la Liga. Y para mi gusto, el principal incordio que afectaba a la serie era ése: no tanto el que la Liga hubiera caído en la complacencia del juego autorreferencial, sino en que después de casi quince años, apenas fuera posible ver la luz al final del túnel. La buena noticia es que, ahora sí, Century 2009 parece ofrecer una primera respuesta a la pregunta anterior. La mala noticia es que dicha respuesta, o al menos la que yo he podido entender en sus páginas, no es especialmente brillante u original. Las peripecias sesenteras de Mina Harker, Allan Quatermain y Orlando, últimos supervivientes de la Liga, dejaron a la primera internada en un manicomio (cosas que pasan cuando
una intenta detener el nacimiento del Anticristo en medio de un mal viaje lisérgico), al segundo de vuelta a la heroína, y a la tercera o al tercero, según se mire, pasándose al punk. Cuarenta años más tarde, encontramos a Orlando pegando tiros en la guerra de Irak (un veterano de Troya siempre sabe cómo ganarse la vida), pero al volver a casa, y disculpen los spoilers, pero [pg-167]
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es imposible escribir sobre la Liga sin cometer spoilers, Orlando recibe una visita de su jefazo, el fundador de los Servicios Secretos Británicos, el duque Prospero, quien le informa de que pese a los esfuerzos de Mina, el Anticristo nació hace unos cuantos años. Su nombre es Harry Potter, está cabreado porque nadie le preguntó si eso de ser el Anticristo era algo que le apeteciera, pero ha decidido destruir el mundo igualmente porque… bueno, porque es el Anticristo, es un adolescente y está cabreado. Igual que en la anterior entrega, en la que la novia de Drácula se enfrentaba al líder de los Rolling, el argumento de este Century 2009 parece fruto del mismo proceso creativo que siguió Ken Kesey para inventar el ponche perfecto: mezclar sangría con LSD. Sin embargo, la elección de ingredientes es menos gratuita de lo que parece. Si algo se puede decir de Alan Moore es que siempre sabe de lo que está hablando. Mina queda horrorizada al contemplar el mundo que encuentra al salir del manicomio; al fin y al cabo ha pasado cuatro décadas sin enterarse de los cambios que se han producido a su alrededor. Pero lo que más le cabrea, lógicamente, es que después de más de un siglo luchan-
do contra los malvados, ya estén encarnados por Fu Man-Chú, los trípodes marcianos, James Bond siguiendo órdenes de un pérfido Harry Lime, Mac the Knife —Maqui el Navaja en cristiano—, o los Rolling Stones siendo manipulados por el equivalente ficcional de Aleister Crowley, después de cien años enfrentándose a la crème de la crème del MAL, su nueva misión es darle una azotaina al puto Harry Potter. [pg-168]
¿Qué le habrá pasado a este mundo para que la mayor expresión del mal que podemos concebir sea un adolescente con granos que odia a sus padres porque no le pidieron permiso para echar el polvo con que le concibieron? Esa es la pregunta que se hace Mina en Century 2009. Y es gracias a esa pregunta que empieza a entenderse un poco mejor el sentido de esa inversión de realidad y ficción que opera en la Liga, porque la pregunta, si nos la hacemos desde el mundo «real», o por decirlo de un modo en que no tengamos que utilizar comillas, si nos la hiciéramos desde el plano que ocupamos como lectores, esa pregunta habría que formularla más o menos así: ¿qué le habrá pasado a este mundo para que la mayor expresión de la literatura imaginativa popular sea Harry Potter?
Factor Crítico
Si nuestras ficciones son un reflejo de la realidad que vivimos, como sugiere Mina en un pasaje de este Century 2009, la pregunta anterior plantea una cuestión bastante inquietante sobre los tiempos que corren. Al menos, desde el punto de vista del señor Moore, cuyas ideas sobre la cultura popular son muy diferentes a las de J.K. Rowling. Pero a pesar de estar de acuerdo con la reflexión de Moore (al menos hasta cierto punto: aunque comparto sus reservas hacia Harry Potter, no me parece ni mucho menos el Anticristo de la literatura infantil, como él parece considerarlo en sus entrevistas), la decepción parcial que he sentido al leer Century 2009 se debe a que tal vez esperaba que sacara algo más de jugo a esa inversión de realidad y ficción, porque el resultado de esta última entrega de la Liga no queda muy lejos de la moraleja de La historia interminable, aquello de que si desaparece el mundo de Fantasía, la Nada ocupará nuestro mundo real.
Una verdad como un puño, sí. Pero los libros de autoayuda también están llenos de verdades como puños. Incluso los de Jorge Bucay, si nos ponemos. O los de Albert Espinosa. Y lo que importa no es la verdad, sino cómo se cuenta. Moore y O’Neill se contentan, de momento, con contarlo por medio de una gran pelea final llena de fuegos artificiales en la que, como en aquella de la Estrella de la Muerte, siempre aparece Han Solo al final para salvar el día (solo que aquí Han Solo es Mary Poppins, convertida en una especie de niñera cósmica; solo el principio maternal primigenio puede vencer al mal, tampoco es mala idea). En resumen, como conclu-
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Factor Crítico
sión de quince años de aventuras, Century 2009 se queda un poco cojo. Aunque, ¡un momento!, Moore y O’Neill han anunciado ya una nueva entrega para de la serie, Nemo: Heart of Ice, un especial sobre Jenny la Pirata, la hija del Capitán Nemo. Una síncopa más en el larguísimo, siempre inconcluso y a pesar de ello fascinante coitus-interruptus en el que se ha convertido su carrera en los últimos quince años.
producen interminablemente, refiriéndose solo a sí mismos y volviendo siempre al mismo punto en el que empiezan, como las últimas obras de Alan Moore, sin que pueda haber nunca un punto final?
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Pero seguiremos esperando que acabe la Liga, su novela Jerusalén y la película The Show [insertar aquí link a mi reseña sobre la película de Alan Moore] con las mismas ganas. ¿No son el lenguaje y la ficción artefactos que se re-
The League of Extraordinary Gentlemen: Century 2009 Alan Moore y Kevin O’Neill Planeta de Agostini/Top Shelf, 2012 72 pp.
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De ratones y hombres de Pierre Alain Bertola por Miguel Carreia
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odemos imaginarnos una hipotética clasificación de escritores en la que estos se ordenasen, no por sus méritos, sino por los nuestros. Esta clasificación, que para ser sinceros, tiene mucho de imposible, obviamente tendría que ser de lo más subjetiva. Tanto que nos obligaría a elegir una serie de normas para hacerla inteligible, es decir, que habría que establecer unos criterios fijos que pudiesen servir, si no para justificar, al menos para argumentar la presencia o la falta de tal o cuál nombre. Para empezar, cuando hablamos de «nuestros méritos» debe quedar claro que hablamos de nuestros méritos como sociedad. Reducirlo al mérito de cada cual nos dejaría una colección de clasificaciones individuales que, respecto a la que proponemos, tiene varios inconve-
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nientes: uno, que dicha colección ya existe — aquello del gusto de cada cual— y dos, que cada una de estas clasificaciones carecería del valor canónico al que siempre debe aspirar —y que nunca debe conseguir completamente— un catálogo de esta naturaleza. Nuestra división hablaría, por tanto, de nuestros méritos como sociedad, aunque el término «méritos» entiendo que puede resultar poco claro. Aun así me parece preferible a otros términos como «aspiraciones» —que es demasiado utópico—, «ambiciones» —que es demasiado pragmático— o «logros» —que está casi totalmente equivocado—, aunque el término ideal deja alguna deuda con cada uno de los tres. Al final la propuesta que vamos a hacer es muy sencilla. Podría haber una forma de clasificación de los escritores que encuadrase a estos entre los que merecemos —y tenemos—, los que no merecemos —pero tenemos—, los que no merecemos —y aun así los tenemos— y los que no merecemos —y no tenemos—. No se trata de argumentar en demasía, no vaya a ser que se tome esta supuesta ordenación con seriedad. A usted igual le parece improbable, pe-
ro cosas más raras se han visto. Yo he visto gente muy inteligente y muy bien preparada defender que es posible y hasta necesario clasificar genéricamente las narraciones por el número de palabras —con tantas es cuento, a partir de tantas relato, desde aquí nouvelle y en adelante y hasta el infinito ya novela como Dios manda— igual que quien cuenta sacos de garbanzos. Nuestra propuesta de clasificación, quede claro, en el fondo sólo sirve para invocar un lugar cómodo en el que poder encontrarnos con Mr. John Steinbeck. Un escritor que, de nuevo, volvemos a merecer, creo que no tanto por nuestras virtudes como por
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John Steinbeck retratado por Peter Stackpole en Nueva York, en 1937]
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nuestros pecados. Un escritor que tenemos, aunque a veces no nos acordemos de recordarlo. Steinbeck es, creo, uno de los autores norteamericanos más conocidos del siglo XX. Ganó el premio Nobel de literatura en 1962. Dado que la academia sueca tiene la costumbre de abrir los registros de las deliberaciones una vez han pasado cincuenta años, este año nos toca saber que Steinbeck compitió en la línea de meta con Karen Blixen —que murió unos meses antes, con lo que quedó descartada— o Laurence Durrell —cuyo Cuarteto de Alejandría les pareció a los señores del Nobel una cosa que merecía vigilarse, pero tampoco con la que volverse locos—. En su momento la concesión del Nobel a Steinbeck no estuvo del todo libre de polémica. Existía un cierto prejuicio, que no sé si ahora está del todo descartado, hacia los novelistas norteamericanos, a los que se consideraba un poco demasiado comerciales y un quizás también un poco demasiado juveniles. Tampoco ayudaba que Steinbeck llevase ya unos años lejos de la primera línea de la narrativa. Un periódico sueco de la época acogió la concesión del premio a Steinbeck acordándose de Pearl S. Buck. Cuando le preguntaron a Steinbeck si, en su opinión, merecía el premio sueco, éste respondió que,
francamente, no. En contraste, yo sé de buena tinta que hay gente que ha ganado un concurso de cuentos en un ayuntamiento de Soria y que está segurísima de que la academia sueca los ningunea. Hoy Steinbeck es recordado sobre todo por tres obras: Las uvas de la ira, Al este del edén y De ratones y hombres. En los dos primeros casos, parte de su popularidad se debe a que ambas han sido utilizadas como base de adaptaciones cinematográficas que se han convertido en clásicos. Otros trabajos suyos, como Tortilla Flat o La perla han
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quedado más relegados, a pesar de que, en su momento, fueron muy conocidos por el público. De ratones y hombres también se trasladó al cine, aunque las adaptaciones no han alcanzado el estatus de las anteriores. Lewis Milestone (1939) hizo una adaptación que fue muy conocida en su momento, pero que no ha conseguido revalidar su fama . Mucho después, en 1992, Gary Sinise rodó una nueva adaptación. Es probable que esto también pueda interpretarse como prueba de la pérdida de popularidad de la película de Milestone. Dudo bastante que un productor accediese hoy a hacer una nueva versión de Las uvas de la ira. No digo que no pueda pasar. Cosas más raras se han visto. Pero sería raro. Además de las adaptaciones cinematográficas De ratones y hombres ha servido para rodar series de televisión y varias obras de teatro. Las primeras obras de teatro basadas en la novela son muy tempranas. En 1937, el mismo año de la publicación de De ratones y hombres se estrenó su primera adaptación teatral, con notable éxito. Luego la obra se ha seguido representando, con este libreto original o en distintas versiones con las que la historia se ha representado en
distintos países, incluído España. Se han hecho adaptaciones para la radio y hasta una ópera. Además, el personaje de Lennie es una presencia recurrente y notable en muchos de los personajes de dibujos de la Warner Brothers incluidas dos parodias del insuperable Tex Avery http://www.youtube.com/watch?v=oo8HM77q4Is&feature=endscreen&NR=1 http://www.youtube.com/watch?v=0yDMEX57Lyc
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De ratones y hombres se ha ido convirtiendo en un clásico norteamericano. Allí el libro se lee en las escuelas y George y Lennie forman parte del imaginario cultural, igual que aquí Lázaro de Tormes. No estoy seguro de que tengamos algún ejemplo de literatura más o menos contemporánea en España en el que haya personajes literarios tan reconocidos. Pienso ahora en Don Cayo o en Pascual Duarte, pero no creo que ni el uno ni el otro, ni ninguno que se me ocurra, esté a la cabeza en cuanto a difusión. Los apuntes que figuran aquí sólo son una representación que puede —espero— que resulte re-
presentativa, pero que en absoluto es rigurosa de los muchos guiños, alusiones o citas que se han hecho de la obra en libros, películas, discos, etc. Las adaptaciones, aunque menos, también son muchas, probablemente porque De ratones y hombres es una fábula, una de las últimas fábulas contemporáneas, uno de los últimos textos que, desde una absoluta sencillez, con una tremenda economía de recursos y trama, es capaz de emocionarnos hablando de esos temas sobre los que ha estado hablando la mejor literatura durante los últimos dos mil años: del amor, de la muerte, del miedo, del poder, de la amistad y de la soledad.
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Pierre-Alain Bertola falleció prematuramente en 2012. Nos dejó este De ratones y hombres cuyo mayor acierto es una virtud que deberíamos exigir más en las adaptaciones: honestidad, humildad y también algo que podríamos llamar lealtad; lealtad con la historia y con el trabajo que le sirve de base. Su De ratones y hombres pone en escena a los dos famosos protagonistas, Lennie y George y lo hace con notabilísima efectividad.
No se puede decir nada mucho mejor de una adaptación aparte de que resulta eficaz. Bertola consigue llevar la historia a su terreno, y lo hace sin que el lector acuse la ausencia de diálogos o de momentos, a no ser que se empeñe en fiscalizar la obra como si fuese el story-board de una película imposible. No lo es. Aquí, donde nos quedemos sin las descripciones de Steinbeck o sin la voz de su narrador, Bertola nos compensará con un dibujo en el que es imposible no apreciar un trabajo escrupuloso y una enorme sabiduría. Las relaciones entre los personajes se muestran a veces, simplemente, aumentando o disminuyendo la distancia que los separa en la viñeta. Las emociones, los pensamientos, la moralidad de los individuos o la forma en la que
aparecen ante otros personajes se representan, unas veces, mediante la selección de la perspectiva, otras mediante la luz; encerrando las sombras en una mancha de tinta, o mediante la dirección de los cuerpos. Lo que hace Bertola aquí es una exhibición de capacidad narrativa, de mesura y de sobriedad. Pierre-Alain Bertola ha conseguido, en definitiva, dibujar De ratones y hombres. Ha conseguido dibujar una historia que no es en absoluto fácil de arrancar de las garras del papel. Desde luego, resulta mucho más complicado de lo que puede sugerir la gran cantidad de adaptaciones a todos los medios. De ratones y hombres es una historia tentadora. La sencillez de la trama puede invitar a suponer que se trata de una novela fácilmente adaptable. Sin embargo, la sencillez es la más complicada de las suertes de la narrativa. Las construcciones más sencillas, aquellas en las que más se ha eliminado, son también las más frágiles. Una historia más compleja enfrentaría al adaptador a otros problemas. Lo obligaría a seleccionar material y a decidir qué partes forman el verdadero esqueleto de la historia. Aquí la selección es casi nula. Casi todo el proceso de adaptación es pura transformación.
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Muchos lo han intentado, es cierto, pero no son tantos los que lo han conseguido. Personalmente ninguna de las adaptaciones cinematográficas me parece satisfactoria. La versión de Milestone me resulta un tanto condescendiente y la de Sinise me parece poco convincente, envarada e incluso mal interpretada, a pesar de que, cabe señalar, esta opinión está muy poco extendida y a pesar de que tanto Sinise como Malkovich son, por lo general, actores excelentes. La actuación de los dos fue de hecho muy alabada cuando se estrenó la película. En cualquier caso, creo que ninguna de las dos adaptaciones consigue reproducir la atmósfera del libro, y esos colores de decadencia, pobreza y atavismo del texto. No creo que ninguna haya conseguido pulsar con la exactitud de Bertola las cuerdas que hacen resonar la emoción en la historia. No creo que ninguna de las dos haya conseguido reproducir esa capa de polvo pajizo que recubre las obras de Steinbeck. Bertola sí, y lo más meritorio es que consigue una versión particularmente turbadora sin recurrir al efectismo o a la condescendencia, dos pecados a los que invita la novelita de Steinbeck. En la narración, que es el reino donde no se concede
nada a los imposibles, una de las pocas normas irrompibles es que cuando aparece la moralina desaparece la tragedia. Es posible, sin embargo, que el cómic no sea absolutamente ejemplar. Quizás faltan un par de detalles para que la obra sea redonda. Pienso sobre todo en el encuentro de Lennie con la mujer de Curley, que el cómic resuelve de for[pg-177]
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ma un tanto contenida. Aquí es posible que la apuesta de Bertola por la sutileza, a pesar de su indudable elegancia, no acabe de captar la brutalidad trémula del instante. A cambio, la resolución final de la historia es perfecta y ejemplifica mejor que en ninguna otra parte las virtudes que venimos atribuyendo a la obra. El encuentro de George y Lennie consigue, sin concesiones al dramatismo, reproducir la sensación de derrota del original. Hablar de este De ratones y hombres de Bertola es hablar del De ratones y hombres de Steinbeck. Y es también rendir un homenaje póstumo al excelente y trabajo de Bertola. En razón de la fidelidad de este trabajo con el texto habrá quien vea la genialidad de Bertola como un mérito artesanal. Y puede que en parte tenga razón. Bertola no ha tratado tanto de crear un material nuevo como de utilizar los recursos de su medio para trasladar un material preexistente. No ha puesto la originalidad como gran objetivo de su labor. Bertola es, salvando muchas distancias, se ha erigido como intérprete, como alquien que recoge un camino previo para llevar a cabo una obra. Lo hace con maestría —y, sí, es cierto— a costa de renunciar a un mayor grado de originalidad.
En este sentido —y sólo en este sentido— es razonable suponer que esta no es una obra plenamente artística. Otra cosa es que esa supuesta falta de pretensiones artísticas —y, de nuevo quiero recordarlo, estamos hablando de las pretensiones artísticas en un sentido muy concreto— haga que la obra sea menos meritoria o menos valiosa. Lo artístico, para bien o para mal, se ha ido fundamentando, cada vez más en la originalidad y en la subjetividad. Vivimos tiempos extraños, en los que la obra de arte ya no es algo que aspire a ser, sobre todo, un objeto con unas cualidades estéticas determinadas. La obra de arte aspira ahora a ser una expresión —a poder ser original— de la personalidad artística del individuo. Se han virado las tornas. Si antes el artista lo era porque era capaz de crear obras de arte ahora las obras de arte lo son porque han sido creadas por un artista. Uno está tentado a exclamar, con sospechosa alegría, que Bertola ha fallado como artista, porque como artista supone un demérito el haber antepuesto la fidelidad a la obra a su propio impulso de expresión personal. En efecto, Bertola podría haber hecho muchas cosas para hacer de
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su adaptación un objeto más «personal» en el sentido de que los lectores podríamos haber captado de forma más evidente, la impronta de su Yo. Podría haber trasladado la obra a la época actual, por ejemplo. Podría haber hecho que Lennie, en lugar de estar poseído por un deseo incontrolable de tocar cosas suaves, fuese un adicto a la heroína o al cristal. Pero Bertola no hizo nada de eso. Se limitó a contar con eficacia, sen-
cillez y lealtad y a crear una obra que es hermosa y emocionante. Si esto supone una pérdida en el mérito del objeto queda para la opinión de cada cual pero, de ser así —que lo dudo—, más meritoria sería entonces la renuncia de Bertola. Lo decíamos al principio de esta reseña. Hay autores que merecemos. Que merecemos en lo bueno y en lo malo; por lo bueno y lo malo que somos y lo bueno y lo malo que tenemos. A Bertola y a esta adaptación de De ratones y hombres quizás no los merecemos y nos lo merecemos por nuestros defectos. Quizás sea un autor que mereceríamos más si pudiésemos volver sobre nuestros pasos. Si no llevamos hasta el extremo la reivindicación del artista, especialmente si es a costa de la reivindicación de la obra. Mereceremos más a Bertola si somos capaces de ver ciertos extremos ridículos en los que caemos de tanto en cuando a la caza de la originalidad y la sorpresa y
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volvemos a abrir los ojos para mirar aquello que es o quiere ser bonito, interesante, conmovedor, divertido o instructivo. Mereceremos más a Bertola y este libro si buscamos la forma de volver a mirar todo eso y si buscamos la forma de llamar a eso arte. A Steinbeck, por su parte, lo merecemos. Pero lo merecemos, de nuevo, más por nuestros defectos que por nuestras virtudes. Lo merecemos porque es uno de los autores que mejor ha sabido aunar la calidad y la denuncia social y por eso volvemos a merecerlo, otra vez, ahora que el mundo vuelve a ser un lugar en el que es necesario denunciar, ahora que la sociedad vuelve a quejarse, que la injusticia ya no es un fantasma que habita nuestra conciencia, como cuando nosotros éramos los injustos, sino el chirrido de una rueda mal engrasada que acompaña cada giro de nuestra sociedad. Tal vez el mundo nunca dejó de ser un lugar en el que teníamos la obligación de, al menos, estar alerta, pero hubo un tiempo en el que pensamos que quizás podíamos olvidarnos de ello. Steinbeck añade algo importante a la mera literatura social. La suya es una literatura que se po-
dría llamar social, pero que evita la deriva contingente. Es uno de los pocos autores que puede hablar de la pobreza desde el hombre hacia fuera, y no a la inversa. Es decir, en la literatura social es relativamente frecuente que aparezcan novelas o ensayos que analicen las causas o las razones del momento actual. Se analiza el momento y se desciende al hombre o se utiliza al hombre como ejemplo del momento que le ha tocado vivir. Es una literatura de denuncia en la que el hombre comparece como testigo o como víctima. Uno está tentado a buscar nombres resonantes y decir que hay una literatura social de análisis, que selecciona a un hombre o a varios hombres y nos los muestra frente al mundo. Steinbeck le da el protagonismo al ser humano. También selecciona a un individuo y en ese sentido sus historias se centran característicamente en un sujeto en particular. Pero Steinbeck tiene la rara capacidad de hacer que ese individuo trascienda, no sólo su individualidad, sino su momento. Desciende hasta lo profundo de su personaje, hacia lo que constituye su humanidad y desde ahí nos cuenta lo que sucede a su alrededor. El ser humano no es víctima ni testigo o, si lo es, esa circunstancia es como una máscara o una
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segunda piel, algo que está detrás o disfrazando su verdadera naturaleza, que no tiene por qué ser opuesta a la de su máscara. Simplemente es una naturaleza distinta, más básica. Sus historias nos hablan de seres humanos que siguen siendo, sobre todo y al final, humanos. De hombres que se mantienen esencialmente iguales, a lo largo del tiempo. Y este tiempo no son unas décadas, son cientos de años. Cambian las épocas y las circunstancias. Cambian los nombres. Lo que hoy llamamos amor, amistad o guerra ha tenido otros nombres a lo largo del tiempo o ha tenido el mismo nombre, pero formas distintas de pronunciarlo. Los mismos nombres y las mismas cosas se han evocado a lo largo de la historia con pasión, con dolor, con alegría, con ira, con aprobación o con censura. Pero algo permanece en esos nombres y en los hombres que los pronuncian. Algo queda en la forma en la que nos sentimos ante la vida, ante la muerte, ante el dolor o ante la risa. Algo que reconocemos y a lo que llamamos humano. Algo queda en los gestos más simples, en la forma en la que sienten la soledad, la envidia, la amistad o el hambre los personajes de las historias griegas y que es la misma forma en la que las sentimos nosotros. Algo queda en la sensación
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sobre la yema de los dedos cuando rozamos algo suave. Algo queda cuando tenemos sed y descubrimos una fuente de agua, o cuando sentimos hambre. Algo queda. Son apenas cuatro trazas, vetas de algo que reconocemos como nuestro. Es lo más universal que tenemos y ni siquiera es lo más noble. Steinbeck es capaz de mirar desde ahí. Las novelas en las que aparece este ser humano, despojado de casi todo lo que vaya más allá de ser un hombre, son las que pone en juego Steinbeck y luego llega lo demás. Llega el lugar y el momento en el que esos hombres viven. Llega la denuncia, llega la rabia, llega el mundo, pero el hombre que Steinbeck nos entrega
permanece, el hombre que no podemos dejar de ser sigue ahí y por eso lo merecemos. Porque Steinbeck nos entrega (y Bertola lo sostiene) un relato con aroma de clásico, donde se repite una de las afirmaciones que la tragedia ha gritado durante dos mil años: que la fuerza del hombre es su debilidad y su potencia su perdición. Que nuestras virtudes y nuestros defectos son una cuerda anudada. Que podemos crear y querer en la misma medida, y ni un ápice menos, en que podemos destruir y odiar.
De ratones y hombres
Pierre Alain Bertola basado en la novela de John Steinbeck Traducción de Román A. Jiménez ISBN:9788467908084 Norma Editorial Barcelona 2012
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El retorno de las Ti-Girls
de Jaime Hernandez por Scari Wó
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diciones La Cúpula ha editado recientemente un nuevo volumen de las aventuras de Maggie Chascarrillo y sus amigas, aunque en esta ocasión se trata de una historia un tanto especial: El retorno de las Ti-Girls. Dios y Ciencia.
Mientras que normalmente su autor, Jaime Hernandez, se centra en alguno de sus personajes creados hace ya treinta años, en esta ocasión amplía el universo de sus Locas presentándonos todo un olimpo de superheroínas que habitan en California. Maggie actúa como nexo entre el mundo real y el fantástico, ya que ella lee los tebeos donde se narran las aventuras de estas heroínas. Una de sus amigas, Angel, descubre por accidente que en el bloque de pisos donde Maggie trabaja vive una de las protagonistas de esos tebeos. Así que Angel
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se enfunda un traje elástico y se une al negocio superheroico. Por otra parte, Penny Century, otra de las más antiguas amigas de Maggie, ha conseguido por fin su sueño: convertirse en una persona superpoderosa, lo cual la convierte en un serio peligro para la integridad de sus amigas y del planeta Tierra en general. Jaime realiza un espléndido ejercicio de homenaje de los clásicos personajes y argumentos de los tebeos de superhéroes de la Edad de Plata, que comprende desde finales de los años cincuenta hasta principios de los setenta, presentando situaciones como el “gemelo” malvado, el héroe hipnotizado y convertido en villano, el hijo de héroe que crece mágicamente para ser adulto de un episodio para otro… Pero todo pasado por el filtro de Jaime Hernández, adaptándolo sin que parezca forzado dentro del universo que lleva creando durante tantos años. La lucha libre vuelve a ser un elemento importante (anteriormente vimos que la tía de Maggie era luchadora, eterna rival de la imbatible Rena Titañón) y lo deja claro a través de una frase que dice una de las protagonistas: «Todos los superhéroes mexicanos empezaron en el ring».
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Quizá la referencia más directa que se aprecia en estos nuevos personajes sea La Legión de Superhéroes de la editorial DC Comics. Este grupo de héroes, creados en 1958, se caracterizan por ser todos ellos adolescentes, y han de dejar el equipo al cumplir la mayoría de edad. Para ingresar en el grupo se hacen castings, en los cuales los miembros deciden si las aptitudes de los candidatos son válidas o no. Algunos de los que no pasaron este casting fundaron la Legión de Héroes Sustitutos. Jaime siempre ha demostrado ser fan de esa época de la editorial, incluso llegó a hacer alguna ilustración de sus personajes (femeninos, claro) con las que se ilustraban las biografías que las grandes editoriales publicaban a mediados de los ochenta. En esta historia Jaime nos cuenta que los miembros del supergrupo llamado Las Zolars deben abandonarlo al cumplir los veintiún años, mientras que otro grupo, las propias Ti-Girls que dan título al álbum, son chicas rechazadas por otros grupos. Mención aparte merecen las cubiertas que anteceden a cada episodio, que no sólo imitan portadas de la Edad de Plata sino que están numeradas con los números 33 al 37. Era
práctica habitual en la DC retomar personajes de la Edad de Oro, principalmente los creados durante la Segunda Guerra Mundial, y actualizarlos manteniendo la numeración anterior. Así, por ejemplo, el Flash de la Edad de Plata comenzó en el número 105, aunque con el anterior sólo compartiera el nombre. Jaime nos quiere insinuar que Las Aventuras de las Ti-Girls son una serie antigua, la misma que compra Maggie en tiendas de coleccionista y que él sólo la ha retomado, no inventado, de ahí la palabra “retorno” del título. Los guiños a la DC no quedan ahí: Maggie compra sus tebeos en una tienda llamada World’s Finest Comics, «Los mejores tebeos del mundo», que era el nombre que tenía una longeva colección que reunía a Batman y a Superman que vencían al alimón a villanos con los que no podrían en solitario. Además, el dependiente sería la viva imagen de dicha serie al llevar una máscara del hombre murciélago y una camiseta con la célebre «S» si no fuera por su pronunciada barriga. No faltan guiños a otros personajes como el Doctor Extraño de la Marvel o los Peanuts de Schulz.
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A pesar de ser un grupo de personajes totalmente nuevo, los recursos que utiliza son de sobra conocidos, y los usa con tal maestría que el final del segundo episodio de los cinco que componen este álbum acaba con un cliffhanger espectacular. Consigue enganchar al lector y hace que parezca que conoce a los personajes desde hace años, dejándole con ganas de más. El hecho de que todos los personajes con superpoderes sean mujeres no es casual. Estamos acostumbrados a que tanto Jaime como su hermano Beto den todo el protagonismo de sus historias a mujeres y esta no es una excepción. Pero mejor leer esta divertida aventura para conocer el porqué de primera mano.
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Jaime Hernandez
El Retorno de las T-Girls. Dios y Ciencia Ediciones La Cúpula, 2012 134 pp. 18 euros
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Los secretos del universo
V.V.A.A.
Po r Ro b e r t o B a r t u a l
H
ace unos meses, el diario El País1 publicaba un artículo muy sintomático, en mi opinión, de los prejuicios generalizados que sigue habiendo en torno al uso clínico de agentes psicodélicos. En él se hacía referencia [pg-187] al trabajo de dos investigadores noruegos en torno a los efectos positivos del LSD en terapias de abandono del alcohol. Sin embargo, en lugar de someter los resultados de dicha investigación a un análisis riguroso por parte de un especialista en el mismo campo, en el de la psiquiatría, el periodista simplemente le pide su opinión a un tal Benjamín Climent, responsable de la unidad de desintoxicación del Hospital General de Valencia. Este especialista, que por sus declaraciones deja en 1 http://sociedad.elpais.com/ evidencia sociedad/2012/03/16/actuaque, en lulidad/1331914949_198325. gar de leer html
Factor Crítico
detenidamente el trabajo de los noruegos, tan solo emite un juicio de opinión sobre sus resultados, pretende dar carpetazo de forma definitiva a la cuestión afirmando que «plantear que el uso de una dosis única de ácido lisérgico es capaz de disminuir el consumo de alcohol durante entre tres y seis meses es muy poco razonable». Independientemente de que tenga o no razón, me parece bastante preocupante la actitud acientífica de este supuesto especialista frente a dicha cuestión. Acientífica porque, en primer lugar, el dictamen del especialista banaliza los resultados de una investigación que no propone el uso del LSD como «medicina», sino como apoyo dentro de una psicoterapia conductual. Y segundo porque se niega a evaluar de forma seria las investigaciones que, en la misma línea, se realizaron en Harvard durante los años sesenta y cuyos resultados fueron aún más espectaculares que los de los noruegos. Si para discutir cualquier argumentación de
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Las drogas en la prensa de principios de siglo… ¿XX o XXI?
carácter científico lo único coherente es recurrir, precisamente, al método científico para rebatirla, me resulta bastante curioso que, cada vez que surge una noticia parecida sobre drogas psicodélicas, los contraargumentos estén invariablemente basados en apelar al «sentido común». «Es muy poco razonable», «el LSD presenta toxicidad física» (¿y la morfina usada para reducir el dolor no? ¿y las benzodiacepinas usadas actualmente en terapias de alcoholismo tampoco?).
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El sentido común está muy bien, quién va negarlo, pero el problema es que a veces no se lleva muy bien con el método científico. Cuando en el neolítico mirábamos el cielo y veíamos cómo se movían todas esas cosas brillantes allá arriba, el sentido común nos decía que eran dioses moviéndose alrededor nuestro. Y, sin embargo, unos años más tarde (no demasiados, en realidad, a nada que tomemos un punto de vista un poco amplio) se demostró que, en realidad, el sentido común estaba equivocado: que éramos nosotros los que nos movíamos en torno a ellos y que, además, no eran dioses. Y todo gracias al método científico y a la prueba y al error. Pero al parecer ciertos especialistas prefieren seguir apelando al «sentido común» para emitir sus diagnósticos en lugar de consultar la literatura especializada, sobre todo cuando de lo que se trata es de figurar en los medios de comunicación. Y el caso es que lo que dice la literatura especializada a este respecto es sorprendente; en parte porque los resultados de este tipo de estudios han sido silenciados o desdeñados sistemáticamente por la prensa desde los años 70 y también por la mayor parte comunidad científica, lo cual hace que sean virtualmente desconocidos por el gran público.
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La conocida cantante Alaska con Albert Hoffman, el mejor ciclista del mundo
Los investigadores que de manera más sistemática y seria han estudiado este tipo de sustancias (pienso en gente como Leary, Alpert o Hofmann) no han detectado que el LSD, la psilocibina o la mescalina produzca ningún tipo de efecto físico negativo a largo plazo en el paciente. Recuérdese, aunque solo tenga valor anecdótico, la longeva edad alcanzada por
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estos tres científicos, 101 años, en el caso de Hoffman; o el modo en que Leary se fugó de prisión descolgándose a pulso por un cable. Por supuesto, el efecto producido por el uso de estas sustancias en circunstancias indebidas le puede llevar a uno a querer tirarse por la ventana. Pero ¿a alguien se le ocurre usar morfina o insulina en circunstancias indebidas? Yonquis y suicidas, sí. Y sin embargo, a nadie se le ocurre negar que la primera sea de utilidad a la hora de calmar el dolor de un cáncer, o que la segunda sea necesaria para los diabéticos por mucho que una inyección de insulina siga siendo una de las formas más certeras e indetectables de matar a alguien. Creo, sinceramente, que debería replantearse el debate sobre las drogas psicodélicas no desde un presupuesto ideológico como el que utilizan estos supuestos «especialistas», sino desde un presupuesto científico: es decir, que alguien que haya experimentado seriamente con ellas nos diga en qué medida se parecen o son diferentes a otras que sí se utilizan con fines clínicos, y si sus efectos beneficiosos podrían justificar su uso bajo unas ciertas condiciones de seguridad.
El problema es que, como decía antes, estos experimentos y estudios ya existen desde hace mucho tiempo aunque en rarísimas ocasiones se saquen a relucir. Pero lo cierto es que usando LSD en sus terapias, Alpert y Leary consiguieron aumentar espectacularmente la tasa de reinserción de presos en el penal de Concord, Massachussets (sí, allí donde el lago Walden) hasta el punto de poner al departamento de psicología de Harvard al borde de la euforia hasta que el gobierno de E.E.U.U. decidió dar carpetazo a sus investigaciones, ilegalizar la dietilamida del ácido lisérgico y condenar al Dr. Leary a veinte años de cárcel por la tenencia de dos colillas de porro de marihuana. Hechos sólidos como estos y no la mera opinión de un «especialista» es lo que puede encontrarse en Los secretos del universo, un fanzine de los creadores del ya mítico Jo Tía!, que hemos decidido reseñar en esta sección y no en la que en principio le correspondería, la de ensayo, atendiendo sin que sirva de precedente, más a los puntos de venta donde puede encontrarse (librerías especializadas en cómic) que a su naturaleza.
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cas, la breve historia de su estudio en el ámbito de la psicoterapia y la neuropsicología, así como las implicaciones filosóficas que su uso no necesariamente continuado acarrea.
A la izquierda, Cary Grant y sus testimonios públicos en defensa del LSD; ¿quién se acuerda de ellos ahora? A la izquierda, el Dr. Timothy Leary; según Nixon, «el hombre más peligroso de América».
Los secretos del universo es el primer volumen de una serie de tres que, a juzgar por los temas anunciados para el siguiente número (hipnotismo, pensamiento mágico e inconsciente colectivo), parecen estar dedicados a examinar de un modo desprejuiciado y serio la base científica que puedan tener toda una serie de disciplinas, desdeñadas tanto por la ciencia como por el sentido común, que se dedican, como la psicología, pero a su modo, al estudio de la condición humana. (¿Y quién dice que la psicología sea una ciencia?). En el caso de este primer volumen, el tema central son las drogas psicodéli-
En este último sentido quizá lo más interesante de Los secretos del universo es el esfuerzo con el que se insiste en que más allá de su uso recreacional, las sustancias psicodélicas pueden producir y producen importantes cambios en la forma de pensar de quienes las han probado, siempre y cuando se hayan probado en el entorno adecuado, con la guía y la información adecuada, y sobre todo, con la intención de utilizarlas como una herramienta de autoconocimiento. De ello nos hablan, desde extremos ideológicos opuestos, pero en el fondo no irreconciliables, nuestro ultimo hippie, Pau Riba y, agárrense los machos, Fernando Sánchez-Drago, en dos lucidísimas entrevistas (y en el caso de este ultimo no trato de ser irónico al usar el adjetivo «lúcido»; cualquiera que lea lo que dice Dragó en esta entrevista, corre el riesgo de cambiar radicalmente su opinión sobre él por muy mal que le caiga el personaje que este señor suele interpretar en los medios).
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Quizá el mayor acierto de Los secretos del universo sea comenzar el volumen con un larguísimo artículo en el que se hace un recorrido a través de diversas escuelas contrapuestas de pensamiento filosófico y social (materialismo vs. idealismo, monismo vs. dualismo, determinismo vs. libertad, etc.) para desembocar en el modelo cibernético de comportamiento de Norbert Wiener, que para el señor Nabucodonosorcito, editor de Jo tía! y Los Secretos, refleja de manera más certera lo que uno aprende acerca del funcionamiento de la mente humana después de experimentar el mundo bajo los efectos de los psicodélicos. Es posible que el modelo cibernético de Wiener (que en principio puede parecer una versión extrema del conductismo de Skinner) se dé de tortas con otras grandes teorías de la mente asociadas a la psicodelia, como la de Jung, que en esta casa somos muy de Jung, quien no sentía tanta aversión al pensamiento mágico o a la posibilidad de que exista otra cosa más allá de las relaciones causa-efecto. Es posible, decía, que la psicodelia pueda llevar a sistemas psíquicos distintos (aunque perfectamente compatibles si se examinan de cerca) y que los autores
de estos Secretos del universo se hayan decantado solo por uno de ellos, y sin embargo en ningún momento hacen un uso dogmático de las teorías acerca del comportamiento y la percepción humana que manejan. Y si se alejan del dogmatismo es porque han aprendido muy bien la lección de la psicodelia: el mundo es el hombre, el hombre es discurso, el discurso es lenguaje y el lenguaje es ficción. [pg-192]
Y las ficciones pueden ser útiles o no. El LSD tan solo sirve para hacer al ser humano consciente de esto, y de este modo darle las herramientas necesarias para librarse de aquellas ficciones que ya no le son útiles, de las ficciones que ya no le sirven para explicar el mundo. Los secretos del universo es una de las ficciones más útiles que he leído desde que Thomas Pynchon publicó su última novela, así que no sé a qué esperan para leerse de cabo a rabo este volumen, informarse luego por su cuenta, para así poder después decidir, sin usar el maldito sentido común, si acercarse o no al Árbol del Conocimiento.
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Metamaus
de Art Spiegelman con Hillary Chute Po r Ro b e r t o B a r t u a l
A
demás de ser una de las cumbres en la historia del cómic, Maus es también una de las obras clave sobre el Holocausto, una referencia tan imprescindible como lo son los libros de Primo Levi, los de Imre Kertész o el documental Shoah de Claude Lanzmann. Pero quizá una de las cosas más fascinantes de Maus es el impacto que ha provocado en su propio autor, Art Spiegelman, quien todavía no ha podido librarse de la alargada sombra ratonil de su obra. Quizá porque nunca lo ha deseado, ya que durante todos estos años no ha hecho más que volver a ella una y otra vez; primero, en el magnífico prólogo de Breakdowns, recopilación de sus trabajos experimentales; y segundo, en este Metamaus. Algunos se llevarán las manos a la cabeza e incluso querrían decirle a
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Spiegelman que, por favor, no se torture tanto, que no siga metiendo el dedo en la herida para revolcarse de nuevo en material tan doloroso. 1 Aunque a juzgar http://www.youtube.com/pl por los documenaylist?list=PLJWCjsENkVUzD AjJCIefndyJgDpA7OLQu tales de Jacques Samson1, el Spiegelman de carne y hueso parece una persona de lo más afectuosa y extrovertida, siempre he pensado que la versión ficticia de sí mismo que presenta en sus cómics funciona más bien como una especie de Woody Allen neurótico (valga la redundancia) que hubiera perdido el deseo de hacer reír a su público. En cierto modo, su revisitación obsesiva de Maus es síntoma y metáfora de la comprensible incapacidad para el olvido del pueblo judío. Y a pesar de todo, si los síntomas de una neurosis son el caminar en círculos volviendo siempre al mismo punto donde se empezó, el camino que ha seguido Spiegelman desde la publicación de Maus ha sido más bien una espiral que avanza hacia
fuera. Pese a su modo de andar en círculos, ha sabido arreglárselas para caminar hacia delante; sobre todo en este Metamaus, pues lejos de remover dentro de la llaga, se las arregla para utilizar la célebre biografía de su padre con el fin de plantear nuevas cuestiones. Metamaus se presenta, en cierto modo, como «los extras» de Maus (que a su vez contienen unos «extras» de los extras, en forma de CD), pe-
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ro en realidad son bastante más que eso, pues sirven de punto de partida para reflexionar sobre la naturaleza de la literatura biográfica y del cómic. Metamaus funciona, por tanto, no solo como otro libro sobre el Holocausto, sino también como un ensayo teórico-práctico informal sobre el género y el medio en el que Maus se encuadra. Porque Spiegelman nos cuenta aquí de manera minuciosa cuál fue el proceso de criba y selección de material, así como las precauciones que tuvo a la hora de plasmar sobre el papel emociones ajenas. Es muy significativo, en ese sentido, el pasaje en el que habla del documental sobre Auschwitz en el que participó hace unos años (Art Spiegelman: von Katzen und Mäusen, Georg Stephan Troller, 1988) y cuyo rodaje le indignó, no solo porque el director le pidiera fingir lágrimas en alguna escena. Al parecer, en un momento del rodaje, Spiegelman vio como los encargados de producción discutían con unos campesinos polacos; querían rodar la entrada de un tren en Auschwitz, pero para ello la locomotora tenía que pasar por las tierras de los campesinos. Spiegelman exigió al director que rodase la negociación del pago, cosa que este último no
quería hacer. Y he aquí su primera lección para los escritores de obras biográficas: no te olvides de mostrar siempre la tramoya que apuntala tu narración. El lector y el espectador han de ser siempre conscientes de los trucos y falsedades sobre los que se asienta toda narración porque el hecho de que tu historia esté basada en una vivencia real, no quiere decir que sea más cierta o más creíble. [pg-195]
Spiegelman pone como ejemplo aquel pasaje de Maus en el que le pregunta a su padre por la banda de música de Auschwitz, la cual se ve claramente en un segundo plano de la viñeta. «¿La orquesta?», contesta Vladek Spiegelman. «No. Recuerdo las marchas, pero ninguna orquesta…» La memoria de Vladek estaba haciendo trampa, pues es casi imposible que no escuchara alguna vez la orquesta de Auschwitz. Art podía simplemente haber obviado esta incoherencia en el relato de su padre y no incluirla en Maus. Parece en principio lo más sensato, pues así hubiera evitado que se pusiera en cuestión la historia de Vladek, como hicieron algunos lectores desde posturas neonazis, alegando que si no se acordaba de la orquesta es que nunca estuvo en Auschwitz. Sin embargo, Art decide dibujar
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dos viñetas, una con orquesta y otra sin ella, conservando ese fallo de memoria para que el lector se pregunte: «¿en qué otros pasajes de la historia se habrá equivocado Art?». Reconocer la posibilidad de error es un gesto honesto mediante el cual se establece una relación de confianza con el lector; mostrar los trapicheos que hay que hacer para filmar un
tren llegando a Auschwitz no resta verismo a una escena, lo añade, igual que esos rostros de gatos y ratones que según avanzaba Maus se iban transformando en caretas. Y es que todos los personajes, incluso aquellos que cuentan su propia historia, son actores: gente que se disfraza de lo que era para poder interpretar una vez más lo que pasó. Entre el material que incluye Metamaus son también muy interesantes las reproducciones de dibujos originales de algunos de los presos, los cuales nos permiten intuir por qué Spiegelman consideró el cómic como el medio ideal para narrar la historia de un superviviente del Holocausto. Quizá el cómic sea un medio privilegiado, en general, para el género biográfico, y sobre todo para el autobiográfico, ya que mientras que el escritor utiliza material ajeno, o al menos común a todos (las palabras)
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para escribir sobre su vida; el autor de cómics utiliza algo suyo, ya que el trazo del lápiz sobre el papel no es más que un rastro del gesto propio. En ese sentido, quizá el gesto gráfico manual tenga más importancia en Maus que en casi cualquier otra obra (auto)biográfica por la manera que tiene de remitir, en su aparente descuido y tosquedad, al gesto de los dibujos de Auschwitz realizados por algunos presos como Mieczysław Kościelniak y, sobre todo, Alfred Kantor: manos moviéndose rápidas sobre el papel para ocultarlo si es necesario. Maus es un cómic que casi parece haber sido dibujado clandestinamente.
Metamaus es un libro imprescindible no solo para comprender el Holocausto, sino también para entender la alquimia que se produce al traducir los gritos y la sangre a palabras y dibujos, una clase magistral sobre la dramatización de la realidad.
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Metamaus
Art Spiegelman, con la colaboración de Hillary Chute Traductor: Cruz Rodriguez Juiz Reservoir Books (Random House Mondadori) ISBN:9788439725428 300 pp.
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The Death Ray de Daniel Clowes Po r J u a n Fe r n a n d o G a r c í a
En septiembre 2011 la editorial canadiense Drawn and Quarterly reeditó The Death Ray de Daniel Clowes en una cuidada edición en tapa dura y papel de alto gramaje. Esta obra, publicada originalmente en 2004 en el vigésimo tercer número de su célebre serie Eightball, sirvió como colofón a la brillante andadura de esta revista. Normalmente cada número de Eightball constaba de varias historias de distinta extensión en las que Clowes daba rienda suelta a su habitual repertorio de seres desubicados, inadaptados o fracasados de la América profunda. En su último número, en cambio, optó por una historia larga, de cuarenta páginas, una extensión más parecida a los álbumes europeos que al comic-book americano. En The Death Ray, Clowes aborda el género más popular dentro del cómic estadounidense: los superhéroes. Este género alcanza en
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el país que lo vio nacer el estatus de mitología, superado en popularidad solamente por otra obra de ficción contemporánea, Star Wars. Pero Clowes no iba a tratar el tema desde un enfoque habitual con grandiosos héroes con trajes de colores que salvan el mundo y son adorados por el público. Andy, el personaje con grandes poderes retratado aquí, es un chico huérfano que vive con su abuelo; es introvertido, recibe palizas en el colegio y tiene serios problemas a la hora de relacionarse con las chicas. Hasta aquí podría parecer la misma premisa que Spiderman, el famoso hombre araña de la Marvel. Clowes no crea un personaje llamado a ser un icono y amado por el lector. Primero por el modo de conseguir sus poderes. Cuando llega a la adolescencia, edad de inicio en el negocio de casi todos los superhéroes, Andy prueba el tabaco por primera vez. Esa noche descubre que tiene una fuerza capaz de partir libros y levantar coches casi sin esfuerzo. La explicación llega más tarde: tras ser pillado fumando por su abuelo, este le da una caja, herencia del padre de Andy. El abuelo desconoce el contenido de dicha caja, sólo sabe que el padre de Andy le pidió que se la diera el día que se enterara de que
fumaba. En ella hay una carta en la que el padre de Andy explica que se dedicó durante mucho tiempo a buscar el modo de que su hijo no fuera un débil y un perdedor. Modificó genéticamente a Andy para convertirse en superpoderoso cuando la nicotina corriera por su sangre. Además, como complemento a este gran poder, en la caja hay una pistola que hace desaparecer sin dejar rastro a quien reciba un disparo suyo. No se trata del primer superhéroe drogadicto: Iron Man fue alcohólico y Speedy heroinómano. Una relación causa-efecto más directa entre droga y superpoder se encuentra en héroes como Hourman, que necesitaba una dosis de su fórmula Miraclo para obtener sus poderes. Parece que todo se pone de cara para Andy, pero en cambio utiliza sus poderes de forma egoísta y no se encamina hacia un destino de fama y gloria. Parte de la culpa la tiene su sidekick, en este caso su mejor y único amigo, Louie. Éste le aconseja sobre cómo y en qué usar sus poderes y no suelen compartir la ética limpia y pura de otros compañeros del gremio superheroico como Superman o el Capitán América. Todo se complica y sabemos que acabará mal desde la primera página, ya que la historia se desarrolla
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a finales de los setenta (Louie afirma haber conocido a Johnny Thunders en Nueva York) pero es contada desde el presente por un Andy maduro, solitario y bastante acabado. 2011 no sólo vio la reedición de esta obra sino que además fue testigo de la comercialización de un muñeco articulado del protagonista, algo muy raro en los personajes de Clowes. Fue una edición limitada a 200 unidades y al precio de 105 dólares.
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Por fin, una de las mejores obras de Daniel Clowes ve la luz en España.
El rayo mortal
Daniel Clowes Random House/Mondadori 48 pp
Factor Crítico
¿Eres mi madre?
de Alison Bechdel Po r G o i o B o r g e
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s casi imposible que los lectores que amamos Fun Home no tengamos la tentación de leer ¿Eres mi madre?, de Alison Bechdel. La autora que escribió un libro sobre su padre, homosexual reprimido que presumiblemente prefirió suicidarse al escándalo público y al divorcio, ha publicado siete años más tarde un libro centrado en la figura de su madre, un personaje importante pero secundario en Fun Home. En la página 5 la fuerte relación entre ambos libros se plasma de manera visual en una viñeta que produce un escalofrío a cualquier lector de Fun Home. Ésta:
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Factor Crítico
Les explico: como otros autores de cómic, Bechdel escribe libros autobiográficos. Fun Home cuenta la historia de su infancia hasta que ella misma sale del armario, justo antes de que su padre se suicidara tirándose delante de un camión de una compañía panificadora. Y esta inocente imagen, más allá del gusto de Bechdel por el encuadre y la simetría, nos advierte de que un camión de emociones puede arrollar a un pequeño coche que se busca la vida, mientras nos golpea el corazón al pensar si los paralelismos vitales e intelectuales de Alison y su padre pudieran suponer el mismo final para ambos… No creo necesario haber leído Fun Home para comprender ¿Eres mi madre?, pero ambos son excelentes y se complementan, aunque Fun Home sea probablemente más accesible; ¿Eres mi madre?, aunque relata también episodios de la infancia de la autora, se centra en su vida adulta, desde que marcha a la universidad y empieza su trabajo de dibujante, hasta que escribe Fun Home, el libro sobre su padre, y, años más tarde, comienza a escribir el mismo libro que comentamos. Una autobiografía en que la relación con su madre es el principal eje de la narración, y donde los problemas familiares arras-
trados y las propias obsesiones de Bechdel se plasman en un narrativamente armonioso y fantástico panel vital.
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En este panel se articulan relaciones entre mujeres a tres niveles: madre-hija, terapeuta-paciente, y amante-amante, y los tres tipos de relaciones se describen en una mezcla continua en los episodios vitales de Alison: las escenas describen la relación con su madre mientras las explicaciones o los bocadillos son los que su terapeuta le ha explicado o lo que ha encontrado en sus lecturas sobre terapia; o está con su pareja mientras mentalmente recuerda las cartas que se escribían sus padres. La autora revela la planificación del libro del mismo modo que combinando todos estos elementos tratará de explicarnos el resultado de una deconstrucción aplicable a la literatura y al análisis.
camente único personaje masculino del libro –y de dibujo turbadoramente parecido al padre de Alison, por cierto. La lectura de Winnicott ayuda a Alison a interpretar su vida: desde las necesidades emocionales del niño y la madre, al paralelismo relacional de la terapeuta con la madre y el paciente con el niño, pasando por las relaciones con los objetos, la interpretación de los sueños, o los simbolismos como los diarios o los espejos. Bechdel sigue dejando de todos modos sitio para la literatura, con su referencia continua a los libros precisamente biográficos de Virginia Woolf, y a aquellos que liberaron a la atormentada autora inglesa de los recuerdos traumáticos sobre sus padres.
La terapia y el psicoanálisis son el método principal que Bechdel utiliza en su libro. Al igual que la literatura (y la cultura en general) era en Fun Home el modo en que la familia conseguía relacionarse y apasionarse, en ¿Eres mi madre? la compulsiva necesidad de hacer, leer e interpretar su terapia cubre de un manto todo el libro, como puede verse en el croquis de la página anterior, donde la estructura visual viene reforzada con los textos de Donald Winnicott, un especialista británico en el piscoanálisis infantil y prácti-
Entiendo que con esta reseña el libro puede parecer serio. Diré más, su uso abundante del texto, de un texto técnico en ocasiones, sobre psicoanálisis lo puede hacer duro. Y todavía añado que es algo más, es casi devastador. Su mirada no sincera sino completamente transparente al interior del alma de Alison desarma cualquier introspección personal que yo al menos haya sido capaz de hacerme, aunque los psicoanalizados que lean el libro podrán juzgarlo mejor (se me antoja también que el nivel
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de interpretación intelectual de la terapia y el psicoanálisis de la protagonista y autora no es tampoco el más común). El análisis no se queda sólo en las relaciones familiares, amorosas y/o terapéuticas, sino que hay un sitio esencial para la eclosión y desarrollo del sentimiento creativo en el artista, cuyas motivaciones psicológicas se explican en momentos clarividentes, o la conciencia que supone la orientación sexual, sin la cual Bechdel asume que nunca se habría atrevido a reconocer el divorcio entre mente y cuerpo que le brindaban su educación y su familia.
Haber aunado todo esto en un libro armonioso resulta un trabajo titánico. Como narración visual, ¿Eres mi madre? es un trabajo impecable, como ya lo era Fun Home. Cada uno de los siete capítulos comienza con un sueño de Alison que transcurre sobre fondo negro, mientras que todo el capítulo (¿tal vez los periodos de vigilia de una semana de narración?) transcurre sobre fondo blanco, en una línea clara y un entintado aguado. El blanco y negro sólo se rompe con ligeros tonos de rojo o granate, en una curiosa simetría simbólica con Fun Home, donde este único color presente era un triste azul. Las
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transiciones entre las líneas maestras del relato ya mencionadas (a los que hay que sumar sus pasajes del pasado que representan a Winnicott trabajando con niños, o a Virginia Woolf explicando sus libros) se realizan con elegancia, integrando todas las partes de la narración de manera fluida mediante objetos, gestos y marcas. El control del encuadre y la viñeta se utiliza para crear emoción y relacionar personajes, y su alcance se observa muy bien en las relaciones con las terapeutas. En general, los baqueteos psicológicos de la mente de Alison están bien conseguidos, incluida la profusión de textos mencionada. Todo ello en un volumen que retuerce el concepto de metalibro, al explicar sus motivos,
el proceso de su confección, la relación del libro con la obra anterior del autor, la vida de los personajes reales en que se basa… Al escribir esta reseña, me había planteado llamar Bechdel a la autora y Alison a la protagonista, pero no siempre ha sido fácil decidir quién es quién. Lo cual también sería un tema objeto de análisis del libro… [pg-205]
¿Eres mi madre?
Alison Bedchel Traducción:Rocío de la Maya Retamar ISBN:ISBN: 9788439726050 Mondadori Barcelona, 2012 304 pp
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Kung fu infinito
de Kagan McLeod por David Urgull
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econozco que hubo un tiempo en el que practiqué el kárate. Tendría yo catorce años, plena pubertad acalorada, cuando me dio por arrastrar mi joven esqueleto por el tatami de algún gimnasio olvidado. Dos años duró mi énfasis luchador y creo que llegué a cinturón verde, o algún otro color medianamente agresivo. ¿Qué hacía un chaval donostiarra dando patadas al aire cuando debería estar jugando al frontón, mucho más varonil, como cualquiera sabe? La respuesta está en el poderoso e inevitable influjo de aquella malsana película llamada Kárate Kid. Sí, todos recordamos aquel mantra del señor Miyagi: «Dar cera, pulir cera», dichosa frasecita que se coló en nuestros inocentes cerebros para infectarlos del virus de las artes marciales. ¿Quién no lo ha repetido alguna puñetera vez? ¿Quién no ha imaginado ser Ralph Maccio practicando en los recreos del cole aquella estrafalaria patada voladora? ¿Quién se libró de aquello? Yo no.
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Factor Crítico
Claro que antes estuvo el maestro Po y el inolvidable y maravilloso pequeño saltamontes y mucho antes fue Bruce Lee quien abrió la puerta, la gran puerta (la del cine y la televisión) de Occidente al mundo del Kung Fu, del Kárate, del Judo y de todas las artimañas de combate asiático. A esta lista deberíamos añadir a Chuck Norris, Steven Seagal, Jean Claude van Damme, Jackie Chan y no sé cuántos más, infinidad de ellos, desde estos nombres productos holywoodenses, hasta insuperables filmes de serie Z made in Hong Kong. De todos ellos, de los más clásicos a los más underground ha bebido Kagan McLeod para construir su particular visión del mundo de las artes marciales, una visión plasmada en un monumental cómic de 400 páginas titulado Kung Fu infinito. El título es una clara referencia a la teoría budista de la reencarnación constante para la mejora espiritual permanente, algo así como una teoría de la relatividad espiritual en el que el alma ni se crea ni se destruye, simplemente se transforma. No sólo encontramos recetas pseudo-tibetanas
a lo Richard Gere en el libro, también están los hermanos Wachowski, los monjes Shaolín, el ying y el yang, la filosofía del Muay Thai, el arte de la guerra de Sun Tzu y todo lo que Kagan McLeod ha ido tragando y tragando de la televisión, Blockbuster y Youtube mientras pasaba las tardes de colegio practicando patadas voladoras. [pg-207]
Factor Crítico
La historia comienza hablándonos de ocho inmortales que se dedican a mantener los distintos mundos, o planos de un mismo mundo, en paz y orden. Sin embargo, estos semidioses del tatami no dan abasto, este mundo y todos los demás están a punto del caos definitivo, así que deciden adiestrar cada uno a un pupilo, al que enseñarán el noble arte del Kung Fu, para que estos becarios puedan por sí mismos mantener el mundo de los vivos en paz y armonía. El problema, la culpa, como siempre, bien lo sabe quien haya sido becario alguna vez, está en la incom-
petencia de estos alumnos que una vez introducidos en el mundo del Kung Fu pierden el norte y se vuelven malignos, venenosos, terroríficos. Por si esto fuera poco hay que sumarle a la historia, la vuelta de tuerca genial, un problema de superpoblación en el infierno, hay demasiadas almas y pocos cuerpos disponibles. ¿Cómo soluciona un seguidor del Gordo Feliz (pronúnciese Buda) la escasez de cuerpos? Sencillo: ocupando cadáveres. ¿Qué tenemos entonces? Igualmente sencillo: zombis. Claro que no son unos zombis cualesquiera, no, estos son zombis karatecas, zombis que practican la garra del tigre, la grulla saltarina o el mono aullador y con una agilidad que escandalizaría a los seguidores de The Walking Dead. Así que partiendo de estos dos ingredientes primarios, como si de un Ferrán Adriá se tratara, Kagan McLeod cocina una historieta sorprendente sazonada, por si quedaba sosa, con un poco de Ang Lee, las co-
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reografías de Prachya Pinkaew, Lenny Kravitz, Kill Bill, George Romero, Shaun of the Dead y cualquiera sabe qué otros subproductos que hayan podido perforar sus neuronas. Una mezcla perfecta de lo más decadente, o la metáfora más pura si se quiere, del mundo occidental, los zombis, y de los tópicos orientales más manidos: la reencarnación y el Kung Fu.
da golpe, pero especialmente porque ha hecho lo que le ha dado la gana y eso siempre revitaliza a los pequeños saltamontes como yo.
Kung Fu infinito me parece una obra extraordinaria, por original, por divertida, por gamberra, por inesperada, porque aún recuerdo con ternura al señor Miyagi, porque Kagan McLeod es un dibujante de los grandes, porque nos hace ver con precisión fotográfica cada movimiento, ca-
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Kung Fu infinito
Kagan McLeod ISNB: 9788467909647 474pp
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The Long Tomorrow
de Moebius y Dan O’Bannon p o r Ro b e r t o B a r t u a l
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on motivo del aniversario de la muerte de Jean Giraud «Moebius», Norma ha decidido recopilar en varios tomos el trabajo del dibujante francés para Métal Hurlant, cosa que ya hiciera en los noventa Ediciones B sin llegar a completar su edición. Para empezar, Norma, igual que Ediciones B, ha elegido la que es quizá la historieta más importante que publicó en dicha revista, The Long Tomorrow, que a su vez es, sin duda, uno de los cómics más influyentes de la historia, no tanto en su propio medio sino en el cinematográfico. The Long Tomorrow nace, de hecho, del intento frustrado de realizar una película que, con el tiempo, ha pasado a ocupar un lugar privilegiado en el panteón del cine imaginario: aquella adaptación de Dune de Alejandro Jodorowsky
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y Moebius en la que Salvador Dalí hubiera interpretado el papel del Emperador Shaddam IV sentado en una taza de wáter por imposición propia. (El pintor catalán, con mucho tino, no pudo concebir un trono mejor). Quizá esta digresión sirva para describir el tono de The Long Tomorrow, la historia que ideó el guionista Dan O’Bannon mientras esperaba a que diera comienzo el rodaje de la película y que a Moebius le gustó tanto que se ofreció a dibujarla. Si bien Dune se vino abajo por la imprevista retirada de la compañía que la financiaba, el único producto terminado que salió de aquel fiasco, The Long Tomorrow, actuó como caja de resonancia para algunas de las mejores obras de ciencia-ficción del último
cuarto de siglo. Poco después de su publicación, O’Bannon llamó a Moebius para pedirle su colaboración en otra historia que había escrito. Su título, Alien. Con Ridley Scott y H.R. Giger en la coctelera, el guionista O’Bannon parió el primer slasher moderno, con perdón de Dark Star de John Carpenter, escrita también por él mismo, y del padre de ambas, La Cosa del Otro Mundo, de Christian Nyby y Howard Hawks. [pg-211]
Unos años después, mientras trabajaba en Blade Runner, Ridley Scott se acordaría del cómic que habían hecho sus dos colaboradores y se inspiró en él para crear la alucinógena atmósfera de ese Los Ángeles de óxido y carne sintética que, con el tiempo, ha resultado ser más profética que cualquier film político de la anterior década. Cualquiera que se pasee hoy en una noche lluviosa por el downtown de
Factor Crítico
Los Ángeles mirando sus edificios de ventanas tapiadas se dará cuenta de lo mucho que esta ciudad le debe a Scott, a Moebius y a O’Bannon, verdaderos autores de su aspecto actual. Aquí están ya, en The Long Tomorrow, todos los ingredientes que hicieron posible Blade Runner, con perdón de Philip K. Dick. El detective engañado por una mujer fatal que no es quien dice ser… en términos biológicos; el concepto de ciudad colmena estructurada en niveles como quien estructura una sociedad por castas, como también ocurrirá en Brazil o El Quinto Elemento; por no hablar de la parafernalia tecnológica, los embotellamientos aéreos, o la oscuridad perenne de una ciudad inserta en pleno desierto medioambiental.
William Gibson confesó su deuda con The Long Tomorrow a la hora de inaugurar el ciberpunk; otros, como el tenebrísimo Spielberg de Minority Report, también deberían hacerlo. Por su parte, Paul Verhoeven nunca tuvo necesidad de confesarse cuando estrenó Desafío Total: ya lo hizo O’Bannon firmando con su nombre el guión de la película. Cómic histórico con mil hijos bastardos, The Long Tomorrow es uno de los hitos menos reconocidos de la ciencia-ficción del siglo XX. Una oportunidad perfecta para redescubrirlo.
The Long Tomorrow (y otras historias)
Moebius y Dan O’Bannon Norma Editorial 56 pp.
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C uento
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Only a fool in here would think he's got anything to prove
De repente llaman a la puerta
de Etgar Keret Po r M i g u e l C a r r e i r a
Bob Dylan «Things have changed»
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tgar Keret ha publicado cinco libros en España, si incluimos De repente llaman a la puerta que acaba de publicar Siruela y seis, si sumamos también —y no veo por qué no habríamos de sumarlo— el estupendo Papá escapó con el circo (Fondo de cultura económica de España, 2009). Este Papá escapó con el circo cuenta cómo un padre abandona a su familia para poder cumplir su sueño de trabajar en un circo ambulante. Es un libro que habla sobre sueños perdidos y sobre cómo los deseos pueden estar en lugares distintos al amor o sobre cómo el amor, los deseos y los sueños pueden discurrir por cauces paralelos y seguir trayectorias que no siempre se tocan y no siempre son fáciles de entender, quizás por-
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que ni el amor, ni los deseos, ni tampoco los sueños se han hecho para ser entendidos. No sabemos exactamente para qué se han hecho —aparte de ciertas ventajas evolutivas, que hoy han quedado bastante anticuadas— pero sabemos que no se han hecho para ser entendidos. La edad de lectura indicada de Papa escapó con
el circo es de cinco a nueve años. Como ya ha publicado seis —definitivamente, diremos que son seis— libros en España, Siruela ha supuesto que era un buen momento para que Etgar Keret hiciese un gira por estos lares y potenciar así la promoción de De repente llaman a la puerta. Gracias a esto, nosotros nos encontramos con Etgar Keret, que es un señor más bien pequeño, correctísimo, que saluda tímidamente y se presenta como «Etgar». Sucede entonces que, por la forma en la que se presenta como «Etgar», por la forma muy particular de mostrar sencillez —sin que se note que esté intentando mostrar sencillez— y por cierta bonhomía, uno sabe que, en adelante, en lo que queda de texto, a Etgar va llamarle Etgar, y no «señor Keret» o «el autor» o ese tipo de cosas a las que se suele recurrir en reseñas como estas. A pesar de la timidez y a pesar de que se enfrenta a un grupo de gente —un grupo no demasiado grande, pero que, sin duda,habría bastado para intimidar a un tímido incurable—, Etgar se desenvuelve con naturalidad. Se le nota acostumbrado a estas situaciones y aunque quizás sería excesivo hablar de aplomo, sin duda está bastante más cerca del aplomo
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de lo que uno habría sospechado tras el saludo inicial. Etgar, allá en Israel, es un auténtico superventas y su éxito en otros países es más que notable. En EEUU, por ejemplo, sus libros anteriores habían funcionado bastante bien y De repente llaman a la puerta está funcionando muy bien. Además ha recibido el beneplácito, a veces entusiasta, de voces reconocidas y poco sospechosas de condescendencia, como Salman Rushdie. Etgar ha ganado también varios premios. En Francia ha sido condecorado como «Caballero de la orden de las artes y las letras» y, como director de cine, ha ganado en Cannes el premio «cámara de oro» por su película Jellyfish (rodada al alimón con su esposa Shyra). Todo esto Etgar no lo cuenta, claro. Lo que Etgar cuenta es que el libro ha funcionado muy bien en Israel y eso a pesar de que se suponía que el grueso de su público estaba entre los lectores más jóvenes (entre los dieciocho y los veinticinco, la primera franja de lo que en el mundo editorial —y también en el mundo electoral— se considera edad adulta) y a pesar de que él mismo confiesa que no estaba seguro de cómo iba a recibir ese público tan joven un libro en el
que tienen más espacio que nunca preocupaciones adultas, como hacer cola en un banco, relacionarse con una exmujer, relacionarse con los hijos cuando tienes una exmujer o pagar una hipoteca. Nos llama la atención que, durante la conversación, Etgar repite varias veces lo de la hipoteca. Llama la atención porque, como hemos visto, Etgar se gana la vida muy bien vendiendo libros, así que parece poco probable que Etgar tenga ahora mismo problemas importantes con la hipoteca y, si los tiene, lo más seguro es que sean problemas distintos de los que podamos tener usted o yo. Pero aún más probable que esto puede ser que, si Etgar alude varias veces a las hipotecas, no es porque le preocupe su caso particular, sino porque lo encuentra un recurso apropiado, una forma de ejemplificar de manera breve y directa la evolución temática de este último libro hacia un universo más adulto. La alusión a la hipoteca sería entonces un recurso que ya habrá utilizado en otras ocasiones y en cuya efectividad confía porque Etgar sospecha que pagar una hipoteca es una de las cosas más representativas que hay
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de la vida adulta. Sin embargo, existe otra posibilidad para esta alusión reiterada de Etgar a las hipotecas. Una posibilidad desagradable, que nos resulta incómoda, porque a estas alturas ya nos hemos acostumbrado a llamar Etgar a Etgar y esta es una de esas posibilidades que podrían hacer involucionar nuestro afecto hacia una posición de retaguardia —ergo, defensiva— en la que tengamos que retomar el uso de términos como «Sr. Keret» o «el autor», la posibilidad de que Etgar haga más alusiones de las habituales a las hipotecas porque está en España y porque se ha enterado de todos o de buena parte de los problemas económicos que asolan en el país, incluído el gravísimo problema de los desahucios de viviendas. Este pensamiento es más o menos importante —o por lo menos relevante—, porque de ser este el caso, si es cierto que Etgar abusa de las alusiones a hipotecas porque sabe que es un asunto delicado en nuestro país, entonces tendríamos que enfrentarnos a dos posibles razones que expliquen las referencias: la primera de ellas es que Etgar sea bastante más cínico de lo que parece y que haya diseñado una campaña de comunicación que incluye sucintas alusiones a la actualidad económica en
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España, con la esperanza de ganarse algunos titulares y aumentar la notoriedad en sus entrevistas; y dos, que Etgar realmente esté muy preocupado por las hipotecas y que se haya enterado de que en España el asunto de las hipotecas y los desahucios se ha convertido en un problema gravísimo, que está privando a la gente de sus casas ante la inoperancia de un gobierno (o dos) que no puede, no quiere, no sabe o no considera necesario diferenciar entre ciudadanos que se han visto envueltos en operaciones especulativas para comprar un lugar en el que vivir y ávidos especuladores interesados en ganar mil millones arriba o abajo para amarrar un yate nuevo en Puerto Banús. Como la duda nos corroe comprobamos que esta alusión a las hipotecas Etgar la ha hecho también en entrevistas concedidas en otros idiomas y en otros países así que podemos descartar cualquiera de los dos escenarios anteriores (a menos que queramos tensar la hipótesis hasta el extremo y suponer que Etgar es un
tipo realmente maquiavélico, que lleva años urdiendo una sofisticada trama para afianzar su posición en el mercado editorial español) y volver a la suposición inicial, que, simplemente, Etgar considera que pagar una hipoteca o estar al tanto de los mercados bursátiles —que aparecen bastante en el libro— son dos de las cosas más adultas que uno puede hacer en esta vida. Cuando Etgar habla de las ventas de su libro lo hace un poco por encima, pero sin querer quitarle importancia. Su postura es la de quien sabe que vender libros es parte de su profesión, y habla sobre ello de la forma en la que hablaría alguien que conoce el tema pero no se siente condicionado por él, ni a favor ni en contra. También habla del tiempo que llevaba sin publicar y dice que se debe, entre otras cosas, a que ha estado ocupado enseñando —es profesor universitario— y haciendo cine. Por cómo lo dice —aunque no sabríamos explicar cómo lo dice— da la impresión de que hacer cine es lo que más interesa ahora mismo a Etgar. No obstante, aquí hemos venido a hablar de su libro. Un espacio para el cine, una última parada y vamos allá.
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Factor Crítico http://www.youtube.com/watch?feature=player_embedded&v=baUG5er7s7A
La última parada antes de llegar a De repente llaman a la puerta es, esperamos, una parada necesaria. Hay cosas que conviene dejar atadas y bien atadas antes de subirse a un coche. El que tenga hijos sabe que tenemos razón. Sobre el oficio de escribir Etgar nos cuenta dos cosas que pueden ser especialmente ilustrativas acerca de cómo encara él su oficio de escritor. Cuenta que siempre le ha llamado la atención que a los niños se les hable de libros de forma distinta a como se les habla de cine o de música. A los niños —y no sólo a los niños, en realidad, podríamos extender la metáfora—, cuando se les habla de cine, se les dice que el cine es divertido, que es emocionante, que es excitante. Cuando se les habla de música se les dice que es bonita, que es divertida, que es apasionada. Puede variar la elección de términos, pero la idea va por ahí. En cualquier caso, cuando se les habla de libros, cuando se les habla de leer, a esos mismos niños se les cambia la terminología. Leer es algo que se hace en las escuelas, algo que los padres saben que se debe inculcar, algo a lo que quizás sea bueno asignar unos horarios para asegurarse de que los niños lo hagan con cierta regularidad
porque leer, se les dice, es importante. Etgar nos cuenta otra anécdota, que no utiliza para ilustrar la anterior —la anécdota la cuenta bastante después y aquí sólo estamos haciendo un pequeño montaje— aunque tiene mucho que ver. En el fondo es la misma, pero en la forma es mejor. Casi podríamos decir que la anterior es la glosa de esta. Etgar nos cuenta que, cuando publicó su primer libro, un fotógrafo fue a su casa a hacerle las fotografías. Por entonces Etgar tenía el pelo muy largo así que al fotógrafo le pareció que sería una buena idea hacerle algunas fotos colgando del revés, con el pelo cayendo hasta el suelo. A Etgar la idea le pareció muy divertida, así que hicieron las fotografías. Los dos coincidieron en que aquello había sido una buena idea y que aquellas serían, sin duda, las fotografías seleccionadas. El fotógrafo y Etgar debieron de caerse bien porque, antes de salir, el fotógrafo quiso despedirse deseándole a Etgar buena suerte. «Buena suerte con la banda.» Algo así. No sabemos lo que le costó a Etgar explicarle al fotógrafo que allí había un malentendido, que él ni tenía una banda ni era músico. Que era escritor y que acababa de publicar un libro
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de cuentos. Inmediatamente el fotógrafo decició que, efectivamente, allí había un malentendido y que el malentendido había dado pie a un error. Insistió en que había que sacar nuevas fotos, esta vez con Etgar mirando a la cámara con el puño en el mentón: «Al final —nos dice Etgar— en todas las fotografías de mi primer libro aparecía con el puño apoyado en el mentón».
plenas. Escribir cuentos es como ser piloto de motos y competir en 125 cc, es una forma de probar las condiciones, los reflejos, qué tal funciona en carrera y ese tipo de cosas que conviene saber antes de dar el salto a las categorías superiores. No es que, en no se piense que los pilotos de esa categoría no sean pilotos de verdad, pero debe quedar claro que siempre son aspirantes a otra cosa. [pg-220]
I\'ve been walking forty miles of bad road If the bible is right, the world will explode Bob Dylan «Things have changed»
De repente llaman a la puerta es un libro de cuentos. Todos los libros publicados por Etgar en España son libros de cuentos, excepto Papa se escapó con el circo que es un sólo cuento del que se ha hecho un libro, ilustrado, para más señas. Esta preferencia por el cuento y, sobre todo, el hecho de que no parezca tener ningún interés en pasarse a la novela, convierten a Etgar en un autor inusual. En España, ya se sabe, desde el punto de vista del mercado editorial, el cuento es una especie de cantera. No es un género de por sí, ni puede dar lugar a obras
Adaptación al cómic de Pizzería Kamikaze, uno de los cuentos de Etgar Keret, en colaboración con Asaf Hanuka;La Cúpula, 2008
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Con De repente llaman a la puerta vamos a intentar algo muy dificil y muy incorrecto y vamos a hacer lo posible para que de ahí salga algo bueno. Intentaremos resumir un libro de cuentos en tres de los cuentos que contiene a sabiendas de que si un libro de cuentos realmente se pudiese resumir en tres cuentos, entonces una de dos: o el libro sólo tiene tres cuentos o es un libro de cuentos muy malo al que le sobran muchos de los cuentos que lo componen, incluidos quizá los tres que se han utilizado para el resumen. Como De repente llaman a la puerta no se corresponde con ninguno de los dos casos lo que vamos a hacer es algo clara y flagrantemente incorrecto, pero esperamos que sirva para que el lector se pueda hacer una idea sobre una o dos cosas que nos parecen importantes. El primer cuento del libro y el último cuento del libro se reflejan entre sí. En el primer cuento del libro a un autor —de hecho, a nuestro autor— le obligan a contar un cuento a punta de pistola. Es un cuento bastante raro, porque primero hay un hombre que obliga al autor a que le cuente un cuento a punta de pistola pero no se explica por qué ese hombre tiene tanto interés en escuchar
un cuento. Luego empieza a llegar más gente, y todos amenazan al autor con hacerle cosas terribles si no les cuenta un cuento pero todavía no hay ningún personaje que explique por qué tienen interés en escuchar un cuento. Sí se apuntan algunas vaguedades, pero no hay una verdadera explicación, como tampoco hay una verdadera explicación acerca de por qué han escogido a nuestro autor para que les cuente un cuento, lo que lleva a este a preguntarse por qué esas cosas siempre le pasan precisamente a él y nunca a Amos Oz o David Grossman. Una pregunta que, quizás el lector concuerde con nosotros, es de lo más razonable. Nuestro autor, además, se pone muy nervioso, porque no está acostumbrado a contar cuentos a punta de pistola, así que no consigue imaginarse ningún cuento original y tiene que empezar a contar lo primero que se le pasa por la cabeza, que resulta ser una descripción bastante exacta de lo que está sucediendo allí en ese preciso instante. Esta terrible falta de originalidad irrita bastante a sus interlocutores que le explican que la realidad ya la conocen, que no han ido allí a que les cuenten lo mismo que viven todos los días y le exigen, con los malos modos que generalmente sólo se pueden permitir quienes lle-
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van armas en la mano, un poco de imaginación. El primer cuento nos hace recordar aquella sensación que tuvimos y que contamos un poco más arriba, cuando Etgar nos hablaba sobre el tiempo que había pasado desde su último libro y sobre cómo se había dedicado últimamente más que nada a enseñar y a hacer películas; entonces a nosotros nos dio la impresión de que lo que a Etgar le apetece de verdad ahora mismo es hacer cine, aunque esto no deja de ser una impresión subjetiva, sin nada que la sustente. En todo caso, el último de los cuentos de De repente llaman a la puerta vuelve a tratar sobre un autor al que obligan a escribir. En este caso se trata de un autor sobre el que la televisión pública alemana está haciendo un reportaje. La periodista encargada de la entrevista, una presentadora alemana de uñas muy largas, le pide que se ponga a escribir para poder hacer unas tomas de esas que siempre quedan tan bien, con el autor en plena labor, pero cuando el autor se pone en eso de la plena labor resulta que el autor es un actor muy malo —a pesar de que sólo hay un letra de diferencia entre las dos palabras, lo cual no sé en qué lugar deja al idioma castellano— y se le nota demasiado que no
está escribiendo de verdad, sino que sólo está haciendo como que escribe, por lo que la presentadora alemana que tiene unas uñas larguísimas le pide que escriba de verdad, que escriba mientras lo graban para que los alemanes puedan ver después en su televisión pública cómo es un auténtico autor israelí escribiendo. Estos dos cuentos los hemos resumido de forma muy esquemática, sobre todo el segundo, donde la verdad es que pasan muchas más cosas. Más que un resumen, hay que reconocer que lo del segundo cuento es una pequeña mutilación interesada. Además, ahora es posible que a la vista de estos dos resúmenes, el lector que no tenga un contacto previo con la obra de Etgar pueda tener la falsa impresión de que De repente llaman a la puerta es uno de esos libros que tratan sobre todo de escritores, y del oficio de escribir, y de las grandes cuitas que sufre un escritor cuando se enfrenta a la temible hoja en blanco. Sin embargo, no hay nada de eso. Estos dos cuentos son sin duda los que más se acercan a los tópicos habituales de la literatura sobre literatos y, la verdad, es que no se acercan tanto como puede parecer a partir de estos dos bocetos. Si los hemos escogido no es porque sean particularmen-
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te representativos, sino precisamente porque son excepcionales, pero a pesar de ser excepcionales son muy parecidos entre sí, lo cual nos lleva a pensar que ambos ocultan lo que, creemos, es
una de las claves de la literatura de Keret. Poco antes dijimos que, al leer el primer cuento, habíamos recordado la impresión que tuvimos hablando con Etgar, cuando nos habló acerca del tiempo que llevaba sin publicar un libro y acerca de cómo se había dedicado últimamente sobre todo a enseñar y a hacer cine. Ya hemos explicado que, aquello de que lo que de verdad le interesa a Etgar ahora mismo es hacer cine, no era más que una impresión nuestra a la que no debería dársele mayor credibilidad. Ahora diremos más. Ambos cuentos pueden servir al mismo tiempo como refrendo de esa teoría y como réplica a la misma. Ambos pueden delatar al mismo tiempo una cierta insatisfacción del autor a la hora de afrontar el cuento y una dependencia del autor respecto a la producción literaria. «La literatura puede darse manteniéndose perpetuamente en falta» Esto lo decía Blanchot, y conviene aprovechar la frase, porque no tiene tantas citas brillantes Blanchot como se suele pensar. Mejor dicho, tiene muchísimas citas brillantes —
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Factor Crítico
casi todo lo que escribió se puede citar y casi todo tiene un lustre magnífico—, lo que no tiene son tantas citas que después resulten útiles. Esta, en cambio, nos parece francamente valiosa. Otro día tal vez tengamos tiempo para volver sobre ella y dedicarnos a pensar cuánta de la teoría crítica —si es que se le puede llamar teoría crítica, aunque seguramente sí, porque hoy se puede llamar teoría crítica a cualquier cosa, cualquier día, ya verán ustedes, va a llegar un señor convencido de que bañarse en pulpa de papel debe ser considerado una estrategia exegética— de Blanchot queda por explicar una vez que se ha asumido esta frase en su totalidad (quizás no sea mucho). Pero hoy no estamos hablando de esto. Los dos cuentos que hemos resumido arriba apuntan a una posición ambigua del autor precisamente respecto a su labor como autor. Es verdad que una lectura inicial apunta a cierta reticencia de él mismo respecto a su actitud a la hora de afrontar el trabajo, pero hay otra lectura en la que lo que el autor hace es dejar traslucir lo contrario, esto es, que no es capaz de afrontar la vida sin la literatura. Quien siga las páginas de Factor Crítico sabrá que en ellas, en general,
no abundan las interpretaciones psicológicas. Pero hoy haremos una excepción. No quiere decir que nos vayamos a entregar a esas interpretaciones psicológicas, aunque tendremos que reconocer que, si las siguiente lineas se consideran psicologistas, no podremos alegar defensas demasiado convincentes. Una de esas defensas es que todo tiene su ocasión. Ya digo, nada demasiado convincente. [pg-224]
En los dos cuentos que hemos resumido arriba el autor se enfrenta a una agresión que le obliga a escribir. La primera es una agresión —o una amenaza— más directa, claro, pero en los dos casos se trata de gente que actúa en relación al autor de una forma que este percibe como violenta. Sin embargo, en el primer cuento, el lector estará de acuerdo en que tal situación es bastante improbable. Es decir, auque a nosotros no nos han apuntado nunca con una pistola suponemos que si eso llegase a ocurrir no sería para exigirnos que contemos una historia, ni tampoco nos pedirán una caricatura, ni interpretar una sonata. En definitiva, es altamente probable que, si llegamos a vernos amenazados a punta de pistola lo que se nos exiga no será ofrecer ningún ejemplo de nuestras habilidades en cualquiera de las bellas artes, sino con demandas más
Factor Crítico
clásicas, tales como el reloj y la cartera. Tenemos pues, en el cuento, una situación absurda que se da a partir de la unión de dos situaciones mucho más verosímiles. Es más o menos verosimil que un hombre apunte con una pistola a otro. No sucede demasiado, al menos en nuestra sociedad, pero es verosimil y en una novela no nos resulta dificil de creer. Es más, incluso podríamos (deberíamos) estar decepcionados si no ocurriese al menos una vez en cada novela. También es más o menos verosímil que un hombre cuente una historia. Que la cuente a petición de otro es menos frecuente, pero es algo que, más o menos, también podemos concebir. Lo que resulta perverso es suponer que existe una relación de causalidad entre las dos situaciones. Suponer que un hombre puede ponerse a contar una historia porque otro hombre lo obliga a ello a punta de pistola. Esta unión inverosimil de dos situaciones verosímiles nos permite, analizándola en cada uno de sus componentes, examinar la posibilidad invirtiendo la explicación, es decir, nos permite suponer que existe un sentido profundo del cuento en el que nuestro hombre no se ver realmente amenazado para escribir una historia, sino que, a la
existencia de un mundo amenazante responde inventando historias. Volvamos a descomponer la escena en sus elementos más simples. Tenemos una escena (escena A): un hombre amenaza a otro con una pistola y una segunda escena (escena B): un hombre cuenta un cuento. Si desconectamos la causalidad (A produce B) entonces, si queremos mantener las dos situaciones ambas deben estar regidas por una relación diferente. La relación más sencilla de todas (auque no la única) es la conjunción. En el cuento sucede la escena A y la escena B. Tal y como hemos señalado antes, el cuento quedaría entonces de este modo: Un hombre amenaza a otro con una pistola y un hombre inventa una historia. Naturalmente, nos movemos en un terreno delicado. La relación de las dos situaciones no se puede eliminar sin más —ni tampoco se puede sustituir y asumir que revela la verdadera esencia del relato—. En sentido estricto ni siquiera podemos hablar de una cambio de causalidad a conjunción (del «porque» al «y») porque la conjunción, al final, siempre está condicionada por la continuidad del relato. Por ejemplo, no es lo mismo si tenemos la situación A con los
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Factor Crítico
personajes A’ y B’ y la situación B con los personajes A’ y B’ que si tenemos la situación A con los personajes A’ y B’ y la situación B con los personajes C’ y D’. La diferencia es que, en el primer caso, se establece una continuidad necesaria entre las dos situaciones. Una continuidad que el lector siempre leerá buscando la totalidad, es decir, buscando una vinculación entre las acciones que casi siempre estará vinculada a alguna forma de causalidad. Dicho de otra forma, si tenemos una situación en la que A’ le sirve un vaso a B’ y en la situación B nos encontramos que B’ está muerto la tendencia será siempre buscar la relación entre las dos acciones (tal vez A’ haya envenenado a B’), mientras que si los personajes de la segunda situación son distintos y nos encontramos a D’ muerto probablemente no intentaremos explicarlo por lo ocurrido en la situación A, pero entonces el lector tal vez buscará la clave que permita interpretar el relato en elementos ajenos a los que aparecen en el texto, como por ejemplo ¿Qué está queriendo decir el autor? ¿La inclusión de la escena B añade significado a la acción A? La causalidad no es una elección en el relato. Si alguna vez lo fue, hace mucho que perdimos
esa posibilidad. El lector tiende a interpretar y, en la narración, la interpretación tiende a la explicación de los hechos por sus causas. Si no podemos leer así es muy probable que tampoco podamos escribir de esa forma. Incluso en la narración más surrealista que se nos pueda ocurrir (el adjetivo surrealista, por cierto, se ha usado mucho a la hora de analizar la narrativa de Keret) la falta de una causalidad evidente no es una verdadera falta de causalidad, porque dicha es demasiado notoria y revela el hueco de la misma, igual que si se retirase un cuadro enorme de una pared que estamos acostumbrados a ver cada día. I hurt easy, I just don't show it You can hurt someone and not even know it The next sixty seconds could be like an eternity Bob Dylan «Things have changed»
En relación al cuento de Etgar y su interpretación podríamos haber llegado a la misma conclusión sin necesidad de pasar por este análisis de las situaciones implicadas en el cuento. De hecho hay un camino mucho más corto para llegar a la misma conclusión. Hay bastantes entrevistas en Internet en las que Etgar cuenta esto mismo sin demasiados circunloquios, mediante
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Factor Crítico
la frase «la literatura es una forma de enfrentarse a la vida». Sin embargo nos ha parecido conveniente hacer el análisis anterior por dos razones: a) Del análisis de las situaciones se colige la postura «la literatura es una forma de enfrentarse a la vida», distinguiéndola de forma neta de frases semejantes, pero muy distintas, con las que se confunde distraidamente (negligentemente sería más adecuado, pero no queremos parecer estrictos) en muchas ocasiones, tales como: A.1) La literatura es una forma de conocer la vida. A.2) La literatura es una forma de negar la vida. A.3) La literatura es una forma de distraerse de la vida. El hecho de llegar a la frase en cuestión a partir del análisis previo es importante, porque hace inviables el resto de las frases y porque todas estas fórmulas —incluida la nuestra— forman parte de un repertorio de tópicos cuyo uso continuado hace muy fácil que se pierda de vista su verdadera densidad. Todas estas frases —de
nuevo, incluida la nuestra— pueden ser consideradas más o menos válidas tanto por el lector, como por el propio Etgar. De hecho hay bastante entrevistas en Internet en las que Etgar utiliza de forma más o menos literal la expresión «La literatura es una forma de conocer la vida». b) Era preciso analizar en algún momento las situaciones básicas de un cuento para dar pie al análisis posterior.
El análisis posterior Etgar ha citado los cuentos de hadas y los cuentos de la tradición jasídica como su principal fuente de inspiración. Mientras, la crítica insiste en relacionar su trabajo con una serie de autores cuya relación con Etgar se ha convertido en un recitado (Vonnegut, Kafka y hasta Woody Allen). Estas influencias, de hecho, no descartan la influencia de los cuentos de hadas y la tradición jasídica, porque también estos autores se ven influenciados por estas. Hablar de los libros de Etgar es hablar de humor negro, y sí, también de absurdo, de relaciones de causalidad trastocadas en la que, igual que
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Factor Crítico
sucede en el cuentro tradicional, las típicas conexiones de causalidad novelescas —«por tanto...»— son sustituidas por las de la narración tradicional —«entonces...»—, es decir, que donde en la novela existen conexiones determinadas por una forma de causalidad a la que llamaremos directa, como por ejemplo, el hombre que asesina a otro hombre porque este le debe dinero, la mujer que deja su empleo porque no se ve realizada en su labor o el niño que suspende el examen de matemáticas porque no ha estudiado el día antes, en la narración tradicional, en los cuentos populares, la relación de causalidad se sustituye por la relación conjunción, sin pretender una justificación. No hay una razón válida por la que existan unas judías mágicas ni para que, en caso de existir, se le entreguen a un individuo concreto. No hay motivos para que el ogro prefiera comer niños en lugar de optar por alguna dieta más equilibrada. Tampoco se nos explica por qué Gregorio Samsa despertó un día convertido en un monstruoso insecto. Simplemente, ocurre y, al ocurrir, el lector, en su interpretación, desplaza su aspiración a la totalidad hacia elementos que no están presentes en el texto (como las preten-
siones del autor, la moraleja, etc.) En los cuentos de Etgar la fórmula de construcción de los cuentos populares se refuerza por inclinación por la construcción de universos paralelos, es decir, universos en los que están presentes situaciones similares al nuestro (lo bastante similares como para que se establezca una relación de identidad) pero que se alejan en aspectos clave. Igual que ocurre en la literatura de Kafka, muchas de sus narraciones se explican a partir de la frase inicial «Y si...» («¿y si Gregorio fuese un insecto?», «¿y si un día a K lo acusasen de un crimen?»). Habíamos dicho que íbamos a utilizar tres cuentos para intentar resumir el libro de Etgar —recuerde el lector que ya hemos reconocido expresamente la imposibilidad del proyecto y que esto es sólo una pequeña estrategia hermenéutica—, pero hasta ahora sólo hemos empleado dos. Aquí llega el tercero. Se titula «QuesuCristo». «Quesu-Cristo» es un cuento escrito en un párrafo, un desafío pulmonar macizo y muy veloz que recorre el mundo a caballo de la posibilidad inicial de que un cliente entre a pedir una
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Factor Crítico
hamburguesa con queso, pero sin queso dentro de la cadena de hamburgueserías QuesuCristo. A partir de aquí se muestran una serie de consecuencias que el relato presenta como consecuencias aunque, al mismo tiempo, son consecuencias lo suficientemente absurdas como para que el lector pueda tener dudas razonables sobre las mismas. Para «garantizar» la cadena de causalidad el narrador recurre a la famosa teoría del caos. La mariposa que aletea en un punto del globo y levanta un tifón al otro lado del planeta. Llegamos así a la reunión de los distintos elementos que nos pueden dar las claves de la narrativa de Etgar. La causalidad absurda que se explica. Los cuentos de hadas
que suceden en el país en el que la gente hace cola en los bancos y paga hipotecas. Quizás por esto la inclusión de elementos más «adultos» le siente bien a los cuentos de Etgar. Da la sensación de que algunas de sus historias han llegado a su hogar.
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De repente llaman a la puerta
Etgar Keret Traducción: Ana María Bejarano Siruela ISBN: 9788498418354 208 pp
Factor Crítico
Goethe se muere
de Thomas Bernhard p o r M a t e o d e Pa z
O
dio a Thomas Bernhard, pero más que a Thomas Bernhard odio la poética de Thomas Bernhard, un escritor tan necesario. No me gusta su literatura y mucho menos que su literatura me gusta la literatura que otros escriben sobre él. Un escritor como Bernhard no se merece que le dediquemos una sola página de nuestro tiempo a sus escritos. Fue un cabrón con suerte que no permitió a sus compatriotas –por odio y envidia– que pudieran disfrutar de su obra; sin embargo, me han obligado a escribir sobre un libro de relatos –Goethe se muere– que me llegó hace ya varios meses y que leí hace ya varios meses y que tengo que recordar hoy, después de varios meses, tanto los argumentos como las tramas para decir algo coherente y sensato, algo que rellene un vacío. Ellos –los austriacos, como una especie de compro-
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Factor Crítico
miso– me han obligado, pero también quien me envió el libro y quien publica la reseña, después de varios meses que yo recibí el libro de Thomas Bernhard, a escribir sobre este libro de relatos de Thomas Bernhard titulado, como una pústula, Goethe se muere, y del que no recuerdo ninguno de los argumentos, salvo uno de los cuentos que, estratégicamente, aparece situado en el centro del libro –de hecho es el centro del libro–, y que se titula «Reencuentro». Después de todo, uno piensa si Thomas Bernhard es realmente tan bueno como Franz Kafka, George Orwell o Thomas Pynchon para escribir sobre su persona y su obra, es decir, sobre dos conceptos críticos y criticables tan unidos en su vida y en su obra: ¿son la vida de Thomas Bernhard y la obra de Thomas Bernhard realmente tan interesantes como para escribir sobre ellas? Recuerdo que hace tres años escribí un post en un blog que pronto recuperaré, y que todo el mundo habrá olvidado, sobre un microrrelato que no aparece en Goethe se muere (2010), pero sí en El imitador de voces (1978), titulado «Rendición». En él, venía a decir que, a pesar de todo, la presunta muerte de los escritores famosos nos sirve a los blogueros para rendirnos y homenajearlos en los días que, con gran pesimismo pa-
ra nuestra honrada ambición y simple pedantería, no tenemos nada que contar. También en aquellos otros días, cuando tenemos algo que contar verdaderamente pero resulta más cómodo y productivo, de cara al interés general de la Red, hablar de los años que hace que tal o cual escritor nació, murió o fue publicado su libro. Nuestra ambición y pedantería se rinden al homenajeado, favoreciendo nuestra creatividad con entusiasmo, aunque sin pesimismo. El día de ayer, por ejemplo, rodeado de amigos, no tuve nada que contar ni tiempo siquiera para pensar en contar algo que tuviera el interés de costumbre. A pesar de todo, el aniversario de la presunta muerte de algunos escritores famo-
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Factor Crítico
sos –los veinticinco años de la presunta muerte de Julio Cortázar, los doscientos del presunto nacimiento de Darwin, o los veinte años transcurridos desde que Thomas Bernhard nos dejó presuntamente diciendo que su obra jamás de los jamases se publicaría en Austria, su presunto país natal– pasaron desapercibidos para mí porque ayer fue uno de esos días en los que aparte de no tener nada que contar tampoco tuve nada que leer, ni periódicos ni blogs, recursos, todos ellos, que el bloguero debe conocer para paliar, muchas veces, con su fina y súbita lectura, la presunta sequía creativa. A pesar de todo, esto es así: me rindo al reconocimiento de que la misma noticia o anécdota, el mismo fallecimiento o muerte se repite, presuntamente, no lo olvidemos, hasta la saciedad cibernética por muchos puntos dispersos de la Red, ese lugar furibundo al que se refirió Javier Marías en un ya no presunto artículo de opinión, de hace tiempo. El caso es que hoy me había levantado con ganas de contar muchas cosas; sin embargo, al leer los periódicos de ayer, cosa perfectamente recomendable para no emocionarse demasiado con las noticias frescas y presuntamente demoledoras contra santos, religiosos y pobres partidos políticos, la crisis, los recortes, etc., y ver que
muchos de estos periódicos se hacen eco de los tres autores más arriba nombrados, no he podido remediarlo y también yo voy a escribir sobre uno de ellos a través de sus palabras. Por esta razón cuelgo entonces un presunto microrrelato de Thomas Bernhard, titulado «Rendición», de su libro de 1978, titulado El imitador de voces, presuntamente también prohibido en Austria para escarmiento y tristeza de muchos austriacos. Después de estas furibundas palabras yo reproducía el microrrelato en cuestión, un texto que habla de un tal Ofner, trabajador municipal, anunciador de fallecimientos, que para salvar la
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Factor Crítico
vida de su mujer, enferma del pecho, como le dijo su médico, compró con ella una pequeña parcela del bosque en la vecindad del narrador (o quizá en la vecindad de Thomas Bernhard), a una altura sin nieblas y con aire puro, dice el microrrelato. Después de estas palabras reproducidas, o copiadas, llegaba Thomas Bernhard con su estilo cargado de repeticiones que, en muchos casos son frases y juegos lingüísticos tan molestos como la canica que (siempre) se le cae al vecino y jode a todos excepto a él. No recuerdo de qué trataba el microrrelato en cuestión, la verdad: para ello tendría que leerlo de nuevo. El argumento de Thomas Bernhard se olvida fácilmente, no así sus repeticiones, pero no repeticiones concretas, sino el concepto de repetición y de juego: oratoria y poética. Lo cierto es que a mí de Thomas Bernhard me gustan sus títulos: «Reencuentro», el relato que recuerdo con algunos detalles, me parece el mejor de todos los que aparecen en Goethe se muere. En este el narrador le reprocha a un colega la infancia que tuvieron rodeados de sus padres respectivos, la forma como la familia no permite crecer al individuo. La tesis del relato es que la familia es una cárcel, pero no para todos porque el narrador que Thomas Bernhard se inventa para hablar de
sí mismo trata a su colega de una manera muy poco afable, aunque sincera, puesto que le recrimina que no intentara escapar jamás de la cárcel familiar, cosa que él sí hizo: «Llegaste a un acuerdo con tus guardianes. Te enseñaron cómo leer libros y mirar libros, cómo oír música. Te enseñaron cómo hay que gritar en el bosque para que surja el eco correspondiente y no te resististe a ello. Por eso miras fijamente ya desde hace decenios como te han enseñado tus padres, con esa mirada vacía, y lees libros con la misma vacuidad y oyes música sólo tan vacuamente como tus padres te enseñaron. Dices sobre Goya lo mismo que tus padres decían continuamente sobre Goya, lees a Goethe exactamente como tus padres y oyes a Mozart como ellos, de la forma más vil. Yo, sin embargo, me independicé, porque aproveché la ocasión en el momento decisivo, dije, y me liberé, y oigo a Mozart como yo contra mis padres, contra mis aniquiladores, miro a Goya como yo lo miro, contra mis padres aniquiladores, leo a Goethe, si es que lo leo, como yo lo leo». Thomas Bernhard es un escritor que odio y admiro al mismo tiempo, un escritor que parece haber comprendido –como Zarathustra, como Onetti– que para escribir hay que retirarse lejos
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Factor Crítico
de los lazos familiares y sociales que nos unen al país, a los lectores. Creo que en su obra no son importantes los argumentos o las tramas, sino su postura: el punto de vista a través del cual mira y observa y nos dice el mal que hemos hecho para que nuestra prosa se derrumbe con un simple y escolar comentario de texto. Thomas Bernhard parece que sufrió al escribir, pero hizo cuanto quiso; al menos esto dicen sus relatos si es que son tan autobiográficos como nos han hecho creer los críticos, esos que nos han hecho aprender a leer como ellos quieren.
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Goethe se muere Thomas Bernhard Traducción de Miguel Saez ISBN:9788420608853 Madrid, 2012 120pp
Factor Crítico
Los que duermen, el
hombre como mito
de Juan Gómez Bárcena por Jorge de Barnola
Eventually he never moved at all, but his eyes always stayed open, staring ahead forever all through the darkness of each night, and the next day... and the next day... Thus, 2000 years passed by. A.I. Artificial Intelligence. Steven Spielberg
Q
ue nos encontremos un libro de género fantástico en el catálogo de Salto de Página no debe sorprendernos. Esta editorial, plagada de autores de primerísimo orden, lleva unos años apostando por este género, e incluso nos ha regalado algunas de las antologías más interesantes sobre el terror o la ciencia ficción que se hayan publicado últimamente en nuestras fronteras (Perturbaciones y Prospectivas), por no nombrar a los autores que han crecido bajo su sello: Jon Bil-
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Factor Crítico
bao, Juan Jacinto Muñoz Rengel o Rafael Pinedo (este último fallecido en 2006 pero cuya obra vio la luz póstumamente). Hablo de antologías y me viene a la mente una de mis favoritas que capitanearon Borges, Ocampo y Bioy Casares en 1940: Antología de la literatura fantástica. Porque éste es uno de los libros de referencia cuando se trata el asunto y porque los que estaban detrás eran autores que conocían muy bien el género. No extraña entonces encontrarnos dentro una de las joyas más brillantes que se han escrito sobre viajes en el tiempo, «Enoch Soames», de Max Beerbohm, pero no sólo eso, sino que también campean desde Kafka a Poe o a Wells, por no hablar de las fantasías metafísicas del propio Borges.
Hablo de esta antología por una sencilla asociación de ideas, y porque en ella se echa en falta a Richard Garnett, un escritor británico muy admirado por Jorge Luis Borges y que escribió El crepúsculo de los dioses. Al leer Los que duermen he pensado mucho en Garnett. Y he pensado mucho en Borges, y en que cualquiera de los relatos que componen el libro de Juan Gómez Bárcena podría haber ocupado un lugar de honor en esa antología de la literatura fantástica. Sorprende muy mucho este Los que duermen porque no es un libro que se lea, sino con el que se practica el canibalismo, y es un canibalismo que se ejecuta a la mesa de un chef con talento. Nouvelle cousine, que llamaría algún gastrónomo, platos delicados y exquisitos, de arte y ensayo, porque Los que duermen es un libro pequeñito. Lo cual se agradece, ya que adentrarnos en exceso en las historias que nos narra Juan Gómez Bárcena podría llevarnos irremediablemente a la gula. Y la buena mesa exige decoro, o por lo menos guardar un poco las formas. ¿Qué decir de un libro de relatos? ¿Hay que hablar de cada uno de ellos o hablar en su conjunto?
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Factor Crítico
Eso nos llevaría a destriparlo en demasía, y pienso que quien debe mancharse las manos es el propio lector, darle ese gusto de retozar en su interior. Señalar, no obstante, que Los que duermen habla de la historia del hombre, del hombre mítico, del hombre soñador, aventurero, del hombre que quiere cambiar el presente, que se mira en el pasado a través de momias o cuerpos petrificados para imaginarse en el futuro, del hombre futuro y su destino impredecible, del hombre convertido en deidad, sublimado y deificado por las máquinas en un futuro en el que ya no existimos. Los que duermen supone una composición extraordinaria sobre la condición del hombre, sobre el devenir, y cuando elijo el adjetivo «extraordinario» no lo hago por afán de adulación, sino de humildad ante este libro que te abre los ojos y te emociona desde la primera a la última página. Valgan unas pinceladas de algunos de los relatos:
«Cuaderno de bitácora», extracto del diario de navegación de un marino del año 1564 que nos
lleva a tierras ignotas donde la palabra es algo más que la palabra; «Fábula del tiempo», una historia de amor a través de los años y la distancia; los posibles finales de un pueblo a medio camino de la realidad y la ficción en «Leyenda del rey Aktasar»; historias de nazis en «El padre fundador de Alemania» o «Hitler regala una ciudad a los judíos»; el Alzheimer en «Las buenas intenciones»; o los últimos tres relatos, milimétricos, broches perfectos de un viaje que nos sacude como una montaña rusa y que nos deja con ganas de no bajar del coche y esperar a que el mecanismo vuelva a ponerse en marcha, otra vez por los mismos rieles, por las mismas subidas y bajadas de esta atracción narrativa.
«Como si» es un poema de la épica del tiempo,
de la deconstrucción del calendario, de la cronología, de la Historia. Como un recordatorio a la inversa que nos trae a la memoria narraciones como Viaje a la semilla de Carpentier o La flecha del tiempo de Amis.
«2374», una historia futura en la que presenciamos el despertar de los hombres crionizados del pasado.
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Factor Crítico
«La espera», en donde su narrador es una máquina que tropieza en las mismas preguntas existenciales que han acechado al hombre durante miles de años. No hay ningún relato que desentone en este libro perfecto de Gómez Bárcena. Cada uno de ellos forma parte del engranaje de un artefacto literario que nos deja con una sensación de desapego de la realidad, como si nosotros mismos (el lector) no fuéramos sino momias asomadas a una laguna muy profunda que nos dibujara en el reflejo.
En el futuro eran la ciencia, el fútbol, los vuelos espaciales y los ordenadores. En el principio era la fe en la técnica y en los libros de autoayuda. Eran la multiculturalidad, las energías renovables; los trusts y los cárteles. Los hombres atestaban la tierra y vivían hacinados en jaulas de acero y asfalto. Nadie sabía aún qué era ser feliz; nadie sabía qué significaba ser hombre.
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Los que duermen Juan Gómez Bárcena ISBN 978-84-15065-35-7 Editorial SALTO DE PÁGINA Madrid, 2012 123 pgs
E nsayo
Factor Crítico
Continente salvaje
de Keith Lowe Po r G o i o B o r g e
O
ficialmente, la Segunda Guerra Mundial (IIGM) empieza en 1939 y termina en 1945. La tesis principal de este libro es que la capitulación nazi del mes de mayo de 1945 fue un capítulo esencial de un conflicto que permaneció en Europa con gran intensidad al menos cinco años más. El autor señala que hay lugares en los que, hasta que no se recuperó la independencia en la década de los noventa, no consideran que el conflicto histórico del que la IIGM fue el episodio más violento estuviera terminado. Los países bálticos son un ejemplo. Keith Lowe es un joven historiador británico que, heredero de una larga tradición, siente pasión por la historia europea de la primera mitad del siglo XX. Su esfuerzo en Continente Salvaje. Europa después de la Segunda Guerra Mundial es encomiable: resumir en 400 páginas
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Factor Crítico
El libro se estructura en cuatro partes (cuyos títulos ya asustan: El legado de la guerra, Venganza, Limpieza étnica, y Guerra Civil), y, personalmente, me han gustado más las dos primeras, porque la mirada del autor se centra más claramente en el drama colectivo, general y comparable de la situación del continente tras la guerra, que es posiblemente el mayor valor del libro (mostrar cómo incluso en la barbarie todos los países de Europa se parecen). La tercera y cuarta partes, aunque no pierden de vista al conjunto del continente, resumen los casos particulares. Para un lego en Berlín, 1945. La destrucción física era sólo la destrucción más visible (vía la materia lo consiguen http://revistacalibre38.wordpress.com/2012/06/05/danubio-azul-berlin/) de manera impecable en lo narrativo y en lo objetivo de la visión ética: si comparamos el trato diferente que da el autor a los comunistas en Grecia o Rumanía encontramos un ejemplo, pero salir airoso de la limpieza étnica entre polacos y ucranianos manejando el orden y el tiempo en que el paisaje europeo tras el final de la IIGM, un periodo en que los consensos históricos se reducen cuando se comparan con los lugares comunes de la lucha contra los nazis, pero en el que el continente devastado repitió en varios lugares pautas de actuación política y comportamiento social que definieron de manera decisiva la historia de los países implicados durante las siguientes décadas, con más influencia incluso que los mismísimos años de la guerra en sí.
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Factor Crítico
se describen las matanzas étnicas entre ambos pueblos tras el fin de la guerra es una jugada literaria de nivel. Sin embargo, en ocasiones da la sensación de que cada uno de esos episodios necesita de un libro en sí mismo, entre los cuales el caso yugoslavo es el más relevante. Muchos libros que sin duda están en mente de Lowe (hace cinco años ya publicó un libro sobre los bombardeos de Hamburgo), que se ve obligado a resumir con el objeto de lograr con éxito llegar al público.
Para este libro llegar al público es esencial. Esos años olvidados, aunque lo fueron con un objetivo tan encomiable como manipulador, son clarificadores en la búsqueda de claves históricas. Por supuesto, el caudal de información es enorme, pero se canaliza con sentido narrativo, los mapas son suficientes y claros, y las numerosas referencias bibliográficas no molestan. Sortea las guerras de cifras, sabe combinar testimonio personal con político a la manera de Antony Beevor (aunque sin el prurito dramático de éste, más centrado en lo bélico), y se aprenden hechos espeluznantes. Un acierto sobre todo al principio del libro es el continuado cambio de escenario: de Grecia (hambruna y guerra civil) a Noruega (persecución de los hijos de alemanes), de Saló (triple guerra en el norte de Italia) a Bucarest (desmantelamiento de una democracia por el estalinismo), de Vichy (ajustes de cuentas a las mujeres francesas que mantuvieron relaciones con los invasores) a Vilnius (guerrilla que combatió al Ejército Rojo hasta los años cincuenta), de Varsovia (cuatro limpiezas étnicas tras la guerra hasta
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Factor Crítico
dejar un país étnicamente puro como quería Hitler) a Zagreb (sucesivos ajustes de cuentas entre ustachas, chetniks y partisanos), y, por supuesto, Alemania y sus múltiples tipos de prisioneros, desplazados, refugiados y venganzas… En todos estos escenarios el autor imprime un personal carácter constructivo en su búsqueda del entendimiento del horror tras el horror. Esa sería la única ideología del libro, y el objetivo de su uso de la verdad.
muchas guerras. Yo no creo que olvide varios de los episodios de este libro hipnótico en mucho tiempo.
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Guárdense pues, amigos, del final de las batallas. La lección es que en la IIGM, las balas perdidas del mayor espanto conocido y documentado por la humanidad mataron más que
Continente salvaje
Keith Lowe Traducción: Irene Cifuentes de Castro Galaxia Gutemberg ISBN: 9788415472124 Barcelona, 2012 520pp
Factor Crítico
Canon heterodoxo
Manual de literatura española para el lector irreverente
de Antonio Enrique
p o r Ta t i a n a G i m é n e z
¿P
or qué nos suenan más unos autores que otros? ¿Publicidad interesada, justicia con los mejores (y bajo qué criterios), apoyo de agentes y editoriales, acomodación a los gustos de sus contemporáneos o a los nuestros, ingente aparato crítico? Podría seguir con estas preguntas unas cuantas líneas más, y cualquiera serviría como respuesta. Es un conjunto de azares lo que hace que una obra literaria (y su autor) sean conocidos o no. Y este éxito es transitorio, como las modas, dependiente de toda una nueva suerte de circunstancias particulares, así que lo que tenemos para que una novela aparezca en un canon hoy en día es una cadena de casualidades desde su gestación hasta que llega a nuestras manos. Esto es básicamente como defender la teoría del caos frente al determinismo divino.
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Factor Crítico
Hay dos bandos: Harold Bloom y su teología de verdad revelada a unos pocos elegidos, que nos enseñan a los pobres mortales eso de la cultura occidental, y los relativistas, que creen en un Big Bang expansivo de energías literarias gracias al cual te puede salir un novelón de debajo de una piedra si sabes buscar. Porque ahí también se encuentra un aspecto interesante: el gusto. Si un libro puede servir para aprendizaje o deleite (o ambas cosas) parece lógico pensar que cada cual ha de buscar aquello que más se acomode a su persona, sin necesidad de fingir pasión por los clásicos por aquello de serlo, ni caer en ataques de histeria furibunda por afirmaciones de disgusto hacia la lectura de Homero (fíjense que hay gente, Dios me libre de encontrarme entre ellos, que dice que la Ilíada es un aburrimiento). De toda esta teoría sobre el gusto deriva una de las virtudes, y heterodoxias, de este canon: ese ser de andar por casa, cercano, amigable, nada impositivo; ante el que no da vergüenza admitir el desconocimiento de tal o cual autor del siglo XVII o incluso la disconformidad con alguna afirmación del propio Antonio Enrique (he de admitir que yo jamás le daría la espalda a Bloom).
Hasta ahí la tolerancia y la faceta de maestro cercano. Mientras se hable sólo de libros, este caballero es de lo más pausado. Y parecería que no podríamos juzgarlo en otros términos puesto que de literatura versa, por lógica, un canon literario. Craso error. La literatura quedará vinculada en estas páginas a la historia, al paisaje y, en algunos momentos, al concepto que una nación tiene sobre sí misma, pues hablamos aquí de una literatura nacional. Es el caso de las páginas dedicadas a la nómina de
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Factor Crítico
escritores del 98, pero sobre todo a la narrativa y poesía a partir de la segunda mitad del siglo XX, la época de lo que Enrique llama «progresía». Si hasta este momento sólo había afilado la lengua en momentos puntuales y con bastante gracia, todo hay que decirlo (Carlos II se vuelve un «rey-artrópodo», Góngora un «quebrantahuesos de las palabras» y a Quevedo le reserva la más hiriente de las frases: «el caso más apabullante de contradicción natural: la inteligencia más enorme dentro del cuerpo más deforme»), en cuanto acerca su pluma (sí, este caballero escribe con pluma de ganso y tinta traída de la China) a autores vivos su mente se desborda en una orgía de espumarajos contra el mercado editorial y las injusticias que apartan a grandes nombres de los premios y el éxito. Dejo sin desvelar la nómina de los renegados porque de verdad que tiene enjundia.
¿Es ahí donde está la heterodoxia de este libro? ¿Es un manual de literatura para no iniciados o un tomo crítico para estudiosos esforzados? ¿Su función es orientar en el didactismo literario, ejerciendo de puerta hacia un corpus imprescindible? En las primeras palabras del autor se resuelven parcialmente estas cuestiones, aunque hay que avanzar unas decenas de páginas para clarificarlas por completo. Es un monólogo sobre libros, más que sobre el hecho literario en sí. Sobre los grandes libros más conocidos e influyentes escritos en lengua castellana. No es una tertulia, puesto que a nosotros como lectores no nos está permitido intervenir, y tampoco se fomenta, ni siquiera en la imaginación. Nuestro papel es totalmente pasivo o, más bien, receptivo. Antonio Enrique se despacha a gusto con sus filias literarias y en ningún momento finge estar haciendo un ejercicio de análisis exhaustivo. Ni siquiera mantiene un criterio definido (al menos desde el principio; éste hay que buscarlo en el último capítulo) para la nómina de obras, que no podrían ser más clásicas hasta que nos adentramos en el siglo XX. A Antonio
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Factor Crítico
Enrique le gusta un libro, y además le gusta un aspecto concreto de ese libro (algo que puede ser tan peregrino como la preferencia del Arcipreste de Hita por las mujeres menudas y morenas), y divaga sobre ese tema, intentando hacernos partícipes de esa delectación, hasta que se queda vacío y satisfecho. No creo que su afán sea el de convencernos de lo acertado de una teoría, sino el de persuadirnos de las bondades de una lectura. No quiere erigirse en pastor de la grey, voz directriz a través del desierto. Eso será precisamente lo que atacará con saña (sobre todo por los motivos que encuentra solapados entre sus buenas palabras) de los agentes literarios. Los grandes hitos literarios en castellano (o líneas de fuerza como él los llama) son vistos entonces desde una nueva perspectiva, la de su heterodoxia, entendida ésta como un curso que fluye desde El libro de buen amor y vertebra toda nuestra literatura, caracterizados ahora por la disparidad del autor con el mundo heredado. Heterodoxia también desde lo religioso, pues de un mundo de conversos, alumbrados y erasmistas saldrán estos libros. Y ya que estamos de metáforas de flumen, de río se
califica al siglo XVIII, que separa las dos orillas de nuestra cultura: los siglos áureos y la literatura moderna, que se inicia con el romanticismo. Heterodoxia también por lo anticastizo, que así es como califica Antonio Enrique a las corrientes teóricas que abogan por la perspectiva islámica y judaica de nuestra literatura, frente a las castellanizantes, defensoras de una interpretación de secano y hombría de bien ajena a florituras feminizantes. Y, por último, heterodoxia por lo rebelde y lo trascendente: «impulso de infinitud» y «afán de sabotaje» son las expresiones utilizadas para definirla. A pesar de defender algunas posturas interesantes, a veces cae en el exceso de ornato para una redacción cuyo primer afán debería ser la claridad, pues es de un ensayo de lo que estamos hablando. Algo de lo que parece olvidarse para caer en vaguedades entretenidas pero inútiles, aunque intente justificarlas alegando querer revivificar los libros y a sus autores. Si bien admitimos la premisa de que los libros son escritos por personas con vida propia (aunque yo sigo creyendo que a Pérez-Reverte lo desconectan por las noches y Pombo se convierte en murciélago),
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Factor Crítico
el trabajo crítico debería ceñirse a lo demostrable en alguna medida, aunque sea poquito, pero que se pueda rastrear mínimamente en el texto, o en el conjunto de textos que se reseñan, si de un canon hablamos; pero dedicarle tantas páginas al esoterismo de la escritura como utopía y al destino como causa motora de la escritura, a pesar de la pobreza, la incomprensión y el hambre, me parece, cuanto menos, exagerado.
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Canon heterodoxo
Manual de literatura española para el lector irreverente Antonio Enrique ISBN: 9788415441076 Berenice, Córdoba, 2012 480 pp
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Ifni, la última aventura colonial española
de Manuel Chaves Nogales por Jorge de Barnola
«El que es capaz de perderse tanto tiempo, se encuentra en donde se ha perdido consigo mismo». César González-Ruano, Viaje a África
Decía Dalton Trumbo que la Primera Guerra Mundial había sido la última guerra romántica. En ese orden de cosas, se podría decir que el proceso de colonización de Marruecos (ya fuera por parte de Francia o de España), fue también la última «invasión» romántica. Habían pasado trece años desde aquel fatídico mes de agosto de 1921, cuando las fuerzas de Manuel Fernández Silvestre, espoleado por Alfonso XIII, sucumbieron en los alrededores de Annual. Aquélla fue una guerra extraña, llena de intereses particulares (los de empresarios españoles ávidos de las riquezas que prometía el territorio africano, los de los altos oficiales que querían subir rápidamente
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en el escalafón militar) y de intereses internacionales (los de Inglaterra, los de Francia, los de Alemania). En la península se vivía aquello con la pasión de los derbis. Había mucho en juego. Había vidas humanas de campesinos que no querían morir degollados por la gumía, había ideales que enfrentaban clases con razas (y aquí la Tercera Internacional de 1919 tendría mucho que decir, y en concreto el discurso de Trotsky sobre el colonialismo), había sentimientos republicanos que nada tenían que ver con los sentimientos actuales, por cuanto el modelo a seguir era el modelo francés, chovinista e imperialista.
En la península se vivía aquello en los cafés (aquellos estrategas de café), reflejo multiplicado de los cafés vieneses que eran los centros de difusión cultural por antonomasia, como lo podrían ser los cibercafés de ahora, las mesas a rebosar de la prensa que recogía los movimientos políticos, militares y sociales de aquella España del primer cuarto de siglo. Hubo periodistas que triunfaron con sus narraciones épicas, ya fuera un Rafael López Rienda, un Luis de Oteyza, un César González-Ruano, o incluso un Ernesto Giménez Caballero (ahí se gestaría también la intelectualidad fascista). Las narraciones iban de la crítica pura y dura como la que ofreciera López Rienda con el asunto del desfalco del millón de Larache, a las tribulaciones del soldado a través de los ojos de un entusiasta y joven Giménez Caballero, o la crónica de investigación como la que publicó De Oteyza cuando llegó a Axdir para documentarse de primera mano sobre la suerte de los prisioneros de Abdelkrim elJattabi, o también la búsqueda infructuosa de los posibles prisioneros que buscó González-Ruano.
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Factor Crítico
La leyenda de sobrevivientes, de huidos, nuevos conversos, personalidades alteradas, tendría un precedente en la literatura, como fue el caso de El difunto Matías Pascal de Luigi Pirandello. A partir de ahí, no habría guerra sin sus posibles desaparecidos que continuaban viviendo otras vidas y se habían hecho pasar por muertos. Luego llegó el desembarco de Alhucemas, en 1925, y las cosas se calmaron algo. Pero la sed de nuevos territorios no había menguado. Había que «pacificar», que era como se llamaba a ese afán de conquista. El colonizador español es siempre un poco Robinsón. Así como el francés no comprende que se pueda colonizar como no sea a base de montar un buen hotel y contando con unos camareros y unos cocineros, el español, conquistador o misionero, lo fía todo a su prestigio personal, al poder maravilloso que sobre las masas ejerce siempre el hombre de excepción. Chaves Nogales nos ofrece una crónica sentida de la ocupación de Sidi Ifni, en la que vemos
los ecos de aquellos periodistas que vivieron de primera mano los años del Desastre de Annual, y reconocemos en él esa tradición de ensayo y periodismo de un Mariano José de Larra o un John Reed. Las crónicas, telegrafiadas, responden a momentos concretos, y adivinamos en ellas la necesidad de información, el compromiso con el periódico de entregar una crónica cada cierto tiempo. De ahí que la calidad o el contenido fluctúe, que veamos disonancias en cuanto a la información ofrecida o el propio humor que se destila entre los párrafos.
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Factor Crítico
El sultán azul, chej Muley Mohamed Mustafá Mrabeh Rabbu Ma-el-Ainin, es decir «El criado de su dios» (sépase que el sultán azul no mamó el pecho de su madre, sino que se crió chupándose el dedo, maravillosa sobriedad muy estimable en el desierto) […].
Todavía no se sospechaba que Marruecos supondría medio tablero del ajedrez de la guerra civil que los militares sublevados tomarían los primeros días de la contienda. Y, si uno estudia con detenimiento ese periodo, verá que la República (entendiéndose ésta como el gobierno legalmente constituido en las urnas, un apunte a considerar por cuanto la sublevación militar fue también republicana y se hizo bajo la bandera tricolor y el himno de Riego) perdió la partida en Marruecos. Incluso habría que decir que ya la había empezado a perder años antes al reprimir el nacionalismo marroquí que de forma política se estaba gestando en la colonia (algo que los franceses exigieron detener antes de que les salpicara en su lado marroquí, y ya se sabe que España tenía como modelo esa república transpirenáica). Sidi Ifni, aun contándose entre las provincias españolas desde 1860 loor al tratado de paz de Was-Rad que daba por concluida la Guerra de África, no se ocuparía hasta 1934, cuando el
coronel Capaz llegó a sus costas y empezó a hacerse cargo de su administración. Entre los pocos soldados que lo acompañaban, iba el periodista Manuel Chaves Nogales, reputado cronista sevillano que ha dejado su nombre como uno de los pioneros y más importantes corresponsales que ha dado nuestras letras. Chaves Nogales destaca por su neutralidad (fue un incansable detractor de los extremos, ya fueran comunistas o fascistas), e hizo un retrato justo y desencantado del momento histórico que le tocó vivir, ya fuera a través de sus libros o sus artículos que versaron desde los acontecimientos en Rusia, la Guerra Civil española o el advenimiento del nazismo (llegó a entrevistar a Goebbels). Baste indicar que imprescindibles son A sangre y fuego (sobre nuestra lucha fratricida) y Juan Belmonte, matador de toros (considerado como uno de los libros más importantes de tema taurino que se hayan escrito). Así y todo, las crónicas que abarcan los meses de abril y mayo de 1934, no dejan de ser unas crónicas un tanto edulcoradas, por cuanto no
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Factor Crítico
había nada nuevo bajo el sol africano (ya se habían escrito miles y miles de páginas sobre aquellas tierras), y en la península a nadie le importaba ya mucho lo que pudiera suceder en esa zona del mundo que tanto dolor había causado. Por eso Chaves Nogales juega con el sensacionalismo (lo podemos comprobar tanto al principio como al final de sus crónicas) de los supuestos prisioneros de Annual. Así reza uno de los subtítulos del cable enviado a Ahora, periódico del que era director y que publicaría estas crónicas: «Hay que acabar con la leyenda de los prisioneros».
Si uno lo mira bien, no había mucho que contar sobre la ocupación de Sidi Ifni, y tampoco sobre los prisioneros y desaparecidos de aquel infernal verano de 1921, pero existía cierto morbo y nombrar «Marruecos» y «prisioneros» siempre atraía lectores. África es el último lugar de la tierra propicio a la elaboración del mito, y los españoles, hombres de acreditada fantasía, estamos dispuestos a encontrar en la tierra africana un campo abonado para nuestras lucubraciones.
Ifni, la última aventura colonial española
Manuel Chaves Nogales ISBN 978-84-15338-86-4 Editorial Almuzara Córdoba, 2012 150 pgs
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Carl Jung. Psi-
quiatra pionero, artesano del alma, de Claire Dunne
Po r D a v i d S á n c h e z U s a n o s
S
erá cuestión de que nos falta perspectiva, pero lo cierto es que el siglo XX no hay quien lo entienda. A lo mejor el error consiste en tratar de comprender la historia, en decidir que existe algún tipo de urdimbre o hilo conductor que permita explicar los acontecimientos. Pero de lo que no cabe duda es que cualquier intento de esclarecer ese período, al menos en lo cultural, inevitablemente ha de pasar por la obra de Sigmund Freud. No sé si aquel austrohúngaro dio con la clave definitiva, pero resulta innegable que sus escritos son una fuente inagotable de intuiciones brillantísimas (asunto bien diferente es la eficacia de su propuesta terapéutica). Por algún motivo que se me escapa, me da la sensación de que Freud es hoy en día una figura mucho menos citada que alguno de
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sus epígonos (pienso sobre todo en Jacques Lacan). En la órbita de Freud se situó también el protagonista de la biografía que hoy nos ocupa, Carl Jung. Se trata de uno de los personajes fundamentales en el desarrollo de la teoría psicoanalítica que se dedicó, entre otras cosas, a explorar la conexión entre salud y dimensión simbólica y cuyos escritos presentan algún que otro pasaje de carácter profético. Me cuesta imaginar una época en la que Carl Jung estuviese realmente de moda, quizá en los años ochenta en Norteamérica como apunta Olivier Bernier en su prólogo, pero creo que ahora no es el caso.
Durante mucho tiempo su obra, con la excepción de un par de escritos publicados en los años setenta, permaneció casi inédita en España, pero desde el año 2000 Trotta emprendió la edición de sus obras completas. No sé si ello contribuirá a cierta rehabilitación de Jung aunque sospecho que, más allá del interés que siempre suscitó en ciertos estudiosos de la mitología comparada y la antropología, en el futuro inmediato no se convertirá en un autor demasiado popular. Y eso que cualquier contacto, por indirecto que sea, con su obra o con su vocabulario transmite una sensación de extrañeza que no es raro que derive en verdadero interés. Sin ir más lejos, a la luz del retrato, ciertamente lateral, que David Cronenberg nos ofrece de Freud y de Jung en su película Un método peligroso (A Dangerous Method, Universal Pictures, 2011) a quien dan ganas de conocer —y leer— no es a un ególatra Freud sino a ese misterioso Jung a cuyo alrededor estallan las lámparas. A pesar de que la psicología de nuestro tiempo es una ciencia experimental, nos sigue fascinando esa conexión entre el alma, lo telúrico y lo esotérico. Y Jung —su obra, su doctrina— parece hecho a la medida de ese atractivo.
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Factor Crítico
Carl Jung. Psiquiatra pionero, artesano del alma funciona como una introducción no tanto al pensamiento de Jung cuanto a los orígenes y a las ramificaciones de dicho pensamiento. Se trata de una biografía lujosamente editada por Blume (el papel es de altísima calidad, lo cual se agradece por la profusión de ilustraciones, varias del propio Jung, fotografías y cuadros alusivos que contiene) y escrita por Claire Dunne. El libro contiene numerosas citas y fragmentos de textos del mismo Jung y de quienes le conocieron directamente. Mi dedicación no me ha llevado a medirlo de una manera exacta, pero juraría que las citas incluidas en esta obra casi superan en extensión al texto de la propia Dunne. Ello hace que, por momentos, Carl Jung. Psiquiatra pionero, artesano del alma se parezca más a una colección fragmentaria, a un centón hecho de valiosos materiales, que a un todo orgánico. Tanto los testimonios de Jung como el material gráfico que les sirven de soporte son, en general, bastante relevantes. La escritura de Dunne, en cambio, no resulta especialmente cautivadora. No porque sea complicada —más bien al contrario—, sino porque se muestra demasiado
trivial y porque, sin restar valor al trabajo que seguro hay detrás de una biografía como ésta, le falta algo de distancia y de elaboración: está demasiado pegada a su admirado Carl Jung. Se da por sentado que el lector ha de compartir esa reverencia hacia el psicólogo suizo —no
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que Jung tenía razón (que, por ejemplo, la física moderna «apoya» sus descubrimientos y que «su legado psicológico sigue ejerciendo una influencia profunda en el mundo»).
se nos conduce hacia ella, no se nos seduce— y que, por tanto, asumirá la importancia y el simbolismo que Claire Dunne concede a todos los detalles biográficos que menciona (incluyendo varios sueños), y estará de acuerdo con ella en
Las conexiones de la teoría de Jung con la alquimia, lo religioso (en su vertiente cósmica, telúrica y ctónica) y lo artístico, sus influencias y sus proyecciones, aparecen con prodigalidad en este libro. Pero no se nos ofrece una exposición demasiado clara, ni tampoco convincente, de en qué consiste lo propio y distintivo de Jung. Ni siquiera hay un capítulo que sirva no ya de reflexión, sino de síntesis o cierre. Tal vez la autora no pretendía ni una cosa ni otra, pero tampoco nos presenta demasiadas claves para acercarnos a por qué Jung hacía lo que hacía o pensaba lo que pensaba (que, como venimos apuntando, no está exento de interés). Lo que nos plantea es una sucesión cronológica de las reverberaciones de lo que le iba ocurriendo (extractos de cartas, testimonios, consideraciones del propio Jung) y de ilustraciones colaterales. Por todo ello, hemos de decir que el misterio de Jung, tras la lectura de esta biografía, sigue intacto. Y es una pena, porque la cita con la que se inicia la primera parte del libro podría hacer pensar que nos esperaba una obra deslumbrante:
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«Es cierto, una fuerza natural se expresa a través de mí —yo soy solo su canal—, y puedo imaginar muchas circunstancias en las que yo podría parecer siniestro ante los ojos de los demás. Por ejemplo, si la vida ha llevado a alguien a adoptar una actitud artificial, entonces no será capaz de soportarme, porque soy un ser natural. Por mi sola presencia cristalizo: soy un fermento. El inconsciente de las personas que viven de un modo artificial me detecta como un peligro. Cualquier cosa sobre mí les irrita: mi modo de hablar, de reírme. Detectan lo natural»
grafía se encuentra plenamente asentada— de introducirse en el campo del pensamiento, pues no abundan los sellos que pongan tanto cuidado en la edición.
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A pesar de que Carl Jung. Psiquiatra pionero, artesano del alma no es el libro que podría haber sido, conviene saludar la decisión de Blume — editorial que en ámbitos como el arte y la foto-
Carl Jung. Psiquiatra pionero, artesano del alma
Claire Dunne Teresa Jarrín Rodríguez Blume ISBN: 9788498016420 272 pp
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La nada y las tinieblas
de Fridegiso de Tours por David Sánchez Usanos
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n tiempos tan insustanciales como éstos resulta excitante encontrarse con editoriales que, como La uÑa RoTa, van a su aire. Hace no demasiado hablábamos en Factor Crítico de la primera biografía de Beckett en castellano —el ciclópeo documento de Anthony Cronin— y vemos que en el catálogo del sello segoviano figura también Visita al profesor Kant, de James Boswell y otras obras de Thomas Bernhardt o Alessandro Manzoni. El libro —más bien librito— que hoy nos ocupa, La nada y las tinieblas, es una carta del año 800 escrita por Fridegiso de Tours, miembro de la Escuela de Aquisgrán, destinada a probar (!) la existencia efectiva de la nada y las tinieblas empleando argumentos basados tanto en la luz de la razón como en la interpretación de las Sagradas Escrituras. El texto se presenta en edición bilingüe (la-
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tín-castellano) y con ilustraciones de Javier Roz. Además del cultivo de la excentricidad y de un acusado amor por la obra de Samuel Beckett, sospecho que en La uÑa RoTa hay un hilo conductor que explica la aparente dispersión de su inventario y que tiene que ver con cierta marginalidad bien entendida y con la exquisitez. Bueno, y ya que estamos, con el asunto de la nada, que es lo que hoy nos trae aquí. La nada y las tinieblas encuentra su sentido en un contexto histórico e intelectual que nos resulta remotísimo: una Europa en reconstrucción —o, mejor dicho, en construcción— tras las invasiones bárbaras, una preocupación por hacer
coincidir —o, al menos, hacer compatibles— la fe (cristiana) y la razón y un interés por parte del poder —en este caso el emperador Carlomagno— de contribuir al sostenimiento de la unidad política con un fomento del arte, la filosofía y la literatura. Estos y otros aspectos aparecen en la introducción que realiza el traductor de la obra. Se trata de Tomás Pollán, profesor de filosofía en la Universidad Autónoma de Madrid y uno de los personajes más carismáticos de la universidad española. Su tremenda erudición se concierta con una militante aversión a dejar testimonio escrito de sus reflexiones; por ello no faltará quien, atraído por su magnetismo, adquiera esta obrita con el deseo —puede que morboso— de hacerse con unas páginas de tan esquivo preceptor. La presentación que hace, más extensa que el propio texto de La nada y las tinieblas, cumple a la perfección el papel de situar al lector de manera que le permita entender y valorar la relevancia de las propuestas de Fridegiso de Tours. Está escrita, además, con un tono sobrio y equilibrado: informa con rigor pero no abruma con sobreabundancia de datos, citas y notas. Uno de los lugares comunes a la hora de hablar del origen de Occidente consiste en mencionar la confluencia de dos grandes corrientes de pensamiento: la grecolatina y la judeocristiana. Dejando a un lado que se pueda hablar de
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«lo grecolatino» o «lo judeocristiano», lo cierto es que tal confluencia, pensada a fondo, a veces parece una verdadera colisión. Y quizá uno de los puntos donde la juntura resulta más forzada es precisamente la cuestión de la nada. Se trata de un concepto crucial para la parte judeocristiana de la operación, pero es una idea realmente monstruosa e impensable para los principales autores griegos que todos tenemos en mente, y posiblemente aún lo siga siendo para nosotros. Así, algunas de las mentes más inquisitivas de nuestra tradición (Gottfried Leibniz, Martin Heidegger o Jean-Paul Sartre) quedaron varadas frente a tan negro asunto. Como la nada resulta una noción crucial en el texto bíblico, todo aquel preocupado por la hermenéutica por antonomasia no puede pasarla por alto. Tal era el caso de Fridegiso de Tours quien, en La nada y las tinieblas, encamina sus esfuerzos a concederle a la nada la dignidad ontológica que se merece, pues ello refrendaría la interpretación literal de la Biblia, que es la que le interesa. Para ello, junto a la propia lectura de las Escrituras, se apoya en las ambigüedades sintáctico-gramaticales que, según él, hacen que toda frase que afirme la no-existencia de la nada aca-
be cayendo en el absurdo (es decir, corroborando la existencia de la nada). Nuestro autor parte de una teoría lingüística ciertamente rudimentaria que entiende que para todo nombre ha de haber un referente con existencia real y efectiva fuera del lenguaje. Las herramientas filosóficas con las que razona tampoco son demasiado sofisticadas, pues, como bien apunta Pollán, «la época de Fridegiso era “prearistotélica”, es decir, “preontológica” en cierto sentido, en la medida en que no había conciencia filosófica de los diversos modos, grados, o niveles del ser». Y es que toda teoría lingüística supone una ontología (y viceversa, claro) y en La nada y las tinieblas ambas son un tanto ingenuas, un tanto gruesas, por lo que, más
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allá de que en el mundo contemporáneo ya no nos torturen estas cuestiones, es el carácter primitivo de los esquemas de pensamiento de Fridegiso de Tours lo que desactiva su vigencia y gran parte de su interés (el mismo Aristóteles, anterior en el tiempo, era infinitamente más sutil que este comentador de la Escritura). Vistas así las cosas, sólo podemos concederle a este texto un valor histórico. No cabe duda de que el especialista puede sacar mucho provecho de esta edición —también del cotejo entre la traducción de Pollán y el texto latino—, pero no así el lector general, que encontrará mucho más jugosa la mencionada introducción. Quien se sienta atraído
por los conflictos entre verdad revelada y verdad racional, entre religión y filosofía, y quiera acudir a algún autor clásico debe hacerse, si no lo conoce, con el Tratado sobre los principios del conocimiento humano, de George Berkeley, pues allí sí descubrirá una agilidad, una validez y también una ironía completamente ausentes en Fridegiso de Tours (conviene apuntar, claro, que son casi diez siglos los que separan a ambos autores por lo que, en este sentido, la comparación es un poco injusta). Con todo, no podemos dejar de saludar el arrojo de este sello editorial al decidirse a publicar autores y obras tan desacostumbrados, gestos que educan al público lector y obligan a permanecer atentos a su catálogo.
La nada y las tinieblas
Fridegiso de Tours Tomás Pollán La uÑa RoTa 76 páginas 2012
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Rara avis. Más afuera
de Jonathan Franzen por Víctor Sierra Matute
Nada es tan funesto como la vocación de ruiseñor en una familia de castores Benito Pérez Galdós
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ué tres cosas llevarías a una isla desierta? La respuesta más original hasta la fecha la ha dado —y puesto en práctica— Jonathan Franzen, que para ejercer de náufrago eligió como acompañantes unos prismáticos, un ejemplar de Robinson Crusoe y las cenizas del escritor David Foster Wallace. Estos son los principales ingredientes del texto que da título a su última colección de ensayos y ejemplifican perfectamente lo que vamos a encontrar en ella: observación de aves, pequeñas dosis de teoría literaria y reflexiones que parten de
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una anécdota o vivencia personal. En el caso de este texto, uno de los más destacados del volumen, el desencadenante de la digresión fue la visita a una isla del Pacífico Sur, allá por noviembre de 2010, conocida entre los contados lugareños por el sugerente nombre de «Más Afuera». Franzen, huyendo de la presión del éxito y los compromisos promocionales de Libertad, siente la necesidad de emular a pequeña escala la aventura del marinero escocés que inspiró a Daniel Dafoe. La relectura del clásico le permite establecer conexiones entre la novela y el mundo contemporáneo y tratar temas como la evolu-
ción del individualismo radical («con Robinson Crusoe, el yo se había convertido en una isla; y ahora, al parecer, la isla pasa a ser el mundo») o abordar abiertamente el polémico suicidio de su amigo para censurar actitudes que se dieron tanto en Estados Unidos como en España: David […] se quitó la vida de un modo calculado para infligir el máximo dolor a aquellos que más lo querían, y nosotros, quienes lo queríamos, nos quedamos con una sensación de rabia y traición. De traición no sólo por el fracaso de nuestra inversión de afecto y cariño, sino por la manera en que el suicidio lo apartó de nosotros y lo convirtió en una leyenda muy pública. […] El establishment literario, que nunca había seleccionado siquiera uno de sus libros entre los candidatos a un premio nacional, ahora lo declaraba unánimemente un tesoro nacional perdido.
La aventura isleña está acompañada por otros veinte ensayos de diferente índole y valía. Algunos de ellos no son más que reseñas de obras que Franzen quiere reivindicar (muestra su apoyo a autores como James Purdy, Alicie Munro, Frank Wedekind y Christina Stead) o comentarios eruditos a grandes clásicos de la literatura (El jugador, de Dostoievski). En otros nos ofrece su prosa en formato condensado —muy lejano a
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las monumentales Libertad o Las correcciones— con piezas breves cercanas al relato, entre las que destacan «Nuestro pequeño planeta», donde narra un viaje con sus padres, o «Avispones», un repaso, con moraleja incluida, de estancias en casas prestadas durante sus años juveniles. En Más afuera tampoco faltan ensayos sobre los
entresijos de la escritura y recepción de su obra. «Sobre la ficción autobiográfica» parte de algunas de las preguntas más típicas y tediosas de las entrevistas a escritores («¿Quiénes han influido en tu obra?»; «¿Qué horario de trabajo tiene?»; «¿Su novela está basada en hechos reales?») para desmontar algunos mitos. El cometido final de este ensayo es calibrar en qué medida resulta moralmente lícito incluir elementos autobiográficos en una obra de ficción y cómo este pensamiento ha modificado tramas y personajes de sus novelas. Franzen, como buen creador, tiene en el conflicto la semilla de su escritura. Otro de los temas estrella, la ornitología apasionada, se filtra en muchos de los textos de la colección y es el protagonista de los ensayos titulados «El Mediterráneo feo» y «El frailecillo chino». Además de brindarnos entusiastas descripciones de pájaros curiosos, el aventurero escritor critica in situ la caza de aves canoras en Chipre y la expansión de las fábricas chinas, prácticas que, a pesar de que favorecen el crecimiento económico de los países, suponen una seria amenaza para sus ecosistemas.
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Pero es en su cruzada particular contra los avances tecnológicos donde se siente verdadero ruiseñor entre castores. «Veo Internet como el tabaco del siglo xxi», ha declarado Franzen, que considera que las redes sociales son puro maquillaje de la realidad, que ocultan la miseria y suponen un grave ataque a fenómenos como la intimidad o el amor. Sin embargo Más afuera, como prácticamente toda colección facticia de artículos, tiene sus altibajos, ya que puede llegar a resultar tediosa durante los pasajes en los que el autor da rienda suelta a sus obsesiones ecologistas y tiene en
la aglomeración de temas dispares uno de sus handicaps. Pero cuando el autor se remonta a experiencias que cambiaron su visión del mundo, reflexiona sobre el oficio del escritor y sobre su propia obra o tira de sarcasmo para analizar el panorama literario actual, el volumen alcanza las cotas más altas de calidad y leer sus textos se convierte en una verdadera delicia. Es entonces cuando merece la pena detenerse y disfrutar de la prosa ensayística de Franzen.
Más afuera
Jonathan Franzen Traducción: Isabel Ferrer ISBN:9788498384888 Salamandra Barcelona, 2012 406 pp
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M úsica
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En un mundo enorme
de Dr.Persona por Daid Sánchez
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l indie se ha convertido en ese género predilecto para todo aquel con ínfulas de situarse en la vanguardia de la cultura popular. Desde hace aproximadamente 15 años, su éxito ha reforzado ese estatus con un consolidado apoyo masivo que no solo implica la esfera musical sino que también arraiga en varios aspectos de la vida cotidiana. Parece que todo aquel universitario que presume de estar a la última y quiere demostrar lo interesante que es en una conversación tiene que presumir de haber ido al último Sonorama, tener como cabecera el último trabajo discográfico de Death Cab for Cutie y haberse amamantado durante la adolescencia con la discografía de Radiohead. Trasladar que uno tiene esas credenciales pretende transmitir al
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receptor del mensaje que quien habla es un tipo (o señorita) cool, que tiene una sensibilidad por encima del sujeto medio, que le gusta el teatro, que se gasta una pasta en el mercado de Fuencarral, que tiene su habitación enmarcada con póster de Roy Leinchestein y que ha visto hasta la saciedad todas las películas de Quentin Tarantino y Sophia Coppola (por muy nefasta que sea su Maria Antonieta). Aunque este comentario pueda sonar a tono despectivo, lo cierto es que ese canon está vigente, al menos, en ese circuito nocturno de Madrid (Lavapiés, Malasaña o Latina, lo mismo da) que podemos llamar moderno, en los cafés que comparten los diseñadores gráficos y en las sentadas en el césped de cualquier campus de facultad de letras que se precie. No se trata de desmerecer los valores de un género que ha dado grandes temas y buenos grupos (los dos mencionados anteriormente son muestra de ello), pero tampoco es menos cierto que una mirada a la esfera nacional la percepción es que sobra impostura (¿alguien se acuerdo ahora de Astrud?) y falta mejor gusto.
Quizá tenga que ver con la poca renovación de bandas dentro de esta esfera en lo que se refiere a España. Da cierta lástima ver que, de un festival a otro, uno tenga que toparse siempre en el cartel con Los Planetas, Lory Meyers, la Habitación Roja y Señor Chinarro. Realmente existe un poco de endogamia. Por suerte, estos días ha visto la luz el nuevo EP del grupo madrileño Doctor Persona titulado En un mundo enorme. Seis temas encuadrados en términos más amplios dentro del pop pero que se nutre de un espíritu y de unos registros claramente indie. Se trata de un trabajo discográfico meritorio que sigue la línea de Maga pero con un sonido más potente y robusto, sin despreciar arreglos y riffs que reflejan que sus componentes no se han
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abstraído de esas guitarras oníricas escondidas en la trayectoria de David Bowie o U2 (siempre he pensado que en eso de sacar registros The Edge es un verdadero maestro). Un disco que rebosa honestidad y sencillez, que desprecia el postureo impostado y que tiene bien claro que lo confuso no es sinónimo de interesante. En su lugar, se nos acerca esa sensibilidad cotidiana y sincera que cualquier joven (pongamos de 20 a 35 años) padece de vez en cuando en su vida. Quien se adentre en este trabajo discográfico podrá contemplar unas letras que evocan sueños que nacen por la noche cuando ésta se
vuelve esquiva, la tribulación que produce la soledad y la incomprensión ante una realidad que se torna esquiva y oculta sus verdaderas intenciones, del malestar que rompe en el interior cuando no se es feliz y de la voluntad constante de romper con esa melancolía. Tampoco desmerece acercarse a su último disco (Doctor Persona) para apreciar su anterior etapa con más presencia de teclado. Lo dicho, quien guste del indie sin máscaras inútiles tiene aquí un buen disco para apreciarlo en estas frías y lluviosas tardes de otoño.
En un mundo enorme Doctor Persona PSM-Music 2012
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n ovela
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Relámpagos
de Jean Echenoz p o r Ro b e r t o B a r t u a l
E
n la mañana del 30 de junio de 1908, una explosión mil veces más potente que la de Hiroshima sorprendió a los habitantes de Vanavara, un puesto comercial siberiano situado en la remota región de Tunguska, empujándolos como peleles contra graneros, porches y carruajes por efecto de la onda expansiva. El estallido se había producido a más de 80 kilómetros de distancia, suficientes como para que les alcanzara una ola de calor que hizo enloquecer a mosquitos, saltamontes, tábanos, recién despiertos después del invierno, plantaciones enteras de cebollas marchitas en un instante, ventanas estallando al unísono, un cazador muerto, aplastado por un reno contra un árbol. Un área de bosque de más de 2000 kilómetros cuadrados quedó completamente devastada por la explosión, pero cuando el humo se hubo disipado y
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los lugareños pudieron visitar el lugar donde se había originado el estallido, se encontraron con algo muy distinto a lo que esperaban. Aunque el bosque estaba arrasado, los árboles yacían en el suelo, con la corteza intacta y sin signo alguno de combustión. Habían sido simplemente arrancados de cuajo o partidos por el tronco. Pero según iban avanzando, el espectáculo era aún más desconcertante. Al llegar a unos 15 kilómetros del epicentro, vieron que ya no había árboles tumbados; estaban todos en pie, con las cortezas arrancadas pero perfectamente erguidos. Y en el suelo, nada. Ningún cráter, ninguna roca partida, ni siquiera una brizna de hierba quemada, como si, con un manotazo invisible, un dios demente hubiera tumbado el bosque entero. Con el tiempo, y después de una expedición científica en los años 20, el gobierno soviético dio carpetazo a lo que sería conocido como “el incidente de Tunguska”, atribuyendo la explosión a un meteorito que, al estallar en la atmósfera sin tocar el suelo, no dejó más huellas que las derivadas de su onda expansiva. Sin embargo, en aquel lejano 1908 algunos rumores apuntaban hacia otra
causa bien distinta. Aquella mañana de verano, el explorador Robert Peary se dirigía al Polo Norte y, unos días antes, había recibido un telegrama firmado por su gran amigo, el inventor Nikola Tesla, en el que le pedía que reuniera en cubierta a toda su tripulación en un día y a una hora convenida para que pudieran presenciar el mensaje de bienvenida al fin del mundo que les mandaba. El día era el 30 de junio; la hora, las 7 de la mañana. Ni Peary ni su tripulación vieron nada, pero mientras ellos permanecían en cubierta atentos al cielo, el bosque de Tunguska estallaba en pedazos a unos 3300 kilómetros de distancia. Nadie habría recordado aquel telegrama, si Tesla no hubiera anunciado años más tarde la invención de su “Rayo de la Muerte”: un poderoso
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generador de ondas sónicas, capaz de destruir aviones y maquinaria militar proyectándolas a miles de kilómetros de distancia. ¿Había sido provocado el incidente de Tunguska por un error de cálculo en uno de los experimentos preliminares de Tesla? ¿Llegó realmente Tesla a fabricar un Rayo de la Muerte, el arma que, según él, puesta en manos de las principales potencias mundiales, pondría fin a todas las guerras? Quién sabe… Lo que sí sabemos es que, por increíble que parezca, Tesla, además de idear una forma viable de usar la corriente alterna sentando la base de nuestro actual sistema eléctrico, encontró la manera de transmitir electricidad sin cables y de manera gratuita, usando únicamente la superficie terrestre como conductor (invención que nunca pudo desarrollar, pues cuando el magnate que le financiaba, J. P. Morgan, escuchó la palabra “gratuita”, bloqueó inmediatamente sus fondos). También sabemos que a principios de siglo, Tesla provocó un terremoto artificial de pequeñas dimensiones en la ciudad de Nueva York (un suceso ampliamente documentado en su momento), con un artefacto de tecnología consistente, aunque a menor escala, con el que hipotéticamente podría haber causado el evento de Tunguska.
Éste es el tipo de historia, probablemente ficticia, pero fascinante, que el lector no podrá encontrar en la novela sobre Nikola Tesla Relámpagos, de Jean Echenoz. Lo cual llama bastante la atención si consideramos que el libro arranca con la advertencia de que su autor no se ha propuesto escribir una biografía, sino una obra de ficción. Relámpagos es una novela, dice Echenoz, pero entonces ¿por qué en su interior sólo encontramos un desapasionado resumen de los pocos datos objetivos que se conocen sobre la vida de Tesla? Un resumen como el que podríamos leer en su ficha de la Wikipedia, como bien apunta en su reseña Juan Malherido. Cierto es que dichos datos pueden resultar fascinantes para el lector que no esté familiarizado con invenciones de Tesla como sus generadores de corriente alterna, la iluminación inalámbrica, su rivalidad con Edison, su fobia a los microbios y a las mujeres, o su colombofilia compulsiva. Pero, en el fondo, todos estos “hechos objetivos” no dejan de ser un álbum de recuerdos terriblemente aburrido si se les despoja de las enormes posibilidades que en principio ofrecen, al autor y al lector, para la fabulación.
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La historia del Rayo de la Muerte es buen ejemplo de ello. Echenoz sólo menciona lo comprobable: que varios periódicos publicaron las declaraciones de Tesla en torno a su invención y que un Tesla ya anciano y probablemente chocho envió secciones parciales de sus planos a Ministerios de Guerra extranjeros, además del de Estados Unidos. Pero, si Relámpagos es una novela, ¿por qué atenerse a lo objetivo? ¿Por qué desdeñar historias como la del Rayo de la Muerte, mencionándolo en apenas dos líneas para luego rechazarlo como la locura de un viejo senil? El caso es que tal vez lo fuera. Hay que darle la razón a Echenoz porque la verdad es ésta: cuando estalló el bosque de Tunguska, Peary ni siquiera había zarpado aún de Nueva York, por lo que difícilmente pudo ser el destinatario de ninguna explosión de bienvenida lanzada por Tesla.
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Y aun así… Aun así el nombre de Tesla sigue estando asociado al incidente de Tunguska, igual que sigue estando asociado a lo paranormal (estuvo investigando la telepatía después de “predecir” la muerte de su madre), o a diversas teorías de la conspiración como la ocultación de vida inteligente en Marte o a la posibilidad de que la instalación HAARP del gobierno estadounidense en Alaska esté preparada para producir terremotos usando tecnología de Tesla. Quizá todo esto sea falso, mero abono para la especulación bizarra; pero la cuestión es ésta: estamos hablando de un señor que hacía pasar corrientes de 100.000 voltios por su cuerpo sin sufrir el menor daño, un tipo que iluminaba bombillas con su propia mano siempre y cuando sus pies pisaran suelo electrificado, alguien que, de recibir la financiación apropiada, tal vez podría haber conseguido que la distribución de electricidad fuera completamente gratuita a nivel mundial… con las consecuencias que eso podría haber tenido para el desarrollo económico. Ante esto (y, créanlo o no, estamos hablando de hechos documentados), que el resto de lo que se ha dicho de Tesla sea cierto o falso, es completamente irrelevante.
El problema es que, si a fuerza de ser «objetivo», o «serio», o cualquier otro adjetivo entrecomillado de color beis con los que tan bien se puede definir a tantos escritores franceses; si a fuerza de ser todo eso, digo, despojamos a Tesla de su dimensión pop no sólo se le hace un flaco favor como figura histórica y como símbolo, pues estamos hablando de alguien cuya sola existencia pone en entredicho la historia oficial de la ciencia del siglo XX, sino que además, y éste es un pecado aún mayor, se le hace un flaco favor al género novelístico, pues Echenoz no hace otra cosa más que echar freno voluntario a la imaginación en cada página de Relámpagos, negando la cualidad más hermosa del género novelístico: la capacidad de fabulación. Capacidad que sí se encuentra en otras obras que abordan la figura de Tesla, mucho más recomen-
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dables para el lector con imaginación; como, por ejemplo, su autobiografía, My Inventions, que sin pretensión de ser novela, incluye un hermosísimo relato sobre su infancia en el que nos describe minuciosamente sus intentos de levitar desde lo alto de un granero mediante el poco recomendable método de contener la respiración y lanzarse al vacío (!), o su extraordinaria capacidad de ver literalmente en el aire, flotando, sus generadores de corriente alterna antes de construirlos (y no “visualizarlos” como describe desdeñosamente Echenoz), dejándolos funcionar en su mente (o suspendidos sobre la habitación, si hemos de creerle) durante meses para comprobar el desgaste de las piezas antes de registrar la patente.
Los alegatos de Tesla en su autobiografía son tan increíbles como el western de ciencia-ficción que Thomas Pynchon construye en torno a él en su novela Contraluz, pero por lo menos ponen de manifiesto lo que Echenoz no ha sabido ver: que de nada sirve escribir sobre Tesla si no se cree en él. Reducir a Tesla al nivel de un simple chiflado con síndrome de Diógenes, como hace Echenoz, es destruir la esperanza –quizá vana, pero al fin y al cabo esperanza– de que al menos una persona, a lo largo de aquel terrible siglo XX, deseó algo bueno para la humanidad e incluso quizá pudo llegar a conseguirlo.
Relámpagos
Jean Echenoz Anagrama ISBN: 978-84-339-3336-2 Barcelona, 2012
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No saldré vivo de este mundo
o los fantasmas de Steve Earle
de Steve Earle por David Urgull
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onocí a Steve Earle gracias a su hermana Stacey y a su cuñado Mike. ¿Han escuchado alguna vez a Stacey Earle y a Mark Stuart? Son una parejita feliz, muy ñoños, muy countries ellos, muy agradables, se les escucha con una sonrisa pánfila en la cara, el mundo se convierte en algo risueño a su alrededor, tan bucólico todo, como si estuvieras oliendo las praderas del Viejo Oeste y la vida pareciese perfecta, encantadores. Nada que ver con Steve, la verdad, nada de nada. Claro que luego tocó, en la misma sesión, Jason Ringenberg. Éste tiene más que ver con Steve, bastante más.
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Es extraño cómo dos hermanos pueden ser tan diferentes, aún es más extraño si te enteras de que la hermanita cariñosa y bondadosa aprendió todo lo que sabe de música del hermano malote, el mismo que le daba a las drogas y a otras cosas ilegales. Sí, porque Steve, al principio, iba de tipo duro, de rockero de los de verdad, de los que se meten en líos un día sí y otro también, incluso pasó por el talego. Luego se fue moderando, al fin y al cabo uno también se cansa de ir pegándose con todo el mundo y terminas saludando a la vida con el dedo corazón y siguiendo tu camino. Le dio por el activismo político, por la literatura y últimamente por las series televisivas. Son conocidas sus campañas contra la pena de muerte, contra la guerra de Irak y, en su momento, contra la política exterior de Bush. Aparece en The Wire interpretando a Walon, un heroinómano recuperado que ayuda a otros a dejar las drogas o poniendo voz y arreglos al tema de cabecera: Way down in the hole (Tom Waits) en la última temporada de la serie y parece que se ha entendido tan bien con David Simon y su equipo que le han buscado un hueco en su proyecto más reciente: Treme. Este rockero texano también escribe. Sí, las letras de sus canciones, of course, y algo más. En el 2001 un libro de relatos: Doghouse Roses, en el que a través de once historias cortas,
con sabor a guitarra, daba vueltas a sus obsesiones personales, a saber: drogas, guerra de Vietnam, pena de muerte, el Sueño Americano y la segregación racial; todo genuinamente yankee, como un buen dónuts. Ahora, en este 2012 apocalíptico, con la amenaza de los mayas sobre nuestras cabezas, nos presenta: No saldré vivo de este mundo (El Aleph Editores). Ya el título nos recuerda a alguna vieja canción, no lo puede evitar, lleva el dos por cuatro metido en las venas. La historia sucede en 1963 y es una mezcla entre un viejo blues, una pizca de rollo fronterizo al más puro estilo tex-mex y algo de realismo mágico. El protagonista se llama Doc Ebersole y lleva pegadito a las suelas de sus botas de cowboy al fantasma de Hank Williams. Doc le da a la morfina, a veces porque no puede evitarlo, a veces para evitar la murga de Hank, que siempre anda incordiando, a veces, simplemente, porque le gusta. Doc había sido médico y podría haberse ganado la vida decentemente, pero de tanto ir buscando amapolas terminó perdiendo la licencia y ahora se gana la vida practicando abortos ilegales y suturando heridas clandestinas. Y dándole al opio. Y aguantando al plasta de Hank.
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El motivo por el que Doc soporta, con paciencia de yonqui, a su particular fantasma, es una de las claves de la novela: la culpa. Parece ser que fue Doc quien suministró a su buen amigo, la joven promesa del country texano, Hank Williams, una dosis letal de morfina, una dosis que le dejó tirado en el asiento trasero de un coche, como en la letra de una buena canción, mientras su alma se agarraba a la espalda de Doc. Toda una década lleva aguantando el matasanos esa alegoría espectral de la culpa, allá en San Antonio. Sin embargo, esto es una historia made in USA y siempre hay que dejar un asiento reservado para la autosuperación, para la redención, la fe y por supuesto, los milagros. Y ahí es donde entra en escena Graciela. Joven, guapa, muy guapa, mexicana, recién sacada de Macondo o de un cuentecito de Isabel Allende, que nada tiene que ver con México pero que a los texanos todo les parece lo mismo. Graciela es el milagro y hace milagros. Tiene una herida que no termina de cicatrizar, como una llaga mística, y acude al doctor sin licencia para ver qué puede hacer por ella, pero es Graciela la que termina haciendo algo por Doc, porque Graciela tiene el don de curar lo que toca, de sanar con sus manos, de aliviar con su presen-
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Hitchhiker with His Dog, "Tripper," on U.S 66, U.S. 66 Crosses the Colorado Rive at Topock; O’Rear, Charles, 1972; Archivos Nacionales y Administración de Documentos de los EE. UU.
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cia. Será ella la que consiga liberar a Doc, liberarlo de su adicción a la morfina, liberarlo de Hank Williams y, principalmente, liberarlo de sí mismo. Es fácil ver en esta novela ciertos elementos autobiográficos, camuflados en una historia fronteriza, con prostitutas y traficantes, con balas y milagros, los mismos que se veían en la elaboración del personaje de Walon en The Wire. Steve Earle ha pasado por su particular infierno, sabe de lo que habla, y probablemente esta historia sea una excusa tan válida como otra cualquiera, tan válida como cualquiera de sus buenos discos, para hacer terapia, para expulsar
demonios, para librarse de una vez de su propio Hank Williams. Sin embargo, como todo lo que merece la pena, es algo más, no se queda solo en un ejercicio psicológico, es una historia llena de humanidad, de matices, también de denuncia social y, además, está bien escrita y como sucede con su música, Steve Earle siempre merece la pena, en cualquier formato. [pg-281]
No saldré vivo de este mundo.
Steve Earle Traducción: Javier Calvo. El Aleph Editores. ISBN: 9788415325437 272 pp.
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Las ruinas del presente; Los ojos de
Natalie Wood
de Alejandro López por Jorge de Barnola
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a memoria es el lugar donde el tiempo y el espacio conviven con mayor sentido, donde los hechos, los rostros y los lugares se reinventan en una nueva existencia que perpetúa lo efímero, que insufla de vida el pasado, que lo mantiene en presente continuo. Y es donde nuestros seres queridos que han muerto siguen viviendo, donde el trauma de experiencias sufridas se vuelven a vivir, se analizan, se estudian, en un juicio del que debe salir el culpable para expiar los pecados propios y ajenos. Los ojos de Natalie Wood es esto y más. Pero no nos engañemos (y la contra ofrecida por la editorial El Páramo despista algo), Natalie Wood sale poco o nada, en la forma de un banderín con su imagen o en
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la referencia de su muerte preconizada por la abuela de Félix, el protagonista de esta historia. En realidad, la novela de Alejandro López Andrada se podría haber titulado «Los labios de Claudia Cardinale» o cualquier otra musa que inspirase los sueños masturbatorios de los jóvenes de los años 70. Podríamos decir que la referencia cinéfila en el título es un macguffin en toda regla; genera expectativas equivocadas y nos hace seguir la trama del libro buscando a la famosa actriz de Rebelde sin causa. Sólo podemos ubicar correctamente a la actriz si conocemos la historia que cuenta que a su madre se le apareció una vez una anciana cuando estaba embarazada de ella y le leyó la mano: «Su hija será una gran estrella, pero deberá tener mucho cuidado con las aguas oscuras». Pero López Andrada no nos da esta referencia. Lo dicho: Natalie Wood es un macguffin. Y no hay nada malo en ello, pero sí es cierto que condiciona bastante la lectura y, personalmente, me llevó a buscar referencias equivocadas cuando comencé a leer la novela.
De hecho, buscando paralelismos, llegué a pensar en un Juan Pablo Castel en El túnel, en el protagonista sin nombre de Noches blancas o en un Humbert Humbert en pos de su Dolores Haze en Lolita. Pero rápidamente vi que estaba errando y que los tiros no iban por ahí, si bien es cierto que la narración es, a ratos, obsesiva y plagado de pensamientos metafísicos que recuerdan a los autores de los libros citados.
Ruinas de Minas Diógenes
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Los ojos de Natalie Wood no habla tanto de obsesiones, sino de recuerdos desde el prisma de un hombre en su particular juicio del pasado. El escenario salta de Minas de Diógenes, donde Félix pasó su infancia, a Veredas Blancas, donde se hace adulto y vive en el presente. De estos dos pueblos, sólo uno existió: Minas de Diógenes, hoy un pueblo abandonado desde 1979, cuando se dejó de extraer plomo y sus habitantes se marcharon en busca de mejor fortuna. Fue en este lugar donde Félix vivió una experiencia que le cambió la vida. Después de presenciar un suceso, sale corriendo y se precipita a las aguas de un pantano, abriéndose la cabeza contra una roca. A partir de aquí, Félix ya no es el mismo: sufre de depresión y confunde la realidad con el sueño. Es entonces cuando surge la magia. No sabemos si todo es producto de un delirio o si bien lo mágico participa en igual medida en todos los personajes. Dado que la narración es en primera persona, es algo que se nos escapa. En resumidas cuentas, hay que aceptar lo que nos dice Félix sin dudar de nada de lo que nos cuenta, y
quizás radique ahí la fuerza de la novela, en que todo es posible, en que el misterio se esconde en cualquier elemento de ese atrezzo que configura la realidad. La novela, compuesta de vaivenes temporales, de recuerdos que saltan de uno a otro, de espacios y tiempos que se yuxtaponen desde principios de los años 70 a la actualidad, nace de la soledad del protagonista, que ejerce de enterrador en Veredas Blancas, oficio heredado de su tío Bernardino. Y vive junto al cementerio. Los espectros, los hechos asombrosos, las apariciones de familiares fallecidos, de personajes admirados, son una constante en la novela. Los vivos hablan con los muertos en un limbo de extrañeza absoluta. Pero no sólo Félix experimenta estas cosas sobrenaturales, sino prácticamente todos los personajes que aparecen en la novela. Es algo que hay que aceptar desde el principio, que nos las esta-
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mos viendo con una narración que bien podría haber firmado Bécquer o Hoffmann, pero en la época de Internet. Félix, en un tiempo actual, accede a foros de Internet sobre Minas de Diógenes (foros que en realidad existen), y contacta con viejos amigos y antiguos amores. Ve fotos (se encuentra en alguna de ellas) y vídeos colgados en YouTube de aquel pueblo hoy en ruinas. Lo que hace es desenterrar el pasado, removerlo y pasarlo por un filtro con el fin de extraer el
mineral preciado, la esencia de su propia vida, el sentido. Seguramente, todos los que están en esos foros (algo que plaga de nostalgia Internet) intentan lo mismo, volver la vista atrás, porque a cierta edad ya no hay mucho que mirar hacia delante. Como llevado por un hilo de Ariadna, reconstruye su vida, aquel suceso en Minas de Diógenes que lo cambió todo, la convivencia junto a su padre y su madre (la relación entre ellos), su tío Bernardino y
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sus amigos, las experiencias vividas en aquella casa (la casa en la que vive en Veredas Blancas) llena de apariciones y discursos con la muerte, el rencor hacia su propio padre, las secuelas psicológicas que arrastra desde el accidente en el pantano, los amores perdidos. Y la muerte, siempre la muerte. Los ojos de Natalie Wood se lee con un deje de novela de misterio porque el andamiaje se construye con ese «suceso» acaecido cuando Félix tenía trece años, nos va llevando, aunque saber exactamente qué pasó no condiciona en absoluto la lectura. Es una excusa para ir conduciéndonos por los laberintos de la memoria, nada más. Incluso si, al final, el autor se hubiera ahorrado explicaciones sobre el «suceso», tampoco hubiera afectado al significado de la novela. Los ojos de Natalie Wood es una de esas obras que encajan en los universos cerrados y personales que podemos leer en El bosque animado o en Obabakoak, lugares míticos y de magia en donde todo es posible, en donde, a veces, lo imposible dota de sentido lo absurdo y lo inane. Como poeta que es, López Andrada sabe de la importancia de la palabra a la hora de configu-
rar un universo, de dotarlo del alma apropiada para que cada hecho esté siempre en consonancia con el ambiente. Nos basta echar un vistazo a su biografía para comprobar la importancia del paisanaje y la naturaleza, cómo su narrativa se debe a la tierra donde cohabitan sus personajes. Podríamos
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Lopez Andrada; www.lopezandrada.com
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decir que la suya es una literatura telúrica, plagada de connotaciones mágicas que infiere la perspectiva atávica proyectada por el autor. Quizás lo dicho arriba pueda parecer confuso para el lector, y para entenderlo añadiré que lo que destila Los ojos de Natalie Wood es un resucitado romanticismo, con todas las implicaciones literarias que eso conlleva y la ambientación prototípica de este movimiento tan dado al misterio, a lo fantasmal y a lo oculto. La novela de López Andrada seduce y hechiza a partes iguales, y la conclusión a la que uno llega tras su lectura es demoledora: el pasado son
ruinas sobre las que construimos el presente y, a veces, somos tan solo ruinas. Busco en Google retazos de Minas de Diógenes, documentos, fotos, láminas de libros, titulares de prensa relacionados con la minería antaño gloriosa al sur de Ciudad Real, intentando encontrar algún dato que me ayude a conectar con aquel mundo perdido que tanto extraño y odio al mismo tiempo. El espacio de Google es profundo, denso, elástico, como un campo de juncos pegado a un horizonte que se pierde entre cerros mordidos por la lluvia y el desangelado viento de noviembre.
Los ojos de Natalie Wood Alejandro López Andrada ISBN 9788492904341 Editorial El Páramo Córdoba, 2012 273 pp
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La banda de la tenaza
de Edward Abbey Po r G o i o B o r g e
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a lectura de La banda de la tenaza supone una buena cantidad de sorpresas y la primera es el propio descubrimiento de esta novela. ¿Una biblia de la contracultura, del activismo medioambiental y de la resistencia pacífica traducida 35 años después y prácticamente desconocida, al menos literariamente, en Europa? Pues sí, eso es lo que tenemos entre manos. La razón podría ser que Abbey no llevó una vida literaria, pero es cierto que eso se puede decir de otros escritores de las corrientes (contra)culturales de los años sesenta y setenta del siglo pasado con los que por temática y estilo tiene conexiones y que nos han llegado con más reputación. Ambientalista de vocación, fue vagabundo, guarda forestal, soldado en la II Guerra Mundial, estudiante y profesor de filosofía, y un gurú del activismo medioambiental reconocido por sus ensayos y, sobre todo, por La banda de la tenaza.
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Cuatro amantes de la naturaleza, el filósofo cirujano Doc Sarvis, su novia y ayudante Bonnie Abbzug, el guía mormón Seldom Seen Smith, y el pirado ex boina verde George Washington Hayduke deciden, tras coincidir en un descenso por los rápidos del Colorado, unir sus fuerzas para sabotear las grandes obras que el Gobierno y las compañías constructoras y mineras realizan en el área de los parques naturales entre la frontera de Utah y Arizona, simbolizados sobre todo por la presa sobre el Glen Canyon que dio lugar al Lago Powell y el puente sobre el río Colorado en la misma zona. La banda, usando los fondos financieros del doctor, crea una pe-
queña infraestructura y se dedica a la quema de anuncios en la autopista, el descarrilamiento de trenes de mineral, y la destrucción sistemática de cuanta maquinaria pesada se encuentra en su camino. La escritura de Abbey es provocadora, literaria y, por momentos, lisérgica –y ciertamente es contemporánea de esto último–. La provocación alcanza la descripción de los personajes y sus relaciones entre ellos y con su enemigo, no lejos del cartoon a lo Tex Avery, con la naturaleza como única fuerza todopoderosa. Logra transmitir una peculiar emoción con la animalización (o mejor, monsterización) de la gran maquinaria, convertida aquí en un ente, odiado y destructivo, de vida propia donde chasis, chapa, elementos articulados, líquidos lubricantes y ruidos son descritos como espina dorsal, huesos, extremidades, sangre y gemidos. Literalmente, son asesinadas artesanalmente con tenazas, cizallas, manteca y sirope (que se añade a los depósitos de combustible: no es desdeñable, académicamente hablando, la información subversiva del libro). Este elemento recuerda mucho al Quijote, quien en su delirio convertía molinos en gigantes y los combatía. No es además el único detalle qui-
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jotesco de un libro donde cuatro idealistas de improbable futuro desfacen entuertos de poderosos deambulando por una tierra inhóspita. Aunque no creo que la comparación vaya más allá, los personajes de la banda no tienen alucinaciones, como mucho pueden ir algo puestos… La banda consigue inquietar ligeramente al poder tecnológico que la combate. Acaba por verse obligada a huir de él y puede, como mucho, convertirse a la mítica del territorio del Oeste a la que pertenece tras una persecución agónica. Abbey mira con lógica ternura a sus cuatro protagonistas (ilustrados además por un excelente Robert Crumb, con sus miradas intensas y cuerpos rotundos en la edición ilustrada que conmemoró el décimo aniversario de la primera edición en los EE.UU. y recogidas en la actual edición de Berenice), pero su lucha aspira como mucho a encarnar el Resistid mucho, obedeced poco de Walt Whitman citado en la novela. La resistencia activa, pacifista y hedonista no parece suficiente enemigo ante la traición del hombre a la tierra, aunque sin duda puede conseguir un necesario aumento de la concienciación individual, que el libro de Abbey logra eficazmente con humor e ironía.
La experiencia literaria es por momentos sublime en lo artístico, con metáforas logradas para la carne, la tierra, la máquina y el metal, por no hablar de la visión del mundo, las organizaciones y el individuo, integrados en una farsa que se olvida del origen de la vida, pero en la que no se subraya innecesariamente el valor de la acción ni se apela a la denuncia bobalicona. Ahora bien, ¿cuál es el resultado para el castigado medio ambiente? Toda acción humana tiene una consecuencia medioambiental y resulta irónico, visto casi cuatro décadas más tarde, que para defender el territorio George Hayduke perfore los depósitos de aceite de las máquinas saboteadas para que la tierra lo engulla, cuando ahora sabemos que lo hará tan bien que no podrá eliminarlo en siglos. Algo que en 1975, más centra-
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dos en la contaminación del aire, probablemente no se consideraba tanto dentro de los problemas medioambientales. Sin que esto sea apelar a que estas acciones supongan ecoterrorismo, del que se acusó a los activistas del monkeywrenching, ya que el término es engañoso. Abbey, además de afirmar que nunca propuso acciones terroristas, ironizó siempre sobre el hecho de que los estados y corporaciones industriales que actuaban sobre un medio indefenso que se ve obligado a proporcionar recursos sin descanso no estaban legitimadas para usar alegremente el término terrorismo.
wrench, que literalmente significa «llave inglesa» y que en castellano se traduce como «sabotaje», denomina ahora el activismo medioambiental cuyas acciones y eficacia siguen siendo objetos políticos de discusión. Un indicio más de lo extremadamente único de este libro lúcido, divertido y magnífico que es La banda de la tenaza, es decir, The Monkey Wrench Gang. [pg-291]
¿¿¿El quéwrenching??? Sí, en efecto, la influencia de este libro es tal que el término monkey
La banda de la tenaza Edward Abbey Ilustraciones de Robert Crumb ISBN: 978-8415441113 Editorial Berenice 468 páginas
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Lo que no está escrito
de Rafael Reig por David Urgull
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omar como base de un thriller las relaciones familiares es una redundancia, por mucho que eso moleste a los pancartistas de jersey sobre los hombros y rosarios al viento. Las familias acaban jodiéndolo todo, es su función, es su esencia, así que hablar de cómo una familia termina destrozando la vida de sus miembros es hablar de algo que ya se sabe, como quien un día del mes de julio con cuarenta y dos grados a la sombra te advierte de que hace calor. Obvio. Usar la naturaleza asilvestrada, ésa que está al lado de las grandes ciudades, ésa que los domingos se llena de psicópatas urbanitas, como telón de fondo para una acampada que lentamente se transforma en algo terrorífico, está demasiado manido desde The Blair Witch Project. Y contar que los del barrio de la Elipa, allá junto al cementerio de la Almudena, cuna de los Burning, grandes Burning, son los más malotes de todo Madrid es algo que sabe todo el mundo, incluso los que no somos de Madrid.
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Hablar de un escritor frustrado que le da al whisky, mucho, demasiado, a lo Malcom Lowry, de una exesposa que se aventura al sexo aséptico con su jefe y luego practica el onanismo en la soledad de la noche mientras se pregunta por qué su exmarido, el que se parece a Lowry, fue, es y será tan cabrón. Contar que un niño no entiende a su padre, ni a su madre, ni se entiende a sí mismo, y que tiene miedo hasta de su sombra, o una madrastra malvada que odia al hijo del marido porque eso le recuerda que su hombre, sigue siendo el seudoLowry, primero estuvo con ella (y la desvirgó usando trucos de poeta), luego se fue con la del sexo aséptico y por fin ha vuelto con ella (usando más trucos poéticos, que el verso da para mucho), pero con un hijo preadolescente en la maleta que siempre le recordará aquella traición. Contar todo esto en una novela parece que aporta poco, uno no puede evitar pensar aquello de esto ya me lo han contado antes, entonces: ¿por qué leer una novela llena de tópicos y lugares comunes?, ¿por qué leer Lo que no está escrito? Precisamente por lo que anuncia el propio título, tan metaliterario, tan implícito. Además de la trama argumental que da consistencia a la novela, Rafael Reig, plantea otra novela dentro de
esta novela (sí, tampoco es novedoso el truco), la novela que escribe el escritor frustrado, el del whisky, el Malcolm Lowry. Se trata de una novelita policiaca, de secuestros torpes y matones descarriados, que el exmarido entrega a la madre de su hijo, así como quien no quiere la cosa, en plan: mira lo que te cuento. Ahí empieza el juego psicológico, cuando el lector toma como personal, como una larga dedicatoria lo que un escritor dice (o calla) en una novela. Aconsejan, para superar el miedo escénico, hablar como si hablaras para una persona en concreto del auditorio, elige a alguien entre el público y suéltale a él, sólo a él, tu monólogo. ¿Hace lo mismo un escritor? ¿Escribe para alguien en particular cuando escribe? ¿O es el lector el que se atri-
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Factor Crítico
buye ese protagonismo y piensa, oh, Dios mío, esto me lo está contando a mí? Así, con este juego de novelas cruzadas y lectores cruzados, es como Rafael Reig consigue crear la angustia necesaria para mantener en vilo al lector, a los lectores cruzados, y todos terminamos preguntándonos: ¿me está queriendo decir algo más de lo que escribe? La primera vez que vi a Rafael Reig estaba hablando del Mio Cid, sosteniendo un vaso de plástico lleno de whisky entre sus manos mientras una cámara de televisión le grababa. Le conocía poco, apenas le había leído. Sabía que había andado travestido de Marilyn, con los mo-
rros pintados de carmín intenso sobre su persistente bigote, sabía que después le dio por inundar Madrid mientras buscaba a un personaje perdido y más tarde supe que se había rendido, sin remedio, al canibalismo. Literatura para caníbales me convirtió a la antropofagia y Reig me ganó para siempre, un «siempre» literario, entiéndase, que no tiene por qué ser marca de eternidad ni mucho menos de fidelidad, pero por ahora, hoy por hoy, tras leer Lo que no está escrito, mantengo, incluso renuevo.
Lo que no está escrito
Rafael Reig Tusquets ISBN: 9788483836392 Barcelona, 2012 296 pp
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Factor Crítico
Un rescate necesario. Casa de niebla de María Luisa Bombal
por Víctor Sierra Matute
A
unque atente contra ese halo idealizado que rodea al creador y su obra, la intervención de editores y agentes literarios resulta en ocasiones decisiva en el devenir de la carrera de ciertos escritores. Encontramos el ejemplo paradigmático en Raymond Carver, pues sin las correcciones de Gordon Lish —que eliminaba sistemáticamente palabras, diálogos y hasta pasajes enteros de los relatos carverianos— jamás hubiésemos disfrutado del estilo minimalista y contenido tan característico del gran cuentista norteamericano. Tampoco se habría publicado House of Mist (1946) si María Luisa Bombal no hubiese cedido a las presiones del editor de Farrar, Straus & Giroux cuando éste pidió modificaciones argumentales, mayor longitud y un nuevo final para la versión en lengua inglesa de La última niebla (1935). María Lui-
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Factor Crítico
sa aceptó y, contando con la ayuda de su marido, se puso manos a la obra. El proceso de reescritura dio como resultado Casa de niebla, una novela cinco veces más extensa y con diferencias sustanciales; sin embargo, quizá por compartir esqueleto con la nouvelle mencionada, no ha sido considerada como texto autónomo ni conocido traducción al español hasta el momento. «Expresar muy sencillamente lo que se siente», como declaró en una de sus últimas entrevistas, fue la principal aspiración de nuestra autora. El reto del traductor, en un caso tan peculiar como el que nos ocupa, reside en recuperar el estilo de Bombal en su lengua nativa. Los fieles de la chilena podrán comprobar que la versión de Lucía Guerra cumple con creces las expectativas. Casa de niebla conserva ese registro fantástico propio de sus obras anteriores, que se caracterizan por el lenguaje sencillo, y al tiempo sugerente y cargado de lirismo, mediante el cual se nos permite explorar espacios vedados al individuo. No en vano, se considera que Bombal es precursora del realismo mágico gracias a su capacidad para crear universos imaginarios que trascienden una realidad limitada y donde los personajes pueden desarrollar su verdadera integridad humana.
El libro se abre con un pequeño prólogo que sitúa la acción a principios del siglo xx y que advierte al lector de que la novela encierra un curioso misterio: Aquí no se encontrará un cadáver ni un detectve; ni siquiera un juicio de homicidio, por la simple razón de que no habrá ningún homicidio. No habrá asesinato ni asesino, pero sí existirá un crimen.
Asimismo, Bombal invita al lector a «entrar en la casa de niebla», convirtiendo lo que podría haber sido un simple cebo detectivesco en leitmotiv: la neblina omnipresente adquiere simbología múltiple a lo largo del libro y crea el ambiente propicio para contar una historia ligada al sueño y lo sobrenatural, siempre de forma sensual y sugerente. Como otros relatos de este tipo, Casa de niebla parte la evocación de la infancia, territorio donde todo es posible, para iniciar un recorrido por la complicada vida de Helga, personaje en el cual se centra. Bajo apariencia de cuento de hadas, a veces maniqueísta, se esconde una autobiografía rica en matices que sirve como pretexto para abordar temas frecuentes en la autora: la complejidad de las relaciones humanas —generalmente desequilibradas—, los problemas de la mujer con su entorno, el matrimonio, el amor y, sobre todo, esa urgente necesidad de cambio que desafía las normas sociales de la época.
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Factor Crítico
Quizá la originalidad de Casa de niebla respecto a las anteriores novelas de la chilena esté ligada a la influencia del cine sobre su obra. Los escarceos de la autora con la publicidad y el celuloide durante su estancia en EE.UU. —a saber, revisiones de doblaje, varios anuncios y algunos guiones— le permitieron adaptar mecanismos propios del lenguaje cinematográfico. La novela se divide en pequeños cuadros donde prima la oralidad y se alterna entre el diálogo, el narrador omnisciente y el monólogo interior. Pero estas escenas no tienen necesariamente un desarrollo cronológico lineal, ya que Bombal recurre al flashback y a los saltos en el tiempo para abordar y matizar la narración desde diferentes momentos vitales de la protagonista. Este procedimiento, tan popular en nuestros días, no fue entendido por parte de la crítica: El tiempo, esa vieja hada madrina, aparece completamente desordenado en House of Mist. Con cualquier pretexto, los personajes son catapultados a la niñez o, con fiel confianza en el destino, arrojados al futuro.
No debe preocuparnos que el consumidor de la época no estuviese acostumbrado a estos innovadores juegos temporales porque lo que fue defecto en su momento hoy es una gran virtud. Estos
María Luisa Bombal
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Factor Crítico
recursos expresionistas, unidos a una fantasía con función reparadora y a la recreación del mundo interior de Helga dotan al libro de los ingredientes necesarios para encandilar al lector actual. Pero —me pregunto—, ¿por qué habrá permanecido durante tanto tiempo en la bruma? Obviar la novela de María Luisa Bombal reviste especial gravedad si tenemos en cuenta que la autora, en su afán de perfección, nos ha legado apenas media docena de obras. Además de enmendar esa falta, y aunque llegue con 65 años de retraso, la primera traducción al español de Casa de niebla va a permitirnos disfrutar de uno de los textos más frescos e interesantes de la narradora chilena. Un rescate, por lo tanto, más que necesario.
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Casa de niebla
María Luisa Bombal ISBN: 9789561412484 Ediciones UC Chile, 2012 247 pp
Factor Crítico
La última película de Larry McMurtry por Miguel Carreira
La última película
de Larry McMurtry por Miguel Carreira
A
l buscar documentación sobre Larry McMurtry, la primera sorpresa es que, a día de hoy, el Sr. McMurtry parece ser más popular por la enorme tienda de libros de segunda mano que posee en su ciudad natal (Archer, Texas) que por su obra literaria. En realidad, con esto me refiero a una forma particular de popularidad, la popularidad dentro de los buscadores o para los buscadores —si es que no es lo mismo— aunque este tipo de fama tiende a equipararse cada vez más con la vieja fama tradicional e incluso es posible que lo haya hecho ya y que toda esta aclaración sea innecesaria. Llama la atención esta fama digital de McMurtry, porque McMurtry es un autor popular —más en EEUU que aquí—, y muy premiado y porque su popularidad ha estado fortalecida a lo largo de los años por su continua y fructífe-
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Factor Crítico
ra relación con el cine. Los tres trabajos más populares de McMurtry seguramente sean tres relacionados —en orden cronológico inverso— la adaptación que hizo, en colaboración con Dana Odessa, de un cuento de Annie Proulx: Brokeback Mountain; la adaptación al cine de Terms of Endearment (La fuerza del cariño) y la novela que nos ocupa, La última película, que Bogdanovich convertiría en 1971 en el trabajo que haría de él la gran esperanza blanca de Hollywood. Sin embargo, ahora que el libro en papel recibe cada día amenazas de muerte por parte de quienes pronostican que el futuro de la lectura será digital y sólo digital, no deja de ser coherente que McMurtry se mantenga como un icono de la resistencia del viejo formato. Al fin y al cabo, la suya siempre ha sido una literatura de nostalgia y de resistencia, llena de espacios agonizantes y de tiempos que están a punto de
terminar. Una literatura de frontera, en todos los sentidos. El más representativo de estos espacios de frontera dentro de su obra es Thalia, el pueblo que aparece en varias de sus novelas —McMurtry le dedicó una trilogía— y el lugar en el que transcurre este La última película. Thalía, por cierto, existe. Existe al menos su nombre —y ya sabemos que todo lo que tiene nombre tiene algún tipo de existencia—. La Thalía de McMurtry toma el nombre de un diminuto pueblo real, no muy lejos del mencionado Archer, el pueblo natal del que es el verdadero modelo de sus novelas. Entonces ¿Por qué no llamarlo Archer? El cambio de nombre es algo más que una anécdota. McMurtry necesitaba un lugar real, pero no podía darle un nombre real, precisamente para evitar esa cierta forma de existencia, precisamente porque Thalia tiene que ser un pueblo cerrado por completo, cerrado incluso a la realidad, a cualquier realidad. El contacto con una toponimia real es más de lo que Thalía puede soportar, pero no porque Thalia sea un lugar fantástico, sino todo lo contrario. Thalía es un pueblo sin historia y sin historias. Un lugar en el que sus habitan-
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tes sólo pueden aspirar a salir de él, aunque pocos lo harán. Thalía está tan lejos del mundo que no puede ser real.
Bienvenidos a Thalia La historia de La última película es seguramente conocida por muchos. La película mantiene una aceptable cuota de popularidad. Si usted entra en IMDB podrá comprobar que la película tiene una la muy decente calificación de ocho. A día de hoy, esto quiere decir dos cosas. Primero, que cuarenta años después, la película sigue gustando. Segundo, que cualquier Batman de menos de diez años gusta más y que cualquier Batman de más de diez años gusta menos. ¿Esto qué quiere decir? No lo sé. Quizás nada. Es sólo un dato. En todo caso es un dato que nos ilustra esa popularidad que todavía tiene la película y que hará que, para muchos, sea innecesario un resumen del contenido. No obstante el resumen es imprescindible para las aspiraciones de este texto así que, simplemente, intentaaremos ser breves.
La última película es la historia de Thalía y sus habitantes. Thalia es un pequeño pueblo de Texas, que tiene la particularidad de que está lejos, lejos de todo, lejos en general. Hay un momento en el que dos protagonistas de la novela —podríamos decir que los dos personajes principales, aunque en la novela el protagonismo está bastante diluido— deciden tener una aventura salvaje e irse a México. México, en la novela, es el fin del mundo, queda a varios cientos de Km y es el lugar más cercano aparte del desierto, la propia Thalia o pueblos equiparables con Thalia. Porque Thalia no es solo Thalia. Thalia es Thalia y alrededores. Thalia son también los pueblos que lo rodean aunque es verdad que, dentro de la monotonía de los alrededores, Thalia a conseguido distinguirse por ser
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Factor Crítico
particularmente aburrido, notablemente miserable y por tener una sala de billar un poco más decente. Si alguna vez vas a Thalia, más te vale saber manejarte con un taco de billar. Todo el mundo se conoce en Thalia. Todo el mundo saben quienes son los demás, lo que hacen y lo que se espera que hagan. Los chicos, por ejemplo, van a la escuela. Es lo que se supone que hacen los muchachos, aunque en muchos casos, en los casos de Sonny y Duane, por ejemplo, la escuela es sólo un incómodo requisito legal que deben cumplir por imposición legal. Sonny y Duane van a la escuela, pero los dos tienen trabajos a tiempo completo. La escuela es sólo un lugar en el que dormir y donde practicar deportes. La pers-
pectiva de Sonny y Duane sobre la escuela no es fruto de una visión juvenil. La escuela secundaria de Thalia es realmente un lugar en el que dormir y participar en actividades deportivas. Por ejemplo, el hombre más respetado de la escuela es el entrenador Popper. El entrenador Popper debe su respetabilidad, fundamentalmente, a su trabajo como entrenador de fútbol. Como la temporada de fútbol no dura todo el año y los entrenamientos de fútbol no justifican la nómina completa del entrenador, éste se dedica a entrenar a otros equipos deportivos a la espera del inicio de la temporada de fútbol y a impartir alguna asignatura, que no le merece la menor atención, de nuevo a la espera de la
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Factor Crítico
temporada de fútbol. Es bastante probable que el entrenador Popper sea homosexual, pero se ha adaptado tan bién a la forma de vida de Thalia que nadie en el pueblo se arriesgaría jamás a suponer, mucho menos a señalar, que lo sea. El fantasma de la delación está tan lejos del entrenador Popper —y con razón, puesto que él mismo se sorprendería con toda honestidad si alguna vez alguien le informase de su condición sexual— que incluso se permite denunciar como homosexual —con franca indignación— a otro profesor, que ha empezado a interesarse en los estudios de su mejor atleta y quizás también a empezado a aproximarse a él en un sentido romántico.
tumbrismo, con un humor mucho más afilado que la película de Bogdanovich. Desde el lugar al que nos lleva el narrador podemos ver perfectamente los dos niveles de existencia de Thalía y nos resulta sorprendente que ese lugar no sea un punto más elevado. El narrador raramente es condescendiente y pocas veces la sátira desciende hasta la caricatura. En la mayoría de casos el narrador nos sitúa al nivel de los personajes, en la misma barra de la cafetería de la ciudad o desde una esquina de la sala de billar. Incluso en ocasiones particularmente sórdidas —por ejemplo, la violación de ganado— McMurtry se mantiene un delicado sistema de enunciación capaz de proyectar cierta ternura en sus personajes sin abandonar el sentido del humor.
Thalia es un lenguaje con dos capas. Cada acción tiene dos niveles de operatividad. Uno el de la vida pública, otro el de la vida privada. Todos en Thalia tienen plena conciencia de ese doble nivel y nadie lo considera una hipocresía. Todos en Thalía conocen las relaciones de la mujer del entrenador con Sonny, pero todos en Thalia se quedarían absolutamente horripilados si dichas relaciones se manifestasen públicamente. McMurtry consigue en La última película mantener el equilibrio entre la sátira y el cos-
En Thalia, que es un pueblo sin historia colectiva, todo lo que quedan son las historias íntimas y las más notables son las historias sexuales. Los chicos se pasan cada una de sus muchas horas muertas especulando con sus posibilidades sexuales, fiscalizando con frenética precisión los más mínimos avances que consiguen con las chicas. Entre ellas, destaca Jacy, la chica más rica y más guapa de Thalia que, a falta de trabajos o actividades deportivas —que son ven-
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Factor Crítico
tajas reservadas al sexo masculino— compensa su aburrimiento diseñando dramáticas escenas de amor y sexo con las que pretende forjar su leyenda. Hay un cierto paralelismo entre la forma de plantear el sexo por parte de Jacy y la forma de plantear el deporte por parte de Sonny y Duane. En ambos casos se trata de actividades que no parecen resultarles particularmente llamativas —durante gran parte de la novela Jacy ni siquiera tiene plena conciencia de qué es eso llamado «sexo»— pero en ambos casos son las actividades que pueden darles un pasaporte a la peculiar y un tanto miserable fama a la que pueden aspirar en el reino de Thalia.
El camino a Thalia EEUU es un país nacido en el proceso de urbanización más espectacular de la historia de la humanidad. Aunque hay una cierta imagen, muy apreciada por la imaginería americana, que conserva la idea de una norteamérica enraizada en el entorno rural, lo cierto es que la cultura norteamericana es, desde el punto de vista cuantitativo e histórico, una civilización urbana. Fue en las todavía precarias ciuda-
des donde se incubó el germen de la revolución que culminaría en la independencia del imperio. Aunque las batallas se ganasen o se perdiesen en campo abierto. A pesar de que los milicianos iniciaron una forma de acoso al ejército rival a lo largo de bosques y campiñas, la revolución independentista no habría sido posible sin Nueva York, Filadelfia y, sobre todo, Boston. [pg-304]
Factor Crítico
La población empezó a hacerse urbana desde muy pronto. En 1870 sólo una cuarta parte de los americanos vivían en pueblos y ciudades. Para 1920 ya era la mitad de la población. El proceso se aceleró durante la gran depresión y aún más con la solución a la misma. El New Deal incrementó las infraestructuras del país. Muchos americanos se fueron a las ciudades, primero en busca de comida, luego porque era allí donde estaba el trabajo y, más tarde, porque las ciudades eran los lugares a los que conducían las vías y carreteras que ellos mismos habían construido. Al terminar la Segunda Guerra mundial, con la construcción de las grandes autopistas interestatales, el proceso se acentuó aún más. América se convirtió, durante los cincuenta y sesenta, en un enorme país, jalonado de megaciudades cosidas entre sí por una red de infraestructuras que permitían a los estadounidenses viajar, de unas a otras, en un tiempo impensable un par de décadas atrás. Mientras, los pueblos que habían crecido a lo largo del territorio, los pueblos que, en algunos casos habían conseguido cierta relevancia regional, habían empezado a desangrarse. Comunidades que, en otros tiempos, pudieron
aspirar a cierto esplendor se convirtieron en manchas borrosas que se dejaban atrás a toda velocidad en carretera. América incluso inventó un término para este proceso. Lo llamaron «muerte por autopista». Thalía es una representante de esta América, interior y resecada. Un enorme continente en el corazón de un continente; un lugar perdido en el límite de la historia. Forman parte del país que ha dominado la historia de la segunda mitad del S XX. Su estado es la policía del mundo, pero ellos mismos pertenecen a comunidades sin brillo. Todos los libros tratan, en cierta medida, de crisis. No de LA crisis, claro, aunque un repaso rápido a las librerías pondría en duda la afirmación. Pero aquí nos referimos a crisis como situaciones por resolver, tensiones que se producen entre fuerzas que se oponen. La principal, la ineludible,es el tiempo y la energía que suscita el enfrentamiento con él, la lucha contra el único enemigo invencible y el gran territorio inexplorable. Pero hay otras crisis narrativas. Muchas, en realidad, son disfraces más humildes de la gran crisis. Por ejemplo, la adolescencia.
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Factor Crítico
La última película trata sobre la adolescencia pero también sobre el significado de la adolescencia como un territorio de posibilidades. En la adolescencia todo está por hacer, el hombre está por cumplirse y el pasado no es una carga porque la niñez, en la adolescencia, no se arrastra, sino que se repudia. La adolescencia es la última huida, en adelante, el pasado, se hereda. Una de las tragedias que cuenta La última película es la de ser adolescente en Thalia. Es la tragedia de crecer mirando al techo. La desesperación de no tener a dónde huir precisamente cuando sientes que tus piernas se han hecho para correr a toda velocidad. Es la historia de una juventud
desmochada que no resultará muy extraña a la España de hoy con su cincuenta-y-no-sé-nicuántos por ciento de paro juvenil.
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La última película
Larry McMurtry Traducción de Regina López ISBN: 9788493856946 Barcelona, 2012 328 pp
Factor Crítico
Barrio Perdido
de Patrick Modiano p o r Pa z O l i v a r e s
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ay escritores que escriben para contar las historias de otros y escritores que lo hacen para encontrar su historia en lo que escriben. Modiano es de los últimos. Esto, que es una virtud para los seguidores habituales del autor francés, es el defecto del que le acusan sus detractores. Dicen que se repite. Que sus novelas son siempre la misma novela. Y es cierto. Su obra está impregnada de un halo fantasmagórico, onírico y surrealista que envuelve a sus novelas en una única y peculiar atmósfera. Ese tono no creo que sea impostado. Modiano es de esos escritores que ejercen su tarea por necesidad. De los que escriben para conformar su identidad. Por eso, una y otra vez, en cada una de sus historias se en-
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Factor Crítico
cuentra la voz del que aún busca. Del que ha buscado desde niño. Del que se ha refugiado en las palabras. Modiano no tuvo una infancia fácil. Su padre, empresario que cerraba negocios poco claros con gente no muy recomendable, apenas se ocupó de sus hijos. Sus ausencias eran habituales y prolongadas. Su madre, actriz que interpretaba papeles de segunda frente a un público que no buscaba el arte cuando acudía a verla, jamás tuvo como prioridad la crianza de sus hijos. Padre y madre huían del hogar familiar, de las responsabilidades, de la realidad. En esa vida inestable e incierta no había cabida para los niños. Patrick vivió la ausencia de sus progenitores bajo la protección de su hermano Rudy, dos años mayor que él. Pero Rudy murió a los diez años de edad. A partir de entonces, se sucedieron los internados y las paredes ajenas que sólo acrecentaron el desamparo del niño. Patrick solía escaparse de esos lugares para errar perdido por las calles de París. Vagabundeaba por el barrio de Saint-Germain-des-Près, su barrio y el de Queneau, el de Sartre, el de Picasso, el que retrató Boris Vian en el célebre Manual que publicó recientemente Gallo Nero.
El niño fue testigo de toda la pasión y el glamour de las cuevas, del vicio y la podredumbre, del jazz y las peleas, de lo sórdido y lo sublime. Vivió el Saint Germain mítico, pero sin participar de él. Fue espectador de lo ajeno, de lo extraño, del mundo de los adultos: de los trompetistas heroinómanos, de los artistas frustrados, de los filósofos hambrientos, de las putas viejas, de las palabras y las imágenes extranjeras de la infancia. Sus paseos erráticos fueron una búsqueda. Y lo que encontró fue estupor y hechizo. Modiano vuelca su experiencia caótica en la escritura. Quizá no halle respuestas, pero es el espacio desde donde puede ordenar sus preguntas. Desde donde calmar la angustia existencial. Para él la novela es un enigma que el novelista persigue desvelar. De ahí que todas sus novelas se parezcan. Porque el gran enigma de Modiano es invariable: la identidad. Un enigma que le ha acechado desde niño y para el que después de nueve novelas publicadas sigue sin tener respuesta. ¿Alguien la tiene? Barrio perdido no es una excepción. El protagonista es un escritor de novelas policíacas.
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Factor Crítico
Se hace llamar Ambrose Guise aunque su auténtico nombre es Jean Dekker, un nombre (y una identidad) que se quedó en París veinte años antes, cuando huyó de la ciudad. Tras dos décadas de ausencia vuelve a un París, que apenas reconoce, desde el que se pregunta: «¿Habrá alguien que aún recuerde mi vida anterior, la de ese joven que vagabundeaba por las calles de París confundiéndose con ellas?» Es Modiano el que habla, el que se busca en el recuerdo de los otros. Siempre es su voz, su presencia. De hecho, el protagonista, Jean Dekker, nace en el mismo lugar, mes y año que el autor: el 25 de julio de 1945, en Bolougne-Billancourt. Sólo cinco días de diferencia. Dekker/Modiano acudirá al apartamento de Daniel de Rocroy, el abogado que veinte años antes había sido testigo del incidente que motivaría la huida del escritor. Rocroy, antes de morir, deja unos documentos archivados bajo el lema: «Para Jean Dekker, si llega el caso». De la lectura de esos escritos Jean/Patrick recuperará los recuerdos que su memoria se ha empeñado en ocultar. Curiosamente, Rocroy vive en el 45 de la calle Courcelles, en la casa donde vivió Marcel
Proust. Los documentos de Rocroy son la excusa para iniciar la búsqueda del tiempo perdido, del pasado olvidado o desahuciado (segunda acepción del francés perdu). El París que rememora Modiano es un París agonizante, decadente, vivido por personajes maduros, atormentados por la angustia del vacío tras los paraísos perdidos, hastiados de decepciones, pero aún sedientos de esperanza. El jovencísimo Jean Dekker se-
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Factor Crítico
rá testigo accidental del crepúsculo que entonces le será ajeno, pero que veinte años después puede mirar con otros ojos, desde otro tiempo, desde un crepúsculo que ya es el suyo. Modiano consigue crear la atmósfera apropiada para evocar el recuerdo. Pasado y presente se alternan y confunden como en la vigilia y el sueño. El autor utiliza el estilo seco y abrupto y los diálogos intensos característicos de la novela negra para introducirnos en la trama intrigante de la búsqueda de un cadáver. El cadáver, en este caso, es la juventud de Jean Dekker. Este estilo directo, carente de adornos, delimita nítidamente las escenas buscando la similitud con las imágenes oníricas. El pasado se muestra como un sueño bien definido, aunque vivido, soñado o leído como si fuera frágil, leve. El recuerdo, como el sueño, siempre está a punto de desvanecerse. Ya se ha dicho que el estilo de Modiano es a la literatura lo que Magritte a la pintura. Yo añadiría que también es lo que David Lynch al cine. La oreja sobre el césped brillante de
Blue Velvet resume bien lo que debió de ver el Patrick niño de Saint Germain y lo que luego encontramos en los presentes del protagonista, Ambrose/Jean/Patrick: los hoteles vacíos y extraños de Barrio Perdido, habitados por conserjes y japoneses como salidos de Twin Peaks. Para los pasados, en cambio, las películas son
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Factor Crítico
de otro tiempo, en blanco y negro, donde reinan las mujeres fatales, sensuales y decadentes del cine negro, iluminadas por los fogonazos festivos de los ecos de Fitzgerald y matizadas por las réplicas violentas de los hombres de Dashiell Hammett. El universo evocado por Modiano es Modiano mismo. No puede ser fragmentado en sus novelas. Perdería su autenticidad e intención. Hasta los detractores del autor lo saben, (que acusan a Vila-Matas de lo mismo, por cierto). Lo que al-
gunos llaman falta de originalidad, imaginación o creatividad yo lo llamo coherencia. Sí. La obra de Modiano es una única novela. En Barrio perdido se resume en este párrafo: «Inmóvil, con los ojos bien abiertos, me voy despojando del grueso caparazón de escritor inglés bajo el que llevo veinte años escondido. No moverse. Esperar a que finalice el descenso a través del tiempo, como quien salta en paracaídas. Tomar tierra en el París de antaño. Visitar las ruinas y rebuscar entre ellas los vestigios de uno mismo. Intentar responder a todas las preguntas que quedaron pendientes.»
Todas las preguntas que señalizan la búsqueda que una no se cansa de volver a encontrar.
Barrio perdido
Patrick Modiano Traducción de Adoración Elvira Rodriguez ISBN: 9788494035302 Cabaret Voltaire Barcelona, 2012 224 pp
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La muerte del corazón
de Elizabeth Bowen
Po r C a r l o s J a v i e r G o n z á l e z S e r r a n o.
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ay novelas que parecen haber sido escritas para leerlas en domingo. Más allá de la percepción subjetiva que a cada cual le sugiera este día de la semana, lo cierto es que las jornadas dominicales tienen algo de ocaso y, a la vez, de renacimiento. El final de la semana confluye, en el misterioso paso del tiempo, con la llegada de un nuevo comienzo, de una nueva semana, que se sitúa ante nosotros como un horizonte al que plantar cara. Esta necesidad de transitar continuamente los delicados vericuetos del destino –que no siempre se pueden anticipar, y acaso alguien dirá que de ello depende lo que de juego tiene la vida–, nos enfrenta no sólo a un contexto social, político y –en definitiva– humano, sino también a un universo personal del que, más tarde o más temprano,
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Factor Crítico
tenemos que hacernos cargo. Se trata de ese «incómodo yo» al que Schopenhauer tantas veces aludió, y en el que Freud intentó ahondar a través de una ciencia inundada de humanismo –a pesar de que fuera consciente de la peligrosa inutilidad de tal tarea–. Y es que existen resquicios del alma, de nuestro espíritu (cualquier denominación resulta pedante, barroca, sobrecargada), que se resisten a ser inspeccionados al modo en que podemos diseccionar un cuerpo yacente y carente de vida. La docilidad que presenta este último supone una característica inequívoca de lo que precisamente ha dejado de ser, o lo que me parece más importante, de sentir. La historia central de la novela que os presentamos, de lectura muy entretenida con fragmentos de enjundiosa reflexión justamente dosificados, relata los hechos ocurridos durante una de las etapas medianeras de la adolescencia de la joven Portia Quayne. Pero lo interesante, al hilo de lo escrito hasta ahora, es que el periplo nuclear de la narración se forja alrededor de otra construcción literaria. Se trata del diario de la propia Portia, cuyo contenido causará estragos en quien, con actitud
indiscreta, se ha atrevido a leer tan privado documento. Aunque uno de los personajes ya nos avisa en los primeros embates: «Nada se plasma en el papel del modo en que ocurrió,
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Factor Crítico
y hay mucho que se plasma sin haber ocurrido nunca. Escribir es siempre divagar un poco…». Portia, huérfana de padre y madre, se ve envuelta desde muy pronto en una atmósfera que le brindará una libertad tan sólo ficticia. El entorno en el que vive, a excepción de su amiga Lilian, se halla repleto de adultos que parecen no atender a sus deseos más que como una pose pragmática, casi mecánica, que de ningún modo brinda a la adolescente la posibilidad de mostrar sus auténticas intenciones. El diario que la joven escribe se convierte, así, en una vía de escape que permite poner en equilibrio las fuerzas externas y los movimientos más íntimos de su espíritu. Hasta tal punto llega la necesidad de Portia, que confiesa al disipado Eddie (de quien caerá fatalmente enamorada): «Siento deseos de matar a la gente cuando imagino lo que son capaces de pensar». La muerte del corazón (escrita en 1938) se estructura en tres partes (a su vez divididas en capítulos), cuyos títulos son ya característicos y casi presagian el desarrollo experiencial de Portia: «El mundo», «La carne» y «El diablo». En la primera de ellas, la joven comienza a plantearse
–de la mano de su inseparable diario– algunas cuestiones fundamentales sobre las personas que la rodean y los sentimientos que estas le inspiran, sobre todo sobre su hermano Thomas, su cuñada Anna y el inclasificable Eddie. En la segunda, donde se narran sus días de vacaciones en un pueblo costero de Inglaterra, Portia descubrirá las poderosas garras de los celos y sentirá las primeras llamadas intensas del deseo. Por último, en la tercera parte, bajo la elocuente rúbrica de «El diablo», la adolescente asistirá – como espectadora privilegiada de sus propias cuitas– a un paulatino desengaño que finalmente le conducirá a una posible rebeldía frente a su angustioso entorno, repleto de convencionalismos sociales que esconden más de una desavenencia personal. Y es que «nuestras lealtades y nuestros sentimientos –por llamarlos de algún modo– son tan instintivos que uno apenas sabe que existen: sólo cuando los traicionamos comprendemos su importancia», reza un fragmento de la novela ya cerca de su final. Si bien se ha comparado a la autora de La muerte del corazón, Elizabeth Bowen, con el estilo introspectivo de Virginia Woolf, he de decir que, si bien encontramos una sobresaliente calidad en lo que se refiere a la gestión de los tiempos
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narrativos que encauzan los acontecimientos de la novela, así como en los densos y bien formulados diálogos que estructuran el relato central, no sucede lo mismo con los pensamientos que Portia deja escritos en su diario, en los que quizás echo en falta un mayor desarrollo. Aunque, por otro lado, damos con una hondura en algunas reflexiones de los distintos personajes dignas de un literato de primera línea. «El dolor, indudablemente, rebaja nuestra posición en el mundo. El privilegio aristocrático del silencio, como muy pronto descubrimos, se corresponde tan sólo con el estado de felicidad o, al menos, con cierto estado en que el dolor se mantiene dentro de límites razonables».
«Nuestra naturaleza es olvidar, y uno debe cumplirla. La memoria es bastante insoportable, pero, así y todo, desecha bastantes cosas. Nos defraudaría si no fuera, en cierta medida, una farsa: recordamos para hacer con ello lo que queremos. En serio, Portia, debes creerme: si no nos permitiéramos unas pocas mentiras, no sé cómo soportaríamos el pasado. Gracias a Dios, salvo en el instante exacto en el que sucede, no existe eso que se llama un hecho puro, desnudo. Diez minutos más tarde, media hora más tarde, empezamos a reescribir lo sucedido».
En cualquier caso, La muerte del corazón resulta una lectura imprescindible para comprender el devenir de la literatura inglesa del primer tercio del siglo XX, y para conocer, desde luego, a una voz femenina aún no demasiado escuchada en el panorama cultural español. La revista Time consideró esta novela, obra maestra de Elizabeth Bowen, una las cien mejores del siglo XX.
La muerte del corazón.
Elizabeth Bowen. Traducción: ISBN: Impedimenta Madrid, 2012 406 pp.
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El colapso de la literatura: Retrato de un
artista adolescente
de James Joyce
por David Sánchez Usanos
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ames Joyce no es tanto un autor cuanto una categoría inevitable para todo aquel que se dedique a la literatura. Está a punto de formar parte, si es que no lo ha hecho ya, de ese selecto número de personalidades que han dado lugar a un adjetivo: kafkiano, dickensiano, quijotesco… (Umbral a menudo hablaba del desaparecido Madrid de las tiendas galdosianas). Según esto, «joyceano» querría decir algo, supongo, relacionado con la corriente de conciencia, con una forma de narrar que alterna sin miramientos distintos puntos de vista y que, en lugar de coordinar, yuxtapone. Una estrategia que, a comienzos del siglo XX, parecía la más adecuada para describir un mundo que estaba experimentando una convulsión de la que quizá no nos hayamos recuperado. Este irlandés exiliado —otro más— debe su fama a dos novelas: Ulysses (1922) y Finnegans Wake (1939) en
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las que lleva su experimentación al límite. Erudición, autoconciencia e ironía fueron algunos de los ingredientes de aquel cóctel que sedujo a la mayoría de sus contemporáneos (Virginia Woolf fue una de las gloriosas excepciones). No sé si se debe a su fuerte adhesión a su momento histórico o a al férreo vínculo entre su mirada y el idioma inglés, pero creo que, hoy en día, ambas obras se sitúan en el límite de la legibilidad.
Afortunadamente para todo aquel que entienda que la lectura tiene algo que ver con el placer —o, al menos, con placeres menos retorcidos que el que puede proporcionar Finnegans Wake— Joyce escribió otras obras (algo más breves, además): la colección de relatos Dublineses (1914) es una (ahora mismo me parece su mayor logro), Retrato del artista adolescente (1916) es otra. A pesar de que en ciertos pasajes de este Retrato se intuyen algunas de las tácticas que Joyce explotaría con posterioridad, el libro, en conjunto, es bastante coherente y no desafía en exceso la inteligibilidad. De hecho, resulta bastante convencional —atención, puede que esto se deba a que nuestro mundo ha evolucionado en la línea que vislumbró Joyce, o sea, que quizá tengamos que contarlo entre sus méritos—. Lo cierto es que podemos insertar Retrato del artista adolescente en ese interesante género de la Bildungsroman (novela de formación) junto a otras obras que nos narran la evolución vital y, sobre todo, psicológica de su protagonista. De entre los títulos un poco de manual que se suelen mencionar a propósito de esta categoría el que me surge de un modo más sincero, piensen lo que quieran, es El guardián entre el centeno (1951), de J. D. Salinger.
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Retrato de un artista adolescente es una buena forma de acercarse a la biografía del mismo Joyce y, sobre todo, a algunos aspectos de la teoría estética que tenía en la cabeza en aquellos años. La vida de Stephan Dedalus se parece a la de Joyce y, a ratos, funciona como condensación de la propia historia de Irlanda: una infancia llena de frío, severidad y catolicismo. El asunto de la religión es crucial para entender la literatura, pero más aún la obra de un irlandés escrita el año en que se produjo el «Alzamiento de Pascua» (Easter Rising). En este libro asistimos a cómo parte de esa educación, de ese adoctrinamiento, regurgita en la conciencia de protagonista adoptando diversas formas (perspectivas y anhelos pero también obsesiones, fantasmas y tabúes). Algo parecido a lo que hemos dicho de la religión lo podemos decir del amor y, sobre todo, del sexo: resulta un elemento indispensable para tratar de entender algo de todo este asunto (en cuanto a lo carnal, pesar de lo retorcido de Joyce, hay que decir que no llega a los extremos de otro contemporáneo suyo de la isla vecina: D. H. Lawrence). La adolescencia, el instituto, es el momento crucial en el que todos nos medimos con el mundo, con la época que nos ha tocado vivir, donde entramos en contacto con las experiencias intensas
relacionadas con la gestión del conflicto, con la amistad, con el éxito y con el fracaso (aplíquese todo esto, de nuevo, al asunto del sexo). En esta novela de Joyce todo ello aparece en un decorado formado por bibliotecas, sacerdotes, partidos de hurling y residencias de estudiantes. El amor en sus diversas formas y, sin duda, la noción de pecado resultan cruciales para adentrarse en este libro plagado de referencias religiosas y filosóficas. Si antes apuntábamos que Retrato de un artista adolescente funciona como semblanza apócrifa del propio Joyce (es decir, como complemento a la monumental biografía de Richard Ellmann), también hemos de decir que quizá un conocimiento más exhaustivo de la historia y la cultura de Irlanda contribuyan a realizar una lectura más provechosa. No sé si será debido a mis limitaciones en ese campo o a la distancia que me produce el lenguaje que emplea, pero en esta relectura no he terminado de conectar con el protagonista, ni con lo que le pasa ni con cómo me lo cuenta. A este libro le falta algo de tensión, algo de velocidad, algo de violencia. Bueno, a lo mejor estas cosas me faltan a mí, pero lo cierto es que me he aburrido un poco le-
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yendo de nuevo Retrato de un artista adolescente y, quizá por ello, he vuelto a encontrar que lo más interesante está en las reflexiones sobre la naturaleza y función del arte que aparecen aquí y allá. Así, en una de esas conversaciones adolescentes —que, en no pocas ocasiones, suelen versar sobre lo verdaderamente importante— Stephen le dice a Lynch, con gesto confidente: «—Nosotros estamos en lo cierto, los otros no —dijo—. El hablar de estas cosas y el tratar de comprender su naturaleza y, una vez comprendida, el tratar lentamente, humildemente, constantemente de expresar, de exprimir de nuevo, de la tierra grosera o de lo que la tierra produce, de la forma, del sonido y del color (que son las puertas de la cárcel del alma) una imagen de la belleza que hemos llegado a comprender: eso es el arte»
La historia del Retrato del artista adolescente es una historia de maduración; o sea de desengaño, lucidez y liberación. James Joyce decidió que Irlanda era demasiado pequeña para él y recorrió Europa buscando experiencia —que es una forma de buscar libertad—. Eso le llevó a París, claro. Pero conforme ganaba esa ansiada experiencia perdía vista y salud. A su agitada vida espiritual no parecía bastarle la escritura y probó apaciguarla con el alcohol. La tristeza y la locura le fueron tendiendo un cerco cada vez más estrecho, y finalmente murió en Zurich cuando la II Guerra Mundial ya se había apoderado de Europa. La historia de Stephen se detiene mucho antes, con las ilusiones del que cree que ahí fuera están las respuestas, con la esperanza de encontrar un objeto, una vida, que esté a la altura de sus anhelos, con la hostilidad que todo adolescente muestra ante la convención y la hipocresía:
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«—Mira, Cranly —dijo— Me has preguntado qué es lo que haría y qué es lo que no haría. Te voy a decir lo que haré y lo que no haré. No serviré por más tiempo a aquello en lo que no creo, llámese mi hogar, mi patria o mi religión. Y trataré de expresarme de algún modo en vida y arte, tan libremente como me sea posible, tan plenamente como me sea posible, usando para mi defensa las solas armas que me permito usar: silencio, destierro y astucia»
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Hablando de adolescencia y de libros, no sé qué hubiera sido de la mía sin Alianza editorial, sin ese fondo sobre el que por momentos creo que se asienta la mejor educación sentimental de este país (allá donde se encuentre). De un tiempo a esta parte están reeditando sus títulos de bolsillo con un nuevo y agradecido formato que vuelve a poner de actualidad clásicos inmortales. Además de agradecer esta labor de alfabetización —iba a escribir «Ilustración», pero tampoco conviene exagerar—, a esta editorial hay que reconocerle cierta audacia, pues, además de Joyce, no dudan en poner en circulación otros autores igualmente difíciles como es el caso de la mencionada Virginia Woolf
(posiblemente una de las mentes más lúcidas de su tiempo). No será la última vez que hablemos de ellos.
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Retrato del artista adolescente
James Joyce Dámaso Alonso 351 páginas Alianza editorial 2012
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La alquimia como relato; El dia-
blo me obligó
de F. G. Haghenbeck por Miguel Carreira
E
n Trago amargo Haghenbeck entreveraba la coctelería con la novela negra. La pasión por la mezcla es una constante en el trabajo del mexicano. Aquella Trago amargo, sin ir más lejos, llevaba la acción al rodaje de La noche de la iguana, con lo que ya teníamos el tercer ingrediente de la mezcla: cine, cóctel y literatura. Para Haghenbeck la mezcla de géneros y de elementos no es sólo una barrera que saltar. No es sólo que considere que las limitaciones genéricas son una cortapisa que se debe ignorar. Hay, o parece haber, un esfuerzo consciente por la atracción de distintos materiales, como un químico que se afanase en mezclar el mayor número de elementos posibles en su probeta. Antes de esta El diablo me obligó existía algo llamado Operación Bo-
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lívar. Operación Bolívar es un cómic del mexicano Edgar Clemént en el que se retrata un mundo en el que los ángeles se pasean por la Tierra, con no demasiada discreción. Ante esto los humanos reaccionan como ha reaccionado ancestralmente nuestra especie. Empiezan a cazar ángeles y montan un mercado derivado de dicha actividad. Cada especie con su tema, parece decirnos Clemént: los pájaros cantan, los ángeles vuelan, las nubes se levantan y nosotros a lo nuestro: convertir el valor en mercancía para montar una industra que, da igual a lo que se dediquen originariamente, acabarán por tener un lado oscuro y muy inquietante. Si la industria consiste en cazar ángeles como trofeos y para elaborar drogas, pues ese proceso es mucho más rápido, claro.
Haghenbeck recoge de forma más o menos expresa el universo de Operación Bolívar. Uno de los personajes se apellida Clemént, una coincidencia que difícilmente puede considerarse sino un reconocimiento de su predecesora. Pero El diablo me obligó no es una precuela ni una secuela. Sin que el que suscribe haya leído una opinión expresa de Haghenbeck sobre el tema, opina que para el escritor mexicano las precuelas y las secuelas son una forma un tanto burda de reutilización literaria. Hagenbeck recoge el ambiente y, en cierto sentido, la dinámica de la idea. Hace guiños a su historia gemela, pero son entidades distintas. Los universos coexisten, pero las historias se separan. Aquí, son los demonios los que se pasean por la Tierra. Cambia, el objeto directo de la historia —objeto directo en sentido estrictamente sintáctico, aquello de quien recibe la acción del verbo, como nos contaron de niños— pero el sujeto es el mismo y actúa de la misma manera. El sujeto son los seres humanos, que se dedican a lo que se dedican, así que, si lo que hay en la Tierra pululando son demonios, pues entonces es con demonios que se organiza una industria, no más tétrica que la que aparecía en Operación Bolivar pero sí un pun-
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to más grotesca. Los beneficios aquí pasan por organizar peleas de demonios, que son algo no muy distinto de las peleas de gallos. Un poco más brutales, sí, pero eso se debe sobre todo a la capacidad de los contendientes. Lo más parecido a un protagonista que tenemos en El diablo me obligó es Elvis Infante. En realidad la novela es más bien coral y, si buscamos un protagonista —o lo más parecido a un protagonista—, no es para intentar destilar una estructura más ortodoxa en la novela, sino para escoger el paradigma más representativo entre los personajes que la pueblan. Elvis Infante es un individuo casi tan pintoresco como su nombre indica pero, en contraste con la gente que le rodea, con su profesión y con su entorno profesional, resulta ser un tipo casi discreto. Elvis Infante es diablero, es decir, se dedica a cazar diablos. Como la caza de diablos es una actividad clandestina, la profesión oficial de Infante es santero, aunque buena parte de la novela transcurre en un momento anterior, en el que Infante está enrolado como Marine en el ejército de los EEUU. Elvis Infante comparte aventuras con un cura católico llamado Benjamin y con un capitán del
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Operación Bolivar;Edgar Clement; Ediciones del perro,1999
ejército llamado Potocky. Cada uno de ellos carga su propia cruz, aunque el padre Benjamin lo hace con mucho más esfuerzo, al menos en apariencia. El padre Benjamin es arrebatadoramente guapo. Tiene como condena un trasero terso y turgente que atrae poderosamente a las mujeres, por lo que el pobre Benjamin mantiene una relación complicada con el voto de castidad. El capitán Potocky (sic), por su parte, parece inspirado en el coronel Kilgore, de Apocalipsis Now. En cada una de sus intervenciones uno está esperando que se decida a pedir a gritos
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una tabla de surf, cosa que, por suerte, no llega a hacer. Es un tipo tan habituado a vivir en el infierno —y que se encuentra tan cómodo en él— que la caza de demonios parece una actividad incluso adecuada. Si quisiésemos dar la impresión de que El diablo me obligó es una novela más tradicional, con unos protagonistas definidos y una trama de progresión clásica, ya habríamos hecho un buen avance. Ya hemos localizado protagonistas, ambiente y los grandes rasgos de la trama. Nos faltaría la tesis. No la hay, pero tampoco se pueden decir que lo anterior exista y eso no nos ha impedido avanzar. Hay un momento en el que Elvis Infante le arrebata un bote de Demerol a su acompañante, el padre Benjamin. El sacerdote recurre a las drogas para sobrellevar sus dudas de fe y las pruebas que Dios le impone constantemente a través de sus muy atractivas posaderas. Infante le arrebata el Demerol a Benjamin porque —según le explica— no quiere que su compañero esté bajo sus efectos mientras trabajan. Infante, explica, no tiene nada en particular contra la droga. Infante cree que la droga no es mala —o no muy mala—. Cree que lo que hay alrededor de ella lo que es verdaderamen-
te malo y Elvis Infante no es de esos tipos que se andan por las ramas de la moral. Si Elvis Infante dice que algo es malo es porque algo te puede matar, o dejarte calvo o impotente. La tesis de Infante es que, si tomas drogas, lo más probable es que acabes mal, pero no tanto por las drogas que consumas, sino porque acabarás cabreando a alguien o cabreándote con alguien y, en cualquier de los dos casos, todo terminará con una pistola en la boca de uno de los dos o con un golpe de cañería detrás de la cabeza. El diablo me obligó es más un cuadro que una novela. Más que la trama o los personajes importa el ambiente, la mezcla de elementos o el humor. Como casi siempre, lo mejor es lo peor y viceversa. Haghenbeck recuerda un poco a Tarantino en ese impulso por hacer aparecer y
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desaparecer personajes y referencias a toda velocidad, muchas veces por el puro placer de hacer aparecer personajes y referencias. Haghenbeck ha guionizado cómics y, a veces, da la impresión de que leemos más un cómic que una novela. En ocasiones la novela se detiene, para describirnos, por ejemplo, las aberraciones que forman el cuerpo del monstruo. Uno puede estar tentado a pensar que ciertas páginas en las que el narrador se deleita en las descripciones tienen su raíz en la parsimonia tradición descriptiva de la novela del XIX. Pero no van por ahí los tiros. Hagenbeck se detiene a describir el cuerpo del monstruo con la misma intención que en los cómics de superhéroes se añade de tanto en cuando una viñeta de tamaño especial con el héroe o el villano dibujado con todo detalle. La función es lo espectacular y el sentido también lo es. Entre referencias, alusiones y gestos tomados de distintos medios —la música, el cómic, el cine...— la historia se adelgaza, presionada por los distintos elementos que comparecen. Pero, a diferencia de Tarantino, Haghenbeck no tiene la obsesión por hacer de cada escena un momento memorable. El director estadouni-
dense ha dicho en muchas ocasiones que le gusta pensar en sus películas como un disco y que le gusta imaginar que los espectadores pasan por las escenas igual que quien escucha un disco se pasean por las pistas de un LP —u homónimo autorizado—, saltando de una escena a otra, viendo una y otra vez un momento en particular igual que quien repasa una y otra vez un riff. [pg-325]
Hay algo de esto en El diablo me obligó, pero los recursos del cine son distintos a los de una novela. La novela tiene un pulso más lento y la
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pirotecnia resulta menos vistosa. Se conserva, eso sí, el impulso por narrar a puñetazos. Como la medida cinematográfica de la secuencia es menos efectiva, Haghenbeck refuerza una unidad menor. Más de la mitad de los párrafos terminan en una punta afilada, en una frase contundente que apunta a la memoria. Hagenbeck señalaba en una entrevista que Trago amargo es un libro que pensó para ser leído, paladeado y escuchado. La idea se mantiene, aunque el paladar ha perdido protagonismo a favor de la vista. Esta es una novela poderosamente visual. La historia se disuelve entre tonos oscuros.
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El diablo me obligó
Páginas de Espuma F. G. Haghenbeck ISBN: 9788415065395 Madrid, 2012 206 pp
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La fantasía sin previo aviso era su especialidad.
22/11/63, o los
multiversos
de Stephen King por Jorge de Barnola
Saki
S
tephen King forma parte ya de nuestro acervo cultural contemporáneo. Desde que en los años setenta revolucionara el escenario del terror literario con Carrie, El misterio de Salem’s Lot y El resplandor, el autor de Maine ha permanecido inalterable en una línea in crescendo, a caballo del cine (prácticamente toda su producción se ha pasado al celuloide), la novela popular y la investigación de nuestros miedos más profundos. Siempre se ha dicho que las novelas que le encumbraron (aquellas que le etiquetaron como un escritor de género) fueron también las que le encasillaron. Y es posible que King, de no haber sido por esos primeros títulos, se hubiera convertido en un es-
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critor costumbrista, social y realista. Lo interesante es ver cómo en cada una de sus novelas de «género» King ha aprovechado para destilar ese microuniverso (el de la geografía de Maine elevado a lo ficcional) para ir introduciendo sus inquietudes y sus obsesiones. Y cuando ha tenido ocasión de desviarse de lo que se esperaba de él (la nueva novela de «género» de King que nos aguardaba todos los años en las estanterías de los bestsellers de las librerías) lo ha hecho de una forma natural, ampliando esas vetas sociales que se entreveían en sus novelas fantásticas. Es el ejemplo de sus nouvelles Cuenta conmigo, Rita Hayworth y la redención de Shawshank o Cadena perpetua (son verdaderos clásicos que se incluyen en Las cuatro estaciones y Las cuatro después de la medianoche). Si hubiera que situar a King en un mapa conceptual de la literatura, habría que colocarle junto a los grandes escritores del siglo XX (entre sus coetáneos no tiene que agachar la cabeza ni ante Roth, ni DeLillo, ni Pynchon ni McCarthy… poned el nombre que queráis) y seguramente el gran escritor de género de terror junto a Poe y Lovecraff. Habrá alguno (o cientos) que se escandalizará ante la propuesta de ponerle entre aquellos que
son siempre candidatos al galardón por antonomasia, pero, como diría King, la opinión es como el culo, todo el mundo tiene uno (frase que también se le viene atribuyendo a Coppola y a Eastwood). El problema de King es que gusta, y mucho, y cuando vemos sus libros en manos de todo el mundo, el intelectual reconcentrado y el intelectual de postín tiende a despreciarlo porque desde su punto de vista la buena literatura es sólo un placer para delicatessen, para los grandes gourmets que entienden de literatura (o creen entender), los iniciados por el sufrimiento de los grandes petardos universales (hay que decirlo: muchos de los grandes autores universales son unos auténticos petardos). Sí, es cierto, a King se le lee mucho, muchísimo, pero
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hay que leerle más. Hay que aprender de él, así de simple. Decíamos que King era uno de los maestros del género de terror, pero este asunto es algo que podría molestar, y con razón, al mismísimo King (aunque también él ha fomentado esa imagen porque encontró en dicho género la forma de perpetuarse como uno de los grandes). Y, sin embargo, muchas veces nuestro escritor de Maine ha intentado despojarse de esta etiqueta (las
King en su casa de Bangor, Maine, en 1982
etiquetas son para los modistos y los traficantes de la moda). El género es algo que encasilla, que cercena la posibilidad de otros géneros, como un burka de la literatura que se ve desde lejos y se mira de refilón cuando se pasa junto a él, a no ser que uno profese admiración por dicho género y aproveche la proximidad para guiñar el ojo al encorsetado autor: «Así me gusta, que vayas con género». Y sí, hay quien se siente bien yendo con el género puesto por la vida, reivindicando su fe de alguna forma, sus creencias y credenciales, pero otros sienten cómo dicho género se le ha impuesto (como los burkas y los pañuelos menos metafóricos de ciertas sociedades), y es difícil (e incluso imposible) salir sin los atavíos correspondientes porque al autor de marras se le considerará un provocador o cualquier cosa peor. Por asuntos más triviales se han lapidado a personas. Esta explicación viene porque 22/11/63 no es una novela de terror, sino que coquetea mucho más
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con la novela social, realista o incluso con la novela de amor. Cierto que se sirve de un elemento fantástico para ejecutarla, pero ese es sólo la puerta que nos permite acceder al universo creado por King. No creo que 22/11/63 se pueda considerar ciencia-ficción (sí lo sería el tramo final de la novela, en donde se adentra en la ucronía). El hecho de que exista esa puerta que conduce al pasado no es síntoma de la existencia de un género (el hecho de la existencia de un giro en los acontecimientos que deriva en la novela ucrónica, tampoco). El autor de Maine ya había experimentado en otras ocasiones con los viajes en el tiempo para pergeñar sus historias, como vemos en La niebla, en donde una puerta creada por el hombre traía a todas las criaturas temibles del universo a la Tierra, o en La expedición, en la que exploraba las inconveniencias de la teletransportación, o también en Langoliers, en donde otra puerta abierta del espacio-tiempo llevaba a los protagonistas una hora al pasado. Esto es interesante porque King ficciona con posi-
bilidades de la misma teoría para variar las tramas de sus historias (llámese «el multiverso de King»). Quizás la que más se acercaría a 22/11/63 sería Langoliers, con la excepción de que en esta nouvelle el pasado no permanece, sino que se desintegra al cabo de unas horas. En 22/11/63 el pasado siempre está ahí (no se habla nunca del futuro), y cuando uno atraviesa la puerta para viajar al pasado (es algo así como el hueco por el que cae Alicia en su mundo soñado) y después lo hace por su lado contrario para volver al presente, la posibilidad de reiniciar el contador, los acontecimientos, depende tan sólo de franquear nuevamente la puerta para regresar a la misma hora, del mismo día, del mismo mes de 1958: «Y cuando bajas los escalones, siempre son las 11:58 de la mañana del 9 de septiembre de 1958». Sí, «cuando bajas los escalones» el protagonista (y con él el lector) viaja al pasado. Es así de sencillo, y no se necesitan más explicaciones. Mientras que en otras ocasiones King se había devanado los sesos intentando hacernos comprender los viajes en el tiempo, intentando justificar y explicar lo que hace siempre la ciencia,
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en 22/11/63 no hace nada de eso. Y ese salto injustificado hace a la novela muy verosímil. Sólo hay que aceptarlo, como haría cualquier niño adentrándose en un libro de fantasía. King juega bien las bazas de las que dispone para componer una novela creíble y a la vez increíble por su sencillez. Se sirve del principio de la Navaja de Ockham para explicar el salto temporal («En igualdad de condiciones, la explicación más sencilla suele ser la correcta»), para llevarnos de la mano a ese espacio-tiempo en donde todo es posible, y al mismo tiempo es fiel a la teoría que contradice la máxima, la antiteoría o la llamada Antinavaja de Ockham, lo que da lugar a la creación del Multiverso y la moderna Teoría de Cuerdas. Sobre el modus operandi no habría que añadir más. Lo que sigue a continuación es una novela que transcurre desde 1958 a 1963. Jake Epping es un profesor de inglés que acude a almorzar con frecuencia a Al´s Diner, una hamburguesería que ofrece una carne de primerísima calidad, algo que hace desconfiar a los lugareños porque el precio es irrisorio. El local
lo regenta Al Templeton, un hombre que confiará en su cliente más asiduo para desvelarle un secreto. Y ese secreto es el agujero de gusano. Pero es un agujero de gusano muy limitado: sólo viaja a una fecha. ¿Y qué se puede hacer en esa época? No gran cosa. O muchas cosas pero como se vivía entonces. ¿Qué utilidad puede tener entonces? Quizás para alterar acontecimientos, para cambiar situaciones injustas del [pg-331]
presente. Pequeños cambios que afecten a individuos concretos, que mejoren la calidad de vida de algunos habitantes de la localidad. ¿Algo más? Sí, pero habría que esperar unos años en ese tiempo (dejar que allí pase el tiempo) y no volver a cruzar la brecha temporal porque el reloj se reiniciaría: «Y cuando bajas los escalones, siempre son las 11:58 de la mañana del 9 de septiembre de 1958». Y, sin embargo, el tiempo sí pasa para el «viajero del tiempo» (como en el relato de La expedición, aunque aquí el paso del
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tiempo afecte más a la conciencia que al cuerpo). Por el contrario, siempre, siempre han pasado sólo dos minutos en el presente. Al Templeton tiene un plan, pero él no puede ejecutarlo. Ha envejecido prematuramente en el presente (el tiempo para él sí ha transcurrido en sus numerosos viajes) y está enfermo. Por eso le confía su plan a Jake Epping: hay que evitar el asesinato de John F. Kennedy. A nivel internacional, la posibilidad de que siguiera viviendo y fuera reelegido como presidente de los EEUU, tendría importantes repercusiones. Para empezar, en el creciente conflicto bélico en Vietnam. Y para eso nos basta con recordar lo que había dicho el secretario de defensa Robert McNamara, que Kennedy tenía pensado retirar las tropas estadounidenses de Vietnam tras su probable reelección en 1964. De ese modo, se habrían salvado miles de vidas estadounidenses y un par de millones de almas vietnamitas. E incluso se podría salvar la vida de Martin Luther King al producirse una alteración en los acontecimientos. Puede resultar un planteamiento infantil, pero el asunto Kennedy no es baladí en EEUU.
El pensamiento que nos vendrá a la cabeza será que bastaría con hacer desaparecer del mapa a Lee Harvey Oswald, pero eso tendría sentido si se aceptara la versión oficial de los hechos y no diéramos credibilidad a la Teoría de la Conspiración. Considerando que Oswald era un pésimo tirador según recordaban sus excompañeros marines, la participación de este en el asesinato de Kennedy queda en entredicho. El viaje es inevitable (el viaje del paso del tiempo desde 1958 a 1963), y Jake Epping, ahora reconvertido en George Amberson en la nueva existencia que le toca vivir, se transformará en un hombre más de esos años en los que empieza a sentirse más vivo que nunca.
Lee Harvey Oswald tras su detención
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Hay algo que no se le escapará al lector desde las primeras páginas de 22/11/63, y es el cariño con el que Stephen King ha reconstruido esa época. La nostalgia de aquellos años de su infancia (ya lo vimos en The Body, que en España conocimos a través de la película Cuenta conmigo) hace que su prosa sea emotiva, nos emocione y nos deje con el corazón en un puño. Se podría decir que 22/11/63 es su novela más sentida, recreándose en una radiografía social y política llena de aciertos. Pienso ahora en una serie que nos llevó a esa época, Mad Men, y el fallo que había en esa serie era la exposición exagerada de tópicos de los 60. Los matices negativos (que son matices «negativos» simplemente por una cuestión de contraposición con lo que se considera «políticamente correcto» en la actualidad) sólo tienen cabida si un narrador en primera persona los destaca (en Mad Men la narración es omnisciente y el juicio crítico no tendría sentido) y ese narrador tiene el juicio crítico desde la óptica de nuestra época (del año 2012 en el caso de la novela de King). Por eso, las valoraciones de Jake Epping/ George Amberson son pertinentes. Nos habla de olores, de música, de la segregación de blancos y negros, de
autobuses llenos de humo de tabaco, de las relaciones maritales, de la educación… Nos lleva a esa época y nos describe cómo era ese mundo ya tan alejado y distinto. Casi como un Marty McFly a bordo del DeLorean. Y es que, si hay algo que nos recuerda 22/11/63, es a la película de Robert Zemeckis. Es una novela larga, todo hay que decirlo, y suceden muchas cosas (son cinco años los que pasa el protagonista en el otro lado de la puerta), y también encontramos varias novelas en una, ya sea en las primeras trescientas páginas dedicadas al asunto Harry Dunning y su padre (aquí casi una novela de género negro) o las quinientas dedicadas a Sadie Dunhill (una novela de amor) en las que al mismo tiempo se va construyendo la trama para evitar el asesinato de Kennedy. Y faltaría hablar de la novela ucróniStephen King durante el odaca, pero ya he desveje de Creep Show lado demasiado.
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A lo largo de la lectura, me esforcé en destapar agujeros de la novela tan compleja (a la par que sencilla por su exposición) que nos ofrecía King. Y lo cierto es que tenía que callarme la boca cada vez que descubría que las puntadas estaban bien dadas y que no dejaba hilo suelto. Sin embargo, retomando la teoría de Ockham, me he dado cuenta, a medida que escribía esta reseña, de que hay un hilo muy gordo (casi una cuerda) que da bandazos en la novela. Y es tan enorme que no se ve (no voy a decir de qué se trata porque saberlo sólo puede perjudicar la lectura de la novela, y es una novela que merece leerse y disfrutarla). Es como si King lo hubiera
hecho adrede, como si se contradijera a sí mismo en esa Antinavaja tan necesaria a la hora de ejecutar una de sus más logradas novelas, desde el principio hasta el final. Pero Stephen King es un prestidigitador con muchos años de experiencia, y no necesita ocultar sus errores, sino mostrarlos sin tapujos, de este modo todo puede pasar desapercibido. Y eso no es nada sencillo. Bajé el pie izquierdo, después otra vez el derecho, y de repente noté un pequeño estallido dentro de mi cabeza, exactamente [pg-334] igual al que uno oye en un avión cuando se produce un cambio súbito de presión. El campo oscuro tras mis párpados se tornó rojo y sentí cierta calidez en la piel. Era la luz del sol.
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Stephen King Gabriel Dols Gallardo y José Óscar Hernández Sendín ISBN 978-84-013524-8-5 Plaza & Janes Editores Barcelona, 2012 864 pgs